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Esa noche me estaba cambiando la vida, para bien y para
mal. Estaba poniendo patas arriba todos y cada uno de los anclajes que creía
tener asegurados, rompiendo mis esquemas y demostrándome que había un nuevo
mundo ahí fuera por ser descubierto. Un mundo que yo creía conocer como la
palma de mi mano: el mundo del placer que acompañaba al sexo, el universo que
era el cuerpo de todas y cada una de las mujeres, cortadas por el mismo patrón
pero tan distintas entre sí que no podías encontrar nada parecido entre dos más
allá de su feminidad. Un mundo del que yo me creía el emperador, el dueño
absoluto, amo de unos dominios tan extensos en los que nunca se ponía el sol…
…
hasta que llegó ella, y me hizo descubrir que lo único que era, era el guardián
de la única puerta de acceso. Puede que hubiera estado con otras muchas que me
hubieran ayudado a desentrañar los secretos del universo, pero ninguna de ellas
me había dado un mapa estelar como el que Sabrae había dibujado en mi pecho,
con unos dedos de fuego que convirtieron sus caricias en un tatuaje que
memoricé en un segundo. Las demás me habían hecho disfrutar, pero con Sabrae
había gozado, que no era lo mismo. Se
habían mezclado sentimientos, había perdido el control, y lo más importante, le
había concedido la única banda sonora que yo había negado a las demás, por
mucho que me suplicaran. A pesar de que me encantaba la música, o precisamente
por lo mucho que me gustaba esa música
en particular, siempre había preferido el silencio a The Weeknd. Es más: había
llegado a ser la única elección posible.
Lo
que yo no sabía era que no estaba protegiendo su música para mí, sino
reservándola para ella. El único momento en que podía escuchar canciones como High for this, Acquainted, Often, o Six feet under y comprender de qué hablaban
y quién podía inspirar letras así, era cuando la tuve frente a mí, desnuda,
mirándome desde abajo para regodearse en el placer que me proporcionaba con la
boca, o regodeándose en el que le proporcionaba saberse tan sensual, tan
poderosa sobre mi cuerpo que podía conseguir sólo con sus labios que yo
perdiera la razón, y gruñera y gimiera como si aquella fuera la primera vez que
me la chupaban. En cierto sentido, así se sentía: puede que su técnica con la
lengua estuviera lejos de ser perfecta, pero ella había traído a la ecuación
tantas cosas que la variable de la experiencia se había convertido en un cero a
la izquierda. Había traído la música, había traído el descontrol, había traído
el ser incomparable, y sobre todo, había traído los sentimientos.
Las
cosas se habían torcido demasiado por lo intenso de la ecuación, pero enseguida
había conseguido apartar de mi mente los pensamientos enfermizos y venenosos
que me decían que había algo malo en mi interior, algo que no debía dejar que
alcanzara a Sabrae. Es un poco complicado pensar en que estás haciendo algo mal
(o, bueno, pensar a secas) cuando la tienes delante de ti, desnuda, abriendo la
mampara de la ducha para invitarte a entrar con ella. O cuando se pone de
rodillas para volver a chupártela. O cuando tú te pones de rodillas para
venerarla como mejor sabes: comiéndole el coño con tu mejor técnica, saboreando
su placer mezclado con el ligero toque afrutado del jabón que ha cogido de la
rejilla de la ducha.
-Oh,
sí-había gemido, mordiéndose el labio y pegando la nuca a la puerta de mi
habitación, cuando mi boca abarcó todo su sexo y mi lengua penetró suavemente
en su interior sensible. Había arqueado la espalda, y sus uñas se hundieron en
mis hombros, cuando una nueva ola de su dulce néctar descendió de sus entrañas
directamente hacia mi garganta, lo que me había hecho enloquecer. La cogí por
los muslos, le pasé las piernas por encima de mis hombros, y la levanté en el
aire.
¿Te
imaginas que hubiera pensado en ese momento en cómo la había agarrado del
cuello sin tan siquiera darme cuenta? A ver quién es el guapo que consigue
pensar algo que no sea “joder, he nacido para
esto” mientras tiene el coño de Sabrae contra su boca.
-¡Alec!-advirtió,
sorprendida, cerrando las piernas en torno a mis hombros para no caerse (como
si fuera a hacerlo; a veces, esa falta de confianza me hacía gracia), a pesar
de que tenía las manos en su espalda para impedir que se alejara aunque fuera
un centímetro de mí. La llevé hasta la cama mientras mi boca seguía ocupándose
de su entrepierna.
-Estabas
cansándote de estar de pie-expliqué cuando la tumbé sobre la cama y le separé
las rodillas con las manos, con cierta rudeza y, sin embargo, mucho cariño-. Y
yo estaba cansándome de que no estés en mi cama-le mordí la piel del muslo,
justo en la frontera de los pliegues de su sexo, y Sabrae soltó un gemido.
-Podría
haber venido solita.
-Soy
como un perro, bombón: si me quitas la comida cuando aún no he terminado,
morderé-le prometí, predicando con el ejemplo y arañando su piel más sensible
con mis dientes. Arqueó la espalda y empezó a acariciarse inconscientemente los
pechos.
-Podrías…
haberme… avisado.
Escalé
por su cuerpo y me quedé suspendido encima de ella.
-¿No
te encantan las sorpresas?-arqueé las cejas y Sabrae se mordió el labio cuando
la penetré, llenando aquel espacio que me esperaba con ansias. Cerró los ojos y
yo la tomé de la mandíbula, buscando su boca y haciendo que me mirara después
del beso. Me encantaba mirarla a los ojos mientras la hacía mía. Me gustaba
hacerlo con todas las chicas: el momento del contacto visual en pleno polvo es
uno de los mejores, no sólo porque te permite descubrir lo bien que se lo está
pasando la otra persona, sino también lo bien que te lo estás pasando tú.
Pero
con Sabrae, todo pasaba a una nueva dimensión. Hundirme en su mirada mientras
la penetraba y que ella lo hiciera en la mía… simplemente, no había palabras
que pudieran describir esa sensación en ningún idioma de los que yo conocía. Y
no es que yo conociera pocos.
-¿Y a
ti?-preguntó de repente, volviendo en sí, cerrando las piernas en torno a mis
caderas, e impulsándose para ponerse encima. Ahí volvía mi diosa: con mis manos
en sus caderas y las suyas en la cabecera de la cama para que nuestros cuerpos
impactaran con más violencia y hacerme llegar más profundo, Sabrae se hizo de
nuevo con las riendas de la situación, haciendo que me volviera loco recordando
cómo se había sujetado a la claraboya, regalándome una visión perfecta de sus
redondos pechos, mientras follábamos la primera vez.
Me
montó como si fuera un semental salvaje al que quería domar con la fuerza de
sus piernas. Me folló como si fuera ella la que tuviera que enseñarme en qué
consistía el sexo. Prácticamente me obligó a correrme con sus tetas en mi boca
y se corrió exhalando su orgasmo entre mis labios.
Sudorosa
y agotada por la cantidad de veces que había tenido que ponerme en mi sitio,
Sabrae se tumbó a mi lado, recorrió mi cuerpo con sus dedos, murmuró un
prometedor y excitante “mi hombre”, y se quedó dormida. Y yo sólo pude mirarla
admirado un par de segundos antes de rendirme también al cansancio. Jamás había
tardado tan poco en dormirme estando con una chica, ni mucho menos había
llegado al límite de mis fuerzas. Me había pasado noches enteras follando, en
Grecia y en Inglaterra, y el sol siempre me había pillado con fuerzas para unos
cuantos asaltos más.
No
fue el caso de esa noche. Todo estaba cambiando.
Pero
había cosas que seguían igual.
Como
el poder que el sol aún ejercía sobre mí, la única fuerza del universo que no
procedía de Sabrae y que aún despertaba algo en mi persona: cuando empezó a
asomar por el horizonte, pintando el cielo de tonos dorados, rosados y
anaranjados, algo en mi interior se desperezó y yo abrí los ojos lentamente,
como llevaba haciendo toda mi vida. Estuve a punto de estirarme a buscar mi
móvil, de tan fuerte que es la costumbre, pero enseguida me detuve y recordé
que ya no hacía falta que grabara la salida del sol.
Porque
Sabrae, en vez de en su casa, estaba durmiendo en la mía, en mi cama, a unos
centímetros de mí. Nuestros pies aún estaban enredados debajo de las sábanas, y
sus rizos todavía me acariciaban la cara. Me la quedé mirando, embobado,
incapaz de creerme cómo alguien como yo podía tener tanta suerte de despertarse
y que ella fuera lo primero que viera al abrir los ojos.
De su
rostro había desaparecido la expresión de traviesa determinación que la
abordaba cuando se quitó la toalla y la dejó caer al suelo; ya no había nada de
la lujuria enloquecida con la que se sujetó a la claraboya para que yo me la
follara mejor. Sus pestañas acariciaban sus mejillas, su boca estaba cerrada y
curvada en una sonrisa casi imperceptible, y su espalda subía y bajaba al
compás de su respiración profunda.
Cuando
el sol empezó a deslizar su luz por la habitación y ascendió por sus pies
cubiertos hasta llegar a sus hombros destapados, y continuar por su cara,
Sabrae se revolvió ligeramente, emitiendo un sonido adorable que me recordó al
de un bebé. Suspiró y siguió durmiendo, ajena a la forma en que refulgía su
piel, con un brillo de chocolate y oro que delataba el manjar que era.
Era
tan hermosa… tenía la belleza por la que se iniciaban guerras, la belleza que
derrocaba imperios, la belleza que volvía locos a los hombres más civilizados.
La belleza que movía montañas y creaba religiones, la belleza que daba
esperanza y desesperación a la vez, porque alguien tan hermoso no puede ser de
este mundo, y sin embargo parece tan cercano que no puedes evitar soñar.
Quería
hacerle una foto. Quería que ese momento durara para siempre, inmortalizarla
así, tranquila, dormida, inocente y feliz mientras el sol se inclinaba hacia
ella y besaba su piel como yo no podría hacerlo jamás: por todo su cuerpo,
acariciándola a la vez en rostro, cuello, y torso.
Pero
yo sabía que no me bastaría con una foto. Que mis ojos la veían mejor que la
cámara de mi móvil, y que sólo yo era capaz de captar la magia del momento.
Debía memorizarla, recordar cada detalle, conseguir todo el material posible…
Con
el cuidado del conservador del museo que desvela por fin la obra que han
encargado, la destapé suavemente hasta que la manta dejó al descubierto el
inicio de sus piernas. Sólo me atreví a descubrir la mitad de su cuerpo que
estaba hacia mí, pero aun así era la visión más hermosa que había tenido el
privilegio de disfrutar nunca.
Su
piel de tofe recogía la luz y la devolvía al cielo haciendo que su cuerpo
refulgiera como el de una diosa, desvelando su verdadera naturaleza. Ya me
parecía a mí que alguien que me hiciera sentir tantas cosas, tan invencible y
poderoso, no podía pertenecer a este mundo, y esa perfección y belleza no
podían sino ser divinas. Su cuerpo se recortaba contra las sábanas claras (de
cohetes, cortesía de la gilipollas de mi hermana, que había cambiado las sábanas
sin que yo me enterara, lo cual le había hecho muchísima gracia a Sabrae),
hermoso y brillante como la vidriera de la catedral más hermosa del mundo.
Le
aparté el pelo de la cara para poder verla mejor, y eso la despertó. Apretó
ligeramente los ojos, frunció los labios un segundo, y se desembarazó del
abrazo de Morfeo para volver conmigo. Qué suerte tenía.
Sabrae
entreabrió los ojos, me buscó a su lado, y trató de enfocarme con dos pupilas
cansadas que no toleraban bien la luz. Cuando por fin se dio cuenta de qué era
lo que sucedía, por qué los dos brillábamos tanto, y de lo que yo estaba
haciendo, sonrió.
-¿Recopilando
imágenes mentales para tu próxima sesión de masturbación?-sugirió en tono
somnoliento pero ligeramente divertido. Estaba pletórica, incluso aunque aún no
hubiera conseguido ubicarse del todo. Puede que aún no hubiera adivinado que
estaba en mi cama, ni que estábamos terminando la segunda noche que
compartíamos cama, la primera en la que era la mía y no la suya la que se había
hecho con el privilegio de ser el escenario sobre el que interpretar nuestra
obra. Pero, aunque todavía no estuviera del todo situada, sí sabía una cosa:
estaba borracha de mí, y le iba a encantar mi resaca.
Sus
ojos chispeaban con una inocencia tan dulce que me dieron ganas de llorar, y
durante un instante pensé que éramos capaces de congelar el tiempo y quedarnos
a vivir en aquel momento para siempre. Ella era tan poderosa que bien podía
conseguirlo; yo, por el contrario, iría siempre a su rebufo, pero no me importaba
desplazarme por una inercia que no me pertenecía, si la compartía con ella. Su
piel continuaba refulgiendo, hechizándome, y la forma en que su respiración
había cambiado me hizo darme cuenta de la trascendencia del momento.
Verla
allí, vulnerable y desnuda, con la piel morena sobre las sábanas blancas, me
hizo pensar en un copo de nieve sobre el carbón en un mundo invertido, en el
que la nieve era oscura y el carbón, claro. Por la manta de pelo blanca que nos
habíamos tirado por encima se le insinuaba la curva de un pecho, y aquella
sencilla silueta encendió la chispa que más tarde prendería el infierno. No un
infierno de lujuria, sino un infierno de pasión cuyo centro de actividad estaba
en mi corazón.
¿Cómo
podía creer que yo estaba pensando en el sexo cuando veía lo perfecta que era?
Ojalá se diera cuenta de que no sólo era una chica para mí: era la chica, LA
con mayúsculas. Aquel ente sin rostro en el que pensabas cuando te pedían que
describieras a tu chica ideal. Yo ya no tenía que lanzarme a recitar una
perorata de cualidades: me bastaba con decir su nombre.
Por
suerte, mi lengua tenía conciencia propia, y cuando mi cerebro se apagaba, ella
era capaz de hacer que siguiera luciéndome, para bien o para mal. Le aparté el
pelo del hombro, le acaricié la mejilla, y respondí:
-El
sexo es algo demasiado sucio para lo hermosa que eres ahora mismo. Eres toda
pureza, belleza y divinidad, bombón. Te quiero. Volvería de entre los muertos
sólo para poder mirarte un minuto otra vez así.
La
sonrisa que se asomaba ligeramente a sus labios se rizó un poco más. Sabrae se
mordió el labio, parpadeó despacio, con los ojos fijos en mí, y luego, su
mirada descendió por el hueco que había en la cama, a su lado, con la
parsimonia de mis caricias cuando quería volverla loca y disfrutar del proceso.
-Pero
ahora estás muy vivo-respondió.
Entonces,
lenta, deliciosa y terriblemente lentamente, Sabrae tiró de las mantas para
destaparse por completo. Se relamió el labio y contuvo un estremecimiento
cuando el aire frío de mi habitación lamió su desnudez. Yo sentí que se me
secaba la boca observándola. Me perdí como un espeleólogo que descubre una
cueva nueva e inexplorada en cada una de sus curvas, disfrutando de los trazos
con que la madre naturaleza la había dibujado. Me perdí en sus ojos. Su boca.
Su cuello. Sus hombros. Sus brazos. Su vientre. Sus piernas. Sus pies.
-Puedo
sentir tu corazón-comentó, colocando una mano ardiente sobre mi pecho. Notaba
que mi pulso se había acelerado tanto que nada tenía que envidiar con el rugido
de un fórmula uno.
Sus
senos.
Su
sexo.
Estiré
una mano y le acaricié la cintura, siguiendo el contorno de su costado mientras
Sabrae me miraba a los ojos, analizando mi expresión.
-Yo
también quiero mirarte-me pidió, acariciándome el vientre esta vez con unos
dedos bien estirados, que buscaban abarcarme todo lo que pudieran. Mi piel sólo
existía allí donde ella me tocaba. Le concedí el capricho (¿acaso podía
negarme?) y tiré de la manta para descubrirme ante ella, y una vez más, le di
gracias al cielo por mi afición al deporte y la vida sana (bueno, salvo por el
alcohol, el tabaco, y alguna que otra droga de vez en cuando): ella me merecía
en plena forma, con todos los músculos bien esculpidos. Se merecía acostarse
con alguno de los modelos de las esculturas de la antigüedad, y a falta de
ellos por el paso del tiempo, estaba yo.
Sabrae
me enseñó todos sus dientes mientras sus ojos se perdían en mis ángulos.
-Y si
me permitieran imaginarme a mi dios, no tengo ninguna duda de que me Le imaginaría
como tú. Soy afortunada. No todas las mujeres pueden acostarse con el ente al
que veneran.
-Creo
que aquí, el único que venera a alguien soy yo-le tomé la mano y deposité un
beso en cada uno de sus nudillos mientras ella reía suavemente-. Y yo que pensaba
que no había nada más bonito que el amanecer…
Sabrae
levantó la mirada hacia la claraboya, en la que las nubes se convertían en
algodones de azúcar del rosa tradicional, o de atrevidos dorados y naranjas.
-¿Y
qué puede haber más bonito que esto?
-Tú.
Desnuda en mi cama, iluminada por el amanecer y brillando después de hacerte el
amor.
Sabrae
volvió a clavar sus ojos en mí. Había un tono miel en ellos que no solía
aparecer, como si al chocolate que los componía le hubieran añadido un
ingrediente secreto que hiciera la receta perfecta. Vale, sí, lo que le había
dicho sobre el sexo era una trola. Sí que quería acostarme con ella, pero
porque hacerle el amor era la mejor forma que yo tenía de demostrarle cuánto me
importaba. Quería poseerla no por el sexo, sino porque hacerle el amor
significaba pintar su cuerpo con un nuevo brillo. Dibujar en su piel el placer
de las estrellas.
-Pero
no me estás viendo brillar después de hacerme el amor-rebatió, inteligente y
hermosa como ella sola. Me arrastré unos centímetros por la cama como lo haría
kilómetros por el suelo si fuera necesario para acercarme más a ella, y tras
pedirle permiso con una mirada, le di un suave beso en los labios que me supo a
gloria. Los que dijeran que las fresas eran la fruta más dulce, lo decían
porque no habían probado los labios de Sabrae.
Ella
llevó sus dedos a mi cuello y enredó en mi nuca. Una corriente eléctrica me
descendió desde ese punto de contacto de nuestra piel hasta la punta de los
dedos de los pies.
-¿Estás
cansada?
-Nunca
para ti-su mano volvió hacia mi cuello, subió hasta mi mejilla, y yo la tomé de
la muñeca con la mía. Le di un beso en la palma, en el vértice de la V que sus
dedos hicieron cuando los separé, en las yemas de los dedos, en la mejilla, en
la punta de la nariz, en la boca, y en los senos. Sabrae me abrazó cuando
llegué a sus sensibles pechos, y sentí su perfecta redondez presionar
suavemente los músculos de mi pecho; su piercing estaba frío, en contraste con
todo lo demás. La acuné sobre mí y le dije que era preciosa; ella me respondió
que yo sí que lo era, nos besamos un poco más, con profundidad, sin intención
de llegar a ninguna parte y sabiendo que llegaríamos más lejos que nadie… y
zarpamos cuando me lo pidió.
-¿Hacemos
el amor?
-Sí,
mi diosa-asentí, besándole la punta de la nariz.
-Vale,
mi rey-respondió ella, besándome el punto donde la oreja se une al cuello.
Empecé a darle mordisquitos por debajo de la mandíbula y ella se echó a reír. Le amo, pensó mientras mis dientes la
acariciaban. Estoy enamorada de él. Ya no
le tengo miedo.
-Adoro cuando te ríes,
bombón.
-Y yo
que me hagas reír, sol.
Nos
estábamos derritiendo el uno con el otro, y pronto formaríamos un charquito
sobre mi cama con alto contenido de azúcar, pero nos daba igual. Estábamos
solos, desnudos, y libres.
Sabrae
se tumbó sobre su espalda a mi lado, en la cama, y me cogió de la mano para
hacer que me pusiera encima de ella.
-Quiero
debajo-explicó-. Me lo haces con más cuidado cuando yo estoy debajo. Y ahora
quiero hacerlo con cariño.
-Mi
segundo nombre es “cariño”-respondí, besuqueándole el cuello. Volvió a reírse.
-Tu
segundo nombre es Theodore.
-Que
seguro que significa “cariño” en alguna parte del mundo-respondí. Sabrae se
echó a reír, separó las piernas, y mató el tiempo que tardé en ponerme el
condón y en entrar dulcemente en ella besándome despacio. Lo hicimos con el
cuidado con el que yo la esculpiría en cristal, y aun así, consiguió que
disfrutara más que follando sucio con cualquier otra chica.
El
sexo sin ataduras está genial, pero el sexo con sentimientos, sentir que cada
rincón de tu cuerpo tiene sentido mientras miras a los ojos a la persona que se
lo da… es infinitamente mejor.
Me
desintegré para ella y ella se deshizo entre mis brazos al poco tiempo de
reducirme a moléculas. Me acomodé en los espacios que su cuerpo le brindaba al
mío, con la cabeza apoyada sobre su pecho, y ella descansó la suya en la
almohada. Parecía una virgen de halo negro y rizoso mientras me rodeaba con sus
piernas y me acariciaba el pelo, distraída, con la piel aún erizada y una
sonrisa feliz en la boca.
-Las
envidio-murmuró, y yo la miré.
-¿A
quiénes?
-A
las estrellas. Ellas te verán cada noche que pases en esta tierra. Yo te voy a
perder de vista tarde o temprano.
-Esperemos
que más tarde que temprano, bombón-le cogí la mano y le besé el dorso. Levanté
la vista y comprobé que la estrella polar aún resistía en la batalla que cada
mañana le presentaba al sol.
-No
sé cómo puedes dormir así.
-¿Por
qué?
-Yo
no podría. Son demasiado preciosas-comentó-. Y como son efímeras… me pasaría
toda la noche en vela, admirándolas.
-La
ignorancia es muy atrevida. Yo también duermo cuando estoy contigo-contesté, y
Sabrae se echó a reír dulcemente.
Le
pasé los brazos por debajo de su cuerpo y me acurruqué sobre su pecho,
mirándola desde abajo, como me correspondía como simple mortal. Ahora, su piel
brillaba más que nunca, fruto de una nueva película de sudor y de los efectos
secundarios del orgasmo. Tenía un aspecto delicioso, que me daba ganas de degustarla.
Su mirada seguía anclada en el techo, pero en el cielo no había nada que
pudiera interesarme, por mucho que se resumiera en kilómetros y kilómetros de
mi combinación de colores favorita. Tenía una nueva combinación de colores:
bronce, dorado, chocolate y azabache, exactamente los que necesitabas para
pintar a Sabrae al óleo.
Por
primera vez en mi vida, lo que tenía entre mis brazos era más bonito que lo que
el sol le hace al cielo al salir cada día. Mucho más valioso, e infinitamente
más irrepetible. Amaneceres hay muchos a lo largo de una vida, pero Sabrae,
sólo una; y con una, es más que suficiente.
-Odio
que esté saliendo el sol.
-¿Por
qué?
-Significa
que se ha acabado nuestra noche juntos, y que ya falta menos para que tú te
vayas.
-No
me iré si me lo pides. Igual que tú no te irás si yo te lo pido-me prometió,
besándome la frente.
-Eres
preciosa-exhalé, admirado.
-Mira
quién fue a hablar.
Me
besó, yo la dejé hacer, me acarició la espalda mientras yo hacía lo propio, y
se durmió con una mano en mi pelo, la otra en mis lumbares, y mi mejilla sobre
su corazón. Estaba agotada de tantas emociones y actividad física, y aun así
había luchado por alargar cada momento conmigo.
Observé
cómo sus pestañas acariciaban de nuevo sus mejillas, como hacían cuando el sol
me despertó, y un amor profundo como el océano y tangible como el suelo que
estás pisando ahora mismo, o el sitio en el que te has tumbado (como su cuerpo,
que me hacía de cama a la vez que de hogar), me inundó hasta colmarme.
Voy a hacer lo posible por merecer que seas
mi esposa, le prometí. Algún día
conseguiré merecerme que me digas que sí, Saab. Quiero despertarme a tu lado
cada día. Quiero casarme contigo y tener asegurado otro día más a tu lado
cuando caiga la noche. Quiero que algún día te quedes embarazada, y que el
fruto de tu vientre lo sea también de mi semilla. Quiero que no haya nada mío
que tú no puedas llamar también tuyo.
Sé que no debería pensar en
eso. Alec, sólo tienes 17 años. Alec, estás en la flor de la vida. Alec, si no
disfrutas ahora, ¿cuándo lo harás? Alec, si no eres libre ahora, ¿cuándo lo
serás? Tienes toda la vida por delante.
Pero
es que ella hace que 17 años sean suficientes. Que toda la vida por delante
signifique más tiempo para crear algo especial con ella. Que mis alas no sirvan
para alzar el vuelo y cambiar de horizonte, sino para crear una brisa que le
haga el calor del verano un poco menos sofocante.
Además…
tú no la has visto. No la has tenido contigo. No te ha sonreído. No te ha
besado. No se ha desnudado para ti, ni se ha acostado contigo. ¿Disfrutar
ahora? Sí, claro. Pero con ella. Sólo con ella. Lo que había hecho con las
demás, no significaba nada. Era sólo el entrenamiento.
Y
cualquiera que haya sido boxeador como yo lo fui, sabe que no hay comparación
entre un entrenamiento, y la acción que transcurre encima de un ring.
Y sí.
Aunque no tuviera ángulos sino curvas, aunque hubiera llegado después de que yo
me retirara, aunque no me acercara a ella con los guantes puestos… Sabrae era
mi ring.
Mi niño. Eso es
lo primero que pensé cuando me volví consciente de mi cuerpo otra vez, y
escuché su apacible y profunda respiración a mi lado. Entreabrí los ojos para
combatir la luminosidad, que aún me hacía daño a pesar de que el día se estaba
nublando, y me regodeé en la silueta de Alec, que me daba la espalda. Su cuerpo
subía y bajaba al compás de su respiración, acunándose a sí mismo como un niño
pequeño que puede cuidarse solo. Yo quería cuidarlo. Me encantaría cuidarlo. Me
había encantado dormirme con él entre mis brazos, haciéndole de cama en lugar
de huésped, como solía suceder, y sentir el peso de su cuerpo atrapando el mío
sobre la cama. Había soñado con él, como no podía ser de otra manera: que me lo
encontraba por casualidad en el parque de siempre, estando con mis amigas, y
ellas se esfumaban y él me poseía en el suelo que olía a una mezcla de lluvia y
lavanda.
Ahora,
Alec ya no estaba encima de mí, como lo había estado antes de dormirnos o
durante mi sueño, pero me di cuenta de que, a pesar de que se había vuelto
hacia el otro lado, seguíamos conectados por nuestros dedos entrelazados. Me lo
imaginé esperando a que me durmiera y bajándose de encima de mí para no
aplastarme, o mejor: quedándose dormido e, inconscientemente, volviendo al
colchón y buscando el contacto conmigo a través de nuestras manos, y una
sonrisa que me dolía por su tamaño tiró de las comisuras de mi boca. Le revolví
el pelo y le di un beso en el hombro, y él se revolvió sin llegar a
despertarse.
Era
increíble lo bien que me sentía, lo descansada que estaba a pesar de lo que
habíamos hecho. Nos habíamos pasado la noche entera, prácticamente, practicando
sexo: ya fuera más rápido o más lento, más sucio o más cariñoso, más rudo o más
cuidadoso, habíamos estado todo el rato juntos, recuperando el tiempo que
habíamos perdido durante la semana. Y, sin embargo, a pesar de que mis piernas
aún conservaban ese dulce hormigueo que seguía al orgasmo, me notaba con
fuerzas como para correr una maratón.
Estaba
renovada, a pesar de que Alec ya había terminado de estrenarme en todos los
sentidos. No se me ocurría nada que no hubiéramos hecho ya.
O bueno… noté que me sonrojaba al pensar
que, de hecho, sí había algo que
todavía no habíamos probado. Y, sorprendentemente, me apetecía saber qué se
sentía.
Claro
que no íbamos a ponernos a descubrir el sexo anal cuando sus padres también
estaban en casa. Lo dejaríamos para otro día. De momento, necesitaba ir al
baño.
Tiré
de su mano suavemente para liberarme de su abrazo, pero él cerró los dedos con
firmeza en torno a los míos, negándose a dejarme marchar con tanta
determinación que creí que estaba despierto. Contuve una risita y pronuncié su
nombre.
-Al.
Él
tiró un poco más de mí, aún inconsciente, y cuando yo llevé la mano libre a
otra para soltarme, se giró y hundió la cara en la almohada, orientando sus
ojos aún cerrados hacia mí.
-No-dijo
solamente, terco como una mula.
-Al…-repetí,
dándole un beso en la frente; puede que con mimos se hiciera más fácil
soltarme. Él bufó, chasqueó la lengua, sorbió por la nariz y volvió a gruñir un
férreo “no”-. Al, necesito que me sueltes un momentito.
Y,
por fin, abrió sus ojazos color chocolate con leche y luchó por mirarme.
-Buenos
días-canturreé, acariciándole el pelo.
-Buenos
días. ¿Qué hora es?
-Temprano.
Necesito que me sueltes-le enseñé nuestras manos entrelazadas, con mis dedos
estirados y los suyos cubriendo mi dorso, y él frunció el ceño.
-¿Por
qué?
-Tengo
que ir al baño.
-Ah-accedió,
liberándome por fin. Le di las gracias y me di la vuelta para salir de la cama,
a pesar de que tenía toda la ropa en el lado contrario. Es que no me fiaba de
pasar por encima de Alec y que él no se resistiera de nuevo a dejarme marchar:
era ahora, o nunca-. No te laves la cara. Estás muy guapa recién levantada-volvió
a cerrar los ojos y suspiró.
-No
voy a eso. Tengo que hacer pis.
-Muy
bien-comentó, arrebujándose bajo las mantas.
-Pero
también podré aprovechar el viaje, ¿no? Tengo que adecentarme un poco. Ponerme
guapa.
-Ya
lo estás-abrió un ojo y asintió con la cabeza, dedicándome su sonrisa de
Fuckboy®. Le encantaba tener razón, y más le encantaba poder verme desnuda
mientras me inclinaba a recoger un poco de ropa con la que disimular que me
había pasado la noche como me habían traído al mundo en el cuarto de Alec-. No
te vistas-gimoteó.
-No
puedo ir con el culo al aire al baño.
-¿Por
qué no? Ven aquí, Sabrae. No me dejes solo. No lo soportaré. Acércate a mí.
-Ven
a buscarme-le reté, riéndome y sentándome en el borde de la cama mientras me
pasaba los calzoncillos que me había prestado tan amablemente por las piernas.
-Joder,
estoy agotado-abrió los brazos y
suspiró-. No creo que ni que tenga fuerzas para levantarme a desayunar.
-Siempre
puedo subirte algo de la cocina-sonreí, mirándolo por encima de mi hombro
mientras aleteaba con las pestañas.
-¿Desnuda?-levantó
la cabeza. ¡Hay que ver, cómo es! Me dice que está agotado, y en cuanto aparece
la más mínima oportunidad de echar otro polvo, de repente se espabila. Es
increíble.
-Por
supuesto que no. Llevaría un delantal-me enfundé una de sus camisetas de
tirantes y él me estudió con ojos entrecerrados, perspicaces-. Y nada más.
-Cómo
se nota que mi polla tiene un mecanismo diferente. Estoy molido y ella ya se está despertando-comentó, riendo, frotándose los
ojos.
-Pues
que no se haga ilusiones, que no me voy a sentar sobre ella en un ratito.
-¿Y
en mi cara?-quiso saber. Solté una carcajada más alta de lo que debería, por
eso de que sus padres estaban durmiendo y esas cosas, negué con la cabeza y
salí de su habitación antes de que terminara de espabilarse del todo y me
impidiera ir al baño. Sería capaz de convencerme para que le dejara estar
conmigo mientras atendía la llamada de la naturaleza. Ya le había tenido que
rechazar una petición parecida una vez, y entonces, había estado un poco más
vestido que ahora.
Me
estremecí de pies a cabeza cuando me senté en la taza del váter, que estaba
helada, y dejé que mi vejiga se vaciara por fin. No me había dado cuenta de las
ganas que tenía de ir al baño hasta que no me había bajado de nuevo los
calzoncillos. Había bebido mucho zumo durante la cena, más la cerveza de la
película, y luego había vuelto a estar con él y habíamos terminado tan cansados
que ni siquiera había pensado en mi salud, así que no había ido al baño. La
presión de mi vientre fue desapareciendo poco a poco, y mientras tanto, me
dediqué a estudiar la estancia. Por la mampara de la ducha aún se deslizaban
gotitas valientes de agua, la prueba de la travesura que habíamos cometido
hacía unas horas. No quise pensar en
cómo lo habríamos llevado todo al siguiente nivel si Alec hubiera llevado
condones, pero no pude evitar hacerlo cuando recordé la forma en que había
gemido mientras me corría en mi boca. Me encantaba hacérselo mientras él estaba
de pie; puede que cuando estuviera sentado tuviera más control y se animara más
a tocarme y guiarme, pero cuando estaba de pie una fuerza oscura se apoderaba
de él. Se desataba, se desinhibía, y su cuerpo dejaba de responderle y empezaba
a obedecer al mío a medida que se acercaba al orgasmo. Cuando yo me ponía de
rodillas frente a él, me lo follaba con mi boca; pero cuando él estaba de pie,
terminaba follándose mi boca. Hay una diferencia muy sutil en la frase, pero
increíblemente inmensa en la realidad.
Está cansado, él mismo te lo ha dicho, me
tuve que recordar a mí misma cuando me descubrí fantaseando con la posibilidad
de volver a su habitación y hacer que se corriera con mis labios una vez más.
Cuando me limpié, noté que estaba más mojada y sensible que de costumbre, así
que tendría que hacer un esfuerzo por tranquilizarme antes de regresar con él,
o no me haría responsable de mis actos.
Me
apoyé en el lavamanos con las manos bien separadas, y miré a los ojos a la
chica que me miraba a través del espejo. Las ligeras sombras por falta de sueño
que eran de esperar debido a las pocas horas que había dormido no estaban ni
esbozadas, siquiera. Tenía la boca ligeramente hinchada por los besos que me
había dado él, un par de marcas de dientes en los hombros que se estaban
poniendo ya de color cerúleo, el pelo alborotado y los ojos brillantes.
Pero
lo mejor de todo era mi piel. Brillaba con luz propia, casi resplandecía, como
las veces en que había quedado con las chicas para tratar de colarnos en una
fiesta de mayores y nos habíamos puesto una loción corporal con purpurina. La
mía, por supuesto, había sido dorada. Mismamente en Nochevieja había recurrido
al pequeño botecito de Nyx que guardaba celosamente en mi armario, con el resto
del maquillaje de fiesta, el que no quería que Duna me pidiera para jugar. Lo
de ahora, sin embargo, no tenía comparación con lo de Nochevieja. Aquel brillo
se debía a cosméticos; el de ahora, era producto sólo y exclusivamente del buen
sexo. Alec había pintado en mi piel una lluvia de estrellas con la que me
mimetizaba cada vez que estábamos juntos, como si quisiera extender mi placer
por mi cuerpo hasta hacerme vivir en un orgasmo constante.
Instintivamente
y sin pretenderlo, junté los muslos, haciendo una deliciosa presión en mi sexo
que éste agradeció con un latigazo que me recorrió la columna vertebral. Me
acaricié los labios con el pulgar, y me mordí el inferior, incapaz de dejar de
pensar en los gruñidos de Alec en ese mismo baño, hacía unas pocas horas.
Piensa en otra cosa, piensa en otra cosa,
piensa en otra cosa. No puedes ir con él ahora. Está cansado, déjale dormir un
ratito más.
Decidí distraerme estudiando
los objetos que descansaban sobre el lavamanos: el vaso de cepillos de dientes,
un botecito de jabón líquido, el tapón del desagüe y unos botecitos de cremas y
espuma de afeitar. Recogí este último, plenamente consciente de que sólo debía
de utilizarlo Alec, puesto que Dylan siempre lucía una barba de varios días que
te recordaba a un hipster, perfectamente recortada y de un bonito color caoba,
y leí la publicidad del frasco que había convencido a mi chico. Algo sobre
suavidad para un acabado perfecto, lo típico en este tipo de productos.
Caí
en la cuenta de que no era la misma marca que Scott y papá utilizaban, y no
pude evitar sonreír. Absurdamente, me gustaba que fueran diferentes, como si la
variación de marcas hiciera que yo tuviera dos versiones. No era la misma
cuando estaba en mi casa que cuando estaba en la de Alec, ni era la misma
estando con Scott o papá que con mi chico.
Dejé
el botecito de nuevo en su lugar, me miré al espejo, alcé la mandíbula y eché
hacia atrás los hombros, y me observé en el espejo. Me gustaba muchísimo lo que
veía en él, porque era yo en estado puro, presumiendo de defectos que ya no me
parecían tan graves; y porque, en cierto sentido, también era un poco de Alec.
Él me había dado ese brillo. Y me había hecho sentirme mejor con mi cuerpo. Más
deseable. Más bonita. Más querida. Las cosas que a mí no me gustaban, a él le
encantaban. Los rincones que yo había creído más secundarios, él los convertía
en prioridad.
Me
pasé las manos por el pelo, ahuecándome los rizos y, por fin, me armé de valor
para regresar a la habitación. Cuando atravesé la puerta, descubrí a Alec
acariciando a Trufas, que se había
acurrucado sobre su vientre, acusando la falta de su dueña para poder dormir
acompañado.
-¿Tenemos
compañía?
-Un
infiltrado, más bien-bromeó Alec, que dejó caer su mano sobre su vientre cuando
Trufas brincó en mi dirección,
reclamando mis atenciones.
-Las
veces que hablamos sobre la posibilidad de hacer un trío, no tenía en mente al
conejito de Mimi, la verdad.
-¿Por qué me da la sensación de que estás
haciendo lo posible por calentarme, Sabrae?-preguntó en tono de fastidio.
-Porque
eres un mal pensado-respondí, dándole la espalda, quitándome la camiseta,
metiéndome en la cama y asegurándome de pegar bien el culo a su entrepierna
antes de despedirme con un-: que duermas bien.
Contuve
una risita cuando le escuché bufar, y gruñir algo por lo bajo en referencia a
que iba a hacer algo bien, sí, pero ese algo no iba a ser dormir.
Sentí en un estado de duerme vela que lo que fuera que
estuviera a mi lado se desplazaba, haciéndome zozobrar como si estuviera en un
mar en calma al que se acercaba una tormenta. Después de arrimarme bien a Alec,
me había quedado dormida como un tronco cortesía de su calor corporal y del
brazo que me pasó por la cintura, asegurándose de tener los dedos
estratégicamente cerca de mis pechos, por si me portaba demasiado mal y tenía
que reprenderme a base de pagarme con la misma moneda. Por suerte para mí y por
desgracia para él, no le di una excusa y enseguida regresé a los brazos de
Morfeo, mi segundo hombre mitológico favorito, sólo por detrás de Alec.
Estaba
convencida de que él había dormido igual de bien que yo, disfrutando de la
cercanía de mi cuerpo y del calor que manaba de él, aunque supongo que el hecho
de que yo me moviera en sueños le arrastraba a una tierra de deseo de la que
yo, por suerte, estaba muy lejos.
Pero,
claro, de lo que yo creía saber a lo que verdaderamente había sucedido había un
mundo de distancia. Al contrario de lo que yo pensaba, y a pesar de haber
dormido profundamente, Alec no había descansado como yo, y en cierto sentido
tampoco había disfrutado de mi cercanía. Yo me movía demasiado en sueños,
incluso más de lo que lo había hecho cuando durmió en mi casa, así que pronto
empezó a soñar conmigo y con las cosas que me haría. Igual que yo, Alec soñó
que coincidíamos en un espacio abierto, pero esta vez, se trataba de una playa
en lugar de un parque. Una playa que él conocía muy bien: la playa de Grecia en
la que había perdido la virginidad, una de las muchísimas calas que hacían de
Mykonos el paraíso a desear por todo el mundo, y de su población la envidia del
resto de humanos. Él estaba tumbado en la arena, mirando un mar de aguas
cristalinas de entre cuyas olas aparecí, recreando el nacimiento de Venus que
tantas veces se había colgado en las paredes de los museos más famosos del
mundo, y me había acercado a él, con las gotitas de agua salada deslizándose
por mi piel como diamantes que adornan una escultura.
Me
había echado el pelo hacia atrás, estrujándomelo con las manos, ofreciéndole
una vista para nada accidental de mis pechos cubiertos por un pequeño bikini
blanco que resaltaba el bronceado de mi piel. Él se incorporaba lo justo para
alcanzar mis piernas, y después de acariciármelas con la yema de los dedos, me
desanudó los cordones de la braguita del bikini y me hizo caer de rodillas en
la arena, justo encima de él. Empezamos a probar el mar en nuestras bocas y
nuestros cuerpos, y justo cuando parecía que alguien iba a pillarnos, mi yo
real se movió en la cama, frotándose contra él, arrancándole la poca cordura
que le quedaba y haciendo que se despertara.
Y
Alec, al contrario que yo, no estaba dispuesto a engañarse a sí mismo diciendo
que yo no quería eso. No estaba cansada, sino más bien buscando guerra: si no
hubiera querido provocarle, no me habría tumbado de esa manera tan cerca de él.
Así
que iba a darnos lo que ambos queríamos: más sexo. Ya había descansado
suficiente; ya descansaría más, cuando estuviera solo o cuando estuviera
muerto. Ahora que me tenía al lado, estaba más que dispuesto a aprovecharme.
De
ahí el dulce zozobrar y la extraña caricia de tela que me lamía la piel de los
muslos. Todavía soñando, pero acercándome poco a poco a la consciencia, sentí
que una especie de anillo suave y grande se deslizaba por mis muslos hasta unir
un momento mis rodillas, para luego seguir descendiendo y liberarme por fin en
una última caricia en los pies. A continuación, mientras algo separaba con
delicadeza mis piernas, una mariposa se posaba y alzaba el vuelo repetidas
veces sobre mi torso. Sus patitas dejaban ligeros pellizcos de una extraña humedad
a lo largo de mi piel, y capturaron de una forma extraña mis pezones cuando le
llegó el turno.
La
mariposa siguió pellizcándome en el esternón, y cuando llegó al ombligo, sus
patitas se convirtieron en sierras que me hicieron estremecerme. Algo presionó
suavemente mi sexo, que estaba a la expectativa, y comenzó a abrirse despacio
para esa mariposa al sentir que llegaba la primavera.
La
mariposa aleteó sobre mi sexo, arrancando del aire una brisa que alborotó la
ligera mata de vello que tenía en ese rincón de mi cuerpo, y pasó a saltar por
mis muslos.
Me
desperté cuando algo empezó a masajear mis labios mayores, como un ladrón que
busca la cerradura que forzar para acceder a la cámara del tesoro. Y, justo
cuando levanté la cabeza para comprobar qué sucedía, Alec retiró sus dedos de
mi sexo y los sustituyó por su boca. Me lamió despacio desde el agujero que
daba a mi interior hasta el clítoris, y una dulce llamarada ascendió por mi
piel. Había cerrado los ojos, pero el sonido que escapó de mi boca y el golpe
que di en el colchón con el puño cerrado le hizo abrirlos… y vi en su mirada y
noté al mismo tiempo en mi vulva cómo sonreía.
-Buenos
días, bombón.
-Bue…
buenos días-jadeé-. ¿Qué...? Ah…-gemí cuando él volvió a lamerme despacio,
prestándole más atención esta vez al botón de placer que tenía entre las
piernas-. ¿Qué… haces?
-¿Tú
qué crees? Bueno, me he cansado de esperar a que me traigas el desayuno a la
cama-me guiñó un ojo, apoyando la barbilla en su mano y sonriendo mientras
introducía en espiral un dedo en mi interior. Enrosqué los pies
automáticamente: me gustaba que me sonriera mientras me daba placer-. Así que
he decidido tomar lo que me apetece. Me muero de hambre, y tú me apeteces
muchísimo. Así que, si me disculpas, voy a desayunarte-me besó de nuevo los
labios y hundió la nariz en mi sexo.
-Alec…
tus padres… están aquí mismo-señalé la pared a mi derecha, y eso que ni
siquiera sabía si su habitación estaba hacia allá.
-No
van a molestarnos, tranquila-respondió, dando suaves mordisquitos alrededor de
mi piel más sensible.
-¿El
protocolo fuckboy?-quise saber, y él
me miró-. ¿Les avisas de lo que tienes pensado hacer para que no se
escandalicen si me escuchan gritar?
-No
creo que, si te pones a gritar, piensen que sea porque has ganado una partida
del Uno-bromeó-. Pero nunca he dormido con una chica en casa, así que seguro
que no quieren joderme esto. Además… me siento generoso. Estoy dispuesto a
arriesgarme por cumplir una de tus fantasías sexuales. Ya sabes que yo…-deslizó
el dedo por mi raja, desde la vagina hasta el clítoris otra vez-no puedo
negarte ni un solo capricho, bombón-se metió el dedo en la boca como quien
quiere probar el glaseado de una tarta, y me hizo estremecerme de pies a
cabeza. Supe exactamente qué tenía en mente por su forma de mirarme y por
aquella referencia: hacía un tiempo, en Navidades, había surgido el tema con
mis amigas sobre si despertar a alguien practicándole sexo oral estaba bien o
no. Había leído a mucha gente que decía que eso era abuso porque no había consentimiento,
y otros que no lo había porque estabas pensando en tu propio placer, sino en el
de tu pareja. Ellas tampoco se ponían de acuerdo, y, antes de consultárselo a
mi madre, Alec me respondió a un mensaje pendiente y le expliqué la situación.
A
mí todo eso del abuso me parece una gilipollez, sinceramente. O sea… ¿qué puto
PSICÓPATA no querría que le despertaran chupándosela? Yo no voy a ser, eso
desde luego.
Pero
tienes que admitir que el tema del consentimiento es importante.
Ya,
pero también te lo pueden dar después, ¿no? Es decir… hay veces en que se
sobreentiende que la otra persona quiere.
Tú
siempre me has preguntado si estoy segura antes de llegar hasta el final.
Porque
no quiero joder las cosas contigo, Saab.
☺
Además...
¿a ti no te gustaría que te pasara?
Depende
el chico.
¿Te
gustaría que te lo hiciera YO? 😜
Puede
ser 😇😜
Se había puesto a escribir, lo había borrado, había
vuelto a empezar, y había parado una vez más.
Alec,
¿qué estás haciendo?
¿Por
qué crees que estoy haciendo algo?
Por
el tema de conversación. Y porque tienes una imaginación muy vívida.
😏
¿Qué
haces?
Lo
que crees que hago.
Pues
mira, te voy a mandar audios para que no estés tanto tiempo leyendo 😉 no quisiera que la conversación muriera aquí.
Y
para oír tu voz. ¿Te importa si te los mando yo también?
¿Que si me importa? Me cabrearía muchísimo si no lo hicieras.
Y así
había dado comienzo nuestra segunda sesión de sexo a distancia.
-Uf,
te adoro-jadeé, abriendo más las piernas para él-. Prometo contenerme y no
gritar demasiado, criatura.
-¿Quieres
que ponga música?-se ofreció-. Lo último que quiero es que tengas que cortarte,
aunque sólo sea un poco. Quiero la experiencia completa, el paquete premium, si está disponible.
-Para
ti está disponible todo, nene-le guiñé un ojo, arqueé la espalda, y me dejé
llevar. Él me agarró por los muslos para atraerme más hacia sí, y lo último que
dijo antes de seguir volviéndome loca fue:
-Joder,
he soñado con tu sabor, Sabrae. Me
vas a volver loco.
No se
apartó un centímetro cuando le anuncié que iba a correrme. Es más, incluso me
devoró con más insistencia, buscando que mi orgasmo fuera más intenso, y le
escuché sonreír cuando me tapé la cara con la almohada para ahogar mis jadeos a
todo volumen mientras un tsunami arrasador me barría por completo, dejándome
aturdida durante un instante. Cuando por fin me deshice de mi máscara
improvisada, Alec se separó de mi entrepierna y exhaló sonoramente, igual que
si se hubiera terminado un batido de arándanos y quisiera terminar de
saborearlo.
-Ah.
Joder-sonrió, mirando un punto por encima de mí-. Así es como se empieza bien
el día, hostia.
-¿Te
devuelvo el favor?
-¿Qué
favor? Lo he disfrutado más yo que tú, nena. Podría fundar un club de adictos
de tu esencia.
-Creo
que no tendrías muchos a los que les apeteciera unirse a él-bromeé, y Alec
frunció el ceño.
-Porque
los tíos somos imbéciles. Con razón nos criticáis las tías. ¿A qué gilipollas
se le ocurre decir que “comer coños no es nada del otro mundo”?-hizo burla a
quien fuera que hubiera dicho semejante falacia-. Campeón, si no te gusta es
porque la chica no se ha corrido, y si no se ha corrido es porque no lo haces
bien.
-Con
estas referencias, vas a conseguir que te deje por una chica.
-No
seré yo quien te convenza de que los tíos somos mejores. Es decir… soy
heterosexual, Sabrae.
-Yo no-le recordé-. Aunque, si te soy sincera,
me he probado a mí y te he probado a ti, y creo que prefiero tu sabor por
encima del mío.
-Estás
mal de la cabeza.
-¡Es
mi opinión!-le di un almohadazo que casi lo tira de la cama, y me eché a reír.
-¡Pues
tu opinión está equivocada! ¿Cómo vas a preferir la puñetera lefa sobre ese
néctar de los dioses que te sale de entre las…? Oh, joder, me está apeteciendo
hacértelo otra vez. Abre las piernas-ordenó, acechándome como un depredador, y
yo me eché a reír y negué con la cabeza.
-Ni
de broma. Se acabó la sesión por ahora. Justo ahora que estábamos empezando a
igualar el marcador de orgasmos, y ya te debo… ¿qué? ¿Dos?-sacudí la cabeza-.
Tengo que ponerme las pilas. Aunque con esta obsesión tuya con comerme el coño
por mi “delicioso sabor”, que, en mi opinión, está un poco sobrevalorado…
-Al
que me tiene que gustar es a mí, no a ti, Sabrae, que para algo soy yo el que
puede comértelo: si pudierais coméroslo solas, seguro que los hombres ya nos
habríamos extinguido. Es pura biología. Seguro que Alejandro Magno tuvo la tira
de hijos porque se le daba de cine comer el coño.
-¡Hola!-le
cogí la cabeza y le di unos toquecitos como si llamara a la puerta-. ¿Hay
alguien en casa? Es imposible que me una mujer se quede embarazada si le comen
el coño. A ver si prestas más atención en clase de biología.
Alec
me dedicó una sonrisa pagada de sí misma.
-Que
te crees tú eso. ¿Habrías protestado si te la hubiera metido justo después de
hacértelo?
-Sí.
Porque acabarías parando, en algún momento-expliqué, devolviéndole la misma
sonrisa chula-. Y yo no querría que pararas nunca. Puede que, incluso, cambiara
la dirección para que la publicidad de Sephora empezara a llegarme aquí para no
tener ninguna razón para ir a casa y así no tener que salir de tu cama.
Alec
me agarró de la nuca y me pegó a él.
-No,
si cuando yo digo que eres la mujer de mi vida…-comentó, antes de empezar a
besarme con intensidad. Me eché a reír y me entregué a ese beso como si fuera
el último; en cierto sentido, lo era. En el momento en que saliéramos de la
cama, podíamos dar la noche por finalizada, y con ella la versión de nosotros
que habíamos sido en ella.
Creí
que volveríamos a la acción y la alargaríamos un poco más cuando él me acarició
la cintura y yo le pasé un brazo por el costado, siguiendo la línea de sus
músculos, pero justo cuando iba a tumbarlo sobre la cama para sentarme a
horcajadas sobre él, le sonaron las tripas. Me separé de él un par de
milímetros y lo miré a los ojos.
-¿Quieres
más?
-No
juegues conmigo, Sabrae.
-¿Es
que no te ha parecido suficiente?
-¿De
ti? Nunca-negó con la cabeza, se inclinó hacia mí y me dio un último beso antes
de decirme que sería mejor que bajáramos. Seguro que su madre estaba ansiosa
por alimentarme, igual que había hecho la mía con él. Lo dijo en un tono que
traslucía cariño y también cierta ansia, como si se muriera de ganas de tenerme
con su familia y poder incluirme por fin en el retrato de su círculo más
cercano sin tener que recurrir a la imaginación, sino a los recuerdos. Se
incorporó y caminó hacia la cómoda, completamente desnudo y tan a gusto con su
cuerpo como yo lo había estado en el baño, después de descubrir sus huellas en
él. Hice un mohín y lancé un aullido lastimero que le arrancó una carcajada
cuando se enfundó unos calzoncillos, lo cual me afectó más de lo que esperaba.
-No
pretenderás que baje desnudo a desayunar.
-Tú
mismo has dicho que tus padres no esperan que nos hayamos pasado la noche
jugando al Uno-sonreí, alzando una ceja y revolcándome sobre las sábanas. Había
sabido tocar mis fibras más sensibles con aquellos besos, y además, quería
darle el placer que él me había regalado a mí. Me apetecía volver a probarlo.
Me apetecía él, simple y llanamente.
-Aun
así, no es plan de ir restregándoles nuestra vida sexual, ¿no crees?-me guiñó
un ojo, me dio un beso en la frente, y tuvo el descaro de hundirme bajo las
mantas. ¡Pero bueno!
-¡Alec!-protesté,
fastidiada, y él volvió a reírse y se sentó en la cama por el lado en que se
abría la manta, obligándome a arrastrarme hacia la luz que se colaba por el
techo y el tubo de sábanas canalizaba. Cuando por fin saqué la cabeza y me
soplé un mechón de pelo, me acarició la mandíbula con gesto cariñoso.
-¿Qué
vas a ponerte?-preguntó, y el tirón correspondiente al vértigo estiró mi
estómago. Había estado tan ocupada en mi desnudez y en lo que provocaba en Alec
que se me habían olvidado las convenciones sociales. A pesar de que había
bromeado con que él bajara desnudo a desayunar, en ningún momento había caído
en que la que no tenía ropa que ponerse era yo. Era cierto que había tomado
prestada una camiseta de tirantes, pero no podía pasearme por la casa en
invierno con los hombros al descubierto y peleándome continuamente con la
prenda para que no dejara mis pechos al aire. Hacía frío, aquello era de mal
gusto, y era la primera noche que pasaba en casa de mis suegros, la primera vez
que estaba con ellos en condición de nuera. Tenía que estar a la altura de las
circunstancias: por mucho que me conocieran desde que nací y tuviéramos
confianza, yo estaba dejando una primera impresión, y tenía que asegurarme de
que fuera buena.
Annie
apostaba por mí. No debía darle razones para arrepentirse y que cambiara de
opinión.
Al ver mi expresión de pánico, Alec sonrió y
volvió a besarme la cabeza.
-No
te pongas así, bombón. Te estaba invitando, pero supongo que no te van las
sutilezas, ¿eh?-me relamí los labios y me lo quedé mirando. Me indicó su
armario con un gesto de la cabeza-. Coge lo que quieras. Mi casa es la tuya, y
mi ropa también. Suerte que soy más alto que tú… aunque yo no tengo esas tetas
de infarto.
-Pero
sí una espalda genial-respondí, más animada. Le adoraba no sólo por cómo me
hacía quererlo, sino por cómo me hacía sentir bien incluso cuando el mundo
amenazaba con venírseme encima-. Y no hablemos de tu culo.
-¿No
quieres hablar de mi culo?-se lamentó, girándose para mirárselo en el espejo-.
Porque bastante tiempo le dedico como para que no te apetezca charlar sobre él.
-Si
empezamos a hablar de tu culo, creo que no terminaremos en una semana-le di una
palmada y me puse en pie. Consideré un momento ponerme sujetador; a fin de
cuentas, nadie iba a saber que estaba usando el mismo, pero Alec me leyó la
mente y resolvió mis dudas con un:
-Ni
se te ocurra.
Puse
los ojos en blanco, negué con la cabeza y me acerqué al armario. Alec se quedó
tumbado en la cama, sobre un costado, como un modelo de ropa interior, mientras
yo estudiaba las prendas colgadas de sus perchas con un orden que no me
esperaba de él. Pasé los dedos por las camisas de algodón, sudaderas, chaquetas
y jerséis mientras me maravillaba de lo diferente que era el estilo de Alec del
de los chicos con los que había estado. No era pijo ni nada por el estilo, y no
parecía muy preocupado por su imagen, pero tenía muy buen gusto y un instinto
natural para elegir las mejores prendas de cada temporada. Y lo mejor de todo
era que había cosas para cada ocasión: desde el gimnasio hasta una tarde
relajada en algún centro comercial, pasando por una noche de fiesta o incluso
un traje para un evento formal, como una boda o una graduación.
El
traje de Nochevieja descansaba en una esquina del armario, guardado en su funda
de plástico. Me volví para mirar a Alec con una ceja alzada.
-¿Tengo
algo vetado?
-Oh,
por favor. Insisto. Coge la chaqueta. No te pongas camisa debajo. Bombardea las
redes sociales con los dos millones de fotos que te voy a obligar a hacerte.
Sacudí
la cabeza, sonriente, y me estiré para coger una chaqueta de chándal que me
quedaría lo bastante larga como para poder usarla de vestido. Sólo necesitaría
una de algodón debajo.
-¿No
prefieres una camisa?-sugirió él, y yo me encogí de hombros.
-Es
para un momento.
-Elige
bien, Saab. Te voy a regalar lo que escojas.
Me
giré de nuevo, sorprendida.
-Alec…
-Bueno,
te voy a dar dos cosas-se encogió de hombros-. Una es una camisa, la que te dé
la gana. Creo que una blanca te quedaría genial, pero puedes coger la que quieras.
Y luego… elige otra prenda.
-No
es necesario. Si te pedí que me prestaras tu jersey era porque me gusta cómo
huele tu ropa.
-Pero,
¡quiero hacerlo! Para que te acuerdes de mí. Y sueñes que estás conmigo. Y que
yo estoy contigo. Y te despiertes como yo he hecho esta noche, con ganas de
abrirte la camisa, acariciarte los pechos y seguir bajando una de tus manos
hacia…
-Si
lo dices, no vamos a poder bajar, Al.
-… tu
sexo-sonrió, consciente del efecto que esa palabra iba a tener en mí-. Déjame
pensar en ti mientras me masturbo, bombón. Déjame pensarte masturbándote tú,
conmigo en mente, porque no has podido evitar pensar en mí por la ropa que
llevas puesta.
-No
necesito tu ropa para pensar en ti-contesté, jadeante, y sus ojos brillaron con
la súplica.
-Todavía
me visita en mis fantasías esa versión tuya que me dejó poseerla mientras
llevaba puesta mi corbata y una camisa, allí, en el cobertizo de Jordan. No
quiero que sean fantasías. Quiero que sean verdad.
Asentí
con la cabeza y dejé la chaqueta que había cogido por pura casualidad de vuelta
en su lugar. Me acerqué al lado de las camisas y, tras un instante de
vacilación, me decanté por una de las blancas. Tenía más de ese color que de
los demás, y sentía que podía combinarla mejor con más ropa de la mía,
llevándolo conmigo incluso en secreto. Y me recordaría a su alma.
Supe
que aprobaba mi decisión con la sonrisa que esbozó. La dejé cuidadosamente
sobre la silla del escritorio, y me volví de nuevo hacia el armario. Ahora
tenía una tarea más importante aún: elegir por mí misma, sin sus indicaciones.
Deslicé los dedos por las mangas de las prendas: tenía un par de chaquetas de
cuero que seguramente usara para cuando iba en moto, un par de polos de manga
larga, jerséis de lana, y sudaderas.
Estaba
a punto de coger un jersey de color canela cuando algo me llamó la atención.
Aproximadamente en el centro del armario, inaugurando el lado de las sudaderas,
una negra destacaba por entre las demás. Tenía las mangas un pelín más anchas,
y parecía ser más calentita que el resto de sus compañeras. Era muy suave, de
tejido un poco desgastado pero no por eso deslucido. Me hacía pensar en
comodidad.
Tiré
de ella para examinarla, y lo que vi me encantó: en la parte delantera, además
del bolsillo de rigor (que no tenía las aberturas completamente verticales,
sino que había una parte verdaderamente cerrada, con lo que podrías guardar el
móvil o las llaves sin preocuparte de que se te cayeran), tenía bordado en el
pecho el contorno blanco de un guante de boxeo.
Y, en
la parte posterior, una dorsal: WHITELAW, 05, en letras blancas.
Su
sudadera de boxeo.
Me
puse de puntillas para descolgarla, y la pegué a mi cuerpo para comprobar cómo
me quedaba. Enorme, por supuesto, pero sorprendentemente bien: como si la
sudadera se alegrara de verme y quisiera convencerme de que era la candidata
adecuada, se adhirió a mis curvas y cayó con holgura desde mis pechos,
haciéndome ver que tendría libertad de movimientos sin renunciar a que se
intuyera mi figura por debajo. Estaba intentando convencerme, como si lo
necesitara: me gustaba que tuviera su apellido. Podría ser Sabrae Malik
Whitelaw con esa sudadera. Sería como elegir su apellido. Sería como
cambiármelo.
Sería
dar un paso más en nuestra relación.
Me
giré sobre mis talones y miré a Alec con ojos de corderito degollado. Sabía que
me había dicho que eligiera lo que quisiera, pero sólo quería que me dijera que
sí. No quería haber dado justo con la excepción, con la sudadera que nunca
pensó que yo escogería.
Por
la forma que tuvo de sonreír, yo supe que había estado ansiando que la
encontrara. Elige la negra, elige la
negra, elige la negra, me había suplicado mentalmente. Y yo había sabido
escucharle.
Le
saqué la percha, la enrollé un poco, y me metí dentro de ella. La prenda se
ajustó a mí como un guante, cubriéndome hasta dos dedos por encima de las
rodillas y ocultando por un momento mis manos, que enseguida conseguí que se
asomaran de nuevo arremangándome. Los puños se ajustaron rápidamente al grosor
de mi brazo, y pude adecentarme tranquilamente frente al espejo. Me aparté los
rizos del hombro para que no ocultaran el pequeño guante, me metí las manos en
el bolsillo para comprobar que efectivamente, era más profundo de lo que
pensaba, y me giré un poco para estudiar la dorsal. Cuando lo hice, mi nariz
rozó por accidente la capucha, captando así el más puro olor de Alec que yo
había tenido el placer de sentir.
Cerré
los ojos, tiré del cuello para hundir la cabeza en él, e inhalé profundamente,
dejando que esas notas de lavanda, loción de después del afeitado y colonia
sutil me empaparan.
-Mmm.
Huele genial. Huele muchísimo a ti.
Le
escuché levantarse y abrí los ojos.
-Es
que me la pongo mucho. Es mi favorita.
Oh, no. Justo he elegido su preferida. No
quería que se desprendiera de ella por mí. Bastante estaba haciendo ya.
-Oh,
perdón. No te preocupes, elegiré otra.
-¿Qué?
Ah, no, ni hablar. La has sacado del armario. Ahora debes quedártela.
-No
puedo aceptarla, Al. No quiero dejarte sin ella.
-¿Bromeas?-respondió,
acariciándome la mejilla-. Quiero que la tengas tú. Mi sudadera favorita, en mi
chica favorita-me tomó de la barbilla para hacer que nuestros ojos se
encontraran, y juro que saltaron chispas entre nosotros-. Como debe ser.
Mi sudadera favorita en mi chica favorita. Como
debe ser. Como debe ser. Como debe ser.
Me abalancé hacia su pecho,
le rodeé el cuello con los brazos y hundí la cara en su pecho desnudo, que olía
igual que la sudadera, salvo por el toque a sexo que la prenda no desprendía,
por suerte para mí.
-No sé
qué he hecho para merecerte.
-Nacer-lo
dijo tan rápido que supe que lo decía de corazón, y no por hacer la gracia.
Solté una risita nerviosa, me puse de puntillas y le susurré un cálido
“gracias” que le supo a gloria-. Un placer.
-El
placer es mío-respondí, aterrizando de nuevo sobre mis talones. Me senté en la
cama a esperar a que él se vistiera, y me dediqué a adorar su cuerpo mientras
olfateaba a conciencia el aroma de la sudadera. Sabía que no me la quitaría en
mucho, mucho tiempo; aproximadamente, lo que tardara el aroma a Alec en
disiparse. Y luego, por supuesto, se la traería para que se la pusiera y
volviera a adquirir ese delicioso olor.
Una
vez vestido con una camiseta de manga corta que dijo que era más que
suficiente, me llevó a la habitación de Mimi para cogerle unos pantalones a su
hermana después de asegurarme que no le importaría.
-Y si
no, que se joda-sentenció, entregándome unos pantalones de yoga blancos que
seguro que a Mimi le quedaban holgados; no era el caso conmigo. También le robó
unas zapatillas del mismo color blanco para que completara mi atuendo,
poniéndose de rodillas para encajarme la segunda como si fuera la Cenicienta.
-Qué
bobo eres-le abracé la cabeza y le di un beso en la nuca. Su cuerpo emitía un
dulce calor al que no me importaría acostumbrarme. Me frotó las piernas con
cariño, animándome.7 -¿Preparada?
Asentí
con la cabeza, agradecida de que hubiera sabido adivinar mis intenciones
incluso cuando venían de un nerviosismo que yo no había sentido nunca, puesto
que con el único chico en cuya casa había pasado la noche antes que Alec era
Hugo, y jamás habíamos hecho nada, así que no tenía que convencer a sus padres
de que verdaderamente era una niña buena, dulce e inocente, como ellos
pensaban. Con Alec, todo era distinto, así que debía esforzarme más con sus
padres. Y él se había dado cuenta.
Acepté
la mano que me tendió y dejé que me escaleras abajo, en dirección al comedor.
El prometedor aroma de comida caliente me hizo la boca agua y despertó a mi
estómago, que comenzó a rugir a modo de protesta como un oso pardo
despertándose en la primavera tras una larga hibernación. Alec me llevó a la cocina, el epicentro de
los olores, en la que su madre estaba sacando la jarra del café del enganche
con la cafetera. Nos sonrió con calidez al vernos, y pude ver que sus ojos se
deslizaban por el brazo de su hijo hasta su mano, que aún tenía entrelazada con
la mía. Espero no haberme imaginado que asintió para sí misma, pero no hizo
nada más que me indicara que se alegraba
de vernos así, ya que pronto su instinto maternal se impuso a la bonita pareja
que hacíamos.
-Alec,
¿a ti te parece que está el tiempo como para que andes por casa en manga corta?
-Yo
estoy bien.
-Vas
a coger frío.
-No
cojo nada, madre-espetó él, sarcástico-. Si acaso, sida, pero eso va a ser
culpa de Sabrae-me miró con intención y yo puse los ojos en blanco.
-Haz
caso a tu madre y vete a cambiarte, chuloplaya-le solté la mano y le di un
toquecito en el costado para que se marchara.
-Ésa
es nueva-se burló Alec, sacándome la lengua. Desapareció por la puerta de la
cocina y echó a correr escaleras arriba mientras yo me volvía para mirar a su
madre. Annie me dedicó una radiante sonrisa mientras vertía el contenido del
exprimidor de naranjas en una jarrita de cristal.
-Espero
que anoche no llegáramos demasiado temprano-comentó, y yo negué con la cabeza,
acercándome a ella y extendiendo las manos en dirección a la jarra, que ella no
me quiso entregar. La colocó en una bandejita de aluminio, junto con la de
café.
-No
te preocupes por eso. Llegasteis a una hora genial.
-Eres
muy amable, Saab. Pero, si os hemos interrumpido, te pido disculpas. De haber
sabido que os venía mal que llegáramos a esa hora, le habría dicho a Dylan de
dar un paseo por el río, o algo por el estilo.
-¡No
tienes por qué pedirme perdón por volver a la hora que quieras, Annie! Estás en
tu casa.
-Tú
también-me guiñó un ojo y recogió la bandeja. Me indicó con un gesto de la
cabeza que la siguiera por su cocina, y la atravesamos para acceder al comedor,
en el que Dylan se estaba sentando, con una bolsita de papel humeante abierta
frente a él. Annie colocó la bandeja en el único hueco que quedaba libre en la
mesa justo en el momento en que Alec hacía acto de presencia, y yo me quedé
maravillada.
La
mezcla de olores que me había abierto el apetito procedía en realidad del
comedor, que nada tenía que envidiar al buffet del mejor hotel del mundo. Sobre
la mesa había cuidadosamente colocados platos de cerámica blanca con bordados
en relieve que contenían todo tipo de alimentos, tanto dulces como salados:
cruasanes, bollitos de canela, pastitas, magdalenas, beicon, huevos fríos,
huevos revueltos… incluso salmón ahumado, algo que sólo había visto en un viaje
a Alemania que papá había hecho por promoción durante un fin de semana, al que
nos había llevado a Shasha y a mí después de mucho suplicárselo y prometerle
que nos portaríamos bien cuando nos dejara solas.
En
torno a los platos, que descansaban cada uno sobre un mantelillo individual,
también había cuencos con yogur, mermelada y cereales, una jarra blanca de
leche caliente y otra fría, la jarra del café y la del zumo, y un botecito de
Nutella destapado con un cuchillo de untar clavado en el centro.
-Mamá-sonrió
Alec, mirándola-. ¿No podías haber puesto la Nutella en uno de los
dispensadores? ¿Qué va a pensar Sabrae? Creerá que somos unos cavernícolas-se
burló, y Annie puso los ojos en blanco, le dio un beso a su marido en los
labios y se sentó a su lado, extendiendo una servilleta de tela sobre su regazo.
-Estoy
segura de que Sabrae no es tan mala como lo eres tú-le lanzó una mirada cargada
de intención a su hijo, que se echó a reír y me indicó con un gesto que me
acercara a él. Se había puesto una sudadera de color azul celeste con
cremallera que le quedaba de cine, y no pude evitar imaginármelo a mi lado,
paseando por una playa de arena fina como la seda, con su bronceado recortado
contra un cielo del mismo color. Definitivamente, teníamos que ir a Grecia.
-Guau,
Annie, es… te has superado. He estado en hoteles con un desayuno menos
cuidado-comenté, tomando asiento frente a ella, al lado de la silla que
ocuparía Alec, aún vacía: había decidido tratarme como una reina y colocar mi
silla bien cerca de la mesa. Le di un apretón de agradecimiento en la muñeca
cuando él me acarició el hombro.
-Es
que no sabía qué te gustaba desayunar, así que pensé que no podía fallar si
ponía un poco de todo.
-Aquí
hay más de un poco. Me da hasta cosa.
-Oh,
y faltan las frutas-se percató, incorporándose, pero Alec se puso en pie
rápidamente.
-Ya
voy yo, mamá.
-Gracias,
cariño.
-No
tenías que haberte tomado tantas molestias por mí.
-Oh,
tesoro, no es molestia, para nada. Me encanta cocinar para mis seres queridos.
Creo que la cocina es la forma más universal de expresar amor.
-Y,
como podrás comprobar, nos quiere mucho-sonrió Dylan, cogiéndole la mano a su
mujer y estrechándosela con cariño. No me extrañó que Alec pudiera ser tan
mimoso: si había crecido viendo el amor que Dylan le profesaba a su madre en
sus ojos, tenía un buen ejemplo que seguir. Lo raro sería que no hubiera
terminado siendo así él también.
-De
todas formas, no te preocupes. A Alec le gusta mucho comer-el aludido entró en
ese momento en el comedor con un cuenco también de cerámica lleno de manzanas,
uvas, plátanos y kiwis-, así que no se va a desperdiciar.
-¿Qué
habláis de mí?
-Tu
madre me estaba contando lo mucho que te gusta comer-contesté, acodándome en la
mesa para inclinarme un poco hacia él.
-Ah.
Ya-Alec sonrió, sirviéndose un poco de beicon.
-Y yo
iba a decirle que me consta.
Me disparó una mirada divertida que debería
haber venido acompañada de una carcajada, pero se contuvo a tiempo. Annie lo
miró con una ceja alzada, pero ninguno de los dos quiso darle más bombo al
asunto. Recogí una tostada y empecé a extenderle un poco de mermelada de fresa
por encima.
-¿Qué
tal anoche? ¿El musical?-pregunté.
-¡Estupendo!
Los asientos eran un poco incómodos, eso sí, pero para la poca antelación con
la que conseguimos las entradas, me esperaba algo mucho peor. Y la cena también
estuvo muy bien. El maître es amigo
de Dylan, así que nos consiguió una buena mesa, a pesar de que llegamos muy
tarde.
-Tienes
hombres influyentes en casa, Annie.
-Y
que lo digas. ¿Y vosotros? ¿Qué tal la noche? Estuvisteis viendo una película,
¿no?
-¿Cómo
lo sabes?-acusó Alec, y Annie lo miró.
-Bueno,
si vas al salón seguramente veas el cuenco de palomitas a medio terminar en la
mesa, justo al lado de los botellines de cerveza. Salvo que haya echado patas,
quiero decir.
Dylan
se rió por lo bajo.
-Se
nos olvidó recogerlo-intervine yo-, lo siento.
-¡No
pasa nada, mujer! Eres la invitada; faltaría más que te tuvieras que ocupar de
las cosas de la casa. Pero bueno, por lo demás, ¿qué tal lo habéis pasado?
¿Habéis dormido bien?
-¿Habéis
dormido algo?-soltó Dylan, mirando a
Alec a los ojos, y yo sentí que me ponía colorada mientras Alec se metía el
tenedor cargado de huevo revuelto en la boca para no reírse de nuevo y
masticaba sonoramente, cuadrando la mandíbula. Annie brincó en la silla al
volverse hacia su esposo, escandalizada.
-¡DYLAN!-tronó.
-¿Para
qué quiero un hijo si no puedo tomarle el pelo con estas cosas, Annie?
-Para
que perpetúe tu apellido-sugirió Alec, apuntándolo con el tenedor, riéndose-,
por ejemplo.
-No
creo que Sabrae sea de las que se cambian el apellido de su padre por el de su
marido-respondió Dylan, volviéndose hacia mí.
-No-sonreí,
y Alec me miró con la boca abierta.
-¿¿No??-inquirió,
varias octavas por encima de su tono de voz normal.
-Ni
aunque haya elegido a su marido, y su padre le haya tocado por sorteo-me pinchó
Dylan, y yo sonreí.
-Soy
de las que creen que una debe permanecer fiel a sus orígenes. Sin ánimo de
ofender, Annie. Respeto que haya mujeres que se cambien el apellido por el de sus
maridos, pero… no sé. El apellido de tu familia es tuyo siempre. No puedes
cambiarla. En cambio, de puedes divorciar las veces que quieras-me encogí de
hombros.
-Bueno
es saberlo-comentó Alec.
-¡Pero
no te piques! ¡Ni que tuvieras pensado pedirme la mano durante el desayuno!
-Mamá,
cancela lo del brindis con champán del final. Luego voy a sacar la alianza de
la copa.
-Pero,
¿no crees que, si las mujeres no adoptarais el apellido del marido, no habría
apellido de la familia?-reflexionó Dylan.
-Siempre
podemos quedarnos el de nuestra madre. Es más seguro, ¿no? Puede engañarse a un
padre, pero no a una madre.
-La
conversación mejora por momentos-bufó Alec, negando con la cabeza.
-Alec,
cariño…
-¿Sí,
mamá?
-Cállate
un poquito, anda. Y respeta la opinión de Sabrae.
-¡Si
la respeto! Ella lo sabe. Es sólo que me hace gracia que diga estas cosas
cuando lleva una sudadera con un WHITELAW más grande que su brazo en la
espalda.
-Porque
es temporal-me volví para mirarlo y sonreí. Alec frunció el ceño.
-¿Ah,
sí? ¿Cómo de temporal?
-Lo
que aguantes tú.
-¿Una
noche?-sugirió, alzando una ceja y dedicándome una sonrisa torcida.
-Creo
que eso es un poco presuntuoso por tu parte, ¿no te parece?
Alec rió entre dientes, asintió con la cabeza,
y se inclinó un poco hacia mí.
-No
me dirías eso si estuviéramos solos.
Noté
sus dedos rodear mi rodilla, y me estremecí de pies a cabeza. Sentí que se me
secaba la garganta y mi entrepierna se humedecía poco a poco.
-Hay
muchas cosas que no te diría si estuviéramos solos.
Alec
inclinó ligeramente la cabeza.
-¿Por
ejemplo?
Nos
habíamos quedado solos. Sólo existíamos él, yo, su mano en mi entrepierna y el
roce de mis pechos contra esa sudadera que se había puesto tantas veces, y que
ahora parecía acariciarme en nombre de su dueño. Le deseaba. Aquí. Ahora.
Encima de esa mesa llena de comida, que quería tomar de su cuerpo.
Entreabrí
los labios, sintiendo las caricias fantasma del pulgar de Alec cuando hacía
eso. Muchas veces, me metía el dedo en la boca para que yo lo chupara y poder
darme más placer, y mejor, en mi entrepierna. Deseé que lo hiciera en ese
momento, porque estaba loca de atar.
-¡¡¡TRUFI!!!-chilló
una voz a nuestra espalda, seguida del estruendo inconfundible de la puerta de
la calle al cerrarse. El golpeteo rítmico de unos tacones precedió a Mimi, que
se plantó en la puerta del comedor con una sonrisa de oreja a oreja, el
maquillaje un poco corrido, y un eufórico Trufas
entre sus brazos, que no paraba de besarle la mandíbula-. Buenos días, familia.
Alec-se volvió hacia su hermano-. Feo.
-Fea-respondió
Alec, dando un sorbo de su zumo y poniendo los ojos en blanco.
-Iré
a por un plato para ti, Mimi-se ofreció Annie, incorporándose, pero Alec se
puso en pie antes y anunció que ya iba él-. Creía que desayunarías en casa de
El.
-¡No!-Mimi
sacudió la cabeza-. Ya sabes que yo vengo todos los domingos.
-¿Te
sirve de plástico?-preguntó Alec, apoyado en el marco de la puerta y
sonriéndole con cinismo a su hermana-. Para no gastar agua en ti. O mejor, ¿por
qué no comes en el suelo?
-Seguro
que podéis hacerme algún hueco-replicó Mimi, sentándose en la silla de Alec-.
¡Mm! ¡Beicon!-sonrió, cogiéndolo con dos dedos y metiéndoselo en la boca.
-¡MAMÁ!-bramó
Alec.
-Coge
un tenedor para eso, Mary Elizabeth. Te vas a poner las manos perdidas.
-¡PERO
DILE QUE NO COMA, NO QUE USE UN TENEDOR!-protestó el mayor de los hermanos, y
Mimi sonrió, cogió el tenedor de Alec, y con una floritura pinchó un poco de
hueco y se lo llevó a la boca. Cerró los ojos y masticó exageradamente
despacio, teatrera-. Estoy hasta los cojones de esta mocosa malcriada-bufó
Alec-. En cuanto cumpla los 18, me largo debajo de un puente.
-¿Qué
pasa?-rió Mimi-. ¿Se te torció la noche?-le pinchó, y Alec bufó desde la
cocina, seguramente intentando calmarse para no venir y cargarse a su hermana.
-Oh,
respecto a eso-intervine yo, apartándome el pelo del hombro-. Muy graciosa,
Mimi. Aunque he de decir que nos vino bien tu broma; el viaje a la farmacia
resultó muy fructífero.
Mimi
parpadeó despacio.
-No
es nada personal, Saab, espero que lo entiendas.
-¿De
qué habláis?
-Verás,
Dylan-explicó Alec, entrando de nuevo en la cocina-. A tu inteligentísima hija
no se le ocurrió otra cosa que registrarme la habitación para quitarme todos
los condones. Ten cuidado, a ver si te viene algún día con un bombo a casa.
-¡MARY
ELIZABETH!-tronó Annie-. ¿ES ESO VERDAD?
-Sólo
era una broma, mamá.
-Levántate
de la silla, que estás en mi sitio-ordenó Alec, pero Mimi no le hizo caso.
-No
lo hice con mala intención. Sólo quería hacer de rabiar un poco a Alec, ya
sabes cómo se pone.
-Pero
también molestaste a Sabrae.
-Que
te levantes de la silla, Mary Elizabeth.
-¡Oh,
vamos, si ella misma acaba de decir que no…! ¡AU!-aulló, incorporándose. Alec
le acababa de clavar el dedo en el costado-. ¿De qué vas?
-¡Búscate
una silla, piojo, o la siguiente será con el tenedor, y en tu ojo!
Mimi
puso los ojos en blanco, recogió una silla… y con todo su descaro la colocó
entre Alec y yo. Él se tapó la cara con las manos y empezó a reírse.
-Mamá...
la voy a matar. Te juro por Dios que la voy a matar.
-Entonces,
¿qué tal la noche, Sabrae?-me preguntó Mimi, riéndose, y yo puse los ojos en
blanco.
-Oh,
muy bien. Tengo que decir que la broma te salió un poco mal. Cogimos un gel en
la farmacia-solté, saliendo en defensa de Alec-, y lo probamos anoche. Y he de
decir que es bestial. Es de estos que intensifican el orgasmo…
-No
digas la palabra “orgasmo”, Sabrae. Mimi puede ponerse a llorar.
-Alec…-advirtió
su madre.
-…
así que supongo que no necesitarás que entre en detalles para contarte qué tal
fue la noche.
-¿Lo
ves, hermanito? Todo lo que hago es por tu bien-Mimi le dio unas palmadas en la
cabeza a Alec, como si fuera un perrito.
-Sí,
pero por si acaso, ya tengo pensado el nuevo escondite para los condones y ese
gel.
-¿Cómo
es?
-No
pienso decírtelo.
-No
voy a cogértelo, imbécil, pero mamá necesitará saber cómo es para cuando haga
limpieza.
Alec
sonrió.
-Tú
te piensas que yo soy gilipollas, ¿no es así, Mary Elizabeth?
-¿La
pregunta es retórica o quieres que conteste?
Alec
rió entre dientes.
-No
te metas entre Sabrae y yo. Por la cuenta que te trae.
-Pero
si te ha venido bien.
-Mimi-llamó
Dylan, y Mimi lo miró-. No cabrees a tu hermano. Cámbiate de sitio.
Mimi
suspiró, asintió con la cabeza, y se colocó entre su madre y su padre.
-Ya
estoy lejos, ¿satisfecho?
-Cuando
te mudes a Taiwán-sonrió Alec, dando un sorbo de su zumo. Annie suspiró, yo
contuve una risa, y Dylan directamente la exteriorizó. Mimi le hizo un corte de
manga disimuladamente a Alec, que entrecerró los ojos y miró un momento a su
madre, decidiendo si se chivaba o no. Finalmente, decidió no hacerlo, y
mientras su hermana se inclinaba a llenar la taza que le había traído y
colocado en una esquina de la mesa, Annie se hizo con la jarra de café.
-¿Café
o té, Sabrae?
-Té,
por favor.
-¿Con
azúcar, o con miel?
-Miel-escuché
sonreír y farfullar a Alec “ahora sí, ¿eh?”, escondido detrás de su taza,
mientras me pasaba el botecito de miel con forma de panal. Mimi hizo una mueca
de tristeza.
-Yo
no tengo cucharilla. Al, ¿vas a usar la tuya?-Alec asintió y Mimi hizo un
puchero-. Jopé. Me siento completamente desplazada. ¿A qué viene eso de no
ponerme cubiertos?
-Si
mamá no contaba contigo hoy, menos lo iba a hacer yo-sonrió su hermano, y Annie
le lanzó una mirada envenenada.
-Es
que no esperaba que fuera fiel a las tradiciones de esta casa, no como otros,
eso es todo-sopló sobre su taza de té humeante y dio un sorbo mientras Alec
ponía los ojos en blanco.
-¿Qué
tradiciones?-quise saber, alcanzando un bollito.
-Los
domingos hacemos un desayuno a lo grande en familia-explicó Dylan, y yo abrí la
boca.
-Ah.
Ya veo. Vaya… Alec no estuvo el fin de semana pasado, y todo por mi culpa-miré
a mi chico, que se encogió de hombros mientras masticaba su octavo pedazo de
beicon. Me sorprendió que mantuviera la figura tan perfecta a pesar de todo lo
que comía, y luego caí en la cuenta de que si se podía permitir tanta grasa,
era porque la quemaba. Con sus amigos, en soledad… o conmigo.
Sus
ojos se oscurecieron cuando me miró. Se había percatado de en qué estaba
pensando, seguramente por mi manera de mirar su plato con la vista perdida, y
contuvo una sonrisa.
-No
te preocupes, cariño. Porque falte de vez en cuando no pasa nada, y menos si es
por estar contigo-Annie me sonrió con ternura, y yo me relajé un poco. No
quería inmiscuirme en sus tradiciones familiares: lo más importante para tener
una relación sana era mantener un área privada, seguir siendo tú mismo, una
burbujita intacta en la que tu pareja no influyera en exceso, para así seguir
sintiéndote plena. De la misma forma que a mí no me gustaría dejar de preparar
postres con mi madre los fines de semana, tampoco quería que Alec renunciara a
sus desayunos en familia por estar conmigo. Y saber que Annie haría la vista
gorda de vez en cuando me aliviaba porque era indicador de que la buena imagen
que tenía de mí no se estaba echando a perder debido a las cosas que hacíamos
su hijo y yo.
-Me
parece precioso que hagáis eso. En casa tenemos algo parecido. No es tan
importante, pero… hay una noche a la semana que cocinamos uno de los platos
preferidos de mamá entre todos. Papá normalmente se ocupa de la cena, pero como
la comida da más trabajo y mamá es la que siempre la hace… es nuestra manera de
darle las gracias.
-Nosotros
desayunamos los domingos tranquilamente porque era el día que los niños tenían
libres cuando eran pequeños. Entre los entrenamientos de Alec, las prácticas de
Mimi, y…-Annie se quedó callada un instante. Miró hacia uno de los pocos
muebles que había en el comedor, en el que reposaba una foto en un marco
plateado. A pesar de que estaba a la suficiente distancia de mí como para que
yo no pudiera reconocer las caras de las personas que había en ella, algo en el
cambio de energía de Annie me dijo que era una de las pocas fotos que tenía de
su familia al completo, en la que no le faltaba un hijo.
-¿Tu
otro hijo?-sugerí, mirando de reojo a Alec, que dejó el tenedor sobre el plato
con sumo cuidado, y se quedó mirando a su madre. Mimi y Dylan, por el
contrario, me miraron a mí.
-Aaron-asintió
Annie, y se volvió hacia mí. Esbozó una sonrisa triste que no le escaló a la
mirada, lo cual hizo que Alec hundiera los hombros. A pesar de que su madre se
recompuso enseguida, sorbiendo por la nariz disimuladamente y tocándose las
comisuras de los ojos como si quisiera detener la formación de unas lágrimas
que aún no estaban allí, Alec estiró la mano en dirección a ella y le tocó el
antebrazo-. Sí. Tenía competiciones de atletismo por la mañana, así que tampoco
podía desayunar mucho, ni muy tarde-recogió los cubiertos-. Me sorprende que
Alec te haya hablado de él.
-¿Por
qué?-miré a Alec, que tragó saliva. La nuez de su garganta subió y bajó por su
cuello.
-No
se llevan bien, simplemente. Ellos piensan que me engañan, y se comportan en mi
presencia, pero cuando yo no estoy delante…-Annie sonrió, negando con la
cabeza.
-Lo
hacemos por ti, mamá-Alec se inclinó a darle un beso en la mejilla a su madre,
que le acarició el cuello con un cariño con el que yo nunca podría acariciarlo.
Lo hacía con el orgullo del artista que por fin termina su creación y la expone
ante un público que, sencillamente, la adora.
-No
se parecen mucho-explicó Annie, volviendo a sus cubiertos.
-Es
lo más bonito que me has dicho nunca-bromeó su hijo, y Annie puso los ojos en
blanco y negó con la cabeza.
-Te
he dicho cosas mucho más bonitas a lo largo de toda tu vida, lo que pasa es que
no me escuchas-Mimi sonrió, revolviendo su bebida.
-¿Con
cuántos años se marchó?-pregunté por pura curiosidad, sin ningún tipo de
maldad. Annie torció la boca y Alec apretó la mandíbula-. Perdón. No quería ser
cotilla. Podemos cambiar de…
-No,
no pasa nada. Se fue con 12 años, aunque venía bastante a menudo de visita con
sus tías. Luego creció y, bueno… ahora sólo lo veo por Navidad-suspiró.
-Debe
de ser muy duro para ti.
-Me
he terminado acostumbrando. Además… Alec se ocupa de que yo no le eche mucho de
menos. Ya me da disgustos por los dos.
-Lo
hago justo por eso, mamá-se repantingó en la silla, pagado de sí mismo,
dedicándole una sonrisa torcida.
-Te
da disgustos por los tres.
-Calla
y come, Mary Elizabeth.
-Las
madres siempre echamos de menos, queramos o no. Está en nuestra naturaleza. Por
mucho que Alec me mantenga ocupada…
-Pero,
¿qué disgustos te he dado yo? ¡Ni que hubiera venido un día con el cuento de
que había dejado embarazada a alguna!
-No
lo haces porque no sabes que te obligaría a hacerte cargo-sentenció Annie.
-No
soy tan cabrón como para desentenderme, mamá. Sé hacerme cargo de mis asuntos y
apechugar con las consecuencias. Algo que Aaron ha sido incapaz de hacer en
toda su vida-bufó con amargura, y yo busqué su pierna por debajo de la mesa.
Sentía que había algo que él no me había contado aún sobre su hermano, no porque
no quisiera sino porque no estaba preparado para hacerlo todavía, y eso le
dolía. Me había dicho mil veces que le encantaba que yo me abriera con él en el
tema de mi adopción, y que todavía su mente tuviera tabúes conmigo le hacía
sentirse un traidor.
Le di
un suave apretón en la rodilla que hizo que me mirara. Estoy aquí, y tengo paciencia, le decía mi mano. Te esperaré el tiempo que necesites.
Asintió imperceptiblemente
con la cabeza.
-Bueno-retomó
Dylan-. El caso es que el domingo era el día que mejor nos venía a todos, y
dado que yo no podía desayunar con los niños cuando iban al colegio por el
trabajo, escogimos este momento porque era algo especial que no hacíamos entre
semana. Supongo que como cocinar juntos en tu casa, ¿verdad, Sabrae? Tus padres
estarán bastante liados por las tardes, y entre los deberes y estudiar…
-Un
poco, pero siempre tenemos un ratito cada día para estar todos juntos. En mi
casa, los lazos son muy importantes. Como veo que lo son para vosotros-los miré
uno por uno, y ellos se miraron entre sí. Me di cuenta de lo diferentes que
eran los unos de los otros, y, sobre todo, lo mucho que destacaba Alec en la
familia: el único que no era pelirrojo, el más alto, el único chico que no
había nacido con el apellido que ahora portaba y que daba nombre a la familia.
El deportista, el mal estudiante, y al que le gustaba la noche más que el día.
Y,
sin embargo, Alec encajaba perfectamente con su familia. Todos se habían
esforzado en conseguir que así fuera: le habían creado un espacio personalizado
y habían hecho un hogar para él al mismo tiempo que lo construían para ellos.
No era un extraño, sino una parte fundamental de la casa, uno de los cimientos
sin los cuales no podría sustentarse.
Como
yo. Yo también era una extraña en cierto sentido, yo también había nacido con
un apellido distinto al mío (o sin apellido, más bien), y yo también tenía
rasgos que nadie más en mi familia tenía: mi piel de un moreno distinto, mis
labios más rellenos, mis rizos naturales. Y sin embargo, era tan Malik como mi
hermano, como mis hermanas, mi madre o mi padre. Tan necesaria en la familia
que, sin mí, no sería la misma.
Por
eso me había sentido cómoda hablando de mi adopción con Alec. Porque, en el
fondo, mi corazón sabía que estábamos en la misma posición, y que podría
entenderme. A fin de cuentas, a él no lo habían adoptado estrictamente
hablando, pero eso no quería decir que no lo hubieran hecho como había sucedido
conmigo, al menos uno de sus padres. Y mi alma lo intuía, de la misma forma que
intuía el amor que él sentía por mí, y latía en mi interior dándome calidez en
los días de invierno.
-Sin
familia, no eres nada-respondió Annie, emocionada-. Por eso, a la larga, la que
salió ganando de mi relación con el padre de Alec, fui yo.
Alec
se la quedó mirando en silencio, con los ojos brillantes también por la
emoción. Buscó mi mano por debajo de la mesa y la apretó tan fuerte que noté
que los nudillos me crujían, afortunadamente en silencio. A pesar de que era
alguien de fuera en esa casa, no sentí que me estuviera inmiscuyendo en un
momento íntimo; es más, me daba la impresión de que me estaban haciendo
partícipe de algo muy especial e importante. Me daba la sensación de que Annie
no solía hablar del padre de Alec, y que lo hiciera en mi presencia ya denotaba
que me consideraba una más, lo cual me conmovía, y mucho.
-Por
eso…-Annie sorbió por la nariz y se limpió unas lágrimas indiscretas con la
servilleta-, me gustaría que vinieras a desayunar siempre que quieras. Es un
momento especial del día porque estamos todos juntos, y ahora que ya has
desayunado con nosotros y has pasado la noche con mi hijo… bueno, no estaremos todos cuando faltes tú.
No
sabría decir quién esbozó la sonrisa más grande y agradecida: si Alec, o yo.
Alec susurró una palabra que yo no logré entender, que le granjeó una caricia
por parte de su madre con la mano. Le di las gracias con la voz quebrada, y
ella hizo un gesto con la mano desechando el asunto.
-No
creas que lo digo por decir. A partir de ahora, cocinaré para ti también.
Espero que no me hagas tirar la comida que te prepare, querida.
-Confío
en Alec para ocuparse de lo mío cuando yo no esté-bromeé, enroscándome
alrededor del brazo de su hijo y sonriendo como una boba. Me dio un beso en la
cabeza, Mimi puso los ojos en blanco y fingió una arcada, y continuamos
desayunando y charlando tranquilamente.
El
sol se asomaba con timidez entre las nubes cuando Alec me condujo fuera de la
casa, al jardín, para enseñarme el invernadero del que su madre tanto presumía
y al que me había invitado después de desayunar. Mientras los demás recogían la
mesa, Alec me cogió de la mano y me llevó fuera de la casa, donde el aire frío
me abofeteó las mejillas, dándome también una excusa para pegarme a él.
-Lo
que me ha dicho tu madre es muy bonito.
-Pues
lo decía en serio.
-Me ha hecho mucha ilusión.
-A mí
también. Por eso le he dado las gracias de parte de los dos-contestó, besándome
la cabeza de nuevo. Le miré desde abajo.
-¿Lo
has hecho? ¿Era eso lo que le dijiste antes de que te acariciara la mejilla?
-Sí.
Lo que pasa es que lo dije en griego.
-¿Cómo
se dice?
-Efcharistó.
-Efcharistó-repetí, y Alec
se rió.
-Sí,
bueno… en Grecia hablan inglés, así que creo que puedes limitarte a nuestro
idioma, al menos hasta que perfecciones tu acento.
-Habría
que verte a ti hablando urdu-le saqué la lengua, él arrugó la nariz. Me abrió
la puerta del invernadero y me la sostuvo abierta para que yo pasara al pequeño
rectángulo que hacía las veces de vestíbulo diminuto, como los pasadizos de las
naves espaciales de las películas de ciencia ficción-. Vaya… nunca había estado
en un invernadero con una salita de acceso como ésta.
-Es
para que el aire frío no les dé directamente a las flores. Algunas son muy
delicadas-explicó, corriendo el pestillo y abriendo la puerta interior. El
aroma embriagador de decenas de flores de todas las formas, tamaños, colores y
procedencias inundó mis fosas nasales. Era una fragancia increíble-. Mamá se
toma muy en serio el cuidado de sus flores. Estudió Botánica, ¿sabías? Bueno…
empezó la carrera, al menos. Se quedó embarazada de mi hermano mientras
estudiaba, así que tuvo que dejarla para conseguir un trabajo y poder salir
adelante. Ella no lo cree, pero yo sé que todavía conserva esa valentía. No
habría salido de lo que salió de no tenerla aún.
-Me
encanta cómo hablas de ella. Y que te refieras a Aaron como tu hermano cuando
estás pensando en tu madre.
-Me
guste o no, es lo que es-Alec le dio un golpecito a una de las piedras que
componían la gravilla del suelo-. Y… a ella se lo debo todo. Me dio la vida una
vez. Y me la salvó infinidad. Por eso entiendo cómo te sientes con respecto a
Sherezade. No es una madre normal para ti. Para mí, la mía tampoco lo es. Es
distinta a la madre que es de Mimi, o la madre que Sher es de Scott.
Me
puse de puntillas, le rodeé la cintura y lo besé en los labios.
-Ahora,
rodeados de flores, es el momento perfecto para que me declare por primera
vez-susurré-. ¿Quieres que lo haga?
-Hazlo
aquí si quieres, pero no lo hagas ahora. Mi padre y mi hermano están demasiado
presentes como para no estropearlo.
-Como
desees-sonreí-. Me apeteces.
-Me
apeteces, bombón. Muchísimo. No sabes cuándo-me rodeó con los brazos y me
estrechó contra su pecho, y yo cerré los ojos, inhalando el aroma a Alec y a jungla
de flores que impregnaba el ambiente.
La
puerta se abrió a espaldas de Alec y Annie apareció por ella.
-¿Interrumpo
algo?-preguntó, sonriente, y Al negó con la cabeza.
-Es
tu invernadero, mamá. Si sobrara alguien, seríamos nosotros.
-¡Bobadas!
Le enseñé mis flores a la novia de Aaron, ¿no voy a enseñárselas a Sabrae, a
quien conozco mucho más y tengo mucho más cariño?-sonrió y me tendió la mano-.
Vamos, tesoro. Te enseñaré mis flores, y si me prometes que la cuidarás bien,
puede que incluso te trasplante una y te deje llevártela a casa.
-Qué
suerte, Saab: seguro que a Yara ni le dejó regarlas-bromeó Alec.
-Pues
mira… la verdad, es que ya tengo una en mente-respondí, mirando a su hijo con
intención. Annie se echó a reír, negó con la cabeza, dijo que Alec era más bien
una planta carnívora con la que había que tener mucho cuidado (“¡Oye!”,
protestó su hijo), y se afanó en instruirme en el delicado arte de cuidar de
las flores. Jamás pensé que pudiera disfrutar tanto regando plantas, pero
cuando estás con alguien tan apasionado de algo como Annie lo era de sus
flores, denota una falta tremenda de empatía que no logres disfrutar tú
también. Y yo empatía tenía mucha, gracias a Dios.
Annie
me dio una clase magistral sobre el cuidado de las orquídeas, unas flores
tremendamente delicadas que a mamá le encantaban y que siempre le regalábamos
por su cumpleaños. La madre de Alec se las había apañado para cultivar unas de
un brillante tono azul que crecían en entornos muy concretos, y que se marchitaban
al menor cambio en las condiciones atmosféricas.
-Por
eso, tengo un sistema de calefacción instalado en el invernadero. Se controla
por módulos, y es muy sutil: nosotros apenas lo notamos porque va por debajo de
las raíces de las plantas para que cada una tenga la temperatura que necesita.
Pero, si te descalzaras, probablemente notases que el suelo está más cálido de
lo que lo está fuera. Por eso las paredes son de cristal: conserva mejor el
calor.
-Pero,
¿eso no es… súper raro? Los invernaderos normales son de plástico, ¿no?
-Sí;
los industriales son de las típicas capas de plástico fino, y los de las
floristerías suelen ser de uno más grueso. Los invernaderos de cristal son más
bien los de la aristocracia, pero una tiene enchufe-sonrió, encogiéndose de
hombros, y escuché a Alec reírse por detrás de mí-. Ventajas de estar casada
con un arquitecto.
-A mí
me encantaría tener algo así en mi casa algún día-comenté, inclinándome a oler
unas rosas rojas como la sangre. Annie alzó la ceja, mirando a su hijo.
-Toma
nota, Alec. Para aplicarte en la universidad.
-Bah,
puedo pedirle a Dylan que me haga el diseño y construirlo yo. Tengo
experiencia. ¿De qué sirve un arquitecto si no tiene albañiles que construyan
lo que hace?
-Como
podrás comprobar, Saab, Alec está dispuesto a inventarse cualquier excusa con tal
de justificar que no le apetece estudiar.
-Se
merece algo un poco mejor que estar poniendo ladrillos toda su vida, la verdad-asentí
con la cabeza y miré a mi chico, que estaba apoyado en una mesa con macetas vacías
y sacos de tierra-. Me esforzaré en hacer que lo vea.
-Qué
rica-comentó Annie, acariciándome la mejilla. Alec bufó.
-Sí,
seguramente tenga que ponerme a estudiar aunque sólo sea porque se valore un
poquito más mi trabajo. Que, a ver, lo del sistema de regado y la calefacción
está muy bien, pero a mamá siempre se
le olvida explicar que fui yo quien lo instalé.
-Dylan
te ayudó, Alec-le recriminó.
-Poniendo
palos en el suelo para que no me saliera del plano.
-¿Y a
que te fueron muy útiles?-Alec se echó a reír, puso los ojos en blanco y
asintió con la cabeza-. Tiene más cara que espalda.
-Entonces,
¿habéis hecho reforma hace poco? Porque hay muchísimas partes que yo no
conocía, o que por lo menos no recuerdo.
-Oh,
ya lo creo. Por nuestro décimo aniversario de bodas, Dylan quería hacerme un
regalo y yo le dije que con remodelar un par de cosas de la casa me bastaba. La
cocina es nueva. El parqué de las habitaciones, también. El invernadero antes
no estaba así. Era más pequeño, y no podía tener de las flores que tengo ahora,
así que el baño del piso de abajo hacía las veces de jardín interior. Pero,
claro, al cambiar el invernadero y trasladar todas las flores de la casa, el
baño se quedaba muy vacío, así que también entró en la reforma. Y es lo que más
me gusta de toda ella, después de esto-acarició una de las vigas de metal del
invernadero y sonrió.
-La
verdad es que es precioso-levanté la vista la cielo hecho jirones de azul
grisáceo y blanco, por el que se intuía la luz del sol-. Vuestra casa es
genial. Me gusta más que la mía. Es más… parece más un templo griego.
-Y
eso que no has visto el baño-intervino Alec, cruzado de brazos. Annie frunció
el ceño.
-¿No
se lo has enseñado? Creía que le ibas a hacer un tour por la casa cuando nos
fuéramos.
-Ya,
bueno, se nos echó un poco el tiempo encima. Me pregunto por qué-ironizó su
hijo, y ella chasqueó la lengua.
-¿Por
qué no vas a enseñárselo? Ya sé que no es lo bastante temprano como para que
vea el efecto de la luz del sol en las paredes, pero… bueno-se encogió de
hombros-. Estoy segura de que conseguirás que le guste, de todos modos.
Alec frunció
ligeramente el ceño, de una forma tan rápida que creí que me lo había imaginado.
-Además…-Annie
se volvió hacia sus plantas, y se puso un delantal verde en el que yo no me había
fijado hasta ahora-, yo tengo bastante tarea aquí, con las flores. Tengo que
empezar con las podas, y Dylan tiene que ir a por los ingredientes de la tarta
flambeada que voy a hacer de postre. Después supongo que se pondrá con el plano
de los astilleros de Liverpool, así que no vamos a poder entreteneros mucho. Tendréis
que estar un poco a vuestra bola-nos sonrió, e incluso le guiñó un ojo a su
hijo, que rió por lo bajo, asintió con la cabeza, y me rodeó la cintura con el
brazo. Me llevó al exterior del invernadero, mucho más frío de lo que me
esperaba (sí, la calidez de la edificación del interior te invitaba a sentarte
a leer entre las flores), y me llevó de vuelta a la casa, por el camino que
habíamos tomado para descubrir el invernadero.
Me
fijé en el trayecto de vuelta en una pared de amplias cristaleras translúcidas,
semejantes a la vidriera de una catedral a cuyos orfebres se les había olvidado
aplicar color.
-No
me había fijado en esta pared.
-Es
que es la del baño-explicó, deslizando la puerta corredera del comedor y
cerrándola tras de mí. Me tomó de la mano y me condujo por el hueco por el que Mimi
había entrado para desayunar, y me fijé en que pasábamos por la parte trasera
del salón, directos a una puerta en la que yo no había reparado hasta entonces.
-¿Soy
yo-pregunté, viendo a Annie ocuparse de sus flores en el interior del
invernadero, yendo de acá para allá mientras Alec llamaba a la puerta con los
nudillos-, o tu madre nos ha incitado a hacerlo aquí?
-Sí,
pero eso es porque no sabe que nos hemos pasado la noche follando como
conejos-sonrió él, girando la manilla de la puerta y sosteniéndola abierta para
que yo accediera al interior de la
estancia.
-No
me sujetes la puerta para hacerte el caballero si no vas a guardar las
formas-me burlé, girándome para mirarlo, sin hacer caso del baño al que acababa
de entrar porque, a fin de cuentas, ¿qué podía tener de especial, si no era Alec?-.
¿Te parece ése vocabulario de un caballero?
-Si
supieras en lo que estoy pensando ahora, me considerarías de todo salvo un
caballero-sonrió, metiéndose las manos en los bolsillos, y levantando
lentamente la mirada por encima de mí, indicándome que me girara. Por una vez
en mi vida, decidí obedecerle.
Y entonces
me vi en la habitación más espléndida y especial de la casa de Alec… con
permiso, por supuesto, de su cuarto.
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Este capítulo ha sido la cosa más dulce y linda del mundo de verdad. No me puedo creer lo monos que son y la forma tan bonita en que se quieren. El principio del capítulo narrado por Alec es simplemente maravilloso, creo que nunca en la vida me cansaré de leer como Alec habla de Sabrae. Luego el momento que me ha dejado blandisima ha sido el de la sudadera, por un momento no había caído pero luego recordé el capítulo de cts en que sher llama a alec a casa y le abre sabrae la puerta con ella puesta y me he dicho “buah, ya sé que va a coger” y casi me derrito leyendo el momento e imaginandome lo lindisima que estaría Sabrae y como la miraría Alec, me he muerto literalmente tía. Luego el momento desayuno ha sido genial, tanto Mimi como Dylan me parecen personajes de la hostia pero de verdad que adoro con mis fuerzas a Annie, creo que es porque me recuerda un poco a mí madre al hablar y comportarse pero es que de verdad que la quiero. Estoy deseando leer el siguiente Erikina ❤️
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