domingo, 6 de octubre de 2019

Punto de no retorno.


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Sabrae estaba parada en el pasillo de salud reproductiva, con el mentón levantando mientras examinaba los productos cuidadosamente dispuestos en las estanterías. No había ni un solo hueco libre: como habíamos llegado tarde, a la hora de cerrar, ya estaba todo colocado para el día siguiente. La curiosidad le fruncía el ceño y pintaba su mirada en tono suaves, mientras sus dientes sobresalían entre sus labios al ir leyendo los efectos de cada uno de los botes que había frente a ella. Los fluorescentes arranaban suaves destellos blanquecinos de su piel oscura, y las trenzas hacían el contorno de su silueta que, por lo demás, era blanca.
               Mientras esperaba con una paciencia que me sorprendió a que me trajeran lo que había pedido, un pensamiento rebotaba en mi cabeza como una bola de pinball. Alec, eres el cabrón con más suerte del mundo por poder considerarla tuya.
               Sabrae notó mis ojos sobre ella y giró el cuello para mirarme. Su sonrisa se acentuó un poco.
               Alec, eres el cabrón con más suerte del mundo por poder considerarla tuya.
               Se mordió el labio y volvió su vista de nuevo a las estanterías.
               Alec, eres el cabrón con más suerte del mundo por poder considerarla tuya.
               Dio un paso al frente y cogió un pequeño botecito de gel, y entreabrió los labios mientras leía la parte trasera, con las instrucciones de uso.
               -Es muy bonita-dijo una voz a mi espalda, sobresaltándome. Joanne había vuelto al otro lado del mostrador, del que se había retirado apenas nos había levantado de nuevo la persiana metálica de su farmacia cuando me vio aparecer, en busca de lo que ni siquiera necesitaba pedirle. ¿Qué otra cosa podía ir a buscar en plena noche, acompañado de una chica preciosa y con expresión de haberme visto sometido a una cruelísima tortura, sino preservativos? Sus ojos, del color de las aguamarinas, estaban ligeramente achinados mientras me contemplaba con una sonrisa afectuosa, propia de una abuelita adorable. Me recordaba muchísimo a Betty White, tanto por su aspecto físico como por lo tierna que era conmigo siempre. Desde el primer instante me había tratado como a su nieto preferido, y el día en que me acerqué a la sección en la que ahora estaba Sabrae por primera vez, simplemente había esperado pacientemente a que decidiera qué era lo que necesitaba, qué me vendría mejor, ofreciéndome su ayuda cuando vio que era incapaz de encontrar la misma marca de condones que había comprado apresuradamente en Grecia. Y los de Durex tenían tanta variedad que me asustaban.
               Ni siquiera había puesto mala cara cuando nos vio llegar corriendo cogidos de la mano. Estaba terminando de darle vueltas a la llave de la red metálica de la farmacia cuando aparecimos, y sólo suspiró cuando me reconoció. A mí no podía decirme que no, aunque dudaba que pudiera decírselo a cualquier otro, la verdad.
               -Joanne-había soltado la mano de Sabrae para poner unir las mías en un rezo silencioso-. Perdóname. No te molestaría si no fuera una verdadera emergencia.
               -¿Lo de siempre?-se cachondeó ella. El chasquido del candado al soltarse le indicó que ya podía empezar a empujar la verja hacia arriba, y yo me adelanté. Aquella mierda pesaba mucho, y ella ya estaba a punto de jubilarse cuando yo empecé a dejarme la paga semanal en condones, así que sus articulaciones agradecían toda ayuda. Asentí con la cabeza y sonrió-. Muy bien.
               Sabrae se había quedado mirándome con las cejas alzadas, y yo simplemente me encogí de hombros mientras esperaba a que Joanne encendiera las luces de la farmacia de nuevo. Una sonrisa divertida adornaba los labios de mi chica.
               -Así que “lo de siempre”-se rió, acercándose a mí y pasándome una mano por los hombros, enredando sus dedos en mi nuca.
               -Bueno, supongo que no cuela que diga que vengo a por complementos vitamínicos, ¿verdad?
               Se echó a reír y negó con la cabeza.
               -No puedo creer que se nos haya olvidado precisamente lo más importante de nuestra noche.
               -Sabrae. No me insultes-la regañé-. ¿Cómo se me iba a olvidar comprar condones? Lo comprobé varias veces. Además, ya te he dicho que todo ha sido cosa de mi hermana. Me los ha cogido ella, estoy seguro.
               -¿Tiene novio?
               -¿Qué va a tener? Es virgen, pero lo hace por fastidiar. ¿Sigue siendo tu cuñada favorita?               Sabrae había sonreído, se había puesto de puntillas y me había replicado al oído, acercando tanto sus labios a mi piel que empecé a endurecerme de nuevo:
               -No voy a decir que no preferiría tenerte dentro ahora mismo-me acarició el brazo-, pero lo que me has hecho no ha estado nada mal. Así que eso es un punto en favor de tu hermana.
               Aterrizó de nuevo sobre sus talones con la gracilidad de una grulla, y parpadeó tan despacio que yo creí que me había convertido en un colibrí y mi corazón latía diez veces más rápido de lo que solía hacerlo.
               Se me secó la boca mientras por mi mente desfilaban a toda velocidad las cosas que le había hecho, que habíamos hecho, como sustitutivo de la penetración. Después de quitarle el tanga a Sabrae, me había zambullido en su interior de cabeza, sin importarme nada más que el placer que podía proporcionarle con mi boca. En ningún momento había pensado en lo que comerle el coño me hacía a mí. Me puso más duro, subió la temperatura de mi cuerpo hasta los mil grados, y cuando ella se corrió, yo estaba jadeando de una forma tan acelerada que apenas cabía en mí. Me latía el corazón a mil por hora, y el sabor de mi chica no hacía más que acrecentar la sensación de estar visitando el paraíso que estaba experimentando en ese instante.
               Y, para colmo, ella no me había dejado retirarme. No es que fuera a hacerlo, pero siempre que estaba a punto de llegar al orgasmo, Sabrae se encorvaba para avisarme de que iba a correrse, para que me apartara si yo quería. Nunca lo hacía, pero esos segundos de diálogo hacían que sus orgasmos fueran un poco menos intensos. No fue el caso en esta ocasión. Con mi lengua recorriendo todo su contorno, mis labios masajeando los suyos y mis dientes a modo de arma de destrucción masiva, Sabrae me puso una mano en la nuca y tiró de mi cabeza hacia ella para que no pudiera escaparme mientras empezaba a gritar la primera letra del abecedario, retorciéndose entre mis manos, y un ardiente tsunami me mojaba la boca y descendía por mi garganta.
               Casi.
               Me.
               Corro.
               Y todo eso sin ningún tipo de estimulación. Guau.

               Sabrae me soltó el pelo y se quedó espatarrada en la cama, abierta de piernas y con mi cara sobre sus muslos, mirando al techo con expresión ida, a las estrellas en las que estaba enredando. Rodé para alejarme de su sexo, porque como siguiera tan cerca de ella, oliendo su placer, me volvería loco, y yo también me tumbé.
               -Necesito un minuto antes de empezar a vestirme.
               -Yo también. Como algo me roce ahora, terminaré haciéndome una paja.
               Sabrae se giró y se me quedó mirando.
               -Y no quiero hacerme una paja-aclaré. Quiero aprovechar todo esto que tengo para darte un nuevo orgasmo. Quiero estar tan duro que cuando entre en ti te sea imposible no volverte loca. Quiero que mis ganas te consuman.
               Y me quiero correr dentro de ti.
               -¿Quieres que yo te alivie… con mi boca?
               La proposición era tan tentadora que mi polla vibró, literalmente. Sí, por favor, dile que sí. Necesito sus labios, sus dientes, su humedad, su calidez. Es lo más parecido a hacerla mujer sin su peligro.
               Estiré la mano en su dirección y le acaricié los labios.
               -Llevo demasiados días castigándome como para negarme ahora el premio que siempre me prometía cuando me asaltaba la tentación.
               Se giró para mirarme. Aún tenía el sujetador puesto, pero me interesaba más el hueco entre sus ingles que sus pezones oscuros y puntiagudos, que se intuían a través de la tela del sujetador.
               -¿Y mi coño es el premio?
               Me reí.
               -Dicho así suena muy mal, ¿no?
               -Y muy guarro, pero me gusta. No he venido a tu casa para no ser una guarra-contestó, acercándose a mí y empezando a besarme, mientras deslizaba una mano por mi brazo y guiaba la mía hasta su entrepierna. Masajeé su sexo, que ya estaba listo para un segundo asalto, e introduje un dedo en su interior. Sabrae gimió, cerró las piernas y acompañó los movimientos circulares de mi dedo con las caderas. Separó su boca de la mía y me puso las manos en el pecho-. Tenemos que ir a por condones.
               -Cierto. Pero antes…-saqué mi mano de entre sus muslos, la agarré por las muñecas y le hice tenderse con las manos en alto debajo de mí. Planeé por su anatomía hasta que mi entrepierna reposó sobre su sexo y, ante la humedad que manaba de ella y mojaba mis calzoncillos, surgió una corriente eléctrica que manó de la punta de mi polla y me recorrió de pies a cabeza-. Quiero que te pruebes. Quiero que pruebes lo que casi ha hecho que pierda ese premio que tanto tiempo llevo esperando.
               Sabrae arqueó las cejas, parpadeó, y entreabrió los labios. Cuando introduje el dedo mojado en su placer en su boca, los cerró muy despacio y, con los ojos fijos en los míos, empezó a succionar. Pasó la lengua alrededor del dedo en círculos, y mi polla protestó.
               Cuando terminó y saqué el dedo, sonrió, con las manos a ambos lados de su costado.
               -Me gusta, pero prefiero los orgasmos de otra persona. Es un hombre, concretamente-susurró en mi oído, pasándome las piernas alrededor de las mías y  frotándose contra mí. Aún no sé cómo no me corrí. Hacía conmigo lo que se me antojaba; le pertenecía, me tenía en la palma de la mano y no dudaba en jugar conmigo todo lo que quería.
               Su respiración empezó a acelerarse de nuevo, y antes de que todo se nos fuera de las manos, me puso las manos en los hombros y me hundió las uñas en la piel de la espalda, intentando alejarme de ella.
               -Tenemos que irnos-susurró-. Yo esto toda la noche no lo voy a aguantar.
               -¿Y yo sí?-gruñí, más grave de lo que esperaba. Tenía toda la sangre concentrada en un pequeño espacio (bueno, no tan pequeño) de mi cuerpo; no estaba para bromitas, ni mucho menos para intentar controlar mi tono de voz.
               -¿Vais a querer algo más?-preguntó Joanne, trayéndome al momento presente. Me la quedé mirando y noté que se me agolpaba un calor nada incómodo en las mejillas. Por suerte para mí, mi piel no era de traicionarme, así que mi farmacéutica de confianza no tenía por qué enterarse de lo que me estaba pasando por la cabeza. Durante un instante, consideré decirle que no. Ya lidiaría con Sabrae más tarde; la había visto de compras en varias ocasiones, y dedicaba la mayor parte del tiempo a elegir productos que finalmente desechaba. Recordé la tienda de discos en la que nos habíamos encontrado en Camden: mientras yo iba directo a lo que me gustaba y sabía que quería, ella se tomaba su tiempo en examinarlo todo, disfrutando en elegir por el mero placer de hacerlo.
               Me daba un poco de pena por Joanne, que claramente quería irse a casa después de un largo día, pero… es que simplemente no puedo decirle que no a ningún capricho a mi chica. Y tenía la sensación de que estaba a punto de pedirme uno.
               -Si tengo suerte-susurré, dejando la frase en el aire. Joanne se rió con la discreción de una abuelita que pilla a su nieto favorito embobado mirando un dulce que acaba de sacar del horno.
               -Creo que ése es el caso esta noche, a pesar de todo-bromeó, sacando una bolsa de papel e introduciendo la caja dentro. Me giré para mirarla.
               -¿A pesar de todo?
               -Bueno, con lo previsor que tú has sido siempre...
               -Ya ves-me eché a reír y negué con la cabeza mientras Sabrae cogía otro botecito, éste de un color diferente.
               -Aunque tampoco me extraña que tengas la cabeza en otra parte, la verdad. Tu chica es preciosa, y tiene cara de ser muy buena. ¿Cuánto lleváis juntos?
               -No estamos juntos, Joanne. Sólo somos amigos.
               -Permite que lo dude-Joanne rió-. De todas formas, ¡está bien! ¿Cuánto tiempo llevo vendiéndote cosas que sólo disfrutas con ella?
               -Menos del que debería-me mordí el labio cuando Sabrae se puso de puntillas sobre sus botas de tacón para alcanzar un nuevo botecito y se le subió un poco el jersey que llevaba puesto a modo de vestido. Si fuera un caballero, habría ido a su encuentro para ayudarla a alcanzar una estantería a la que a duras penas llegaba, pero como soy un capullo aprovechado, no me moví del sitio y disfruté de las vistas de dos centímetros de piel extra que me estaba regalando sin pretenderlo. Joder, había visto chicas desnudas cuyos cuerpos me habían atraído menos que esos dos centímetros de piel. Esos dos centímetros de piel de sus piernas prometían cosas que me gustaban más que lo que juraban piernas de desconocidas separadas por completo-. Pero al menos ya sabes que tienes que romper tu secreto profesional y decirme que la has visto venir a por preservativos si se le ocurre cogértelos a ti. Mantenme informado, por si… ya sabes. Tiene una emergencia como ésta con otro que no sea yo-añadí en voz alta, cruzándome de brazos. Sabrae se giró para mirarme, yo le alcé las cejas, y ella se echó a reír, me sacó la lengua y, de repente, sus ojos crecieron como la luna llena.
               -¿Estoy tardando demasiado?
               -No tengas prisa, querida-Joanne hizo un gesto con la mano restándole importancia a su espera, y Sabrae asintió con la cabeza y volvió a sus cosas-. No creo que vaya a venir a comprar nada que no tenga pensado disfrutar contigo.
               -Vaya, Jo. No sabía que fueras sexóloga.
               -Nada de eso. Soy mujer. Sé que tú me consideras un vejestorio, pero me acuerdo de cómo son las cosas cuando se tiene la edad de tu novia, y sé…
               -No es mi novia.
               -… sé que ninguna chica se pone la ropa de su novio si les está prestando atención a otros chicos que la rondan.
               Clavé mis ojos en los suyos, dos lagos cristalinos en cuyas aguas se intuía lo puro de su alma. A pesar de que tenía el rostro curtido por la vida, su espíritu seguía siendo tan puro como el día en que nació.
               -Y, por favor, tesoro… no intentes darme gato por liebre. Ya has venido más veces a verme llevando ese jersey. Y le queda demasiado grande para estar siguiendo alguna moda absurda de las que traen locas a las chicas de hoy en día-añadió, señalando a Sabrae, antes de coger un par de caramelos de la cesta y metérnoslos en la bolsita de papel. Me volví para mirarla en el momento preciso en que Sabrae dejaba un bote en la estantería de nuevo, y torcía la boca mientras trataba de elegir entre uno morado y otro rojo.
               Porque, ah, se me había olvidado comentar el minúsculo detalle de que Sabrae estaba usando mi ropa. Resulta que, cuando decidimos ponernos en marcha, yo lo tuve bastante fácil para meterme dentro de mis vaqueros y mi camisa, y mientras abría el armario para sacar una chaqueta con borreguillo que me impidiera acusar el cambio de temperatura entre mi habitación y la calle (pasaría de dos mil grados a unos pocos sobre cero), Sabrae luchaba con su pantalones de cuero. Intentaba desesperadamente subírselos, pero no pasaban más allá de un par de centímetros por encima de sus rodillas. Me miró con angustia.
               -No me suben-se lamentó, al borde del llanto.
               -No pasa nada. Puedo ir yo solo, si quieres.
               -Pero, ¡no quiero que nos separemos! Es nuestra noche.
               -No sería casi nada. Corro muy rápido. Soy atleta, ¿recuerdas? Es más… podría, incluso, ir en moto. Así tardaría incluso menos.
               -¡De eso ni hablar! No quiero que vayas en moto. Me moriría de la preocupación.
               -Pero, ¡si ya he ido en moto con nevadas un montón de veces, Sabrae! ¿Te crees que dejo de trabajar en Navidad? ¡Si no paro!
               -No lo digo por el tiempo. ¡Lo digo porque te conozco, y sé que no te concentrarías! ¿Podrías pensar en otra cosa que no fuera que me tienes aquí, en tu casa, medio desnuda, mientras conduces? ¡Estoy segura de que te saltarías todos los stops!
               Incliné la cabeza a un lado y puse los ojos en blanco, puesto que tenía razón. No podría pensar en algo que no fuera ella ni aunque me obligara a mí mismo a repetir el mantra “conduce con cuidado” en mi cabeza como un disco rayado. Además, no quería que nos separáramos. Prefería mil veces ir andando bajo el viento helado de la noche con ella, a tumbarme en una playa paradisíaca a tostar al sol yo solo. Las cosas que nos hace el amor.
                -Te buscaré unos pantalones. Seguro que tengo algo que pueda servirte… tengo unos de chándal con puños en los tobillos que no deberías arrastrar.
               -¿Puede ser, mejor, un jersey?-preguntó, apartándose un mechón de pelo rebelde de la cara y relamiéndose los labios mientras se abrazaba a sí misma-. Podría llevarlo de vestido. El que me prestaste el finde pasado sería perfecto.
               -Te llegaba por las rodillas, ¿qué hay de tus piernas?
               -Tu hermana es bailarina. Estoy segura de que tiene algunos calcetines largos que pueda ponerme para taparme un poco del frío.
               Le tendí el jersey de marras y me fui a la habitación de Mimi. Sabrae se asomó a la puerta y me gritó que, si los había grises o negros, mejor que mejor. Volví con un par de cada color, y los extendí sobre la cama para que ella escogiera.
               Se acercó al espejo y se dio la vuelta, para admirar el reflejo de su culo, que se acarició mientras suspiraba. Por favor, no empieces con esos absurdos complejos. Eres perfecta y me pasaría dándote besos en el culo dos mil años, si mi esperanza de vida fuera tanta.
               -Se me van a helar las nalgas-espetó, y yo me reí mientras me acercaba a ella y se las acariciaba.
               -Siempre puedo calentártelas con unos azotes, nena.
               -Estoy hablando en serio, Alec.
               -¿Y crees que yo no?-ronroneé, besándole el cuello. Lanzó un bufido y yo suspiré-. Bueno, la oferta del chándal sigue en pie.
               -No pienso ir en chándal a la farmacia. Es sábado por la noche, y nos encontraremos con un millón de personas de fiesta.
               -¿Y?
               -No quiero tener unas pintas horribles mientras voy al lado tuyo-me cogió de las solapas de la chaqueta y tiró de mí para atraerme hacia sí-. No quiero que piensen que te has vuelto monógamo porque yo te dejo hacerme cosas que ninguna chica se ha dejado hacer jamás.
               -Hay muy pocas cosas que haya querido hacer con una chica y no haya podido, Sabrae. ¿Has visto mi cara? ¿Y has visto mi polla? Si la primera no os convence, te aseguro que la segunda os hace poneros de rodillas. A fin de cuentas, te he conseguido a ti, ¿no?-bromeé, pegándome más a ella, que volvió a suspirar. Le acaricié la nariz con la mía-. Buen intento, no obstante, aunque se te ha olvidado el minúsculo detalle de que yo te conozco, y sé que lo que los demás piensen de ti te da igual.
               -Ya no, si lo piensan de la versión de mí que te pertenece. No quiero desmerecer tus sentimientos por mí-confesó, mirándome a los ojos, con esas pestañas infinitas acariciándole las cejas perfectamente perfiladas.
               Le puse una mano en el cuello y le acaricié la mejilla.
               -No podrías desmerecerlos ni con los peores harapos, Sabrae.
               -Quiero estar guapa para ti toda la noche-confesó, inclinándose hacia mi boca.
               -Lo estarías incluso con un saco de patatas.
               -Alec-se echó a reír-. Estaba intentando ser sutil, pero… quiero que me prestes ropa interior.
               Me quedé a cuadros.
               -¿Por qué no me lo dijiste claramente? Podría haber aprovechado y buscado algo en la habitación de Mimi cuando fui a por…
               -No me refería a la ropa interior de Mimi-me cogió la mano y me dio un beso en la palma, para levantar la mirada y acariciarme con ella a continuación. Sus dientes asomaron de nuevo entre sus labios, y toda la sangre subió de mi entrepierna a mi cabeza.
               Sabrae.
               Con mis calzoncillos.
               Usándolos.
               O sea, llevándolos puestos.
               Sabrae.
               Con mis calzoncillos.
               ¿Doctor? ¿Doctor? ¡Doctor, el paciente ha entrado en parada cardiorrespiratoria! ¡LO PERDEMOS, DOCTOR!
               -¿Qué pasa?-rió Sabrae-. ¿No te parece una buena idea?
               -Eh… Eh… eeeeeeeeeeeeeeeehhhhh…
               Sabrae se echó a reír, me dio un beso en los labios y susurró:
               -Si te parece demasiado pronto, lo entiendo.
               -¿Pronto? No. No, pronto, no. ¿Pronto? ¡Jaja! ¡Ni de coña! Es que… es que… eh… no me lo… eh…
               -Alec, te estás poniendo un poco pálido.
               -Estoy bien. Estoy genial. De puta madre. En mi vida he estado mejor. ¡Guau! ¿Lo ves? Estoy muy bien. Eh… calzoncillos. Sí. Eso es. En eso tengo que pensar ahora. En buscarte… calzoncillos-di una palmada y caminé hacia el cajón donde los guardaba, mientras Sabrae me seguía. Tiré de él con mano temblorosa y empecé a revolver, pero ella me puso una mano en la muñeca.
               -¿Te importa si elijo yo?
               -¡Claro! ¡Claro, claro! Todo tuyo. El que quieras. Los tengo de algodón puro, con mezcla, negros, blancos, grises, con estampado; bóxers cortos, largos…
               -Alec…
               -¿Sí?
               -No estamos en el mercado. Me sirve cualquiera.
               -Ah. Vale. Claro, sí.
               Me senté en la cama mientras ella recogía uno, se bajaba el tanga, salía de él y pasaba sus piernas por los calzoncillos. Se los subió hasta arriba, asintió con la cabeza y me miró con expresión de “¡no está mal!”.
               -¡Son muy cómodos! No sé por qué te gusta tanto quitártelos-bromeó mientras yo intentaba respirar. Qué guapa estaba. Jamás pensé que pudiera estar más sexy que con un conjunto de lencería pensado para quitarme el aliento y querer follármela en el suelo durante horas, hasta que la vi con mis calzoncillos negros. No había nada que pudiera superarla.
               O eso pensaba yo. Porque, cuando caminó para colocarse frente al espejo y se miró un instante, se le ocurrió una idea que a mí me encantó más a aún: se desabrochó el sujetador y fue a la mesilla de noche, con los pechos al aire.
               -¿Qué…?-empecé, creyendo que se iba a tirar sobre mí, pero sólo alcanzó un móvil (mi móvil) y se plantó de nuevo delante del espejo.
               -Me gusta muchísimo cómo me quedan, así que voy a hacerme unas fotos. ¿Te importa?
               -Eh… claro que no-estaba babeando. Me atragantaba con mi propia saliva. Sabrae sonrió, se tapó los pechos con una mano y con la otra empezó a posar frente al espejo, sonriendo, sacando la lengua, haciendo muecas… incluso se tapó la cara con el brazo libre mientras sus trenzas le tapaban los pechos-. Pero… eh… estás usando mi teléfono.
               Se giró y sonrió.
               -Ya lo sé.
               -Sabrae-la reñí cuando cogió un nuevo botecito y trató de hacer malabares con él. Que acabara de recordar que llevaba puestos mis calzoncillos debajo del jersey, y lo bien que le quedaban (mejor que a mí, desde luego, y eso que yo estaba para protagonizar una campaña de Calvin Klein), sólo hacía que tuviera más prisa por llegar a casa. Mis instintos primarios me gritaban que le pidiera a Joanne que nos dejara solos y le jurara que yo cerraría la farmacia, porque tenía que poseerla en la parte trasera, sobre una de las mesas en las que se mezclaban químicos. Suerte que aún quedara una parte de mí que era racional, directamente proporcional a la cantidad de ropa que llevaba puesta, y que me decía que Joanne ya había hecho bastante por nosotros y que convertir su farmacia en mi picadero particular sería pasarse. Joanne se rió cuando Sabrae se me quedó mirando con ojos de corderito degollado-. Venga, que no aguantaré mucho más. ¡Sabrae!-recriminé cuando volvió a mirar los botes, y ella puso los ojos en blanco y negó con la cabeza-. ¡A que me voy a buscar a Pauline! ¡O a Chrissy!
               -No serías capaz-espetó en tono duro, y yo me reí.
               -No, no lo sería-cedí, y esa respuesta pareció complacerla, porque finalmente eligió uno de los botecitos y trotó hacia mí, todo piernas cubiertas de negro, con las calzas negras de mi hermana subiéndole por encima de la rodilla, aguantándose a duras penas en sus extremidades un pelín más anchas que las de mi hermana, que trabajaba sus piernas de un modo diferente al de Sabrae.
               Colocó una caja negra con una versión del ying y el yang en colores equivocados en la parte frontal. Lo cogí para asegurarme de que lo conocía y asentí con la cabeza cuando me cercioré de que era lo que sospechaba, el Lovers connect.
               -Creía que cogerías el de sabor de mora-le solté, y ella alzó una ceja y se inclinó hacia mí.
               -No creo que tengas queja de mi sabor, ¿no?
               -¿Y tú del mío?
               -En absoluto-se regodeó en responder, y con una sonrisita de suficiencia, echó mano de su bolso, pero yo fui más rápido y le tendí a Joanne un billete.
               -Pago yo-sentencié cuando ella sacó su cartera, y frunció el ceño.
               -A medias. ¿Nos puedes dar ticket, para que no se nos olvide lo que cuesta?
               -No le hagas caso, Joanne. Invito yo, que así tengo autoridad moral sobre ti y ya no lo usas con otros.
               -¿Qué otros?-Sabrae llenó la farmacia con esa risa musical suya, y yo no pude evitar sonreír a modo de contestación.
               -Pues… de los que no me hablas.
               Joanne cerró los ojos y sacudió la cabeza mientras contaba el cambio, y Sabrae se abrazó a mí y me dio un beso en el costado.
               -Gracias por dejar que viniera contigo-me dijo ya en el exterior, cuando hube terminado de cerrar la valla metálica de la farmacia y le di las vueltas de rigor a la llave en su candado. Joanne se había despedido de nosotros agitando la mano en el aire con la elegancia de las señoras mayores, y había negado con la cabeza obstinadamente cuando nos ofrecimos a acompañarla: no le importaba pasear sola de noche, y disfrutaba del sonido de sus pies haciendo crujir la nieve, cosa que no podría escuchar si íbamos parloteando a su lado. Le dijo a Sabrae que había sido un placer conocerla, y mi chica respondió igual, abrazándose a mí como si yo fuera a escaparme. Lo último que quería era alejarme de ella, aunque fuera un centímetro.
               -¿Por eso querías venir? ¿Para buscar algo con lo que darle más emoción a la noche?
               -Me apetece probar cosas nuevas. No te importa, ¿verdad?—se aseguró, acariciando la cara interna de mi brazo, al que se estaba agarrando como si fuera una liana y ella un mono, y mirándome desde abajo con unos ojos enmarcados en unas pestañas kilométricas.
               -¿A mí? ¿Por qué iba a importarme? Todo lo contrario-eché un vistazo al interior de la bolsa-. Ya sabes que me gusta experimentar.
               -Pues menos mal-dejó escapar un profundo suspiro-. Una nunca sabe cómo proceder con los tíos-se detuvo mientras yo seguía caminando-. Si nosotras sugerimos innovar, se os hiere el ego. Y si nos conformamos con lo que hay, somos unas aburridas.
               -¿Tú te estás conformando conmigo?-la pinché, y ella rió.
               -Ya sabes a qué me refiero.
               -No sé, no sé…
               -¡Alec!-volvió a reírse, pegando un taconazo en el suelo como si estuviera diciendo “¡ya está bien!”. Pronunció mi nombre convirtiéndolo en una montaña rusa, en la que las vocales se retorcían sobre sí mismas en una espiral que subía y bajaba. Me volví para mirarla.
               -¡Te estoy tomando el pelo, bombón! Aunque debo decir que me duele que pienses que podría molestarme que quieras traer algo nuevo a la cama. ¿Tengo que suponer que nunca vamos a usar juguetes?
               Abrió tantísimo los ojos que, de haber estado la noche despejada, se podrían haber confundido con dos reflejos de la luna.
               -¿Quieres usar juguetes?
               -¿Que si quiero…? Sabrae. Por favor. Estoy deseando que llegue San Valentín para tener una excusa para regalarte uno de esos vibradores con mando a distancia. Sabes que te haré la vida imposible a partir de entonces, ¿verdad? O sales con los dos, o con ninguno. Qué bien me lo voy a pasar llevándote al cine y no permitiendo que veas ni diez minutos de película seguidos-me eché a reír mientras su mirada se oscurecía.
               -Te la chuparía ahora mismo.
               -Hay un arbusto por ahí-señalé una esquina de la calle con la cabeza, y se mordió el labio. Dio un par de pasos hacia él-. Sabrae, estoy de coña.
               -¡Joder, Alec! ¿Por qué me haces ilusiones?
               -¿A que jode?
               -¿A que me compro yo el vibrador y me lo paso bien yo sola?
               -¿Eh? No me estaba refiriendo al vibrador. ¡Que te crees tú que voy a renunciar a hacértelo pasar mal! Hablaba del arbusto. Ni de coña me la vas a chupar en la calle. Ya te he dicho que llevo demasiado tiempo en período de abstinencia como para conformarme con tu boca.
               -Así que, ¿te “conformas” con mi boca?-sonrió, y yo puse los ojos en blanco y me giré sobre mis talones.
               -Mueve el culo. Tengo muchos polvos que echarte, y mis padres no van a estar fuera toda la noche, por desgracia.
               -Razón de más para probar el arbusto-espetó, pero trotó hasta mí y entrelazó su mano con la mía-. Así ya sabemos dónde podemos escaparnos cuando ya no estemos solos.
               -¿Seguro que quieres que te desnude aquí, en plena calle?
               -Yo estaba pensando más bien en uno rapidito, como el que echamos en el banco del parque hace un mes.
               -¿Marcha atrás incluida?-ironicé.
               -¿Para qué hemos ido a por los condones?-respondió, y yo bufé, negué con la cabeza.
               -No puedo contigo.
               -Es que soy mucha mujer-contestó, orgullosa, hinchando el pecho y curvando su boca en una sonrisa.
               -No hace falta que lo jures.
               Seguimos picándonos, haciendo que el trayecto a casa se me hiciera un poco más ameno, aunque no por eso más corto. De hecho, creo que estábamos tardando más a la vuelta que cuando fuimos a la farmacia, que había sido casi trotando. Cuando se lo comenté, ella me pidió disculpas, y me dijo que si estábamos yendo más despacio era por su culpa: su cuerpo estaba acusando ahora los efectos del fulminante orgasmo que le había hecho tener, y las endorfinas que éste había inoculado en su organismo se habían diluido hasta el punto de que ya apenas sentía esa euforia e invencibilidad que le proporcionaba el haber surcado las estrellas. Como un astronauta que estaba entrando en la atmósfera y descubría que, por mucho que hubiera echado de menos a su familia, su cuerpo ya no estaba adaptado del todo a la gravedad de la superficie terrestre, Sabrae tenía que luchar contra su cansancio para poder seguirme el ritmo.
               Por eso, me detuve bajo la luz de una farola y le dije que iba a llevarla a caballito.
               -¿Podrás conmigo?-fue todo lo que le preocupó, mi niña preciosa. Si yo estuviera en su lugar, habría pensado en que eso me cansaría un poco y ya no rendiría igual en la cama, pero… sinceramente, me daba igual. Confiaba  en el subidón de adrenalina que Sabrae quitándose la ropa siempre me hacía experimentar. Estaríamos bien. Yo cumpliría con mis labores de amante. Además, ella estaba satisfecha: era yo quien todavía no había llegado al orgasmo, aunque me hubiera faltado poco.
               Arqueé las cejas y la miré por debajo de ellas.
               -Sabrae, por favor. Que levanto mi propio peso, y peso más que tú. Venga, ¡sube!-le insté, acuclillándome para que se subiera de un salto a mi espalda, y eso hizo. Dejó escapar una carcajada emocionada, de niña pequeña cuando llega la navidad y le traen su regalo favorito, cuando yo me erguí.
               -¡DIOS MÍO!
               -¿Qué pasa?
               -¡Qué alto eres! ¡Da vértigo!-miró al suelo y cerró las piernas en torno a mi cintura, asegurándose de que no se caería, como si yo fuera a consentirlo-. Ir a festivales siendo así de alto debe de ser la hostia. Seguro que te da igual quién se te ponga delante.
               -No está mal, la verdad. Deberíamos hacer la prueba. Tenemos que mirar un festival en verano al que nos apetezca ir a los dos.
               -Pero en verano te vas a Etiopía-comentó con un deje de nostalgia en la voz, y yo chasqueé la lengua. Mierda. Era verdad. Todos los planes que había hecho en las noches en que no podía dormir ni tampoco dejar de pensar en ella, en los que la llevaría a conocer el mundo y lo descubriríamos juntos, no eran más que sueños que tendríamos que posponer un año. Yo no iba a estar ese verano con ella. Me iría a principios de julio, aún no sabía el día, pero no tendríamos tiempo suficiente ni tan siquiera para ir a Grecia. Y yo quería enseñarle Grecia. Quería que se bañara en las playas en que lo había hecho yo, que se tumbara a tomar el sol en los mismos lugares en que yo lo había hecho, que se emborrachara con las mismas bebidas que yo, que bailara en las mismas fiestas que yo, y que me dejara hacerle el amor donde antes había tenido sexo con otras chicas. Ella le daría un nuevo sentido de hogar a Grecia, pero por desgracia, no sería ese verano.
               Ahí estaba de nuevo, el muro que había frente a nosotros y la vida que queríamos vivir. El que yo estaba intentando desmoronar a base de darle puñetazos, y aunque había visto que poco a poco las piedras que lo conformaban se iban moviendo, seguían estando demasiado bien unidas las unas a las otras, la muralla demasiado bien cimentada. No me marcharía de Inglaterra pudiendo decir que dejaba a una novia esperándome, pero jamás atrás.
               -Te he puesto triste.
               -No es eso. Es que… a veces pienso que tenemos más tiempo del que tenemos. Eso es todo.
               -Lamento mucho que sea así.
               -Yo también.
               -Pero no pensemos en eso ahora, ¿vale? Ya tendremos tiempo para preocuparnos más tarde. Hoy tenemos que pasárnoslo genial. Es nuestra segunda noche oficial-me dio un beso en el hombro-. No tenemos que caer en los errores de la pasada y disgustarnos por cosas que no podemos cambiar.
               -Para mí, no hubo errores en la pasada-contesté, y ella se quedó callada, invitándome a continuar-. Sé que todo lo que te conté de mi familia lo ensombreció todo un poco, pero… me alegro de haberlo hecho.            
               -Y yo de que lo hicieras. Me he expresado mal. Lo que quiero decir es que… no quiero que te disgustes otra vez. Te mereces ser feliz una noche al completo.
               -Incluso cuando estoy llorando de frustración, soy feliz a tu lado, Saab.
               Sabrae se quedó callada un instante. Me acarició el pelo y me besó la nuca.
               -Mi sol…-se limitó a decir con cariño, sus dedos hundiéndose entre mis mechones del color del chocolate. Se pegó un poco más a mí, en un abrazo afectuoso que yo le agradecí, ya que me ayudó a recomponerme del todo y a eliminar el frío que el verano anunciaba al ser innegable que terminaríamos separándonos. Y, por mucho que yo necesitara hacer el voluntariado y que incluso me hiciera ilusión, la verdad es que ya no lo sentía como antes. Ahora tenía motivos para pensar en cancelarlo todo y quedarme. Podría dedicar ese año que iba a estar en Etiopía a intentar enderezar mi vida académica, repetir y sacar mejores notas, prepararme para, incluso, hacer una carrera universitaria.
               Toda excusa sería buena para no interrumpir la tradición de los fines de semana que Sabrae y yo estábamos creando, y que se convertiría en mi favorita los meses que me quedaran en casa. Incluso… incluso podría decirle que viniera conmigo. Podría estudiar a distancia. Podría…
               No seas tonto, Alec.
               Sabrae me notaba perdido en mis pensamientos, peleándome con un invierno que venía en épocas equivocadas, y, como no quería que me perdiera de nuevo en las marismas de mi alma, se incorporó un poco en mi espalda y me preguntó en el oído:
               -¿Confías en mí?
               -Claro.
               -Bien…-cerró un poco más las piernas en torno a mi cintura y ancló sus codos en mis hombros, para así tener las manos libres y poder ponérmelas sobre los ojos-. Venga, te guío yo.
               -¡Eres tontísima!
               -¡Que sí! Será divertido.
               Y lo fue. Mi chica era capaz de hacer que cualquier situación fuera mejor que la anterior, incluso cuando en la presente no hubiera ropa de por medio, y ahora estuviéramos en plena calle, cada uno con varias capas sobre su cuerpo. Avancé a ciegas por la calle, sorteando charcos a duras penas y metiendo los pies en otros que Sabrae no era capaz de indicarme, pero aunque no podía ver, sentía que formaba parte del entorno como no lo había hecho nunca antes. Además, estaba demasiado ocupado escuchando sus indicaciones como para comerme la cabeza con cosas que escapaban a mi control e ilusiones que no tenía sentido que me hiciera a esas alturas de la película.
               A través de las rendijas que había entre sus ojos, pude distinguir las luces del porche de mi casa cuando, por fin, llegamos a mi calle. Sabrae me los destapó, y cuando parpadeé para acostumbrarme a la luz que había (que no parece mucha cuando has tenido los ojos abiertos durante el día, pero una vez los cierras y tienes que volver a abrirlos, las farolas queman), chistó para indicarme que siguiera andando a ciegas.
               -¿Y cómo pretendes que abra la puerta?
               -Yo lo haré. Déjame bajar.
               Me tomó de la mano cuando sus pies volvieron a tocar el suelo, y dejé que me guiara por entre la nieve y los guijarros del camino de casa. Escuché el tintineo de las llaves mientras se peleaba con ellas, intentando averiguar cuál era la correcta.
               -Es la plana-expliqué, y Sabrae se rió.
               -¡Todas son planas!
               -Me refiero a la más plana-la introdujo en la cerradura y abrí un ojo-. Tienes que tirar del pomo un poco hacia ti para que se desactiven los mecanismos de…
               -¡No mires!
               Habría puesto los ojos en blanco de haberlos tenido abiertos, pero como no podía, me tuve que conformar con bufar. Sabrae se peleó con la puerta, murmuró que pesaba muchísimo, y cuando yo le dije que era blindada, se quedó callada un instante antes de pedirme que le repitiera qué era lo que tenía que hacer para abrirla mejor. Le pedí que tuviera cuidado y la abriera despacio, por si Trufas se escapaba, y contuve el aliento cuando escuché el cepillo de la parte baja de la puerta acariciar las baldosas del vestíbulo.
               Di un par de pasos, y cuando escuché el cambio de sonido que los acompañaba, empujé despacio la puerta con el pie.
               -Ya puedes abrir los ojos-lo hice y Sabrae levantó un brazo. Con el otro, sostenía a Trufas contra su pecho-. ¡Tachán! ¿Qué te parece?
               -Que… es mi casa-comenté, conteniendo una risa, y Sabrae asintió.
               -¡Así es! Te he traído sano y salvo. De nada. Creo que eso se merece una recompensa, ¿no te parece?-cerró los ojos y puso morritos. Yo me reí, me acerqué a ella, le aparté un mechón de pelo rebelde detrás de la oreja, y, en el último momento, le di un beso en la mejilla en lugar de en los labios. Sabrae hizo una mueca de disgusto, y miró a Trufas-. ¿Has visto, Trufas? Alec no me quiere dar un beso. Seguro que tú eres más generoso, ¿a que sí?
               -Deberías soltarlo, antes de que te coja demasiado cariño y se dedique a perseguirte por la casa.
               -Eso no parece propio de él, ¿a que no, bonito? Eres una bola de pelo fuerte e independiente, como debe ser-le acarició entre las orejas y Trufas cerró los ojos, disfrutando del contacto. Una sonrisa adorable le cubría la boca a Sabrae, como si hubiera nacido para acariciar conejos y estuviera cumpliendo por fin su propósito en la vida. Le dio un achuchón y Trufas, lejos de intentar escaparse, esperó pacientemente a que Sabrae dejara de estrujarlo contra su pecho-. Qué bueno eres. ¿Nos has estado esperando tan tranquilo, sin hacer ningún estropicio? Buen chico.
               -Ten cuidado. Engaña un montón. Puede parecer inofensivo, pero cuando menos te lo esperas, te está destrozando los guantes de boxeo nuevos en un rincón de tu habitación.
               -Él no haría eso, ¿a que no?-Sabrae le hizo una carantoña y Trufas acercó su naricita a la cara de Sabrae, como si quisiera darle un beso. Sabrae, satisfecha con este gesto, lo dejó en el suelo, y se rió cuando el conejo empezó a correr en círculos en torno a sus pies y luego salió disparado en dirección a la cocina.
               Cuando se asomó a la puerta, ya no la estaba mirando a ella, sino a mí. Caí en la cuenta de que probablemente mi hermana no le había dado de comer, así que tomé de la mano a mi chica y seguí al animal, que brincó hasta la puerta donde guardábamos su comida. Sabrae se sentó en uno de los taburetes de la cocina mientras yo cogía un puñado de pienso y se lo daba al conejo, que lo comió de mi mano con gesto de satisfacción. Sabrae apoyó el codo en la mesa y tiró de mi jersey para que terminara de cubrirle las rodillas.
               -¿Quieres tener mascotas cuando te independices?-preguntó, y yo me la quedé mirando desde abajo.
               -¿Es esto una proposición?
               -Creo que puedes adivinar mucho de una persona preguntándole si querrá tener mascotas en un futuro. A mí me encantaría tener perros. No es que tenga nada en contra de los conejos, pero… no puedes enseñarle trucos.
               -Yo también quiero perros, aunque eso de los trucos… fíjate. Trufas-indiqué, cerrando la mano. El conejo se me quedó mirando-. Antena-Trufas parpadeó, procesando la información, y entonces, movió las orejas en círculo. Sabrae soltó una risita-. ¿Me das la patita?-le tendí al mano y el conejo levantó la suya-. Buen chico, Trufas. Ten-abrí la nevera, le saqué una zanahoria del cajón de las verduras, y el conejo salió disparado hacia una esquina con ella en la boca, donde la rumió tranquilamente, bajo la atenta mirada de Sabrae-. Pero tú no tienes que adivinar nada sobre mí-me miró-. Creo que no hay nadie en el mundo que me conozca tan bien como tú.
               Me dedicó una dulce media sonrisa mientras Trufas se levantaba y venía a embestirme en las espinillas.
               -¿Puedo darle de comer?
               -Claro, pero con cuidado, que muerde a quien no conoce.
               -Somos amigos-sentenció Sabrae, cogiendo una zanahoria y acuclillándose para dársela al animal, que primero la aceptó con desconfianza. La segunda, no le costó tanto, y la tercera se la pidió directamente a base de convertirse en un minúsculo toro con tendencias suicidas. Se frotó contra sus pies cuando cerramos la puerta de la nevera, y Sabrae sonrió.
               -Fíjate, le gusto.
               -Ya somos dos-contesté, poniéndole un dedo bajo la mandíbula-. Bueno… ¿quieres subir a mi habitación?
               -Ya pensaba que no me lo pedirías.
               -Despídete de Trufas. Si no lo haces, te seguirá por toda la casa. Ahora eres su nueva fuente de alimento.
               Sabrae hizo una mueca, creyendo que le estaba tomando el pelo, y negó con la cabeza. Pero, cuando dio un paso, tirando de mí, y Trufas se metió entre nosotros, se echó a reír.
               -Parece decidido. No son sólo los perros los que se parecen a sus dueños-comentó, mirándome con intención. Se inclinó para darle unas palmaditas en la cabeza-. Tengo que dejarte solo un rato para ocuparme de este bobo-me señaló con el dedo-. Adiós, Trufi.
               Trufas se la quedó mirando un instante, procesando de nuevo la información. Agachó las orejas, sumiso, se puso en pie, olfateó en mi dirección, y a continuación se fue brincando, dispuesto a vivir la vida, acompañado de una risa de Sabrae que consiguió arrancarle más deprisa incluso de lo que yo podía hacerlo. Me acerqué a mi chica como un depredador que le lleva comida a sus crías, y le rodeé la cintura con el brazo. Ella se volvió para mirarme, se pegó contra mí, me puso una mano en el pecho y se mordió el labio, examinando mi indumentaria. Ninguno de los dos se había desprendido de una sola prenda: yo todavía llevaba mi chaqueta de borreguillo, y Sabrae aún vestía mi jersey y sus botas de tacón.
               Cuando nuestros ojos se encontraron, sentí que saltaban chispas entre nosotros.
               -¿No tienes calor con tanta ropa?
               -Sí, pero no tiene nada que ver con la ropa.
               Sonrió.
               -Qué lástima. Lo de la ropa tendría más fácil solución…-reflexionó, metiendo las manos por debajo de mi chaqueta y tirando de mis mangas para hacer que se cayera al suelo. La agarré de los glúteos y tiré de ella para levantarla en el aire; Sabrae colaboró dando un pequeño brinco y pasándome las piernas en torno a la cintura, como había hecho antes, cuando la traje a cuestas.
               Sólo que, ahora, todo era mucho más interesante. Dado que la tenía frente a mí y no a mis espaldas, podíamos pasárnoslo mejor, juntando nuestras bocas y haciendo que nuestras manos se perdieran en el cuerpo del otro. Con los ojos cerrados (porque besar a una chica con los ojos abiertos es una puta aberración, y más si los ojos de la chica son las puertas del paraíso), me las apañé para sacarla de la cocina y llevármela escaleras arriba. Empujé la puerta de mi habitación y, por pura inercia, le di una patada para cerrarla que hizo que Sabrae se estremeciera de pies a cabeza.
               -Trufas se preguntará si nos hemos enfadado con él.
               -Un poco, por hacer que pospusiéramos esto.
               -Ya veo-rió entre dientes-. ¿No piensas dejarme en el suelo?
               -Estoy a gusto así. Te tengo mucho más cerca.
               -Pero así no podremos ir muy lejos.
               -Lo suficiente-respondí, besándole el cuello y ella se echó a reír. Me acarició los brazos y se separó de mí lo justo y necesario para mirarme con unos ojos oscuros, en los que dos abismos hacían de cuna de la lujuria que iba calentando su piel.
               -Quiero que te vuelvas loco conmigo, como no te lo has vuelto nunca.
               -Lo estás consiguiendo-aseguré, volviendo a inclinarme hacia ella, que me acarició la nuca y asintió despacio con la cabeza, dejando escapar un suspiro cuando mis dientes se encontraron de nuevo con su piel. Esta vez, le mordisqueé la oreja.
               La bolsa de la farmacia se cayó al suelo con un ruido sordo, y de repente, yo recordé dónde estaba, el mundo de posibilidades que se abría entre nosotros si nos animábamos a abrir la puerta. Sabrae me desabrochó los botones de la camisa que tenía a tiro y me la abrió todo lo que pudo, dejándola arrugada sobre mis hombros allí donde no podía bajar más por los botones que no había sacado de sus agujeros. Observó mi pecho desnudo con hambre, me pasó las manos por los pectorales como si estuviera a punto de darme por terminado, como si fuera su obra maestra y ella, la mejor escultora de todos los tiempos.
               -Mi boxeador-comentó con admiración, adorando cada uno de mis músculos. Jamás me había enorgullecido tanto de lo mucho que cuidaba mi cuerpo como en aquel instante en que la última célula del cerebro de Sabrae que se ocupaba de mantener el decoro se desconectó. Igual que sus curvas me volvían loco, mis ángulos la volvían loca a ella, y yo estaba más que dispuesto a darle una prueba de aquel cuerpo que, desde hacía meses, era sólo suyo. Por mucho que se lo hubiera dado a probar a más chicas, mi placer tenía nombre y apellidos: Sabrae Malik. Sabrae Gugulethu Malik.
               La dejé en el suelo para poder desabrocharme la camisa yo mismo y disfrutar de cómo su mirada se oscurecía a marchas forzadas. Por su parte, ella se descalzó de dos puntapiés, y rápidamente su estatura menguó frente a mí. Me contempló desde abajo con absoluta adoración, como si yo fuera un dios y ella su sacerdotisa, y no al revés. Se mordió el labio, dio un paso hacia mí, se puso de puntillas y empezó a besarme con una urgencia que la delataba. Tenía la respiración acelerada, como cuando estaba encima de mí y tenía el absoluto control de nuestra sesión de sexo, y sus mejillas estaban encendidas. Me besaba con una desesperación que no era propia de ella, pero no era la que uno espera cuando está a punto de acostarse con su chica favorita en el mundo. Así que yo me ocupé de hacer que nuestros besos se tranquilizaran, resistiéndome a subir el ritmo cuando ella me presionaba para que lo hiciera, y acariciándola allí donde yo sabía que más le gustaba y la tranquilizaba.
               -¿Qué pasa?-pregunté en voz baja cuando dejó su boca a centímetros de la mía. Sus pestañas me acariciaban las mejillas.
               -Estoy un poco nerviosa-confesó, y yo sonreí.
               -¿Aún? Creía que había conseguido relajarte.
               -Sí, claro, pero… no sé…-se tapó los ojos con las manos y negó con la cabeza, superada por sus sentimientos. ¿Estábamos yendo demasiado rápido? Joder, le había dicho varias veces que tenía muchas ganas de follar por fin con ella. Que era un premio que yo había estado reservándome para el fin de semana. Puede que  eso le supusiera demasiada presión. No había sido justo con ella. ¿Qué podía hacer para que se sintiera a gusto?
               -Tranquila, que Jordan viene a grabarnos a las tres de la mañana, porque antes no podía-espeté, y ella se me quedó mirando-. Así que tenemos tiempo para ensayar.
               Sus ojos como platos estallaron con dos supernovas cuando se echó a reír, visiblemente más tranquila. Le cogí las manos y me la quedé mirando.
               -¿Mejor?
               -Sí. Es que… lo siento, me he dado cuenta de repente de lo que está pasando, y… es que, ahora que lo pienso, nunca había pasado más allá del vestíbulo de tu casa, y verme ahora desnuda en tu cama… no sé, es todo muy fuerte.
               -Aún no estás desnuda. ¿O tengo problemas de vista?-pregunté, y ella se volvió a reír.
               -Pero es inminente que esté desnuda en tu cama.
               -Es nuestra cama. Desde el momento en que pronuncié tu nombre.
               -Aún no lo has hecho.
               -Sí, Sabrae. ¿No me escuchaste? Lo jadeé cuando abrí la puerta y de vi allí plantada, con las cajas de pizza como lo que es: la palabra más preciosa del mundo, porque es la palabra por la que respondes.
               Sonrió.
               -También respondo por bombón-contestó, pegada a mi boca, tan bajo que pensé que lo había soñado, y me habría convencido a mí mismo de que así era de no ser por la sonrisa que le adornaba los labios. Retomamos nuestros besos, y yo la sentí más tranquila. Me cogió las manos y las colocó a mi espalda. A continuación, se ocupó de la cremallera de mis pantalones. Me desabrochó el botón, y tiró despacio de ellos hacia abajo, poniéndose de rodillas frente a mí.
               -Sabrae…
               -Déjame adorarte-me pidió, mirándome desde abajo. Lenta, muy lentamente, tiró de mis calzoncillos para tratar de liberar mi erección, pero yo la detuve.
               -No quiero empezar desde la casilla de salida. No tienes que devolverme nada.
               -Quiero hacerlo. Quiero que te vuelvas loco conmigo como yo lo hago contigo. Y quiero… quiero que ésta sea como nuestra primera vez. Lo disfruté como nunca. Quiero que sientas lo que yo sentí nuestra primera noche.
               -Había música-fue lo que se me ocurrió decirle, porque no debía permitir que se metiera mi polla en la boca, o me correría en ella. Lo tenía tan claro como que yo era un hombre o que el mundo era redondo. Se rió por lo bajo.
               -¿Y quieres que la ponga?
               Sabrae se tomó mi silencio como un sí. No sabía lo que quería, más allá de que estuviera cómoda y se lo pasara bien conmigo. No me apetecía mucho que me hiciera una mamada, la verdad; prefería la penetración a la vieja usanza, pero tampoco es que fuera a sufrir de lo lindo posponiendo un poco mi entrada en su sexo. 
                ¿Qué coño me pasaba? La quería a ella, en todas sus formas. Todo lo que ella quisiera darme estaría bien, fuera una migaja o ella al completo. Y, desde luego, su boca no era una migaja, ni mucho menos.
               -Hazme lo que quieras-me descubrí diciéndole, con los pantalones por los tobillos, mi dignidad más o menos a la misma altura, y mis calzoncillos como única prenda, que a duras penas conseguían ocultar mi erección. Sabrae se giró y me miró-. Pero quítate la ropa antes de hacerlo.
               Sonrió.
               -Te mereces la experiencia al completo, Al.
               Y, sin vacilar, cogió su móvil y abrió la aplicación de música. Dio varios toques en la pantalla y me miró con una sonrisa pícara cuando de los altavoces del equipo de música empezaron a sonar los primeros acordes de la canción que había elegido. Por un instante, creí que sería Let me, que para algo la habíamos bailado ya. Quizá, Jason Derulo.
               Pero, desde luego, nunca en mi vida me habría esperado que eligiera la artista por el que terminó decantándose. Aunque, pensándolo en frío, es lógico que eligiera a The Weeknd de entre toda la biblioteca musical de su teléfono: sabía que era mi cantante favorito.
               Lo que no sabía era que yo no tenía sexo con su música jamás, porque no quería que ninguna chica me empañara la experiencia de escuchar a Abel Tesfaye si, por la razón que fuera, terminaba a malas con ella.
               Con los acordes de Starboy, la canción que le daba el nombre al disco y también la habría, Sabrae caminó hacia mí, moviendo las caderas ligeramente, al ritmo de la música, y se llevó las manos a la parte baja del jersey. Lentamente, siguiendo el ritmo de la música y de la voz melosa del cantante, se levantó el jersey y lo dejó caer al suelo, revelando sus pechos desnudos y la curva de su cintura cuando ésta comenzaba a ensancharse en dirección a sus caderas, aún cubiertas por mis calzoncillos. Lenta, muy lentamente, hizo que sus manos le acariciaran el pecho, descendiendo desde sus hombros hasta sus caderas, pasando por sus pechos y su vientre, y entonces, empezó a tirar de los calzoncillos.
               Aproximadamente cuando empezaba el estribillo, Sabrae se levantaba, completamente desnuda frente a mí. Y yo me di cuenta de que me había privado de escuchar a The Weeknd mientras hacía cosas con chicas con muy buen criterio por mi parte: es imposible que no te enamores de cualquier chica con la que escuches sus canciones mientras  ella está desnuda. Le da a todo un cariz mágico, casi extrasensorial. Sabrae me parecía mil veces más hermosa precisamente por la música que la rodeaba.
               Me senté en el borde de la cama mientras la miraba.
               -Vuelvo a estar en tus manos-ronroneó cual gatita, acercándose a mí y poniendo una rodilla en el colchón, a mi lado. En esa postura, tenía las piernas abiertas, y yo podía oler el dulce aroma que acompañaba al maná de su sexo. Dios mío. Me daba vueltas la cabeza. Quería hacerle tantas cosas que no se me ocurría ninguna. Quería hacerle todo tipo de perversidades, cosas que harían sonrojar a los inventores del Kamasutra, cosas que nadie debería hacerle a otra persona, cosas que no deberían salir de las mentes más perturbadas… pero es que no me daba opción a pensar de forma coherente. Sólo quería poseerla de una forma salvaje, animal. Quería causarle tanto placer que jamás pudiera volver a ser la misma. Que se rindiera por completo a mí y a lo que podía hacer con su cuerpo, y le abriera una dimensión nueva de placer en la que ni siquiera yo había entrado-. ¿Qué quieres que haga ahora?
               Su boca estaba tan cerca de la mía que podía saborear su aliento. Quiero follarme tu boca. Quiero follarme tu cuerpo. Quiero follarte por todas partes, en todas las posturas, en todos los rincones de esta puñetera casa. Quiero que te pongas debajo y obligarte a correrte dos mil veces y quiero que te pongas encima y me montes como si estuviéramos a punto de morir los dos y ése fuera nuestro último deseo. Quiero que me arañes la espalda y tirarte del pelo y hacerte daño y que tú me lo hagas a mí y que eso nos encante y fundirnos en un solo cuerpo y que sea imposible separarnos y…
               -Quítate las trenzas.
               Sabrae sonrió, y pensé que no me obedecería, pero lo hizo de buena gana. Lentamente, disfrutando del proceso, se llevó las manos a las trenzas y las deshizo con cuidado. Sus rizos empezaron a enredarse en torno a su cara.
               Cuando hubo terminado con su pelo, se ocupó de mis calzoncillos. Tiró de ellos y consiguió bajármelos, los sacó de mis pies y los dejó lejos. Se relamió mientras miraba mi erección, ansiosa. Sus ojos negros eran dos pozos de lujuria en los que yo perdería mi alma. ¿Qué más me daba? Prefería arder en el infierno si era de ella, a vivir en mil paraísos que fueran de otras.
               Sabrae me acarició los muslos. Puede que fuera de inocente e inexperta, pero de eso no tenía un pelo. Sabía cómo ponerme como una moto y estaba más que dispuesta a aprovecharse de cada uno de sus atributos. Me miró a los ojos, y se inclinó ligeramente hacia mi miembro. Lo sujetó con una mano, mientras la otra se perdía entre sus piernas, y, tras orientar mi polla hacia su boca, me dio un beso en la punta y empezó a ocuparse de mí. Dejé escapar un gruñido de pura satisfacción cuando la lengua de Sabrae rodeó la punta y precedió a la presión de su garganta. Le puse una mano en la cabeza, dirigiéndola, y me pregunté cómo podía haber sido tan imbécil de no haberle pedido que me la chupara antes.
               Si no me había hecho ninguna paja había sido por puro egoísmo. Simple, y llanamente. Quería correrme con ella. Quería que viera el hombre al que había conquistado. Quería que me considerara un puto dios del sexo, que me llevara hasta mis límites y se maravillara con lo amplios que los tenía. Quería que se aprovechara de la experiencia que mil chicas antes que ella habían ido perfeccionando.
               Quería que fuera mi excepción a la regla, el punto de no retorno.
               Su boca castigaba mi polla como si estuviera enfadada contigo, pero sus gemidos y los movimientos involuntarios de su cadera, al compás de la mía, me hacían sospechar lo contrario. Me había echado hacia atrás y estaba dejando que mi cuerpo se rindiera a su control. De mi boca salían gemidos y jadeos inconexos que nos excitaban a los dos: a mí, porque tener una vía de escape significaba poder encenderme, y a ella, porque le encantaba escucharme. Su parte favorita del sexo en sitios públicos era cuando yo me inclinaba hacia su oído y le susurraba auténticas barbaridades mientras mi polla impactaba en su interior con la rabia de un bombardeo.
               Y lo estaba disfrutando. Lo notaba en su forma de intentar tragar, en lo acelerado de su respiración, que intentaba restringir a su nariz, pero le resultaba imposible. Pude abrir los ojos y quedarme sentado de nuevo con la espalda recta, y, con el corazón martilleándome en los oídos, mi cerebro me invitó a buscar una imagen que jamás olvidaría, y que me hizo desear que mis ojos tuvieran cámaras fotográficas.
               Porque, frente a nosotros, estaba el espejo de mi habitación. Así que podía ver perfectamente, en vivo y en directo, cómo Sabrae me la chupaba, la forma en que mi polla entraba y salía de su boca y su mano se encargaba de darme el placer que sus labios y su lengua no podían. Y, a la vez, si levantaba un poco la vista, podía verla con las rodillas ancladas a ambos lados de mi colchón, su cuerpo encorvado en mi dirección, y su sexo entreabierto y palpitante, al que le estaba prestando casi las mismas atenciones que a mí. Observé cómo se masturbaba sintiendo que mi erección crecía más y más, y cada vez que ella se metía los dedos, un gemido salía de su boca y un gruñido de la mía.
               Había terminado la canción. Ahora, estábamos con Party Monster. Y yo quería a mi propio monstruo, la única que podía darme una vida más envidiable que las de las estrellas del rock, cuyo mantra de sexo, drogas y rock n’ roll ya no me interesaba en absoluto, sólo para mí. Íntegramente mía. Angelina, lips like Angelina, like Selena, ass shaped like Selena.
               Sí, definitivamente las canciones de The Weeknd hablaban de Sabrae. Y yo era el único cabrón en el mundo que podía gozar de ella.
               La agarré del pelo y tiré de ella para separarla de mí. Sabrae me dedicó una mirada borracha, ida. No parecía ser ella del todo, y sin embargo, lo era más que nunca: libre de su ropa, de sus inhibiciones, abandonada a sus deseos más primarios.
               -Te he dicho-le recordé, con una voz oscura que hizo que se estremeciera de pies a cabeza-, que no quiero que te masturbes-alcancé la caja de condones, saqué uno de su interior, lo rasgué y la miré mientras lo extendía por toda la extensión de mi erección. Sabrae se relamió, y sonrió cuando tiré de ella para que se pusiera en pie y poder hacer que cayera de rodillas sobre la cama-, que tus orgasmos-la agarré de las caderas y la coloqué sobre la punta de mi miembro. Sabrae cerró los ojos, intentó hacer que me hundiera en ella, pero yo no se lo permití-… Sabrae-insté-. Mírame a los ojos.
               Sabrae los entreabrió a duras penas, y se llevó una mano a la entrepierna, pero yo fui más rápido y la agarré de la muñeca. Gimió, intentando liberarse de la presión de mis manos, pero yo era más fuerte que ella y podía manejarla como me placiera.
               -¿Qué te he dicho?
               -Alec, por favor…
               -Repítelo, nena. Demuéstrame que me prestas atención.
               -Alec…
               -Te refrescaré la memoria-me incorporé para quedar a su altura, y me pegué tanto a ella que su aliento quemaba en mi cara. Jamás había follado tan duro con ninguna chica como estaba a punto de hacerlo con ella-. Tus orgasmos me pertenecen. ¿De acuerdo?
               -Sí.
               -Sí, ¿qué?
               -Mis orgasmos…
               -¿Qué les pasa?-me tumbé de nuevo sobre el colchón y le coloque las manos sobre las caderas. Hundí mis dedos en su piel tanto que puede que le quedara marca, pero a ninguno de los dos nos importaba en ese momento.
               -Que te pertenecen.
               -Buena chica. Que no se te olvide.
               Y la penetré. Más bien, se la clavé, mientras los últimos acordes de Party Monster morían en los altavoces.
               -¡DIOS MÍO!-bramó Sabrae, y de mi garganta surgió una pregunta de si le había hecho daño… pero ésta no llegó a atravesar mis labios.
               Porque, en cuanto se acabó el jadeo que se había transformado en grito, su boca se curvó en una sonrisa, su espalda se arqueó, sus manos se apoyaron en el cristal de la claraboya, y empezó a empujarse contra mi erección.
               Empezó otra canción que, mezclada con sus gritos, sus jadeos y sus súplicas de “no pares, no pares, por favor, no pares”, me sonó a puta música celestial.
               Y decidí abandonarme a la deliciosa sensación que ella estar follándome a Sabrae como si ése fuera mi último día en la tierra, sin preocuparme de qué haría con The Weeknd si ella, algún día, me rompía el corazón.
              

Me encantaba cómo me estaba llenando. Le daba sentido a todos y cada uno de los rincones que me componían. Era demasiado grande, pero no me importaba. Me había hecho un poco de daño al principio, pero eso sólo había sido un aliciente. Me encantaba cómo se había abandonado así mismo y me había dejado a mí el control. No quería que me cuidara, esa noche no.
               No era mi Alec de siempre. No era el que se preocupaba de mirar por encima de mi hombro antes de cruzar la calle, por si llegaba un coche que no hubiera visto. Era el Alec que me  había hecho disfrutar del sexo oral por primera vez. El que me había bajado las bragas y me había descubierto que mis padres no eran una excepción, que el sexo realmente era lo mejor del mundo y que no había nadie en el mundo que lo practicara por inercia, sino porque era adictivo.
               Y me gustaba. Me gustaba el Alec que me decía cosas bonitas, pero también este Alec que era autoritario, que sabía lo que quería y lo cogía sin pedirlo prestado. Estaba descubriendo que quería que me dominaran, que una de las razones por las que tan bien me lo había pasado con él era porque no había hecho caso de mis miedos y me había hecho ver el potencial que tenía mi cuerpo.
               Tenía los ojos cerrados, la espalda ligeramente arqueada, sus caderas se movían al ritmo de las mías, y de su boca salían jadeos con forma de palabrotas.
               -Joder. Sabrae. Me cago en la puta. Así. Dios. Joder. Joder… Joooodeeeeerrrr…
               Me gustaba sentirme una reina del sexo con él, hacer que hubiera perdido sus miedos y que se mostrara como deseaba ser… porque yo sabía que, si tenía cuidado durante el sexo, en parte era porque no quería parecerse a su padre. Lo había descubierto esa misma semana, cuando me contó su historia. Por supuesto, él era bueno y no quería hacerle daño a nadie, pero que no terminara de soltarse en la cama conmigo se debía a que no quería despertar esos  demonios que creía que llevaba dentro.
               Y que ahora se estuviera abandonando a mí, confiando en que no me haría daño, me daba ganas de llorar… pero estaba demasiado ocupada jadeando y gimiendo como para abandonarme a mis lágrimas. No era momento de ponerse sentimentales, sino de disfrutar de lo físico, y, ¡vaya si lo estábamos disfrutando!
               Cogí sus manos y las puse sobre mis pechos, y aquello fue la invitación que él necesitaba. Empezó a manosearme, a masajearme, mientras notaba cómo su erección dentro de mí crecía, alcanzando niveles de dureza que no pensé que fueran posibles en el cuerpo humano (al menos, no en esa zona).
               Alec se tensó al completo y yo me regodeé. Sí. Sí. Sí. Iba a hacer que se corriera antes que yo. Eso era todo un hito.
               Sus manos volvieron a mis caderas y yo me incliné hacia él. Le lamí los labios, se los mordí, y me froté contra él como una gatita callejera a la que siempre le traen una lata de bonito, con la esperanza de que se la lleven a casa. Sus dedos se clavaron en mi piel y yo sentí que no podía tensarse más, así que le cogí la mandíbula y orienté su cara a la mía. Alec abrió los ojos y me miró a través de una bruma de placer que le impedía pensar en nada más que en lo gloriosa que era la presión que mi interior ejercía alrededor de su polla.
               -Abre los ojos. Quiero ver cómo te corres-le cité con voz oscura, y Alec me comió la boca como si no hubiera probado bocado en años. Volví a agarrarlo de la mandíbula y, sintiendo cómo se abandonaba al orgasmo, me separé de él lo justo y necesario para poder mirarle.
               No reconocí la canción que sonaba en los altavoces, pero poco me importó. Por mucho que aquella marcara un punto de inflexión en nuestra historia, la que siempre consideraría nuestra sería la que estaba sonando cuando nos besamos por primera vez: Breathing, de Jason Derulo.
               Alec jadeó debajo de mí, me acarició la mejilla y me apartó un mechón de pelo de la cara. Una sonrisa cansada le adornaba la boca.
               -¿Te ha gustado?
               -¿Nos hemos intercambiado los papeles?
               Asentí, y sonrió.
               -Ha sido… increíble.
               -Me alegro. ¿Qué tal el premio? ¿En qué posición has quedado?
               -El podio entero es para mí. Eres genial, Sabrae. Gracias-me dio un beso en la punta de la nariz y yo la arrugué.
               -El placer ha sido mío. De verdad. Me ha encantado verte perder el control conmigo. Deberías hacerlo más a menudo. He descubierto que me gusta que me tires del pelo mientras te la chupo para interrumpirme y poder follarme como es debido-sonreí, acurrucándome sobre su pecho. Su miembro aún estaba en mi interior.
               -¿Te he hecho daño?
               -Un poco, al entrar, pero nada insoportable. Es más… incluso me ha gustado. Que la tengas dura significa que lo estaba haciendo bien, ¿no?
               -De fábula-me acarició el pelo y me besó-. ¿Te has corrido? No lo he notado con tanto...
               Negué con la cabeza y le di de nuevo un beso en el pecho.
               -No es mi prioridad.
               -Pero sí la mía. Quiero que disfrutes-me puso una mano en la mandíbula y yo sonreí.
               -Ya lo he hecho. No podrías hacer nada que me gustara más que ver cómo pierdes toda la vergüenza en la cama estando conmigo.
               -Aun así… déjame compensártelo, ¿vale?
               -No seré yo quien regatee un orgasmo-alcé las manos-, pero… no con tu boca, por favor. Quiero besarla mientras me haces llegar.
                Asintió despacio con la cabeza, me rodeó con los brazos y se incorporó. Cuando pensé que lo haríamos sentados, me hizo tumbarme sobre mi espalda y se acomodó sobre mi cuerpo. Tenía la cabeza a pocos centímetros de los pies de la cama. Empezó a besarme mientras una de sus manos descendía por mi anatomía y estimulaba mi clítoris, como si necesitara humedecerme más aún. Su lengua se mezcló con la mía y todo el mundo desapareció: sólo existíamos nosotros dos, la unión de nuestros cuerpos, y la música de The Weeknd, que nos hacía de banda sonora.
               Miré el panel del equipo de música al que había conectado mi teléfono, deseando que quedaran aún suficientes canciones con las que seguir disfrutando. Me había sorprendido el aguante de Alec: a pesar de que yo me había esmerado en hacer que se corriera rápido, habíamos superado el ecuador del disco sin que él diera señales de cansancio. Eso sí, su orgasmo había sido intensísimo, así que, ¡punto para mí!
               Alec se detuvo, consciente de que algo extraño me pasaba. Frunció el ceño, siguió la dirección de mi mirada, y contuvo el aliento cuando vio qué era el objeto de mis atenciones.
               -¿Quieres que pare la música?-preguntó, y yo me mordí el labio, pero negué con la cabeza. Le acaricié la parte baja de la espalda, y puede, y sólo puede, que me deleitara en sus nalgas más de la cuenta.
               -No quiero que salgas de mí.
               Asintió despacio con la cabeza, mordiéndose el labio, y se inclinó de nuevo para darme otro beso. Y otro más. Y otro más. Descendió por mi cuello y me besó las clavículas, y yo me eché a reír, pero noté que no se animaba a embestirme todavía.
               -¿Al? Te adoro, y adoro tus besos, pero no creo que seas capaz de hacer que tenga un orgasmo si no le das un poco de atención a…-chasqueé la lengua, señalando el punto de nuestra unión, y él sacudió la cabeza.
               -Perdona, bombón. Es que… no me había dado cuenta. Estaba como en trance, ¿sabes?
               -¿A qué te refieres?
               -A la música. No me acordaba de que estaba sonando.
               -¿Y qué tiene que ver con el sexo? The Weeknd te gusta, ¿no?
               -Sí, sí-se pasó una mano por el pelo y asintió con la cabeza-. Es mi cantante favorito.
               -Tienes buen gusto.
               -Es que… es la primera vez que follo con The Weeknd.
               Me quedé a cuadros. ¿Qué? Eso era imposible. La música de The Weeknd era el himno oficial del sexo, lo decía la ONU. ¿Cómo no iba él, Alec Whitelaw, el Fuckboy Original, a no haber echado nunca un polvo con música de The Weeknd de fondo? Vale que yo no lo había hecho nunca, pero mis compañeros sexuales habían sido todos regulares, tirando a malos, con excepción de él, así que mi experiencia era tan poca que ni siquiera se me aplicaba aún la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de Placer Sexual.
                -¿Cómo?
               -Bueno, en realidad, nunca he hecho nada con The Weeknd sonando. Ni follar, ni practicar sexo oral o que me lo practiquen, o… enrollarme con nadie. Aunque sí lo hice contigo, ¿no? Tú eres mi excepción a la regla.
               -Pero si su música… está en todas las listas de reproducción de sexo de Spotify.
               -Lo sé. Si lo he evitado, ha sido de forma deliberada, créeme.
               -¿Por qué?
               Se encogió de hombros y se incorporó hasta quedar sentado. Salió de mí, pero yo no me vi con derecho a protestar. Se estaba abriendo para mí, y lo único que yo debía hacer era respetarlo. Eso era todo.
               -Su música… es importante para mí. No sé. Va más allá de que no hay cantante que suene mejor que él. No te ofendas-sonrió, y yo negué con la cabeza.
               -Para nada. Papá tiene sus días.
               -Pero el caso es que… siento que conecta conmigo. Me encanta, y me siento identificado en sus letras, en cómo habla de sexo y cómo habla de amor y de fiestas y de… supongo que hay mucho romanticismo en sus canciones, y yo no sabía que era un romántico hasta que te conocí-su sonrisa se volvió la de un niño inocente, y yo me incliné para darle un beso en la mejilla-. Así que no quería poner en peligro eso sólo por mejorar un polvo con cualquier chica. No me parecía justo para mí. Imagínate que pongo su música mientras estoy con una chica, y luego, por lo que sea, acabamos mal. Y después, cada vez que escuche sus discos, no podré evitar acordarme de ella. Aunque probablemente no tuviera ningún impacto en mi vida. Pero… no sé. No quería “contaminarla”.
               -Si quieres, puedo pararla-ofrecí, y él me miró-. Nos hemos vuelto locos, pero no tenemos por qué relacionarlo con la música. Es más, yo ni le estaba prestando atención. Sólo me he acordado de que sonaba ahora, cuando hemos dejado de hacer ruido. A mí me sirve cualquier otro cantante. O incluso el silencio. Lo único que quiero es estar contigo.
               -No, no. Quiero saber qué le gusta a todo el mundo de esto-decidió-. Y sólo deseo descubrirlo contigo-me miró a los ojos con una intensidad que desnudó mi alma, la sacó de mi cuerpo y la hizo flotar entre nosotros-. Además... creo que, parte de lo que ha pasado, ha sido a raíz de la música. Starboy empieza muy fuerte. Supongo que por eso me he desatado tanto.
               -A mí me ha encantado que te desates.
                -Y siempre me voy a acordar de este polvo. Y aún no lo hemos terminado-sonrió, cansado, y yo le devolví la sonrisa.
               -Pues hagamos que sea memorable.
               -Todos los polvos son memorables si son contigo, bombón.
               Sonreí, me acerqué a él, busqué su mano y la entrelacé con la mía, y me tumbé de nuevo en el colchón. Esperé a que él se abriera hueco entre mis piernas y me acariciara para asegurarse de que todo estaba en orden en mi sexo. Puso las rodillas entre las mías y las separó con cuidado mientras su boca se fundía con la mía. Me acarició los pechos y subió por mi piel hasta mi boca, que le dio un beso a la yema de sus dedos. Se introdujo lentamente en mí y continuó besándome un rato, mientras otra canción más lenta que las primeras llenaba la habitación.
               Y no me embistió.
               No hizo nada. Se quedó allí, besándome, esperando a que yo tomara la iniciativa, así que empecé a moverme. Él se quedó quieto, e incluso se puso un poco rígido, lo que hizo que me detuviera.
               -¿Estás seguro de esto? No tienes que convertirme en tu excepción a la regla. Para mí esta noche ya significa muchísimo sin que tengamos que empujar tus límites.
               Negó con la cabeza, bajando la mirada con vergüenza.
               -Quiero hacerlo, Saab. Es sólo que... ahora lo entiendo. El miedo que me tienes. Estoy empezando a tenértelo yo a ti.
               Sus ojos de chocolate transmitían mucho dolor, un dolor que él no quería que ensuciara esta noche perfecta.
               -No te tengo miedo. No te he dicho que no, a secas. Es sólo “aún no”. Hay mucha diferencia.
               -Lo sé…
               -Lo que me da miedo es nuestro futuro. Pero ahora estamos en nuestro presente, y tú me dijiste que me concentrara en el presente, ¿no? Hazlo tú también. Haz caso de tus propios consejos. Son muy buenos-le di un beso en los labios-. Y no me tengas miedo, Alec-cogí su rostro entre mis manos y le hice mirarme-. No voy a hacerte daño. No voy a hacer que lamentes haber hecho esto conmigo.
               -Es que… siento que no podría recuperarme de esto si algún día nos pasara algo.
               -No nos va a pasar nada.
               -Siento que estamos pasando un punto de no retorno al que yo no sobreviviré si tengo que tratar de volver.
               -Yo creo que hemos pasado muchos. Éste no es tan diferente de los demás. Es más, diría que es el segundo más bonito. Nuestras vidas no iban a ser iguales de todas formas, así que, ¿por qué no disfrutar?
               -¿Cuál es el primero?
               Sonreí.
               -El momento en que me di cuenta de que estaba enamorada de ti.
               Alec se me quedó mirando un instante, asegurándose de que no estaba de coña… y, cuando procesó esa información, su boca también se torció en una preciosa sonrisa.
               Me dio un beso en el cuello y me susurró al oído:
               -Te quiero.
               Por toda respuesta, me abracé a él y le devolví el beso.
               -Aún hay cosas que quiero decirte, así que… me reservaré mi respuesta para cuando la noche esté un poco más avanzada, ¿te parece? Por ejemplo… cuando termines de hacerme el amor.
               Alec sonrió, asintió con la cabeza, y comenzó a besarme. Ya no había dudas en sus labios, ni en su forma de acariciarme, ni tampoco el nerviosismo le erizaba la piel. Era yo la que conseguía que se pusiera nervioso, en lugar de lo trascendental de lo que estábamos haciendo. Empezó a moverse dentro de mí suavemente, colmándome como no lo había hecho ningún otro y poseyéndome como sólo él podía, y sentí que una intensa emoción me embargaba cuando empezamos a dejar espacio entre nuestros besos. Me daba un piquito, y se incorporaba un poco para mirarme a los ojos.
               -Eres preciosa-me decía.
               -Tú sí que eres precioso-replicaba yo, acariciándole la cara y volviendo a besarle, porque era el único punto de conexión que tenía con su alma. Su aliento eran sus pedacitos de alma saliendo al exterior y volviendo a entrar, y cada vez que se lo robaba, sentía que nos mezclábamos de una forma indisoluble. Ni siquiera nosotros podríamos volver a recuperar nuestra esencia pura: Alec siempre tendría un poco de mí con él, y yo siempre tendría un poco de él conmigo. Y todo porque había decidido que su amor por mí era mayor que el que sentía por la música de The Weeknd.
               En cierto sentido, me sentía como papá, que le dedicaba su arte a otra persona que no era él: mi madre. Ella podría irse un día y hacer que su música doliera cada vez que sonaba en la radio, que componer fuera un proceso de un hurgar constante en heridas que no dejaban de supurar, y aun así, él seguía dedicándosela. Porque no tenía sentido componer si no era pensando en ella, no tenía sentido grabar canciones que luego no pudiera cantarle a ella, y no tenía sentido ganar premios que no pudiera dedicarle a ella. Así era como yo me sentía, como si Alec me estuviera convirtiendo en su Sherezade personal. Y eso me encantaba, porque papá había cambiado toda su vida por ella, la había hecho mil veces mejor… y yo quería hacer la vida de Alec mil veces mejor. Quería darle consejos y pedirle a él los suyos, escuchar todo lo que tuviera que decirle y contarle cosas que yo no sabía contar, abrazarlo en los días de frío y compartir con él un helado en los días de calor. Quería que fuera él quien me completara, si es que necesitaba que me completaran.
               Le llegó el turno a I feel it coming, y a mí me sorprendió descubrir que estábamos a punto de terminar el disco. Como no se me ocurría una manera mejor de acabar, empujé suavemente a Alec para que me dejara ponerme encima y, mirándolo a los ojos, empecé a moverme en círculos, aprovechando un ángulo nuevo que había descubierto en medio de la euforia del polvo anterior, mucho más salvaje y alocado. Al ir más despacio, además, podía disfrutar de frotarme contra él y hacer que a mi cuerpo lo recorrieran oleadas de placer que se veían incrementadas por la presión que sentía en mi interior. Froté mi clítoris contra su pelvis, hundiendo las uñas en su pecho y cerrando los ojos, embistiéndolo despacio desde abajo, y…
               … Alec se dejó caer, como muerto, sobre el colchón. Se tapó los ojos con el antebrazo y empezó a respirar entre jadeos.
               -Para. Para, para, para, paraparaparapara…-gruñó, y yo me quedé quieta.
               -¿Qué pasa? ¿Te estoy haciendo daño?
               -No-volvió a gruñir-. No, por dios, esto es absolutamente genial. Es que… joder, Sabrae-bufó, dejando caer el brazo que le tapaba los ojos a su costado-. Dios mío. Dios mío. Eres una diosa. No puedo creerlo.
               -¿Te gusta así?-me reí, volviendo a moverme de nuevo, y él volvió a emitir un sonoro gruñido que le nació en el interior de la garganta.
               -¿Qué si me…? Nena, tienes que cambiar de posición, porque como sigas follándome de esta manera no voy a durar ni veinte segundos. Y quiero durar mucho para ti.
               -Dura poco, mi amor-le besé la mejilla y seguí con mi lento baile encima de él, alrededor de él-. Piensa un poco en ti, por una vez. Además… aún te debo muchos orgasmos-me apoyé en sus hombros y seguí botando suavemente sobre él. Ya no tenía la misma postura, pero eso poco importaba. Le sentía tan cerca que le habría bastado cualquier cosa.
               -Oh, sí, nena… por Dios, así-asintió, cerrando los ojos y sujetándome por los muslos-. Joder, no puedo creerme que, en nuestro primer polvo en mi casa, vayas a hacer que me corra dos veces antes que tú. No puedo creer que vaya a ser así.
               -¿Así de delicioso, quieres decir?-pregunté, dándole un lento y húmedo beso en los labios.
               -Quiero… durar… para… ti-jadeó.
               -Oh, Al. Por muy cuqui que suene eso, no me importa que duremos mucho mientras…-empezó a masajearme el clítoris y yo me detuve un instante, para seguir a continuación los movimientos de su dedo. Ahora, quien sonreía y llevaba la voz cantante era él-. Mm… disfrute… Oh. Disfrutemos-conseguí articular, mordiéndome el labio-, como lo estamos haciendo.
               -Tenemos que encontrar la manera de hacer esto durante días-comentó, besándome los pechos, y yo asentí con la cabeza. Sonaba genial eso de tenerlo dentro un día entero, dos, tres. No quería salir de la cama, no quería tener ninguna necesidad más allá de la de estar enredada en torno a él. Nada de comer, beber, ni ir al baño. Solos él, yo, y ese instinto animal que nos incitaba a estar juntos y a no separarnos bajo ningún concepto, haciendo que nuestra noche se plegara en el tiempo y se convirtiera en mil más.
               -Sí, por favor-le pedí, cerrando los ojos y dejándome llevar por la marea que empezaba a mojarme los pies, y que pronto me arrastraría. Aunque tendríamos que separarnos tarde o temprano, en ese instante tenía la certeza de que acabaríamos con el marcador de orgasmos, escandalosamente inclinado a mi favor, un poco más equilibrado.
               Y con eso me bastaba.



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1 comentario:

  1. DIOOOOOS, HE ENCANTADO EL PUTO CAPÍTULO DE ARRIBA ABAJO. Yo te juro que no puedo con lo enamorado de que está Alec de Sabrae, es que cada vez que la describe o habla de ella o así es que chillo muchísimo y me explota una sonrisa en la cara. No puede ser más jodidamente bonito. El momento de The Weekend me ha parecido maravilloso, ha sido un punto y aparte en su relación yo creo. Se nota que a partir de ahora todo va a ser para ellos como ir en una montaña rusa cuesta abajo. El momento caballito me ha parecido tan jodidamente adorable y gracioso, es que son el uno para el otro y la frase de “Prefería arder en el infierno si era de ella, a vivir en mil paraísos que fueran de otras.” ME HAS JODIDAMENTE MATADO Y ENTERRADO DE VERDAD. Maravilloso ha sido, deseando estoy seguir leyendo como continua la noche.

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