domingo, 29 de septiembre de 2019

La cueva de las maravillas.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Entré en su habitación aguantando la respiración, como haces cuando visitas por primera vez un monumento que has visto miles de veces en las películas. Con la misma anticipación que encontrándome por primera vez bajo la Torre Eiffel, entré en la habitación de Alec, con un paso ligeramente vacilante que delataba lo importante que consideraba ese momento para mí.
               En cierto sentido, era un santuario. Atravesar la puerta de su habitación y entrar en uno de los pocos rincones en los que podía ser él mismo, sin tener que cubrirse con ninguna máscara ni levantar ninguna barrera, era un momento especial que yo sabía que no se repetiría. Y saber que me ofrecía un vistazo a su alma, los últimos rincones íntimos a los que yo no había podido acceder, despertaba algo en mi interior que deseé que jamás se durmiera de nuevo.
               Por eso entré conteniendo la respiración, saboreando el momento… y, cuando inhalé, no pude evitar sonreír. Por supuesto, su habitación emitía el mismo aroma a lavanda que impregnaba su olor de forma tan sutil que era difícil identificarlo, y por la misma razón, eliminarlo. Daba igual que Alec cambiara de colonia, que acabara de salir de la ducha o que estuviera en el gimnasio: su presencia siempre evocaba ese olor a campo de lavandas que podía transportarse a la campiña con sólo cerrar los ojos y concentrarte.
               Ese olor hacía que le conociera un poco mejor: por fin podía saber de dónde venían esos toques que él no podía disimular ni aunque quisiera, de dónde sacaban sus abrazos esa esencia floral tan impropia de alguien como él, de quien esperabas que oliera más bien a sexo, drogas y rock n’ roll que a una flor de pétalos pequeños y crecimiento en comuna. Su habitación olía a limpio, pero no el limpio propio de la esterilización de un hospital, ni el limpio apresurado de un hotel en el que se fumiga todo con un ambientador agradable pero impersonal: olía al limpio de hogar, el mismo que te incita a saltar sobre tu cama y hundir la cara en ella cuando le has puesto sábanas limpias, el mismo que te hace descansar y relajarte después de un duro día de instituto, batallando con el mundo exterior y también con el interior.
               Miré a mi alrededor, intentando no pensar en la tensión que manaba de Alec, que estaba tan cerca de mí que podía sentir su calor corporal como si fuera unas brasas que se iban apagando poco a poco. La habitación era cuadrada, pero más grande de lo que esperaba; lo poco que había visto de ella en la infinidad de videomensajes que Alec me había enviado no le hacía justicia a su tamaño. No pude evitar sonreír al pensar en esa palabra, “tamaño”. Claramente, era una de las palabras que usaría si me obligaran a definirlo en el espacio que ocupa un tweet. Él era alto, fuerte, estaba bien dotado, y además su habitación era grande. Todo tenía su consonancia.
               Las paredes estaban pintadas de un blanco muy cuidado que me hizo sospechar que le habían dado una nueva capa recientemente (¿en verano, quizá?), y noté cómo se me encendían las mejillas al imaginarme a Alec ocupándose de su habitación, cubriendo sus muebles con sábanas y pasando rodillos empapados de pintura blanca por las paredes y el techo, haciendo que unas gotitas blancas se le cayeran encima, salpicando sus vaqueros de talle bajo, en el que se verían las líneas de sus caderas, y los músculos bronceados por el sol que su camiseta de tirantes dejaría ver (o, ¿por qué no?, podría pintar sin camiseta, mmm… me gustaría verlo) de pequeñas estrellas de distintos tamaños y densidades, pero todas del mismo tono níveo.
               Y, en contraposición, los muebles eran negros o grises, como yo ya sabía por lo poco que había visto de su habitación en los videomensajes. El armario, el escritorio, una cómoda, una caja al lado de una cómoda que yo no sabía muy bien qué era, la pequeña pera de boxeo que colgaba de una esquina…
               … incluso la cama.
               Pero no quería mirarla todavía, o lo empujaría encima.
               Cada segundo que pasaba conmigo en silencio, plantada en la puerta de su habitación, ponía a mi chico más y más nervioso. Recordé cómo me había sentido yo cuando entró en la mía, las ganas de que abriera la boca y lo mucho que se regodeó en hacerme sufrir. A cada instante que pasaba yo encontraba un nuevo defecto en mi habitación, que ni siquiera había podido preparar decentemente, y ahora las tornas estaban cambiadas y era él el examinado y no yo.
               Me apetecía hacérselo pasar un poco mal, porque Alec era muy bueno devolviéndomelas. Sabía vengarse de mí como nadie que yo conociera podía hacerlo, y esas venganzas nunca eran frías, al contrario de lo que decían, ni tampoco silenciosas.
               Así que, con la mala intención de hacer que Alec sufriera un poco, di un par de pasos para introducirme en su habitación, miré en derredor y extendí ligeramente los dedos cuando giré sobre mí misma, estudiándolo todo.
               -Vaya-observé, divertida, y escuché en mi voz un timbre travieso que no pretendía aportarle, pero que esperaba que él no pasara por alto-. ¿Has hecho limpieza?-pregunté, alzando una ceja y clavando los ojos directamente en él, que se apoyó en el marco de la puerta, cruzó los pies y los brazos y respondió con una ceja arqueada, en tono casual:
               -No.

               Pero la sonrisa que intentó disimular, propia del niño al que pillan en plena travesura, me indicó lo contrario. Y la forma en que miró a Trufas cuando el conejo entró casi derrapando en la habitación y se dirigió a una esquina, en la que había colocado un cojín de su mismo tono café, no me dejó ninguna duda. Era la mirada propia de un artista que muestra su obra a ojos del mundo por primera vez. Sonreí, recordando las palabras de Annie, intercambiadas con su hijo pero dirigidas a mí: “¡Por eso estabas tan hiperactivo! Se levantó antes que el sol, y se ha pasado todo el día limpiando”.
               -Juraría que tenías un par de camisetas por aquí tiradas-señalé el suelo de la habitación mientras caminaba sobre la alfombra oscura, colocándome en el centro- en el último videomensaje.
               -Telegram me va un poco mal a veces-explicó, pasándose una mano por el pelo y entrando en su habitación con cierta inseguridad. No parecía incómodo, pero tampoco derrochaba confianza en sí mismo como sí lo hacía cuando estábamos solos en cualquier otro lugar. Sabía que en otros lugares, yo no tenía ningunas expectativas, que su presencia bastaba para hacerlos geniales, pero su habitación era diferente. Esperaba considerarla un segundo hogar, un segundo santuario, otro espacio donde ser yo misma igual que lo hacía en la mía. De la misma forma que yo esperaba que mi habitación se convirtiera en la suya hacía exactamente una semana, ahora Alec deseaba que la suya se volviera mía.
                Nuestras.
               Lo primero que compartiríamos.
               -Sí, será eso-me burlé. Se colocó a mi lado y me puso una mano en la cintura, haciendo que me girara de nuevo para encontrarme con su mirada. Llevó dos dedos a mi mentón, y me hizo alzar la barbilla.
               -¿Te gusta?
               Asentí despacio con la cabeza. Tenía la boca seca y me sentía en sus redes. Puede que yo tuviera la sartén por el mango, pero él era el chef. Me estaba hechizando como sólo él sabía, como ninguna otra persona me había hechizado jamás. ¿A qué venía esa pregunta? ¿Acaso había otra respuesta posible que no fuera “sí”? Incluso si viviera en una fría y húmeda cueva, su habitación seguiría gustándome por el hecho de ser suya.
               Yo no iba a poder jugar a ese juego. Había perdido la partida nada más empezar.
               Alec se inclinó hacia mí, tan despacio que a mi corazón le dio tiempo a desbocarse. Sus labios rozaron despacio los míos, y yo entreabrí la boca. Su lengua se paseó por el contorno de mis labios mientras yo luchaba por respirar, y una voz en mi cabeza me gritaba que aquella era una ocasión especial. Él se había hecho con mi habitación, y yo podía hacerme con la suya. Eres curiosa, eres curiosa. Explora, explora, me instaba la voz.
               Así que yo me incliné ligeramente a un lado y, tras un piquito a modo de disculpa, despedida y promesa todo a la vez, le acaricié la mejilla.
               -¿Puedo explorar?
               Alec respiró mi aliento un par de segundos, como haciéndose con las fuerzas suficientes para poner distancia entre nosotros. Asintió con la cabeza, acariciando mi nariz con la suya.
               -No tienes ni que pedirlo, bombón. Estás en tu casa.
               -¿Me lo pones por escrito?-le pedí, riéndome, rebajando un poco la trascendencia del momento. Me había encantado lo poco que había descubierto de su casa: las escaleras gemelas en C que ascendían al piso superior que ya conocía; su amplio salón con ventanales tanto por delante como por detrás, en el que un sofá en forma de U se asentaba frente a una televisión más grande que yo; el vestíbulo de suelos de mármol blanco y gris, como imitando el palacio de un emperador romano; la cocina con muebles de mármol negro… se notaba que su casa la había hecho un arquitecto, y qué gusto tenía ese arquitecto. Supongo que Dylan había diseñado el hogar que quería darle a su familia antes incluso de conseguir a su familia… y eso sin saberlo.
               -Lo digo en serio, Saab. No hay nada que más desee que consideres esto tu casa-hizo un gesto con la mano abarcando la habitación, y luego, se mordió el labio y añadió-: bueno, sí. Hay una cosa…
               Sonrió, sentándose en la cama (no la mires, Sabrae, no mires aún la cama), y yo pregunté con inocencia:
               -¿Qué cosa?
               -A ti-respondió con ese tono de voz tan suyo que hacía que supiera que me desviviría por él si me lo pedía así. Era el mismo tono de voz con el que me había dicho que le mirara a los ojos mientras me penetraba por primera vez, en el sofá de la discoteca de Jordan, cuando no sabía lo importante que iba a ser para mí, lo especial, lo grande…
               ¡Sabrae! Basta ya.
               -Qué oportunidad más buena de decir “ser multimillonario” acabas de desperdiciar.
               -¿Qué más me dará el dinero? Tengo todo lo que necesito justo delante de mí-sonrió, y se inclinó ligeramente hacia atrás, apoyándose en el colchón, con las manos extendidas-. Aunque le sobran un par de cosas…
               -Qué elegante, Alec. Llamándome “gorda” cuando ni siquiera has tenido la decencia de hacer que me corra ni una sola vez.
               -Precisamente lo que te sobra es lo que hace que no haya podido hacer que te corrieras aún-respondió, una sonrisa oscura bailando en su boca.
                -¿Es que no estoy guapa?-pregunté, tomando una trenza entre mis manos y jugueteando con ella. Puse ojitos y disfruté de lo lindo cuando los ojos de Alec se oscurecieron. No era para menos: había venido a matar esa noche. Me había pasado gran parte de la mañana eligiendo cuidadosamente los productos con los que me acicalaría, desde el delineador de ojos hasta las sales de baño. Había dedicado más de quince minutos a elegir el conjunto que me pondría; no sabía si apostar por un vestido de cuero lila que había comprado en una tarde de compras con las chicas, o los pantalones de cuero negros y la blusa ceñida en el pecho de color granate que llevaba ahora. El vestido me quedaba genial; se ajustaba a mis curvas como una segunda piel, pero no me apretaba en absoluto, y la tira gruesa que se abría en el cuello como si fuera una correa para sujetármelo en su sitio conseguía que no me preocupara de tener que estar subiéndolo a cada rato. No tenía hombros, y me apetecía presumir de hombros y espalda, pero… ¡problema! Tendría que coger un sujetador palabra de honor, y no tenía ninguno mono.
               Además… Diana no me había asesorado sobre lencería de Victoria’s Secret, ni me había acompañado a comprar un conjunto de encaje del mismo tono lila, para que yo me decantara por un sujetador y un tanga negros, sin más.
               Así que la solución, aunque dura, era obvia: hola, pantalones y blusa, adiós, vestido de ensueño. Ya lo llevaría cuando fuéramos un día al cine.
               Y eso no era todo: la verdad era que el vestido no habría dejado con la boca abierta a Alec como lo había hecho mi conjunto actual. No era tan sexy. Le habría hecho pensar cosas sucias, sí, pero yo quería que pensara verdaderas barbaridades, que era lo que se le estaba pasando por la cabeza viendo mis botas negras de plataforma, mis pantalones de cuero negros, mi crop top que dejaba una tira de carne al aire, y ese colgante que yo me había puesto por el mero hecho de que no me bastaba con mi escote de vértigo: tenía que haber algo más que atrajera la atención de Alec.
               Todo ello, por supuesto, conjuntado con un pintalabios cereza que hacía que mis dientes pudieran hacer las veces de luz de las pistas de aterrizaje de Heathrow, un eyeliner más afilado que un cuchillo, una de mis bandanas de la suerte, y mis trenzas de boxeadora. No había venido a jugar; había ido a ganar, e incluso mi peinado era una declaración de intenciones.
               Había tenido que pedirle a mamá que me hiciera ella las trenzas: por mucho que yo tuviera más práctica y fuera más rápida, quería precisión por encima de velocidad, y ella era mejor que yo en eso. Se le daba de maravilla: había aprovechado cada minuto de los tutoriales de Youtube de cómo peinar a niñas negras que se había estudiado más que sus juicios cuando yo era una niña. Yo sería musulmana en una casa de ascendencia pakistaní, pero tenía una cultura y una identidad propias de la que mamá no pensaba apartarme. Ella sería siempre mi peluquera de confianza cuando tuviera que estar perfecta, y aunque sabía que Alec se quejaría de que no llevara el pelo suelto, en el fondo yo sabía que mis trenzas le gustaban tanto o más. Y, si se portaba bien, quizá incluso nos fueran más útiles que mi melena de leona libre como el viento.
               Mamá estaba viendo Criadas y señoras, llorando como una magdalena como siempre que veía esa película, cuando yo la abordé. Me detuve en seco al ver de qué película se trataba mientras ella se sonaba los mocos apresuradamente, me senté a su lado y le cogí la mano.
               -¿Querías algo, cariño?
               -Que me hicieras trenzas. Pero puedo esperar.
               -No, no. No hace falta. Ya estás duchada, ¿verdad? Hueles a manteca corporal. No quiero que vayas luego aprisa y corriendo por mi culpa-susurró, haciendo que me sentara en el suelo entre sus piernas  y rescatando el peine que le había traído para facilitarle la tarea-. Además, me sé la película de memoria.
               Sonreí y le di un beso en la rodilla.
               -No entiendo por qué siempre ves la parte del aborto. Es horrible.
               -Porque es la parte más humana-respondió mamá, y yo sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas. Scott había sido un milagro que mamá no se esperaba: desde los 15 años, le habían dicho que era estéril, así que su sueño de la infancia de ser madre se había visto truncado cuando era un año mayor que yo. Mamá era huérfana, y le dolía no poder experimentar de ninguna manera la maternidad: ni como madre, ni como hija. Por eso, cuando se quedó embarazada de mi hermano, a pesar de que era la peor época de su vida para ser madre porque estaba en la universidad, y de un hombre con el que sólo había compartido una noche, decidió tenerlo. No iban a quitarle ese regalo ni sus circunstancias ni el hombre con el que el destino se había olvidado de su maldición.
               Cuando nació Scott, por un momento se le olvidó todo lo que le habían dicho. Hasta que Tommy pasó de hijo único a hermano mayor, y mi hermano no quiso ser menos. Lloraba y suplicaba y prometía que se portaría bien, que sería un gran hermano mayor, que cuidaría del bebé mejor de lo que Tommy cuidaba a Eleanor (lo cual ya era decir mucho), y mamá se sentía horrible por no poder cumplir con los sueños de mi hermano.
               Hasta que el destino volvió a olvidarse de ella. Se quedó embarazada una segunda vez.
               Pero no tuvo la suerte de pasar desapercibida durante nueve meses de nuevo, y perdió al bebé.
               -Pero me alegro de que pasara eso. De todo lo malo sale algo bueno, pequeña.
               -¿El qué?-pregunté con un hilo de voz. No solíamos hablar del aborto que había tenido mamá. Por supuesto, todos en casa lo sabíamos, pero no era un plato de buen gusto para nadie. Mamá sufría cada vez que había una manifestación feminista defendiendo el aborto y alguien se lo traía a colación, porque ser madre soltera del hijo de Zayn Malik no es lo mismo que ser la madre que perdió al segundo hijo de Zayn Malik, y la prensa se interesa por ti de un modo muy diferente. Ella se hacía la fuerte, respondía que los bebés debían “ser deseados, o no ser”, y sonreía con fortaleza a aquellos que querían hundirla. No les daba la satisfacción de ver que le habían hecho daño. Eso se lo guardaba para cuando llegaba a casa, y el hombre que había obrado el milagro estaba allí, esperándola para abrazarla y decirle que no pasaba nada.
               Que todo había sido una horrible casualidad, otro capricho del destino… igual que el diagnóstico que le habían dado erróneamente siendo una adolescente.
               -Porque, si no hubiera pasado, no te tendríamos a ti-respondió, besándome la cabeza-. Y eres más valiosa y te quiero más de lo que nunca podría querer a un bebé al que nunca le puse nombre.
               Me giré con los ojos húmedos. Tampoco hablábamos mucho de mi adopción. No porque fuera un tema tabú, sino porque no querían recordarme que yo era diferente a mis hermanos. Yo había sido un capricho del destino diferente a ellos. Pero, también, me habían elegido, cosa que no les había pasado ni a Scott, ni a Shasha ni a Duna.
               No estaba triste. Sólo me sobrepasaba aquella repentina sensación de ser afortunada. Me habían regalado una familia que me adoraba y que ni siquiera me estaba buscando cuando me encontró, pero de la que me enamoré y a la que conseguí enamorar con sólo una mirada.
               Y ahora, además, tenía a un chico que bebía los vientos por mí, por el que yo bebía los vientos, del que me había enamorado y que me correspondía.
               Supongo que hay pocos sitios en los que puedes sentirte tan feliz como sentada entre las piernas de tu madre, mientras ella te hace trenzas, antes de irte a pasar la noche en casa de tu novio en funciones.
               -Te quiero muchísimo, mami.
               -Yo también. Y ahora, mira hacia delante. No puedo hacerte unas trenzas en condiciones si me estás mirando con esos ojazos-chasqueó la lengua mientras me dividía el pelo en dos-. Me pregunto por qué siempre te empeñas en llevar el pelo recogido, con lo preciosa que tienes la melena…
               -Es más cómodo.
               -Si quieres comodidad, córtatelo.
               -Me gusta mi melena.
               Mamá chasqueó la lengua.
               -Y a él también, ¿no?-se rió, y yo sonreí.
               -Sí. Más suelto que atado.
               -¿Y por qué lo llevas así?
               -Porque no se puede tener todo en esta vida, mamá.
               -Pues yo lo tengo-respondió, dándome otro beso, esta vez en la raya en zigzag que dividía al pelo en dos.
               Alec boqueó, mirándome de arriba abajo. Me encantaba que, a pesar de que había visto desnudas a las chicas más alucinantes de Londres, su reacción cuando yo me ponía guapa para él siempre fuera la misma: de estupefacción. No hay nada que te haga sentir más valorado que sentir que alguien que conoce todo el mundo te considera su lugar preferido, saber que eres su debilidad.
               -Estás…-carraspeó, en busca de aire. Sus ojos se redondearon un poco cuando yo me giré un poco para ponerme frente a él, haciendo que su atención pasara de la curva de mi culo a la de mis pechos. No estaba jugando limpio, lo sabía, pero, ¿acaso no éramos los dos unos tramposos?
               ¿Y no es siempre más divertido jugar cuando no hay reglas?
               -Buf-fue todo lo que pudo salir de su boca, en un bufido que me gustó más que si hubiera vomitado todos los sinónimos de “preciosa” que contenía el diccionario. Eso era, precisamente, lo que yo quería: dejarlo sin palabras. Me eché a reír.
               -Estar buf, ¿es bueno?-pregunté, aún jugando con la trenza entre mis dedos.
               -¡Claro que sí!-respondió, incorporándose ligeramente, hasta quedar de nuevo sentado con los hombros cuadrados. No sé si pretendía que yo me acercara a él y besarlo, empezar a enrollarnos y que me olvidara de mi misión de exploración. Lo llevaba claro, de ser así-. Pero… llevas trenzas-acusó, como yo sabía que haría desde el momento en que elegí mi ropa y mi peinado.
               -¿Te molesta?
               -Sí-respondió sin rodeos, y yo me eché a reír.
               -Guay, porque lo he hecho precisamente por eso-me eché la trenza sobre el hombro y le di la espalda, deseando que no lo resistiera más, se levantara y viniera a por mí, me agarrara por la espalda, me diera la vuelta y me hiciera recordar a quién le pertenecía mi placer. Pero, por suerte o por desgracia, no lo hizo. Me dejó a mi aire para que empezara a explorar, y eso hice: me acerqué a la esquina de cuyo techo colgaba la pequeña pera de boxeo, y le di un toquecito con el dedo para comprobar su dureza, que era menor de lo que yo creía. Le miré.
               -Me dijiste que no entrenabas en casa.
               -Y no lo hago. Es de recuerdo-explicó, cruzando los pies y mirándome con los ojos de un cervatillo que espera a que su madre le dé permiso para salir de la madriguera y poder corretear por el campo.
               Empujé la puerta despacio hasta dejarla entrecerrada, y sólo porque él me dijo que no la cerrara para que Trufas pudiera marcharse cuando él quisiera no la cerré. Me encontré con que, en la cara interna de la puerta, tenía un poster de una película de Christopher Nolan, Dunkerque.
               -¿Sabes que en esta película sale Harry, el padre de Diana?
               Alec se pasó una mano por la cara, disimulando una sonrisa.
               -No sé qué me hace más gracia, si que pienses que no me he dado cuenta de que sale uno de los antiguos compañeros de banda de tu padre en la película, teniendo en cuenta que tengo el póster colgado en mi habitación, o que te refieras a él como “el padre de Diana”.
               -¿Insinúas que Noemí le ha puesto los cuernos?-pregunté, alzando una ceja, y acercándome a una cómoda sobre la que tenía puestas varias fotografías.
               -Dios me libre-levantó las manos, y luego, las entrelazó-. La verdad es que hace un papelón.
               -Que Eri no te oiga decir eso-me eché a reír mientras cogía una foto de Jordan y él de pequeños, tirados en la arena de un parque infantil que ya no existía-. No pensé que fueras un sentimental, Al-le mostré la foto y él se encogió de hombros.
               -Es mi Tommy-fue todo lo que dijo, y no necesité más explicaciones. Necesitas conocer a mi hermano y a Tommy para entender su relación, y una vez que lo haces, empiezas a verlo todo en los mismos términos relativos que acababa de usar Alec. Tu mejor amigo ya no es tu mejor amigo, es el Scott de tu Tommy.
               -Creía que yo era tu Tommy-le pinché, aunque nada más lejos de la realidad. Alec había tenido una vida al margen de la mía, y me remitía a las pruebas para afirmar que había sido plena y satisfactoria. Mi ausencia en ella no había aportado nada, es cierto, pero tampoco había quitado, cosa que sí les pasaba a Scott y Tommy.
               -Tú eres mi Eleanor, nena.
               -¿Jordan no nos quiere ver juntos?
               -No me refiero a eso-sacudió la cabeza-, sino a que me pelearía con él por ti. Ya lo he hecho, en realidad.
               -¿De verdad?
               -Bueno, más o menos. Cuando yo me comportaba como un capullo frío que no se estaba pillando para nada, él estaba ahí para decirme “tío, estás hasta las trancas”. Parece imbécil, y cuando lo conoces te das cuenta de que lo es, pero… hay imbéciles que pueden llegar a ser muy listos-reflexionó, y yo me eché a reír. Recogí otra foto de él con Mimi, supuse que en unas vacaciones en Grecia, pues las arenas blancas y el agua cristalina que hacían de fondo de la fotografía no eran de las que teníamos en Inglaterra. La piel de Alec relucía con ese delicioso tono caramelo con el que volvía cada verano del Mediterráneo, mientras que Mimi, como buena pelirroja, lucía una piel blanco nuclear en la que se empezaba a intuir un ligero tono rojizo, propio de una quemadura. Alec tenía su brazo alrededor de la cintura de su hermana y miraba a cámara con una sonrisa contraída en una mueca, puesto que no llevaba gafas de sol, y Mimi se abrazaba a su hermano y se reía a carcajada limpia de alguna de las tonterías a las que tan acostumbrados nos tenía a quienes le rodeábamos.
               Puede que Alec no parara de quejarse de Mimi, de que era esto o aquello, de cómo le tocaba las narices y le sacaba de sus casillas, cosa que sólo podíamos conseguir ella y yo, pero hasta un ciego vería cuánto la quería y lo dispuesto que estaba a morir por ella. Lo escuchabas en su voz cuando hablaba de las cosas buenas que conseguía su hermana, que siempre atribuía al trabajo duro y no a la suerte, como podíamos hacer otros; y lo veías en las fotos que tenía en su habitación.
               Me detuve unos segundos a examinar una foto del grupo de amigos al completo de Alec, apiñados en una fiesta, probablemente la Nochevieja anterior a la última a juzgar por la ropa de todos, y pasé a otra de un jovencísimo Alec, de unos siete u ocho años, cogido de la mano de una anciana de pelo canoso, de baja estatura y piernas y pecho amplio. Una de sus abuelas, supuse. Recogí la foto para comprobar si guardaba algún parecido con la mujer, y lo miré. Había algo en la señora que me recordaba muchísimo a Alec, pero no sabría explicar qué era. Parecía… su esencia. La manera de ser que su pose transmitía en la foto. Daba la sensación de ser alguien muy protector, y me pregunté si sabría por lo que estaba pasando su nieto a la hora de hacerse aquella foto.
               Como vio que me detenía un momento y recogía la foto para mirarla con más calma, Alec habló.
               -Mamushka-dijo, y yo me lo quedé mirando-. La madre de mi madre. Fue ella la que me enseñó ruso-sonrió-. Nunca pudo perdonarle que me pusiera Alec y no Alexéi. Es más acorde con mi sangre-puso los ojos en blanco y sacó la lengua.
               -¿Mamushka es “abuela” en ruso?
               -Es el nombre de las muñecas rusas. Abuela es babushka. Los extranjeros cogieron las palabras que significan “madre” y “abuela” en ruso y las fusionaron por el significado que le damos a las muñecas, y de ahí salió mamushka.
               El significado que le damos. Me encantaba que hablara de Rusia como si fuera parte de él. Puede que fuera eso lo que me transmitía la foto: la sensación de que Alec pertenecía a una comunidad de la que yo ni siquiera sabía que formaba parte hasta hacía una semana.
               -¿Qué significado le dais?
               -Representa a la familia. Cada muñeca tiene otra en su interior, como las ramas familiares. Tu bisabuela tuvo a tu abuela, tu abuela tuvo a tu madre, y tu madre te tuvo a ti.
               -Bueno, eso, en la teoría general-sonreí, colocando la foto de nuevo sobre la cómoda. Alec se revolvió.
               -Puede que en el pasado fuera literal, pero ahora eso ha cambiado, Saab.
               -No tienes por qué moldear tu cultura para que se adapte a mí-susurré.
               -Rusia no es mi cultura. Soy inglés.
               -Aun así, forma parte de ti.
               -Tú formas más parte de mí que un país con cuyo único lazo que tengo es la nacionalidad de mi abuela y sí, vale, cuyo idioma hablo. Pero ya está. También hablo el tuyo.
               -Menos mal. Si hubieras nacido en Inglaterra y te hubieras criado aquí y no hubieras aprendido inglés, serías tonto.
               -Me refiero a que sé leerte mejor de lo que sé hablar ruso. Y el ruso es mi lengua materna.
               -¿Ah, sí? Si tan bien puedes leerme, ¿en qué estoy pensando?
               -En el tiempo que voy a aguantar antes de saltarte encima, arrastrarte a la cama, arrancarte la ropa y hacerte mía-respondió con determinación, como el alumno que sólo se estudia una lección para el examen y justo le preguntan por ésa. Al ver mi expresión, sonrió-. ¿Cómo voy?
               -Estás tardando mucho.
               -Y lo que te queda-contestó, reclinándose en la cama y alzando las cejas, incitador. No. No voy a entrar en ese juego. No vas a ganar hoy. Esta noche, no. Esta noche, no seré tuya: serás tú quien será mío.
               Le tocó el turno a su armario, que me dijo que podía abrir, pero, sospechando que habría escondido en él todo lo que no quisiera que encontrara, decidí que no sería justo comportarme como si aquello fuera una inspección a fondo. De la misma forma que no iba a levantar la alfombra para mirar si había polvo debajo, no abriría su armario. Se merecía un rinconcito de intimidad.
               Y, sinceramente, prefería descubrir qué ropa tenía viéndosela puesta, y no colgada en una percha. Vérsela puesta supondría que lo vería a menudo; la percha bien podía pertenecer a una tienda de ropa masculina.
               Al lado del armario, sobresalía una estantería, y entre ésta y el armario, estaba el espejo que tantas veces había visto en las fotografías que nos enviábamos cuando queríamos calentarnos el uno al otro. Me acerqué a la estantería y examiné las cajas de videojuegos que tenía colocados de forma aleatoria, supuse que para utilizar en la consola de la televisión que había al otro lado de la habitación, ligeramente inclinada hacia un lado para que pudiera jugar tanto desde los dos pufs que había en el suelo, como desde la cama. No mires a la cama, Sabrae.
               Me fijé en que tenía una amplia colección de Funkos (“me encantan esas mierdas”), aclaró. Eso sí, todos de superhéroes. Y tenía una réplica de acero en miniatura del escudo del Capitán América. Lo cogí y se lo mostré, alzando las cejas.
               -¿Un buen hijo de la orgullosa Rusia, coleccionando merchandising del héroe por excelencia de los cerdos capitalistas estadounidenses?
               -¿Tengo cara de comunista, Sabrae?
               -La cara, no sé, pero la polla ya se ha pasado las tesis marxistas-solté, y Alec estalló en una sonora carcajada.
               -Compartir es vivir.
               -Ni que lo digas, colega. Bueno, ¿vas a explicar tu traición a la patria, o quieres llamar a tu abogado?
               -¿Vas a invitar a tu madre? La cosa mejora por momentos-se revolvió en la cama y esbozó una sonrisa pícara. A continuación, se encogió de hombros-. Me gusta Capitán América. Es mi Vengador favorito.
               -¿¡De verdad!? ¿Cómo puedes tener tan buen gusto con unas cosas y tan malo con otras? ¡Tony Stark existe!
               -Ahí está-comentó solamente, críptico, y yo me crucé de brazos.
               -Ahí está, ¿qué?
               -El defecto que yo sabía que tenías que tener por algún lado. Eras demasiado perfecta para ser real-suspiró trágicamente y yo puse los ojos en blanco.
               -Déjame decirte que es mutuo, querido.
               -Vale, Iron Man mola, Tony Stark es lo que viene siendo el puto amo, pero… le quitas el traje, y no es nada.
               -¡Es un genio!
               -Vale, sí, pero un genio sin materiales no es nada. Steve Rogers al menos te puede reventar una piedra de varias toneladas de un puñetazo.
               -¿Por qué los tíos siempre pensáis que la fuerza bruta os va a llevar más lejos que el cerebro?
               -Además… puede levantar el martillo de Thor. Tony, no-me dedicó una sonrisita de suficiencia y yo puse los ojos en blanco.
               -Todo el mundo puede equivocarse. Hasta un martillo. Eso no demuestra nada. Además… ¡oye! ¿Qué hay de Viuda Negra? Ella es rusa. ¿No te identificas con ella?
               -¿Quieres que te diga qué parte de mí se identifica con ella cada vez que aparece Scarlet Johannsson en un traje de cuero? Lo digo porque se supone que vamos a echar un polvo esta noche, y no sé si te apetecerá mucho después de tirarme de la lengua.
               -¿Sólo un polvo?-hice un puchero, y él sonrió.
               -Joder, ésta es mi chica.
               Le guiñé un ojo, me volví para dejar el pequeño escudo del Capitán, y me fijé en que había una vela de lavanda oculta entre un par de Funkos de Thor. La sostuve entre mis manos y acaricié el cristal. Aún estaba un poco caliente; seguro que alguien la había apagado recientemente, poco antes de que entráramos en la habitación. Puede que Mimi le hubiera hecho un favor a Alec, pero no había escondido lo suficientemente bien las pruebas del delito.
               -No pensé que fueras tan detallista de encender velitas cuando yo viniera. ¿Por qué decidiste que sería buena idea apagarlas?-pregunté, sosteniéndola en alto. Alec puso los ojos en blanco.
               -Sabrae, por favor. Mi vida no gira en torno a ti. Estoy muy en contacto con mi lado femenino, ahora que has hecho que me desprenda de este halo de masculinidad tóxica que me acompañaba como una nube.
               -¿Qué lado es ése, si puede saberse?-puse los brazos en jarras y Alec se encogió de hombros.
               -Pues el de apreciar las cosas bonitas.
               -Apreciar la belleza no es algo inherentemente femenino.
               -Gracias a Dios-contestó, comiéndoseme con los ojos.
               -Alec, te lo estoy diciendo en serio, ¿vale? Ya se te han quitado algunas cosas, pero todavía te quedan otras en las que tenemos que trabajar juntos, así que no vayas presumiendo de haberte desprendido de esa masculinidad tóxica de la que dices que estás curado si…
               -Mira, tía, ¡realmente estoy haciendo un esfuerzo, ¿vale?! ¿Y así me lo pagas? ¡No sólo dejándome con las ganas durante sabe Dios cuánto tiempo, cuando está claro que  te has vestido sólo para fastidiarme! ¡Ahora resulta que también te metes con mis juguetes y mis velas zen para cuando me da por ponerme en contacto con mis ancestros samuráis, y…!
               -¡Que estoy de broma, Alec!-me eché a reír y él se me quedó mirando. Me acerqué a él, me incliné para alcanzar su cara y le di un beso en los labios-. No te piques.
               -No me picaría si no fueras tan insoportable.
               -Entonces, ¿no me pongo encima hoy?
               -Si no te pones encima, lloraré.
               Dejé la vela en su sitio y cotilleé entre los discos que tenía en la estantería, al lado de las cajas de videojuegos. Se había hecho con toda la discografía de The Weeknd, y después de nuestra charla navideña en la que le había enseñado las mejores canciones de papá, también había comprado un par de sus discos. Como buena hija que era, los saqué del montón y los coloqué con la carátula vuelta hacia fuera, a modo de exhibición. Se echó a reír.
               Le tocó el turno a aquella especie de caja enorme que tenía al lado de la estantería, que resultó ser un tocadiscos de los antiguos, cubierto por un cristal tan oscuro que apenas dejaba pasar la luz.
               -¡No sabía que te gustaran los vinilos! Menudo pijo estás tú hecho-me burlé, y él me fulminó con la mirada.
               -Tu padre es músico, Sabrae, un respeto. No hay nada que suene como un puto vinilo.
               -Todo se graba en formato digital ahora, ¿me estás diciendo que influye en algo el soporte en físico en que se reproduzca? En todo caso, debería ser al revés. El ordenador no comprime el archivo; el CD, sí.
               -Pero el vinilo no es un CD.
               -Si tanta diferencia hay, coge un vinilo, el que te dé la gana, y pónmelo para que escuche en qué suena mejor.
               -Está estropeado.
               -Excusas baratas.
               -Va en serio. A Dylan le gustan, y tuvo este reproductor durante años, pero empezó a fallarle y se compró otro. Éste lo arreglé yo como buenamente pude, y por eso me dejó quedármelo, pero no sé qué mierdas le pasa que ya no funciona. Pero todavía me deja usar el suyo cuando no está en su estudio, así que todo correcto.
                -Qué conveniente…
               Me atravesó con la mirada.
               -Después vamos y te lo demuestro.
               -¿Y por qué no vamos ahora?
               Se rió.
               -La única manera en la que vas a salir de esta habitación, será desnuda y empapada del sudor que yo te voy a poner en la piel, para meterte en la ducha y tener el segundo asalto allí.
               -Más vale que termine de explorar pronto, entonces, ¿eh? Nos van surgiendo cosas que hacer a cada minuto que pasa.
               Le llegó el turno al escritorio, sobre el que descansaba un portátil en suspensión y varios libros de texto tan manoseados que me sorprendió que a Alec le costara aprobar. Viendo cómo estaban de destrozados sus libros, cualquiera diría que era un estudiante que se pasaba horas hincando los codos, aunque lo que hincaba en realidad fuera otra cosa. Se me hacía raro ver los mismos libros que mi hermano forraba cada curso escolar y tenía tan bien cuidados, tan destrozados, como si los de mi hermano fueran el gemelo deportista, y los de Alec, el drogadicto, como en aquellas explicaciones que nos daban sobre la importancia del entorno en las clases de ciencia.
               También tenía allí los guantes de boxeo. Sobre la silla descansaba su bolsa de deporte de siempre, y, al lado de los guantes, tenía unas llaves y una tarjeta. No le habría prestado atención en cualquier otra circunstancia, pero había algo en ella que atrapó mis ojos.
               Era la tarjeta de socio del gimnasio, personal e intransferible, con una foto en una esquina y el nombre completo del titular en el centro. La tomé entre los dedos como cautivada, y parpadeé varias veces para comprobar que estaba viendo bien.
               Sabía cuál era la postura favorita de Alec, sus miedos más profundos, con quién había perdido la virginidad y sus fantasías sexuales más oscuras…
               … pero no tenía ni idea de cuál era su segundo nombre.
               Hasta ese momento.
               Levanté la vista de la palabra que había entre su nombre y su apellido y me lo quedé mirando, intentando asimilar la información que acababa de descubrir. Ya lo habíamos hablado con anterioridad, precisamente aquella tarde de Navidad en la que nos habíamos reencontrado por primera vez y yo le había comentado lo extraño de nuestra relación, los detalles íntimos que conocíamos del otro y las grandes lagunas públicas que teníamos. Era como si nos hubiéramos visto desnudos y conociéramos cada rincón del cuerpo del otro, pero no pudiéramos distinguir nuestra silueta.
               -¿Qué pasa?-preguntó, incorporándose ligeramente, al ver mi expresión de confusión absoluta. Sorprendentemente, nunca me había parado a pensar que no conocía el nombre completo de Alec, a pesar de que me acostaba con él y le quería como no había querido a nadie antes, y sin embargo podría recitar de memoria el segundo nombre de todos los chicos que tenía en clase, con muchos de los cuales sólo había intercambiado un sencillo “hola” matutino a lo largo de nuestra relación-. ¿Has encontrado el borrador de mis planes de dominación mundial?
               Le enseñé el carnet del gimnasio y frunció el ceño de forma tan efímera que creí que me lo había imaginado.
               -¿Qué?-preguntó con suavidad, su boca curvándose en una sonrisa que hizo que su voz se volviera aterciopelada. Bueno, si tenía algo que esconder (cosa que dudaba), al menos no lo había encontrado… aún.
               -Tu segundo nombre-comenté, y él se puso rígido un momento.
               -¿Qué le pasa?
               -¿Es… Theodore?
               Alec se mordió el labio y asintió con la cabeza. Theodore. Theodore. Alec Theodore Whitelaw.
               -Theodore-repetí, mirando el carnet, y de repente una risa escapó de mi garganta. De todos los nombres que podían ponerle a un chico, Theodore era el último que le pegaba. Los Theodore eran chicos estudiosos que se sentaban en primera fila, eran tímidos, sacaban buenas notas y se escondían detrás de sus gafas cuando una chica, fuera la que fuera, se acercaba a hablar con ellos. No eran los chicos que tenían locas a la mitad de las chicas del instituto, ni los que se emborrachaban los fines de semana, ni los que tenían más arte desabrochando un sujetador que la propia chica que lo llevaba puesto. Los Theodore no follaban en baños de discotecas, ni abrían las piernas de las chicas para comerles el coño y sonreían cuando ellas se retorcían de placer en torno a ellos-. ¡THEODORE!-ladré, y Alec puso los ojos en blanco-. ¿TU SEGUNDO NOMBRE ES THEODORE EN SERIO?
               -¡Tuve una infancia oscura, ¿vale?!-se defendió, arqueando tanto las cejas que pensé que se perderían en su cuero cabelludo. Yo me reía a carcajadas, y sé que no le molestaba del todo, pero también sabía que debería parar. Y, sin embargo, no podía-. ¡No sé qué tiene tanta gracia! ¡Ni siquiera respondo por él!
               -¡Theodore es nombre de intelectual!
               -¡Vete a la mierda, Sabrae!
               -¡Es que te juro que no puedo!-bramé, doblándome de la risa. Alec se levantó de la cama, se acercó a mí y trató de arrebatarme el carnet del gimnasio, pero yo lo tenía muy bien agarrado y le costó lo suyo.
               -¡¿No decías que soy listísimo?! ¡Pues debería venirme que ni pintado!
               -¡Es que es un nombre de señor mayor! ¡De profesor de química, jefe de su departamento a los 50 años! ¡NO ME LO PUEDO CREER! ¡Y YO QUE ME PREOCUPABA POR LA DIFERENCIA DE EDAD, CUANDO LO MÁS PREOCUPANTE ES QUE TU SEGUNDO NOMBRE SEA THEODORE!-vomité otra carcajada y él se revolvió.
               -¿¡Te quieres callar ya?! ¡Lo escogí yo!
               Me lo quedé mirando un instante. Tenía la férrea determinación de siempre, pero ahora era distinta, por el mero hechode que yo no podía pensar en él como Alec, sino como un Theodore enfadado porque no le termina de salir la ecuación con la que pretende desbancar la Teoría de la Relatividad de Einstein. Y volví a reírme.
               -¡BUENO!-estalló-. ¡SABE DIOS LA MIERDA DE NOMBRE IMPRONUNCIABLE QUE TE HABRÁN PUESTO A TI! ¡ABDULLAH AL MUHAMED, O ALGO ASÍ!
               -¡Mi segundo nombre es precioso, desde luego!-respondí entre risas, limpiándome una lágrima. Alec alzó una ceja.
               -Ilumíname.
               -¿No lo sabes?-jugueteé con los guantes de boxeo antes de volver a explorar por su escritorio. Alec suspiró y regresó a su puesto en la cama-. Qué raro, con lo importante que era para ti en tu infancia…
               -Tardé un pelín en descubrir lo que eran los segundos nombres, ¿sabes? Ni siquiera era consciente de que tenía uno hasta que me dieron la posibilidad de cambiarlo.
               Me quedé quieta en el sitio y lo miré.
               -¿Lo cambiaste?
               -Claro. Whitelaw no es el apellido con el que nací, ¿recuerdas?-inclinó a un lado la cabeza y yo me mordí el labio-. Mi padre no era un Whitelaw-añadió con amargura. Me apoyé en el escritorio y lo acaricié con los dedos, preguntándome cuántas veces se habría quedado quieto mientras hacía ejercicios, pensando en lo mismo que a veces me asaltaba a mí también: que nuestra vida no nos pertenecía, que le habíamos robado la oportunidad a alguien. Claro que lo mío era algo más importante que lo de Al. Él sólo había cambiado de apellido. Yo había cambiado de familia.
               -¿Cuál era el nombre con el que naciste?
               -Yo no nací con ningún nombre, Sabrae-bromeó-. Nací con un cordón umbilical, y nada más llegar a este año, van y me lo quitan. Qué trauma. Aún no lo he superado-se llevó una mano trágicamente a la frente y yo sonreí.
               -Al.
               Se relamió los labios y apartó un segundo la vista de mí.
               -No quiero estropearte la noche con mis movidas de identidad. No quiero que el hecho de que haya nacido con un apellido distinto empañe lo que tenemos hoy.
               -Recuerda que no eres el único que tiene un nombre diferente a aquel con el que nació en esta habitación-susurré, acercándome a él y abrazándolo. Le besé la cabeza y le acaricié el cuello mientras él inhalaba el aroma que desprendía mi cuerpo. Me dio un toquecito y le dejé marchar.
               -Me llamaba a Alec Nicholas Cooper cuando nací. Cuando mamá consiguió separarse de mi padre, yo era lo suficiente mayor como para poder elegir si cambiarme o no el apellido. Y, dado que Nicholas me lo habían puesto por alguien de la familia de mi padre, quise cambiarme también el segundo nombre.
               -Nicholas es bonito-reflexioné, y Alec me miró desde abajo-. Y Theodore también. Sobre todo, si lo elegiste tú.
               -Había un personaje de dibujos animados en aquella época que me gustaba, y, bueno, supongo que tampoco queda tan mal, ¿no? Me suena mejor Alec Theodore Whitelaw que Alec Nicholas Cooper.
               -A mí también-concedí, volviendo a besarle la cabeza. Se enroscó en mi brazo y me dio un beso en la cara interna del codo-. Es bonito. Y, pensándolo en frío, te pega.
               -No me pega. Theodore es nombre de virgen.
               -¡Eso no es verdad! Es nombre de… chico serio. Y tú eres serio.
               Hizo una mueca y yo me reí.
               -Bueno, con las cosas importantes, al menos. Siempre estás ahí cuando te necesito.
               -Eso no tiene nada que ver con cómo me llamo, sino con lo que siento por ti.
               -Lo sé-respondí, jugueteando con su pelo-. Pero, aun así, el nombre es bonito. Y te pega. Cuanto más lo pienso, “Alec Theodore Whitelaw, Alec Theodore Whitelaw”… más te pega. Es sólo que me ha pillado desprevenida, eso es todo. Siento haberme echado a reír así.
               -No te preocupes, bombón. No me ha parecido mal. Me ha hecho gracia que te rieras así-sonrió-. Menos mal que no me llamo Eufrasio, o algo por el estilo. Te morirías de risa, literalmente—sonreí y asentí con la cabeza-. Bueno, ¿y cuál es tu segundo nombre?
               -Gugulethu-respondí en tono suave, dulce, como quien le dice a su hijo que puede tomarse su helado preferido cuando éste se lo pide sin muchas esperanzas. Pero se ha portado bien, ha sacado buenas notas, y se lo merece, así que un caprichito de vez en cuando no puede hacerle mal a nadie, sobre todo cuando ese caprichito es un premio. Sus ojos se hundieron en los míos-. ¿A que es precioso?
               -¿Te puedo ser sincero?
               -¿No lo eres siempre?
               -Suena a estornudo-soltó. Y ahora le tocó el turno a él de reírse. Le di un empujón que hizo que se cayera en la cama, con las piernas colgando fuera del colchón.
               -¡Gilipollas! ¡Mi nombre es precioso! ¿Sabes que eso es racista? ¡No tienes ni medio dedo de frente, Theodore!
               -¡Qué pasa!-se cachondeó-.  ¡Es la verdad! Gugulethu suena súper raro. ¡Dilo rápido, ya lo verás! ¡Gugulethu, Gugulethu, Gugulethu!
               -¡Significa nuestro orgullo en zulú!-espeté, y Alec frunció el ceño-. ¡Es un idioma de África! ¡Me lo pusieron porque tenía todas las papeletas de venir de allí!
               Entreabrió los labios y me miró con la boca abierta.
               -Antes me gustaba, pero ahora me encanta.
               -Sí, ya-respondí, ceñuda, cruzándome de brazos y poniendo los ojos en blanco. Él se arrastró por la cama hasta abrazarme la cintura. Me dio un beso en la cadera, justo en la piel desnuda, que hizo que me estremeciera.
               -Te queda genial, Saab. De verdad. “Nuestro orgullo”-saboreó, en un tono orgulloso y adorable-. No podrían haberte definido mejor.
               -No me hagas la pelota.
               -Quiero que nos reconciliemos-me guiñó un ojo y yo me reí.
               -Tú quieres lo de después. Venga, quita, que aún me queda un poco que inspeccionar.
               Justo encima del cabecero de su cama, a la que procuré no mirar, tenía un par de Funkos más, esta vez de figuras de piel marrón y vestidas con el atuendo de un boxeador, guantes y chaqueta incluidos. En el centro, tenía un par de trofeos y una medalla de oro. Caí entonces en la cuenta de que los Funkos eran figuras de Creed, las mismas películas cuyo cartel tenía colgado en la pared, junto a la televisión.
                Uno de los trofeos parecía más importante que los demás, por el mero hecho de estar en el centro y ser de los más brillantes. Tenía la forma propia de las copas de la baraja española, y estaba recubierta de una película de oro que me devolvía un reflejo estirado de mí misma. Me incliné para intentar leer su plaquita.
               -¿Puedo tocar?
               -Puedes tocar todo lo que quieras en mi habitación, bombón. Hasta a su dueño.
               Sonreí, recogí la copa y leí el título, el año y el lugar de celebración del campeonato que, supuse, había sido el último que había ganado.
               -¿Es el último?
               -Sin contar con la plata de la última final, sí. Es el último.
               -Deben ser muy importantes para ti, si los tienes tan cerca cuando duermes. ¿No te da miedo que se te caigan en la cabeza?
               -Para el uso que le doy-bromeó, mirándolos con una mezcla de emociones en la mirada.
               -¿Qué sientes?
               -Hay veces que echo de menos a ese niño.
               -¿Por qué? No dejas de ser tú-me senté en el borde de la cama y él se giró para estar a mi lado.
               -En parte sí, y en parte no. Cuando le dedicas tanto tiempo a un deporte, no puedes dejarlo sin perder una parte de ti mismo. Te conviertes en otra persona diferente-reflexionó, estudiando su reflejo en las copas.
               -¿Lo echas de menos? Competir, y eso. Ya sé que hemos hablado de ello hace poco, pero no es lo mismo hacerlo en mi habitación que en la tuya. Aquí tienes más recuerdos.
               -Hay una gloria que no todo el mundo aprecia en que te destrocen la cara y el público gima porque no quiere que te toquen. Te sientes querido. E importante.
               -Tú ya eres querido. E importante. Muchísimo-respondí, inclinándome hacia él, frotando mi nariz con la suya y dándole un suave beso en los labios. Que se convirtió en dos. Y luego, en tres. Y después, en cuatro. Su mano voló a mi cintura y mi pierna acarició la suya. Se me aceleró la respiración cuando mis dedos recorrieron los músculos del brazo que tenía alrededor de mi cintura. Pero él estaba más cuerdo que yo, a pesar de que sus ganas eran más palpables (muy palpables), así que pudo apoyar la frente en la mía y murmurar:
               -Todavía te queda lo más importante.
               -¿La cama?-jadeé, y él rió entre dientes.
               -La cama vas a tener tiempo de sobra a familiarizarte con ella. Yo estaba pensando en algo un poco más… especial.
               Levantó la vista hacia el techo y yo seguí la dirección de su mirada. Contuve una exclamación. ¡La claraboya!
               Era más grande de lo que me imaginaba, aunque supongo que no había hecho bien pensando que sería pequeña si Alec podía pasar por ella perfectamente para enseñarme el amanecer de cada día que habíamos compartido separados en nuestras camas. Caí en la cuenta de que el día siguiente sería el primero (de muchos, esperaba) en el que pudiera asomarme a su ventana para contemplar el cielo teñirse de dorado sólo para nosotros.
                El techo de la habitación era plano hasta la parte que coincidía con los pies de la cama, a partir de donde empezaba a inclinarse hacia abajo hasta estar a alrededor de metro y medio del suelo al final. Si estiraba los brazos, Alec podía auparse y asomarse por ella sin necesidad de levantarse siquiera de la cama.
               -¿Puedo asomarme?-le pedí como quien pide un cachorro por Navidad, tan emocionada de ver por fin el horizonte que tantas veces me había enseñado por videomensaje en vivo y en directo que no podía contenerme. Alec sonrió, asintió con la cabeza, y se inclinó para abrir el cristal mientras yo me descalzaba a toda prisa. Me dejé caer en la cama y, aprovechando el rebote, me incorporé de un salto y asomé la cabeza por su ventana. El tejado era de pizarra blanca y estaba menos inclinado de lo que parecía. Me imaginé a mi chico tumbándose a dormitar al sol de la primavera para evadirse de sus problemas, y sin querer, me sorprendí metiéndome en aquella ensoñación.
               Alec se asomó a la ventana por detrás de mí y se quedó mirando el contorno iluminado de Londres, con los codos anclados en el tejado, a mi espalda.
               -Es precioso.
               -¿Quieres que te despierte para ver el amanecer mañana?
               -Me encantaría verlo en persona, y más si es contigo-susurré, girándome y acurrucándome contra su pecho. Alec me abrazó y me acunó despacio mientras mis ojos analizaban el skyline nocturno de Londres, que titilaba como la llama de una vela. Me estremecí de pies a cabeza al darme cuenta de lo afortunada que era por la noche que íbamos a pasar juntos… la noche que ya estábamos pasando.
               -Es lo más bonito que he visto nunca-comenté con la mirada perdida, pero con la verdad enroscándose a mi alrededor como un lazo plateado. No hay nada más hermoso que las vistas de la ventana de la habitación de la persona a la que amas.
               -Es verdad-respondió él, y yo supe que me lo encontraría mirándome cuando me giré para besarlo. Alec sonreía, sus ojos chispeaban de felicidad, y a pesar de que hacía frío y ya estaba helando, yo notaba un calorcito en mi corazón que sólo él podía apagar. Y sabía que no lo haría nunca.
               -Soy muy feliz-ronroneé.
               -Yo también-me pasó el pulgar por los labios y tiró del inferior ligeramente hacia abajo-. Ésta será la mejor noche de mi vida.
               -Y la mía-me incliné hacia su boca y acaricié sus labios con los míos-. Me apeteces muchísimo.
               -Me apeteces, Saab.
               Le rodeé los hombros con los brazos, hundí mis dedos en su pelo y empecé a besarlo. Nos quedamos así un rato, disfrutando de lo cerca que tenían que estar nuestros cuerpos, porque el espacio de la claraboya era el que era, hasta que mis rodillas empezaron a fallar. Parte de la culpa era suya, pero también del colchón, que no era la superficie ideal para estar en pie mucho rato.
               -¿Vamos abajo?
               Asintió con la cabeza. No podía hablar, pero tampoco hacía falta. Él fue en primero en hundirse y, desde abajo, pude observar cómo se tumbaba en la cama para esperarme.
               Por fin, me permití pensar en la cama, y un latigazo me recorrió de pies a cabeza. Vi cómo se quedaba sentado en ella, de nuevo con los pies fuera, y descendí poco a poco.
               La cama era lo más importante de la habitación, y también lo primero que atraía tu atención una vez atravesabas la puerta. Era grande, aunque no del tamaño de las de matrimonio, pero sí lo suficiente como para que pudiéramos dormir cómodos en ella, disfrutando de la compañía del otro sin atosigarnos. Estaba franqueada por dos mesillas de noche de madera oscura. Tenía un par de almohadas blancas perfectamente alineadas reposando sobre el cabecero de la cama, y el colchón flotaba por encima del nivel del resto de la habitación gracias a unos pequeños escalones de no más de diez centímetros en color negro que combinaban con la funda nórdica de color ceniza. Una funda sobre la que quería que me poseyera, que hiciera destacar mi piel brillante por el sudor sobre los tonos apagados de la tela.
               Me mordí el labio, con un millón de ideas atravesándome la mente a toda velocidad.
               Y cuando Alec se reclinó hacia atrás y me dedicó su mejor sonrisa de Fuckboy®, sentí que las piernas me fallaban, pero ya no era por culpa de lo inadecuado del colchón como suelo. Aquí voy a hacerte mía, decía esa sonrisa.
               Y la gravedad desapareció.


Verla bajar de la claraboya, literalmente descendiendo del cielo como un ángel, fue uno de esos momentos que supe mientras lo vivía que me marcaría para siempre. Había tenido el control de la situación todo el tiempo: marcó los ritmos, decidió cuándo bromear y cuándo ponerse seria, y sobre todo, cuándo permitirme besarla y cuándo seguir torturarme. Había inspeccionado mi habitación a conciencia, deteniéndose en cada detalle para examinarlo como si fuera lo más interesante que hubiera visto nunca, y me había encantado. No porque pensara que eso era una forma de devolverme lo que había hecho yo la semana anterior, examinando sus muebles y los recuerdos que atesoraban, sino porque sabía que lo hacía por interés genuino. Mi habitación era lo último que le faltaba conocer de mí, y ahora que me consideraba especial, quería disfrutar del proceso de terminar de desnudarme.
               No recordaba que me hubiera dejado la tarjeta de socio del gimnasio de Sergei a simple vista, pero me alegraba de que así fuera. De no ser por ella, probablemente nunca hubiera salido el tema de mi cambio de nombre, y jamás habría descubierto una razón más para convencerla de que debía enorgullecerse de sus orígenes: si sus padres quisieran borrar todo rastro de un pasado en el que no habían formado parte, le habrían dado un nombre más propio de su cultura, y menos de la que le pertenecía a Sabrae en exclusiva. Además, su significado era una declaración de intenciones en toda regla: ella había sido su orgullo desde el minuto uno, de la misma forma que también lo había sido el mío, por cómo era ella y por cómo me hacía ser a mí.
               Y no debíamos olvidar que también había descubierto cuál era el nombre con el que había nacido yo, y lo bien que lo había sabido llevar. Lejos de las típicas frases que todo el mundo te dice cuando les cuentas  tus orígenes, del tipo “por los pecados del padre nunca tienen que pagar los hijos”, me había hecho sentir comprendido. Comprendido en mi diferencia con el resto de mis amigos, y comprendido en querer desterrarlo. No me había juzgado, aunque tampoco esperaba que lo hiciera: era demasiado buena y, para colmo, me quería demasiado. Así es como más podían acercarse dos personas: curándose las heridas, uniendo la piel rota hasta que los pedazos resquebrajados se unan por unas cicatrices que son más bonitas que la ausencia de ellas.
               Se detuvo un segundo en medio de la bajada, subida en sus pensamientos. Examinó la cama con atención, acariciando los bordes con sus ojos, y se sonrojó ligeramente, pensando en las cosas que haríamos. No pude evitar sonreír e inclinarme hacia atrás. El Alec que había sido hacía meses estaba muerto y enterrado, pero eso no significaba que no quedaran retazos de él que pudieran sobrevivir al paso del tiempo por el mero hecho de que eran retazos que le gustaban a mi chica. A fin de cuentas, eran los mismos retazos que la habían atraído hacia mí en un principio, por mucho que fueran parte de algo que le había causado rechazo.
               -Qué seria te has puesto-bromeé cuando sus ojos se encontraron con los míos y se relamió. Se sentó despacio a mi lado y se apartó una trenza del hombro mientras yo arqueaba las cejas de forma que dibujaran una montaña en mi cara-. ¿Estás pensando en qué es lo siguiente que quieres explorar?
               Sabrae se mordió el labio, mirándome la boca como si fuera un manantial y ella llevara años sedienta.
               -A ti-respondió, jadeante, ansiosa y calmada a la vez. Teníamos toda la noche por delante, y ahora que me había dado la respuesta correcta, la disfrutaríamos como nunca. La luna jamás habría visto a dos amantes como nosotros, ni volvería a verlos aunque le ofreciéramos siempre nuestra mejor versión. Yo me crecía estando en mi cama. Me gustaba pasármelo mejor que nunca por el mero hecho de que me sería más fácil evocar los recuerdos de noches geniales cuando estuviera solo en el mismo lugar. No iba a ser yo quien le hiciera ascos a un buen polvo en un reservado o a un largo magreo en los baños de algún bar, pero quien no haya tenido sexo en su cama y lo haya preferido a otras veces es que no lo ha hecho bien.
               Dejé que se inclinara despacio hacia mí, buscándome. Tendría que esforzarse un poco más. Pretendía hacerla rabiar.
               -Todavía te quedan algunas cosas-respondí, mirando de reojo en dirección al lado de la habitación al que no le había prestado atención. Sabrae, por el contrario, reclamó mi boca y, con sus dedos rodeando los botones de mi camisa, replicó:
               -Tú eres lo más interesante de la habitación. Siempre lo has sido… con permiso de la cama-añadió, y dejó escapar un gruñido cuando le puse una mano en la cintura y la pegué a mí.
               -¿Quieres estrenarla?
                -Yo no soy la primera chica que viene aquí.
               -No, pero sí la primera diosa.
               Sabrae se rió entre dientes, entreabrió ligeramente los ojos para mirarme y se pegó un poco más a mí. Tenía su mano tan cerca de mi entrepierna, en mi muslo, que no podía pensar con claridad. Suerte que ya estaba más que acostumbrado a que las chicas me dejaran sin aliento y no pudiera usar más que el diez por ciento de mi capacidad cerebral.
               -Estás tardando mucho en adorarme, chico. Puede que te pida un sacrificio a modo de compensación.
               -Se me ocurren un par de cosas que darte a modo de ofrenda-coqueteé, y ella sonrió, traviesa, y se inclinó hacia mi boca de nuevo. Su lengua se abrió paso entre sus labios y exploró mi boca mientras la mía hacía lo propio, y pronto estuvimos enredados en una maraña de manos, suspiros, gemidos y caricias de la que nos sería imposible salir ilesos.
               Trufas dormía profundamente, estirado cuan largo era sobre el cojín. Me alegré de que a Sabrae se le hubiera olvidado su presencia; a ver qué hacía cuando el conejo se dedicara a brincar por la habitación a modo de protesta por haberle despertado de su sueño justo antes de salir corriendo para meterse en la de Mimi. Con suerte, ni siquiera se daría cuenta: estaría demasiado ocupada gimiendo con las cosas que yo le haría como para pensar en otra cosa que no fuera lo bueno que era usando la lengua o la polla. Por mi parte, estaba decidido a que fueran las dos cosas.
               Por fin, terminó de abrirme la camisa, y la lanzamos lejos, a los pies de la cama, mientras yo me peleaba con sus pantalones. Conseguí desabrocharle los pantalones después de una angustiosa pelea con la cremallera, y tras habérselos quitado, me centré en su blusa.
               -Los calcetines-gimió ella-. Los calcetines primero-susurró, y yo me reí, asentí con la cabeza, coloqué sus pies sobre mis piernas y le retiré los calcetines muy, muy lentamente-. Alec, por favor-gimoteó.
               -Tengo que deleitarme, bombón. Me acabo de dar cuenta de que nunca me había fijado en tus tobillos. Son preciosos.
               -Eres bobo-ronroneó, entrelazando los dedos tras mi nuca y mirándome con una adoración que yo no sabía si me merecía. Volví a besarla y, decidido a pasármelo bien, empecé a bajar por su anatomía hasta llegar a su vientre. Como me conozco y sé que no puedo resistirme a comer un coño si me lo acerco demasiado a la boca, rodeé su entrepierna y seguí bajando por sus muslos, dibujando el contorno de sus piernas con un río de besitos que hicieron que se estremeciera.
               Estaba mojada. Podía olerla. Y, joder, me encantaba. Dado que ahora mi erección no tenía a nadie que se ocupara de ella, llevé una mano a mis pantalones y me los desabroché. Me acaricié por encima de la tela de los bóxers mientras Sabrae jadeaba, y cuando ella se dejó caer sobre la cama y empezó a mover las caderas de forma involuntaria, reclamándome, cuando mi boca llegó a sus tobillos y empecé a mordisquearlos, no lo soporté más: me metí la mano dentro de los calzoncillos y empecé a frotarme la polla, dura como una piedra, con firmeza. Puede que quisiera metérsela, pero oh, joder, lo que estaba disfrutando torturándola no tenía precio. Así estaría más mojada, puede que incluso consiguiera que hiciera squirting otra vez, lo que sería el no va más.
               Y, para ello, necesitaba servirme de unos buenos preliminares. La dejaría con las ganas, la iría calentando poco a poco, cocinándola a fuego lento hasta que todo su cuerpo explotara como un volcán.
               Claro que ella tenía otros planes. No iba a dejar que se lo hiciera pasar mal sin intentar aliviarse. Mientras se aferraba al colchón como si le fuera la vida en ello, llevó la mano que tenía libre al espacio entre sus muslos. Coló los dedos por entre la tela de encaje, abrió un poco las piernas y...
               … yo le sujeté la mano por la muñeca.
               -Ni se te ocurra masturbarte-ordené con voz grave-. Quiero que todos tus orgasmos me pertenezcan.
               Sabrae gimió, asintió con la cabeza y dejó caer sus manos a ambos lados de la cabeza. Si estuviera de pie, las estaría levantando como si estuviera en un atraco.
               -Termina de desnudarme-pidió en tono agotado-. Y fóllame. Por favor.
               -No me lo vas a tener que pedir dos veces, bombón.
               Tiré de su top, que se resistió un poco en la curva de sus pechos, y por fin la liberé de su ropa. La contemplé semidesnuda, con la ropa interior, mientras ella se deshacía de la bandana, arrojándola al suelo sin ningún tipo de preocupación por ella.
               Llevaba puesto un conjunto de lencería de encaje que juntaba sus pechos más de lo que solían hacerlo los sujetadores que acostumbraba a llevar (que no tenían nada malo, pero, joder, éste estaba mejor), y un tanga a juego en el mismo tono lila suave que resaltaba lo bronceado de su piel, haciendo que adquiriera un tono dorado que sólo le salía en verano.
               -Estás tan hermosa… casi hasta me da lástima desnudarte del todo.
               -Intenté encontrarlo en naranja para darte una sorpresa, pero el tono que había no me gustaba. No me quedaba bien.
               -Lo dudo-ronroneé, mordisqueándole la oreja mientras me quitaba los vaqueros-. Pero no pasa nada. Creo que terminaremos compartiendo color favorito también.
               Planeé sobre su cuerpo para empezar a besarla mientras con una mano recorría su anatomía. Me detuve en sus pechos, que acaricié por encima del sujetador, y luego, seguí bajando.
               -¿No quieres verme las tetas hoy?-bromeó, y yo negué con la cabeza.
               -Ya tendré tiempo de sobra de admirarlas mientras botas encima de mí. Estás tan bonita…
               -Menos mal, porque es para ti-replicó, incorporándose para besarme. En ese momento, mi mano llegó a su entrepierna, y Sabrae dejó escapar un suave gemido-. Ah. Madre mía…
               -¿Te gusta?-asintió-. ¿Cuánto?
               -Muchísimo.
               Se dejó caer de nuevo sobre la cama, y con cuidado, mucho cuidado, recorrí los pliegues de su sexo mientras sus caderas me marcaban el ritmo a seguir. Las movía en círculos que iban aumentando y disminuyendo de tamaño según pasaba el tiempo. Después de masajear la parte exterior de su sexo, introduje un dedo en su interior, y Sabrae dejó escapar un suspiro que amoldó en el aire arqueando la espalda. Aproveché para besarle el vientre y continué siguiendo las pautas que me marcaba de forma inconsciente.
               Abrió los ojos, me miró con unas pupilas dilatadísimas, y se incorporó para besarme. Su lengua recorrió mi boca como si fuera parte de ella, y cuando me animé a meter otro dedo dentro de ella, Sabrae capturó mi labio inferior entre sus dientes y repitió la jugada que me había catapultado al estrellato a mí hacía un ratito: me sujetó la mano por la muñeca.
               -¿Voy muy rápido?
               -No lo suficiente-respondió, y me eché a reír.
               -Quiero disfrutar del momento.
               -Y yo de ti-con su dedo índice, descendió por mi cuello y mi esternón hasta llegar a mi ombligo-. Estoy un poco nerviosa.
               -¿Por qué? Si sólo soy yo, Saab.
               -No lo digas como si no fuera la gran cosa. “Sólo” y “yo” no pueden ir en la misma frase si sale de tu boca, Al.
               Le di un largo beso.
               -Quiero que te corras para mí como lo hiciste en el cobertizo. ¿Crees que podrás?
               -Si no me muero antes-hizo un puchero y yo me eché a reír.
               -¿Te apetece?-pregunté, besándole el hombro-. ¿Correrte de una forma tan intensa que no puedas pensar, ni moverte, durante unos minutos?
               -¿Contigo? Contigo me apetece todo, sol.
               -Entonces confía en mí. Sé lo que me hago.
               -Eso es lo que más me gusta de ti.
               -¿Qué sé lo que me hago?
               -No. Que pides que confíe en ti como si no lo hiciera ciegamente.
               -Lo aprecio de veras, bombón. Gracias-susurré contra su boca, y continué besándola y besándola hasta que la noté tan mojada que puede que ni me sintiera cuando entrara en ella. Era la hora. Cambié de mano, de derecha a izquierda, así que tenía aún más maña que antes por estar usando mi mano dominante. Me estiré hacia la mesilla de noche mientras Sabrae me clavaba las uñas en el brazo.
               -No te calles nada-le pedí cuando se mordió el labio, y continuó gimiendo, jadeando y musitando “joder, Alec, sí” mientras yo abría el cajón de la mesilla y sacaba morada de condones, la que habíamos comprado juntos hacía tiempo. No quedaban muchos, pero sí los suficientes como para pasarlo bien.
               O eso pensaba yo. Porque, mientras mi mano izquierda estaba ocupada masturbando a Sabrae, la derecha abría la caja sólo para comprobar que…
               … estaba vacía.
               Vacía.
               VACÍA.
               Me quedé paralizado. ¿Qué cojones? Si ni siquiera se habían terminado todos los de la caja, y yo había metido más esa misma mañana para ahorrarnos el trasiego de ir buscando en dos sitios diferentes. ¿Cómo podía estar vacía?
               Bueno, no. Vacía, no. Me olvidaba del minúsculo detalle de que, en el interior de la caja, descansaban dos billetes de cincuenta libras.
               Mary Elizabeth.
               La madre que la parió.
               Me quedé pasmado en el sitio, incapaz de moverme ni de pensar con claridad. Sabrae siguió moviéndose un rato más, pensando que había parado sólo para fastidiarla, pero ojalá fuera así. Cuando por fin pude reaccionar, ya había pasado el suficiente tiempo como para que ella se diera cuenta de que había algo que  no cuadraba.
               -¿Al? ¿Por qué paras? ¿Necesitas ayuda?-coqueteó, frotándose contra mi mano y estirando la suya para alcanzar mi entrepierna, que estaba mucho más a tiro ahora que había escalado por su anatomía para llegar a la mesilla de noche. Ojalá su ayuda pudiera significar algo en ese momento, porque te juro que no me veía vistiéndome con ese calentón y yendo a la farmacia a comprar preservativos. Tenía otra caja en la habitación, en uno de los cajones del escritorio, por si la cosa iba incluso mejor de lo que yo esperaba, pero no necesitaba mirarla para saber que mi hermana también le había echado el guante a todo lo que había en su interior.
               Lo peor de todo era que sabía que lo había hecho para joderme, y que no le importaba joder de paso a Sabrae. Ella era un daño colateral asumible, si eso significaba ponerme a mí de mala hostia. Ya ni siquiera iba a disfrutar de mi cabreo, pero, ¿qué más le daba? Estaba por ahí, de fiesta, sabiendo que tarde o temprano descubriría su broma y me pondría como un basilisco. Que no pudiera verme no significaba que no fuera a disfrutarlo.
               Cogí la caja y la volqué sobre el colchón, al lado de Sabrae, que frunció el ceño. Ni siquiera pensó que le estuviera tirando dinero encima porque tuviera la fantasía de follarme a alguna stripper (por supuesto, sin soltar ni un penique; yo no voy de putas ni aunque me reten, ¿te imaginas pagar por hacer algo que puedo hacer gratis? Habría que ser imbécil), porque mi cara delataba lo grave de las circunstancias.
               -¿Qué pasa?-preguntó, mirando los dos billetes de cincuenta, con la cara de la Reina en primera plana.
               -Esos son nuestros condones-respondí con amargura, en un gruñido nada propio de un humano. Sabrae se incorporó como un resorte.
               -¿Qué?-su voz había subido un par de octavas, haciendo gala de este don tan femenino de pegar gritos por encima de la capacidad auditiva de los perros. Me la quedé mirando mientras me mordía los labios; tenía unas ganas de vestirme e ir a por mi hermana para partirle la cara, que de no haber estado Sabrae, probablemente lo habría hecho.
               Todo tiene un límite en esta vida, y dejarme a mí sin sexo acababa de traspasarlo. Para colmo, me había dejado allí los cien pavos que le había dado para que me dejara la casa libre. ¿Para qué coño quería yo el dinero si no podía hacer nada con Sabrae, más allá de meterle mano y que me la metiera ella a mí? Seguro que lo había hecho para darme una de cal y otra de arena: mira, Alec, soy buena y te jodo a la vez.
               -¿No tenemos ni uno solo?
               -Dale las gracias a mi queridísima hermana-gruñí.
               -¿Qué vamos a hacer?-preguntó con un hilo de voz, en tono desesperado. Seguramente estaba calculando las farmacias que conocía, que no eran muchas, y las que sabía que abrían las 24 horas. Que era, básicamente, ninguna. No había ninguna en su barrio a la que acudir de emergencia.
               Pero yo tenía mis contactos. Sonreí. Sólo tenía que hacerla aguantar un poco más. Si me pedía que lo hiciéramos sin condón, a lo que ya me tenía acostumbrado, esta vez no podría negarme. Me había levantado a primera hora de la mañana, cuando ni siquiera era aún mañana, para preparar mi casa para esta noche. Estaba cansado, ilusionado, y cachondo como un cabrón. La semana de abstinencia me había pasado factura. Me había masturbado, evidentemente, pero de eso hacía un par de días, y entremedias Sabrae y yo nos habíamos enrollado de una forma que cualquiera consideraría preliminares.
               Mi yo de hacía meses no habría soportado tantísima tensión sexual. Le habría abierto las piernas a Sabrae, se habría metido entre ellas, y habría decidido que ya se preocuparía más adelante de todas las consecuencias que traía tener sexo sin protección.
               ¿Recuerdas lo que dije sobre que mi yo de hacía meses estaba muerto y enterrado?
               Bueno, pues el muy hijo de puta resucitaba como el puñetero Jesucristo cuando Sabrae se quedaba en ropa interior.
               Por suerte, él encontró una solución donde yo sólo me daría de cabezazos contra la pared.
               -Ir después a por ellos-sentencié, volviéndome hacia ella.
               -¿Qué?-jadeó esta vez.
               -Iremos a comprarlos-expliqué, apartando el dinero de la cama y acercándome a ella, que se revolvió.
               -Pero… no puedo… no podemos… no voy a ser capaz de… con este calentón, no voy a poder vestirme, ni…
               -Por eso he dicho “después”, nena-respondí, sonriente, pasándole las manos por los pies y acariciándole los tobillos-. Primero, vas a correrte.
               Y, con la ferocidad de quien termina el peor período de abstinencia sexual de su vida, le separé las piernas, le quité las bragas y hundí la boca en su sexo húmedo, caliente, palpitante y abierto para mí.
               Y voy a rezar para que no me supliques que te la meta mientras lo hago, pensé cuando ella se dejó caer sobre el colchón y empezó a gemir, porque bien sabe Dios que no estoy para negarte los caprichos.



¡Toca la imagen para acceder a la lista de capítulos!
Apúntate al fenómeno Sabrae 🍫👑, ¡dale fav a este tweet para que te avise en cuanto suba un nuevo capítulo! ❤🎆 

Además, 🎆ya tienes disponible la segunda parte de Chasing the Stars, Moonlight, en Amazon. 🎆¡Compra el libro y califícalo en Goodreads! Por cada ejemplar que venda, plantaré un árbol ☺

1 comentario:

  1. HE CHILLADO CON EL MOMENTO DE LOS NOMBRES SOS. Me ha hecho un montón de gracia de cómo se han burlado el uno del otro, aunque rompiendo una lanza a favor de Sabrae su segundo nombre si que es bonito. Me ha encantado todo el momento de anticipación al polvo y como poco a poco Sabrae ha ido descubriendo la habitación de Alec porque yo también he conseguido imaginármela y todo.
    Me he puesto también de mala hostia porque ya estaba yo salivando con el polvo y de pronto pasa lo de los condones. Mira, sino me he cagado en Mimi cien veces no lo he hecho ninguna. Me cago en la madre que la parió, me hace a mí eso y la despellejo viva.
    Deseando estoy del próximo y de leer la mejor noche de Sabralec

    ResponderEliminar

Dedica un minutito de tu tiempo a dejarme un comentario; son realmente importantes para mí y me ayudarán a mejorar, al margen de la ilusión que me hace saber que hay personas de verdad que entran en mi blog. ¡Muchas gracias!❤