lunes, 23 de septiembre de 2019

Netflix sin chill.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Trufas se revolvió a los pies de la cama de Mimi cuando yo abrí la puerta, muy despacio. No quería sobresaltarla y que se negara a ayudarme. Llevaba casi una hora intentando hacer las cosas yo solo, pero me era imposible. No entendía cómo mamá podía apañárselas para llevar toda la casa y ni siquiera despeinarse. Puede que fuera que ya estaba acostumbrada, las más de dos décadas que llevaba siendo un ama de casa casi de forma profesional, pero no me entraba en la cabeza que pudiera hacer que todo pareciera tan fácil.
               -Mimi-musité, acuclillándome al lado de mi hermana, en la penumbra. Ella respiraba profundamente, con los ojos cerrados firmemente, negándose a alejarse de un sueño que seguro estaba disfrutando mucho, del que a mí me dolía en el alma sacarla, pero lo primero era lo primero-. Mimi-repetí, y Trufas levantó una oreja, como un ave que comprueba las corrientes de aire justo antes de echar a volar-. Mimi, despierta. Necesito que me ayudes con una cosa-la zarandeé suavemente por el hombro, y la nariz de mi hermana se arrugó mientras un desconsiderado la sacaba del mundo de sueños que estaba conquistando.
               Mimi suspiró sonoramente, lanzó un bufido, entreabrió los ojos y me miró a través de la bruma de su somnolencia. Encendí la luz y me mordisqueé el labio. Lo siento muchísimo, pequeña, pero tengo que hacer esto.
               Notaba una maraña horrible en mi estómago, como si un trapecista se estuviera asegurando de que las cuerdas que sujetaban la red de debajo estaban bien colocadas. Y también tenía una presión en el interior de la cabeza, como si estuvieran hinchándome un globo dentro y ya hubiera llegado al límite de resistencia de mi cráneo. Tenía que salir todo perfecto, absolutamente todo. No había pegado ojo en toda la noche; después de ver que Tommy y Scott ya estaban bien, e incluso habían dormido en la misma habitación, creí que se me quitaría un enorme peso de encima. En cierto modo, así había sido, pero mi preocupación por la pelea de mis amigos se vio sustituida por mis ganas de que todo con Sabrae fuera genial. Esa noche sería la primera que ella pasara en mi casa, y confiaba en que después de esa vinieran muchas otras, pero quería que fuera especial. A fin de cuentas, no se tiene más que una primera vez de cada cosa en la vida. Quería que le encantara mi casa, que quisiera venir cuando estuviera aburrida, que estuviera ansiosa de que la invitara y se presentara sin previo aviso cuando yo no lo hiciera, sorprendiéndome después de venir del trabajo con una buena sesión de mimos en el sofá o, ¿por qué no?, de sexo en mi cama.
               Ah, joder, tenía que cambiarle las sábanas a la cama. Pero las que tenía eran las de un suave tono lavanda, y a ella le encantaba el lila, así que quizá fuera buena idea meterlas en la lavadora, después en la secadora, finalmente plancharlas y luego ponerlas en mi cama como si no hubiera pasado nada. Le echaría un extra de suavizante durante el lavado. Puede que, incluso, las planchara justo antes de que ella fuera a llegar. Así estarían calentitas y ella estaría mucho más cómoda. Se quitaría antes la ropa. Tendríamos más tiempo para hacerlo.
               Sí, definitivamente necesitaba la ayuda de mi hermana.
               -¿Qué pasa, Alec?-gruñó Mimi, frotándose los ojos y dejando caer su mano sobre el colchón, al lado de su cuerpo, haciendo de barrera natural entre ella y yo. Me mordí el labio y susurré, en el tono más suplicante sin rayar en lo patético que pude:
               -Necesito que me ayudes a poner la lavadora.
               Mimi parpadeó despacio mientras su ceño fruncido se acentuaba más y más.
               -¿Qué?

               -La lavadora. No sé qué programa ponerle. Es decir… tiene una puta infinidad. ¿Para qué hacen falta tantos programas y tantos botones y tanta historia? ¿Por qué no ponen uno de “simple lavado” y ya está? No sé dónde tengo que calcar para que me lave bien las camisas y los vaqueros.
               -¿Es coña? Alec, son las siete y media de la mañana.
               -Es que tengo mucho que lavar. Por favor, Mím-supliqué, dejando que mis rodillas entraran en contacto con el suelo (sí, le estaba suplicando oficialmente, humillándome por completo) y pegando mi nariz a la suya-. Por favor. No sé cómo funciona la lavadora, y tengo miedo cagarla con toda la ropa. Quiero lavar el armario entero.
               -¿Qué necesidad…?-bufó, mustia, dándose la vuelta, tapándose hasta las cejas y convirtiéndose en una crisálida de capullo hecho de funda nórdica. Ni siquiera terminó la frase, seguramente porque no quería herir mis sentimientos, que estaban visiblemente a flor de piel.
               -Hoy viene Sabrae.
               -Dentro de más de 12 horas.
               -Por favor. Quiero que esté todo perfecto-Mimi suspiró, y yo añadí-: nunca ha entrado en mi habitación.
               Mimi asomó la cabeza por el extremo del capullo en el que se había convertido, se giró y se me quedó mirando. Junté las palmas de las manos en el gesto de súplica universal y ella suspiró, asintió con la cabeza y tiró de la manta para destaparse hasta el vientre. Se frotó de nuevo los ojos y bufó:
               -Te explico cómo funciona y luego me vuelvo a la cama.
               -Gracias. Gracias, Mimi, guapísima-me abalancé sobre ella y la cubrí de besos-. Te debo una muy gorda.
               -Me conformo con que me dejes dormir-gruñó, poniéndome una mano en el pecho y apartándome de malos modos mientras se incorporaba y buscaba sus zapatillas. Trufas se dio la vuelta en la cama, de modo que quedara mirando la pared, para dejarnos claro que consideraba que la cosa no iba con él.
               Troté escaleras abajo en el más absoluto silencio mientras Mimi me seguía como un alma en pena. Seguro que lamentaba ahora el tiempo que había pasado ayudando a mamá en las tareas domésticas mientras yo estaba por ahí ganándome el pan, nevara, lloviera, o hiciera sol, llevando paquetes llenos de ilusión a destinatarios que siempre se sorprendían de lo poco o lo mucho que habían tenido que esperar por ellos (nunca había término medio). Cuando llegamos a la cocina y se inclinó para estudiar los programas de la lavadora, yo me quedé tan cerca de ella, dispuesto a aprender todos los secretos de las tareas domésticas, que incluso la agobié.
               -¿Me dejas respirar?
               -Lo siento.
               Mimi puso los ojos en blanco, toqueteó algo en la pantalla táctil de la lavadora, y arrugó la nariz.
               -Tus camisas son de algodón, ¿no?
               -La que menos tiene es un 95%.
               -¿Sí o no, Alec?-gruñó.
               -Sí.
               -Vale, entonces…-volvió a toquetear un par de veces más, y de la lavadora surgió una especie de cajoncito con varias divisiones.
               -Hostia-exclamé, dando un brinco y saltando hacia atrás. Mimi frunció el ceño-. No me esperaba que pasara eso.
               -¿Dónde te pensabas que se metía el detergente, entonces?
               -En el círculo.
               Mimi puso los ojos en blanco.
               -Se llama “tambor”.
               -Ya lo sé. La he arreglado varias veces, ¿recuerdas?
               -Sí, pero lo que es ponerla… mira, ahora tienes que echar esto aquí-empezó a enseñarme un montón de productos de limpieza que yo no tenía ni idea de que tuviéramos en casa. Casi siempre iba yo a comprar al supermercado con mamá para ayudarla a cargar con las bolsas, pero nunca me fijaba en lo que ella cogía: estaba demasiado ocupado hablando con mis amigos o comiéndome con los ojos a las dependientas o las clientas que no pasaran de los 30 años (por eso, en parte, me gustaba acompañar a mi madre, porque hay mucho donde escoger en un supermercado los lunes por la tarde, casi tanto como un sábado por la noche en una discoteca; que con eso tuviera cubierto el cupo semanal de tareas domésticas también influía, claro está).
               Después de marearme con un montón de botes de líquidos de varios colores, pastillas y polvos de todos los tamaños, finalmente Mimi sacó una caja de toallitas (para qué coño las querrá…), y abrió el tambor de la lavadora. Frunció el ceño.
               -¿No le has dado la vuelta a la ropa?
               -¿Para qué? Si tienen manchas, estarán por fuera, no por dentro. Yo estoy limpio cuando me visto.
               Mimi parpadeó en mi dirección, y sin previo aviso, metió la mano hasta el fondo del tambor de la lavadora y sacó toda la ropa que yo había metido con mucho esmero dentro. Incluso la había doblado.
               -Tienes que darle la vuelta. Ya te lo he metido todo, así que, cuando acabes, le das a inicio. Suerte, hermano-me dio una palmada en el hombro y se encaminó a la puerta de la cocina.
               -¿No vas a ayudarme?
               -Alec, son las ocho menos cuarto de la mañana de un sábado. Ninguna persona normal estaría despierta a estas horas. Claro que para ti es un misterio, porque no has sido normal en tu vida.
               -¿Cuánto va a tardar?
               Mimi se apoyó en el marco de la puerta y suspiró. Sus hombros se hundieron visiblemente.
               -Unos tres cuartos de hora. ¿Me dejarás dormir ese tiempo?
               -Tengo vaqueros, después. Y la ropa del gimnasio. Hoy voy a quedarme todo el día en casa limpiando, así que quería…
               -Al… no me cuentes tu vida. Cuando termine la lavadora, lo metes todo en la secadora y repites la operación, ¿vale?
               Sin más, se marchó de la cocina, porque de haberse quedado un minuto más probablemente me habría apuñalado con el cuchillo de cortar sushi que mamá había comprado con los puntos del supermercado. Yo me quedé sentado frente a la lavadora, mirando hipnotizado cómo la ropa daba vueltas y más vueltas, se llenaba de espuma y luego se limpiaba con unos chorros de agua que salían casi a presión, y, cuando la lavadora pitó para avisarme de que había acabado, lo metí todo con mucho cuidado en un balde de plástico, a pesar de que la secadora estaba al lado de la lavadora.
               Me quedé mirando los controles y…
               -Mimi…
               -Dios mío-gruñó ella, haciendo una X con sus manos sobre sus caderas-. ¿¡Qué!?
               -No sé cómo funciona la secadora.
               -Joder-se levantó de muy malos modos, encerrando a Trufas en una cárcel de funda nórdica, y salió de su habitación en tromba. Me explicó a toda velocidad cómo funcionaba la secadora y se quedó mirando cómo yo toqueteaba con muchas dudas los botones que ella me iba indicando, intentando memorizar el orden para cuando tuviera que hacerlo solo-. ¿Necesitas algo más? ¿Sabes montarla la aspiradora?
               -También la he arreglado varias veces-le recordé a la defensiva, pero ella alzó una ceja.
               -Eso no significa que sepas cómo funciona. Te lo repito, ¿sabes montarla?
               -No puede ser tan difícil.
               -Tampoco es tan difícil poner la lavadora y yo he tenido que venir a ayudarte-me recordó, yendo al vestíbulo. Regresó con la caja de la aspiradora y la colocó con un ruido sordo sobre la isla de la cocina mientras la secadora empezaba a ronronear. Mimi esperó pacientemente a que yo fuera a por más ropa para lavar y la metiera con torpeza en la lavadora. Después, me explicó cómo preparar la aspiradora para limpiar, después de hacerme prometerle que no la encendería hasta que no se hubiera levantado de manera “oficial”.
               -Tampoco es que pensara hacerlo-me chuleé tras desenganchar mi meñique del suyo-. No quiero despertar a mamá con el ruido.
               -Ah, o sea, a mí que me den, pero a mamá no quieres molestarla, ¿verdad?-Mimi puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza.
               -Si no he ido a despertarla es porque estará cansada. Tiene mucho trabajo-le recordé, y Mimi hizo una mueca.
               -O más bien porque no quieres que te pregunte por qué te estás comportando como si fueras un lacayo de Downton Abbey-espetó, y sin más, salió de la cocina. Me juré a mí mismo que no le pediría más ayuda en lo que quedara de día, básicamente porque había dado en el clavo y yo no quería darle la razón.
               Sí, quería que mi casa estuviera perfecta, y sí, quería hacerlo yo solo en parte porque me apetecía sentir el orgullo propio de un trabajo bien hecho, como cuando terminas el turno quince minutos antes de lo que se supone y te puedes largar antes a casa. Quería saber que las cosas que estuvieran bien en mi casa se debían sólo a mí, y poder presumir de ello sin cargos de conciencia ante Sabrae, que muchas veces me había reñido por no dar un palo al agua en casa (aunque, siendo sincero, creo que ella no era justa conmigo; yo tenía que trabajar, y mi madre sólo se tenía que ocupar de la casa, al contrario que la suya, que sí tenía un trabajo fuera y por tanto necesitaba ayuda), y ver cómo se sorprendía de las cosas que estaba dispuesto a hacer por ella. Las cosas que hacemos por amor…
               Pero, sobre todo, sobre todo, la razón principal de que estuviera haciéndolo todo a solas era porque no quería que mamá descubriera a qué iba a dedicar la casa durante la noche, cuando la tuviera sólo para mí. Ni siquiera sabía que tenía pensado quedarme en casa, y yo no haría nada que la pudiera sacar de esa idea: hasta donde ella sabía, yo no paraba en casa ningún sábado, y éste no tenía por qué ser una excepción. Si había estado la semana pasada en casa de Sabrae, perfectamente podía volver a tener un plan de acampada con ella en cualquier otro lugar. Seguro que la avisaría de si la traía a casa, para que pudiera dejarlo todo como mi chica se merecía. No; yo, hoy, saldría de fiesta, como siempre, y si tenía suerte me encontraría con mi chica. Y si no, tampoco pasaría nada: bebería un poco más y volvería un pelín más borracho a mi hogar, ya que el tiempo que no hubiera pasado con ella lo habría invertido en bailar, cantar y también jugar a juegos en los que el alcohol eran las únicas cartas o dados que se necesitaban. Cuando ella regresara de su cita nocturna con Dylan, yo o bien aún no habría llegado, o bien estaría acostado y durmiendo la mona, con el estómago trabajando a mil revoluciones por minuto (aproximadamente las mismas que llevaba ahora la lavadora, que estaba centrifugando) y con un hambre canina al día siguiente. Mientras ella estaba en el teatro, o de cena, o paseando por la Londres más fotogénica, iluminada por las luces de las farolas y los barcos que se paseaban por el Támesis, o tomándose una copa con su marido en alguna terraza pija, de ésas a las que sólo iban de vez en cuando a pesar de que podían permitirse ir todos los fines de semana, yo estaría encerrado en el piso inferior de cualquier bar de mala muerte, tomando garrafón como si me fuera la vida en ello, frotándome contra toda chica que quisiera bailar conmigo, o metiéndole la lengua hasta el esófago (y lo que no era la lengua en lo que tampoco era el esófago) a Sabrae en cualquier esquina o cualquier baño.
               Y como mamá se enterara de que mis planes esa noche pasaban por estar tirado en el sofá, dándome mimos con Sabrae, celebrando la victoria de Scommy sobre sus respectivos egos, y teniendo sexo desenfrenado en mi cama, no me dejaría en paz en la vida. Casi podía escuchar ya sus preguntas emocionadas: ¿cuánto lleváis? ¿Llevas la cuenta? ¿Por qué no me dijiste que ibas a traerla a casa? ¿Qué le gustaría para cenar? Debería cancelar mis planes para esta noche y prepararle una cena como ella se merece. ¿Vais a ver una película o una serie? ¿En el salón o en tu habitación? ¿Tienes todo lo que necesitas para tener sexo con seguridad? Toma veinte libras, sólo por si acaso (mamá, no sé adónde te piensas que voy yo con 20 libras para condones, pero no es muy lejos y, francamente, me parece un poco insultante). Si quieres que Dylan y yo nos pongamos tapones para dormir, dínoslo. O si quieres que te dejemos el salón despejado, dínoslo. Se quedará a desayunar, ¿no? (Joder, espero que sí). ¿Trae pijama o necesita uno de Mimi? (Joder, espero que no).
               ¿Vais en serio?
               ¿Qué vais a hacer cuando tú te vayas a Etiopía?
               Bueno, no pasa nada. Seguro que se os ocurre algo.
               Sí. Eso esperaba, que se nos ocurriera algo. Necesitábamos que se nos ocurriera algo. Puede que no fuéramos nada oficial, pero desde luego, no éramos precisamente nada. Lo éramos más bien todo, y, como le había dicho hacía una semana, medio mundo no es nada. Conseguiríamos sobrellevarlo, pero yo no quería pensar en eso ahora. Sólo quería centrarme en la noche que me esperaba, a la que aún tenía que dejar paso su antecesora. Me quedé mirando el horizonte, que se teñía poco a poco de añil mientras el sol se decidía a asomarse con pereza entre los rascacielos y los árboles, justo antes de enfrentarse a las nubes.
                Me saqué el móvil del bolsillo de los pantalones y lo desbloqueé. Entré en la aplicación del tiempo y comprobé que el amanecer estaba previsto para dentro de diez minutos. Lo bloqueé de nuevo, lo hice girar entre mis dedos como una peonza, dándole vueltas a todo lo que tenía que hacer. Pasar la aspiradora, en los dos pisos. Fregar los baños, el del piso inferior y el del superior. Poner el lavavajillas. Planchar la ropa que estaba lavando. Recoger mi habitación. Ordenar mi habitación. Hacer que mi habitación no pareciera una leonera. Y que oliera bien. Cambiar las sábanas. Cepillar a Trufas, que estaba empezando a echar pelo, para que todo mi trabajo no se fuera a la mierda en cuestión de horas. Pero, claro, el conejo no me iba a dejar adelantar trabajo.
               Dios, tenía la cabeza trabajando a mil por hora, y eso que aún no había salido el sol, pero yo ya estaba agotado. Y, sin embargo, no podía sentirme más lleno de energía; era una mezcla rara, como si mi cuerpo no supiera muy bien cómo proceder.
               Y odiaba tener que esperar. Ojalá mi familia se levantara de una vez para que pudiera empezar a hacerlo todo como yo quería, en lugar de consolarme con estar sentado frente a la lavadora.
               La pantalla de mi teléfono se encendió con el movimiento, y yo me quedé mirando la foto de Sabrae riéndose que me había puesto de fondo de pantalla. Joder, qué preciosa era. El cabrón con más suerte del mundo por poder llamarla mía. Por poder preparar mi casa para que ella viniera a dormir. Por poder madrugar para trabajar para ella.
               Deslicé el dedo por la pantalla y me metí en nuestra conversación de Telegram, que había terminado conmigo avisándola de que ya había llegado a casa, iniciando así una guerra de “me apeteces” y emoticonos de corazones de todos los colores. Toqué el icono de los videomensajes y me recliné hacia atrás.
               -Buenos días, bombón. O, bueno, debería decir noches… mira, aún no ha salido el sol-le mostré las ventanas a través de las cuales acechaba la oscuridad y sonreí-, pero yo ya estoy activo. Tengo muchísimas ganas de lo de hoy. O sea… mira qué hora es. Temprano, ¿eh? Pues ya llevo un par de horas despierto, haciendo cosas. Creo que voy a estar cansado para cuando llegues. Deberías venir de tarde, cuando todavía me queden fuerzas, y aún podamos hacer algo-le guiñé un ojo, me mordí el labio y luego mi vista se perdió en la lavadora-. No me puedo creer que lo hayamos conseguido, Saab-sonreí-. No me puedo creer que sean las nueve menos veinte y yo esté aquí, sentado en el suelo de mi cocina, mirando cómo da vueltas la ropa dentro de la lavadora y pensando en que mi vida no podría ser mejor. Y todo es por ti. Joder. Te quiero un montón, Saab.
               Toqué el icono para enviar el mensaje y me quedé mirando cómo se cargaba hasta que finalmente era subido a la nube, donde esperaría pacientemente a que Sabrae se despertara y lo abriera.
               A no ser…
               Me lo reenvié a mí mismo y luego lo borré. ¿Qué mejor muestra de amor que madrugar para alguien? Mamá hacía lo mismo todos los días con nosotros; era su forma de decirnos que nos quería, y sólo cuando bajábamos y descubríamos el desayuno tan delicioso que nos había preparado y nos veía las caras, sentía que todo el esfuerzo había merecido la pena. Bueno, pues yo quería lo mismo con Sabrae. No quería que se enterara sola en su habitación de que me había levantado muy temprano para prepararlo todo. Quería que lo descubriera de primera mano, que lo escuchara de mis labios, poder ver cómo se le achinaban los ojos y las virutas de chocolate de su nariz formaban pequeñas nebulosas al sonreír.
               Puede que fuera egoísta, pero todos los enamorados lo somos, en cierta medida. Por eso borré el mensaje.
               Y por eso me quedé sonriendo como un bobo mientras la ropa seguía dando vueltas. Porque sabía que iba a ver la sorpresa pintando una preciosa ensenada en su boca, y sus ojos reflejando galaxias. Cuando salió el sol, para no perder la costumbre y como ya me encantaba hacer para empezar el día, le envié un videomensaje dándole los buenos días, con el toque añadido de decirle que tenía muchísimas ganas de que el sol se pusiera y volviéramos a estar juntos.
               Imaginármela abriendo el mensaje y sonriendo al escucharme hizo que espabilara. Me quedaba mucho que hacer y no podía dormirme en los laureles, por muy bien gestionado que creyera que tenía el tiempo. Tuve que subir a la habitación de Mimi una última vez para preguntarle cómo tenía que planchar la ropa (eso era la parte que más miedo me daba de todo el tema de hacer las tareas), y, harta, se levantó, me pegó un almohadazo y atrancó la puerta de su habitación con una silla mientras yo aún permanecía en el pasillo, demasiado estupefacto por su arrebato de ira como para reaccionar y tratar de echar la puerta abajo. No es que fuera a intentarlo, de todos modos: tenía demasiadas cosas que perder, y no me había levantado como un ninja a trabajar en solitario para que mamá no me escuchara y se riera de mí para echarlo ahora todo a perder.
               Con la determinación terminarlo todo por la mañana, cuando Mimi estuviera más despierta y pudiera ayudarme, me quedé un momento plantado en el vestíbulo interior de la casa, al pie de las escaleras, meditando sobre lo que debía hacer a continuación. Y, después de recoger un poco el salón para que no pareciera una pocilga en la que los DVD y Blu-ray de las películas que todos íbamos al catálogo cinematográfico familiar, se me ocurrió una idea.
               Una idea brillante, la verdad. Le había tocado mucho los huevos a Mimi y, vale, ella había sido muy borde, pero se debía más bien a que la había sacado de la cama a reticencias a ayudarme. A fin de cuentas, había venido conmigo a la cocina en cuanto le confesé que estaba nervioso, así que mi hermana se merecía una disculpa. Me quité la ropa de andar por casa y, aprovechando que me quedaba aún una última tanda de ropa por lavar, la lancé al tambor de la lavadora y me marché de casa en busca de algo con lo que pedirle disculpas a mi hermana. Me fijé en que la luz de la habitación de Jordan estaba encendida; seguramente se había despertado para mear una de las tropecientas cervezas que se había tomado por la noche, estando en una fiesta a la que yo no había querido asistir. Le envié un mensaje diciéndole que las pajas mañaneras eran muy de niñato de 15 años, y a los diez segundos de escribirlo, se asomó a la ventana de su habitación. Abrió el cristal y sacó medio cuerpo fuera, al aire helado de la mañana de finales de enero, principios de febrero.
               -¿Adónde coño vas tan temprano?-quiso saber, frunciendo el ceño en la distancia-. ¿Tienes turno a estas horas?
               -Qué va. Voy a por algo para hacerle la pelota a mi hermana. Me ha ayudado con un par de cosas de casa-expliqué en susurros que le llegaron altos y claros. Me subí en la moto, le di una patada para quitarle a pata, y la máquina lanzó un bufido cuando las dos ruedas cedieron un momento ante su propio peso, justo antes de que mi pie las sostuviera en su lugar-. ¿Sabes? Llevo desde las siete levantado haciendo cosas, aunque me he despertado un poco antes.
               -¿Por Sabrae?-preguntó Jordan, en un tono ligeramente jocoso que debería haberme ofendido, pero no lo hizo en absoluto. Sabía que estaba conteniendo sus ganas de echarse a reír: quién te ha visto y quién te ve, Alec, decían esas dos palabras entonadas de aquella manera. Asentí-. Sinceramente, Al, me sorprende que hayas conseguido dormir algo. Conduce con cuidado, tío: puede que haya hielo en la carretera.
               -Descuida. Ya no tengo tanta prisa como tenía antes.
               Jordan agitó la cabeza, y sus rastas bailaron a su alrededor, mientras yo iba dando saltitos sobre la moto para no arrancarla demasiado cerca de casa. Veinte minutos después, regresaba a mi calle y repetía la operación, aprovechando la inercia del viaje para hacer que la moto se deslizara hasta el camino de entrada de mi casa. Con una caja de seis donuts del Dunkin’ Donuts en una mano y las llaves en la otra, abrí la puerta del garaje, arrastré la moto dentro y volví a clausurar la casa.
               Creí que seguiría solo cuando abandoné el garaje y me adentré en la casa, pero me topé con Dylan cuando llegué a la cocina. Me detuve en seco al verlo, pues no esperaba tener compañía, y mucho menos la suya, hasta pasadas unas horas.
               Dylan me miró un par de segundos, analizándome tras sus gafas de pasta que le hacían parecer un hipster, antes de inclinarse hacia su café humeante y hacer que sus lentes se empañaran. Una sonrisa le bailaba en el hueco que su barba dejaba para la boca.
               -Veo que has decidido levantarte temprano-observó, señalando la caja azul con dibujos negros y contornos blancos que me colgaba de los dedos. Me miré las manos como un imbécil, como si no supiera a qué se refería.
               -Oh. Sí. Eh… me he levantado con antojo de donut y, ya sabes, como yo no voy a parir a ningún crío al que le puedan salir manchas…
               Dylan rió por lo bajo.
               -No estaba hablando sólo de los donuts, Al.
               Y le lanzó una mirada cargada de intención al montón de ropa cuidadosamente doblada, como Mimi me había explicado (y también había visto en tutoriales de Youtube) que esperaba pacientemente a que me decidiera a intentar plancharla.
               De poco habría servido pensar en una excusa que hiciera que Dylan no se descojonara aún más de mí: de toda la casa, la única que no estaba al corriente de lo que iba a suceder esa noche y de lo importante que iba a volverse para mí, era mi madre. Dylan estaba en el ajo conmigo; de hecho, él se había convertido en mi coartada principal.
               Tras hablar con Mimi de lo que podría hacer para alejar a nuestros padres de casa durante el sábado por la noche y así tener intimidad con Sabrae, me había armado de todo el valor que un crío como yo puede acumular en su interior y me había encaminado al estudio de Dylan. No me atreví a llamar a la puerta, eso sí, porque soy respetuoso con el trabajo de los demás. Nadie me molestaba cuando entrenaba para una competición, ni tampoco lo hacían cuando sabían que estaba en el gimnasio para mantener un nivel mínimamente decente, y yo lo agradecía, así que, ¿qué menos que pagar al resto con la misma moneda?
               Además, no quería enfadarlo. Quería que estuviera predispuesto a decirme que sí, así que no le molestaría.
               Tuve que esperar un buen rato a que finalmente saliera de su estudio, con la cabeza un poco alborotada, lo cual me venía de perlas, si he de ser sincero.
               -Dylan-troté hacia él para ponerme a su altura, lo cual no me costó mucho, pues era más bajo que yo y no se esperaba que hubiera nadie esperándole. Frunció el ceño y se empujó las gafas por el puente de la nariz.
               -Al. Hola. ¿Qué pasa? ¿Querías algo?
               -Sí, mira…-ahí había empezado a retorcerme las manos como un villano de dibujos animados; incluso me crujieron varias falanges-. Me preguntaba si… podrías tenerme la casa libre el sábado.
               Dylan frunció el ceño. Por supuesto, estaba más que al corriente de que Sabrae y yo habíamos vuelto. Me pasaba un montón de tiempo en casa de Scott, lidiando con él expulsado y deprimido porque Tommy no le hablaba, pero también poniéndome negro a follar (o eso creía él. La realidad era un poco menos prometedora).
               -Eh… pues… depende de tu madre. ¿De qué hora a qué hora?
               -Por la noche. Toda la que puedas.
               -¿Puedo preguntar para qué la necesitas? ¿Quieres hacer una fiesta por algo?
               -Quiero traerme a Sabrae-confesé, y Dylan asintió con la cabeza, dio un paso y me puso una mano sobre las mías. Me las estaba retorciendo tan rápido que las tenía al rojo vivo. Mi padrastro alzó las cejas.
               -Ya veo.
               -Es que el sábado dormí con ella, como sabrás, y, bueno… me gustaría que pasara la noche conmigo, y tener un poco de intimidad. Ya he hablado con Mimi, y en lo que a ella respecta va a estar fuera toda la noche. Sería genial que mamá y tú me pudierais dejar la casa libre, aunque sea durante… no sé, la mitad de la noche. Por supuesto, no pretendo que os vayáis a dormir a un hotel… porque sería pasarse, ¿no?-puse ojos de corderito degollado, sorprendido ante mi idea. Joder, debería haberles reservado una habitación de hotel con mi tarjeta y haber disfrazado aquello de un regalo de aniversario cuya fecha me había bailado unos días. Bueno, meses.
               -Buen intento, chaval, pero no creo que haya nada decente a estas alturas-Dylan se echó a reír, divertido ante mi ocurrencia, y me dio una palmadita en el hombro. Me pasé la lengua por las muelas y puse los ojos en blanco.
               -Entonces, ¿eso es un no?
               -¡Por supuesto que te dejaremos la casa libre, Al! Ya hablaré con tu madre y seguro que ella misma sugiere que durmamos en el invernadero. O en el banco de un parque.
               -De hecho… preferiría que mamá no supiera nada. Ya sabes cómo se pone cuando tratamos el tema de chicas.
               -Cuando tratáis el tema “Sabrae”, más bien-Dylan me guiñó un ojo y me dio un codazo-. Como quieras. Pero… deja que piense en algo, ¿quieres? Supongo que no te bastará con el tiempo que tardemos en cenar y dar una vuelta.
               -¿Qué te parece un musical? A Mimi y a mí se nos ha ocurrido eso. Podrías llevártela a ver un musical, o al teatro, o a un concierto, y luego a cenar…
               -Así que tu hermana también está metida en esto, ¿eh?-se cruzó de brazos y alzó una ceja.
               -De hecho, la idea de que hagáis algo más que cenar surgió de ella.
               -Qué lista. Bien, pues…-se acarició la barba-. Supongo que podríamos ir a ver algo, sí.
               Le había sugerido Mamma mia, y él había respondido que sería casi imposible conseguir entradas para ese sábado si ya estábamos en su misma semana. Pero mi padrastro me subestimaba, y rápidamente tiré de mis hilos para conseguir unas entradas decentes, cortesía de un compañero de trabajo mío, que resultaba ser amigo de un hijo de uno de los directores del Teatro Novello, donde se representaba la función de Mamma mia casi diariamente.
               Cuando les había presentado las entradas a la hora de comer, mi padrastro me había mirado alucinado mientras mamá fruncía el ceño y entrecerraba los ojos.
               -¿Qué es esto?
               -Me las acaban de regalar, y como a mí no me van esas cosas de los musicales…
               -Pero a tu hermana sí le gustan-sentenció mamá, tendiéndome las entradas-. Deberías dárselas a ella.
               -Yo no… ya lo he visto, con el instituto, mamá, ¿recuerdas?
               -A ti te gustaba, Annie-insistió Dylan.
               -Mamá, es un regalo que te está haciendo tu hijo favorito-la regañé-. No seas maleducada y coge las puñeteras entradas. Será mi regalo de aniversario para vosotros dos.
               Mamá frunció el ceño.
               -Hoy no es nuestro aniversario.
               -¿Qué dices, mamá?
               -Nos casamos en verano. Deberías acordarte. Te pusiste ciego a tarta nupcial.
               -Es que estaba deliciosa, pero no cambies de tema. Estoy hablando de vuestro primer aniversario.
               Mamá suspiró.
               -Tampoco es el aniversario de que nos conocimos.
               -Mamá. ¡Hola! Ya sabes de qué hablo-y Mimi se puso roja como un tomate, escondiéndose detrás de su flequillo y su cortina de pelo caoba, mientras mamá me miraba con ojos como platos-. Considéralo un regalo adelantado, por si estoy ocupado el 14. Anda que… ya te vale a ti también, ¿eh? Quedarte embarazada en febrero… como si en el mundo no hubiera suficientes escorpios.
               -¿Al?
               La voz de mi padrastro me devolvió a la realidad con la fuerza de la gravedad de un agujero negro. Le miré un segundo, sin reconocerlo, y luego me eché a reír con nerviosismo.
               -Perdón. Estaba… perdón. ¿Qué decías?
               -Nada. Sólo que, de saber que te ibas a poner en modo trabajador, habría invitado a Sabrae a casa yo mismo. Claro que puede que a Mimi no le hiciera tanta gracia, ¿verdad?
               -¿Nos has oído? ¿Hemos hablado alto? ¿Mamá está despierta?
               -No-se echó a reír-. Tranquilo. Pero reconozco la caja de seis donuts en cualquier parte. Se la has traído demasiadas veces como para que yo no me dé cuenta de que tratas de compensarla por algo-me dio una palmadita en la espalda, se terminó su café y se frotó las manos-. Bueno. Si me necesitas, estaré en mi estudio. Supongo que no hará falta que lo limpie, ¿verdad?-se cachondeó, y, sin más, salió de la cocina, dejándome con una caja de donuts cuyo olor me hacía la boca agua y con una sensación de que me habían vacilado de una forma increíble.
               Al menos, cuando mamá se levantó (bastante antes que Mimi, por cierto; no sé si estaba haciendo una especie de protesta durmiente por lo mucho que la había hecho trabajar), ya no tenía ninguna excusa para no hacer ruido y pude ocuparme de las tareas más importantes. Me ocupé del piso superior mientras el robot aspirador se ocupaba del inferior, aprovechando que Trufas estaba encerrado en la habitación de Mimi y no podía salir para tumbarse sobre el aparato en cuestión. Fregué los baños (los dos), mientras mi madre comprobaba que toda la ropa estaba bien lavada y que había elegido el programa correcto de lavado para la ropa de mi cama. Y, después, cuando me disponía a planchar mis camisas y mis vaqueros, me acojoné y se lo pedí a ella… porque puede que quisiera hacerlo todo yo, o la mayor cantidad de cosas posibles, pero no era un psicópata ni un irresponsable, y no quería quedarme con menos diez camisas que vestir esa tarde.
               Dejé mi habitación, lo más importante, para el final, porque soy así de gilipollas. Me encargué de reordenar el armario, colocando las camisas recién planchadas con mucho cuidado de no arrugarlas, y sacando las bolsas de deporte viejas que había dejado hechas una bola al fondo del armario para llevarlas a algún sitio en el que no se vieran bajo ninguna circunstancia. Puse las sábanas limpias en la cama y luego me quedé sentado en el suelo, para no arrugarlas, mientras repasaba mentalmente mi lista de cosas pendientes. Que yo recordara, sólo me quedaba ducharme. La habitación estaba recogida, la casa estaba como los chorros del oro, y todavía tenía unas horas libres para la llegada de Sabrae. Ya había sacado los platos del lavavajillas, y nadie más que nosotros dos iba a usar la vajilla esa noche: Dylan y mamá cenarían en un restaurante del centro, y Mimi había quedado con sus amigas para comer algo por ahí antes de salir de fiesta.
               Me imaginé a Sabrae tumbada en mi cama, cerrando los ojos mientras la embargaba el olor de mis sábanas limpias, arrimándose a mí e inhalando el aroma que desprendía mi cuerpo, sonriendo cuando su nariz reconociera ese aroma a hogar… ¡eso es! Podría darle un poco más de ambiente a mi habitación. A Mimi le gustaba muchísimo el olor de la lavanda, y tenía varias velas que quizá pudiera prestarme. Si se ponía tozuda, le compraría el doble cuando fuéramos a IKEA.
                -¿Me prestas unas velas aromáticas?-pregunté al abrir la puerta de su habitación. Descubrí que ya había empezado a elegir su conjunto para esa noche, lo cual lo habría visto hasta un ciego: ya tenía vestidos de fiesta, pantalones y tops tirados por el suelo, en una marea de residuos de moda.
               -¿Para qué?-quiso saber, perspicaz.
               -Para comérmelas. ¿A ti qué te parece?
               -¿Vas a poner velas en tu habitación?-alzó las cejas y yo asentí-. ¿Hasta cuándo?
               -Eh… pues, no sé. Tenía pensado quitarlas cuando faltaran cinco minutos para que viniera. Para que, ya sabes, no esté tan concentrado el olor. Porque dejarlas puestas será pasarse, ¿no te parece?-tanteé. Ahora que me había preguntado, la verdad es que no me parecía tan mala idea dejarlas donde estaban. Le darían un toque romántico a la noche que…
               -Hombre, no sé. ¿Quieres follártela o pedirle que se case contigo?-espetó mi hermana, mordaz, y yo puse los ojos en blanco.
               -A las tías os gustan las velas-decidí eludir la pregunta porque ni una cosa ni la otra, pero no podía decirle a Mimi que no quería “follarme a Sabrae” porque eso me parecía demasiado impersonal y muy propio de la versión de mí mismo que había sido durante tantos años, versión que ya no era, porque sabía que si se lo decía, se metería conmigo de por vida.
               Pero Mimi no iba a dejar pasar la oportunidad.
               -¿Quieres follártela-repitió, más despacio esta vez, como si fuera bobo-, o pedirle que se case contigo?
               -Quiero que le guste estar aquí-respondí muy digno-, porque quiero que le apetezca volver. No voy sólo a follármela-y, como el rey del drama que soy, cerré la puerta de su habitación de un portazo. Recogí la ropa que me pondría hasta volver a cambiarme para cuando ella viniera para ir a la ducha y, con el móvil en la mano y la muda en la otra, me dirigí al baño. Me encontré con Mimi en el pasillo, que iba con rumbo a mi habitación con un paquete sin abrir de velas de lavanda entre las manos-. Ya no las quiero.
               -Pues las voy a encender igual. Para que te fastidies-me sacó la lengua mientras sonreía, se puso de puntillas y me dio un beso en la mejilla. Esperé hasta llegar al baño para echarme a reír.
               Ahora que sabía que lo tenía todo hecho, pude relajarme, y mi mente se ocupó de llevarme al paraíso que había preparado durante todo el día a base de imaginarme que las sensaciones que me embargaban eran cosa de Sabrae. La calidez del agua eran sus abrazos; las caricias de los chorros deslizándose por mi piel, sus manos recorriendo mis músculos de aquella forma tan característica suya, y las imágenes que veía cuando cerraba los ojos, su cuerpo desnudo, retorciéndose debajo de mí mientras le daba placer. Tuve que esforzarme para no masturbarme en la ducha, pero finalmente lo conseguí, después de recordarme mil y una veces que, al final, la noche anterior no habíamos hecho nada más allá de besarnos y tocarnos un poco. Ninguno de los dos había llegado al orgasmo, y todo había sido idea mía.
               Me había quitado la ropa para ella y me había regodeado en su forma de mirarme, como si fuera un trozo de su tarta favorita y ella una diabética en su cumpleaños, el único día en que puede desatar su yo goloso. Me dejé caer en su cama y ella se sentó a horcajadas encima de mí, aún con las bragas puestas pues se suponía que seguía con la regla, y empezamos a besarnos y besarnos y besarnos, y nuestras manos volaron y nuestros alientos se aceleraron, pero más lo hicieron nuestros dedos, hasta que ella empezó a tirar de mis calzoncillos para liberar una erección que le pertenecía íntegramente, se relamió, me miró desde abajo y comenzó a descender por mi cuerpo…
               … pero yo la detuve.
               -Quiero compartirlo contigo-le dije, y ella se mordió el labio.
               -Tengo que quitarme…-dejó la frase en el aire para que yo la completara, no porque le diera vergüenza hablar de esas cosas conmigo (me odiaría si alguna vez la hacía sentir incómoda por los procesos por los que pasaba su cuerpo una vez al mes), sino porque la sola mención de la palabra “tampón” serviría para cortarnos el rollo a ambos.
               -No me refiero a eso. Quiero compartirlo contigo. En mi cama. Mañana. Quedémonos con las ganas-ella había escalado de nuevo por mi cuerpo, y estaba frente a mí ahora, así que podía acariciarle la nariz con la mía y ronronear como un gatito. Había asentido con la cabeza, porque sabía que eso era mejor plan.
               Y nos habíamos quedado con las ganas. Lo habíamos conseguido juntos, así que por separado debería sernos incluso más fácil. Yo no podía controlar mi cuerpo cuando estaba en su presencia; a duras penas lo conseguía con otras chicas, pero con Sabrae me resultaba prácticamente imposible. Lo único que era capaz de hacer, era durar más, postergar mi placer por alcanzar antes el suyo. Siempre lo había conseguido, estuviera con quien estuviera, pero, ¿no hacer nada? Ni de broma. Eso era harina de otro costal. Y lo habíamos hecho, así que no iba a echarlo a perder.
               Con una toalla atada a la cintura, me quedé mirando mi reflejo en el espejo empañado mientras meditaba. Era una especie de masoquista sexual: me había convencido a mí mismo de que no iría más allá de fantasear con Sabrae, y de que sería mejor que parara, pero no podía dejar de hacerlo. Me torturaba a mí mismo.
               Ya no quedaba casi nada. Unas pocas horas, y la tendría conmigo, solo para mí, con la casa a nuestra entera disposición. Puede que no nos redujéramos sólo a mi cama. Puede que la tomara sobre la encimera de mi cocina, donde siempre había querido devorar a alguna chica.
               Devorar… se me acababa de ocurrir una idea genial. Puede que pudiera torturarla un poco antes de llevarla a mi habitación y reclamarla de aquella forma que tan bien se me daba, penetrándola y obligándola a mirarme a los ojos mientras la hacía mía de una forma que no podría olvidarse de que me pertenecía tan fácilmente.
               Pasé la mano por el espejo para que hubiera un trazado en el que pudiera verme reflejado, y me quedé mirando la suave sombra de barba que ya me nacía en la piel. Sabía que a Sabrae le gustaba que llevara barba, pero estaba en el punto intermedio en el que a las chicas les raspaba y no les hacía mucha gracia que te acercaras al espacio entre sus ingles. Y yo iba a comerme a Sabrae como si fuera el menú de una boda en la que me hubiera colado a última hora. Sabrae ya me había tenido así una vez, pero no en su sexo, sino en su boca, y no se había quejado mucho, pero nunca se sabe. Así que decidí enviarle un mensaje.
Hola, bombón estaba en la ducha y he pensado… ¿quieres que me afeite para esta noche? Creo que raspo un poco, y quiero que estés cómoda.
               No tardó ni cinco segundos en conectarse. Vi cómo bajo su foto aparecía un puntito verde, y rápidamente entré en el chat, para ver cómo empezaba a escribir.
Me da igual. Cualquier cosa está bien
Así que lo que decidas, Al
Dios mío, tengo MUCHÍSIMAS GANAS de esta noche.
Pero, bueno, te tengo que dejar, que ya me estoy preparando. Nos vemos en nada 😘
               Nos vemos en nada. Nos vemos en nada. Nos vemos en nada.
               Joder, joder, JODER. Todavía quedaban casi dos horas, vale, pero yo ya estaba histérico. Nunca había invitado a ninguna chica a casa. Sí que las había traído si la tenía libre, pero no había sido premeditado; lo de Sabrae estaba a otro nivel, y me gustaba sentir ese cosquilleo de nervios procedente de la anticipación, pero por otro lado… me daba miedo que hubiera algo que pudiera fallar y que se llevara una decepción. Yo estaba comodísimo en su casa; prácticamente, la consideraba un segundo hogar (la de Jordan no contaba), y quería que ella sintiera lo mismo. Tenía puestas unas expectativas tan altas en la noche que estaba seguro de que me terminaría decepcionando, pero no quería que le pasara lo mismo… y, sin embargo, me había dicho que se moría de ganas de venir.
               Me llené la cara de espuma de afeitar y me afané en hacerlo despacio, pero tenía la cabeza tan puesta en otras cosas que terminé cortándome, como hacía mucho tiempo que no me pasaba. Sí que era de apurar el afeitado, vale, pero siempre había tenido suerte. ¿Y justo hoy, que venía mi chica, iba y me cortaba? Joder, parecía un puto mocoso que está jugando a ser adulto.
               Por “suerte”, al menos la herida dejó de sangrar enseguida, así que pude vestirme y dirigirme a mi habitación, a matar el tiempo. Escuché cómo mamá se metía en el baño para empezar a prepararse, y con el sonido del segundero de mi reloj de muñeca taladrándome el cerebro, decidí que era mejor estar listo cuanto antes a tener que prepararme aprisa y corriendo en el último minuto. Me enfundé una camisa, unos vaqueros, y estuve a punto de calzarme, pero decidí que sería un poco raro andar por casa con unos zapatos como si fuera a salir de fiesta, cuando la única fiesta que iba a tener sería sin ropa.
               Así que, con la indumentaria propia de un día como otro cualquiera, el móvil cargado al máximo y el volumen a tope, bajé las escaleras y me senté frente a la televisión. La encendí y pasé los canales a toda velocidad, sin encontrar nada que me interesara. Ni siquiera el canal porno podría atrapar mi atención. Ahora, estaba demasiado ocupado invocando a todos los dioses para que mi familia se fuera pronto y pudieran dejarme solo para terminar de preparar lo de la cena: tenía que sacar unos vasos y unas bandejas para los platos, por si Sabrae no quería mancharse la ropa.
               Mamá empezó a pasearse por el piso superior en tacones, y pronto Mimi abrió y cerró puertas de su armario para terminar con su maquillaje. Dylan estuvo listo enseguida, y bajó al salón a hacerme compañía. Se sentó a mi lado, miró la televisión, me miró un momento y luego señaló el mando:
               -¿Te importa si cambio de canal?
               -¿Qué? No. No, hombre, no. Pon lo que quieras.
               -Gracias. Tampoco quería interrumpir tu sesión de entrenamiento de persa-bromeó, y yo lo miré con el ceño fruncido un par de segundos, antes de volver la vista a la tele y descubrir que, ¡sorpresa!, estaba viendo las noticias de Arabia Saudí.
               Me sudaban las palmas de las manos. Mamá, por Dios, termina de una vez.
               El reloj de pared marcó tres cuartos de hora. Se suponía que mis padres se iban a en punto, y Sabrae llegaría a y media. Ni puta idea de a qué hora tenía pensado irse mi hermana, pero Mimi me daba igual.
               -Mimi, ¿has cogido tú mi pulsera de Pandora?-preguntó mamá en el piso superior, y Dylan suspiró, mirando su reloj de muñeca.
               -¿A qué hora tenéis la reserva?
               -A y media, pero entre el tráfico y aparcar, ya no llegamos. ¡Annie, date prisa!
               -¡Es que no encuentro la pulsera de Pandora! ¿La tienes tú, Mary?
               -¡Sí, mamá, perdona! Espera, ¡te la llevo ahora! ¿Has visto tú mis pendientes de aro?
               -¡Enseguida te los llevo, tesoro!
               Joder, mamá, date prisa.
               El reloj marcó las nueve en punto. Trufas saltó sobre mi regazo y yo lo deposité con cuidado a mi lado. No quería que me llenara de pelos.
               Las chicas hicieron ruido en el piso superior, intercambiándose joyas y secretos para derrocar al patriarcado, yo qué sé. Dylan se masajeó las sienes y negó con la cabeza cuando escuchó a mamá revolver en el piso de arriba en busca de un par de zapatos que estaba segura que había guardado en el estante inferior. Yo estaba que me subía por las paredes.
               Y, para colmo, llamaron a la puerta. Seguro que era Jordan, que venía a preguntarme si tenía condones sólo por fastidiar. Pues sí, gilipollas. Lo había comprobado justo antes de meterme en la ducha: tenía el paquete que había comprado con ella a medio terminar, y luego otro nuevo metido en el primer cajón del escritorio, por si la noche prometía.
               A ver si conseguía librarme de él rapidito y ya estaba solo cuando llegara Sabrae.
               -Ya abro yo-anuncié a mi padrastro, que estaba haciendo ademán de levantarse, y me incorporé como un resorte. Trufas vino tras de mí, preparado para aprovechar una ocasión de fuga, pero yo le agüé la fiesta tirándole la manta del sofá por encima para ralentizarlo.
               Atravesé el recibidor, preparé una contestación mordaz que darle a Jordan, y abrí la puerta sin echar un vistazo antes por la mirilla.
               Supongo que fue eso lo que hizo que Sabrae se echara a reír: no haberla visto antes. ¡Ni siquiera la esperaba tan pronto!
               -¡Hola!-festejó, sonriente, y cuando vio mi cara, lanzó una carcajada al aire helado que hizo que, por un momento, fuera verano. Sus ojos se achinaron de nuevo en ese gesto de felicidad que tanto me gustaba, y te juro que el cielo se abrió para que las estrellas pudieran escuchar mejor el sonido de su risa. Ni la mejor orquesta del mundo se podía comparar con el sonido de su diversión.
               -Hol… ¡hola!-celebré yo por mi parte, con mis pocas neuronas aún operativas entrando en cortocircuito y negándose a trabajar como era debido.
               -Llego pronto, espero que no te importe. Es que tenía muchas ganas.
               -No, si… eh… es genial que hayas llegado ya. Genial.
               A la mierda mi coartada con mi madre. A la mierda mi plan de pasar desapercibidos. A la mierda todo. Me daba absolutamente igual. Todo me daba igual en cuanto Sabrae entraba en escena. Noté cómo una sonrisa tonta se me dibujaba en la boca en cuanto fui asimilando que Sabrae estaba allí.
               -¡Guay! No sabía si habrías terminado ya de ducharte, pero se me ocurrió que, aunque estuvieras ocupado, alguien me abriría la puerta, y puede que no protestara mucho si intentaba colarme en el baño-sacó la lengua y me guiñó un ojo-. Bueno, ¿puedo pasar?
               -¿Eh?-pregunté. Le estaba mirando el escote, lo confieso.
               -Que si me dejas entrar, Al-Sabrae volvió a reírse, lo cual causó estragos en mi estabilidad emocional. Me apetecía echarme a llorar. Dios, lo poco que había podido fijarme en ella, estaba guapísima y buenísima.
               -Sí, ¡claro, claro! Pasa, mujer, pasa. Como si estuvieras en tu casa-me hice a un lado para que entrara en el vestíbulo. ¡ALEC, TÍO! ¿ERES SUBNORMAL O ALGO? ¿POR QUÉ COJONES ESPERAS A QUE TE PREGUNTE?
               Como si hubiera escuchado mi recriminación interna, Sabrae soltó una risita. Se pasó una mano por detrás de la oreja, capturando un mechón imaginario, como hacía siempre que estaba nerviosa, y miró a su alrededor. Cuando nuestros ojos se encontraron, la sonrisa que había esbozado se acentuó en su boca, y, sin más, dejó caer la bolsa que traía colgada de una mano al suelo y se echó sobre mí para abrazarme.
               -¡Tenía tantas ganas de venir!-repitió, como si yo fuera tonto (en cierto sentido, lo era) y no la hubiera entendido la primera vez-. No podía quedarme en casa ni un minuto más.
               -Qué bien hueles-observé, dejando que su aroma me llenara las fosas nasales. Tenía esa mezcla de maracuyá que tanto me gustaba, ese toque exótico tan característico suyo, pero había algo más añadido a su olor a limpio: olía como olían las chicas cuando decidían darse un caprichito y mimarse a conciencia.
               -¿Verdad? Es que me he echado cremitas, y esas cosas. Le he quitado un exfoliante a mamá que me encanta. Sólo se lo pone cuando va a salir con papá. Tiene más extracto de fruta de la pasión, así que huele aún más fuerte, y me deja la piel mucho más suave. Pensé que igual olía un poco fuerte, pero…
               -A mí me encanta.
               -¿De veras?-sus ojos se iluminaron como el cielo en Nochevieja-. ¡Ay, Al, me alegro tanto de que te guste!-se volvió a colar de mi cuello y me dio un beso en la mejilla-. ¡De verdad! Porque lo he hecho un poco pensando en esta noche. Tenía ganas de ponerme muy, muy guapa. Dios, si incluso me he hecho la cera, que yo no me la hago nunca, sólo para tener la piel más suave. Para ti. Siéntete especial, Al-me guiñó un ojo y yo sentí que el cielo a mis pies cedía.
               -Ya lo hago. Cada vez que me miras.
               Sabrae volvió a sonreír. En sus ojos de chocolate resplandecían las promesas de toda una vida, las mismas de una noche dulce incluso cuando fuera picante. Dio un paso hacia mí, se puso de puntillas, y me besó en los labios. Noté el tacto diferente de su boca por acción del pintalabios que llevaba puesto (que, esperaba, fuera de esos que se fijan como tatuajes), y en la forma que tuvo su lengua de invadir mi boca, supe que no había venido a jugar. Menos mal, porque yo tampoco. La atraje hacia mí instintivamente y ella jadeó cuando sintió la presión de mi cuerpo contra el suyo. Una erección crecía en mis pantalones, una erección muy necesitada de atenciones femeninas, que ella estaba más que dispuesta a prestarle. Sabrae se frotó contra mí y yo perdí la razón y la noción del tiempo y el espacio. No sabía dónde estaba, ni cuándo, ni quién más que no fuera Sabrae nos acompañaba. Sólo existíamos ella, yo, y la presión que ejercía en mi entrepierna ansiosa de arrancarle la ropa y poseerla como sólo podía poseerla a ella: con esa urgencia desesperada que sientes cuando estás con la chica de la que estás enamorado y lo único que quieres proporcionarle es placer. Fusionaros y ser un uno indivisible.
               Todo eso, claro, hasta que Trufas decidió que ya era suficiente. Teníamos que darle las gracias al pequeño animal por el tiempo que nos había dejado disfrutar del uno del otro. No era típico de él apartarse y quedarse en un segundo plano, y que me dejara a Sabrae un ratito para mí era más generosidad de la que había demostrado en todo el año.
               Como un toro minúsculo y tremendamente peludo, embistió a Sabrae con todas sus fuerzas en las piernas a modo de saludo y reclamo de atención. Sabrae dio un brinco y se miró los pies, alarmada, justo en el momento en que el conejo volvía a embestirla para hacerle saber que estaba más que dispuesto a que lo cogiera en brazos (por favor).
               -Vaya, pero, ¿a quién tenemos aquí?-sonrió Sabrae, inclinándose y acariciando al conejo entre las orejas. Trufas se hizo una bola a sus pies, cerró los ojos y disfrutó de lo bien que acariciaba mi chica. Sabía por experiencia propia que podía ser muy buena con los dedos. Y con la lengua. Y con las caderas. Y con…
               Para, Al. No vayas por ahí.
               -El bicho infernal-expliqué, poniéndole una mano en la parte baja de la espalda. Sabrae sonrió, mirándome desde abajo. Su pintalabios de color cereza oscuro hacía que sus dientes parecieran increíblemente más blancos-. Nunca os habíais visto en persona, ¿no?
               -No he tenido el gusto, no-reconoció Sabrae, cogiendo al conejo en brazos y haciéndole arrumacos. Me sorprendió que Trufas no intentara librarse de sus manos: odiaba que la gente desconocida le atosigara con carantoñas, pero no parecía considerar a Sabrae nadie desconocido-. Al menos, desde que lo trajisteis a casa. Hola, precioso-canturreó ella, sonriente, acercando su nariz a la del conejo y frotándola en un saludo esquimal que a Trufas pareció encantarle, ya que agitó las patas traseras en el aire como si estuviera a punto de echar una carrera. Sabrae se echó a reír, y acto seguido lo dejó en el suelo, ocasión que el conejo aprovechó para correr en círculos a su alrededor, reclamándola: es mía, es mía, es mía, es mía.
               Volví a echarle un vistazo, intentando que fuera de forma más profunda ahora que por fin la tenía dentro de casa y ya no hacía frío, cuando escuché una voz en la parte superior de la escalera. Esa voz emitió un grito parecido al graznido de una grulla, y tanto Sabrae como yo nos volvimos para descubrir qué animal era capaz de emitir un sonido tan escalofriante. Resultó ser mi madre.
               -¡Sabrae! ¡Qué sorpresa!-celebró mamá, bajando las escaleras como la anfitriona de una fiesta de los años 20 del siglo pasado,  las que habían inspirado El gran Gatsby. Se acercó a mi chica y la estrechó entre sus brazos, lanzándome una mirada cargada de intención cuando sus cuerpos entraron en contacto-. No te esperábamos para nada-la mirada cargada de intención se acentuó, y Sabrae arqueó las cejas.
               -¿De veras? ¿Alec no os ha comentado nada…?-se giró para mirarme y yo me rasqué la nuca, encogiéndome de hombros. Ya te contaré.
               -Qué nos va a contar. Éste no suelta prenda. Así que, ¡por eso estabas tan hiperactivo! Se levantó antes que el sol-sonrió mi madre, y yo le supliqué a los cielos que la hicieran callar-, y se ha pasado todo el día limpiando.
               -Mamá, yo limpio siempre-protesté, aunque no era verdad. No del todo, al menos. Me ocupaba de mi habitación… los años bisiestos-. Me estás haciendo quedar como un puto inútil.
               -Sólo cortas el césped, cariño.
               -Bueno, eso es colaborar en casa, ¿no?
               -Debería darte vergüenza, Alec-se cachondeó Sabrae, negando con la cabeza-. Para tu metro ochenta y siete, cortar el césped no es nada.
               -Tengo que cargar con 95 kilos además de la cortacésped, nena. Eso es muchísimo peso.
               -Dímelo a mí-Sabrae me repasó con la mirada y trató de no relamerse, aunque fracasó en el acto-. 95 kilos de puro músculo.
               -Del que te gusta-ataqué.
               -Y también cargo-respondió, echándose una de sus trenzas sobre los hombros y volviéndose para mirar a mi madre-. Así que, Annie, ¿no te ha dicho nada de que me ha invitado a quedarme a dormir?
               -Eres la primera chica a la que trae a casa-comentó mi madre con un entusiasmo desmedido. Ni que le hubiera pedido matrimonio.
               -¡Mamá!-protesté. Que sólo vamos a follar, contrólate, me gustaría haberle dicho, pero follar no era sólo lo que había venido a hacer Sabrae. Esperaba. Rezaba. Ojalá.
               -¡Es la verdad!
               -Que tú sepas.
               -Me he traído a otras, sólo que tú no estabas.
               -Bueno, sí. A tu hermana, por ejemplo.
               -¿Mimi?-preguntó Sabrae, confusa, y mamá asintió con la cabeza.
               -Oh, sí. Cuando nació, se empeñó en ser él quien entrara con ella en casa. Más rico…-me acarició la mejilla con la mano y yo carraspeé.
               -A ver, no quisiera fastidiar el momento tierno, pero… detesto destrozar tus ilusiones, mamá, pero ha habido otras chicas. Mi cama no es virgen-le aclaré a Sabrae, y ella se echó a reír.
               -Menos mal.
               -Ya, bueno-contestó mamá en tono de sabelotodo-. Pero Sabrae es la primera a la que traes estando nosotros despiertos. O presentes, directamente. Algo tendrá que significar.
               -La idea era que no estuvierais.
               -¿Por eso ya estabas listo una hora antes?-mamá se echó a reír-. Ya me extrañaba que te pusieras guapo tan rápido, precisamente tú, que vas siempre al límite de todo… ¿y qué pensabas hacer cuando bajarais a desayunar mañana por la mañana, eh? ¿O ella no desayuna?
               -Entonces ya habríamos hecho lo más interesante, y nos daría igual que nos interrumpierais-solté, y mamá hizo un mohín. Sabrae extendió la mano y se la puso en el brazo.
               -Tu hijo es una desgracia andante, Annie. No se lo tengas en cuenta. Es un bocazas de manual, y un pelín capullo.
               -¡Oye!
               -Menos mal que, por lo menos, conseguí hacerlo guapo, ¿eh?-acusó mi madre, alzando una ceja, altiva, y Sabrae tuvo la decencia de sonrojarse. Debería darle vergüenza, meterse conmigo cuando me había pasado horas trabajando como un esclavo para que la casa estuviera a su altura-. Pero, ¡pasa, mujer, pasa! No te quedes ahí. Puede que haya conseguido hacerlo guapo, pero no he sido capaz de inculcarle buenos modales. Alec, ¿quieres hacer el favor de tratar a tu invitada como se merece y traerle algo de beber?
               -Lo haría si no me atosigarais.
               -Me lo puedo servir yo misma, Annie, tranquila. De hecho… creo que estaría bien que nos ocupáramos de eso-Sabrae señaló las cajas de pizza con el dedo y se mordió el labio-. Deberíamos meter las pizzas en el horno, para que conserven el calor. Y traigo unos brownies de caramelo y nuez que he hecho esta tarde con mi madre para el postre. Intentaré impedir que Alec se los coma todos para que podáis probarlos, pero no prometo nada.
               -Eres un cielo-sonrió mamá, acariciando de la misma forma a Sabrae. A todos los efectos, ya era su hija. Menos mal. Ahora sólo quedaba que ella me aceptara como su novio.
               Mamá extrajo con cuidado la bandeja de cerámica en la que Sabrae traía los brownies y se la llevó a la cocina, seguida bien de cerca por nosotros, cargando con las pizzas.
               -Esto me recuerda a la foto en la que me mencionaste en Instagram diciendo que la repostería era el lenguaje universal del amor-le comenté en un susurro mientras entrábamos en la cocina, y Sabrae sonrió.
               -Esperaba que te acordaras de esa foto cuando se me ocurrió lo de hacer unos brownies-me guiñó un ojo y yo le robé un pico que hizo que ella se echara a reír. Cuando nos separamos, mi madre nos estaba mirando con ojos cargados de amor. Ya teníamos fan número 1.
               -Todavía me queda un poco para terminar de prepararme, chicos, pero os dejaré a vuestro aire. Será como si no estuviéramos, creedme. En nada os dejamos solos-nos guiñó un ojo y dio una palmada-. ¿Qué os parece si hacéis tiempo en el salón?
               Sabrae me siguió de camino a la sala de estar, en la que Dylan aún seguía sentado en el sofá en forma de U. Le dedicó una sonrisa a mi chica que ella le devolvió un poco cohibida, y Sabrae se aseguró de sentarse muy cerca de mí, pero del lado en el que estaba él, para no parecer cerrada a una conversación que tampoco le hacía demasiada ilusión mantener. Parecía de repente tremendamente avergonzada de lo que había venido a hacer, y puede que se estuviera arrepintiendo de haberse adelantado y coincidir así con mi familia.
               Le puse una mano en la pierna y ella me miró. Un amago de sonrisa revoloteó en su boca cuando le di un beso en la frente y busqué su mano, colocada estratégicamente sobre sus muslos para disimular el ligero temblor de sus piernas. Un suave apretón terminó de tranquilizarla, y se acurrucó junto a mí.
               -Creo que he hecho mal adelantándome-murmuró cuando Dylan se levantó del sofá y se dirigió al piso de arriba.
               -¿Bromeas? Puede que, si se van antes de la hora en la que habíamos quedado, le robemos un poco de tiempo al tiempo.
               -Pero tú no les habías dicho nada a tus padres-reconoció-. No quiero causarte problemas con ellos.
               -Eh, eh, eh. Tranquila, bombón. La única que no estaba al corriente de lo de esta noche era mi madre. Tanto Dylan como Mimi sabían que ibas a venir, y me han echado un cable, así que no te preocupes. Mi familia te adora. Como para no hacerlo, si saben lo mucho que te quiero-le besé la sien y ella sonrió, abrazándose a mi cintura.
               -Entonces, ¿por qué no le habías dicho nada a Annie?
               -Porque si se enteraba de que ibas a venir, seguramente insistiera en quedarse en casa para cuidarte. No se fía de que yo lo sepa hacer bien.
               -Pues lo haces genial-respondió, mirándome desde abajo, con una sonrisa nívea y llena de dientes encendiendo cada célula de mi ser. Era el foco de un teatro bajo el cual el artista que yo llevaba dentro se venía arriba.
               Me incliné para besarla, y Sabrae me puso una mano en la mejilla, justo en la que tenía el corte.
               -¿Qué tienes ahí?-preguntó, pasando el dedo por la piel aún un poco inflamada y la zona enrojecida de la herida.
               -Ah. Me he cortado afeitándome.
               -Pobrecito-hizo un puchero.
               -Hacía un montón que no me pasaba. Me pones nervioso. Siéntete…-empecé, pero me quedé callado cuando Sabrae me dio un beso en la herida. Y luego, otro, esta vez, más profundo. Y después, uno un poco más profundo aún. Me estremecí de pies a cabeza cuando ella se recostó a mi lado, poniendo una mano en mi pierna, tan cerca de mi entrepierna que podía sentir la presión de sus dedos en cada centímetro de mi sexo-. ¿Eres una vampiresa, ahora?-pregunté, intentando rebajar la tensión sexual del momento, pero creo que mi voz ronca me delató, porque el siguiente beso vino acompañado de una caricia con sus dientes.
               -Estoy a ver si te hago sangrar y pruebo tu sangre-ronroneó.
               -No sé si eso me preocupa o me pone muchísimo.
               -Yo me hago una idea-respondió, y su mano se movió de mi muslo a mi entrepierna. Acarició el contorno de mi miembro, que ya no pudo aguantar más y empezó a crecer entre sus dedos.
               -Vale, me pone, Sabrae.
               -El primer paso es reconocerlo-coqueteó, aleteando con las pestañas.
               Me giré para besarla, y nuestras lenguas se enredaron como viejas conocidas. Eran arañas expertas en hacer el mejor patrón de su tela predilecta, y cuando quisimos darnos cuenta, nos habíamos enredado en una maraña de la que nos será muy complicado salir. Sabrae se giró para hacer que nuestros besos fueran más profundos, y mis manos recorrieron sus curvas como si fuera una estatua y yo un ciego que quiere descubrir sus formas perfectas. Mis dedos descendieron de su espalda a su culo, y de su culo a la cara interna de sus rodillas, y de la cara interna de sus rodillas empezaron a ascender por el hueco que había entre sus piernas. Alcancé la parte donde sus muslos se unían y ni me molesté en disimular lo que iba a hacer. Tomé la iniciativa y, tras empujarla suavemente para que su espalda se apoyara sobre el respaldo del sofá, cubrí su sexo con la palma de mi mano y me las apañé para encontrar su clítoris por encima de sus pantalones con el pulgar. Empecé a masajearla en círculos mientras su respiración se hacía más superficial, y suaves gemidos ahogados salían de su boca. Sus pechos subían y bajaban en ese escote que a mí me traía loco, pero me gustaba saber que la tenía comiendo de mi mano y que me pertenecía como no le pertenecía a nadie más.
               -¿Quieres correrte?-le pregunté, y ella se mordió el labio y asintió con ojos entrecerrados, suplicantes.
               -Pero… puede venir alguien.
               -Eso no me importa-respondí, mirándola a los ojos y desabrochándole los pantalones-. Y a ti, tampoco.
               Estaba introduciendo mi mano por dentro de sus bragas cuando escuchamos un carraspeo a nuestro lado. Sabrae me clavó las uñas en el antebrazo justo antes de que yo sacara la mano de su ropa interior, y se puso roja como un tomate cuando miró a mi hermana, que estaba plantada detrás de nosotros, en la entrada del salón, con una sonrisa de suficiencia muy parecida a la que había llevado el día que me sacó de la cama de Sabrae en el rostro.
               -Por mí no os cortéis.
               -Mimi…-jadeó Sabrae, pasándose una mano por la cara y negando con la cabeza, incorporándose hasta quedar hecha un ovillo sobre sus piernas, escondiendo su vergüenza.
               -¿Qué coño quieres, Mary Elizabeth?-ladré. Ni siquiera me había dado tiempo a llegar al interior de Sabrae. No había podido jugar con su humedad, con lo que eso me gustaba.
               -Venía a avisarte de que mamá se está cambiando otra vez de ropa. Papá está llamando para ver si les pueden cambiar la reserva de hora. Pensé que podría interesaros, pero… ya veo que estáis poniéndoos al día.
               -¿Y cuándo se supone que te pirabas tú?
               Mimi se encogió de hombros.
               -No tengo una hora definida.
               Y, sin más, empezó a subir de nuevo las escaleras, ya vestida de fiesta. Me dejé caer en el sofá y me froté los ojos mientras Sabrae se relamía y mordisqueaba los labios.
               -Puede que sea mejor que no nos toquemos mucho antes de que tu familia se vaya.
               -Joder, estoy de acuerdo, nena.
               -¿Sabes?-sonrió-. Si hubieras seguido un poco más, te habría dejado quitarme los pantalones, y me daría igual que entraran tus padres, los míos, o el Papa de Roma.
               -Como si fuera a intentarlo siquiera-me burlé, y Sabrae se echó a reír, se frotó los muslos y miró a su alrededor.
               -Es curioso. Ya había estado varias veces en tu casa, pero nunca me había fijado en ella. Es como si la estuviera descubriendo por primera vez-dejó caer las manos a ambos lados de su cuerpo y acarició el sofá.
               -¿Quieres que te haga un tour?-ofrecí, anclando el codo en el respaldo del sofá.
               -Después. Cuando estemos solos-me guiñó un ojo y yo me eché a reír.
               -¿Pretendes pervertir mi casa?
               -Ni confirmo ni desmiento que venga con ganas de hacerlo de pie.
               -Mi pobre cama, con las ganas que tenía de conocerte.
               -Calla, Al-me dio un empujón-. Yo no he dicho que sólo vayamos a hacerlo una vez-echó un vistazo a la mesa de cristal en la que dejábamos los mandos, debajo de cuya superficie había un cajón con álbumes. Se inclinó, lo abrió, y sacó uno de color crema. Me miró como pidiéndome permiso y yo le di vía libre con un gesto de la mano. Lo abrió con cuidado y sonrió, acariciando mis fotos de pequeño. No entendía qué obsesión tenían las mujeres con eso de ver fotos de literalmente cualquier animal, fuera humano o no, de pequeños, pero no iba a protestar por la sencilla razón de que me encantaba la cara de concentración y simple adoración que puso Sabrae cuando abrió el álbum.
               Se detuvo en la primera foto que había subido a Instagram, de mi hermana y mía en un cumpleaños con una tarta de limón, su favorita, y acarició los bordes con la yema de los dedos.
               -Con esta foto…
               -Sí-sonreí, y ella levantó la vista y sonrió también. Con esa foto había empezado todo. Si no se le hubiera escapado un “me gusta”, no habríamos reunido el valor para empezar a hablar. Y si no hubiéramos empezado a hablar, no nos habríamos dado cuenta de hasta qué punto éramos compatibles. Y si no hubiéramos visto hasta qué punto éramos compatibles, la relación se habría reducido al sexo, yo no habría dejado de acostarme con otras, y jamás me habría dado cuenta de que estaba enamorado de ella.
               -No sabes el poder que te da ser la primera vez de alguien. Cualquier cosa-murmuré, y ella sonrió.
               -Ya lo hemos hablado, ¿recuerdas? Sé que tú fuiste la primera palabra de Mimi, igual que Scott fue la mía.
               -Bueno, decir que fue Scott es anotarte un tanto que no sé si es tuyo realmente-me burlé-. Decías “sott” todo el rato. Te costaba un montón pronunciarlo.
               -Bueno, ¡era pequeña, ¿vale?!-se defendió.
               -Y a mí me decías “Ae”-sonreí, reclinándome hacia atrás, y ella me miró-. Y a mí me hacía muchísima gracia, y te cogía en brazos para que siguieras diciéndola. Siempre te gustó que te cogieran en brazos, conmigo era diferente. Te encantaba estar en los míos.
               -Eso no ha cambiado-respondió, sonriente, pasando una página y examinando una foto en Grecia-. Es más, se ha acentuado con la edad.
               Sentí cómo la primavera se adelantaba ese año a base de abrirse paso entre mis células. Se ha acentuado con la edad. Era lo más parecido a un “te quiero” que le había escuchado decir completo. Sus ojos se atrevieron a buscar mi cara, y me miró desde abajo, como una niña que suele ser buena pero acaba de hacer una travesura.
               -Me acuerdo de ti, ¿sabes? De la primera vez que te vi. Supongo que desde entonces estamos destinados a estar aquí.
               -Ojalá yo pudiera acordarme-cerró el álbum con un dedo metido por la foto en la que iba, y yo me incliné y le di un beso en la frente. Sus pestañas acariciaron sus mejillas con cuidado cuando cerró los ojos para disfrutar mejor del beso.
               -Eras preciosa. Todo mofletes. Y tenías esas manitas tan pequeñas… y esos ojazos. Ya se notaba que eras súper lista. Sigue estando ahí, ¿sabes? Ese chispazo de inteligencia, de que sabes mejor que nadie lo que está pasando y entiendes las consecuencias de cada cosa que sucede a tu alrededor.
               -¿Se ve en mis ojos que sé que esta noche va a cambiarme la vida?-preguntó, como quien ofrece una espada a su rey para demostrarle que siempre le será fiel.
               -Hay cosas que ni siquiera yo puedo leer en ti, Saab.
               -Pues que lo sepas: sé que esta noche va a ser diferente a las demás. Y sé que mi vida también, cuando me despierte por la mañana a tu lado-susurró, inclinándose para besarme y acariciándome el cuello despacio. No llegó a la nuca, y yo se lo agradecí. A pesar de que veníamos de un momento explosivo y ardiente, ahora quería tranquilidad y dulzura. Y eso era lo que ella estaba buscando también.
               Nos separamos y nos quedamos mirando el uno al otro, a tan poca distancia que podía ver los surcos de marrón más oscuro que se dibujaban en sus pupilas.
               -Me apeteces-murmuró.
               -Me apeteces-respondí, y sonrió, se relamió los labios como si estuviera ante el postre más apetecible del mundo, dejó el álbum de fotos encima de la mesa y se inclinó para besarme de nuevo una, y otra, y otra vez. Estábamos diciéndonos lo mucho que nos queríamos y apetecíamos sin palabras, pero explotando nuestras bocas, cuando llegó Dylan para decirnos que aún les quedaba un rato para marcharse. Parecía desesperado, y no era para menos: eran las diez menos cuarto.
               Le pregunté a Sabrae si quería cenar ya, y con un asentimiento de la cabeza respondió que sí. Se levantó para ayudarme a traer las cosas, pero yo negué con la cabeza.
               -Eh, ¿adónde vas? Eres mi invitada. Yo me ocupo de todo.
               -Vaya, ¿vas a tratarme como una reina?
               -¿No lo hago siempre?-alcé una ceja y Sabrae se echó a reír, asintió con la cabeza y subió instintivamente los pies a la mesa. Al darse cuenta de que no estaba en su casa, las bajó con rapidez y limpió un poco de suciedad que había dejado en el borde-. No te preocupes, nena. Como si estuvieras en tu casa-me despedí de ella con un gesto de la mano y me convertí en el mejor camarero del mundo, llevando y trayendo comida como si llevara toda la vida en el oficio.
               Me apoyé en la entrada de salón cuando ya lo tenía casi todo, excepto, quizá, lo más importante.
               -¿Bebes cerveza?
               -¿La tienes sin alcohol?
               Negué con la cabeza y se levantó. Me siguió hasta la cocina y le mostré todo lo que teníamos en la nevera.
               -Zumo de grosella, entonces-se cachondeó, sacando la botella de plástico con dibujitos de la puerta de la nevera. La cerré y frunció el ceño-. ¿Tú no bebes?
               -Quiero que mis besos sepan a algo que te guste-le guiñé un ojo y Sabrae se rió de nuevo.
               -No me importa que sepas a otra cosa.
               -Sí que lo hace, y quiero saberte bien. ¿Sabías que no he fumado en todo el día?-alzó una ceja, perspicaz-. Bueno, vale, sí que fumé un poco por la mañana, pero me he tomado como doscientos caramelos de menta. Es que me veía apurado limpiando, estaba estresado y lo necesitaba.
               -Si me hubieras avisado, habría venido para ayudarte-me dio un toquecito en la cadera y me guiñó el ojo.
               Se escuchó un golpe en el piso superior que hizo que ella recordara cuál era su objetivo. Me acaricio el brazo, sugerente.
               -¿Y si le hacemos una visita fugaz a tu habitación y luego bajamos a cenar? Le estoy empezando a coger el gusto a tu sofá.
               Intenté no pensar en lo que eso significaba de verdad: que Sabrae quería que lo hiciéramos en mi cama, sí, pero también en mi sofá. Traté desesperadamente de no imaginármela desnuda, abriéndose de piernas en una de las esquinas del sofá, tocándose mientras yo me acercaba a ella y lamía su placer con las mismas ganas con las que te tomas un helado un día de verano. Y fracasé.
               -No-me escuché decir, en un alarde de inteligencia al que no me tenía acostumbrado.
               -¿No?-repitió ella, confusa, y yo negué con la cabeza y me pasé una mano por el pelo. Alec, tío, piensa.
               -O sea, todavía no.
               -Vale, no tenemos por qué hacer nada, pero… ¡es que tengo curiosidad, Al! Y parece que no van a dejarnos solos nunca. Yo no me hice de rogar tanto-hizo un puchero.
               -Es que cuando entres en mi habitación, no va a haber fuerza de la naturaleza capaz de obligarme a sacarte de ella.
               -¿Ni siquiera yo?
               -Nena, con las cosas que se me están pasando por la cabeza, tú eres la última que va a querer que te saque de mi habitación.
                -¿Qué se te está pasando por la cabeza?-lo preguntó en tono sugerente, acariciándome el brazo como esperaba que hiciera con mi polla cuando nos dejaran solos. Dios mío, me estaba calentando tanto que me sentía al borde de la ebullición. Me incliné hacia su oreja y susurré:
               -Tú, desnuda, en mi sofá. Abriéndote de piernas para mí. Masturbándote mientras miras cómo me quito la ropa. Jadeando cuando te tomo el relevo, gimiendo cuando te como, y gritando cuando te follo. Eso tengo en la cabeza, Sabrae.
               Se estremeció de pies a cabeza, con los ojos cerrados. Su temperatura había subido un par de grados.
               -Por favor, que se vayan tus padres ya. No puedo más.
               Me eché a reír y le di un beso en la cabeza. Era divertido calentarla así.
               -Creo que estamos demasiado centrados en lo que vamos a hacer y no hemos pensado en disfrutar de nuestra mutua compañía como una pareja normal. ¿Qué tal si guardamos las apariencias y nos ponemos una peli? No puede haber Netflix & chill sin Netflix, nena. Mira, me siento generoso: te dejo elegir la película.
               -¿Qué tal Cincuenta sombras de Grey?-me pinchó, y debió de ver algo en mi expresión, porque se llevó una mano a la boca-. Oh, Dios mío. Perdona, Al. Lo siento muchísimo. No debería… seré gilipollas.
               -A ver, no es que me entusiasme la idea, las cosas como son…
               -Yo lo decía para ponernos a tono, ya me entiendes, pero… joder, soy una insensible.
               -¿Qué pasa?
               -Pues… ya sabes. A ver, no es la peli más feminista del mundo, evidentemente, pero… hay cosas que están bien. Su banda sonora, por ejemplo, las escenas de sexo... pero las escenas de sexo son un poco…-se mordió el labio y me miró desde abajo.
               -Tía, ni que fuera una peli porno.
               -Pero hay violencia. Un poco, al menos.
               -Ya, ¿y?
               -¿Eso no te hace sentir… mal?
               -¿Por qué tendría que hacerme sentir mal?
               -Por lo de… ya sabes… tu madre.
               Parpadeé.
               -Cuando eras pequeño.
               -Ah. Vale. Lo dices por mi padre, ¿no?-constaté, muy tranquilo, y ella asintió-. No te preocupes por eso. Las veces que la he visto, no ha despertado ningún trauma infantil en mí. No va a hacerlo contigo, nena. No eres tan especial.
               Sabrae suspiró aliviada, con una mano en su pecho.
               -Entonces, ¿por qué has puesto esa cara?
               -Porque es larga.
               -Son dos horas.
               -Es larga.
               -Y yo que venía con la esperanza de que la noche se me hiciera eterna-se llevó una mano trágicamente a la frente.
               -No lo digo por eso, tía. Pienso durar hasta que salga el sol, ¡a ver si se puede decir lo mismo de ti! A lo que me refiero es a que, cuanto más corta sea la peli, antes empieza nuestra noche. Y yo quiero que empiece ya.
                Se sacó el móvil del bolsillo y, ni corta ni perezosa, buscó en Google “la peli más corta de la historia”. Me eché a reír, me incliné para darle un piquito, le hice darse la vuelta y le di una palmada en el culo para que se moviera. Al final, terminamos poniendo la película que había sugerido y decidiendo que la pararíamos en cuanto mis padres se fueran. Fue una mala idea.
               No deberías ver una peli que trata sobre el despertar sexual de una tía con tu chica, y mucho menos cuando estáis intentando controlar vuestros impulsos reproductivos.  Mientras mi madre terminaba de arreglarse en el piso de arriba y yo daba buena cuenta de la segunda pizza que había traído Sabrae (mi chica había sido previsora y había cogido tres, una para ella y dos para mí, aunque la segunda era “para compartir”, se suponía), y en la televisión empezaba a crecer la tensión sexual entre los protagonistas, Sabrae se inclinó ligeramente en el sofá, se cruzó de piernas y le dio un mordisquito a la punta de la pizza…
               … mientras su pie ascendía por mi rodilla de manera casual.
               Me puse rígido en el acto, como es natural. Puede que ella aún estuviera enfundada en sus botas negras de tacón, pero sabía que sentía las caricias que me proporcionaba como si estuviera descalza. Especialmente, porque la sonrisa traviesa que esbozó era una buena prueba de ello. Era incapaz de disimularla, y tampoco es que estuviera intentándolo con todas sus fuerzas.
               Por suerte o por desgracia para mí, cambió de postura prácticamente en el acto, cruzando las piernas de forma contraria y apoyándose en mí mientras seguía desarrollándose la acción.
               -¿Puedo probar la tuya?
               -Claro.
               Se inclinó hacia la caja que tenía abierta frente a mí, de modo y manera que tuve una vista privilegiada de su escote. No fue hasta el momento en que me fijé en cómo el colgante que llevaba atraía la atención hacia el hueco entre sus pechos cuando caí en que me había pedido mi pizza no por interés en ella (sinceramente, no necesitaba pedirla), sino por seguir provocándome. Bufé, con los ojos clavados en su busto, y di un sorbo del zumo, que no estaba lo suficientemente fresco para saciar mi sed, mientras Sabrae se recostaba de nuevo en el sofá y sonreía con los ojos fijos en la peli.
               -Está interesante, ¿eh?
               -Mucho-asentí, y para hacerla de rabiar, volví la vista a la televisión. Eso no le gustó. Volvió a cambiar de postura, y su pie volvió a acariciarme… pero no paró esta vez. De arriba abajo, seguía una línea fija en mi gemelo que parecía delimitar una zona tremendamente sensible de mi cuerpo con conexión directa a mi polla.
               Tragué saliva, carraspeé, bebí más zumo, y mi erección siguió creciendo y creciendo. Mamá ya no hacía ruido en el piso superior,  así que pude olvidarme de ella, de Dylan, de mi hermana y de todo aquello que no fuera el pie de Sabrae en mi pierna.
               -Estate quieta-le urgí en un momento de lucidez, y Sabrae me miró y frunció el ceño, fingiéndose confusa-. O te follo hasta la semana que viene-cité a Christian Grey y ella se echó a reír-, en este sofá que tantas ganas tienes de probar. Y me dará igual quién venga.
               -No hagas promesas que no tienes pensado cumplir, Alec.
               -¿Que no…? Ven aquí-gruñí, tirando la pizza sobre el cartón y abalanzándome sobre ella, que se echó a reír y dejó escapar un grito como pidiendo auxilio, un auxilio que nadie iba a proporcionarle. Sólo Trufas se acercó para ver qué sucedía, pero ni siquiera el conejo era tan temerario para meterse entre nosotros.
               Empecé a besarla como si no hubiera un mañana; su boca sabía a tomate, mozzarella y pepperoni, y nunca me había gustado tanto un beso como aquel, ya que me recordaba que Sabrae estaba conmigo, en mi casa, compartiendo una cena que pronto se convertiría en una noche conmigo. A solas. En mi cama.
               Joder, estaba como una moto.
               Sabrae se echó a reír cuando tiré de ella para ponerla debajo de mí, y trató de escapar de debajo de mi cuerpo, pero yo era más fuerte y más alto y más grande y no me costó demasiado encerrarla entre mis brazos y el sofá. Me puso las manos en el pecho y consiguió que me separara de ella lo justo y necesario para poder contemplarla desde arriba, como un águila que vigila su coto de caza.
               -Y yo que pensaba que no ibas a poder hacer que me gustara ningún día más que el viernes.
               Sonrió. Sus dos trenzas eran ríos que iban a parar al mar de su cabeza, en la que un océano de ideas se mecía en las mareas de una luna que prometía revolución.
               -La verdad es que los sábados no están mal, no-me acarició la nuca y yo alcé las cejas.
               -¿¡Que no están mal!?
               -Siempre hay algo que se puede mejorar.
               -¿Y qué quieres mejorar de este sábado?-coqueteé, acercándome a su boca y planeando sobre sus labios. No iba a darle un beso. No le concedería ese capricho.
               Podía decir un millón de cosas que me hicieran abalanzarme sobre ella y decidir que me daba igual quién llegara. La poseería sin importarme que eso escandalizara a mi hermana o a mis padres, o que pudieran vernos desde la calle si pegaban la cara al cristal de los ventanales. Me daba igual todo lo que no fuera Sabrae. Y la distancia que había entre nosotros era un insulto, pero tenía que ser ella la que me hiciera ver que no estaba dispuesto a dejar ni un solo centímetro entre nosotros.
               Yo ya lo sabía. Pero quería que me hiciera suplicar, no suplicar por amor al arte.
               Que aún estoy vestida. Que aún estás vestido. Que no estamos haciéndolo. Que no estamos solos. Que aún no me has hecho tener un orgasmo. Que aún no te he hecho tener un orgasmo. Que la noche no ha empezado. Que no me has enseñado tu habitación. Que no me has arrancado la ropa a bocados nada más entrar en casa. Que…
               Había tantas cosas que podía decir.
               Pero, claro, no estaba contando con algo: estaba saliendo con Sabrae Malik. Y Sabrae Malik siempre te da una de cal y otra de arena.
               -La compañía-sentenció, divertida, y por la forma que tuvo de decirlo yo supe que no se refería ni a mis padres ni a mi hermana, sino a mí.
               Hubo un instante de silencio entre nosotros antes de que ella estallara en una sonora carcajada y yo me incorporara y le instara con frialdad:
               -Lárgate de mi casa.
               Me incorporé hasta quedar sentado de nuevo, y ella se dobló sobre sí misma, desternillada. Asintió con la cabeza, con los ojos anegados en lágrimas, y se levantó del sofá, pero yo la cogí de la muñeca.
               -¡Eh, eh, eh! ¿Adónde se supone que vas?
               -A mi casa-respondió, limpiándose las lágrimas-. ¿No me has pedido eso?
               -Tú vete si quieres, niña. Pero tu cuerpo, me lo dejas aquí. Dijiste que era mío toda la noche-le recordé, con la determinación solidificándome la mirada-, y no pienso consentir que me lo quites.
               -Para disfrutar de mi cuerpo tienes que soportarme a mí-me recordó, poniéndose las manos en la cintura. Eso acentuaba aún más sus deliciosas curvas, en las que esperaba estrellarme más pronto que tarde.
               -Un mal menor-respondí-, aunque, depende de cómo tengas el día, no sé si me compensa.
               Abrió la boca para responder, pero el sonido de los pasos de mis padres y mi hermana bajando las escaleras la interrumpió. Dylan, Mimi y mamá entraron en el salón vestidos de fiesta, mientras Sabrae estaba allí plantada, vestida para matar (yo no iba a traer a colación que me había quedado sin aliento nada más verla, pero joder, estaba buenísima), y yo me preparaba para una de las mejores noches de mi vida, en la que cada capa de ropa me sobraba como a un renacuajo sus aletas.
               Mamá se afianzó la correa del bolso en el hombro mientras avanzaba hacia nosotros.
               -Nos vamos ya, chicos. Alec, recuerda echar el pestillo cuando os vayáis a dormir, ¿quieres?
               -Quiere decir “cuando subáis arriba”-tradujo Mimi entre risas, y yo puse los ojos en blanco.
               -Y desactiva el sensor de la luz del porche. Hace viento.
               -Sí, mamá.
               -Creo que Trufas tiene suficiente agua, pero por si acaso, compruébalo una vez más antes de acostarte, ¿vale?
               -Mamá-puse los ojos en blanco-. Ya me he quedado a cargo de la casa más veces, y jamás le ha faltado una pared. Sé cuidarla yo solito.
               -No estás solito-respondió Sabrae-. Yo puedo ayudarte a cuidarla… o destrozarla-añadió, en voz tan baja que sólo la oí yo. Me estremecí de pies a cabeza.
               -Que paséis una buena noche-mamá nos dio un beso en la mejilla a cada uno, y le dio un apretón en los hombros a Sabrae, acompañado de una afectuosa mirada que claramente significaba “cómo me alegro de que hayas conseguido meter en vereda al desgraciado de mi hijo”.
               -Y vosotros-sonrió Sabrae, diplomática-. Disfrutad del musical. Y de la fiesta-añadió, inclinándose hacia un lado para mirar a Mimi, que levantó un brazo por encima de su cabeza e hizo la señal de la victoria. Mi hermana fue la primera en salir por la puerta, seguida de Mimi. Dylan cerraba la comitiva. Tras dedicarnos una mirada cargada de intención a los dos, y disimular a duras penas una sonrisa, cerró la puerta tras de sí, y la casa se quedó sumida en el silencio, salvo por la música de la película y los ronroneos de Trufas mientras buscaba una postura cómoda en su sofá.
               Sabrae se volvió para mirarme. Sus dientes se asomaban por entre sus labios mientras trataba de no dedicarme la sonrisa más amplia del mundo.
               -Por fin solos.
               -Eso parece-asentí, regodeándome en que tenía el control de la situación. Me repantingué en el sofá, abrí los brazos y la miré. Ella, por su parte, cruzó los brazos y las piernas. Éramos un completo antítesis: expansión y contracción, hombre y mujer, ángulos y curvas, impaciencia y procrastinación.  
               -¿Subimos ya a tu habitación?
               -Qué ansias, Sabrae, nena. Si todavía nos quedan las pizzas.
               -¿Es que no quieres postre?-preguntó, tirando del colgante que llevaba puesto por su cadena, atrayendo mi atención de nuevo a su escote. Ni siquiera tuve que esforzarme para no levantarme e ir a poseerla: estaba convencido de que la anticipación nos beneficiaría.
               -Para tomar el postre primero hay que acabar el plato principal, bombón.
               -Creía que el plato principal era yo-ronroneó, sentándose a horcajadas encima de mí y poniendo sus manos a ambos lados de mi cuello. Sus dedos se enredaron con el nacimiento de mi pelo y yo sonreí.
               -Tú eres el menú entero, nena. Pero, primero, necesito recargar las pilas. Iba en serio cuando te dije lo de follarte hasta la semana que viene.
               Levantó las manos, asintió con la cabeza, como diciendo “no puedo luchar contra eso”, y se sentó a mi lado. Cogió otro pedazo de pizza y, poco a poco, fuimos terminándonoslas. Trufas se quedó un trozo bastante grande que Sabrae no quiso y con el que yo no pensaba pelearme: la única razón de que hubiera terminado las otras dos era porque no quería subir demasiado pronto. Descubrí que estaba nervioso, pero no porque dudara de que Sabrae fuera a estar cómoda en mi habitación.
               Lo que me inquietaba era saber que aquella era mi última oportunidad para conseguir un sí. La última partida del juego. Debía jugar mis cartas con cuidado, pero no encontraba fuerzas para ello. La miraba, y la veía tan preciosa, que sólo pensaba en satisfacerla. Nada más.
               Concederle sus caprichos, amoldarme a ella, sí. Pero, también, una parte de mí quería tomarle el pelo.
               Es por eso que, cuando por fin subimos las escaleras y nos dirigimos a mi habitación, me detuve frente a ella, con la mano en el pomo de la puerta, y le comenté:
               -No sé si serás digna de entrar en mi cueva de las maravillas.
               A lo que ella, que nunca me decepcionaría, jamás, en su vida, me respondió con una ceja alzada y su sonrisa torcida, la que en Scott tenía un nombre y en mí otro, adornándole la boca:
               -Ponme a prueba.
               Y colocó su mano sobre la mía. Mi chica era una mujer de armas tomar.
               Y yo me moría de ganas de lanzarme de cabeza a su guerra.


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1 comentario:

  1. Diooooos el capítulo me ha encantado pero me he quedado con la boca hecha agua por ver todo lo que va a pasar en el siguiente capítulo y como va a ser esa noche para ellos dos. El momento de Alec súper histérico limpiando y organizando todo me ha puesto tiernisima de verdad, no puedo con lo mono que es y lo enamorado que esta de Sabrae. Me ha dejado super soft.
    Pd: adoro a Annie con todo mi ser

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