Quedan 37 minutos de día, pero sólo quería deciros que hoy es el día que NACE SABRAE!!!!! CELEBREMOS CON ESTE CAPÍTULO!!!🎆🎆🎆🎆
Sospeché que mi madre ya se imaginaba que iba a pasar muy
poco por casa durante mi cumpleaños, porque si a duras penas podía darse la
circunstancia de que se me cayera el techo de la casa encima, en mi cumpleaños
tenía más energía que nunca que por algún lado tenía que salir.
Decir
que estaba eufórico era quedarse muy corto. Después de lo que a Sabrae se le
había escapado al final del recreo, me moría de ganas de volver a verla. No
pudo ser a la salida, pero yo ya me esperaba que hiciera lo imposible por
escabullirse, incluso si dentro de eso estaba el dejar tirado a Scott para ir
corriendo a casa. Ya la martirizaría bastante su hermano.
Eso
sí, estaba decidido a no dejar que se me escapara durante la noche,
convirtiendo mi fiesta de los 18 en un momento épico de mi vida que sería
incapaz de olvidar, ni aunque me sometieran a un tratamiento de electrochoque
condenadamente eficiente. Bebería hasta emborracharme, bailaría hasta que me
dolieran los pies, la besaría delante de todo el mundo hasta dejar de sentir
los labios, y me la llevaría a la sala violeta en la que la había hecho mía por
primera vez, hacía unos pocos meses, cuando mi vida aún no había dado un giro
de 180 grados.
No
obstante, todavía debía esperar un poco, y mentiría si dijera que no me parecía
mal. La espera hacía todo más dulce, me permitía recrearme en las expectativas
que me iba creando sin ningún tipo de miedo: ahora que confiaba como nunca
antes en los lazos que me unían a las personas a las que quería, sabía que
podía soñar despierto sin miedo a que ellos me decepcionaran. No lo haría. De
la misma manera en que planificas al detalle un viaje que ansías y disfrutas
tanto como viviéndolo, yo me regodeaba en las cosas que pensaba hacer durante
la noche.
Por
primera vez en mucho tiempo, me regodeaba en lo que aspiraba, y que Sabrae no
estuviera conmigo no lo hacía todo peor, sino mucho mejor. Su compañía sería un
regalo, el mejor que podían hacerme.
Aunque
la verdad es que el listón estaba bastante alto.
Después
de comer y de dar buena cuenta a la tarta que mi madre había ido a recoger a la
mismísima pastelería de los padres de Pauline, me tocó abrir los regalos que me
había hecho mi familia. Mi hermana se revolvió en el asiento, nerviosa,
mientras rasgaba el papel de colores de una caja que contenía una pequeña
plataforma carga portátil cuya batería se llenaba con la energía del sol. Me
quedé mirando a Mimi, estupefacto.
-Para
cuando vayas a Etiopía-sonrió, apartándose un mechón de pelo de la cara-. Así
no te quedarás sin batería en el móvil nunca, y podrás mandarme un millón de
fotos de tu fea cara mientras se te va poniendo morena-su sonrisa titiló un
segundo, y yo me di cuenta de lo difícil que iba a ser para ella quedarse en
casa, con papá y mamá, mientras yo me iba al otro lado del mundo. Mimi no
estaba acostumbrada a que yo estuviera en casa, sí, pero lo poco que estaba era
tiempo que aprovechábamos juntos en mayor o menor medida. No tenerme por las noches
para ver una serie o hacerme de rabiar, o no pincharme para empeorar mi mal
humor mañanero era algo que se le haría cuesta arriba.
Me
incliné y le di un beso en la mejilla.
-Gracias,
Mím. Te quiero un montón, enana-le acaricié el costado y ella sonrió,
complacida por las atenciones. Puede que también sintiera uno poco de celos de
Sabrae, ahora que ella era la nueva chica de mi vida. Claro que eso no
significaba que Sabrae fuera a ser la única; mi hermana siempre tendría un
hueco en mi corazón, y eso no cambiaría jamás. Mimi se estiró para coger otro
paquete, con el característico papel de regalo marrón propio de la librería a
la que había acompañado a Bey hacía unos días. Al abrirlo, me encontré con una
pequeña guía de viaje de Italia, y levanté la vista para mirar a mi hermana.
-Para
que te sirva de motivación-explicó, esbozando una sonrisa que claramente
buscaba camelarme. Debería haberme sentido culpable por las esperanzas que Mimi
aún depositaba en mí para que aprobara el curso y mamá y Dylan nos regalaran el
viaje a Italia al final, pero su fe ciega en mí me conmovió-. Tiene un
diccionario de italiano al final-explicó, señalando las últimas páginas, de
bordes de un color diferente al resto-, para que vayas practicando.
-Bueno,
ya tengo algo que hacer en mis ratos libres en África-bromeé con cautela.
-Alec,
te vas a graduar este año-sentenció mi madre con disciplina-; no vas a perder
el curso.
-Ya
lo veremos.
-Ya
te digo yo que lo veremos.
-Es
mi cumpleaños-le recordé-. No puedes echarme la bronca hoy. Es moralmente
reprochable.
Mamá
puso los ojos en blanco pero esbozó una sonrisa, la típica sonrisa indulgente
de cuando sabes que tu hijo adolescente (bueno, técnicamente no tan adolescente) lleva razón.
Tengo
que decir que mi entusiasmo con los regalos fue en aumento, y cuando mis padres
me entregaron el suyo, grité de la emoción y salté de la silla para abrazarlos
y comérmelos a besos a ambos. Por eso, también, estaba de un humor estupendo.
Troté a casa de Jordan para compartir con él las noticias, y de paso pasar con
él la tarde, y aporreé su puerta con ímpetu hasta que me la abrió.
-Al,
tío, ¿qué bicho te ha…?-empezó, sacándose el cepillo de dientes de la boca.
-¡ADIVINA
QUÉ!-exclamé, extendiendo el trozo de papel frente a él. Jordan frunció el
ceño, intentando enfocarlo, y cuando por fin lo consiguió, sus ojos se abrieron
como platos y se le cayó un poco de espuma dental de la boca.
-¡HOSTIA
PUTA!
-¡EXACTO!-grité.
-¡NO
ME JODAS!-exhaló, corriendo al interior de su casa a toda velocidad.
-¡VAYA
SI TE JODO!-repliqué, siguiéndolo al mismo ritmo. Se enjugó la boca, se lavó
las manos a conciencia, se las secó con más cuidado aún, y extendió las manos,
pidiéndome que le entregara los dos trocitos de papel que tan felices nos
habían hecho a ambos. Accedí a que los cogiera, confiando en que lo haría con
cuidado de no estropearlos.
El
papel era uno de estos plastificados, con una estrecha línea brillante en ambos
lados que acreditaba su autenticidad, un código de barras inmenso en la parte
inferior, y una gran foto ocupando el resto del espacio. En la foto, podía
verse un ring en blanco y negro, circundado por filas y filas y asientos que lo
tomaban como estrella que orbitar. Y, bajo el ring, un pequeño cuadrado de
información que rezaba “LIGA DE BOXEO DE
PESOS PESADOS DEL REINO UNIDO DE LA GRAN BRETAÑA E IRLANDA, CRAWFORD VS.
GRIFFIN”.
Jordan
se apoyó en el lavabo, estudiando las entradas con una sonrisa en la boca.
-Qué
guay, tío. Vaya puta pasada-susurró, mirándolas por detrás, leyendo cuidadosamente
la letra pequeña, dando la vuelta a las entradas y jugueteando con los reflejos
de la parte iridiscente-. No sabes la envidia que me das.
-¿Por?
Vamos a ir juntos-sentencié, y Jordan frunció el ceño, pero se rió.
-¿Me
lo estás diciendo en serio?
-Claro,
¿por qué te iba a vacilar con esto, Jor? Llevamos desde críos con ganas de ir a
una final. Desde que Sergei empezó a comernos la cabeza con el tema del boxeo.
Y yo boxeaba para llegar ahí algún día, ¿recuerdas?-señalé las entradas y
Jordan asintió con la cabeza-. Tú estabas en mi esquina en las competiciones, y
yo en la tuya. Además… sabes quién es Griffin-comenté, y Jordan se echó a
reír-. No sé si podré controlarme si vuelvo a verle la cara a Jackson otra vez.
Comprobé
con alegría que ya no me podía la rabia cada vez que pronunciaba el nombre de
Jackson Griffin, el último rival con el que me había batido y que había
impedido que me retirara con el título de campeón en mi franja de peso y edad.
Siempre me había preguntado qué habría pasado de haber ganado ese último
combate. ¿Habría seguido tan adicto a la gloria y al chute de adrenalina que te
daba estar sobre el ring que habría tratado de convencer a mi madre y mi
hermana de que me dejaran seguir? Una parte de mí lamentaba haberlo dejado,
sobre todo viendo el nombre de Jackson en una entrada de boxeo, algo con el que
mi yo más joven siempre había soñado. Mi apellido quedaría mucho mejor junto al
de Emmet, uno de los mejores amigos que había hecho en ese mundo, y que desde
luego se merecía ganar (aunque también es verdad que, si pensaba eso, en parte
era porque no era mi apellido precisamente el que estaba en aquella entrada).
Ya
que no iba a poder vivir eso de que mi nombre ocupara parte de un cartel de
boxeo, y Jordan había entrenado codo con codo conmigo, lo justo era que fuese
él quien me acompañase.
-Tú
eres el único que puede refrenarme un poquito. No del todo-añadí, guiñándole un
ojo, y Jordan se echó a reír y me estrechó entre sus brazos. Me entregó las
entradas y me miró con intensidad.
-Te
la podría chupar, ahora mismo.
-Como
si necesitaras una excusa para confesarme que te haces pajas pensando en mí,
Jor-le di un codazo-. No hacía falta que lo dijeras en voz alta. Ya sé que soy
tu blanco preferido.
Jordan
volvió a echarse a reír, negando con la cabeza, y después de ese momento de
reconciliación entre los dos por el poco caso que le hacía en detrimento de
Sabrae, acordamos ir a su cobertizo a echar unas partidas antes de marcharnos a
entrenar y contarle las noticias a Sergei. Casi podría ver su cara rabiosa al
ver que, por primera vez, íbamos a un torneo al que él no iba a acompañarnos.
Como nuestro entrenador, siempre iba con nosotros a todas partes, y cada
combate que presenciábamos él también lo veía en directo, con lo que siempre le
teníamos allí para corregirnos si decíamos que una jugada era muy buena y a él
no se lo parecía, o viceversa. Poco a poco, nos independizábamos.
Guardé
las entradas como oro en paño en un cajón de mi escritorio, ya dentro del sobre
en el que me las habían dado mis padres y, a su vez, metido éste en una caja
para que no se estropearan. La mínima imperfección que tuvieran me dolería como
una daga en el pecho. Regresé entonces con Jordan, después de hacer acopio de
bolsas de palomitas y comida basura, de
la que teníamos que reabastecernos pronto. Ahora que era adulto, me sentía
incluso más responsable que antes, y el hecho de que no tuviéramos apenas
comida basura en el cobertizo me ponía negro.