Su
sonrisa, igual que una enfermedad, resultó tremendamente contagiosa. Nuestros
dientes se chocaron un par de veces mientras iba asumiendo, poco a poco, lo que
estaba pasando.
Habían pasado unas semanas desde
la primera actuación de Scott y el resto de la banda; semanas en las que,
religiosamente, mi casa se atestaba de gente el día en que se emitía el
programa. Tras cumplir con nuestro trabajo de apoyo social, en el que la
estrella en redes era yo subiendo historias pidiendo el voto para mi hermano,
los Nueve de Siempre (o lo que quedaba de ellos) se iban a sus casas,
acompañando a mis amigas, para darnos a Alec y a mí un poco de intimidad en el
salón de mi casa, que sentía tan suya ya como mía. Él se pasaba las tardes
trabajando, cogiendo todos los turnos que podía para conseguir más y más
dinero, y había conseguido gestionarse los adelantos de manera que pudiéramos
ir a una discoteca pija de la que nos habían salido anuncios en nuestras redes
sociales.
Después
de trabajar, siempre se pasaba por casa para ver cómo estaba. Habíamos pasado
de hacerlo con muchísima urgencia, sin poder resistirnos a la presencia del
otro, a empezar a acostarnos de forma un poco más espaciada. Me habría
preocupado de la bajada en nuestro nivel de libido si no lo hubiera comentado
él mismo, diciendo que nunca se había sentido así... y que le gustaba disfrutar
igual de arrumacos que de un buen polvo. Yo sentía que nuestra relación acababa
de pasar a la siguiente fase, ya asentados los polvos (nunca mejor dicho) que
nos permitían echar un vistazo más allá del horizonte. Y me encantaba, porque
le sentía muy mío. Le sentía muy mío y yo me sentía muy suya y la herida dejada
por Scott ya no supuraba, sino que sólo me daba unos pinchacitos de advertencia
cuando, duchada y con el pijama, me metía en la cama de mi hermano con mis
hermanas, alargando en la medida de lo posible el aroma que poco a poco se
desvanecía.
Por
suerte, Scott vendría a casa a pasar unos días, y la cama recuperaría la
esencia a él que tanto estábamos explotando nosotras. En el programa les habían
dado una semana de descanso, y después de mucho deliberar entre el grupo, nos
habían dicho que finalmente se irían de vacaciones a un pequeño pueblecito de
Ibiza, en el que nadie sabía quiénes eran y podrían relajarse. Aunque me dolió
un poco pensar que tendría menos tiempo a mi hermano, lo cierto es que le
comprendía: el programa había supuesto un subidón en su popularidad tal que
todos los días era parte de alguna tendencia en Twitter, le subían varios
millones de seguidores en Instagram, y se quedaba metido en el edificio del
concurso todo el tiempo que podía; los paseos por Londres eran cosa del pasado.
Scott era una estrella y necesitaba un lugar en el que saliera de nuevo el sol
para no tener que liderar el cielo y así poder recargar las pilas.
Así
que, mientras yo volaba hacia Barcelona, Scott se ponía moreno en una playa de
Ibiza, tirado a la bartola sin hacer absolutamente nada, cuando yo me disponía
a vivir uno de los fines de semana más intensos de mi vida. No porque fuera con
Alec, que también, sino porque tenía pensado aprovechar el viaje al máximo, lo
cual incluía, evidentemente, disfrutar de las vistas que la ventana del avión
me ofrecía.
-¿Intentas
distraerme de la ventana?-pregunté, riéndome, y separándome un poco de Alec
para poder respirar. Aunque el ambiente cargado de ese oxígeno casi artificial
solía resultarme asfixiante, el hecho de que él estuviera a mi lado mejoraba la
situación, como siempre. Cuando se presentó en mi casa con la bolsa de viaje al
hombro (pues él era un Macho™ que se las apañaba mejor cargando con algo que
llevando una “ridícula maletita”, como se refirió a mi equipaje, con lo que se
ganó un puñetazo bien fuerte en el antebrazo), vestido con una de sus
infalibles camisas con el último botón sin abrochar, me había costado bastante
concentrarme en ir al garaje sin ponerme a olisquearlo. Olía genial. Se había
echado más colonia de la usual, “por si acaso”, lo que traía a mis hormonas por
la calle de la amargura.