lunes, 28 de septiembre de 2020

Un dios incompleto.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Siempre que mis compañeros se habían peleado por el distrito financiero, había creído que se debía a que muchas de las zonas de aparcamiento para las motos estaban atechadas. Como buen imbécil que soy, pensaba que era una deferencia que los arquitectos de los rascacielos tenían con los repartidores como nosotros, permitiendo que cargaran y descargaran los paquetes que entraban en las empresas que se alojaban en aquellas colmenas de hierro, cemento y cristal, sin tener que mojarse. Que era una especie de prueba de humanidad de aquellos que diseñaban los edificios.
               Claro que, teniendo de padrastro a un arquitecto tan bueno como Dylan, era normal que pensara eso. Veía lo bueno de una profesión que, en realidad, no divergía mucho de las demás en el hecho de que se basaba en pisotear a los de abajo para que los de arriba llegaran un poco más alto.
               No, los edificios tenían una parte de aparcamiento resguardado de la lluvia (y, en ocasiones, también la nieve) para el reparto de los paquetes resultara cómodo para la mercancía. No para nosotros. No para mí. A mí podían joderme bien, que nadie se molestaría en recoger mi cadáver del suelo; si me sorteaban para no pisarme, podía darme con un canto en los dientes.
               Y no. Que mis compañeros se pelearan por el distrito financiero no se debía al hecho de que podías bajarte de la moto y organizar tus paquetes tranquilamente mientras fuera llovía a cántaros.
               Se debía a las secretarias.
               Evidentemente, los paquetes que traías, casi todos con el plus de entrega en dos horas añadido a una suscripción de Prime que se pagaba más religiosamente que el salario de muchos empleados por las ventajas que conllevaba, no llegaban a su destinatario, algún tipo trajeado de las plantas superiores, como tú lo metías en el edificio. Quizá tardaran un poco más en llegar a las manos del directivo en cuestión, pero al menos evitabas a los mandamases que tuvieran que tratar con los donnadie que paseaban los regalos de consolación por los cuernos a sus mujeres por toda la ciudad. Siempre había una señorita de pelo largo y luminoso, ojos y labios perfectamente maquillados, piernas kilométricas enfundadas en una falda lápiz que hacía las delicias de cualquier hombre, y subidas a tacones de aguja sobre los que mantenían el equilibrio de ninfas, que se ocupaba de interceptarte antes de que llegaras a los ascensores.
               -¿Un paquete de Amazon?-me preguntó la secretaria en cuestión, un pibonazo de ojos verdes que me escaneó con la mirada nada más verme entrar. Incluso si no me hubiera follado a medio Londres prácticamente sin conocerlo, me habría dado cuenta que habría invertido gustosa su pausa para el café en chuparme la polla en algún lavabo por cómo se mordió el labio levemente.
               Pero como me había tirado a medio Londres, pude fijarme en cómo se le dilataron las pupilas por el deseo, de modo que supe que se habría arriesgado a un despido sin pensárselo dos veces con tal de echarme el polvo de mi vida en el cuarto de la fotocopiadora.
               -Así es. ¿Leonard James?
               -Es aquí-asintió con la cabeza, extendiendo unos dedos en mi dirección mientras se giraba, exhibiéndose de una forma que habría vuelto loco a cualquiera.
               Lástima que yo ya tuviera quien me volviera loco en casa.
               -… si eres tan amable…-me invitó, y echó a andar en dirección a un mostrador de recepción en el que varias chicas comparables en belleza atendían llamadas o a visitantes desorientados. No se me escapó cómo agitó las caderas delante de mí, convencida de que me estaba dando el espectáculo de mi vida meneando el culo (que le estaba mirando porque se me van los ojos, uno está casado pero tampoco es de piedra), y cuando rodeó el mostrador y me tendió un formulario de visitas con el logo de la multinacional en la esquina superior izquierda, vi que se había desabrochado un botón de la blusa. Llevaba un sujetador de encaje.
               Me imaginé a Sabrae con ese sujetador de encaje azul celeste y me puse cachondo al segundo. No habérmela imaginado aún con la falda y la blusa de aquella secretaria me parecía un milagro y una hazaña de profesionalidad, pero el sujetador era demasiado incluso para mí. Me moría de ganas de terminar el turno para ir corriendo al instituto, aunque fuera a la última clase, y poder verla a la salida. La echaba muchísimo de menos. El fin de semana me había sentado fatal. Pasar tres días completos, las 24 horas del día, con ella, y luego despertarme solo en mi cama, había sido lo más difícil que había hecho en toda mi puta vida. Con diferencia, había sido también el momento más triste. Y eso que una vez se me jodió la consola y perdí todo el progreso que tenía en más de cien juegos. Si ya había pensado entonces que tendría que ir a un psicólogo para superar el trauma, lo de Sabrae directamente era de medicación y camisa de fuerza.
               Lo único que me había impedido vestirme e ir esa mañana al instituto era saber a ciencia cierta que me echarían por dejar desatendido el distrito financiero. Puedes tomarte un día libre en cualquier distrito menos en aquél; los clientes eran demasiado importantes como para permitir que se molestaran con nosotros, así que si nos mandaban comer mierda, nos la comíamos.
               Y, además, Greg no me volvería a cambiar días en mi vida.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Buscando a Alec.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Lo primero que vi a través de mi cortina de lágrimas cuando salí de la UVI fue a Annie y Mimi levantándose como resortes, las dos temblando como hojas al ver en qué estado me sacaban las enfermeras. Estaba llorando a moco tendido y temblando como una hoja.
               Con toda la emoción del momento, me olvidé de que había quedado con mi madre al final de mi turno con Alec en la puerta principal del hospital, así que la dejé plantada. Mamá, temiéndose lo peor (que estuviera tan mal que ni siquiera hubiera podido enviarle un mensaje), apareció con el bolso bien afianzado en su hombro y un compás apresurado marcado por sus tacones en el suelo del hospital. Annie, Dylan y yo nos levantamos nada más verla, y por su expresión preocupada supe que la negatividad era contagiosa. Sin embargo, la felicidad lo era todavía más, y pronto esbozó una sonrisa cuando le contamos las novedades. Me estrechó entre sus brazos, feliz, le envió un mensaje a mi padre anunciándole que íbamos a tardar un poco más en llegar, pues quería quedarme hasta que saliera Mimi, convencida como estaba de que terminaría mi trabajo y lo despertaría, y se sentó a mi lado. Me miró de reojo un par de veces, disimulando, para estudiar mi atuendo, y supe que tendríamos una conversación acerca de mi aspecto, un pelín indigno de una sala de espera de un hospital. Por suerte, me había pasado dentro de la UVI todo el tiempo de las visitas, así que nadie me había visto vestirme como si pretendiera dar un braguetazo en la mansión Playboy, o algo así.
               Sabía que estaba ahí. Siempre lo había sabido. Si no fuera a volver, o estuviera a punto de morir, yo lo sabría, de la misma manera que sabía que era él quien me tocaba cuando alguien ponía la mano en mi espalda. Antes, pensaba que se debía a que nadie era capaz de tocarme como lo hacía él, con ternura y pasión, con sensualidad e inocencia, un niño en pleno despertar sexual y un hombre descubriendo el amor que se le ha negado durante años, todo mezclado en un cuerpo que yo consideraba mi hogar, incluso más que el mío.
               Qué estúpida había sido creyendo que se rendiría. Es fácil ponerse en lo peor en los pasillos de un hospital, donde la luz artificial te hace olvidar que el mundo está lleno de milagros; incluso su mera existencia era uno.
               Me llevó dos pasos convencerme a mí misma de que el apretón que me había dado Alec había sido un apretón de verdad y no un espasmo: mi instinto no me había engañado, había sido mi corazón y no mi cerebro quien llevaba la razón, pero yo me había vuelto demasiado racional cuando simplemente tenía que dejarme llevar.
               Estaba ahí, verdaderamente estaba ahí. Escondido en algún rincón en el que me estaba esperando, esperando una señal que le indicara el norte, algo que le hiciera recuperar la gravedad.               -No me extraña que las golondrinas siempre se las apañen para volver a casa-me había dicho en la azotea del hotel Wela en Barcelona, acariciándome los labios con el pulgar y haciendo que todo mi cuerpo se revolucionara como sólo él podía. La brisa marina nos alborotaba a ambos el pelo, y ahí, a tantos pisos por encima de las olas, era fácil pensar que la sensación de estar flotando se debía a la arquitectura, en lugar de esa intensa sensación que era el sentirse amada por él-. Tú eres mi hogar ahora, Saab.
               Yo no había podido evitar preguntarme por qué él se sentía tan a gusto conmigo cuando no hacía más que intentar poner límites en nuestra relación, en lugar de soltar las riendas y dejar que fuera la corriente la que nos llevara adonde tuviéramos que ir, pero ahora entendía sus palabras. Era el universo, comunicándose conmigo a través de Alec; Dios dándome una pista sobre lo que tendría que hacer la siguiente semana: estar ahí, cerca de él, señalándole el camino de vuelta, pues la diferencia entre un edificio normal y tu casa, es que en tu casa siempre hay alguien que deja la luz encendida de noche para que no tengas que pelearte con la oscuridad para poder entrar.
               Alec, ahora mismo, estaba a oscuras, y yo era la luz a través de la ventana mostrándole que había alguien preocupándose por él. El faro en la distancia impidiendo que chocara contra la costa y naufragara.
               Si me había mandado una señal, era porque sabía que ambos nos necesitábamos de la misma manera e intensidad. Yo no podía flaquear. Debía mantener la luz encendida a toda costa, y él lucharía con todas sus fuerzas para volver conmigo. Que pusiera tanto empeño en consolarme, acariciándome la mano y haciéndome ver que mis palabras tenían efectos físicos en él, hacía que lo quisiera un millón de veces más, si es que eso era posible.
               No podía esperar a que se despertara. Cada segundo que pasaba en coma era un suplicio, porque era otro segundo en el que yo no era oficialmente suya. Necesitaba pertenecerle. Había nacido para pertenecerle. Y me daba cuenta justo ahora, cuando no podía echarme en sus brazos y dejar que saboreara la resolución recién adquirida en mi boca, cuando aún estaba fresca y la idea no tenía ningún tipo de defecto. Ni uno solo.
               -¿Qué ha pasado? ¿Está bien? ¿Ha empeorado?-inquirió Annie con ansiedad, mientras a Mimi se le llenaban los ojos de lágrimas. Dylan rodeó a su esposa y su hija con un brazo protector, un brazo con el que desearía estar cubriendo a su hijo también en esos momentos. Incluso aunque Alec trataba de mantener las distancias con su padrastro (llamándolo por su nombre, dándole menos besos que a sus convivientes femeninas), sabía que el amor que se profesaban era tan puro y legítimo como el que yo sentía por mi padre. Aunque ninguno de los dos lleváramos la sangre de los hombres que nos habían dado nuestro apellido, Dylan y Zayn eran nuestros padres de una manera en la que los que nos habían engendrado jamás podrían soñar.
               Para él, todo esto estaba siendo muy duro. No sólo porque su casa fuera terriblemente silenciosa sin la presencia escandalosa de su hijastro, que ya no estaba para poner su música a todo volumen, pelearse con Mimi a voz en grito o arreglar algo en la casa; ni porque su cama fuera inmensa ahora que no la compartía con su esposa por las noches, o porque tuviera que hacerse el fuerte delante de su hija y darle un consuelo que él trataba de convencerse de que llegaría, sino porque lo estaba viendo igual que lo veía yo, puede que incluso mejor: aquello le estaba afectando físicamente a Mimi y Annie, pero sobre todo a la última. Annie había envejecido una década en dos días, y mirándola a los ojos veías que la esperanzas que los habían iluminado ya no existían.
               Si Al no mejoraba pronto, se despertaría con una abuela más y una madre menos.
               -Está bien-jadeé, aún sin poder creerme que, de todas las personas del mundo, hubiera sido yo la que Alec hubiera elegido para convertirme en la más especial. Para quererme de esa manera, en la que incluso estando en estados diferentes, seguíamos igual de juntos. Nada había cambiado un ápice entre nosotros, excepto, quizá, los miedos que habían oscurecido con sus largas sombras nuestra relación: llevaba sin sentirlos desde que vi su arritmia en el electrocardiograma.
               Mimi dio un paso ágil y amplio en dirección a la puerta. Era su turno, y si yo había salido así, hecha una magdalena, era porque Alec había mejorado. Y, para ella, “mejorar” y “despertar” eran sinónimos.
               -¿Se ha despertado?
               Detesté la forma en que se me cayó el alma a los pies cuando hizo aquella pregunta, pues empañó toda mi felicidad e incluso oxidó un poco mis esperanzas. Sin embargo, estaba tan deslumbrada por lo que acababa de pasar, que no dejé que mi estado de ánimo cambiara de positivo a negativo.
               -No, pero tengo muy buenas noticias. Nos escucha-revelé, cogiéndole la mano a Annie, que me miró con estupefacción-. Alec nos escucha. Ha… ha reaccionado a mi voz. Le he llamado “mi amor”, y le ha dado un vuelco al corazón.

domingo, 13 de septiembre de 2020

Vivir sin música.


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Lo que el doctor Moravski se encontró al lado de su paciente más célebre y visitado era una estatua de sal. Una esfinge de mirada perdida, cansada de mirar al vacío y tratar de encontrar una explicación, el por qué en torno al cual orbitaban los axiomas de las religiones, tanto modernas como antiguas. Un cascarón vacío, al que ya no le quedaban más lágrimas que derramar, pero aún húmedo de ese dolor, tristeza y culpabilidad que me aguijoneaban el pecho, diciéndome cosas que yo no podía procesar: que lo que había sucedido era, en parte, culpa mía.
               Que si los accidentes eran fruto del azar, era porque alguien los propiciaba, y ese alguien era yo.
               Las palabras de consuelo de la enfermera justo después de haberme soltado aquella bomba habían sido como el aleteo de un mosquito al otro extremo de la habitación: lo notabas, sabías que estaba ahí, pero eras incapaz de definirlo. No habría sabido decir si había hablado conmigo en inglés, urdu, o arameo. Para mí, todo sonaba igual desde entonces: balbuceos ininteligibles que no tenían ni pies ni cabeza, bromas que hacía el mundo en torno a mi estado de salud, mi corazón, mi vida, todo. Habría soportado que el universo entero se derrumbara sobre mis hombros, pero no sobre los de Alec. De todas las personas que había en el mundo, él era quien menos se merecía estar en esta situación. Yo debería ser la que estuviera postrada en esa cama, existiendo sin ser, viviendo en un limbo en el que no sabía si se experimentaba o no dolor.
               Habría podido sobrellevarlo. Sería capaz de sobrevivir a tener que venir todos los días, cogerle de la mano y acariciarle los nudillos mientras le susurraba palabras de ánimo. Envejecería a los pies de esa cama si él me lo pedía.
               Pero no podría sobrevivir a mis dudas. No podría sobrevivir a que Alec se despertara, me mirara, y sus ojos ya no fueran los suyos. Se me encogía el estómago al pensar que puede que el chico del que estaba enamorada no viviera más que en mis sueños y sólo pudiera visitarme en mis recuerdos: nada de reírnos al atardecer, acurrucados el uno contra el otro en un millón de escenarios diferentes; nada de picarnos, nada de hacer el amor. Seríamos completos extraños el uno para el otro. Quién sabía si Alec podría recordar quién era yo, o siquiera entender quién era él mismo. Quién sabía cuánto tiempo tardaría en descomponerme en las partículas más pequeñas al ver que Alec ya no era Alec.
               Si Alec se despertaba, pero ya no era Alec, ¿yo le querría? Porque de poco servía la concha de la ostra; lo verdaderamente importante en ella es la perla, y si la concha era su cuerpo, la perla de Alec era su alma. El brillo que destilaba por las mañanas, recién levantado, con el pelo alborotado y la voz ronca por el sueño mientras se estiraba, feliz de recibir un nuevo día y de que lo pasáramos juntos. Su ilusión cuando abría un paquete de regalices rellenos nuevo; cualquier paquete, en realidad, era más que suficiente para despertar al niño que había en él. La poca paciencia que decía tener, mis capacidades para agotársela, y el aguante que tenía a todas y cada una de mis tonterías. Su generosidad, cómo ponía siempre a los demás antes que él: en lo único en lo que no perdonaba era en la comida, porque era en lo que más se fijaba la gente, y no se perdonaría nunca que los demás tuvieran un concepto de él al que él creyera que no podía llegar.
               La satisfacción con que me guiñaba el ojo y me sonreía cada vez que volvíamos a verlos, sabiéndose dueño absoluto de mi corazón, mi cuerpo y mi placer. La chulería con la que presumía de lo poco que le había dado la madre naturaleza que no era mérito suyo, su cuerpo. Su furia defendiendo a quienes le importaban de las injusticias. Su gesto de concentración cuando reparaba algún objeto. Sus bufidos cuando yo le tomaba el pelo cuando no estaba el horno para bollos. Su sexto sentido para saber exactamente qué necesitaba, y dármelo: apoyo, mimos, sexo, o simplemente alguien que me abriera los ojos y me hiciera entrar en razón. Alguien por quien tener complejos, y sin embargo que consiguiera hacerlos desaparecer.
               No podría renunciar a eso, ni tampoco sobrevivirlo. Aquello era Alec, y aquello era lo que estaba realmente en juego, lo verdaderamente importante. Al contrario de lo que él pensaba, y yo también había creído en mi pubertad, cuando estaba convencida de que lo único bueno que había en Alec era ese físico que me hacía sentir cosas que me parecían tan mal y a la vez me sentaban tan bien, lo verdaderamente hermoso de él estaba en su interior. Su chispa, su gracia, su bondad, su generosidad, su pasión por cada cosa que hacía, la ligereza con lo que se lo tomaba todo, esa filosofía de vivir con la que muchísimos soñaban, pero que muy pocos eran capaces de interiorizar. Y si eso se esfumaba… por mucho que el resto de él estuviera intacto, no sería del todo él.
               Y yo no le querría. En cuanto lo supe, se me acabaron las lágrimas. No porque se fuera la tristeza, todo lo contrario, sino porque había dado con una losa tan infranqueable que era imposible reaccionar ante ella de ninguna manera. Eso del amor a primera vista no existía. Existe la atracción a primera vista, el deseo a primera vista, pero, ¿enamorarse a primera vista? Es imposible enamorarse de alguien a primera vista, porque te enamoras de su alma, y las almas no se ven. Es lo único que necesita tiempo para descubrirse. No son lugares que visitas y te encantan, sino películas que te apasionan y que quieres ver de nuevo por primera vez para sentir esa sensación con fecha de caducidad.
               Alec me atraía porque no estaba ciega y la química entre nosotros era comparable a la de las bombas atómicas. Por eso, precisamente, había podido tener mi primer orgasmo pensándole.
               Pero si estaba enamorada de él, era porque había echado un vistazo en su alma, que no estaba en su corazón, no realmente.
               Estaba en su cerebro. Todos tenemos alma, absolutamente todos. Seamos creyentes o no, el alma es lo que nos individualiza como personas del resto de individuos de nuestra especie.  Es el conjunto de nuestros pensamientos, recuerdos, emociones, absolutamente todo lo que hemos experimentado en nuestra existencia. Que se piense en algo incorpóreo, como un espíritu, cuando se habla de alma, no quiere decir que ésta tenga que ser así. Simplemente se trata de una licencia poética que usamos para poder describir a las personas, porque reducirla a tres kilos de materia gris que pueden sostenerse en las manos, resguardados en el hueso más duro de nuestro cuerpo, haría que perdiera esa esencia especial.

martes, 8 de septiembre de 2020

24.

 Los 23 han sido mi primer año en mucho, mucho tiempo, en que no he salido de España en ningún momento. Sí que he salido de Asturias, para vivir uno de los mejores musicales de mi vida (aunque, francamente, teniendo en cuenta que sólo he vivido dos, es bastante fácil que sea “de los mejores”). Han sido mi primer año viviendo una experiencia social estándar, convirtiendo mi rutina diaria anómala en la de millones y millones de personas para las que su casa era una cárcel. Pero no hablaré de eso, porque, realmente, para mí no fue para tanto. Supongo que cuando estás acostumbrado a que tu agenda social sea reducida, el hecho de que a los demás se la restrinjan te afecta sólo en que no te sientes tan bicho raro; ya no digamos si abrazas tu lado más hippie y por fin decides ponerte unos pendientes de tu flor preferida.

Por lo que sí se han caracterizado es por las amistades. El reencuentro con algunas, estrechar lazos con otras, y… por fin, decir adiós. Decir adiós a alguien que seguramente venga a leer esto, tan herida que la he dejado que, como buena masoquista, necesitará infligirse más dolor. Seguro que espera malas palabras, las que va dedicando sobre mí al mundo, pero yo ya lo he dicho todo, así que no quiero perder más el tiempo. Un tiempo que no sé cuánto es realmente, pero al menos, sí a cuánto cotiza. Desde que he empezado a trabajar, me valoro un poco más y dependo un poco menos: es cierto que en ocasiones me da un bajón pensando en para qué quiero un sueldo, si no tengo quién me acompañe a gastarlo, pero sospecho que ésa será la lección a aprender en los 24. Igual que he aprendido, de nuevo, a decir adiós y también de nuevo hola a personas a las que hace un año no pensé que podría perdonar, o a gente que no estaba en mi radar, bien por haber salido sin que ninguno hiciéramos amago de reencontrarnos, o bien porque de verdad son nuevos, en estos 24, que ya no tienen canción, quiero recuperar lo que tuve con 17 años: motivación para mejorar e ilusión por lo que anticipo.

Me siento un poco más independiente, y eso, en realidad, me hace más valiosa para todos. Para los demás, porque no me tienen por inercia, pero sobre todo, para mí. Porque, de nuevo, he vuelto a valorar mi única compañía. Si he interiorizado que estar solo es mejor que mal acompañado como lo sabía de adolescente, recuperaré esa felicidad de la que disfrutaba en el instituto. Y, además, podré volver a elegir. Ya lo hago, de hecho. Y me enorgullece ver que estoy dejando de conformarme, que empiezo a trazar de nuevo los límites, que hago lo que me gusta y no lo que debería gustarme, que tengo una rutina y no me importa; es más, lo prefiero así. Me gusta escribir los fines de semana. Me gusta leer al sol en mi pueblo. Me gusta sentarme a ver una película, una serie, o lo que sea, en el salón de mi casa después de llegar al trabajo.

Porque estos días, al final de mis 23 y con la llegada de mis 24, he caído en algo que supe hace tiempo: la única persona que va a estar conmigo las 24 (¡!) horas del día, los 365 días del año, sin importar el hemisferio o el continente, soy yo. Es hora de cuidarme. De priorizarme.

Después de todo, nací en un año bisiesto, en el día de mi patria. ¿Acaso no es eso un indicio de ser especial?


domingo, 6 de septiembre de 2020

Faraón.


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            Quien dijera que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”, no se refería al mundo en sí. Estaba hablando de un tipo de felicidad muy concreto: esa felicidad ignorante y absoluta que te inunda los dos primeros segundos del nuevo día en el que te has despertado.
               ¿Sabes esos dos segundos después de despertarte en los que no tienes problemas, todo en tu vida está bien, y eres simple y llanamente feliz? Incluso cuando tu cerebro aún está un poco dormido (o, precisamente, porque aún está dormido), incluso cuando no sabes dónde estás, incluso cuando no sabes tu nombre. Esos dos segundos en los que no entiendes por qué tienes la almohada empapada, te duelen los ojos y te cuesta respirar.
               A esos dos segundos se había reducido mi vida. No es que quisiera vivir en ellos, es que no tenía alternativa a vivir en otro lugar. Eran el único momento en que yo podía permitirme vivir.
               Porque, cuanto se terminaron y vinieron los recuerdos del día anterior, mi corazón terminó de resquebrajarse. Los trocitos minúsculos en que se había roto la mañana anterior se hicieron incluso más pequeños, dividiéndose entre sí en un millón de pedazos, mientras por mi cuerpo un órgano inerte continuaba bombeando una sangre que ya carecía de propósito.
               Hecha un ovillo al lado de mi hermano, recordé absolutamente todo como si lo estuviera viendo en una película horrible. La sensación de confusión cuando abrieron la puerta de mi clase y pronunciaron mi nombre. La despersonalización al escuchar la noticia que me había supuesto una lección importantísima. Ser incapaz de procesar unas palabras tan absurdas que la sintaxis parecía no aplicársele: “Alec ha tenido un accidente”. La espera en el hospital. El tiempo arrastrándose hasta que llegó Scott. El tiempo arrastrándose entonces, cuando llegó mi hermano y me pudo sostener entre sus brazos. Sobrevivir sin vivir. Scott recomponiendo mis pedazos entonces, sobre una fría e impersonal silla de plástico que mi cuerpo había convertido en un objeto abrasador, sobre el que ya no podía seguir sentada durante mucho más tiempo.
               Mi cabeza acunándose contra el pecho de mi hermano mientras mis lágrimas mojaban su hombro, igual que ahora mojaban la almohada, igual que mis sollozos sacudían la cama.
               Scott tiró de mí para pegarme a él, susurrándome palabras de consuelo, despertándose con nada cuando nunca, jamás, habíamos sido capaces de despertarlo con nada. Había pasado de tener un sueño tan profundo como una hibernación, a estar ojo avizor incluso en sueños. Debía tener un aspecto tan malo por fuera como me sentía por dentro. Estaba completamente revuelta. Me sentía inútil, desesperada e incluso traidora.
               Porque yo me había despertado, pero Alec, aún no. No debería estar durmiendo. Debería estar con los ojos abiertos para ver lo que nos correspondería a ambos. Tendría que estar a su lado, en la cama del hospital, todo el tiempo que las enfermeras, Annie y Mimi me permitieran; y, cuando no pudiera tener su mano entre las mías, mis dedos se aferrarían a la puerta de la UVI, presionando al tiempo para que transcurriera más rápido.
                -Ya pasó-susurró Scott, acariciándome la cabeza y besándome la frente mientras dejaba que yo me desquitara con él-. Estoy aquí. Todo va a salir bien. Ya está.
               Entonces, cometió el inmenso error de asumir que lo que mi mente fuera capaz de maquinar era peor que lo que tenía que procesar. Qué equivocado estaba. Por muy perjudicial que pudiera llegar a ser para mí misma, muy crítica o cobarde, nunca, jamás, habría sido capaz de imaginarme un escenario tan desolador como el que se me presentaba delante.
               -Sólo ha sido una pesadilla-susurró, presionando sus labios contra mi piel. Su piercing me arañó la frente, pero aquello no era nada con el dolor que me provocaron sus palabras. Levanté los ojos y, como pude, logré enfocar a Scott.
               -No. He tenido un buen sueño. La pesadilla empieza ahora.
               Scott se quedó callado y quieto, sin saber qué decirme ni tampoco qué hacer. Me limpié las lágrimas con el dorso de la mano, intentando incorporarme, sintiendo a mi estómago contraerse como una estrella tan masiva que colapsa sobre su propio peso. Así me sentía yo: un agujero negro emocional, que lo absorbe absolutamente todo, especialmente la tristeza que abunda a su alrededor. Ni siquiera Scott estaba lo suficientemente recompuesto aún de lo que había pasado como para poder consolarme, así que todo lo que flotaba en el ambiente era una bruma que ocultaba el sol, una bruma en la que yo me escondería hasta el final de los tiempos.
               A pesar de que se desvanecía ante mí como la niebla, sabía que tener mi mente puesta en Alec había hecho que él me visitara en sueños. E, incluso si en cualquier otro momento lo que nos hubiera pasado fuera una pesadilla (podríamos haber roto, nos podríamos haber hecho daño, nos podríamos haber distanciado), sabía que, dadas las circunstancias, lo que había protagonizado conmigo esa noche me mantuvo viva mientras el sol estaba por debajo del horizonte. Porque estaba vivo. Estaba bien. Estaba despierto, e incluso si sus ojos ardían con odio, a mí me sería indiferente. Por lo menos, ardían. Por lo menos me dejaba mirarlo a los ojos, aunque fuera para derretirme de una manera en la que no debes derretir a la persona a la que más quieres.
               Necesitaba volver a verlos de nuevo, y mi cerebro me lo había regalado, notándome tan psicológicamente agotada que el más mínimo traspiés habría sido suficiente para destruirme.
               Scott me acarició la espalda, incorporándose detrás de mí. Me dio un beso en el brazo y tiró un poco de la capucha de la sudadera que me había dado Alec. El tacto suave de la tela era lo único que impedía que me volviera loca. Por suerte, la prenda aún conservaba su olor impregnado, y si cerraba los ojos, inhalaba y me concentraba con mucha fuerza, incluso podía engañarme a mí misma creyendo que estaba ahí. Que quien me acariciaba era él, y no mi hermano.
               Era mejor que nada. Por muy injusto que resultara para Scott, ahora mismo necesitaba a Alec, única y solamente a Alec.
               -Vamos. Tienes que desayunar algo.
               Me sorprendió encontrarme la casa en silencio. Era como si estuviera guardando un luto anticipado, luto que a mí me aterrorizaba. Mis hermanas se habían ido hacía tiempo, al igual que mi padre; escuché el sonido de los pasos de mamá en algún punto de la planta baja y, por un instante, me pregunté qué era lo que la había empujado a quedarse en casa, cuando le encantaba ir al despacho por las mañanas, estar con sus compañeras de despacho y comentar la situación de los casos que tenían pendientes con ellas; enseguida caí en la cuenta, no obstante, de que la razón medía metro cincuenta y siete, tenía la piel más oscura que ella y también pesaba más.
               Era yo.
               Mamá nos sonrió con calidez y esa preocupación maternal tan típica suya, sabiendo perfectamente qué me pasaba por la cabeza incluso sin necesidad de que yo se lo dijera.
               -Hola, mis niños-saludó, cariñosa, y rodeó las escaleras para venir a nuestro encuentro. Me rodeó la espalda con los brazos antes incluso de que yo terminara de bajarlas, y me dio un sentido beso en la mejilla-. ¿Habéis pasado buena noche?-sus ojos apenas se deslizaron a Scott, lo cual me enfadó muchísimo. Scott, que había estado un mes fuera de casa y con el que el contacto se había visto reducido a cinco minutos después del final de cada programa con papá y mamá, pasaba a un segundo plano porque yo no me encontraba bien. Eso me hacía sentir culpable, incómoda, incluso. Si todo siguiera como si no hubiera pasado nada, quizá yo podría intentar sacar la cabeza del agua. Sin embargo, como todo estaba patas arriba y todo el mundo estaba con el agua al cuello, nada ni nadie podía ayudarme. Simplemente me quedaba esperar, y ver qué sucedía: ¿me moriría, o me las apañaría para sobrevivir?
               De momento, mi reto más inmediato era conseguir tomar algo de desayuno. Sólo después de que tanto mamá como Scott me suplicaran, intentando convencerme a mí para que razonara con mi estómago, y tras amenazarme ella con que no iría al hospital con el estómago vacío, conseguí comerme un sencillo cuenco de cereales con yogur y trocitos de fruta cortada a mano por mamá, que se sentó frente a mí para asegurarse de que me tomaba hasta la última gota. Me costó un gran esfuerzo, pero lo conseguí; además, el tiempo que me llevó terminarme el desayuno era un tiempo que había que descontar de la espera en el sofá, con los pies subidos al cuero, matando el rato y de paso a mí misma mientras ansiaba que llegara el momento de irme a ver a Alec.
               Scott se sentó a mi lado, acariciándome la espalda, dispuesto a hacer lo que fuera por conseguir arrancarme una respuesta. Me había sentado como un autómata, inmóvil como una piedra, e incluso había fijado la vista en la chimenea del mismo modo que Bella miraba por la ventana mientras pasaban las estaciones cuando Edward la dejaba en Luna nueva. Me identificaba muchísimo con ella, salvo por el hecho de que Edward y Alec no podían ser más distintos: para empezar, Alec era cálido al contacto, no gélido como un carámbano, lo cual le daba puntos. Sin embargo, siendo tan perfecta y deliciosamente humano como era, también era mil veces más vulnerable que Edward, al que un accidente automovilístico no le causaría más molestias que el tener que pagar los destrozos del pobre coche en cuyo camino se cruzara.
               Además, estaba el hecho de que Edward no dormía, y Alec, de momento, era lo único que podía hacer. Mientras sanaba, sólo quedaba esperar, sentarnos y cogerle la mano para transmitirle que no le habíamos dejado solo. Que había gente que apostaba por él, gente que quería que ganara, gente que lo prefería a un vampiro. Por mucho que nos vendieran lo perfecto que era Edward (más rápido, más listo, más guapo y más inmortal), lo único en lo que superaba a mi Alec era en el hecho de que no podrían apartarlo de mi lado salvo por su propia voluntad. Y yo sabía que Alec no me dejaría sentada frente a una ventana en la que se iban sucediendo los meses como bailarinas en el escenario del Teatro Real.
               No a propósito, al menos.