|
¡Toca para ir a la lista de caps!
|
Quien
dijera que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”, no se refería al mundo en sí.
Estaba hablando de un tipo de felicidad muy concreto: esa felicidad ignorante y
absoluta que te inunda los dos primeros segundos del nuevo día en el que te has
despertado.
¿Sabes
esos dos segundos después de despertarte en los que no tienes problemas, todo
en tu vida está bien, y eres simple y llanamente feliz? Incluso cuando tu
cerebro aún está un poco dormido (o, precisamente, porque aún está dormido), incluso cuando no sabes dónde estás, incluso
cuando no sabes tu nombre. Esos dos segundos en los que no entiendes por qué
tienes la almohada empapada, te duelen los ojos y te cuesta respirar.
A
esos dos segundos se había reducido mi vida. No es que quisiera vivir en ellos,
es que no tenía alternativa a vivir en otro lugar. Eran el único momento en que
yo podía permitirme vivir.
Porque,
cuanto se terminaron y vinieron los recuerdos del día anterior, mi corazón
terminó de resquebrajarse. Los trocitos minúsculos en que se había roto la
mañana anterior se hicieron incluso más pequeños, dividiéndose entre sí en un
millón de pedazos, mientras por mi cuerpo un órgano inerte continuaba bombeando
una sangre que ya carecía de propósito.
Hecha
un ovillo al lado de mi hermano, recordé absolutamente todo como si lo
estuviera viendo en una película horrible. La sensación de confusión cuando
abrieron la puerta de mi clase y pronunciaron mi nombre. La despersonalización
al escuchar la noticia que me había supuesto una lección importantísima. Ser
incapaz de procesar unas palabras tan absurdas que la sintaxis parecía no
aplicársele: “Alec ha tenido un accidente”. La espera en el hospital. El tiempo
arrastrándose hasta que llegó Scott. El tiempo arrastrándose entonces, cuando
llegó mi hermano y me pudo sostener entre sus brazos. Sobrevivir sin vivir.
Scott recomponiendo mis pedazos entonces, sobre una fría e impersonal silla de
plástico que mi cuerpo había convertido en un objeto abrasador, sobre el que ya
no podía seguir sentada durante mucho más tiempo.
Mi
cabeza acunándose contra el pecho de mi hermano mientras mis lágrimas mojaban
su hombro, igual que ahora mojaban la almohada, igual que mis sollozos sacudían
la cama.
Scott
tiró de mí para pegarme a él, susurrándome palabras de consuelo, despertándose
con nada cuando nunca, jamás, habíamos sido capaces de despertarlo con nada.
Había pasado de tener un sueño tan profundo como una hibernación, a estar ojo
avizor incluso en sueños. Debía tener un aspecto tan malo por fuera como me
sentía por dentro. Estaba completamente revuelta. Me sentía inútil, desesperada
e incluso traidora.
Porque
yo me había despertado, pero Alec, aún no. No debería estar durmiendo. Debería
estar con los ojos abiertos para ver lo que nos correspondería a ambos. Tendría
que estar a su lado, en la cama del hospital, todo el tiempo que las
enfermeras, Annie y Mimi me permitieran; y, cuando no pudiera tener su mano
entre las mías, mis dedos se aferrarían a la puerta de la UVI, presionando al tiempo
para que transcurriera más rápido.
-Ya pasó-susurró Scott, acariciándome la
cabeza y besándome la frente mientras dejaba que yo me desquitara con él-.
Estoy aquí. Todo va a salir bien. Ya está.
Entonces,
cometió el inmenso error de asumir que lo que mi mente fuera capaz de maquinar
era peor que lo que tenía que procesar. Qué equivocado estaba. Por muy
perjudicial que pudiera llegar a ser para mí misma, muy crítica o cobarde,
nunca, jamás, habría sido capaz de
imaginarme un escenario tan desolador como el que se me presentaba delante.
-Sólo
ha sido una pesadilla-susurró, presionando sus labios contra mi piel. Su
piercing me arañó la frente, pero aquello no era nada con el dolor que me
provocaron sus palabras. Levanté los ojos y, como pude, logré enfocar a Scott.
-No.
He tenido un buen sueño. La pesadilla empieza ahora.
Scott
se quedó callado y quieto, sin saber qué decirme ni tampoco qué hacer. Me
limpié las lágrimas con el dorso de la mano, intentando incorporarme, sintiendo
a mi estómago contraerse como una estrella tan masiva que colapsa sobre su
propio peso. Así me sentía yo: un agujero negro emocional, que lo absorbe
absolutamente todo, especialmente la tristeza que abunda a su alrededor. Ni
siquiera Scott estaba lo suficientemente recompuesto aún de lo que había pasado
como para poder consolarme, así que todo lo que flotaba en el ambiente era una
bruma que ocultaba el sol, una bruma en la que yo me escondería hasta el final
de los tiempos.
A
pesar de que se desvanecía ante mí como la niebla, sabía que tener mi mente
puesta en Alec había hecho que él me visitara en sueños. E, incluso si en
cualquier otro momento lo que nos hubiera pasado fuera una pesadilla (podríamos
haber roto, nos podríamos haber hecho daño, nos podríamos haber distanciado), sabía
que, dadas las circunstancias, lo que había protagonizado conmigo esa noche me
mantuvo viva mientras el sol estaba por debajo del horizonte. Porque estaba
vivo. Estaba bien. Estaba despierto, e incluso si sus ojos ardían con odio, a
mí me sería indiferente. Por lo menos, ardían. Por lo menos me dejaba mirarlo a
los ojos, aunque fuera para derretirme de una manera en la que no debes
derretir a la persona a la que más quieres.
Necesitaba
volver a verlos de nuevo, y mi cerebro me lo había regalado, notándome tan
psicológicamente agotada que el más mínimo traspiés habría sido suficiente para
destruirme.
Scott
me acarició la espalda, incorporándose detrás de mí. Me dio un beso en el brazo
y tiró un poco de la capucha de la sudadera que me había dado Alec. El tacto
suave de la tela era lo único que impedía que me volviera loca. Por suerte, la
prenda aún conservaba su olor impregnado, y si cerraba los ojos, inhalaba y me
concentraba con mucha fuerza, incluso podía engañarme a mí misma creyendo que
estaba ahí. Que quien me acariciaba era él, y no mi hermano.
Era
mejor que nada. Por muy injusto que resultara para Scott, ahora mismo
necesitaba a Alec, única y solamente a Alec.
-Vamos.
Tienes que desayunar algo.
Me
sorprendió encontrarme la casa en silencio. Era como si estuviera guardando un
luto anticipado, luto que a mí me aterrorizaba. Mis hermanas se habían ido
hacía tiempo, al igual que mi padre; escuché el sonido de los pasos de mamá en
algún punto de la planta baja y, por un instante, me pregunté qué era lo que la
había empujado a quedarse en casa, cuando le encantaba ir al despacho por las
mañanas, estar con sus compañeras de despacho y comentar la situación de los
casos que tenían pendientes con ellas; enseguida caí en la cuenta, no obstante,
de que la razón medía metro cincuenta y siete, tenía la piel más oscura que
ella y también pesaba más.
Era
yo.
Mamá
nos sonrió con calidez y esa preocupación maternal tan típica suya, sabiendo
perfectamente qué me pasaba por la cabeza incluso sin necesidad de que yo se lo
dijera.
-Hola,
mis niños-saludó, cariñosa, y rodeó las escaleras para venir a nuestro
encuentro. Me rodeó la espalda con los brazos antes incluso de que yo terminara
de bajarlas, y me dio un sentido beso en la mejilla-. ¿Habéis pasado buena noche?-sus
ojos apenas se deslizaron a Scott, lo cual me enfadó muchísimo. Scott, que
había estado un mes fuera de casa y con el que el contacto se había visto
reducido a cinco minutos después del final de cada programa con papá y mamá,
pasaba a un segundo plano porque yo no me encontraba bien. Eso me hacía sentir
culpable, incómoda, incluso. Si todo siguiera como si no hubiera pasado nada,
quizá yo podría intentar sacar la cabeza del agua. Sin embargo, como todo
estaba patas arriba y todo el mundo estaba con el agua al cuello, nada ni nadie
podía ayudarme. Simplemente me quedaba esperar, y ver qué sucedía: ¿me moriría,
o me las apañaría para sobrevivir?
De
momento, mi reto más inmediato era conseguir tomar algo de desayuno. Sólo
después de que tanto mamá como Scott me suplicaran, intentando convencerme a mí
para que razonara con mi estómago, y tras amenazarme ella con que no iría al
hospital con el estómago vacío, conseguí comerme un sencillo cuenco de cereales
con yogur y trocitos de fruta cortada a mano por mamá, que se sentó frente a mí
para asegurarse de que me tomaba hasta la última gota. Me costó un gran
esfuerzo, pero lo conseguí; además, el tiempo que me llevó terminarme el
desayuno era un tiempo que había que descontar de la espera en el sofá, con los
pies subidos al cuero, matando el rato y de paso a mí misma mientras ansiaba
que llegara el momento de irme a ver a Alec.
Scott
se sentó a mi lado, acariciándome la espalda, dispuesto a hacer lo que fuera
por conseguir arrancarme una respuesta. Me había sentado como un autómata,
inmóvil como una piedra, e incluso había fijado la vista en la chimenea del
mismo modo que Bella miraba por la ventana mientras pasaban las estaciones
cuando Edward la dejaba en Luna nueva. Me
identificaba muchísimo con ella, salvo por el hecho de que Edward y Alec no
podían ser más distintos: para empezar, Alec era cálido al contacto, no gélido
como un carámbano, lo cual le daba puntos. Sin embargo, siendo tan perfecta y
deliciosamente humano como era, también era mil veces más vulnerable que
Edward, al que un accidente automovilístico no le causaría más molestias que el
tener que pagar los destrozos del pobre coche en cuyo camino se cruzara.
Además,
estaba el hecho de que Edward no dormía, y Alec, de momento, era lo único que
podía hacer. Mientras sanaba, sólo quedaba esperar, sentarnos y cogerle la mano
para transmitirle que no le habíamos dejado solo. Que había gente que apostaba
por él, gente que quería que ganara, gente que lo prefería a un vampiro. Por
mucho que nos vendieran lo perfecto que era Edward (más rápido, más listo, más
guapo y más inmortal), lo único en lo que superaba a mi Alec era en el hecho de
que no podrían apartarlo de mi lado salvo por su propia voluntad. Y yo sabía
que Alec no me dejaría sentada frente a una ventana en la que se iban
sucediendo los meses como bailarinas en el escenario del Teatro Real.
No a
propósito, al menos.