viernes, 23 de octubre de 2020

Sobredosis de serotonina.


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Mimi parecía una payasa. En el sentido literal y metafórico de la palabra. Sus lágrimas se deslizaban por su rostro en ríos de un ligerísimo tono plateado que bien podrían ser las marcas de un maquillaje tan sutil como elaborado. Descendían en diagonal hasta los montes de sus mejillas, y de ahí, giraban en un ángulo de 90 grados para terminar cayendo en sus labios, dejándole un deje salado en la sonrisa que le traería muchos recuerdos a lo largo de su vida.
               Y siempre, siempre, le recordarían a ese momento.
               -Estás despierto-jadeó de nuevo, cogiéndome la mano y llevándosela a los labios. Las enfermeras aún no se habían percatado del pequeño milagro que acababa de suceder en su área, tan ocupadas como estaban atendiendo a los demás pacientes, mucho más interesantes que el chaval en coma cuyas únicas novedades eran las arritmias que le producía una chica que ni siquiera era su novia. Así que esos primeros momentos fueron sólo para nosotros dos, para que los disfrutáramos, para que hiciéramos algo con lo que tomarnos el pelo el uno al otro a base de recordárselo a nuestros sobrinos.
               Jadeé, intentando celebrar con un glorioso “¡sí!” que, efectivamente, así era. El sueño tan vívido que había tenido durante esa semana poco a poco se diluía en mi cabeza, en la que terminaría dejando un poso que sólo podría visitar en el mundo onírico. Lo único que quedaba de ese tiempo que había pasado como un fantasma más deslenguado que los demás (y también más desesperadamente inofensivo) era la sensación de cansancio, de agarrotamiento, de dolor.
               De no ser por lo ajeno que notaba mi cuerpo, nadie habría dicho que había pasado una semana desde la última vez que había abierto los ojos.
               Pero ahí estaba la sensación de hormigueo. El ardor en los pulmones a causa de tanto tiempo respirando oxígeno puro, que no tuviera que separar del resto de gases que componían la atmósfera. La presión que notaba en la parte baja de la espalda, sobre la que había pasado gran parte de ese tiempo, en la que pronto habrían comenzado a formárseme heridas. El encharcamiento ahora de mi respiración, cuando mis pulmones se veían obligados a funcionar de nuevo a pleno rendimiento, quizá incluso hasta un poco más forzados.
               Las llamaradas que me recorrían el interior, allí donde mis entrañas se habían quedado al aire, dejándome al descubierto y vulnerable durante más tiempo del aceptable. No había ningún hueso del cuerpo que no me doliera; incluso el cráneo acusaba los golpes que había recibido hacía ya tanto tiempo, pero lo que notaba por dentro era incluso peor. Era como si aún tuviera las manos expertas de los médicos revolviendo dentro de mí, como si me hubieran vertido ácido por el ombligo y éste hubiera ido calando mi interior hecho de esponja.
               Pero me sentía bien. Misteriosamente, a pesar de que nunca había estado peor físicamente, mi cerebro estaba segregando tal cantidad de serotonina que me sentía hasta mareado. Me estaba emborrachando de felicidad, literalmente, pues nunca habíamos luchado con tanta vehemencia por nada, y habíamos terminado lográndolo. La victoria jamás había sido así de dulce.
               Ni importante.
               Así que, movido por esa suerte líquida que me corría por las venas y que hacía que fuera capaz de poner en un segundo plano el sufrimiento que me ocasionaba la consciencia, asentí despacio con la cabeza. Me costó horrores parpadear; por eso lo hice muy despacio.
               Por eso, y porque aún no me acostumbraba del todo a mi cuerpo. Era como si hubiera vivido una larga vida siendo un ser etéreo, compuesto exclusivamente de partículas gaseosas, y de repente me hubieran encerrado en un cubículo tan pequeño que hasta a mí me costaba adaptarme a él. Como si me hubiera reencarnado en un mosquito cuando antes había sido un elefante.
               Como si me hubieran confinado en el cuerpo de un niño de tres años.
               -No puedo creer que por fin hayas abierto los ojos-jadeó mi hermana, a punto de empezar una de sus peroratas de felicidad. Sus ojos chispeaban con la luz de miles de estrellas, convirtiéndome en un navegante que veía su rumbo en las constelaciones, y que jamás se perdería gracias a ella-. He llegado a pensar que este momento no iba a llegar nunca… te hemos echado tantísimo de menos, Al… tienes los ojos más bonitos que he visto jamás.
               Bueno, bueno, bueno, dijo una voz en mi cabeza, desperezándose. Era lo único que no dolía, lo único que seguía sintiéndose tal y como antes de aquel paréntesis en mi existencia que todavía no me explicaba del todo bien, cálmate, niña. Sigo siendo tu hermano.
               -Ojalá…-jadeé, tomando aire. Respirar sin oxígeno con unos pulmones viciados era toda una hazaña, así que hablar todavía era peor-, pudiera…
               Bufé, frustrado, y giré la cabeza para acercarme de nuevo a la mascarilla, que Mimi me colocó de nuevo sobre la boca. La bocanada de aire ardiente que me entró en la garganta me hizo incluso más daño, pero también me alivió. Sentí que se me despejaban un poco más los sentidos, como si hubiera pasado un trapo por una ventana cubierta de polvo y grasa. El polvo se había ido, ahora sólo quedaba fregarla.

domingo, 18 de octubre de 2020

Terivision: Los siete maridos de Evelyn Hugo.

 
¡Hola, delicia! Vuelvo después de, aproximadamente, dos millones de años a subir una reseña en el blog, para nada por suplir la ausencia de capítulo de Sabrae, que, por si te preocupa, llegará el 23 (¡hay cosas demasiado importantes acercándose, y me parecía imposible no hacer que pasaran en un 23!).
Pero en fin, que me enrollo mucho. El libro con el que he resucitado esta parte del blog es:
 
Créditos de imagen: Bitácora de libros





¡Los siete maridos de Evelyn Hugo! Lo había visto en Goodreads un par de veces, y lo cierto es que ya me había llamado la atención por su temática, que aborda la vida de una famosísima (e irreal, al menos hasta donde yo sé) actriz de Hollywood, Evelyn Hugo. Bueno, está bien, en realidad el hecho de que en la primera frase de la sinopsis ya se mencione la palabra “Hollywood” tiene mucho que ver en el hecho de que quisiera leerme este libro. Pero, después de añadirlo a “pendientes” y dejarlo ahí, olvidado, una amiga mía me dijo que lo había leído y se había acordado de mí, incitándome a que lo leyera pronto. Y eso he hecho.
Y tengo que decir que me ha encantado, como ella me dijo que me sucedería.
El libro narra la historia de Evelyn Hugo; no sólo de su vida amorosa, sino de su ascenso a la fama y los sacrificios que tuvo que hacer por mantenerse en la cumbre una vez la alcanzó. Para ello, la autora, Taylor Jenkins Reid, usa a la periodista Monique Grant, una “desconocida”, como se califica incluso ella misma, como puente para que el lector final (o sea, tú o yo) conozcamos esa vida plagada de luces y sombras que ha vivido Evelyn, con la que la diva del cine terminará teniendo un vínculo que, la verdad, tendría que haber visto venir.
No ahondaré mucho en la historia para no hacer spoiler por si mi reseña (que va a ser positiva) te da ganas de leerla; simplemente me gustaría señalar que a pesar de que parece una lectura ligera, de las que consumes en un viaje en tren o en avión con destino a tus vacaciones, no lo es en absoluto. O bueno, quizá un poco. A pesar de que hay momentos edulcorados, propios de comedia romántica con la que pasar una lluviosa tarde de sábado, hay otros momentos bastante crudos, que no te dejan indiferente, desde la muerte de personajes muy queridos por Evelyn, a momentos que ella se ve obligada a vivir. Y es que esta novela es, precisamente, el desnudo de una estrella para demostrarle a su público que es humana, al final del todo de su vida. La actriz se confiesa, literal y metafóricamente, con la periodista, en una redención de sus pecados en la que pone todas sus cartas sobre la mesa, desde la revelación de su auténtica sexualidad, a las artimañas que usó para llegar a la cima, pasando por los típicos trucos de márketing hollywoodiense con los que todos estamos acostumbrados (porque, no, evidentemente todos esos matrimonios no fueron por amor).
La vida de Evelyn engancha, y lo hace muchísimo más que la de Monique, una de las dos narradoras en primera persona (la otra, evidentemente, es la propia Evelyn) cuyo papel es casi anecdótico, hasta el punto de que el plot twist con el que Taylor Jenkins Reid pretende sorprenderte no es lo más importante ni impactante de la historia. Mientras que el personaje de Evelyn Hugo está perfectamente perfilado, el de Monique apenas es un esbozo, cuyos dramas personales (está intentando sobreponerse a su reciente separación de su también reciente marido) no consiguen hacer que gane en profundidad. Y, por consiguiente, cuando descubres la relación entre ambas narradoras, te quedas un poco frío.
Por otro lado, y ya en términos del libro en sí, he de decir que el estilo de Taylor Jenkins Reid me parece sencillo, pero elegante y cautivador cuando necesita serlo, consiguiendo atraparte incluso sin que tú pretendas pasarte horas y horas leyendo sus palabras. Algo que me ha gustado mucho de esta lectura es el juego que hace con los artículos de prensa que tratan la vida de Evelyn, retratando sus escándalos según se suceden, dándole más verosimilitud a la historia y creando un mundo todavía más complejo y tridimensional. En cierto sentido, me recuerda a las publicaciones en blogs y revistas que aparecían en La boda de Rachel Chu, de Kevin Kwan, que también me gustaron precisamente por lo novedoso; en aquella ocasión, era la primera vez que leía algo semejante.
Sin embargo, no puedo decir todo maravillas del libro, ni mucho menos. Llevo una temporada leyendo libros traducidos; no tengo nada en contra de leer en versión original, todo lo contrario: me parece una herramienta muy útil cuando quieres reforzar los conocimientos de un idioma extranjero, y en gran parte de los casos la traducción siempre perderá algo que tenía el original. Pero el caso es que he decidido concentrarme en el español de momento, al ser el idioma en el que escribo, y siendo la lectura una herramienta tan importante para un escritor, me parece que leyendo en inglés pierdo (nuevas palabras que puedo no conocer en mi idioma materno, y también soltura) más de lo que gano (construcciones gramaticales que tengo oxidadas, y vocabulario que desconozco completamente).
No ha sido el caso aquí. He leído el libro en formato electrónico, como llevo haciendo un tiempo ya (de hecho, ahora que me están regalando libros físicos por mi cumpleaños, me está costando un poco volver a acostumbrarme a las páginas en papel, los marcadores de plástico y demás), y cuál ha sido mi sorpresa cuando, a pesar de tenerlo todo en orden (las primeras páginas, con la información de la editorial y demás), me encuentro con que la traducción parece más un collage de las realizadas por personas a ambos lados del Atlántico que por una sola. Hay expresiones tanto españolas como latinoamericanas en la novela que hacían que, en ocasiones, me resultara complicado abstraerme con la novela; me descolocaban completamente, hasta el punto de que llegué a preguntarles a mis amigas, que tenían el libro en físico, para asegurarme de que no me había hecho con una versión con errores. Y no era el caso. La traductora había hecho una versión tanto para España como para América Latina, en la que, en lugar de elegir el “dialecto” del español (por llamarlo de alguna forma) de una zona en concreta, decidió meter expresiones de aquí y allá para, supongo, intentar agradarnos a todos. El inconveniente es que estoy convencida de que a mí me ha chocado de la misma forma que si fuera americana, con lo que realmente, por intentar tenernos a todos contentos, no ha quedado nadie satisfecho. O, por lo menos, esa es mi impresión; no hay problema en leer un libro traducido al español latinoamericano, grandes escritores de nuestra lengua no pertenecen a España, y eso no les hace peores, ni mucho menos. El principal problema es precisamente lo extraño de la mezcla: se queda a medio camino entre dos culturas, haciendo que no puedas acostumbrarte a una determinada expresión, pues pronto la traductora la cambia completamente, dejándote sin red de seguridad a la que recurrir en el caso de algún desliz.
En resumen, y quitando esto, la historia me ha gustado muchísimo. He conseguido empatizar mucho con el personaje de Evelyn a pesar de que no podríamos haber vivido vidas más distintas; he sufrido con ella, he amado con ella, e incluso se me ha escapado una lagrimita en algunos momentos muy duros que he revivido con ella. Por desgracia, sigo teniendo la capacidad emocional de un ladrillo, y me cuesta mucho llorar, aunque sé lo sanador que resulta.
Pero el quedarme mirando a la nada mientras proceso lo que ha sucedido en el libro, no me lo quita nadie. Quizá, para la siguiente vez que lea este libro (porque no me cabe duda de que lo revisitaré), tenga la lágrima más suelta, y pueda desahogarme todo lo que la historia se merece.
Lo mejor: la forma en que se tratan ciertos temas, como la homofobia, la misoginia, o la ambición. Cruda, descarnada, sin temor a ser sincero.
Lo peor: la traducción.
La molécula efervescente: «Hollywood tiene algo: es un lugar, pero también un sentimiento. Si huyes allí, puedes dirigirte hacia el sur de California, donde siempre brilla el sol y hay palmeras y naranjos en lugar de edificios sucios y aceras llenas de mugre. Pero también huyes hacia la vida tal como la muestran las películas.
Huyes hacia un mundo que es moral y justo, donde los buenos ganan y los malos pierden, donde el dolor al que te enfrentas solo es un esfuerzo que te hará más fuerte, para que al final tu victoria sea aún mayor.»
Grado cósmico: estrella galáctica {4.5/5}
¡Espero que hayas disfrutado con mi reseña! Y recuerda no preocuparte; Sabrae y Alec estarán de vuelta este viernes 23

domingo, 11 de octubre de 2020

El Más Allá©


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Vale. Vale, vale, vale, vale. Vaaaaaaaaaaaaaaaale, vale, vale, vale, vale.
               Igual había que cambiar de estrategia; estaba claro que lo que yo había creído que sería el faro de esperanza que todos a mi alrededor necesitaban para seguir creyendo que yo continuaba ahí, al otro lado de un velo que no podíamos atravesar, sería seguir dando señales de vida. Y lo único que podía hacer para conseguir que mi hermana, mi madre, mi chica y el resto de personas que desfilaban ante mí día tras día era, precisamente, intentar arrancar de mi cuerpo esos patéticos espasmos que me costaban un triunfo.
               Claro que nunca habría pensado que esos espasmos habrían hecho que quienes me velaban se preocuparan aún más por mí.
               Así que el moverse quedaba más que descartado, básicamente porque no quería que me abrieran el coco en canal para ver qué me pasaba. Porque, si me metían de nuevo en quirófano, para empezar tendrían que raparme la cabeza, ¿no? No había visto ninguna película sobre enfermos terminales en las que simplemente les sierren el cráneo y se lo abran como quien parte un melón en primavera; el melón siempre era un coco al inicio, un coco al que se depilaba para que terminara brillando con la cobertura impecable de la familia de las sandías, y luego se procedía ya a utilizar la motosierra.
               -No le hagas caso, nena-me arrodillé frente a Sabrae, deseando tocarla, pero descubrí que me había convertido de nuevo en un ser de aire incapaz de ejercer presión en nada. Odié mi nueva forma una vez más, pero ahora tenía cosas más importantes en que concentrarme: consolarla, así que ya me ocuparía de mi estado gaseoso más adelante-. Vamos, no te pongas así. Sabes que tengo la cabeza dura como una piedra. Y no es que el tema de las lesiones te pille desprevenida, ¿verdad?-sonreí, estirando la mano para pellizcarle la barbilla, recordando demasiado tarde que ninguno de los dos estaba realmente ahí para el otro-. No has parado de decirme a lo largo de estos meses que me faltaba un verano-me encogí de hombros, riéndome, mientras las lágrimas de Sabrae manaban de sus párpados arrugados como géiseres invertidos, obedientes a la gravedad. Odiaba esas cascadas de sal que le dividían las mejillas en cuatro cuartos que yo me moría por mordisquear.
               Lo que acababa de decirle no era mentira. Yo disfrutaba diciendo tonterías para que los de mi alrededor se rieran, sin importarme si era por lo que había dicho o incluso a mi costa: esparcir felicidad era mi objetivo prioritario en la vida, y con Sabrae lo tenía todo mucho más fácil. No había cosa que dijera que a ella no le hiciera gracia, como si pudiera escuchar la nueva sintonía en la que vibraban nuestras mentes y tocar siempre el tono adecuado para conseguir hacer música.
               Y cuando esas notas eran particularmente divertidas, Sabrae reía, ponía los ojos en blanco, y achacaba su diversión a que era imbécil perdido. A lo cual yo no le discutía, pues viendo el tiempo que había tardado en fijarme en ella aun teniéndola delante no podía abogar por mi inteligencia.
               -Alec, eres imbécil-me decía.
               -Eres tontísimo.
               -Eres lerdo.
               -Te falta un verano.
               -Eres retrasado.
               -Qué tonto eres-aquella era mi frase preferida, porque solía venir acompañada de una risita más baja que las demás, una caricia de sus dedos en mis mejillas mientras me tomaba de la mandíbula y me acercaba a ella para darme un beso en los labios, etéreo como los amaneceres que compartíamos juntos, frágil y hermoso como el vuelo de una mariposa.
               No había absolutamente nada que hiciera con ella que no me gustara. Incluso hasta cuando nos peleábamos había algo que me atraía de nosotros: esa pasión con la que defendíamos nuestros puntos de vista divergentes, haciendo que chocáramos como dos fuerzas de la naturaleza, la erupción de un volcán y un tsunami combinados que arrasaban con todo, pero que terminaban creando vida de un modo u otro, dando lugar a la creación desde la base de la destrucción.
               La enfermera que había hecho que Sabrae entrara en ese estado semi catatónico en el que bien habría podido ponerse en contacto conmigo dio un paso hacia ella, buscando consolarla. Sin embargo, su mera presencia nos dolía a ambos: a ella, porque le hacía tener mil dudas de lo que sería de nosotros una vez me despertara al no tener garantizado que yo fuera yo; y a mí, porque era la primera vez en mi vida que tenía delante a Sabrae y no encontraba la manera de consolarla. Necesitaba tocarla, rodear su cuerpo con mis brazos, acunarla contra mi pecho y acariciarle los hombros mientras dejaba que su respiración se amoldara al ritmo de la mía. Sólo tomando como referencia los latidos de mi corazón Sabrae dejaba de hiperventilar.
               -¡NO TE ACERQUES A ELLA!-bramé, revolviéndome con la rabia de un cocodrilo al que le tiran de la cola, echando chispas de un modo literal. Por desgracia, no pude defender a Sabrae como ella se merecía.
               Pero una vez más, la subestimé. Sabía de sobra lo capaz que era de cuidar de sí misma, lo independiente y lo fuerte que había nacido y crecido, pero siempre se me olvidaba en los momentos más críticos, cuando su apariencia vencía a su esencia. Que fuera tan pequeña despertaba un sentimiento protector en mí con el que sólo podía compararse el que me nacía cuando tenía a Mary cerca, y creo que con mi hermana ni siquiera llegaba a ser así de intenso.
               Sabrae no necesitó decir nada. Recogida en sus lágrimas, concentrada en su dolor y en dejar que éste la mordisqueara por dentro en la más absoluta de las soledades, se giró en la silla para darle la espalda a la enfermera. No le interesaba nada de lo que ella pudiera decirle, pues sus palabras habían demostrado no ser más que dagas que se le clavaban en todas partes, incluida esa alma suya hecha de luz y fuegos artificiales. Sorbió por la nariz, rebuscó en el bolsillo de la sudadera, y se sacó un pañuelo de papel tan usado que ya había adquirido esa textura mezcla de cartón y tela a la vez. Se lo llevó a la nariz, se sonó ruidosamente, y jadeó en busca de aire cuando abrió los ojos y los posó en mí, deseando que yo le hiciera una señal para no creer lo que acababan de decirle.
               Habría entrado corriendo en mi cuerpo en ese instante de no haber sabido a ciencia cierta que la enfermera habría usado lo que fuera que me estuviera permitido hacer para reforzar su teoría. Así que, desde ese momento, decidí que no me movería. Tenía que encontrar la manera de demostrarles a todos que seguía ahí, que no había nada por lo que preocuparse más allá de encontrar la manera de hacer que me despertara. Y yo sabía que la chica que lo conseguiría estaba allí sentada, con su mente del tamaño de un palacio de cristal trabajando a mil por hora. Como siempre.
               -No la escuches-le pedí a Sabrae-. Sabes que lo último que haría en esta vida sería dejarte. ¿Me oyes, bombón? Sé que lo haces-susurré, inclinándome hacia ella, intentando detener mis manos más o menos en el punto en el que estaba su cuerpo. Me estaba engañando a mí mismo poniéndome en la misma posición en la que me pondría de ser de carne y hueso, aunque la ventaja de mi nueva forma era que ya no sentía la gravedad como antes. No sentía nada, incluida la tensión que vendría por tener los brazos estirados en la nada, ya que, a fin de cuentas, de eso estaban hechos mis brazos: de la nada más absoluta y vacía-. Sé que, en algún rincón, puedes oírme. No me voy a mover de aquí. No voy a cansarme de esperarte. Lo hice durante 17 años-sonreí, inclinándome para apartarle un mechón de pelo que se quedó donde estaba-, así que unos días no son nada. El premio bien lo merece.

domingo, 4 de octubre de 2020

Enfermeras interinas.


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Aquellos pequeños lagos de luminosa esperanza se expandieron igual que un tipo de estrellas al final de su vida, justo antes de terminar apagándose para siempre. El proceso fue idéntico que con aquellos astros de los que dependía un sistema planetario completo: en los confines de aquel barrio a escala infragaláctica, el calor llegaba tan atenuado que parecía más bien una ilusión. La luz, sin embargo, era un elemento recurrente, lo único estable e infalible: si mirabas en la dirección adecuada, ahí estaría, aportando un sentido en el que caminar, una dirección que fijar en el mapa de ruta.
               Para los demás, apenas fueron unos instantes; incluso para Sabrae también fue así. Su mano apenas aguantó el contacto con la mía, demasiado cálida para ser la de un muerto, pero demasiado inmóvil para ser la de un vivo. Ese limbo al que me había desterrado el accidente de coche acabaría matándonos, si no conseguíamos acabar nosotros primero con él.
               Los tres lagos se unieron, hundiéndose en el dorso de mi mano cuando su palma me presionó levemente la piel… y justo cuando pensé que me lo estaba imaginando todo, y que de alguna manera mi vista se había perfeccionado hasta el punto de hacerme posible ver el calor, Sabrae retiró su mano de la mía y la luz desapareció.
               Echó a correr, lejos de mí, tan alterada por no ser capaz de salvarme, por no conseguir arrancar de mí una respuesta, del tipo que fuera, por primera vez desde que nos conocíamos, que empezaba a convencerse de que ése era el final. Supe como si lo estuviera pensando en voz alta que, ahora, se arrepentía de haber pasado a verme. El fin de semana le había regalado unos recuerdos idílicos a los que aferrarse si a mí me pasaba algo trágico y permanente, le había hecho conocerme siendo completa y absolutamente feliz, sin que ningún miedo me acechara. Me había visto riendo, gritando, viviendo sin reservas como no lo había hecho con nadie. El único que me había visto en ese camino de liberación era Jordan, e incluso a él le había negado verme como me había visto ella: tan vulnerable, tan complicado, que era imposible no quererme.
               Podría haberme recordado como deseara: abrazándola de forma estratégica, cubriendo sus partes íntimas mientras nos besábamos; gruñendo mientras la saboreaba en aquella cama, cantando a gritos cualquiera de las canciones que ya habíamos hecho nuestras, relajado en una terraza, nadando en el mar bajo su atenta mirada, comiéndomela con los ojos cuando fue ella la que fue a bañarse y después regresó a mí como una sirena a la que le salen piernas a voluntad, o incluso corriendo con ella al hombro mientras huíamos de aquel bar al que habíamos estafado. Acelerado, cachondo, divertido, entusiasmado o conmovido. Podría haberme tenido como quisiera, pero se había empeñado en entrar a verme, y ahora no podría sacarse nunca esa imagen de la cabeza: yo, tumbado en la cama, con mis constantes vitales en exposición.
               El sonido de mi corazón le gustaba cuando lo escuchaba al apoyarse en mi pecho y escucharlo a través de mi piel, directamente desde el órgano donde más le pertenecía, no cuando una máquina sin ningún gusto lo transformaba en un pitido tan uniforme que parecía imposible que no fuera controlado. Mi pulso tenía arritmias cuando ella se tumbaba encima de mí, mi corazón se aceleraba y se descontrolaba, se saltaba latidos o dividía uno en dos. Era bonito oírme latir, respirar, vivir, porque siempre iba acompañado de mi mano en su pelo, mis dedos recorriendo sus rizos, recordándole que lo que estaba escuchando era a la persona que más la amaba en el mundo, y no un tambor de guerra a lo lejos que anunciara destrucción y muerte.
               Nadie fue tras ella, a pesar de que Scott estuvo justo a su lado. Ahí estaba la primera diferencia entre los dos: mientras que yo habría corrido tras Sabrae sin importar las circunstancias, Scott tenía algo más importante que hacer allí. Tenía que conseguir que yo supiera que estaba a mi lado, igual que el resto de mis amigos, esperándome con tanta impaciencia que las horas se estiraban como lo hacían también para mí.
               No en vano, Scott era el hermano de Sabrae. Yo era su Alec. No éramos lo mismo.
               Y ella, ahora mismo, necesitaba a su Alec. Poco podía hacer su hermano en eso, más que esperar, darle espacio de duelo.
               Como si supiera que su deber era suplir a Sabrae cuando no estaba, ejerciendo de nuevo de esa postura en la que se había visto un poco desplazada, Bey avanzó hacia mí.
               -Reina B-jadeé al verla. Su aspecto no era mejor que el de Sabrae. Tenía el pelo enredado donde antes había sido siempre una nube esponjosa, cuidada con esmero y mimo; sus ojos estaban rojos, y unas profundas ojeras hechas de tristeza le daban aún más oscuridad a su mirada apagada. Extendió una mano hacia mí, una mano más rápida que la de Sabrae, que había dudado mucho antes de tocarme (como si temiera que sus peores miedos se confirmaran, como terminó pasando) y me tomó de la mano. Bey me la cogió, no como Sabrae, que apenas me la rozó. Parecía estar más preparada psicológicamente para el esfuerzo que supondría tocarme, y confirmar que aquello era algo más que una pesadilla colectiva de la que ninguno parecía capaz de despertar.
               Suspiró. Mi mano estaba tibia, más fría que de costumbre (mi cuerpo les parecía una estufa a todas las mujeres con las que me relacionaba, de ahí que muchas se acurrucaran a mi lado después de un buen polvo, ignorando el sudor y la necesidad de ir al baño), aunque no lo suficiente como para temer por mi vida. Se mordió el labio sin mostrarme los dientes, apenas hundiendo un poco la carne en su boca, y entonces, habló:
               -Más te vale salir de este coma-su voz era cariñosa, maternal, la voz que ponía cuando me notaba triste pero no sabía por qué. Francamente, a Bey le daba igual qué fuera la razón de que estuviera disgustado. Lo único que le importaba era conseguir animarme, y nada más. Tenía la confianza de que podía superar todo lo que me atormentara, y así había sido siempre, o al menos, hasta que llegó Sabrae.
               Se inclinó un poco hacia delante, acariciándome el mentón con unos dedos que no tuvieron el mismo efecto que los de Sabrae. También notaba un ligero calor, pero muchísimo más tenue, aunque no había ni rastro de la luz que se había paseado por mi piel cuando Sabrae me tocó.
               -Para que te pueda matar yo de una paliza-puntualizó, y yo me quedé pasmado. Mi cuerpo no reaccionó, pues poca comprensión tenía de unas palabras que no podía procesar por sí mismo. Yo, sin embargo, me daba por enterado.
               Me reí por lo bajo… y en ese momento, empezaron a hacerlo también mis amigos, lo cual me hizo sentir terriblemente bien, y a la vez, tremendamente mal. Bien, porque volvíamos a ser un grupo, porque estábamos juntos en eso, porque me sentía arropado y acompañado incluso cuando estaba en una dimensión diferente, una dimensión que parecía que sólo me pertenecía a mí; y mal, porque aquélla era la primera vez que nos juntábamos todos de nuevo, los nueve, desde mi cumpleaños, la víspera de que Tommy y Scott entraran en el concurso. Y que nuestro reencuentro fuera precisamente de esa forma, en la que reíamos por no llorar, en que no podíamos abrazarnos, no les tomábamos el pelo a Scott y Tommy por la cantidad ingente de fans que estaban creando, no les vacilábamos por lo mucho que se notaba que el programa los adoraba, no le tocábamos los huevos a Scott por las peleas que tenía con Jesy ni pinchábamos a Tommy con el hecho de que fuera culpa suya que hubieran tenido que hacer una canción completamente en español…
               … era, hablando claro, una putísima mierda. No nos merecíamos esto, ninguno de nosotros. Ni Scott y Tommy, ni el resto del grupo, ni yo. No deberían estar congregados en torno a una cama de hospital, apiñados en una UVI en la que tenían las horas contadas. Deberíamos estar todos juntos, saliendo a comernos el mundo, quemando Londres, emborrachándonos hasta el punto de no saber ya ni nuestros nombres, pero sí estar seguros de que nos queríamos con locura y no habría nada que pudiera separarnos, porque en aquel universo paralelo, los accidentes de tráfico eran noticias lejanas que se repetían en el telediario, algo que jamás nos pasaría a ninguno, pues todos éramos invencibles.
               Todos.
               Incluso yo, por mucho que me dijeran que tuviera cuidado, que como fuera tan chulo conduciendo como lo era con lo demás, terminaría dándoles un disgusto a todos ellos. Pero no lo decían en serio. O, al menos, no pensaban que pudiera pasarme esto. Como mucho, por sus mentes pasaba un esguince de muñeca, una pierna rota… pero no estar postrado en una cama de hospital, sin un pronóstico claro, sin ninguna señal de que las cosas fueran a mejorar.