Mimi parecía una payasa. En el sentido literal y
metafórico de la palabra. Sus lágrimas se deslizaban por su rostro en ríos de
un ligerísimo tono plateado que bien podrían ser las marcas de un maquillaje
tan sutil como elaborado. Descendían en diagonal hasta los montes de sus
mejillas, y de ahí, giraban en un ángulo de 90 grados para terminar cayendo en
sus labios, dejándole un deje salado en la sonrisa que le traería muchos
recuerdos a lo largo de su vida.
Y
siempre, siempre, le recordarían a ese momento.
-Estás
despierto-jadeó de nuevo, cogiéndome la mano y llevándosela a los labios. Las
enfermeras aún no se habían percatado del pequeño milagro que acababa de
suceder en su área, tan ocupadas como estaban atendiendo a los demás pacientes,
mucho más interesantes que el chaval en coma cuyas únicas novedades eran las
arritmias que le producía una chica que ni siquiera era su novia. Así que esos
primeros momentos fueron sólo para nosotros dos, para que los disfrutáramos,
para que hiciéramos algo con lo que tomarnos el pelo el uno al otro a base de
recordárselo a nuestros sobrinos.
Jadeé,
intentando celebrar con un glorioso “¡sí!” que, efectivamente, así era. El
sueño tan vívido que había tenido durante esa semana poco a poco se diluía en
mi cabeza, en la que terminaría dejando un poso que sólo podría visitar en el
mundo onírico. Lo único que quedaba de ese tiempo que había pasado como un
fantasma más deslenguado que los demás (y también más desesperadamente
inofensivo) era la sensación de cansancio, de agarrotamiento, de dolor.
De no
ser por lo ajeno que notaba mi cuerpo, nadie habría dicho que había pasado una
semana desde la última vez que había abierto los ojos.
Pero
ahí estaba la sensación de hormigueo. El ardor en los pulmones a causa de tanto
tiempo respirando oxígeno puro, que no tuviera que separar del resto de gases
que componían la atmósfera. La presión que notaba en la parte baja de la
espalda, sobre la que había pasado gran parte de ese tiempo, en la que pronto
habrían comenzado a formárseme heridas. El encharcamiento ahora de mi
respiración, cuando mis pulmones se veían obligados a funcionar de nuevo a
pleno rendimiento, quizá incluso hasta un poco más forzados.
Las
llamaradas que me recorrían el interior, allí donde mis entrañas se habían
quedado al aire, dejándome al descubierto y vulnerable durante más tiempo del
aceptable. No había ningún hueso del cuerpo que no me doliera; incluso el
cráneo acusaba los golpes que había recibido hacía ya tanto tiempo, pero lo que
notaba por dentro era incluso peor. Era como si aún tuviera las manos expertas
de los médicos revolviendo dentro de mí, como si me hubieran vertido ácido por
el ombligo y éste hubiera ido calando mi interior hecho de esponja.
Pero
me sentía bien. Misteriosamente, a pesar de que nunca había estado peor
físicamente, mi cerebro estaba segregando tal cantidad de serotonina que me
sentía hasta mareado. Me estaba emborrachando de felicidad, literalmente, pues
nunca habíamos luchado con tanta vehemencia por nada, y habíamos terminado
lográndolo. La victoria jamás había sido así de dulce.
Ni
importante.
Así
que, movido por esa suerte líquida que me corría por las venas y que hacía que
fuera capaz de poner en un segundo plano el sufrimiento que me ocasionaba la
consciencia, asentí despacio con la cabeza. Me costó horrores parpadear; por
eso lo hice muy despacio.
Por
eso, y porque aún no me acostumbraba del todo a mi cuerpo. Era como si hubiera
vivido una larga vida siendo un ser etéreo, compuesto exclusivamente de
partículas gaseosas, y de repente me hubieran encerrado en un cubículo tan
pequeño que hasta a mí me costaba adaptarme a él. Como si me hubiera
reencarnado en un mosquito cuando antes había sido un elefante.
Como
si me hubieran confinado en el cuerpo de un niño de tres años.
-No
puedo creer que por fin hayas abierto los ojos-jadeó mi hermana, a punto de
empezar una de sus peroratas de felicidad. Sus ojos chispeaban con la luz de
miles de estrellas, convirtiéndome en un navegante que veía su rumbo en las
constelaciones, y que jamás se perdería gracias a ella-. He llegado a pensar
que este momento no iba a llegar nunca… te hemos echado tantísimo de menos, Al…
tienes los ojos más bonitos que he visto jamás.
Bueno, bueno, bueno, dijo una voz en mi
cabeza, desperezándose. Era lo único que no dolía, lo único que seguía
sintiéndose tal y como antes de aquel paréntesis en mi existencia que todavía
no me explicaba del todo bien, cálmate,
niña. Sigo siendo tu hermano.
-Ojalá…-jadeé, tomando aire.
Respirar sin oxígeno con unos pulmones viciados era toda una hazaña, así que
hablar todavía era peor-, pudiera…
Bufé,
frustrado, y giré la cabeza para acercarme de nuevo a la mascarilla, que Mimi
me colocó de nuevo sobre la boca. La bocanada de aire ardiente que me entró en
la garganta me hizo incluso más daño, pero también me alivió. Sentí que se me
despejaban un poco más los sentidos, como si hubiera pasado un trapo por una
ventana cubierta de polvo y grasa. El polvo se había ido, ahora sólo quedaba
fregarla.