domingo, 29 de noviembre de 2020

Burbuja de tranquilidad.


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Al principio, me bastaba con el sabor de su boca en la mía. El mero hecho de sentirla tan cerca de mí, de que su aliento se mezclara con el mío y sentir su corazón martilleando junto a su pecho, bastaba para saciar ese apetito que me había estad reconcomiendo por dentro.
               Eso había sido al principio. Porque, ahora que aquellos demonios que se habían dedicado a perseguirme con la visita de mi hermano se habían marchado, de nuevo ese hambre de Sabrae volvió a acaparar toda mi atención. Hacía demasiado tiempo que no la tenía como a mí me gustaba, demasiado tiempo que no la sentía de esa manera profunda y carnal que había hecho que conectáramos en un principio. Puede que mi mente consciente no hubiera tenido tiempo aún de echar eso de menos, tan ocupada como la tenía en tratar de asimilar la miríada de estímulos que me habían acechado nada más despertarme.
               Pero todo eso terminaba pasando a un segundo plano, tarde o temprano, cuando tenía a Sabrae tan cerca. No me ayudaba que se sintiera igual de a gusto conmigo ahora que cuando estábamos en cualquier otro lugar; lo único que nos recordaba a ambos nuestra extraña situación y las limitaciones que ésta conllevaba eran los pitidos de mi pulso en los monitores, a los que les había activado de nuevo el sonido cuando Aaron se marchó, y, por supuesto, mi brazo en cabestrillo, lo único que me impedía que tirara de ella para arrastrarla más hacia mí. Los pitidos y las vendas nos decían a ambos: “¡eh, estáis en un hospital, recordad que tenéis que guardar las formas!”.
               Había, no obstante, un problema: yo estaba cansado de guardar las formas. Para colmo, era incapaz de mantenerlas durante demasiado tiempo con ella tan cerca, y las enfermeras hacían la vista gorda conmigo por mi delicada situación, y por ese carisma del que todo el mundo hablaba y que yo terminaría invocando para que me hicieran algunas concesiones. Ya le había lloriqueado a una de las enfermeras para que dejaran a Sabrae quedarse alguna noche del fin de semana, en la que yo tenía la esperanza de dormir más bien poco, así que suponía que ya se imaginarían lo que pretendía hacer: convertir el hospital en mi picadero personal. Dado que teníamos una cama, sería una tontería no aprovecharla, ¿verdad?
               Además, yo ya estaba tumbado. Lo único que faltaba era que Sabrae se subiera encima de mí.
               Era por eso, por la imperiosa necesidad de ella que me consumía, que había empezado a empujarla de manera inconsciente hacia el centro de la cama. Quizá hacerlo con mi familia tan cerca, a punto de llegar de un momento a otro, y las enfermeras echándome un ojo de vez en cuando para asegurarse de que no me daba un ictus o algo por el estilo, sería demasiado arriesgado.
               Una mamadita, no obstante, era harina de otro costal. Sabrae no necesitaría desplazarse demasiado; de hecho, no tenía mucho que hacer, ya que ya me estaba satisfaciendo a su manera. Quizá sus caricias fueran demasiado superficiales, pero ya habían servido para terminar de despertar la fiera que tenía en la entrepierna, y yo tampoco era tonto: podía oír su excitación, oler su hambre de mí, sentir el debate que se desarrollaba en su interior. Dejarse llevar, y arriesgarse a que la expulsaran pero complacernos a ambos, o mantenerse firme conmigo, diciéndome no una vez más, a pesar de que me había dicho hacía más bien poco que se había cansado de ponerme excusas.
               Todo eso eran excusas como otras cualquiera.
               -¿Al?-preguntó la tercera vez que tuvo que apartarse un poco de la trayectoria de mi mano derecha, que siempre terminaba tirando suavemente de ella hacia abajo.
               -¿Mm?
               -¿Estás intentando obtener algo de mí?-preguntó, divertida, alzando las cejas. Me separé de ella y fruncí el ceño, fingiendo no entender a qué se refería.
               -¿Qué quieres decir?
               -Ya es la tercera vez que tengo que apartarte para que no me empujes hacia cierta zona de tu cuerpo-comentó, soltando una risita adorable y echándole un vistazo de reojo a los monitores, que se chivaban de que mi pulso era más acelerado del normal. Comprensible, también te digo. Si te lías con un tío al que no le suben los latidos a pesar de que te estás dedicando a sobarle la polla, mejor rompe con él. No le van las tías.
               Cosa que a mí, desde luego, no me sucedía.
               Le dediqué una sonrisa radiante, la propia de un niño al que acaban de pillar tramando una fechoría en su libreta de superhéroes preferida. Sabrae se echó a reír y se levantó.
               -¡Eres de lo que no hay!
               -Venga, Saab. ¿Sabes por lo que he pasado? Concederme ciertos caprichos es lo menos que puedes hacer-lloriqueé, incorporándome un poco en la cama y gimiendo por lo bajo la notar que eso hacía que mis costillas se resintieran. Mierda. El dolor era como un ejército enemigo bien atento, preparado para arrebatarme toda la felicidad y el descanso que pudiera centímetro a centímetro, en cuanto yo bajara la guardia-. Estoy bien-añadí, en voz seria, nada juguetona, al ver la expresión que atravesaba su rostro.

lunes, 23 de noviembre de 2020

Lobo con piel de cordero.


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Ver a Aaron atravesar el pasillo como si fuera el dueño del hospital, pasando justo por detrás de Sabrae del mismo modo que lo haría un ángel de la muerte, me recordó a la inmensidad de ocasiones en las que había sido testigo de amagos de atropello. Tuve exactamente la misma sensación en la boca del estómago que cuando había salido de entre dos coches, cualquier noche de fiesta o cualquier día de marcha, sólo para encontrarme con que venía un autobús directo hacia mi grupo de amigos, hacia mí. Ese instante en el que eres plenamente consciente de repente de lo frágil que eres, de que tu vida pende de un hilo muy fino, de que cualquier pequeño desliz puede tener consecuencias irreparables.
               Debo decir que no me sorprendía: no sé cómo me las apañaba, pero siempre que me encontraba en un estado de felicidad plena y absoluta, aparecía algo que daba al traste con toda la euforia de mi situación: si echaba un polvo cojonudo con una tía, las llaves de su novio o de sus padres tintineaban en la puerta; si conseguía hacer todos los repartos en un tiempo récord, los de administración me asignaban una tanda que mis compañeros no habían podido hacer; si quedaba con Chrissy o con Pauline para follar, mis amigos me sugerían un plan con el que tendría que hacer malabares esa misma noche; y si empezaba a salir oficialmente con Sabrae, lo hacía en un puto hospital, donde no podíamos celebrar con un sexo genial el cambio de estado de nuestra relación.
               Apenas llevaba dos días en el hospital, y ya sentía que las paredes se me echaban encima. Mi madre, mis amigos, mi hermana y Sabrae se esforzarían al máximo en hacerme sentir como en casa, pero por mucho empeño que pusieran en hacer de aquella habitación un hogar, no dejaba de ser nada más que eso: una habitación. Una casa no podía ser exclusivamente una habitación: ¿dónde estaban el baño, la cocina, o la sala de estar si sólo había una estancia con una cama haciendo de dormitorio? Aquel sitio era poco mejor que un hotel de carretera de las películas cutres, en los que siempre se cocía un asesinato. En lo único que mejoraba era en el servicio de habitaciones, que sin embargo era incapaz de suplir el hecho de que yo no podía ni levantarme de la cama. Detestaba sentirme tan inútil, tan dependiente; acostumbrado a ir a mi bola como estaba, a entrar y salir sin dar explicaciones por mucho que me las exigieran, verme de pronto postrado en el mismo sitio, en casi siempre la misma postura, y sin más que entretenerme que las aplicaciones que había en el iPad que Mimi me había prestado, ya se me estaba haciendo la convalecencia cuesta arriba. Estaba aburrido. Aburridísimo.
               Hasta que llegó Trufas. Descubrí que echaba muchísimo más de menos al conejo de lo que pensaba en cuanto vi a Mimi aparecer con su transportín. Por mucho que me quejara de él, adoraba a ese animal sinvergüenza y entusiasta que se emocionaba por todo y se ponía frenético con la más mínima excusa, y que expresaba sus sentimientos comportándose como un minúsculo torito peludo que embestía a todo aquello que amaba. Incluido, por supuesto, yo, que no le dejaba corretear por el jardín de delante de casa si había mucho tráfico, que le daba unas gominolas extra si se ponía lo suficientemente pesado, y sujetaba su transportín con firmeza cuando nos lo llevábamos al veterinario, para evitar que el bamboleo del caminar lo lanzara hacia los lados y se hiciera daño al golpearse contra las paredes de su pequeña cabina privada.
               Le echaba muchísimo de menos porque era lo único que me quedaba de mi vida anterior, el único ser vivo al que no había visto desde que me desperté, que sólo convivía en mis recuerdos, y el único con el que sólo había pasado buenas experiencias. Incluso cuando el puñetero conejo se ponía pesado, metiéndose entre mi cuerpo y el de Sabrae reclamando mimos que yo no tenía pensado darle, pero que ella jamás le negaría, me encantaba todo lo que hacía. Era divertido, era gracioso, y siempre le apetecían unos mimos cuando a mí. Además, hacía feliz a Mimi.
               Y era suave y cálido, una sensación que echaba mucho de menos experimentar en el regazo, especialmente desde que Sabrae se negaba a acercarse a mí más de lo necesario, temiendo interrumpir el proceso de soldado de alguna de mis costillas o abrirme alguna herida que los cirujanos hubieran cosido con esmero. No me malinterpretes: prefiero infinitas veces que sea Sabrae quien se me sienta encima a que lo haga Trufas, pero ya que ella no quiere, por lo menos que lo haga alguien, homínido o no. Por lo menos, ambos eran mamíferos.
               Así que allí estaba yo, completamente feliz, en un calmado éxtasis como pocos había experimentado en mi vida, haciéndole carantoñas a Trufas y dejando que él se frotara contra mí, confesándome que me había echado muchísimo de menos igualmente, cuando vi a Aaron aparecer.
               De no confiar plenamente en mi instinto, habría creído que había visto mal. Pero a mí jamás se me ponían los pelos de punta por nada en particular: si veía a alguien a quien yo detestaba, mi cuerpo tenía una reacción inmediata que era completamente independiente de mi cerebro. Era como si hubiera una sustancia química flotando alrededor de Aaron, y mis células fueran capaces de reaccionar a ella.
               -Pero, ¿qué cojones hace él aquí?-murmuré por lo bajo, para mí mismo (mi madre detestaba que hiciera eso, pero a Sabrae no le importaba; seguramente era porque, siempre que Sabrae y yo estábamos juntos en una habitación, ella estaba lo suficientemente cerca –en mis brazos, quiero decir– como para escucharme, así que no le fastidiaba en absoluto), aunque una parte de mí, mi conciencia, no pudo evitar poner los ojos en blanco y gorgotear un incrédulo “por supuesto”.
               Sabrae se giró para mirar qué era lo que había arrancado mi reacción, con lo que se perdió la entrada triunfal del hijo pródigo en la habitación de sus hermanitos.
               Y entonces, yo me di cuenta de que ésa era la primera vez que Sabrae y Aaron estaban juntos en la misma sala: conmigo, postrado en una cama sin poder defenderla. Sentí cómo la adrenalina llenaba mi cuerpo en un tsunami sin precedentes: jamás me había puesto tan nervioso, tan frenético, como en aquella ocasión. Ni siquiera en las finales de los combates, cuando me lo jugaba todo, mi posición, el respeto de los demás, mi fama, y mi honor, en menos de una hora. La descarga que me producían los combates no era nada comparado con lo que sentí en el momento en que fui consciente de que Sabrae y Aaron estaban en la misma habitación.
               Pero no porque estuvieran en la misma habitación en sí. Oh, no. La habitación estaba lo suficientemente llena de gente como para que yo supiera que Aaron no se quitaría la careta que siempre llevaba puesta cuando mamá andaba cerca. Ni siquiera me preocupaba del todo por el bienestar de Sabrae; no sólo contaba con que mi hermano mantendría al monstruo que llevaba dentro a raya estando todos presentes, pues éste sólo aparecía cuando sólo yo podía verlo, como si creyera que el monstruo que había dentro de mí fuera a darle algún tipo de validación, sino que, además, contaba con la excelente capacidad de Sabrae para defenderse, que me había demostrado en tantas ocasiones que ya no podía ni contarlas.
               Vale, sí, me preocupaba que pudiera hacerle daño, pero aquella no era mi prioridad en ese momento. Lo que verdaderamente me angustiaba era saber que Aaron tenía constancia de que yo no estaba al cien por cien, que no podía cuidar de los míos, que no podía impedir que hiciera lo que le diese la gana con las personas a las que yo quería con tal de hacerme daño. Podía apelar al minúsculo ápice de lealtad y humanidad que había en él cuando se trataba de mi madre o de mi hermana, pero había una persona en esa habitación con la que no tenía por qué tener ningún tipo de consideración.
               La misma chica que me generaba un aluvión de sentimientos encontrados. Porque, por mucho que supiera que Sabrae podía defenderse sola de casi cualquier peligro, también era consciente de que mi hermano no era un rival a subestimar. Quizá no tuviera la disciplina que tenía yo, o mi fuerza, o la velocidad para trazar estrategias propia de la experiencia, pero sí tenía algo que en mí escaseaba: maldad. Y la gente, cuando es mala como lo era mi hermano, era capaz de cualquier cosa. Era capaz de suplir la falta de experiencia, de velocidad, de fuerza y de entrenamiento con aquel veneno que les corría por las venas, haciendo más daño con su cuerpo, que convertían en una bomba en vez de en una ametralladora con la que defenderse.
               Sabrae estaba bien ahora, pero, ¿qué pasaría cuando se fuera a casa esa noche? Jordan la acompañaría, Jordan le haría de escolta, pero, ¿y después? ¿Y cuando ella quedara con sus amigas? ¿Y cuando fuera sola a hacer recados, o a dar un paseo con los cascos puestos?

domingo, 15 de noviembre de 2020

Mausoleos y fosas comunes.


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Alec había puesto los ojos en blanco un mínimo de 28 veces (y digo “mínimo” porque no empecé a contarlos desde el principio, sino cuando lo había hecho un puñado de veces en un intervalo de apenas un minuto) en menos de 25 minutos cuando Mimi abrió la boca por fin, y le dijo algo que le hizo mirarme.
               Todo había ido relativamente bien cuando su familia entró a visitarle: no sólo venían sus padres y su hermana, sino que también se habían traído a su abuela, que se echó sobre él nada más verle, gritando palabras que en un inicio me parecieron incongruentes, pero que, después de que Alec sonriera y le diera unas palmaditas en la espalda, consolándola como si la que estuviera mal fuera ella y no él, identifiqué como frases en ruso. Por supuesto. Por mucho que Ekaterina sintiera deferencia por mí y hubiera empezado a cogerme cariño durante su visita, nos habíamos mantenido lo suficientemente alejadas la una de la otra como para olvidársenos, por un instante, que pensábamos en idiomas distintos.
               Con todo, no me molestó. Sabía que no lo hacía con mala intención, y que Alec se sentiría un poco mejor si alguien le hablaba en ese idioma que tanto relacionaba con casa. Dado el tiempo que pasaría en el hospital, cualquier cosa que hiciera que esa fría habitación se pareciera más a un hogar sería más que bienvenida.
               Dylan y yo intercambiamos una mirada de resignación, ya que ninguno de los dos dominaba el idioma en el que se estaban comunicando,  y a nuestra ignorancia compartida había que añadirle las reticencias que teníamos los dos a interrumpir ese momento que tan bien le haría a mi chico.
               Pero todo empezó a torcerse en el momento en que Alec carraspeó y, mirándome de reojo, cambió al inglés. Me pregunté por qué lo hizo durante un instante, el mismo instante en el que olvidé que, para él, Dylan era tan importante como el resto de su familia, por mucho que no compartieran sangre.
               -Familia, tengo una cosa que deciros-dijo tras carraspear, y yo sentí el impulso de levantarme para dejarle un poco de espacio, pero la forma en que me miró por el rabillo del ojo, como asegurándose de que seguía allí, que le estaba apoyando y que no había cambiado de parecer, me hizo permanecer en el sitio. Así llevaban meses siendo las cosas, y así esperábamos que continuaran siendo durante mucho, mucho tiempo: él me apoyaba a mí, y yo le apoyaba a él, los dos contra el mundo, sin excepciones ni condiciones. Sabía que, por mucho que me doliera dejarle marchar, por mucho que nos doliera a ambos, respetaría su decisión, y le defendería de todo aquel que quisiera rebatírsela, hacerle cambiar de opinión incluso aun a riesgo de hacerle daño.
               Le di un apretón en la mano para indicarle que me había percatado de su vistazo, y Alec asintió despacio con la cabeza, como insuflándose ánimos a sí mismo.
               -Esta mañana-decidió mentir para no preocupar a su madre, aunque yo sabía que había leído el correo de madrugada- he recibido un correo de una de las organizadoras del voluntariado, avisándome de que ya está todo listo para que me vaya, y pidiéndome que le diga en qué fecha tengo pensado incorporarme al grupo.
               El silencio que se instaló en la sala no fue sepulcral, ni de ultratumba: fue, más bien, propio del purgatorio.
               Era el tipo de experiencia del infierno que atormentaría a un sordo, pues por mucho que no escuches ningún sonido, sabes que incluso una salva de gritos como cañonazos indicando el principio de la guerra es mil veces mejor.
               -Todavía tengo que decidir en qué fecha me marcho, pero… quería que supierais que los planes de irme de voluntariado siguen en pie. Ahora más que nunca-puntualizó con fingida tranquilidad, intentando rebajar la tensión en el ambiente.
               No lo consiguió. Dylan miró a su mujer, que se había puesto pálida, y luego, después de un segundo de vacilación en el que todo el mundo se quedó expectante del siguiente movimiento, finalmente tiró la primera piedra:
               -¿Perdón?

domingo, 8 de noviembre de 2020

Harakiri.


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Estimado sr. Whitelaw.
 
Le adjunto por medio de este correo el Visado de Trabajo Especial emitido por el Departamento de Inmigración del Gobierno de Etiopía, si bien la autorización de estancia y tránsito se extiende a la totalidad de los territorios en que nuestra organización tiene presencia, al viajar al continente africano en calidad de voluntario bajo nuestra protección, como ya le habrán comentado mis compañeros del área de Recursos Humanos. Por favor, tenga en cuenta que la duración del visado es superior a la del contrato (un año y dos meses frente a un año natural completo), para darle más margen de maniobra a la hora de viajar a nuestra sede, con mayor amplitud de fechas.
A su vez, también le envío con este correo una copia del contrato que nos había enviado previamente firmado por usted, en la que ya constan también las firmas del Gerente de WWF en África, así como la mía propia. Por favor, no olvide imprimir este documento y presentarlo en el aeropuerto a su llegada a destino, ya que es requisito sine qua non el Visado de Trabajo Especial surte efecto. De no traer el visado acompañado del contrato, las autoridades pueden retenerle en la frontera e, incluso, ordenar su repatriación.
De la misma manera, le recuerdo que también será necesario que traiga un certificado de Vacunación contra la Fiebre Amarilla y la infección por COVID-19, que pueden exigírsele también en la frontera. También es  altamente recomendable la vacunación contra la malaria y el dengue, ya que algunos de nuestros campamentos se sitúan en zonas con alta incidencia de esta enfermedad.
Por último, recordarle que aún tiene pendiente de confirmación las fechas exactas de llegada y salida del país, quedando pendiente la reserva de los vuelos de ida y vuelta, amén del transporte que le llevará desde el aeropuerto en Adís Abeba hasta el primer punto de contacto con WWF. El coste de dicho transporte queda íntegramente cubierto por las tasas ya satisfechas para el inicio de su voluntariado; sin embargo, le ruego que me haga saber cuanto antes en qué momento se incorporará a nuestros servicios (recuerde que la fecha más usual de llegada de nuestros voluntarios es el 1 de julio, siendo ésta una fecha orientativa) para terminar lo antes posible las gestiones, poder dar por concluidos los trámites y, por fin, darle la bienvenida a nuestra Fundación.
Aprovechando para agradecerle de nuevo su altruismo y la confianza depositada en nosotros, le saluda atentamente,
 
Valeria Krasnodar.
Directora Adjunta del Departamento de la Región de África Oriental de WWF.
 
¿Qué era lo que decían? ¿Qué no había que consultar las redes sociales a altas horas de la madrugada, porque de noche todos los gatos son pardos?
               Porque tenían razón. Ni siquiera había pensado en la posibilidad de que tuviera un correo del voluntariado; simplemente había entrado por puro aburrimiento, harto de bajar y bajar y bajar por las notificaciones de Instagram y Facebook en busca de algo que no fueran mensajes de ánimo. Que, no me malinterpretes, agradecía mucho recibir, pero lo último que me apetecía era ponerme a darle las gracias a gente con la que llevaba sin cruzar palabra más de dos años, y a la que llevaba sin ver más de tres, sólo porque de repente me había vuelto interesante hasta el punto de ser la única persona que conocían que había entrado en un coma y había vivido para contarlo.
               Ni siquiera las fans de Zayn preguntándose por Twitter qué le sucedía a Sabrae, ahora que no subía historias; si se habría peleado conmigo e incluso recriminándome que le hiciera daño a su princesita (las que menos; en realidad, la mayoría eran respetuosas y mandaban callar a las ruidosas) habían conseguido entretenerme lo suficiente.
               El insomnio era una mierda. No recordaba la última vez que me había pasado media noche en vela, pero jamás había sido así de aburrida, especialmente porque nunca había tenido a mi madre en la cama del lado, respirando profundamente y recordándome que no estaba solo. Además, a la presencia de mi madre había que añadirle que tenía medio cuerpo vendado, casualmente mi mitad dominante, por lo que las soluciones que había encontrado en ocasiones (el típico Vladimir: una paja y a dormir) quedaban más que descartadas. Sólo tenía la opción de mirar el techo a oscuras, o la duermevela de la enfermera con el turno de noche, que pasaba a por un vaso de café de máquina cada media hora, intentando apañárselas con la planta entera para ella sola.
               Así que había acabado entrando en mi correo electrónico, detestando una vez más el puto accidente no porque hubiera hecho que me abrieran en canal, sino porque me había destrozado el móvil y no podía ni siquiera ponerme a leer conversaciones antiguas con mis amigos o Sabrae. Bueno, vale, leería sólo las de Sabrae, pero porque ¡ni con una semana entera tendría suficiente! Tenía material suficiente con el que entretenerme hasta que me dieran el alta, pero no los medios para acceder a ese material, así que tendría que conformarme con los correos que me enviaran para que respondiera encuestas a cambio de puntos que podría canjear por regalos que, en realidad, no quería. Quizá, si tenía suerte, incluso me mandarían publicidad de algún nuevo videojuego cuya demo estuviera disponible para móviles.
               Con lo último con lo que esperaba encontrarme era con un correo cuyo asunto rezara “Visado y contrato”, enviado desde una cuenta corporativa de WWF.
               Había entrado con desconfianza, sospechando que ese correo no me reportaría más que dolores de cabeza. Desde que había decidido hacer el voluntariado, mis semanas se contaban por los cruces de correos que compartía con el departamento de Recursos Humanos, para los que siempre mi documentación estaba incompleta pero que, por lo menos, tenían paciencia conmigo. Sólo sería un trámite más, pensé, un trámite con el que tendría que pedirle a Bey que me echara una mano.
               No me esperaba tener una luz verde. Y llegaba en el peor momento. Lo leí hasta la saciedad, una y otra vez hasta casi poder recitarlo de memoria, y cuando mamá se revolvió en la cama, muy cerca de despertarse, copié el texto y me lo envié por Telegram, eliminando después el mensaje de la cuenta de mi madre para que ella no descubriera nada raro en su teléfono cuando cerrara sesión de mi cuenta de correo. Dejé el móvil sobre la mesa gris y traté de darme la vuelta en la cama, con tan mala suerte que me olvidé de que, bueno, tengo como dos millones de huesos donde la gente normal apenas tiene dos docenas, y terminé dolorido y sudoroso de vuelta sobre mi espalda, cagándome en mis antepasados y con la cabeza ya dándome vueltas.
               Y ojalá fuera de dolor.

lunes, 2 de noviembre de 2020

Diamante.


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No recordaba ningún instante en toda mi vida en que hubiera sido así de feliz. Así de ligero, de glorioso, tan etéreo que incluso el aire me resultaba demasiado denso. Una deliciosa sensación de calidez se entendía por toda mi piel, calentando todas y cada una de mis células, sacándolas del letargo en que habían estado sumidas a lo largo de toda mi existencia.
               No supe lo que era vivir hasta que Sabrae me dijo que sí. Sólo cuando pude llamarla verdaderamente mía, descubrí lo que era verdaderamente triunfar, sentirse importante, pleno y con un significado. Mi sentido último era estar con ella; mi felicidad dependía de su mirada, y mi existencia, de su respiración y su sonrisa, de la manera en que se le curvaban las comisuras de la boca cuando sus ojos se posaban sobre los míos y la conexión que había entre nosotros se veía reforzada.
               Todo lo que había tenido antes, todo lo que había sido, todo lo que había deseado... se esfumó. La multitud coreando mi nombre en las gradas de los estadios de boxeo, las miradas de admiración de mis compañeros en el gimnasio cuando yo superaba sin esfuerzo lo que para ellos eran límites infranqueables, incluso la sensación de orgullo que me embargaba cuando hacía que una chica se corriera conmigo. Nada de eso tenía la más mínima importancia, ni me causaba ni una pizca de satisfacción, ahora que sabía lo que era la Felicidad Más Absoluta. Así, con mayúsculas.
               Era estar besándola. Era sentir que por fin soltaba las riendas y se dejaba ir, abandonando sus miedos y entregándose a mí como llevábamos deseando meses que se atreviera a hacerlo. Custodiar su corazón y merecerme esos sentimientos que hacían amanecer en mí la primavera se convirtió, a partir de entonces, en mi razón para vivir. Y, aunque fuera un peso inmenso el que recaía sobre mis hombros, la recompensa bien lo merecía.
               Porque era ella. Y escucharle decir lo que llevaba meses ansiando oír. Lo que yo no debería haberle gritado en un parque en medio de un arrebato de rabia, lo que a ella no se le debería haber escapado en los pasillos del instituto el día de mi cumpleaños, lo que no deberíamos haber disfrazado con frases igual de sonoras para nosotros, pero indescifrables para los demás: “te quiero” por “me apeteces”.
               -¿Me lo dices otra vez?-le pedí, mirándola a los ojos a tan poca distancia que nuestras pestañas prácticamente se entrelazaban. Nunca había estado tan cerca de alguien con tantísima ropa puesta (más por ella que por mí), y sin embargo jamás me había sentido tan cómodo. Sabía que no podía pedirle nada más al universo, pero no sólo eso: tampoco lo deseaba.
               Todo lo que quería estaba allí, a mi lado, respirando en mi boca y buceando en mi mirada.
               -Exagerado-repitió, riéndose de mí con un deje de maldad que a mí me encantaba. Seguro que Sabrae consideraba que era cruel conmigo, y en ocasiones, alguien de fuera podría pensar que, efectivamente, era una cabrona. Pero yo sabía que no era así. Era más bien traviesa.
                Y las niñas traviesas son las favoritas de sus padres.
               -No, lo otro-protesté, haciendo un mohín, aunque adoraría cada palabra que saliera de sus labios, fuera cual fuera-. Porfa, que estoy convaleciente.
               Sabrae me cogió la mano. Sus dedos eran suaves en mi palma, cariñosos en su tacto, cálidos y tiernos donde antes no había sentido más que hielo lacerante. Cientos de mujeres me habían tocado de la misma manera antes que ella, pero ninguna era capaz de hacerlo como Sabrae: con sólo una caricia, me proporcionaba más placer y felicidad que todas las chicas de mi pasado juntas, aunando esfuerzos.
               -Te quiero, Alec Theodore Whitelaw.
               Me lo dijo mirándome a los ojos, como si cupiera algún equívoco en aquella frase tan pequeña, y sin embargo, tan importante. Mi nombre completo, ése que sólo escuchaba cuando mi madre se enfadaba tanto conmigo que sacaba la vena de sargento de la marina que todas las mujeres llevan dentro con sus hijos, de repente dejó de sonar como música infernal y pasó a tener la cadencia de una marcha nupcial. Incluso por si me entraba la duda de que estuviera dirigiendo esa frase hacia mí, cuando podía verme reflejado en sus ojos, Sabrae me regalaba un  “te quiero” que nadie más podía quitarme: no había ningún otro Alec Theodore Whitelaw en su vida. Sí otros Whitelaw. Puede que otro Theodore. Quizá, incluso, otro Alec.
               Pero ningún Alec Theodore Whitelaw.
               Todo eso, sólo lo era yo.
               Se acercó a mí de nuevo para besarme; sus labios apena rozaban los míos al principio, mucho más consciente de mi situación que yo mismo. Estaba tan acostumbrado a ser el fuerte, el alto, el grande, el que debía tener cuidado, que ahora que había perdido todos esos atributos simplemente me entregaba a mis instintos más bajos. Normalmente yo era el de la mente fría, especialmente en la cama (por mucho que me costara), pero, ¿hoy? Acababa de volver a nacer hoy. No tenía manera de controlar mi fuerza. Ni siquiera lo deseaba.
               Sin embargo, lo que para mí había supuesto simplemente un salto de línea con dos párrafos a los que ni siquiera había un punto y aparte que los dividiera, para Sabrae había sido una larguísima letanía de lamentos, de dolor, de un suplicio tan absoluto y aterrador que no había forma de describirlo con palabras, pues sólo quienes lo hubieran vivido podrían comprender por lo que ella había pasado. Yo me había teletransportado; ella, corrido una maratón cargando con más de su propio peso muerto a sus espaldas. Lo mío era pura y simple ansia: ansia de tenerla, ansia de disfrutarla, ansia de vivir todo el tiempo que ahora se extendía frente a nosotros como el horizonte desde la cima de una montaña. Pero lo de ella… lo de ella era una meta, la lluvia de champán desde lo más alto del podio festejando la victoria, un resultado conseguido después de tanto esfuerzo que las agujetas, casi instantáneas, resultaban insoportables.
               Sabrae me había llovido del cielo.
               Y yo era un diamante que ella había extraído de la roca, y pulido y pulido y pulido hasta que conseguía reflejar la luz de su portadora como un minúsculo sol.