Al principio, me bastaba con el sabor de su boca en la
mía. El mero hecho de sentirla tan cerca de mí, de que su aliento se mezclara
con el mío y sentir su corazón martilleando junto a su pecho, bastaba para
saciar ese apetito que me había estad reconcomiendo por dentro.
Eso había sido al principio. Porque, ahora que aquellos demonios que se habían dedicado a perseguirme con la visita de mi hermano se habían marchado, de nuevo ese hambre de Sabrae volvió a acaparar toda mi atención. Hacía demasiado tiempo que no la tenía como a mí me gustaba, demasiado tiempo que no la sentía de esa manera profunda y carnal que había hecho que conectáramos en un principio. Puede que mi mente consciente no hubiera tenido tiempo aún de echar eso de menos, tan ocupada como la tenía en tratar de asimilar la miríada de estímulos que me habían acechado nada más despertarme.
Pero todo eso terminaba pasando a un segundo plano, tarde o temprano, cuando tenía a Sabrae tan cerca. No me ayudaba que se sintiera igual de a gusto conmigo ahora que cuando estábamos en cualquier otro lugar; lo único que nos recordaba a ambos nuestra extraña situación y las limitaciones que ésta conllevaba eran los pitidos de mi pulso en los monitores, a los que les había activado de nuevo el sonido cuando Aaron se marchó, y, por supuesto, mi brazo en cabestrillo, lo único que me impedía que tirara de ella para arrastrarla más hacia mí. Los pitidos y las vendas nos decían a ambos: “¡eh, estáis en un hospital, recordad que tenéis que guardar las formas!”.
Había, no obstante, un problema: yo estaba cansado de guardar las formas. Para colmo, era incapaz de mantenerlas durante demasiado tiempo con ella tan cerca, y las enfermeras hacían la vista gorda conmigo por mi delicada situación, y por ese carisma del que todo el mundo hablaba y que yo terminaría invocando para que me hicieran algunas concesiones. Ya le había lloriqueado a una de las enfermeras para que dejaran a Sabrae quedarse alguna noche del fin de semana, en la que yo tenía la esperanza de dormir más bien poco, así que suponía que ya se imaginarían lo que pretendía hacer: convertir el hospital en mi picadero personal. Dado que teníamos una cama, sería una tontería no aprovecharla, ¿verdad?
Además, yo ya estaba tumbado. Lo único que faltaba era que Sabrae se subiera encima de mí.
Era por eso, por la imperiosa necesidad de ella que me consumía, que había empezado a empujarla de manera inconsciente hacia el centro de la cama. Quizá hacerlo con mi familia tan cerca, a punto de llegar de un momento a otro, y las enfermeras echándome un ojo de vez en cuando para asegurarse de que no me daba un ictus o algo por el estilo, sería demasiado arriesgado.
Una mamadita, no obstante, era harina de otro costal. Sabrae no necesitaría desplazarse demasiado; de hecho, no tenía mucho que hacer, ya que ya me estaba satisfaciendo a su manera. Quizá sus caricias fueran demasiado superficiales, pero ya habían servido para terminar de despertar la fiera que tenía en la entrepierna, y yo tampoco era tonto: podía oír su excitación, oler su hambre de mí, sentir el debate que se desarrollaba en su interior. Dejarse llevar, y arriesgarse a que la expulsaran pero complacernos a ambos, o mantenerse firme conmigo, diciéndome no una vez más, a pesar de que me había dicho hacía más bien poco que se había cansado de ponerme excusas.
Todo eso eran excusas como otras cualquiera.
-¿Al?-preguntó la tercera vez que tuvo que apartarse un poco de la trayectoria de mi mano derecha, que siempre terminaba tirando suavemente de ella hacia abajo.
-¿Mm?
-¿Estás intentando obtener algo de mí?-preguntó, divertida, alzando las cejas. Me separé de ella y fruncí el ceño, fingiendo no entender a qué se refería.
-¿Qué quieres decir?
-Ya es la tercera vez que tengo que apartarte para que no me empujes hacia cierta zona de tu cuerpo-comentó, soltando una risita adorable y echándole un vistazo de reojo a los monitores, que se chivaban de que mi pulso era más acelerado del normal. Comprensible, también te digo. Si te lías con un tío al que no le suben los latidos a pesar de que te estás dedicando a sobarle la polla, mejor rompe con él. No le van las tías.
Cosa que a mí, desde luego, no me sucedía.
Le dediqué una sonrisa radiante, la propia de un niño al que acaban de pillar tramando una fechoría en su libreta de superhéroes preferida. Sabrae se echó a reír y se levantó.
-¡Eres de lo que no hay!
-Venga, Saab. ¿Sabes por lo que he pasado? Concederme ciertos caprichos es lo menos que puedes hacer-lloriqueé, incorporándome un poco en la cama y gimiendo por lo bajo la notar que eso hacía que mis costillas se resintieran. Mierda. El dolor era como un ejército enemigo bien atento, preparado para arrebatarme toda la felicidad y el descanso que pudiera centímetro a centímetro, en cuanto yo bajara la guardia-. Estoy bien-añadí, en voz seria, nada juguetona, al ver la expresión que atravesaba su rostro.
Eso había sido al principio. Porque, ahora que aquellos demonios que se habían dedicado a perseguirme con la visita de mi hermano se habían marchado, de nuevo ese hambre de Sabrae volvió a acaparar toda mi atención. Hacía demasiado tiempo que no la tenía como a mí me gustaba, demasiado tiempo que no la sentía de esa manera profunda y carnal que había hecho que conectáramos en un principio. Puede que mi mente consciente no hubiera tenido tiempo aún de echar eso de menos, tan ocupada como la tenía en tratar de asimilar la miríada de estímulos que me habían acechado nada más despertarme.
Pero todo eso terminaba pasando a un segundo plano, tarde o temprano, cuando tenía a Sabrae tan cerca. No me ayudaba que se sintiera igual de a gusto conmigo ahora que cuando estábamos en cualquier otro lugar; lo único que nos recordaba a ambos nuestra extraña situación y las limitaciones que ésta conllevaba eran los pitidos de mi pulso en los monitores, a los que les había activado de nuevo el sonido cuando Aaron se marchó, y, por supuesto, mi brazo en cabestrillo, lo único que me impedía que tirara de ella para arrastrarla más hacia mí. Los pitidos y las vendas nos decían a ambos: “¡eh, estáis en un hospital, recordad que tenéis que guardar las formas!”.
Había, no obstante, un problema: yo estaba cansado de guardar las formas. Para colmo, era incapaz de mantenerlas durante demasiado tiempo con ella tan cerca, y las enfermeras hacían la vista gorda conmigo por mi delicada situación, y por ese carisma del que todo el mundo hablaba y que yo terminaría invocando para que me hicieran algunas concesiones. Ya le había lloriqueado a una de las enfermeras para que dejaran a Sabrae quedarse alguna noche del fin de semana, en la que yo tenía la esperanza de dormir más bien poco, así que suponía que ya se imaginarían lo que pretendía hacer: convertir el hospital en mi picadero personal. Dado que teníamos una cama, sería una tontería no aprovecharla, ¿verdad?
Además, yo ya estaba tumbado. Lo único que faltaba era que Sabrae se subiera encima de mí.
Era por eso, por la imperiosa necesidad de ella que me consumía, que había empezado a empujarla de manera inconsciente hacia el centro de la cama. Quizá hacerlo con mi familia tan cerca, a punto de llegar de un momento a otro, y las enfermeras echándome un ojo de vez en cuando para asegurarse de que no me daba un ictus o algo por el estilo, sería demasiado arriesgado.
Una mamadita, no obstante, era harina de otro costal. Sabrae no necesitaría desplazarse demasiado; de hecho, no tenía mucho que hacer, ya que ya me estaba satisfaciendo a su manera. Quizá sus caricias fueran demasiado superficiales, pero ya habían servido para terminar de despertar la fiera que tenía en la entrepierna, y yo tampoco era tonto: podía oír su excitación, oler su hambre de mí, sentir el debate que se desarrollaba en su interior. Dejarse llevar, y arriesgarse a que la expulsaran pero complacernos a ambos, o mantenerse firme conmigo, diciéndome no una vez más, a pesar de que me había dicho hacía más bien poco que se había cansado de ponerme excusas.
Todo eso eran excusas como otras cualquiera.
-¿Al?-preguntó la tercera vez que tuvo que apartarse un poco de la trayectoria de mi mano derecha, que siempre terminaba tirando suavemente de ella hacia abajo.
-¿Mm?
-¿Estás intentando obtener algo de mí?-preguntó, divertida, alzando las cejas. Me separé de ella y fruncí el ceño, fingiendo no entender a qué se refería.
-¿Qué quieres decir?
-Ya es la tercera vez que tengo que apartarte para que no me empujes hacia cierta zona de tu cuerpo-comentó, soltando una risita adorable y echándole un vistazo de reojo a los monitores, que se chivaban de que mi pulso era más acelerado del normal. Comprensible, también te digo. Si te lías con un tío al que no le suben los latidos a pesar de que te estás dedicando a sobarle la polla, mejor rompe con él. No le van las tías.
Cosa que a mí, desde luego, no me sucedía.
Le dediqué una sonrisa radiante, la propia de un niño al que acaban de pillar tramando una fechoría en su libreta de superhéroes preferida. Sabrae se echó a reír y se levantó.
-¡Eres de lo que no hay!
-Venga, Saab. ¿Sabes por lo que he pasado? Concederme ciertos caprichos es lo menos que puedes hacer-lloriqueé, incorporándome un poco en la cama y gimiendo por lo bajo la notar que eso hacía que mis costillas se resintieran. Mierda. El dolor era como un ejército enemigo bien atento, preparado para arrebatarme toda la felicidad y el descanso que pudiera centímetro a centímetro, en cuanto yo bajara la guardia-. Estoy bien-añadí, en voz seria, nada juguetona, al ver la expresión que atravesaba su rostro.