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Pero me prometí que no dejaría que nadie más se diera cuenta de lo que me pasaba. Bastante mal me sentía yo ya por lo evidente de mis preferencias, preferencias que hacían daño a todos los que me rodeaban, pues aunque sí eran justas, eran demasiado intensas como para parecer sanas. De modo que, cuando Jordan atravesó la puerta de mi habitación, arqueé las cejas a un lado y espeté:
-Sabrae, te noto rara. ¿Te has puesto reflejos?
-Vete a la mierda-me instó Jordan, frunciendo el ceño a la velocidad de la luz. Me eché a reír, conteniendo en parte mi nerviosismo. Sabrae me había dicho que vendría nada más comer, y que pasaríamos toda la tarde juntos para compensar el tiempo que tendríamos que estar “en sociedad”, que era como habíamos empezado a referirnos a aquellos momentos en los que no estábamos solos. No es que mis amigos me molestaran, ni mucho menos, o que nos cohibiéramos en morrearnos si nos apetecía con ellos delante, pero yo sabía que Sabrae se sentía mal por monopolizarme en presencia de los demás, especialmente porque ella era, con diferencia, la que más me visitaba.
Que no hubiera venido todavía no podía significar nada bueno. ¿Habría pasado algo? La única explicación mínimamente razonable que había ido construyendo a medida que pasaban los minutos y mamá disimulaba más y más sus miradas furtivas al reloj acababa de evaporarse ante mis ojos: que Sabrae no viniera ya no podía tener nada que ver con el cumpleaños de Scott. De lo contrario, no habría mandad sustituto.
Porque eso era Jordan, ¿no? El sustituto. Era triste, pero así era.
-No, espera… tienes menos tetas. ¿Te has puesto un sujetador reductor? Ojalá me hubieras consultado antes de hacerlo-lloriqueé, haciendo un puchero. Jordan miró a mamá, que puso los ojos en blanco y cerró la revista con un revés de la muñeca parecido al de una flamenca.
-Si lo asfixio con la almohada, ¿crees que me lo perdonarás?
-Me quitarías un peso de encima.
-Estoy aquí, madre-le recordé, y ella se echó a reír. Tras darme un beso y coger su bolso, salió de la habitación con paso ligero, seguramente ansiosa por empezar una de sus escasas tardes en casa, sin tener que preocuparse del final de los horarios de visitas ni de dormir lo suficiente como para que la incómoda cama del hospital no le arruinara aún más el descanso. Otra persona a la que le estaba destrozando la vida. Y todo, ¿para qué? Por lo menos, tenía el consuelo de que ahora tenía una hora libre en la que poder salir a pasear mientras yo estaba con la psicóloga. Tampoco es que a mí me sirviera de mucho esa hora, pero eso era otra historia. Mamá volvía resplandeciente, con energías renovadas, de su paseo durante mi terapia, así que no necesitaba saber que mi última sesión se había reducido a diez minutos sentado en silencio observando a mi psicóloga, hasta que ella decidió que su tiempo valía más que el mío y que había pacientes que la necesitaban más que yo.
Sabrae iba a matarme por eso, pero Sabrae no estaba. Y Jordan no me daba miedo, por mucho que le sacara dos cabezas.
-Vengo de suplente-comentó Jor, acercándose a mí y chocando el puño conmigo. Habíamos renunciado hacía tiempo a hacer nuestro complicado saludo, en el que los dos necesitábamos estar de pie, así que ambos sentíamos que habíamos perdido una parte de nosotros mismos en aquel jodido accidente que me había dejado atado a la cama.
-¿Con intención de meter goles?-bromeé, y Jor me dedicó una sonrisa pícara.
-¿Hay algo que quieras decirme, picarón?-me pellizcó la mejilla y yo sonreí, apartándome de él. Me di cuenta de que, aunque seguía nervioso por lo de Sabrae, lo cierto era que no me disgustaba que Jordan hubiera venido. Le echaba de menos, muchísimo. Llevaba desde la semana pasada sin estar a solas con él, pues las otras veces que había venido a visitarme, siempre había venido con alguien más, así que no podíamos fingir que habíamos pintado las paredes de su cobertizo y que nos habíamos recluido en él. Me moría de ganas por que me dieran el alta y poder ir a ese pequeño retazo de hogar que habíamos construido con nuestras propias manos, y lo lenta que estaba siendo mi recuperación hacía que me pusiera de un humor de perros que terminaba pagando exclusivamente conmigo mismo-. ¿Cómo te encuentras? –inquirió, apoyándose en la cama contigua y entrelazando las manos sobre el regazo. Me encogí de hombros.
-Medio impedido. ¿Y tú?
-Ilusionado ante la perspectiva de ganarme a la afición.