¡Hola! Quería avisarte, antes de que comiences este capítulo, de que el viernes es un día especial. ¡Sí, este viernes es 5 de marzo, el cumpleaños de Alec! Y, a modo de celebración, el siguiente capítulo se publicará ese día, en lugar del domingo, como es costumbre. ¡Te espero! ♡
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Pero tener que compartirla como lo estaba haciendo ese día no me gustaba, por mucho que me hiciera el digno y dijera que estaba todo bien. Se me daba bien poner una buena cara y decirle que no pasaba nada, que claro que podía hacer lo que quisiera, que era su cumpleaños y yo no tenía ningún derecho a decirle qué hacer o qué decir.
Aunque, la verdad, me habría gustado que luchara un poco más por mí. Que insistiera en que me quedara, que me cogiera la mano y me mirara con ilusión mientras hablaba por teléfono, que se excusara con sus amigas y viniera a acurrucarse en el sofá cuando le dije que no podía más. Porque de verdad que no podía más.
Llevaba soportando a duras penas el dolor desde que me había levantado de la cama del hospital, y lo único que me había impulsado a seguir adelante era saber la increíble ilusión que le haría verme. Puede que se enfadara un poco conmigo por no decirle lo que tenía pensado hacer, o que le extrañara que los médicos me dejaran irme cuando hasta hacía dos días necesitaba ayuda para absolutamente todo, y apenas me dejaban solo. Pero, a la hora de la verdad, el simple hecho de verme vencería a todo lo demás, y me dejaría ver esa increíble sonrisa suya que podía calmarme incluso en mis peores momentos, proporcionándome el consuelo que nadie más podía darme, ni tan siquiera la medicación.
Y, en cierto modo, lo había hecho. Había conseguido que el dolor pasara a un segundo plano, porque mi cerebro estaba demasiado ocupado procesando las sensaciones que ella me proporcionaba (su apariencia, su tacto, e incluso ese olor a ella que no tenía en el hospital, por culpa del desinfectante) como para pararse a pensar en lo mucho que me dolía la pierna.
O el brazo.
O la espalda.
O las costillas.
O la cabeza.
El runrún seguía ahí, como el ruido del ambiente en el que tu artista preferido grabó su mejor vinilo, impidiéndote tener una experiencia perfecta, plena y limpia. Ella era guapísima, pero lo habría sido más si yo no tuviera esta maldita jaqueca; era olía increíblemente bien, pero habría olido mejor si no me diera vueltas la cabeza; y estaba hecha para mí, encajaba conmigo perfectamente…
… y lo habría hecho de una forma deliciosa si yo no estuviera jodido por dentro.
Supe que todo iba a ser más complicado de lo que había creído en un momento en cuanto se había abalanzado al verme. No me malinterpretes: adoré, adoro y adoraré toda la vida su entusiasmo, pero hay ocasiones en las que, por mucho que quiera siempre que se vuelva loca conmigo, que no se controle no es precisamente lo mejor para ambos.
-¡¡¡ALEC!!!-bramó con toda la fuerza de unos pulmones que yo sabía que podían hacer milagros, los únicos pulmones que me importaban, los únicos pulmones que eran capaces de bautizarme y hacer que respondiera realmente al nombre con el que mi madre me había bautizado. Se había soltado de los brazos de Scott tan rápido como se había abalanzado hacia ellos, y aunque me regodeé un poco en el hecho de que me hubiera hecho ganar una apuesta, mi mente estaba demasiado ocupada regodeándose en lo genial que era que nuestro reencuentro fuera así. Porque, francamente, me lo había imaginado de muchas maneras, pero todas tenían un denominador común: Sabrae era demasiado lista como para dejarse llevar por sus emociones, y la preocupación que le producía verme lejos de un equipo médico volcado en curar todas mis dolencias era más fuerte que la alegría de verme allí.
Claro que la Sabrae de mi cabeza no era capaz de hacerle justicia a la real, de manera que la real siempre conseguía sorprenderme, tanto para bien, como para mal.
Y esta vez, fue para las dos cosas. Porque, a pesar de que disfruté de ver que no podía controlarse estando conmigo (algo que llevaba sin suceder demasiado tiempo, también por culpa del omnipresente hospital), el estallido que se produjo cuando Sabrae y yo nos tocamos fue tan intenso que simplemente resultó demasiado.
No sólo sentí que mis costillas crujían, sino que las noté clavárseme de nuevo en los pulmones. Ni siquiera sé cómo me las apañé para no ponerme a toser sangre como un loco; supongo que el subidón de que ella estuviera conmigo y la inundación que había producido en mis sentidos eran tan fuertes que consiguieron eclipsar lo malo el tiempo suficiente como para que no la alcanzara también a ella.
Sin embargo, en ese momento descubrí que me costaría mucho defenderme si Sabrae llegaba a enfadarse conmigo por haberme ido del hospital. Entonces, más que nunca, decidí que no podía decirle la verdad, por malo que fuera mentirle. Cuando se trataba de la gente que nos importaba, los dos éramos iguales, y comenzábamos a culparlos por las cosas malas que les sucedían a quienes nos rodeaban, o nos responsabilizábamos de las gilipolleces que hacían como si fuéramos nosotros quienes les hubiéramos convencido para llevar a cabo la estupidez de turno.
Me concentré en la sensación de calidez que manaba de su cuerpo en lugar de en las llamaradas de dolor que había en mi interior. No podía ser tan difícil pensar en el placer teniendo a Sabrae cerca, ¿no?
Inhalé el aroma de su pelo, más fuerte que nunca (quizá se hubiera duchado por la mañana, pensando en acicalarse para un día tan especial como ése) y cerré los ojos, notando cómo ella enterraba la cara en mi pecho y sus dedos se paseaban por mi espalda. Por mucho que intentara ser cuidadosa, las ganas que tenían de mí estaban tomando las riendas en esta ocasión, y no podía evitar no hacerme daño.
Me sentí un cabrón por pensar que menos mal que Scott nos hizo separarnos para que yo pudiera respirar, pero lo cierto es que lo necesitaba. Si bien Sabrae no se separó del todo de mí, sí que volvió en sí lo suficiente como para recordar lo delicado de mi estado de salud.