Así era mi vida ahora, como debería ser siempre: primero ella, la sensación de mi alma volviéndose una capa protectora a su alrededor, haciéndose consciente de sí misma al sentir la calidez que desprendía su cuerpo templando su ardor. Su aroma flotaba hacia mí como el perfume de la sal marina hacia la parte alta del único faro que impedía que las calas más maravillosas del mundo terminaran infestadas de naufragios.
La percibía incluso en sueños, su calidez, su suavidad, su desnudez, la mezcla afrutada de manzana, maracuyá y sexo con que empapaba mi almohada cada vez que dormíamos juntos.
Por eso le había pedido la noche anterior que durmiera conmigo: porque antes que resacoso, estaba enamorado de ella. Así que una resaca del demonio, como había tenido pocas en mi vida y como no debería estar sufriendo con lo poco que había bebido la noche anterior, se volvía una ligera molestia con su cuerpo de bronce tumbado a mi lado.
Me desperté antes que ella, lo que me dio una ventaja que no pensaba desaprovechar. Cuando abrí los ojos lentamente, descubrí que el sol había ascendido más de lo normal en el cielo, arrastrando el cuadrado de luz por mi habitación hasta nuestras caderas, en lugar de arañando los pies de mi cama como un gatito que quisiera compartirla conmigo. No me había despertado con el amanecer, y por un momento lamenté la oportunidad que había perdido de grabarle un videomensaje en el que también apareciera ella. Aquellos videomensajes en que yo no estaba solo habían escalado puestos en nuestro ránking de cosas preferidas del mundo hasta convertirse en nuestros preferidos, no sólo por lo bien que me quedaban sino por lo que representaban: otra noche más que habíamos pasado juntos, bien con sexo, o bien en simple compañía, lo cual apreciaba igual que las noches de placer.
Bueno… tal vez no exactamente igual que las noches de placer. A fin de cuentas, por mucho que lo nuestro nunca se hubiera basado exclusivamente en lo físico, sí que al menos había germinado ahí, cosa que no podíamos dejar de tener en cuenta.
Vale, prefería mil veces follar con ella a no hacer nada, pero tampoco me quejaba si nos tocaba noche de arrumacos.
Ignorando las quejas de mis costillas, a las que aún no les había permitido comenzar a recuperarse, me puse de costado para poder mirarla. Sabrae me daba la espalda, con sus rizos derramándose sobre la almohada y el colchón, igual que una cascada mitológica en la que no me sorprendería encontrar ninfas. Sus hombros subían y bajaban al compás de su respiración, tenía los pies entrelazados debajo de las sábanas, con la punta de un pulgar tocándome la rodilla, asegurándose de que siguiera allí…
… y una mano alargada en mi dirección, buscando la mía, abandonada a su suerte ahora que yo me había movido y la había soltado nada más despertarme.
Porque ah, sí. Ésa era una costumbre que los dos habíamos comprobado despertándonos a horas distintas: nos buscábamos en sueños. Siempre, siempre, siempre teníamos que estar en contacto. Necesitábamos tocarnos en todo momento, ya fuera rodeándonos con los brazos, apoyando la nariz en la espalda o el hombro del otro, pasándonos una pierna por encima o, en los casos más extremos en que nos ofrecíamos distancia y a la vez necesitábamos cercanía, nos cogíamos de la mano sin tan siquiera darnos cuenta. Los dos habíamos comprobado un par de mañanas ese pequeño gesto nuestro, pero siempre habíamos pensado que se trataba de una artimaña del otro al despertarse a solas en medio de la noche, hasta que un día yo lo comenté desayunando y Sabrae me dijo que creía que era algo que hacía cuando me despertaba al amanecer.
-Cuando me he despertado esta mañana, ya nos estábamos cogiendo de la mano-contesté, y ella parpadeó despacio.
-¿Y te has despertado antes a lo largo de la noche?
-No. ¿Y tú?
Sonrió, una sonrisa amplia extendiéndose por su boca con la seguridad con la que el verano se asentaba sobre Mykonos.
-No.
Yo me había acercado la taza a los labios y la había sostenido frente a estos para darle más énfasis a lo que estaba a punto de decir, como hacían en las pelis.
-Somos material de fanfic, ¿eh?-bromeé, y Sabrae se había echado a reír. Por aquel entonces, Sabrae y sus amigas ya me habían instruido suficiente en el mundo de los famosos como para saber que muchas dedicaban sus ratos libres a escribir historias sobre sus ídolos en cualquier situación, aumentando aún más su leyenda.