domingo, 27 de junio de 2021

Redibujar constelaciones.


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Antes del dolor de cabeza, la boca reseca, la garganta dolorida, los músculos agarrotados y las costillas resentidas, estaba Sabrae.
               Así era mi vida ahora, como debería ser siempre: primero ella, la sensación de mi alma volviéndose una capa protectora a su alrededor, haciéndose consciente de sí misma al sentir la calidez que desprendía su cuerpo templando su ardor. Su aroma flotaba hacia mí como el perfume de la sal marina hacia la parte alta del único faro que impedía que las calas más maravillosas del mundo terminaran infestadas de naufragios.
               La percibía incluso en sueños, su calidez, su suavidad, su desnudez, la mezcla afrutada de manzana, maracuyá y sexo con que empapaba mi almohada cada vez que dormíamos juntos.
               Por eso le había pedido la noche anterior que durmiera conmigo: porque antes que resacoso, estaba enamorado de ella. Así que una resaca del demonio, como había tenido pocas en mi vida y como no debería estar sufriendo con lo poco que había bebido la noche anterior, se volvía una ligera molestia con su cuerpo de bronce tumbado a mi lado.
               Me desperté antes que ella, lo que me dio una ventaja que no pensaba desaprovechar. Cuando abrí los ojos lentamente, descubrí que el sol había ascendido más de lo normal en el cielo, arrastrando el cuadrado de luz por mi habitación hasta nuestras caderas, en lugar de arañando los pies de mi cama como un gatito que quisiera compartirla conmigo. No me había despertado con el amanecer, y por un momento lamenté la oportunidad que había perdido de grabarle un videomensaje en el que también apareciera ella. Aquellos videomensajes en que yo no estaba solo habían escalado puestos en nuestro ránking de cosas preferidas del mundo hasta convertirse en nuestros preferidos, no sólo por lo bien que me quedaban sino por lo que representaban: otra noche más que habíamos pasado juntos, bien con sexo, o bien en simple compañía, lo cual apreciaba igual que las noches de placer.
               Bueno… tal vez no exactamente igual que las noches de placer. A fin de cuentas, por mucho que lo nuestro nunca se hubiera basado exclusivamente en lo físico, sí que al menos había germinado ahí, cosa que no podíamos dejar de tener en cuenta.
               Vale, prefería mil veces follar con ella a no hacer nada, pero tampoco me quejaba si nos tocaba noche de arrumacos.
               Ignorando las quejas de mis costillas, a las que aún no les había permitido comenzar a recuperarse, me puse de costado para poder mirarla. Sabrae me daba la espalda, con sus rizos derramándose sobre la almohada y el colchón, igual que una cascada mitológica en la que no me sorprendería encontrar ninfas. Sus hombros subían y bajaban al compás de su respiración, tenía los pies entrelazados debajo de las sábanas, con la punta de un pulgar tocándome la rodilla, asegurándose de que siguiera allí…
               … y una mano alargada en mi dirección, buscando la mía, abandonada a su suerte ahora que yo me había movido y la había soltado nada más despertarme.
               Porque ah, sí. Ésa era una costumbre que los dos habíamos comprobado despertándonos a horas distintas: nos buscábamos en sueños. Siempre, siempre, siempre teníamos que estar en contacto. Necesitábamos tocarnos en todo momento, ya fuera rodeándonos con los brazos, apoyando la nariz en la espalda o el hombro del otro, pasándonos una pierna por encima o, en los casos más extremos en que nos ofrecíamos distancia y a la vez necesitábamos cercanía, nos cogíamos de la mano sin tan siquiera darnos cuenta. Los dos habíamos comprobado un par de mañanas ese pequeño gesto nuestro, pero siempre habíamos pensado que se trataba de una artimaña del otro al despertarse a solas en medio de la noche, hasta que un día yo lo comenté desayunando y Sabrae me dijo que creía que era algo que hacía cuando me despertaba al amanecer.
               -Cuando me he despertado esta mañana, ya nos estábamos cogiendo de la mano-contesté, y ella parpadeó despacio.
               -¿Y te has despertado antes a lo largo de la noche?
               -No. ¿Y tú?
               Sonrió, una sonrisa amplia extendiéndose por su boca con la seguridad con la que el verano se asentaba sobre Mykonos.
               -No.
               Yo me había acercado la taza a los labios y la había sostenido frente a estos para darle más énfasis a lo que estaba a punto de decir, como hacían en las pelis.
               -Somos material de fanfic, ¿eh?-bromeé, y Sabrae se había echado a reír. Por aquel entonces, Sabrae y sus amigas ya me habían instruido suficiente en el mundo de los famosos como para saber que muchas dedicaban sus ratos libres a escribir historias sobre sus ídolos en cualquier situación, aumentando aún más su leyenda.
               A pesar de que Sabrae se rió y se colgó de mi cuello para darme un beso con el que mostrarme su conformidad, sabía que, en el fondo, nuestra historia era demasiado épica para verse confinada a Internet. Deberían hablar de nosotros en libros con elaboradísima caligrafía plasmada a mano y que descansaran en las bibliotecas más prestigiosas y antiguas del mundo; nuestros nombres deberían estar entrelazados para siempre en el mármol, asentándose a los pies de las estatuas más visitadas de los museos que las albergaran o adornando las paredes de los templos más sagrados que hubiera levantado el hombre.
               Yo era la única persona que salía con la única diosa de la que había constancia de que hubiera pisado la tierra, así que mi glorioso amor se vería inmortalizado en los anales de la historia para que todos lo contemplaran por la receptora de ese amor.
               Uf… demasiada intensidad para un domingo por la mañana. Definitivamente, la resaca y Sabrae no eran una buena combinación. No, si no quería que el resto de la raza humana me tuviera envidia, quiero decir.
               Y, si a eso teníamos que añadirle el ingrediente secreto que Sabrae añadió a la mezcla a continuación, el peligro de que el mundo se rebelara y terminara asaltando mi habitación para arrebatarme esa suerte que estaba acaparando se multiplicó por un millón. Porque, cuando Sabrae notó que me había movido y que ya no estaba apenas en contacto conmigo, se revolvió en sueños, dándose la vuelta hasta quedar tendida boca arriba, y estiró la mano en mi dirección para volver a entrelazar sus dedos con los míos.
               En el proceso, sus pechos se asomaron por entre las sábanas, ofreciéndole al sol un regalo del que muy pocos habían disfrutado, a cada cual más indigno que el anterior: el de su torso desnudo.
               Me vi entonces catapultado a la noche anterior, arrastrado de vuelta a esa habitación morada con el sofá de cuero blanco en el que había sabido lo que era hacerlo con el amor de tu vida por primera vez. Cuando por fin empezamos a hacerlo, fuera toda clase de duda y aplazada toda conversación que pudiera disgustarnos o estropear ese momento de comunión de nuestros cuerpos, Sabrae se había movido debajo de mí, encima de mí, alrededor de mí, como una auténtica fiera. No sé si era por el alcohol, por la euforia de la noche, por la música de fondo, por estar de vuelta en el punto en que todo había empezado o simplemente por ella, que parecía más inspirada esa noche que en cualquier otra: el caso es que me encantó. Me volvió literalmente loco, haciéndome comer de la palma de su mano como ninguna mujer me había poseído antes.
               Había experimentado esa sensación de estupefacción absoluta desde la otra perspectiva, siendo yo el que sorprendía en lugar del sorprendido: cuando me metía dentro de las  chicas a las que acababa de conocer y les demostraba que el tamaño importa, cuando les comía el coño de una forma tan entusiasta que ellas se daban cuenta de que lo que tenían entre las piernas no era nada desdeñable, como sus novios les hacían creer, sino prohibido y delicioso; cuando les daba un atrevido pero delicado mordisco en el clítoris al estar a punto de correrse y les demostraba que el squirting no era una invención del porno, sino algo alcanzable para alguien con la suficiente maña.
               Siempre había sido yo el que abría las puertas a un nuevo nivel de placer, el que se aseguraba de convertirse en la fantasía con la que todas soñaban mientras sus novios ya no las satisfacían después de conocerme, el que redibujaba las fronteras del apetito sexual cuando me quitaba los pantalones.
               Nunca me había tocado ser al que llevaban al otro lado del velo, al que le quitaban la venda y le mostraban el cielo. Pero, esa noche, Sabrae y yo nos intercambiamos los papeles: pasó de ser alumna a maestra, de descubrir a enseñarme, de entrecerrar los ojos ante la luz a invocarla ella misma.
               La presión que ejercía en mi polla era deliciosa. La manera en que su cuerpo se adaptaba al mío era fascinante. Esa mezcla de ligero dolor y placer la hacía más salvaje, más erótica de lo que la había visto nunca. Nunca se había movido así de bien, nunca me había follado con esas ganas. O, al menos, sobre aquel sofá.
               Todo su cuerpo estaba hecho de fuego, y yo me moría por comenzar a arder. No era un bosque ansioso por ver qué se sentía cuando el mundo me concedía una segunda oportunidad; ni siquiera era petróleo buscando algo que le diera sentido a mi existencia. Era un ave fénix, abrazando las llamas, presto a entregarme a la muerte, la única amante que me pertenecía en exclusividad.
               Y su muerte eran sus manos, sus piernas, sus labios, sus rizos, sus curvas, sus pliegues, sus pechos.
               Quería poseerla. Quería que me consumiera. Quería que hiciera conmigo lo que no había podido el duro asfalto de Londres o las afiladas esquirlas de la luna del coche que se me había echado encima. Que me destrozara. Que me hiciera renacer.
               Por eso me zambullí en ella con tanto entusiasmo, sin importarme las consecuencias. Estábamos solos, estábamos borrachos, y estábamos cachondos. Y, para colmo, estábamos desnudos. Estábamos follando, joder, y follando de lo lindo, como hacía mucho que no lo hacíamos.
               Me incliné hacia su cuello, sabedor de que no se me resistiría, de que me daría todo lo que yo le pidiera porque sabía que no renunciaba a nada realmente si me lo entregaba, ya que yo le pertenecía enteramente… y comencé a lamer su piel perlada de sudor.
               JODER. Había pocas cosas que me pusieran más que el sudor de Sabrae.
               -Uf-gruñí sonoramente cuando mi lengua llegó hasta ese rincón entre sus tetas, que se bamboleaban arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo, mientras ella me montaba como a un semental salvaje que quisiera domar. Sabrae exhaló un gemido de placer, pero se echó a reír cuando yo repetí mi gruñido-. Uf, sí, joder. Dios.
               Hundí, literalmente, la cara entre sus tetas, abriendo la boca para abarcar cuanta más carne, mejor. Si no la habían hecho para que yo se las chupara, que no la hubieran hecho con las tetas grandes. Yo tenía una filia muy exagerada con ellas; los chicos decían que rayaba incluso en lo preocupante, pero a mí me daba lo mismo. ¿Qué tenía de malo ser un entusiasta de las tetas de las tías? Sólo las estaba usando como la madre naturaleza las había diseñado.
               Además, esa discusión sobre la preferencia de culos o tetas me parecía una pollada. Todos tenemos culos, pero las mujeres, que son claramente superiores, son las únicas con tetas. Es lo que las hace geniales. No importa el tamaño (o bueno, sí que importa, pero ya me entiendes; lo necesario es la presencia, y lo que adorna, la apariencia): donde hay tetas, hay alegría.
               Y yo estaba contentísimo.
               -¿Qué pasa, Al?-rió Sabrae, notándome más aturullado y más complaciente con sus senos de lo que solía.
               -Cómo las he echado de menos, joder-lloriqueé, a pesar de que había tenido ocasión de sobra de manosearlas, besuquearlas y morderlas la noche anterior. Mmm, mejor sería que no me pusiera a pensar en la noche de mi alta, o me correría con sólo recordarla-. No sé cómo coño voy a renunciar a esto.
               -Eso me pregunto yo-respondió ella, hundiéndome tanto en su interior que me dieron ganas de llorar. Era perfecta.
               Tan perfecta que era capaz de arrebatarme la cordura, aunque fuera por un momento.
               Estuve a punto de cometer un error garrafal pero, por suerte, tener la boca llena me salvó del desastre. De no haber estado tan desquiciado, habría recurrido al rinconcito de mi mente que todavía tenía un poco de raciocinio, y le habría suplicado a Sabrae la frase que ninguno de los dos quería oírme escuchar.
               -Ven conmigo a África.
               Sería una locura. Sería una locura y, a la vez, como buena locura, sería lo mejor que podría pasarnos en la vida. Ella y yo solos, alejados de todos los que nos conocían, sin ningún peso sobre nuestras cabezas más allá de nuestros nombres. Un sitio en el que no la conocieran, en el que no hubiera redes sociales ni tampoco fotos robadas, un lugar en el que pudiéramos hacer lo que quisiéramos, poseernos en selva virgen disfrutando de un sexo salvaje como no lo habían tenido dos seres humanos. Ella podría ocuparse de cosas más complicadas, gestiones, logística, o quizá ayudar en alguna aldea cercana con la escolarización de las niñas; me había informado bastante acerca de los servicios que podían requerir, y hacían falta profesores. Yo podría dedicarme a labores más físicas, poniendo de nuevo en marcha mi cuerpo y preparándome para rendir con lo que realmente me importaba: Sabrae. Construiría cabañas, cavaría acequias, arreglaría invernaderos, patrullaría por los rincones más amenazados de las reservas bajo un sol de justicia que doraría mi piel y la regaría con sudor y polvo.
               Cuando llegara de nuevo al campamento, Sabrae me estaría esperando. A pesar de que su trabajo sería distinto, ella también estaría sudada y sucia por el día. Nos apresuraríamos en cenar, una cena compartida por la que los coordinadores de la ONG nos estarían profundamente agradecidos, ya que tendrían el trabajo de dos por el gasto de uno. Luego, después de acabar mucho antes que nuestros compañeros, nos apresuraríamos a unas duchas de suelo de madera y agua caliente exclusivamente por el sol. No perderíamos el tiempo: nos quitaríamos la ropa el uno al otro, correríamos hacia el rincón más apartado, y bajo el chorro de agua ardiente por el calor del trópico, pondría a Sabrae contra la pared y la agarraría de las caderas.
               -Hueles a hombre-me diría ella cada día, poniéndome a mil.
               -A tu hombre-le respondería-. ¿Quieres disfrutarlo?
               Sabrae asentiría, los ojos ligeramente entrecerrados, su sexo palpitante y ansioso.
               -Fóllame.
               Nada de preliminares. Nada de jugueteos. Nada de vacilarnos el uno al otro. Estábamos lejos de casa, éramos incivilizados y lo único que nos diferenciaba de los animales salvajes entre los que trabajaríamos sería que nosotros llevaríamos ropa. No iríamos desnudos como ellos, muy a nuestro pesar.
               Joder, sería el mejor momento de mi vida. Un año entero de trabajo duro con el que pudiera encontrarme a mí mismo y a la paz que tenía que aguardarme por narices en mi interior, de ayudar a los demás, de hacer el mundo un poco mejor, y de sexo desenfrenado con Sabrae como recompensa por todo el cansancio del día. Acabaría agotado físicamente, pero psicológicamente no podría estar mejor, lo cual supondría una agradable diferencia.
               Sería prácticamente imposible que no dejara a Sabrae embarazada. Estadísticamente, incluso con los mejores métodos anticonceptivos, tendría que terminar sucediendo. Y, sin embargo, a pesar de cómo me había puesto cuando me dijo que tenía una falta, aquello ya no me pareció tan malo. El Alec de África no tendría nada que ver con el del hospital. Quizá, con suerte, Sherezade ya me hubiera conseguido la indemnización.
               E incluso si no era así, siempre tenía la experiencia del voluntariado, la paz de haber hecho lo correcto, la seguridad de que ya podía trabajar no para pagar a la WWF, sino para mis propios gastos. No tendría nada que guardar “por si acaso”, y podría gastármelo todo en ella. En ella y… en el bebé.
               Sería un buen padre. Ahora lo sabía. No me parecía en nada al mío, y quería a Sabrae con locura. Me esforzaba en cuidarla, en darle lo mejor, la ponía siempre por delante de mí, así que no me costaría hacerlo también con un hijo de los dos. Claire me había hecho verlo, y tenía razón.
               Era un buen amigo, un buen novio, un buen hermano y un buen hijo. También sería un buen padre. Lo llevaba dentro. Había bondad en mí.
               -¿Y si hereda lo que sea que mi hermano heredó de mi padre? ¿Y si yo también lo tengo pero, por lo que sea, en mí no se manifiesta, como un gen recesivo?-le había preguntado a Claire, hecho un manojo de nervios, cuando me arrinconó en aquella conversación. Ella había hecho clic con su boli un par de veces antes de posar las manos sobre sus piernas entrelazadas y constatar:
               -La maldad no se hereda, Alec. No hay ningún gen que vaya a hacer que tus hijos sean maltratadores. Pero sí hay algo que puedes transmitirle: el amor que sientes por su madre. Eso lo hará inherentemente bueno.
               Había sido una de las pocas cosas que Claire me había dicho directamente, en lugar de obligarme a llegar a esa conclusión yo solito (si acaso no era la única; yo no lo recordaba).
               Ya de vuelta en mi presente y sumido en mis pensamientos, seguí las líneas de la palma de su mano después de tirar un poco de la sábana para taparle el pecho y que así no cogiera frío. Me pregunté a qué edad seríamos padres, cuándo tendría ella pensado tener hijos, o si se había marcado siquiera una fecha. Sabrae no parecía de las típicas que se dejaban llevar y decían “que sea  cuando tenga que ser” en las cenas familiares, cuando le preguntaban. Era organizada, le gustaba tener planes, y le gustaba marcarse metas para conseguir lo que quería. Por eso precisamente me sentía tan afortunado de que hubiera decidido incluirme en su futuro: porque, a pesar de ser un accidente, no me había rechazado como hacía con lo que escapaba a su control, sino que me había acogido con los brazos abiertos, recibiéndome como quien recibe un día soleado cuando la previsión meteorológica vaticinaba tormenta.
               Como una sorpresa. Como un regalo llovido del cielo en forma de luz y no de agua.
               Escuché la respiración de Sabrae volverse irregular, más superficial, hasta que finalmente se despertó. Abrió lentamente los ojos, acusando la claridad del día, y frunció el ceño en busca de los muebles de su habitación, o de alguna referencia que le indicara dónde estaba.
               Y, entonces, me vio medio tumbado a su lado, con su mano junto a la mía y la boca curvada en una sonrisa bobalicona. Me la devolvió instintivamente.
               -Buenos días-gorgoreó por encima de su sueño.
               -Buenos días-ronroneé, tumbándome a su lado, más cerca de ella. Sabrae rodó para ponerse frente a mí y comenzó a acariciarme el brazo-. ¿Te he despertado?
               Negó con la cabeza.
               -¿Qué tal estás? ¿Cansado?
               -Sobreviviré.
               -La noche fue intensa-comentó, sospechando que le estaba quitando importancia a mi malestar general.
               -Ninguna noche lo es si no es intensa-respondí, pasándole la mano por el costado, descendiendo hasta sus caderas, todo por debajo de las sábanas, piel con piel. Ella sonrió-. Especialmente, si tú estás implicada.
               -Anoche me lo pasé genial. Disfruté mucho-se pegó a mí y se acurrucó contra mi pecho, buscando el calor que sólo mi cuerpo podía proporcionarle. Siguió la línea de la cicatriz central con un índice tímido que le dio un poco más de sentido a mi cuerpo.
               -Yo también.
               -Creo que tú, incluso, te tomaste todo un poco a pecho-se rió, posando los dedos sobre mi cuello y mi mandíbula.
               -¡Mira quién habla! Seguro que tengo la espalda llena de arañazos por tu culpa.
               -Mm, me pregunto de qué manera puedo pedirte disculpas-coqueteó, acercándose hasta, por fin, darme un beso en los labios. Me dejé llevar por ella y la calidez de su cuerpo, disfrutando de ese oasis de ausencia completa de dolor, notando sólo mi cuerpo allí donde ella lo tocaba, allí donde me corría la sangre enloquecida para ser todavía más sensible.
               No sé en qué momento me puse encima de ella; sólo sé que estaba metido entre sus piernas, completamente desnudo y a punto de cometer una barbaridad con ella, cuando le sonaron las tripas. Sabrae y yo abrimos los ojos, nos miramos desde la distancia y nos echamos a reír. Decidimos vestirnos y ser sociables, cumplir con nuestras necesidades más básicas y luego, si había suerte, seguir con ese instinto primitivo que nos empujaba a entremezclarnos.
               Sabrae hizo un mohín que me encantó cuando me puse una camiseta de manga corta por encima de los pantalones de pijama. Había notado el cambio que estaba pegando con el tema de las cicatrices, pero no podía echarme en cara que me vistiera para bajar a ver a mi familia por mucho que le apeteciera seguir mirándome el torso desnudo. Un torso que, según ella, seguía siendo igual de genial que siempre, a pesar de que fuera distinto y sólo tuviera su comparativa y no la de las demás. Estaba bastante seguro de cuál sería la opinión del resto de chicas londinenses, al igual que estaba seguro de que dicha opinión no podría importarme menos.
               Mi cuerpo sólo iba a disfrutarlo una mujer, y con que a ella le bastara yo tenía más que suficiente.
               Eligió no fingir con mi familia que no habíamos dormido desnudos y salió de mi habitación usando unos calzoncillos que me robó del primer cajón de la mesita de noche y una camiseta de pijama que le llegaba dos dedos por encima de la rodilla. La manera en que se balanceaba a un lado y a otro con su caminar hacía que no pudiera pensar en otra cosa más que en el hambre que tenía, y no precisamente de comida. ¿Siempre había sido así? Cuando no había pasado meses sin hacerlo con ella, ¿también había estado así de desesperado por poseerla? Incluso a pesar de la resaca y del cansancio, estaba más que dispuesto a cogerla en brazos y arrastrarla de vuelta a mi habitación, donde le demostraría que no teníamos necesidad más que de una sola cosa en la vida. Yo podía proporcionarle todo lo que ella necesitaba, si me dejaba.
               Trufas salió corriendo a saludar a Sabrae en cuanto llegamos al piso inferior, inundado por el delicioso aroma de la cocina de inducción a plena potencia. El olor a especias flotando en el aire me teletransportó de vuelta a todos los veranos, a mi infancia, a la sensación de que la tierra continuaba balanceándose como el mar después de pasarme toda la mañana nadando con mis amigos en las aguas cristalinas y templadas del Mediterráneo. Con el bañador aún mojado, me sentaría en una silla que crujiría sin importar el peso de quien la ocupara, listo para llenarme la comida del delicioso plato de verduras mezcladas con queso feta que Mamushka, o mamá, o mis tías, se hubieran pasado la mañana cocinando.
               La comida de Grecia me hacía feliz. Me recordaba a todos los días en que había sido ligero como una pluma, en que no había tenido preocupaciones, en que lo único que tenía que hacer cada día era disfrutar. Correr por la arena, jugar a vóley o a fútbol, bucear para recoger conchas, nadar junto a los peces, explorar las cuevas que la marea dejaba al descubierto, y pasarme las noches tumbado en las colinas jugando a redibujar las constelaciones.
               Ojalá pudiera incluir pronto a Sabrae en esos recuerdos. Ojalá pudiera pasear de la mano con ella, parándome a saludar a mis vecinas, presentándola como mi novia y haciendo que sonrieran cuando yo arrancara una flor de las macetas que tenían en las ventanas y se la pusiera en el pelo. Ojalá pudiera nadar con ella a la luz de la luna, hacerle el amor sobre la arena blanca, empujarla contra la pared de una cueva, o tumbarme a que me enseñara las constelaciones que Scott tanto se había esforzado en conseguir que nos memorizáramos.
               La necesitaba en Grecia, con un pañuelo atado en la nuca para controlarse un pelo del que siempre se escaparían unos mechones, con las pecas multiplicándose en su nariz, la piel cálida y dorada por el sol y los pies suaves y sin durezas por la acción de la arena.
               Tenía que hablar con Sher para ver cuándo creía que podríamos empezar con el juicio. Según le había dicho a mi madre, ya estaba encima de la demanda, preparando pruebas y documentación con la que iríamos contra Amazon. Sher tenía influencias y contactos; quizá pudiera hacer que me marchara a África con el juicio visto para sentencia, y así, tal vez, tendría el dinero en mi cuenta cuando regresara. Podría reencontrarme con Sabrae en Grecia. Sería genial.
               -¡Por fin os habéis levantado!-celebró mamá, levantándose de uno de los taburetes altos de la isla de la cocina y viniendo a saludarnos con un beso. Sabrae sonrió con timidez, leyendo perfectamente el mensaje que había entre líneas-. ¿Habéis dormido bien?
               -¿Habéis dormido algo?-replicó Mamushka, la encargada de los fogones en esta ocasión, en ruso. Arqueé las cejas en su dirección.
               -Dobroye utro-prácticamente espeté, asegurándome de que supiera que estaba lo suficientemente espabilado como para no sólo entenderla, sino también defender a Saab.
               -Dobroye utro-repitió Sabrae. Había conseguido enseñarle el suficiente ruso como para que supiera entender y dar los buenos días, algo que aplacó un poco, y sólo un poco, a Mamushka. Mi abuela asintió con la cabeza en dirección a ambos, y lo murmuró por lo bajo, como si el mero hecho de tener que saludarnos le molestara. De todas las personas de mi vida, ella era con diferencia la más contraria a que me fuera a África, y que mamá no me insistiera (porque sabía que de poco serviría) la tenía amargada, pero era lo que había.
               Eso sí, no tenía pensado permitir que se desquitara con Sabrae. Sabrae tampoco podía convencerme. A lo sumo, podía hacer que tuviera ganas de enviarle un correo a Valeria Krasnodar disculpándome por las molestias y lamentando informarle de que, finalmente, no podría ir al voluntariado. Ahora que me había imaginado cómo sería ir con Sabrae, me apetecía menos que nunca, pero no era momento de echarme atrás. Necesitaba aquello. Incluso antes de la terapia con Claire, sabía que me iría bien. Claire opinaba lo mismo: pensaba que me vendría bien tener una época de autodescubrimiento, si bien lamentaba que tuviéramos tan poco tiempo de margen para tratar de solucionar lo que llevaba dentro antes de que yo me fuera, pero confiaba en que la experiencia no dejaría de ser positiva para mí.
               Así que, si Claire me alentaba directamente a ir a África, mientras que Sabrae solamente lo toleraba, ¿por qué la ira de Mamushka se dirigía contra mi chica y no contra mi psicóloga?
               Para aliviar tensión, mamá dio los buenos días en griego, lo que hizo que Mamushka se girara y la fulminara con la mirada. Sabrae contuvo una risita de la que mi abuela no se enteró, de modo que la sangre no llegó al río, sino que sólo hubo un poco de tensión entre las dos matriarcas que había en casa.
               Por primera vez, me pregunté si mamá por fin habría conseguido que Mamushka accediera a venir a vivirse con nosotros. Tanto ella como mi tía le habían insistido aproximadamente dos millones de veces en que se mudara con una de ellas, o que, incluso, si quería, pasara una temporada con una, y otra temporada con otra. A Mamushka le vendría bien tener a su familia cerca, a sus nietos preocupándola, alguien capaz de cuidarla si se ponía enferma. Por supuesto, ella no quería ni oír hablar del tema.
               Y, sin embargo, ahí estaba. Se había mudado con nosotros cuando tuve el accidente para comprobar mi evolución y poder visitarme con más comodidad. Aunque no la ataba nada a Londres ahora que yo estaba bien, ahí seguía, y no había visos de que fuera a marcharse pronto.
               No me malinterpretes: quiero muchísimo a mi abuela y me encantaba que estuviera cerca de mí para poder cuidarla, es sólo que… bueno, en momentos en los que se ponía territorial conmigo, me volvía un poco egoísta y preferiría que hubiera algo más que unos cuantos tabiques entre ella y Sabrae y yo. Sabrae y yo no disponíamos de mucho tiempo, y preferiría que no nos lo amargara con miradas cargadas de intención y de reproche, en las que no disimulaba que le echaba la culpa de que fuera a marcharme de todos modos.
               -No comáis demasiado, ¿vale? La comida ya casi está. Podrías aprovechar para poner un poco de orden en tu habitación, Al-me instó mamá, y yo asentí con la cabeza. No había hecho nada ni el viernes ni el sábado, así que podía dar gracias de que mamá se hubiera sujetado y no hubiera protestado por tener la mitad de la ropa aún metida en las bolsas en las que las habíamos traído del hospital. Me habría gustado que me diera de margen hasta mañana y poder descansar todo el fin de semana, pero sabía lo maniática que era, así que agradecía el voto de confianza que había depositado en mí.
               Además, a Sabrae le encantaba que todo estuviera ordenado, así que si no se había quejado aún, pronto lo haría. Mejor sería que me ocupara de mi habitación cuanto antes.
               -Ya he avisado a Sher, Saab-informó mamá, volviendo a la mesa, donde estaba pelando unos tomates cherry que terminaría mezclando con aceite, especias y queso para hacer una ensalada caprese. A pesar de que la receta era italiana, el intercambio cultural que había entre el país del Coliseo y el del Panteón era tal que nuestra gastronomía se confundía. Eso sí, al menos a nosotros no nos asociaban directamente con las pizzas-. Te vas a quedar a comer.
               -Genial, gracias. Huele que alimenta, por cierto-alabó mientras yo buscaba un paquete de cereales. Sabía que comía eso cuando no tenía mucha hambre o iba pillada de tiempo, por ejemplo, porque tenía que ir al instituto. A mí me serviría cualquier cosa.
               -¿Te gusta la comida griega, niña?-preguntó Mamushka, tratando de ser amable con ella en un gesto que la honró. Ojalá pudiera dejar de tenerle tirria durante dos segundos, así se daría cuenta de lo increíblemente buena que era mi chica.
               Sabrae se encogió de hombros.
               -Creo que nunca la he probado, es decir…-miró a mamá con indecisión-. Me he quedado un par de veces a comer y algo siempre había, pero sólo platos griegos…
               -Sí que le gusta, sí-la atajé yo, sentándome en un taburete al lado de mamá y alzando las cejas varias veces a toda velocidad. Sabrae frunció el ceño sin pillar la broma, pero Mamushka estaba más espabilada que ella. Habiéndolo pillado al vuelo, comenzó a insultarme sin perder ni un segundo: que si cómo me atrevía, que si no me daba vergüenza, que si me había olvidado de que mis raíces griegas apenas eran brotes, que si no me daba cuenta de que por mis venas corría la sangre de los antiguos zares, que si así me parecía que estaba a la altura del trono que me habían arrebatado y que esperaba de corazón que recuperara algún día, que si no la quería ni un poco, porque la despreciaba de una manera insoportable pensándome griego antes que ruso; que si era tan desvergonzado como para ignorar el hecho de que yo había empezado a hablar ruso antes que griego, e incluso antes que inglés…
               -No es nada contigo, tranquila-aventajó mamá al ver la cara de susto de Sabrae, que no sabía dónde meterse por la forma en que mi abuela me estaba chillando en ruso una retahíla de sonidos que, para ella, sonaban más bien a una invocación demoniaca.
               -Tu abuela me detesta-comentó ya saliendo de la cocina, dirigiéndonos a mi habitación.
               -No te detesta. Te tiene envidia porque mi abuelo no estaba tan bueno como lo estoy yo.
               -De algún sitio habrás tenido que sacar esa cara.
               -De una pieza de mármol. A mi madre le costó mucho perfeccionarla-me acaricié el mentón con el dorso de la mano y se echó a reír.
               -Creía que le había caído bien cuando fuimos a Mánchester-murmuró, apenada, haciendo que su mano saltara por el pasamanos de las escaleras. Me dieron ganas de achucharla.
               -Claro que le caíste bien, nena. Te llama “la pequeña emperatriz” cuando no estás. Es que ella es así. Es un poco borde cuando te tiene delante, pero luego te defiende, como las leonas, ¿sabes? Es imponente, pero para todo el mundo, no sólo para ti. Ya ves que a mí también me da caña. A mí más que nadie, de hecho.
               -Se nota que te quiere mucho.
               -A ti también. Eres de la familia.
               -No estoy tan segura-se encogió de hombros, pasando delante de mí cuando yo la invité a entrar en mi habitación.
               -Para mí sí-sentencié, cerrando la habitación con el talón. Yo también me encogí de hombros, ya que no sabía qué decirle más que aquello: sí, vale, mi abuela era una borde con ella, quizá más que conmigo, pero no quería que se preocupara por eso. Ya me comería yo la cabeza pensando cómo hacía para que Mamushka cambiara su actitud con ella. Sabía que no era mucho, pero no podía ofrecerle más. No quería mentirle.
               Pero ella no lo necesitaba. Se giró como un resorte, una bailarina huida de su ballet principal porque no la comprendían, porque no le dejaban la libertad artística que necesitaba,  y salvó la distancia que nos separaba con un par de zancadas rápidas. Antes de que pudiera darme cuenta, me tenía contra la pared, y se estaba poniendo de puntillas para darme un beso con el que agradecerme que fuera un ser humano medianamente decente y un novio dispuesto a protegerla. Sonreí contra su boca cuando sus labios encontraron los míos, y le puse las manos en la cintura.
               -¿A ti te parece que, con lo poco que he desayunado, puedo ocuparme de ti?
               -Tenemos que aprovechar tu último día de libertad-respondió. Le di una palmada en el culo.
               -Creo que confías demasiado en que vas a ganar esta guerra, nena. ¿Cómo piensas conseguir ponerme firme? Porque, si mal no recuerdo, ayer estabas segura de que sabrías manejarme bien, y acabaste gimiendo como una perra debajo de mí.
               -Te pondrás a estudiar, ya lo verás.
               -¿Fijo? Y ¿qué pasa si no lo hago?
               -Me odiarás más que tu abuela.
               -Mi abuela no te odia.
               -Bueno, entonces me odiarás a secas. No habrá sexo.
               Me la quedé mirando. Estaba sonriendo, flirteando, pero sabía que iba en serio. Y, a pesar de todo, la idea de que fuera capaz de negarme el sexo, especialmente ahora que habíamos pasado tanto tiempo sin disfrutar de él, me parecía espectacularmente cómica.
               -Ya lo veremos-respondí, dejando un reguero de besitos por su piel.
               -Hombreeeee, que si lo vamos a ver-contestó, alargando tanto la última vocal de la primera palabra que casi la convirtió en una palabra nueva-. Ya verás cómo espabilas cuando se te acabe el cachondeo.
               -Yo disfruto practicando sexo oral, Sabrae. A ver cómo me quitas eso.
               -Es que no va a haber sexo de ningún tipo-sentenció, y yo no pude evitar echarme a reír.
               -Ay, madre mía. No te lo crees ni tú-le coloqué un mechón de pelo tras la oreja y le di un beso en la frente-. Cuando me pongo goloso, a si te salen disparadas las bragas. ¿Dónde piensas encerrarme para que estudie, por casualidad? ¿En una mazmorra? ¿Quizás la biblioteca? Ya sabes que yo soy muy morboso y me da absolutamente igual que me vean. Tengo experiencia haciéndolo en sitios públicos-le guiñé un ojo, confiando en que pillaría la referencia. Efectivamente, así fue: un delicioso rubor tiñó sus mejillas cuando recordó el día en que había empezado todo entre nosotros, un día de cuya importancia yo tardé años en enterarme.
               -Perdona-replicó, dándome un ligero empujón para ponerme del todo contra la pared-, pero que tú no vayas a tener sexo no significa que yo no lo vaya a tener. Soy muy buena masturbándome.
               -¿Me dejarás mirar?
               -¿Te conformarás con mirar?
               Me eché a reír, me pasé una mano por el pelo y la miré. Se le dilataron las pupilas ante mis ojos, y se mordió el labio. Dio un paso hacia mí, dispuesta a seguir con lo que estábamos haciendo, pero me escabullí en el último segundo y me escapé hacia el centro de la habitación. Sabrae se quedó ahí, de puntillas, a punto de besar al aire, y exhaló un gemido de frustración.
               Me senté a los pies de la cama mientras ella me fulminaba con la mirada. Me eché a reír, y su ceño se volvió todavía más profundo.
               -¿Seguro que serás capaz de mantenerme firme?
               -Creo que subestimas mi fuerza de voluntad. Sé controlarme mejor que tú.
               -¿Fijo?-respondí, jugueteando con la funda nórdica-. Porque, si mal no recuerdo, me odiabas a muerte hace un par de años, y eso no te impidió tener tu primer orgasmo en la vida pensando en mí.
               -Del amor al odio hay un paso, y te lo voy a demostrar-aseguró, pegando la pared a la puerta y cruzando los pies. Se mantuvo en perfecto equilibrio sobre el dorso de sus plantas, y alzó las cejas, aguantándome la mirada como una campeona-. ¿Sabes? De verdad tenía la intención de dejarte hoy como día de descanso, pero si quieres empezar a sufrir ya…
               -No me insultes, Sabrae. No sabes el sufrimiento que me causa no tener ahora mismo tus tetas en mi cara.
               Sonrió y, ni corta ni perezosa, se quitó la camiseta y avanzó contoneándose hacia mí. Noté cómo mi mente se nublaba con la vista de su torso desnudo, y se me hizo la boca agua al ver sus pezones duros y erectos. Mi polla respondió a la llamada de su cuerpo como si de un cuerno ancestral cuyos vestigios estuvieran enterrados en mi ADN se tratara.
               Gemí cuando se sentó sobre mí y, apartándose el pelo de los hombros, aprovechando no sólo para despejar sus tetas sino también para ofrecérmelas con ese gesto, ordenó:
               -Aprovechemos tu último día de libertad. 
               Si algo nos definía a los tíos, era nuestra capacidad de meter quinta desde punto muerto cuando se trataba de sexo. Y yo, como buen tío que era, dejé volar mi imaginación. Hundiendo los dedos en la carne de Sabrae, disfrutando de la consistencia de sus curvas y la deliciosa sensación de su peso corporal sobre mi regazo, me dejé llevar como siempre hacía cuando la tenía tan cerca.
               Le comí la boca como estaba mandado, la manoseé todo lo que me apeteció, hice que disfrutara y le di sentido a todos y cada uno de los milímetros que la componían, recordándole que, ante todo, por mucho que fuera una diosa, había adoptado un cuerpo humano y por lo tanto me dejaba disfrutarla como a un ser terrenal. Y qué ser. Se entregaba a mí con las ganas de una doncella que se ha casado con su príncipe azul, y que ha leído infinidad de libros de tapas en tonos gloriosos el momento en el que empezaría su vida adulta, su noche de bodas.
               Debería haber sospechado algo cuando en ningún momento hizo amago de quitarme la ropa, sino que fui yo el que se desnudó: dado que me molestaban la camiseta y los pantalones, me deshice de ellos con la poca ceremonia de las escenas de sexo en las películas de acción. A los tíos no nos iban tanto los fuegos artificiales y la preparación como a las tías, o al menos así era en la ficción. Si necesitábamos algo, lo necesitábamos ya. Si estábamos cachondos, nos desnudábamos ya.
               Con eso pretendía jugar Sabrae. Porque, en cuanto estuve desnudo y con un condón entre los dedos, a punto de rasgar el envoltorio para ponérmelo y hacernos disfrutar a ambos, se levantó.
               -Uy-dijo, pasándose una mano por la frente de una forma exageradamente teatral. Me recordó a las mujeres de época que se desmayaban dentro de sus vestidos llenos de parafernalia cuando eran las protagonistas de un escándalo social. La tía consumía demasiados dramas victorianos, no sólo por lo teatrera que era, sino por lo mucho que había aprendido de ellos-. Acabo de darme cuenta de que los preliminares cuentan como sexo, así que esto también se acabó.
               La fulminé con la mirada, con la polla medio al aire, totalmente empalmada.
               -Pero mira que eres zorra.
               Se echó a reír con maldad, y se inclinó a darme un casto beso en la mejilla con el que me dejó muy claro que no iba a permitirle tocarla como yo quería hasta que no le diera lo que ella deseaba.
               -En el fondo, me lo agradecerás.
               -Ya. Oye, bombón, por curiosidad, ¿cuándo va a ser eso, exactamente? ¿Cuando me dé un trombo por la cantidad de sangre que tengo acumulada en la polla?
               -No seas tan respondón, sol. Sabes que lo hago por tu bien-me abrazó la cabeza, dejando peligrosamente cerca sus pezones de mi boca, y me dio un beso en el pelo. Luego, me dio una palmadita en la nuca-. Venga. Tenemos mucho que hacer. Tal vez, después de comer, si te portas bien…
               -Si me porto bien, ¿qué? ¿Te quitarás las bragas, te abrirás de piernas, y me obligarás a echar una partida de backgammon?
               -No sé jugar al backgammon.
               -Yo podría enseñarte. No sería lo primero-coqueteé, paseando la mano por sus piernas. Sabrae se echó a reír, me dio un manotazo y prácticamente bailó hacia la bolsa de deporte que no me había molestado aún en deshacer. Creí que se había adjudicado a sí misma el organizar mi armario, pero sólo lo hizo para encontrar ropa con la que irse a su casa esa tarde. No estaba seguro de qué estaba buscando hasta que no sacó un vestido de nido de abeja blanco con estampado de minúsculos limones.
               -¿Cómo ha llegado eso hasta ahí?
               -Lo dejé en el hospital por si había una emergencia. No pretenderías que la primera impresión que alguien importante tuviera de mí fuera con el uniforme del instituto, ¿verdad?
               -¿A quién esperabas ver tú en el hospital?
               -Confiaba en que Abel viniera a verte.
               -¿Quién coño es Abel?
               Sabrae me miró.
               -The Weeknd-dijo, como si fuera subnormal. Abrí la boca y la cerré.
               -Ah. Y ¿por qué coño iba a venir The Weeknd a verme? Está de gira. Además… a ti ya te conoce-la fulminé con la mirada-. ¿De qué primera impresión hablas?
               -Dicen que está saliendo con una rapera nueva. Me gusta su rollo.
               -¿Y te ibas a presentar a una tía que seguramente hable de su coño a veinte sílabas por segundo con un vestido de limones?
               Sabrae suspiró.
               -Vale, bueno, quizá pensé que había posibilidades de que alguien de tu familia paterna viniera a visitarte después de lo que pasó con Aaron y Brandon, así que…-se encogió de hombros-. Sé que te preocupa que parezca demasiado pequeña o desvalida, y no quería ponerte las cosas más complicadas de lo que ya las tenías.
               Me quedé callado un rato, y Sabrae al principio no se movió. Sin embargo, cuando vio que yo no hacía amago de decir nada, sino que me sumía más y más en mis reflexiones, se metió dentro del vestido y se hizo una cola de caballo de la que se soltó dos mechones de pelo.
               Le importaba mi familia. Le importaba que tuvieran una buena impresión de ella incluso si no sabía si me llevaba bien con ellos. No quería arriesgarse a ponerme en una mala situación con mis abuelos paternos, a los que no sabía que llevaba sin ver años. Sin embargo, sí que habían venido a verme los padres de Dylan, con quienes sí me llevaba y que sí me querían. Puede que fuera absurdo que Sabrae se preocupara por la opinión de los padres de mi padre, pero no era tanto que quisiera causarles una buena impresión a los padres de mi padrastro.
               -No veo a mis abuelos casi desde que Aaron dejó de vivir en casa. Estoy seguro de que no se acuerdan de mí y, sinceramente, tampoco me acuerdo de ellos. Así que no te preocupes, porque no es ningún drama-me encogí de hombros-. Evidentemente, tengo relación con los abuelos de Mimi. Para ellos, yo también soy su nieto. Y ellos me tratan muy bien.
               -Nunca me habías hablado de ellos, así que supuse que habría…
               -No hay nada raro. Ni tampoco con Mamushka-me giré en la cama y palmeé el colchón a mi lado para que se sentara junto a mí, y Sabrae se posó sobre la funda nórdica con la gracilidad de una mariposa. De nuevo, entrelazó los pies por los tobillos, las rodillas orientadas hacia mí. Me cogió la mano y me dio un apretón cuando me vio hacer una mueca al darme cuenta yo de que estaba directamente frente al espejo, y la comparación dejaba un claro vencedor-. Créeme, sé que parece que te lo digo para que te relajes y no pienses en ello, pero Mamushka te quiere. Y mis abuelos lo harán también cuando te conozcan. No ha surgido la ocasión de que os crucéis porque vinieron a verme siempre por las mañanas, y tú tenías clase, pero si te apetece conocerlos, te puedo llevar un día a comer con ellos. ¿Qué te parece?
               -¿Crees que les gustaré?-preguntó, colocándose con nerviosismo un mechón de pelo tras la oreja y mordiéndose el labio.
               -Si llevas ese vestido, sí.
               Sabrae sonrió.
               -Lo digo en serio, nena. Te adorarán igual que lo hago yo. Igual que lo hace Mamushka. Es sólo que Mamushka es un poco… peculiar.
               -No sé qué he hecho mal con ella, Al. En Mánchester fue simpática conmigo, pero ahora…
               -Ella no quiere que me vaya a África-revelé, y Sabrae me miró con ojos como platos.
               -Yo tampoco quiero que te vayas.
               -Lo sé.
               -Pero no me queda más remedio que aceptarlo.
               -Eso también lo sé. Pero ella piensa, no sé por qué, que deberías enfadarte conmigo o algo por el estilo por no querer posponerlo.
               -Si creyera que existe la manera de convencerte para que te quedaras, créeme que lo haría.
               -Existe. Podrías pedírmelo-le di un beso en el dorso de la mano y Sabrae me acarició el pulgar con el suyo.
               -Pero quedarte no es lo que tú quieres.
               Yo lo que quiero es estar contigo, pensé, pero fui lo suficiente hombre como para no decírselo. No podía cargar aquel peso sobre los hombros. Además, haría que el accidente no tuviera ningún sentido. Si ahora renunciaba al voluntariado, habría hecho todo el trabajo extra para nada; tiraría a la basura cada minuto en que no hubiera estado con ella por estar trabajando.
               Todos habríamos sufrido para absolutamente nada.
               Y me haría bien. Claire me había dicho que me haría bien.
               Entonces, si me había dicho que me haría bien y era la única manera de darle sentido a tanto dolor, ¿por qué no paraba de planteármelo? ¿Por qué no hacía más que imaginarme a Sabrae allí conmigo para poder convencerme a mí mismo de que estaría mejor en Inglaterra, a su lado?
               ¿Por qué me empeñaba en hacerme ver que Sabrae me necesitaba más que los animales en peligro de extinción?
               Porque es verdad.
               -Te hará bien marcharte-me dio un beso en el hombro y luego apoyó en él la mejilla, y sentí su respiración acariciarme el brazo y el torso como no lo hacían sus manos-. Nos echaremos horriblemente de menos, pero te hará bien marcharte. Por eso no quiero pedirte que te vayas. Por eso quiero pensar lo mínimo posible en África. Lo siento por tu abuela si cree que yo puedo hacer algo, pero no quiero ponerte entre la espada y la pared. No quiero obligarte a elegir entre los planes que llevas haciendo toda la vida y yo, Al.
               -Tú eres los planes que llevo haciendo toda la vida, Saab. Es sólo que no me había dado cuenta de que en ellos había un espacio en blanco hasta que no lo rellené con tu nombre.
               Sus ojos se cubrieron con una película de felicidad que los volvió más brillantes. Sentí que algo se deslizaba por la cara interna de mi brazo, y tardé un poco en darme cuenta de que no eran la yema de sus dedos, sino sus lágrimas.
               Me giré para darle un beso en la cabeza, y de paso aprovechar para inhalar el perfume a manzana de su champú. Cerré los ojos, proyectando este momento en el futuro, deseando tener tan buena memoria como para poder oler ese aroma incluso en medio de la sabana, cuando a Sabrae y a mí nos separaran seis mil kilómetros.
               -Ojalá pudiera ser de otra manera, mi amor.
               -Será como tenga que ser-sorbió por la nariz, limpiándose con el dorso de la mano. Susurró un tímido “gracias” cuando yo le alcancé un pañuelo de una caja que estaba ahí para cualquier cosa menos para sus lágrimas-. Y, en el fondo, soy egoísta-continuó, esbozando una sonrisa pícara que no ascendió hasta sus ojos-. Una de las razones por las que quiero ayudarte a estudiar, es porque así tendré una excusa para pasar tiempo contigo sin sentirme mal.
               -Tú no necesitas una excusa para pasar tiempo conmigo, nena. Eres mi novia.
               Se estremeció de pies a cabeza al escuchar esa palabra, pero no en el mal sentido.
               -Qué bien suena-se lamentó-. No sé por qué tardé tanto en dejarte usarla conmigo.
               -Porque eres boba.
               -¡Oye!-se rió, dándome un manotazo en el costado. Me eché a reír, y tras darle una palmada en los riñones, se levantó y se puso a ayudarme a deshacer las maletas, seguramente fantaseando con que haría eso cuando preparara el equipaje para marcharme al voluntariado.
               Le dije que no hacía falta que me ayudara, que podía hacerlo yo solo, pero me respondió que así se sentía mejor, y que también me ayudaba a aprovechar el tiempo. Lo cierto es que tenía razón: con su ayuda, tardaría menos de la mitad, y podríamos echarnos en la cama a manosearnos y darnos mimos a partes iguales mientras esperábamos a que mamá y Mamushka terminaran con la comida.
               Dado que había pasado en mi habitación más tiempo que yo esos últimos meses, ella se ocupó de ordenar la ropa Dios sabe cómo en mi armario mientras yo me paseaba de un lado a otro de la habitación, dejando en su sitio las cosas que me habían traído para entretenerme. Me fijé en que había cambiado completamente la ropa, organizando las prendas por tipo y luego, por color. Mi armario parecía un arcoíris ordenado, con las chaquetas de invierno primero; luego, las sudaderas; a continuación, las camisas, y por último, los vaqueros. Todos en una perfecta escala de color que harían llorar a cualquier diseñador.
               ¿Cómo se suponía que encontraría ahora la ropa ahí? Estaba acostumbrado a mi caos, y ella acababa de mostrarme su orden, mucho más razonable y, a la vez, imprevisible.
               -¿Me he pasado?-preguntó al ver mi expresión estupefacta, y estaba tan rica, de puntillas para colocar una camisa en su lugar, con la falda ligeramente levantada y dejándome ver el principio de sus muslos, que no pude echarle la bronca por haber convertido mi habitación en suya.
               -Parece que vayas a presentar a mi armario a un concurso de decoración.
               -Ésa era la idea-sonrió, aliviada de que no me lo tomara a mal-. ¿Quieres que lo deje como estaba? Tengo fotos en el móvil del estado anterior, por si lo prefieres.
               -¿Por qué será que no me extraña?-pregunté, tirando del cajón de debajo de la cama y sacando con cuidado las cosas de su interior. Sabrae acudió a mi lado y me puso una mano en la espalda, sintiendo los bultos de mis vértebras, mientras depositaba cuidadosamente la caja con la chaqueta de boxeo al fondo del todo.
               -¿Crees que podré enmarcar la mía? Me da miedo que se estropee, pero quiero tenerla a la vista.
               -Sergei tiene algunas enmarcadas en el gimnasio. Si quieres le preguntamos adónde las llevó para que te lo hagan a ti también.
               -Vale-sonrió, y una vocecita en mi cabeza me animó a lanzarme a la piscina. Es el momento, me susurró.
               -Esto, Saab… quiero hablar contigo de una co…-empecé, pero ella me cortó.
               -¿Por qué guardas eso?-preguntó, señalando el pequeño trozo de plástico que tenía entre los dedos. Ni siquiera me había fijado en que lo había cogido; lo había hecho por pura inercia.
               Bajé la vista de nuevo hacia la palma de mi mano y me quedé mirando la pulserita azul con la etiqueta identificativa con mi nombre y el código que usaban para tener a mano todo mi historial, por si acaso hacía falta.
               ALEC T. WHITELAW.
                0-. 05/03/2017.
               Me di cuenta de que Sabrae no se atrevía a tocarla, como si fuera el cadáver de una alimaña que transmitiera una infinidad de enfermedades. Pasé los dedos por la pulsera, sintiendo los agujeritos de plástico para volverla ajustable. Me había acostumbrado tanto a ella a lo largo de mi estancia en el hospital que ni me había dado cuenta de ellas.
               Para ambos, representaba una de las épocas más dolorosas de nuestras vidas. Y, con todo, no podríamos tener perspectivas más distintas: mientras que ella preferiría enterrar para siempre mi estancia en el hospital y olvidar todo lo que había sufrido en ella (mis crisis de ansiedad, la visita de mi padre y mi hermano, mi obcecación con que no era bueno para ella y debíamos dejarlo), yo quería tener algo que me recordara que aquello había sido real, que había sobrevivido.
               Había tenido crisis de ansiedad, sí, pero había aprendido a controlarlas.
               Mi padre y mi hermano habían venido a verme, sí, pero por fin habían salido definitivamente de mi vida.
               Me había emperrado en que Sabrae y yo no debíamos estar juntos, vale, pero ella me había hecho ver que me equivocaba, y ahora jamás la abandonaría.
               Y había algo con lo que ella no contaba.
               -Es especial. Me traerá recuerdos en el futuro.
               -Sí, de malos tiempos-contestó, torciendo la boca.
               -Me dijiste por primera vez que me querías llevándola puesta-sonreí, mirándola desde abajo-. No fueron tan malos.
               Parpadeó, pensativa, y luego terminó sonriendo. Vi cómo asentaban en ella las mismas conclusiones a las que había llegado yo para querer conservar la pulsera, pétalos de cerezo que caían sobre un estanque y dibujaban órbitas perfectas cada vez mayores a su alrededor. Todo lo que tuviera que ver con nosotros dos juntos sería inherentemente bueno, independientemente de lo que sucediera. Sí, de acuerdo, habría preferido que su sí hubiera sido en otras circunstancias, pero lo importante es que lo había conseguido, y Sabrae había hecho perfecto el momento con tan sólo aceptar pasar al siguiente nivel. Después de todo, lo que importa de la comida no es el proceso, sino el resultado final. Lo mismo sucedía con nosotros dos: por mucho que nos gustara recorrer el camino que nos hubiera reservado el destino, lo que realmente nos importaba y por lo que realmente queríamos luchar no era ese camino, sino la meta a la que pretendíamos llegar.
               Por eso África no importaba. Por eso mi accidente no importaba. Por eso no importaría el tiempo que estuviéramos separados: volveríamos sin remedio el uno al otro. Si nos peleábamos, nos reconciliaríamos; si nos gritábamos, nos perdonaríamos; si nos empujábamos, nos acercaríamos de nuevo. Así éramos nosotros, las únicas piezas que encajaban a la perfección la una con la otra, lo único que le daba un sentido completo al ser del otro.
               Díselo. Díselo, Alec. Ahora era el momento, siempre sería el momento. No podía tenerlo escondido en mi pecho durante mucho más tiempo.
               Se inclinó para darme un beso en los labios, y cuando se separó de mí, me senté en la cama.
               -Nena, necesito que hablemos de una cosa.
               Parpadeó, confusa, pero no opuso resistencia ni mostró duda. Se sentó a mi lado y esperó con las manos sobre los muslos, en el mismo gesto que había puesto yo sin notarlo. Recordé las sesiones con Claire, lo que había aprendido de mí por mi lenguaje corporal, y lo que me había enseñado de éste sin pretenderlo. Estaba tratando de ordenar sus ideas.
                Sabrae esperó con paciencia a que yo hablara, mirándome fijamente, pero sin ningún atisbo de oposición ni de desafío. Había genuina curiosidad en su mirada, pues realmente no sabía por dónde podía salirle yo.
               -Vale, antes de contártelo, necesito que me prometas que mantendrás una actitud abierta y que me dejarás terminar de hablar, ¿de acuerdo? Necesito que me lo prometas-insistí, y ella asintió con la cabeza, cautelosa-. Vale, sé que no te va a hacer mucha gracia, y realmente no sé cómo decirlo para amortiguar el golpe, si es que… se puede considerar… que es un golpe. O que hay manera de amortiguarlo. Sólo quiero que sepas, antes que nada, que soy perfectamente consciente de mis limitaciones, y que trabajo siempre teniéndolas muy presentes. ¿Vale?
               -Vale.
               -Vale-suspiré, pasándome las manos, que me sudaban, por la piel de los muslos. Tomé aire y lo expulsé varias veces, notando cómo mis costillas crujían dentro de mí por el sobreesfuerzo. Seguramente aquello no fuera una buena idea, teniendo en cuenta lo que iba a decirle, pero necesitaba rebajar mi frecuencia cardiaca, así que…-. Vale-repetí.
               -Alec, me estás asustando un poco. ¿Qué pasa? ¿Te ocurre algo malo?-me puso una mano en el brazo, toda ojos de repente.
               -No, no. Es sólo que… no quiero asustarte. Ni que te preocupes. Estoy mejor de lo que piensas, ¿sabes? Sé que te saco la vena maternal y protectora, y te agradezco mucho lo mucho que te preocupas por mí. Sé que significa que te importo, pero… por favor, tómatelo con tranquilidad.
               -Dios mío, Alec, dímelo de una vez-me pidió. Asentí con la cabeza, tragué saliva y solté a bocajarro:
               -He vuelto a boxear.
               No me atreví a mirarla, sino que clavé los ojos en un punto en la pared, procurando evitar el espejo frente a mí. Más me valía moverlo de sitio si no quería pasarme los días torturándome con la imagen de lo que había sido antes y lo que era ahora, un juego morboso de encontrar las siete diferencias hecho para que hasta un bebé fuera capaz de resolverlo en segundos.
               Que no la mirara no significaba que no la sintiera a mi lado. Sabrae se puso rígida automáticamente, y sus dedos se convirtieron en ganchos en torno a mi piel. Allí donde antes había tranquilidad, ahora brillaba el autocontrol. Estaba tratando de procesar lo que acababa de decirle, seguramente algo tan surrealista e inesperado que no era capaz de desgranar el significado de los sonidos que habían emitido mis cuerdas vocales.
               Sé un hombre, me dije. Sé un hombre, sé un hombre, sé un hombre. Mírala. Mírala, mírala. Te necesita. Mírala.
               La miré por el rabillo del ojo, pero tuve que girarme para comprobar que sus ojos no estaban fijos en mí. Sabrae miraba a algún punto entre mis ojos y mi nariz, pero no había establecido contacto visual estrictamente hablando. Era como si estuviera en shock, mirando algo más allá de mí, en otro plano astral, quizá.
               -Sabrae-dije, y sus ojos me enfocaron. Parpadeó rápidamente, abrió la boca…
               … y, antes de que ella dijera nada que me hiciera darme cuenta de que era un imbécil, comencé a hablar atropelladamente.
               -Escucha, sé que te preocupa mucho que puedan volver a hacerme daño y que mi estado de salud no es lo que era cuando dejé de ir al gimnasio, pero realmente necesito hacer esto. Necesito volver a boxear para recuperar a la persona que era antes del accidente, porque esa misma persona fue la que decidió irse a África y la que sería capaz de enfrentarse sola a un año alejada de todo lo que le importa: mi madre, mi hermana, mis amigos, tú… no podría marcharme de aquí sabiendo que no estoy al cien por cien, o que no tengo posibilidades de estar al cien por cien. Y, la verdad, Sabrae, es que tampoco está sobre la mesa el que me quede. Porque, bueno, cada vez tengo más dudas sobre si estoy haciendo lo correcto marchándome a África; he empezado a planteármelo desde otra perspectiva, me he dicho a mí mismo que podría ir en otra época, pero los dos sabemos que no iré si no voy ahora. Y necesito ir. E, incluso si no es por el voluntariado, es por mí. Necesito recuperar al Alec que era antes. Ese Alec es el que te enamoró. Ya sé que también estás enamorada del de ahora, pero también lo echo de menos. Echo de menos ser un puto sinvergüenza porque sé que lo que tengo debajo de la ropa me permite comportarme como un chulo, porque cumplo con las expectativas. Quiero que vuelva a llegar el momento en el que tenga ganas de desnudarme porque sé que impresiono vestido, pero más desvistiéndome. Quiero volver a estar cómodo y orgulloso con mi cuerpo, quiero que no sólo tú, sino también yo, me considere un dios griego. Y tengo mucha rabia dentro. Mucha, muchísima. Claire me está ayudando a canalizarla, y dice que es bueno que la saque, pero también necesito relajarme. Y no sólo me relajo con el sexo. Me relaja muchísimo el boxeo, nena, muchísimo. Es uno de los pocos momentos en que estoy zen en el día. Ya sabes que la mente me va a mil por hora, pero se calla cuando estoy encima del ring con los guantes puestos. Claire me ha enseñado a controlar a los demonios y estos están callados la mayor parte del tiempo, sobre todo porque yo estoy haciendo constantemente el esfuerzo por distraerme y no pensar en ellos, pero… hay veces en que necesito que simplemente se callen. Y lo hacen cuando boxeo. Me sienta bien boxear, me sienta bien sentirme útil, me sienta bien recuperar la forma en que estaba. Necesito hacer ejercicio, pero tú sabes que con los partidos de baloncesto con los chicos no me basta. Necesito el cuerpo a cuerpo; soy un luchador. No habría salido del coma si no lo fuera. Sólo pude aguantar y volver contigo por mi manera de pelear, y aprendí a pelear con el boxeo. Con los guantes puestos y fintando a un lado y a otro, lanzando ganchos y topetazos con los que he conseguido tumbar no sólo a otros tíos, sino también, al parecer, a la muerte. El boxeo es mi vida, Sabrae. Lo es mi vida igual que lo eres tú. No tanto como tú, pero sí mucho. Lo necesito para ser feliz. Me ayudará a ponerme en forma para el voluntariado. Y me ayudará también a soportar ver mi imagen en el espejo. Puede que esté lleno de cicatrices y tenga que aprender a vivir con ellas el resto de mi vida, si es que no consigo quitármelas, pero con lo que no tengo por qué vivir es con la idea de que podría mejorar mi cuerpo y no lo hago. Tengo cuidado, te lo juro. Sergei no me deja hacer el gilipollas; él es el primer interesado en pararme los pies si me lanzo al espacio. Y yo… bueno… no te voy a engañar, tengo muchas ganas de recuperar el ritmo, pero también soy orgulloso. No quiero que me vean forzándome para llegar a sitios que antes no me costaban ninguna clase de esfuerzo. Tengo una reputación que mantener, y ésta no se va a mantener sola, ¿sabes? Si ven que me cuesta y que no puedo llegar hasta mis mínimos, se me echarán encima. También necesito el respeto de los demás. Echo de menos mi gloria. Creo que eso fue lo que te atrajo de mí: que antes exudaba gloria, y ahora no lo hago, y yo… bueno… quiero volver a hacerlo. Para ti. Y para mí.
               Me miré las manos. Unas manos que me habían llevado hasta la cima, y con las que pretendía regresar a ésta.
               -Necesito volver a boxear. Necesito que mi vida vuelva a ser normal cuanto antes. Y por eso… por eso he vuelto.
               Sabrae continuaba callada, expectante, esperando a que terminara mi increíble disertación. Me había puesto nervioso y había empezado a balbucear como un loco, pero confiaba en que me entendería. No sé cómo lo hacía, pero ella siempre se las apañaba para entenderme.
               -Era eso todo lo que quería decirte-dije, jadeante. Me di un tirón de orejas mental por la pequeña mentirijilla, ya que todavía me quedaba lo de la moto, pero bueno… poco a poco. Roma no se hizo en una hora.
               Ya se enfadaría por lo de la moto más adelante. Ahora tocaba que se cabreara con el boxeo.
               Sabrae se mordió el labio y torció la boca, pensativa. Me miró también las manos, quizá reflexionando sobre lo mismo que yo. Me tocó la parte más abultada de la palma de la mano, entre el pulgar y la línea de la vida, con la yema del dedo índice. Empezó a dibujar una espiral mientras meditaba sobre lo que acababa de decirle, con el ceño fruncido en una expresión de concentración.
               Me iba a volver loco. No iba a soportarlo. Así que le dije:
               -Ya puedes hablar.
               -Es que estoy… pensando, Alec.
               -¿Cosas buenas o cosas malas?
               -No lo sé. Por eso necesito pensar.
               -¿Estás preocupada?
               Me miró por fin.
               -¿Tú no lo estarías? Si hubiera tenido un accidente que casi me mata, si hubiera estado en el hospital casi dos meses, si me hubieran abierto en canal y me hubieran tenido que extirpar un trozo de pulmón por las heridas y hubieran sacado esquirlas de cristal de mi caja torácica, y luego te dijera que quiero volver a uno de los deportes más peligrosos del mundo, ¿no te preocuparías?
               -Sí, pero porque eres pequeñita. Yo voy a estar bien.
               -Que seas alto no quiere decir que no puedas correr peligro. Todo lo contrario. Cuanto más grande, más superficie tienen para pegarte.
               -Pero no lo hacen. Es decir…
               -Alec-Sabrae alzó las cejas-. El boxeo es un deporte de contacto.
               -Lo sé, lo sé. Me refiero a que no intentan hacerme daño. Te lo prometo. Sergei está pendiente. No me dejará pelear a lo bestia, sólo entrenar. Y, aun así, estará muy encima de mí para que no me fuerce demasiado a mí mismo.
                Sabrae suspiró.
               -Te pediría que tuvieras cuidado si no supiera que vas a prometérmelo como si pudieras cumplir tu promesa.
               -Yo no he roto una promesa que te haya hecho conscientemente nunca.
               -Lo sé, sol, pero puedes romperla de todos modos. Y yo… bueno, no quiero ponerte en la tesitura de que te sientas mal, que bastante tienes con lo tuyo. Yo sólo… no quiero que te pongas en peligro, ¿vale? Prométeme que no lo harás-se le humedecieron un poco los ojos-. Prométeme que pensarás en mí siempre, antes de ponerte los guantes y de decidir qué es lo que vas a hacer.
               -Ya lo hacía antes. Ponerme los guantes supone dejar la mente en blanco para poder concentrarme sólo en ti, y… bueno. Destrocé un saco de boxeo una vez. Sergei nunca había visto nada igual.
               -Entonces prométeme que tratarás a los sacos como me tratarías a mí.
               -¿Quieres que me los folle?
               Sabrae y yo nos echamos a reír.
               -Vale, la analogía no ha estado demasiado acertada-se mordisqueó de nuevo el labio y se inclinó para acariciarme por detrás de la oreja-. Ya sé. Prométeme, entonces, que no pelearás de forma que no me permitirás disfrutarte.
               Tragué saliva. La tenía demasiado cerca como para decirle que no. Negarme a entregarme a ella era como considerar siquiera respirar debajo del agua: una auténtica estupidez.
               -Está bien. Te lo prometo.
               Sabrae sonrió y se apoyó en mi hombro de nuevo.
               -¿Ya está? ¿Va a ser así de sencillo?
               -Para mí no es sencillo, Al, pero nos estoy ahorrando una discusión.
               -Lo mío no ha sido un monólogo para que me aplaudas, nena. Te estaba explicando mi posición. Ahora quiero que me digas la tuya. ¿Qué opinas tú de todo esto?
               -Que es pronto-se limitó a decir, suspirando.
               -¿Y nada más?
               -En eso se resume todo, básicamente, sí.
               -No en que es peligroso. No en que puedo hacerme daño. En que es pronto-repetí, y ella asintió con la cabeza.
               -Ha sido peligroso siempre. Siempre has podido hacerte daño. Ahora han aumentado las posibilidades, pero está claro que a ti eso no te importa.
               -Pero a ti sí.
               -Parece que quisieras que estuviéramos peleándonos ahora mismo.
               -No quiero que nos peleemos, pero quiero que no te calles las cosas. Sabes que tu opinión es importantísima para mí.
               -Tienes dieciocho años, Alec. Ya eres mayorcito para tomar tus propias decisiones.
               -¿Y ya está?
               Me miró de reojo.
               -No voy a pedirte que no boxees, igual que no te voy a pedir que no vayas a África. No voy a cargar con ese peso sobre mis hombros.
               -Si tú me lo pidieras y yo accediera, la decisión la tomaría yo, así que sería mía la responsabilidad.
               -Sí, pero la culpa de que fueras infeliz sería mía y no tuya.
               -Tengo que hacer esto, nena.
               -No, no “tienes”, sol. Quieres. Hay una diferencia.
               -¿Cuál?
               -Todo. El problema es que lo sientes como una obligación. Y eso es lo verdaderamente peligroso.
               -Te he prometido que no me pondré en peligro. Bombón, eh-la tomé de la mandíbula y la hice mirarme-. Yo soy el principal interesado en estar bien para poder acostarme contigo.
               Sonrió con tristeza.
               -Ya lo sé. Por eso estoy relativamente tranquila, aunque me siga pareciendo temprano para que empieces a boxear de nuevo. Ojalá te tomaras un tiempecito de descanso.
               -No tengo ningún tiempecito. Además, eso del tiempo es bastante relativo. A mí también me parece temprano conocer al amor de tu vida a los tres años, y sin embargo esa edad tenía yo cuando te conocí.
               Sabrae abrió los ojos y se puso roja como un tomate. Su piel ardió sobre mis dedos un segundo, el tiempo que tardó en retirarse de mí.
               -No vas a conseguir convencerme a base de adularme.
               -Yo creo que sí-ronroneé, guiñándole un ojo. Ella se echó a reír.
               -Sinvergüenza.
               Le acaricié la pierna más alejada de mí y tiré de ella para pasarla sobre las mías.
               -Boxeador es lo que soy, bombón. Es inherente a mí. Igual que ser tuyo.
               Levantó la cabeza para mirarme a los ojos, y puede que fuera ese contacto visual despertando cada célula de mi cuerpo, o puede que fuera su mano en mi pecho desnudo, o quizá su pierna sobre la mía, pero el caso es que nos volvimos irresistibles el uno para el otro. Su boca no era otra cosa que la única fuente de oxígeno que podía recibir; sus manos, el único rincón de mi cuerpo que importaba, y su entrepierna, la razón de mi existencia. Tiré un poco más de ella para acercarla más a mí tan lentamente que parecíamos dos bailarines, y cuando su boca encontró la mía, le encontré el sentido a la religión.
                Sabrae me acarició el pelo y siguió la línea de mi cuello hasta mi nuca mientras mi lengua exploraba su boca, con sus pestañas haciéndome cosquillas en los ojos y sus pies acariciándome las piernas. Le puse una mano en la espalda y la empujé suavemente hacia mí, subiendo hasta sostener su rostro mientras con la otra mano la presionaba contra mi entrepierna, agarrándola del culo.
               Por un fugaz instante de felicidad, pensé que podríamos disfrutar el uno del otro antes de ir a comer.
               Entonces, oí a Mimi carraspeando al otro lado de la habitación, y noté a Trufas brincando como loco en la cama. Puto conejo del demonio, pervertido de los huevos.
               Me giré para lanzarle a mi hermana mi mejor mirada envenenada mientras sostenía a Sabrae bien cerca de mí, por si acaso se le ocurría escaparse.
               -A comer-instó Mimi.
               -Qué oportuna-puse los ojos en blanco y consideré seriamente la posibilidad de decirle que nos diera diez minutos. Yo en diez minutos hacía milagros.
               -Si por mí fuera, habría esperado un poco. Para fastidiar aún más-nos guiñó el ojo a ambos y se marchó, dejando un destello de su melena caoba a modo de despedida.
               -Vamos-me dijo Sabrae, dándome una palmada en el pecho-. No quiero que tu madre se ponga de parte de tu abuela y decidan cambiar la cerradura para que no pueda entrar en tu casa.
               -Siempre podría tirarte una sábana y colarte por la ventana-respondí, encogiéndome de hombros-. Total, sólo pisas mi habitación…
               -¡Me pregunto de quién es la culpa!-se burló, tirándome una camiseta a la cara. Me vestí en tiempo récord y bajé tras ella, cogido de su mano por si acaso me perdía en mi propia casa, y procuré no fijarme en lo bonita y veraniega que estaba con su vestido de limones y andando descalza. Se ofreció para ayudar a poner la mesa, pero mamá, como siempre, insistió en que era nuestra invitada y que no debía hacer nada más que disfrutar de la comida. Se rió con muy buen humor al ver mi expresión contrariada por el polvo que nos habían jodido por no poder esperar por servir la comida ni diez minutos, y se lanzó a un animado cacareo con Sabrae y Mamushka acerca de la receta de un plato que a mi chica le entusiasmó.
               -Hay que tener cuidado con las especias, pequeña; la comida de este país es tremenda, y los que sois de aquí no estáis acostumbrados a medir como lo hacemos en el Este-comentó Mamushka, abriendo mucho los ojos para enfatizar su falta de respeto mientras pinchaba un tomate. Ni que hiciera falta un máster para hacer una puñetera ensalada de tomate, queso y albahaca.
               -Oh, no te preocupes, Mamushka. Mi familia es de Pakistán; sabemos de especias.
               Dylan sonrió al ver la expresión contrariada de mi abuela, y yo me bebí un buen vaso de agua para disimular las ganas de descojonarme.
               -Creía que eras inglesa.
               -Sí, bueno, mis padres ya nacieron aquí, pero mis dos abuelos tienen origen pakistaní, así que tenemos la cultura muy presente en casa. Por supuesto, las especias no serán las mismas, pero no le tengo miedo al picante.
               -Además, Sabrae tiene mucha maña con la cocina. Deberías ver lo bien que hace las albóndigas.
               -¿Le has dado la receta de las albóndigas?
               -He dejado que la mejore, incluso, mamá. A Alec le gustan más.
               Mamushka me fulminó con la mirada.
               -A los hombres siempre les gusta más lo que haces cuando dejas que te suban la falda-espetó. Estaba a punto de saltar para defender a Sabrae, pero ella fue más rápida incluso.
               -Bueno, eso explicaría por qué se con tanta avidez todo lo que le pongo a tiro.
               Mary Elizabeth se puso más roja que los tomates que nos estábamos comiendo, y yo me agaché para darle a Trufas una hoja de albahaca bañada en aceite de oliva y así poder descojonarme a gusto.
               -Es que tienes muy buena mano, Saab-alabó Dylan, antes de que la sangre llegara al río. Sabrae sonrió.
               -Mamá me ha enseñado muy bien.
               -A Sher se le da genial la repostería. Hace unos bizcochos espectaculares, mama-mamá le puso una mano en el brazo a Mamushka, dándole palmaditas sobre la piel arrugada para apaciguarla.
               -¡Tengo una idea! ¿Quieres que haga uno y te lo traiga para que lo pruebes, Mamushka?-sugirió Sabrae-. Así verás que la reputación de pasteleras de mi madre y mía no está infundada.
               -No lo dudo, cielo.
               -Aun así, me haría ilusión. ¿Cuál es tu favorito?
               -Me gustan todos.
               -¿Ninguno en especial?
               -Sorpréndeme, niña.
               -Vale. Dejaré que mi hermana pequeña elija. Adora escoger los dulces, y le encanta ver cómo decoro los bizcochos. Una vez le hice uno con forma de cocodrilo.
               -La imaginación nunca está de más. Ayuda a ser mejor madre.
               Todos los ojos de la mesa se quedaron fijos en Sabrae, que mantuvo la compostura como una verdadera campeona de la diplomacia. La veía insultándose a la hora del té con Maggie Smith en Downton Abbey sin despeinarse.
               -Y buena hermana mayor.
               -Pero, sobre todo, buena madre.
               -¿Qué tal ayer de fiesta, por cierto, chaval?-preguntó Dylan, alcanzando un poco de musaka, la lasaña griega, y echándoselo en el plato-. ¿Mucho desfase?
               -Lo normal.
               -Al menos no volvió haciendo eses a casa, que era lo que yo me temía-soltó mamá, y yo le sonreí.
               -¿Por qué crees que le pedí a Sabrae que me trajera? Alguien tenía que arrastrarme hasta la cama.
               -Tienes algo entre los dientes, pareces un pirata-espetó Mimi.
               -Y tú algo en la cabeza. Ay, no, perdona. Es tu cara, culpa mía.
               -Y tú un agujero en… oh, Dios mío, Alec, creo que se te ha caído el cerebro.
               Sabrae se echó a reír y yo la fulminé con la mirada.
               -¿De qué te ríes tú?
               -Ah, no, espera. Naciste sin él. Culpa mía-Mimi hizo una mueca mientras se encogía de hombros. Deseé que Trufas le mordiera una teta cuando lo cogiera en brazos la próxima vez.
               Sabrae casi se convierte en un surtidor, y yo me pregunté por enésima vez desde que había empezado a acostarme con mujeres por qué coño no era más espabilado, como Logan, y me volvía gay.
               Ah, es verdad, el asunto de las tetas.
               ¿Seguro que compensaban las tetas tanta tontería?
               -Fuimos de cena donde Jeff, que creo que no os lo había dicho ayer. Se alegraba un montón de verme. Se empeñó en invitarnos, así que, ¡éxito del ahorro!-chasqueé los dedos y Dylan sonrió-. Luego fuimos a un ritual satánico y después… nena, ¿el festival caníbal fue antes o después del taller de sadomasoquismo?
               -No seas bobo. Se está haciendo el interesante porque no quiere deciros que ayer se emocionó y se puso a llorar-Sabrae me pellizcó la mejilla y a mí me dieron ganas de asesinarla.
               -¡Oh, pobrecito! ¿Te diste cuenta ayer de que ya no vas a poder cumplir tu fantasía de hacerlo en el trabajo porque estás en el paro?
               -¿Quieres que te explique lo que es un beso negro, Mary Elizabeth?
               -¿Por qué lloraste, Al?-preguntó Dylan, y yo suspiré.
               -Por nada. Ésta, que me está volviendo un blandengue. Los chicos se la sacaron un poco y me hicieron un regalo. Me han comprado billetes de avión para Roma-no pude evitar sonreír al dar la noticia, a pesar de que todos en la mesa se miraron unos a otros. Mimi incluso carraspeó.
               -Pero creía que mamá y…-empezó, pero mamá saltó por encima de ella.
               -¡Vaya! ¿A Roma? ¡Qué bien, cariño! Con el tiempo que llevas queriendo ir a Italia. ¿Para cuándo sería?
               -Para mediados de verano. Lo han cogido con tiempo suficiente para que prepare lo del voluntariado y… las recuperaciones-dije con boca pequeña, mirando de reojo a Sabrae. No quería que se le subiera demasiado a la cabeza.
               -¡Eso es fantástico, cielo! Qué detalle. Tus amigos son unos soles.
               -Sí, la verdad es que se pasan-jugueteé con un trozo de mozzarella mientras mi sonrisa se ensanchaba.
               -No se pasan, amor. Es lo que te mereces-dijo Sabrae, acariciándome el brazo con la mano y dedicándome una sonrisa radiante.
               -Bueno, la verdad es que son tantos que igual no han puesto mucho. No quiero pensar en ello porque Scott me lo ha prohibido, pero dos billetes de avión son dos billetes de avión, ¿sabes?
               -Da igual el dinero, tesoro, lo que cuenta es la intención-contestó mamá.
               -¿Y para quién es el otro billete?-preguntó Mamushka, y noté que se me congelaba la sonrisa en la boca. Mierda, mierda, mierda.
               Necesitaba tiempo para pensármelo, porque me sentía un cabrón si no iba con Mimi a pesar de todo el tiempo que habíamos fantaseado con aquel viaje a Italia. Se suponía que yo tenía que sacar buenas notas ese curso para que mamá y Dylan nos lo regalaran, pero luego Sabrae había entrado en escena, y después había pasado el accidente y… en fin, todo se había ido a la mierda y yo había dejado de preocuparme por el viaje.
               Y ahora, ahí estábamos de nuevo. Conmigo teniendo que elegir entre una hermana que se lo tomaba todo a pecho y una novia con la que me apetecía ir, pero con la que me sentía que estaba traicionando a Mimi.
               Por suerte o por desgracia, alguien en esa mesa lo tenía más claro que yo.
               -Con Mimi, por supuesto-sentenció, y yo la miré-. Es decir… me encantaría ir contigo, sol, ya lo sabes, pero creo que no sería justo. Lleváis mucho tiempo planeándolo.
               -A mí no me importa que vaya contigo-contestó Mimi.
               -Espera, que al final todavía va solo-se burló Dylan, mirando a mamá.
               -Qué va, Mimi. Id los dos. Ve con tu hermana si quieres, sol-Sabrae me miró de nuevo y se apartó el pelo del hombro-. En serio, no me importa. Yo tengo mucho que hacer este verano, y… bueno, dependemos mucho de en qué momento decidan mis puñeteros ovarios ponerse a trabajar. Me afecta mucho la regla-confesó, lo cual no era verdad, aunque tampoco era del todo mentira-. Prefiero no viajar cuando estoy con el periodo.
               -¿Aún no lo has recuperado, niña?-preguntó Mamushka, y ya no había ni gota de recochineo en su voz. Sabrae negó con la cabeza-. ¿Y estás segura de que no estás embarazada?
               Sabrae y yo asentimos. Se había hecho los suficientes test como para decirlo sin lugar a dudas.
               -Mamushka-advertí, viendo la cara que ponía, como si no se fiara.
               -Simplemente pregunto. También es familia mía-no se atrevió a considerar la posibilidad de que no fuera así, por suerte para ella. Me habría vuelto loco-. Y, de todos modos, si así fuera, ¿qué harías?
               -No puedo ser madre ahora mismo-Sabrae se encogió de hombros, dejando claro que no había discusión a aquel respecto.
               -Ajá-asintió Mamushka, y no detecté ningún tono beligerante en su voz. Parecía de acuerdo de verdad-. Bueno, eres joven. Te queda mucha vida por delante. Y tienes buenas caderas. Pero, si se diera el caso y decides replanteártelo… bueno, yo te apoyo en lo que hagas, pequeña.
               Me reí.
               -¿A mí no me vas a pedir mi opinión, Mamushka?
               -¿Vas a parirlo?
               -No hay nada que parir-recordó Sabrae.
               -No, pero a mí tendrás que apoyarme también, que para algo soy tu nieto. Y el padre de la criatura hipotética. A fin de cuentas, yo pongo la salsa, y la lasaña sin boloñesa no es lasaña ni es nada.
               Se echaron a reír, y ahí terminó el posible enfrentamiento entre Sabrae y Mamushka. Si se iban a pelear por mí, se reconciliarían por un bebé que Sabrae ni siquiera estaba esperando, pero a Mamushka le gustaba que se tomara esos temas con tanta naturalidad. Supongo que demostraba que íbamos en serio, y que Sabrae estaba a la altura de ser la emperatriz que ella quería que fuera.
               No es que tuviera ningún trono en que sentarse, pero… ya me entiendes.
               La comida transcurrió con tranquilidad, con bromas y risas y charla como hacía mucho, mucho tiempo que no la habíamos tenido. Sabrae se manejaba ya en la mesa como si estuviera en su propia casa, con su propia familia, y a mí me gustaba verla así, con tanta naturalidad que cualquiera diría que sólo llevaba sentándose allí unos cuantos meses.
               Terminada ya la comida, mamá nos dispensó para que fuéramos a mi habitación, y sólo nos separamos cuando Sabrae me avisó de que iba al baño.
               -¿No te irás a lavar los dientes? Me gusta ese aliento a berenjena y tomate que tienes-ronroneé, acercándome para darle un beso.
               -Eres un marrano-me dio un pico y luego un empujón, y enfiló rumbo al baño del piso de abajo sacudiendo las caderas de forma exagerada.
               La esperé tumbado en la cama, haciendo tiempo con el móvil, rezando para que pudiéramos retomarlo donde lo habíamos dejado.
               Lo que no me esperaba era que subiera prácticamente con una nube de tormenta encima de su cabeza, toda tensión, rígida como un robot de combate. Cerró la puerta de mi habitación despacio, y se giró para mirarme aún con la mano en el pomo.
               -Alec-dijo.
               -Hey-respondí, porque soy gilipollas y, a pesar de que la conozco mejor que a mí mismo, no sé verla venir.
               -Hay algo en tu garaje-constató, y a mí se me cayeron los huevos al suelo-. ¿Qué es? ¿Me lo puedes explicar?
               -Sí. Claro. Es…
               Sabrae alzó las cejas de esa manera en que lo hacen a veces las novias, y que claramente quiere decir “espero que tengas el puto testamento en regla, porque cuando acabe contigo tendrán que ir a buscar tus cachitos por los cinco continentes”.
               -… la moto.
               Entonces, Sabrae hizo algo que me acojonó. Se pasó la lengua por las muelas, algo que había aprendido de mí. Era lo que yo hacía cuando estaba a punto de saltarle encima a alguien. Rió entre dientes, y luego espetó, en voz tan baja que me heló la sangre en las venas:
               -¿Y se puede saber qué cojones hace tu puta moto de mierda en el jodidísimo garaje?
               No, no, no, ¡no! ¡No te vayas! ¡No me dejes solo con ella!
               ¡Me va a matar!


 
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2 comentarios:

  1. BUENO, ME HA ENCANTADO.
    Me ha parecido precioso la forma de recrease de Alec mientras Sabrae no despertaba, pensando en ella y en la anterior. No me cansaré nunca de leer cinco hojas seguidas de Alec recreándose mientras observa a Sabrae, dormida o despierta.
    Me ha hecho mucha ilusión como han hablado del tema boxeo con tanta madurez y yendo tan al grano y el momento Italia ������ asi me tiene.
    Por otro lado Mamushka me toca los ovaritos, que entiendo que la señora no lo quiera ver yéndose a Africa pero señora con Sabrae ni una.
    Pd: la bronca que va a chupar por lo de la moto. DESEANDO ESTOY.

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  2. Ayy me ha gustado un montónn.
    - Todo el principio ha sido una fantasía, leer a Alec embobado con Sabrae es literalmente lo mejor del mundo.
    - “Sería un buen padre. Ahora lo sabía. No me parecía en nada al mío, y quería a Sabrae con locura. Me esforzaba en cuidarla, en darle lo mejor, la ponía siempre por delante de mí, así que no me costaría hacerlo también con un hijo de los dos. Claire me había hecho verlo, y tenía razón.” Creí que este momento nunca llegaría, ver como Alec se está aprendiendo a querer me pone tiernísima de verdad es que que bien todo de verdad
    - Me ha gustado mucho como ha sido la conversación sobre el boxeo, les he visto súper maduros a los dos y comunicándose súper bien.
    - Lo de Italia me tiene intrigadísima, aunque creo que se acabará yendo con Sabrae (será como las entradas a la final de boxeo cuando Jordan le insistió en que se llevara a Sabrae).
    - Luego me he DESCOJONADO con el final, deseando ver la bronca de Sabrae no voy a mentir.
    Deseando leer el siguienteeeee <3

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