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Siempre había creído que las cenas de graduación eran una mezcla de lujo por el lugar al que se acudía, normalmente restaurantes en azoteas de edificios del centro desde los que había unas vistas increíbles del Támesis y del resto de Londres, recortándose a sí misma con un fulgor incandescente contra el cielo nocturno empapado de negro, y de la última expresión de juventud. En mi cabeza, se servían pizzas, hamburguesas, sushi o nuggets de pollo en mesas cuya mantelería ondeaba al fresco nocturno, sobre los que los aviones eran como luciérnagas flotando en el aire en direcciones opuestas, decididas a no mezclarse nunca. Luego, la fiesta continuaba (o, más bien, empezaba) en una sala de fiestas exclusiva de alguno de los mejores y más caros locales del centro, esos que hacían que te preguntaras por qué los ingleses nos íbamos de fiesta al Mediterráneo cuando podíamos perfectamente pasárnoslo mejor aquí.
Por eso me había quedado pasmada cuando el autobús se detuvo enfrente de la fachada de uno de los hoteles más lujosos de mi ciudad, el Mandarin Oriental. Un escalofrío me recorrió la espalda, extendiéndose por mis extremidades como un tsunami, mientras levantaba la vista y estudiaba la fachada con miles de ventanas. ¿Íbamos a cenar ahí?
-¿Qué pasa?-preguntó Alec, que como el caballero que era me había ofrecido la mano para ayudarme a bajar los peligrosísimos escalones del bus. Al ver que me quedaba plantada como una boba en la zona del aparcamiento, se había girado para mirar la fachada. Me apartó con disimulo de la puerta del bus para que los demás pudieran seguir bajando.
-Es el Mandarin-dije, como si por el hecho de venir de un instituto no pudiéramos ir donde nos diera la gana. Scott se detuvo a nuestro lado, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón.
-¿Qué pasa?
-Creo que los zapatos le aprietan-dijo Alec, riéndose-, y no le llega demasiada sangre al cerebro.
-¿Por?
-¿Por qué estamos en el Mandarin?-le pregunté a mi hermano. Scott frunció el ceño, abrió las manos y atrajo mi atención a su indumentaria.
-Saab, por si el tiempo que pasamos separados por el concurso ha hecho mella en ti, creo que debería recordarte que yo no me paseo por ahí en traje. Estamos en nuestra graduación, ¿sabes?-hizo un gesto con la cabeza en dirección al bus; y con la mano, en dirección a Alec.
-Pero…
-Vamos a cenar aquí-explicó mi hermano, poniendo los ojos en blanco.
-A cenar y a la fiesta-le recordó Alec, y Scott asintió con la cabeza. Me quedé mirando la fachada una vez más mientras los graduados seguían entrando en la recepción, cuyas puertas estaban abiertas por dos botones de gesto serio. Muchos de ellos procedían de familias bien, así que no tendrían problema en pagar lo que costara la fiesta esa noche, que de seguro saldría por un ojo de la cara y saldría mucho más cara que si se hicieran los planes tal y como yo creía que se hacían, yendo a un restaurante y luego, de fiesta con barra libre a otro lugar. En las películas siempre era así.
Sin embargo, también había alumnos becados, de familias pobres que a duras penas podrían costearse el uniforme cada año, y cuyas tarifas mensuales el instituto pagaba por igual. Mis amigas, por ejemplo.
¿Dónde estaban aquellos alumnos? ¿Se hacían dos graduaciones, una para pobres y otra para ricos? No estaba familiarizada con todas las caras del curso de Alec, pero, a juzgar por los dos buses que se habían llenado, diría que no faltaba nadie. Y nos habíamos subido en el segundo bus, así que éramos de los últimos en entrar al hotel.
-¿Cuánto cuesta la graduación?-pregunté, mirando a mi hermano, agradeciendo que Scott hubiera conseguido convencer a Alec de que él pagaba lo mío. Nosotros podíamos permitírnoslo. La familia de Alec también, pero Alec no. Y con lo mirado que era por el dinero, seguramente había estado ahorrando todo el año para poder venir a esto, quizá incluso desesperándose cuando pensaba que había limitado el presupuesto de nuestros viajes o nuestros planes en general por algo en lo que no confiaba que sucediera.