domingo, 31 de octubre de 2021

Extranjera.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Alec se mordió el labio, conteniendo una sonrisa cargada de lujuria, cuando me crucé con él recién salida del baño, envuelta en una toalla que apenas lograba cubrirme los pechos y descender a la vez dos dedos por debajo de mis muslos, dejando muy poco a la imaginación, una imaginación que él tenía muy vívida, y que combinada con su memoria podía ser fatal.
               -Ni se te ocurra-le dije, reconociendo perfectamente esa mirada e ignorando el hecho de que no era ni la primera vez que se la veía ni yo era la única a la que se la había dedicado en su vida: era la típica mirada de Alec, la típica mirada de mi hermano, la típica mirada de los chicos que salían por la noche sabiendo que la cama de sus casas no sería la única que visitarían. Lo mucho que había cambiado todo en apenas unos meses, la manera en que había pasado de detestar esa mirada a anticipar la promesa que había en ella.
               Alec inclinó la cabeza a un lado, mordiéndose el labio.
               -Que no se me ocurra, ¿qué?-preguntó, juguetón, y yo contuve las ganas de echarme a reír. Porque sí, la verdad era que a mí me apetecía jugar, pero teníamos responsabilidades que atender. Que Iria nos hubiera invitado a su boda era todo un detalle, y yo tenía mucho que hacer para conseguir estar a la altura. Todo el pueblo estaría allí, y yo tenía el listón demasiado alto como para dejarme llevar por mis impulsos, por muy fuertes que fueran y apetecible quien me los provocaba.
                -No tenemos tiempo para eso, Al-negué con la cabeza y me llevé una mano al turbante con el que me había envuelto el pelo para que no me chorreara por la espalda cuando amenazó con caerse, desparramando así mi melena. No tenía ni un segundo que perder, ni siquiera recolocándome el pelo.
               Había lavado a mano el vestido que pretendía llevar esa noche y lo había colgado en el patio trasero, en el que el sol debería estar secándolo, pero de poco servían mis previsiones si Alec se dedicaba a distraerme. Él lo tenía tan fácil… todo el mundo estaba encantado de verlo (sentimiento que yo, por supuesto, compartía), y con cualquier cosa que se pusiera ya estaba increíble; podía permitirse pensar en otras cosas.
                Además, el sexo para él no era saciante, sino todo lo contrario: cuanto más conseguía, más quería. No me cabía duda de que esas ganas venían de todo lo que habíamos hecho en la ducha, apretujados el uno contra el otro, piel con piel, curvas y ángulos, los dos enredados en una maraña que habíamos formado para, supuestamente, ahorrar tiempo (“y agua”, había coqueteado él).
               Yo, en cambio, tenía que permanecer centrada. Cuando salió de la ducha y me dejó un poco de espacio para pensar, mi cerebro aún atontado por el orgasmo y las endorfinas del sexo fue trazando el mapa mental que debía seguir para que me diera tiempo a todo y poder llegar a tiempo a la ceremonia. Quizá no debería haberme entregado tan alegremente a mi chico en el baño, pero afortunadamente aún no había llegado al momento de mi vida en que me arrepentía de tener sexo. Quizá sí estaba en el punto de tratar de resistirme, pero no de lamentarlo en retrospectiva.
               -¿Tiempo para qué?-preguntó, plantándose en medio del pasillo de forma que me impidiera acceder a las escaleras. Levanté la cabeza para mirarlo y arqueé las cejas, incapaz de contener la infinita paciencia que era capaz de tener con él cuando se ponía en ese plan. A veces era como un niño, y a mí me encantaban los niños.
               -No vas a obligarme a decirlo-dije, sacándole la lengua. Sus ojos chispearon al ver esa pequeña parte de mi cuerpo que podía hacerle disfrutar tanto.
               -¿Decir el qué? Estoy un poco perdido, bombón, la verdad-se pasó una mano por el pelo, apartándoselo de la cabeza. Todavía lo tenía un poco húmedo, pero esos rizos que se le formaban cuando se le mojaba eran un claro llamamiento para que hundiera los dedos en ellos, bien acariciándolos, o bien enredándolos con las manos para conducir su boca mientras me…
               -Tener sexo-dije, poniéndome de puntillas, decidida a zanjar aquello lo antes posible. Si quería flirtear, flirtearíamos, pero nada más-. Vamos muy justos de tiempo, y no podemos llegar tarde.
               -Ya tenemos los asientos reservados-coqueteó él, acariciándome el brazo-. Bastian me ha mandado un mensaje confirmándomelo. Nos sentamos en la mesa de los solteros-alzó una ceja-. Me imagino que no te supondrá un problema, con lo nostálgica que tú eres.
               Me eché a reír.
               -Quiero llegar pronto a la ceremonia para coger un buen sitio.
               Su lengua asomó ligeramente cuando una gotita de agua, que ardió en mi piel como lágrimas de meteorito, se deslizó por mi cuello, mi clavícula, y se escondió en el valle entre mis pechos.
               -Siempre había creído de las que prefería llegar a los sitios elegantemente tarde-ronroneó, acercándose a mí y tirando suavemente de un mechón de pelo que sobresalía ligeramente, como un puente colgante, del turbante. Se me adhirió a la piel húmeda y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza cuando Alec me dio un beso en el lugar en que la mandíbula y el cuello se encontraban.
               No era verdad, y él lo sabía. Me ponía histérica cuando llegábamos a la parada de bus con menos de cinco minutos de adelanto a que éste pasara, y me gustaba planear lo que íbamos a hacer cada vez que salíamos. O así había sido antes de que él me hiciera ver lo divertido que es ceder el control, lo bien que sienta dejar que todo fluya de vez en cuando, lo bonito de vagabundear por la ciudad sin rumbo fijo o ir improvisando sobre la marcha igual que un artista feliz en su concierto añadiendo florituras a sus canciones para disfrute de un público entregado. 

sábado, 23 de octubre de 2021

La contaminación acústica hecha música.


¡Toca para ir a la lista de caps!

La maleta de Sabrae tamborileaba contra el suelo de adoquines desgastados por el paso de procesiones de turistas y pescadores durante siglos y siglos y la acción del viento, la marea y los temporales a partes iguales, pero a ninguno de los dos nos importaba. Yo no había traído una maleta de ruedas precisamente por eso: los veranos peleándome con las piedras del suelo me había hecho aprender que cargar con algo era mejor que arrastrarlo por esos caminos empinados, pero, claro, Sabrae era tan pequeña y quería llevar tanto equipaje que sería imposible pedirle que se llevara una bolsa cargada al hombro.
               Además, me gustaba esa sensación. Disfrutaba del sonido de sus pies caminando por delante del martilleo incesante de las ruedas de su maleta, porque no sonaba a turista, sino a ella. Creo que podría haber distinguido el ruido de sus ruedas de entre toda la orquesta caótica que componía Mykonos: las olas al fondo del pueblo, las voces de mis vecinos saludándose unos a otros, los coches rodando lentamente por los caminos, las escobas apartando la suciedad de los caminos blancos como la cal, o las campanillas de las ventanas, titilando con cada mínima ráfaga de aire; o el crujido de las celosías, el susurro de las hojas de las buganvillas rozándose y el tronar de las gaviotas surcando el aire en busca de un nuevo sitio donde posarse. Era molesto y hermoso a la vez, como si Mykonos fuera una cacofonía que te gustaba escuchar, un concierto de heavy metal que te relajara, la contaminación acústica de Londres hecha música.
               Giré la cabeza para mirarla, comprobando que seguía en el mismo estado de asombro con el que se había bajado del ferry. Había estado bastante nervioso por si le había creado tales expectativas con Mykonos que ella hubiera construido una ensoñación en su cabeza imposible de alcanzar, pero cuando arribamos a puerto y vi su expresión, comprendí que me había preocupado para nada, y que incluso un desierto al que la llevara le parecería el rincón más paradisíaco del mundo simplemente porque se lo enseñaba yo.
               Sin desmerecer a Mykonos, por supuesto. Es, con diferencia, la mejor isla de todo el mundo.
                Por fin llegamos a mi casa, al final de una de las cuestas beige que iba rodeando la orografía de la isla y extendiendo el pueblo frente al mar, como si fueran las capas de una tarta nupcial. Me detuve y le di un apretón en la mano a mi chica cuando ésta siguió andando, con los ojos saltando de un lado a otro, analizándolo absolutamente todo, igual que un acróbata del Circo del sol que está a punto de ejecutar su número más peligroso y espectacular.
               -¿Nena?-la llamé, y Sabrae puso los ojos en mí. Creía que su sonrisa no podía ensancharse más hasta que se dio cuenta de que yo era real, estaba ahí, enseñándole mi isla. Su expresión se dulcificó, su sonrisa extendiéndose y sus labios entrecerrándose un poco más-. Es aquí.
               Arqueó las cejas, sorprendida, y levantó la vista para mirar mi casa. No le di tiempo a reponerse y que echara a andar detrás de mí; tenía muchas cosas que adecentar antes de dejarla pasar. No quería que viera la casa en el estado lamentable en que nos la encontrábamos cada verano, con el que parecía reprocharnos que no le hubiéramos dado el uso que se les supone a todas las casas: el de ser un hogar.
               -Espera aquí un segundo, ¿vale?-le pedí, salvando la distancia que me salvaba de la puerta de dos zancadas. A diferencia del resto de veces que había atravesado la puerta, la sombra fresquita de la celosía que cubría la puerta y el perfume de las flores no me relajó, sino que me puso más nervioso aún. Sabía que Sabrae se fijaría en ellas, y no podría evitar comparar el exterior de la casa con el interior, y a mí me parecía evidente quién ganaría.
               Descorrí todos los cerrojos de la puerta y la empujé con fuerza y cuidado. Chirrió y crujió ante la acción de mis manos, pero cedió como venía haciendo todos los años, arrojando un haz de luz sobre el pasillo de la casa. La abrí de par en par y atravesé el corto pasillo para abrir las contraventanas y las ventanas de la cocina. Volví por el pasillo en dirección al salón, de donde retiré las sábanas cubriendo los muebles, las hice una bola y las arrojé en una esquina de la cocina. Pasé a la habitación de mis padres, que conectaba con la cocina y el salón, y repetí la hazaña. Luego, subí a todo correr las escaleras en dirección a mi habitación y a la de Mimi, y tras pensármelo un momento, decidí juntar todas las sábanas en el mismo sitio para que Sabrae pudiera elegir qué habitación nos quedaríamos; la mía era más pequeña, pero tenía mejores vistas; la de Mimi era más grande y la más tranquila. Abrí y ventilé el baño del piso superior; caí en la cuenta de que no había abierto aún el del inferior, y bajé corriendo las escaleras, saltando los últimos escalones y girando tan rápido que escuché el pasamanos de madera de la escalera crujir ante el peso de mi cuerpo. Rezando porque no se astillara, tiré de la cadena, dejé correr el agua de la ducha hasta que dejó de salir turbia, y aclaré el plato para librarme del polvo. Cogí una escoba de la esquina y la pasé lo más rápido que pude por la casa, sintiendo no sólo la presión de tener que hacerlo bien, sino también de hacerlo rápido para que Sabrae no se impacientara.
               Recogí las alfombras y las sacudí con fuerza en la ventana de la habitación de mis padres, que daba a la parte trasera de la casa, a la que no permitiría que Sabrae se acercara. Pasé los dedos por las contras desteñidas por el salitre, y se me ocurrió que este año sería el primero en el que Dylan tendría que repintarlas solo. O también podía darle una sorpresa a mamá y pedirles a mis colegas que me echaran una mano, ya que básicamente iban a venir y a vivir del cuento varios días, con techo y cama por la que no me iban a dar nada (ni tampoco pensaba permitir que lo intentaran, la verdad).
               Me quedé plantado en la puerta del salón, mirando en derredor: las sillas de la cocina ya bajadas de la mesa, el sofá frente a la tele ya descubierto, las macetas apelotonadas en los alféizares de las ventanas para que las vecinas las regaran de la que pasaban, las camas desnudas, con los colchones al aire…
               A ver, la casa no estaba para entrar en la guía Michelín, la verdad. No es que fueran a venir a entrevistarme por tener uno de los pocos “rincones auténticamente pintorescos y cucos” que quedaban en el mundo, las cosas como son. De hecho, pocas veces la había visto tan mal, ya que normalmente una vecina le hacía el inmenso favor a mamá de empezar a ventilarla una semana antes de que llegáramos, con lo que el ambiente no estaba compuesto de tanto polvo en suspensión. Pero, dado que nos habíamos adelantado bastante a nuestra fecha de llegada habitual, y no habíamos dado aviso (lo cual había hecho que muchos de mis vecinos me miraran dos veces, la primera con hostilidad al ver a un extraño tan alto tan lejos de las zonas más turísticas, y luego con asombro en la mirada al darse cuenta de que era yo), así que la atmósfera de la casa estaba compuesta en un diez por ciento de oxígeno, y en un noventa de nubecillas de polen, polvo y pétalos secos, que flotaban en el aire como supervivientes extraviados de la última limpieza general, que había tenido lugar a principios de la primavera, de manos de mi tía Sybil.
               Pero también podía estar peor. Seguro que Sabrae entendía el estado de la casa.
               Así que, con un nudo en el estómago y sintiendo la vomitona de palabras de rigor que siempre se me apelotonaba en la garganta cuando me ponía nervioso, atravesé la puerta del salón y salí al pasillo.

domingo, 17 de octubre de 2021

Londinense antes que nada.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Alec se revolvió en el asiento, seguro de que no me había oído bien. Si no le hubiera llamado antes y no hubiera tenido sus ojos puestos en mí, habría interpretado su mirada como un intento de dilucidar si se había imaginado que acababa de hablar o no. Parpadeó despacio, tan despacio que por un instante me sentí un colibrí, viendo un mundo inmenso y pesado ralentizarse delante de mí, como regodeándose en el hecho de que era muy superior a mis fuerzas.
               Por favor, no te lo tomes como lo que no es, le supliqué al aire, confiando en que oiría mis plegarias. Adoraría estar a solas contigo el resto de mi vida, pero no puedo monopolizarte sabiendo que hay gente que sufre por mi felicidad. No puedo tenerte para mí sola si eso significa echarte de menos. Sé muy bien la manera en que escuece añorarte, y Mykonos no es sólo tu hogar. También es el de tu hermana. Debemos preservarlo de su dolor.
               -¿A qué te refieres exactamente con no estar solos en Mykonos?-preguntó, y en su tono de voz escuché mis plegarias rebotando contra un muro insondable que Alec había levantado demasiado rápido, demasiado grueso, demasiado alto, sin tan siquiera ser consciente de que lo hacía. Me relamí los labios para responderle, pero él continuó, bromeando sin ganas-. Porque, bueno, la isla es muy turística y también vive bastante gente. No es que tengamos la casita en un peñasco al que se llega cruzando un puente colgante de madera podrida.
               -No me refiero a eso-respondí con calma, inclinándome hacia él y poniendo las manos despacio sobre mis piernas. Me costó horrores no terminar con un “y lo sabes”, que haría la situación más difícil. Vi cómo Alec clavaba los ojos en mis manos, y por primera vez en mi vida, me lamenté de que hubiera empezado a ir a terapia. Claire había leído tan bien sus emociones en él que le había dado un cauce para leer las conductas de los demás, y ahora allí estábamos, yo intentando ser diplomática, y él exasperándose porque no quería ser directa como una bala clavada en el pecho.
               -Entonces, ¿a qué te refieres, Sabrae?-me preguntó, y dijo mi nombre no como a mí me gustaba, como lo gemía cuando estábamos en la cama o lo jadeaba cuando yo decía algo que le hacía tanta gracia que necesitaba besarme. Lo dijo como lo hacía cuando nos peleábamos, como si mi nombre no sólo fuera la palabra más hermosa salida de sus labios, sino también el insulto más horrible ahora que sabía lo que era responder a “nena”, “bombón” o “mi amor”.
               Me removí en el asiento, tratando de apartar las voces de mi cabeza que se preguntaban qué coño me esperaba. Alec llevaba hablando de llevarme a Grecia con él meses, había corrido a buscarme en cuanto supo que habíamos cambiado el viaje para poder invitarme a lo que ambos habíamos llamado, medio en broma medio en serio, “nuestra primera luna de miel”. Aquel era el primer viaje que hacíamos oficialmente como pareja, y él iba a llevarme a conocer su segundo hogar, tanto oficial como extraoficial: el primero oficial era Inglaterra; el primero extraoficial era yo. Pues claro que le iba a molestar que le ofreciera cambiar los planes. Llevábamos calentándonos la cabeza el uno al otro demasiado tiempo como para que ahora él se levantara y me aplaudiera por mi idea fantástica.
               Pero yo no podía echarme atrás. No, si sentía que aquello era lo correcto. Lo que verdaderamente debíamos hacer. Al y yo llevábamos demasiado tiempo enredándonos el uno en el otro como para parar ahora, pero debíamos parar ahora que aún estábamos a tiempo. Todavía podíamos sanarnos las heridas el uno al otro antes de que se fuera. Si esperábamos, se nos haría mil veces peor cuando él se marchara. Compartirnos el uno al otro con el resto del mundo sería lo más inteligente, sobre todo cuando sabíamos que medio mundo iba a separarnos. Mamá ya me había advertido de lo peligroso que podía ser lo que estábamos haciendo, lo sano que era el espacio en una relación… podía desembocar en eso que los dos estábamos sintiendo, eso contra lo que yo luchaba y que a Alec estaba dominando: un rechazo absoluto a reconocer que no éramos exclusivamente nuestros, sino un poco también de todo aquel que nos quería.
                -Quiero decir que si sería muy malo que nos acompañaran-expliqué, frotándome las manos. Alec volvió a lanzar en picado sus ojos a mis manos, y yo intenté que se centrara en mi cara escondiéndomelas entre los muslos. Me revolví en el asiento, incómoda, notando la brisa marina de repente gélida en lugar de fresca. Estábamos completamente expuestos allí arriba: a las estrellas, sí, pero también a todo aquel que quisiera presenciar una buena pelea. Nuestra posición privilegiada en el balcón del hotel hacía que tuviéramos las mejores vistas de la isla, pero también nos convertía en las mejores vistas de la isla. No teníamos dónde escondernos, salvo en el interior de la habitación. Y yo tenía el estómago demasiado cerrado como para intentar levantarme, con todo el esfuerzo que eso suponía-. Mimi. Tus amigos.
               Alec tragó saliva despacio, con los ojos fijos en mí.
               -Shasha-me atreví a decir finalmente. Porque sí, era increíblemente feliz con Alec, no quería que nuestro viaje se acabara nunca, pero una parte de mí, una parte egoísta y familiar, miraba de reojo el calendario cada vez que pasaba frente a uno, y contaba las horas para volver con ella. Especialmente ahora que sabía lo mal que lo estaba pasando. Al dolor de Mimi había que sumar, por supuesto, el de Shasha. Mi hermana no se merecía tener solamente unos días la familia al completo ese verano, no poder disfrutar de Scott por echarme de menos, y viceversa. No sabíamos cuándo se marcharía Scott, así que cada segundo con él era valiosísimo, y yo se lo estaba estropeando.
               Me pregunté si Shasha estaría viéndome en ese momento, y deseé que los satélites no tuvieran la resolución suficiente como para que adivinara por nuestro lenguaje corporal, igual que estaba haciendo Alec, lo que pasaba.
               Alec se rió con cinismo. Bajó la mirada hasta entre sus pies y asintió con la cabeza, una sonrisa en sus labios muy parecida a la de los monstruos de los cuentos infantiles cuando acorralan a Caperucita. Tragó saliva, frunció el ceño, y se incorporó lo justo y necesario para servirse una nueva copa de limoncello. Y luego, otra más. Se bebió ambas de un trago, y a punto estuvo de hacer lo mismo con una tercera cuando, con el borde de la copa contra sus labios, se lo pensó mejor. La dejó sobre la mesita entre los dos sillones y se incorporó. Empezó a pasearse por el balcón como un gato encerrado. Apoyó los codos en la barandilla, se inclinó a mirar el horizonte, y se giró al instante para quedarse mirándome. Se irguió cuan alto era, pero a la dolorosa distancia a la que nos encontrábamos, nuestros ojos estaban casi a la misma altura.
               Yo no dije nada. La pelota estaba en su tejado y, además, me daba la sensación de que todo lo que yo dijera no haría más que añadir tensión al momento. Podía ver que Alec estaba intentando controlarse, que no quería reaccionar con el rechazo con el que lo estaba haciendo, que le dolía que estuviéramos lejos, pero era la única solución mientras libraba una durísima batalla en su interior. Necesitaba entender, y para entender, necesitaba una nueva perspectiva.
               O eso creía yo.
               -¿A qué viene esto ahora, Sabrae? ¿He hecho algo mal?
               -No, es que…
               -¿Seguro? Porque… no te ofendas, bombón, pero estuviste nerviosísima toda la comida. Parecía que ibas a saltar encima de mí en cualquier momento. De hecho, ahora que lo pienso, llevas comportándote de manera un poco extraña toda la tarde, pero quizá sean paranoias mías.
               -Yo no me doy cuenta de haber cambiado de actitud-respondí, fingiendo tranquilidad, aunque dentro de mí estaba sonando una alarma. Mierda. Se ha dado cuenta de que lo sé.
               Alec se rió de nuevo con cinismo, pero en su boca ya no estaba esa sonrisa de pesadilla, sino la que poblaba los sueños de todas las chicas que la habían visto aunque fuera sólo una vez. Su sonrisa de Fuckboy®.
               -Ya. Bueno, nena, la cosa es que yo tampoco soy gilipollas, ¿sabes? Puede que consigas venderme la moto de que no te pasaba nada esta tarde, pero no me vas a hacer creer que en la comida estuviste relajada. Te conozco mejor que nadie, ¿sabes? Sé que te pasaba algo. ¿Por eso me preguntas ahora esto? ¿Cambiaste de opinión en la comida y estabas decidiendo cuándo decírmelo?
               -No.
               -¿Entonces?

lunes, 11 de octubre de 2021

Diamantes en obsidiana.


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Desembarcamos en Capri al atardecer, con el cielo pintándose de los colores de la primavera y la felicidad mientras las farolas que se desperdigaban por la isla comenzaban a encenderse con pereza, igual que luciérnagas que vivían mejor de vacaciones con el mundo cobijado bajo el imperio del sol.
               Y, a pesar de que llevaba casi dieciocho horas despierto y todavía nos quedaban unas cuantas antes de poder irnos a la cama, seguía tan pendiente de Sabrae como desde que nos levantamos a primerísima hora de la mañana; tanto que nos cruzamos con gente aún en el auge de sus fiestas en lugar de los primeros trabajadores municipales a los que estábamos acostumbrados. El trayecto desde Roma hasta la zona de Nápoles era de los más largos que habíamos hecho en el circuito, de dos horas y media en la que el bus no paró más que en los semáforos del principio y el final. Habíamos abandonado una Roma aún dormida y rodeamos un Nápoles que se despertaba poco a poco, en dirección a Pompeya, a los pies del Vesubio que parecía vigilarlo todo con atención y magnanimidad. Sabrae había cogido una chaqueta vaquera con la que se había tapado los hombros y se había dedicado a dormitar sobre mi regazo durante el viaje, perdiéndose un amanecer que yo grabé para ella, en los videomensajes de siempre, pero se había puesto unas zapatillas de lona blanca, unos shorts vaqueros de color gris ceniza, y una camiseta de tirantes negra que había cruzado a la espalda de manera que no necesitaba sujetador. De nuevo, había combinado sus ganas de estar guapa para las fotos que colgaría en Instagram con su necesidad de ir cómoda, y a mí me tenía babeando.
               Apenas nos había dado tiempo a revolotear y explorar las ruinas de Pompeya cuando tuvimos que volver a subirnos al autobús y pusimos rumbo a Nápoles. Sabrae estaba exaltada, corriendo de un lado a otro y pidiéndome que le hiciera fotos mientras hacía poses muy específicas que, a continuación, le enviaba a Sherezade para picarla: tardé varias horas en darme cuenta de que estaba imitando las posturas de su padre en una serie de fotos que le habían hecho junto a su novia de la época, Gigi Hadid, la única chica a la que Sher tenía envidia porque su relación con Zayn había estado a un pelo de solaparse con la de la modelo.
               -Me ha bloqueado-proclamó orgullosa Sabrae, enseñándonos a todos la conversación con su madre en la que las fotos iban seguidas de mensajes cargados de emoticonos rojos y naranjas chillones, en la que ya no podía ver ni el estado de conexión de su madre, ni su foto de perfil-. ¿Me dejas tu teléfono?-preguntó, aleteando con las pestañas en mi dirección.
               -Ni hablar-le dije, guardándomelo en el bolsillo lo más rápido que pude, ya que la conocía lo suficiente como para saber que no se andaría con miramientos si quería pinchar a alguien de su familia, entre lo cual contaba, por supuesto, mangarme el móvil cuando yo no mirara.
               Supongo que podría haber aprovechado ahora, cuando tenía la piel resplandeciente a causa del atardecer, y una sonrisa radiante le cruzaba la cara, haciendo que sus ojos brillaran con una luz con la que ni tan siquiera el sol podía competir. Joder, llevaba todo el viaje estando tan jodidamente preciosa que no sabía cómo iba a hacer para subirme al avión de vuelta a casa. Pensar siquiera en África quedaba descartado, sobre todo con lo bien que nos lo estábamos pasando. Descubrir el país que más interés me había despertado en toda mi vida con la chica que más especial sería en mi vida era un sueño que ni sabía que tenía; todas las mañanas me despertaba dando gracias a esos caprichos del destino que habían terminado haciendo que Sabrae me acompañara en este viaje, en lugar de venir simplemente con Mimi.
               Saab se apartó el pelo de la cara, analizando la isla como quien visita a una cariñosa abuela que vive al otro lado del mundo y a la que sólo vio en su más tierna infancia, cuando los familiares desfilan por tu vida para comprobar que eres real, y no sólo un sueño. Podía ver cómo sus ojos escaneaban la silueta de la isla, comparando con los recuerdos borrosos que se agolpaban en su memoria. Hacía más trece años que Sabrae no pisaba aquella isla, y sin embargo podía ver el reconocimiento que había en esas lágrimas que se agolpaban en sus ojos mientras se tomaba un momento para admirar la isla. Un momento más largo que el resto de nuestros compañeros de viaje, que apenas se detenían en el muelle gastado por el embate de las olas y la sal que flotaba en el ambiente. El momento de reencuentro con alguien especial, alguien que no sabías cuánto te importaba que no lo has vuelto a tener delante, como si echar de menos fuera el estado de salud plena del que sólo eres consciente una vez enfermas.
               Toda ella resplandecía. Hacía que el atardecer palideciera y que las casitas en la montaña que conformaba la isla, salpicando de blanco la superficie verde y marrón oscuro como explosiones de espuma en un cuadro de oleaje, no fueran más que manchas difuminadas. Su melena negra ondeando al viento era la única bandera por la que yo estaba dispuesto a morir luchando, y el dulce tono caramelo que había recubierto su piel morena con tanto tiempo expuesta bajo un sol que no tenía nada que hacer contra ella era la única golosina capaz de saciar mi hambre.
               -Qué bonita-alabó Mimi, haciéndose visera con la mano mientras observaba la silueta de la isla.
               -Sí-jadeó Sabrae, maravillada, como si hubiera nacido para estar allí de nuevo, como si toda su vida se redujera a una larguísima espera cuya desesperación había merecido la pena-, preciosa.
               Me quedé allí plantado mirándola sin poder creerme lo guapa que estaba, lo poco que le había afectado el trote que nos habíamos pegado ese día, la manera en que hacía empalidecer a absolutamente todo a su alrededor. Ahora entendía por qué los anuncios de colonia se grababan en aquel lugar: dado que ninguno lo protagonizaba Sabrae, por lo menos recurrían a un escenario casi tan espectacular como ella para compensar la belleza de la que no disponían.
               -Alec “me he follado a más de cien tías pero una cría de quince años me hace perder la cabeza” Whitelaw-se burló Eleanor, rompiendo la burbuja. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba parada a mi lado, o de que yo me había quedado allí plantado en medio del muelle como un puto pasmarote, tan empanado con Sabrae como ella lo estaba con la isla. Puse los ojos en blanco y le di un empujoncito juguetón.
               -¿No tienes ningún novio posesivo al que follarte? Ah, sí. Se me olvidaba que Scott lleva más de 24 horas sin sentirse amenazado por mí-me di un golpecito en la frente y Eleanor se echó a reír-. Cierto.
               -Lo dices como si tú no fueras capaz de subirte a un avión con tal de asegurarte de que Sabrae no se olvida de ti.
               -Eso es lo que nos diferencia a tu novio y a mí, muñeca: yo soy el guapo de los dos. Los dos lo sabemos. Scott no tiene nada que hacer conmigo si yo no quiero que me haga la competencia.
               -Ya. ¿Por eso él tiene una gira de conciertos este verano, y tú te vas a hacerte el héroe en el culo del mundo?
               -Me caías mejor cuando no eras tan chulita, ¿sabes, diva del pop? Alguien debería bajarte esos humos.

domingo, 3 de octubre de 2021

La ciudad del amor.

 
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Monedas venidas de cada rincón del mundo surcaban el cielo celeste de la Roma veraniega igual que estrellas fugaces con jet lag. Formaban pequeños arcos dorados en el aire antes de impactar en la superficie espejada del agua azul turquesa de la Fontana di Trevi y en inofensivas nubes de una explosión atómica hecha de cloro en vez de hidrógeno.
               Apenas nadie prestaba atención a esos impactos que delatarían la huida de unas ninfas invisibles a todo aquel que pusiera interés en mirarlas, demasiado ocupados como estábamos cada uno en inmortalizar el momento, posando para la cámara o no haciéndolo en absoluto, seguros de que aquello quedaría mejor en nuestras redes sociales. Estábamos sumidos en nuestra propia burbuja, sólo reconociendo la presencia de los demás cuando necesitábamos abrirnos hueco a codazos para evitar incursiones ajenas en nuestras fotos.
               Igual que si el cielo nocturno se desplomara sobre nosotros en un entramado de aceleradas rayas plateadas, una estrella fugaz entre una lluvia de ellas no era más especial que una gota en un diluvio.
               Y, sin embargo, todas las miradas se posaron en nosotros cuando Alec hincó una rodilla en el suelo y se llevó una mano al pecho. Se me detuvo el corazón un instante, sólo un instante, como si no supiera lo que venía a continuación.
               Y luego, precisamente porque sabía lo que venía a continuación, empezó a latirme con violencia.
               Tenía una pequeña cajita de regalo de lo que sólo podía ser una sortija, el anillo de compromiso más bonito que se hubiera visto nunca, incluso si era de latón, porque quien lo entregaba era él. Podría hacer de la anilla de una lata de refresco la joya más importante y valiosa del universo  simplemente por lo que simbolizaba: su corazón, su promesa de un futuro entregado completamente a la persona a quien se lo entregaba.
               La gente a nuestro alrededor contuvo la respiración un par de segundos antes de que Alec empezara a hablar.
               -Cielo. Te amo más que a mi vida-dijo Alec, con la voz vibrando por lo que sólo podía ser emoción, pero yo sabía lo que se escondía tras ese vaivén en sus cuerdas vocales-. Te hago esta pregunta aquí, en uno de los sitios más bonitos de la ciudad del amor, porque eso es lo que quiero que me des. Una historia tan larga como la que tiene la propia Roma. ¿Me harías el inmenso honor de ser mi esposa?
               Sentí que se me retorcía el estómago, que me temblaban las rodillas y que mis piernas, de repente hechas de arcilla húmeda, no podían soportar el peso del mundo sobre mis hombros, un mundo en constante primavera con frescas noches de verano.
               Entonces, Eleanor extendió la mano, sonriente.
               -¡Por supuesto que sí!-proclamó, aceptando el anillo que Alec le ofrecía. A duras penas conseguíamos aguantar la risa, pero todos a nuestro alrededor pensaban que se debía más a los nervios que a que la situación no fuera más que una charada hecha entre los tres para conseguir que Mimi se volviera absolutamente loca de vergüenza. Estaba más roja que su melena, intentando encontrar un hueco entre la gente por el que escabullirse para no compartir más con nosotros el centro de atención, pero los curiosos habían hecho una barrera tan impenetrable que le daba envidia incluso a la Gran Muralla china. Y más aún cuando estallaron en aplausos al levantarse Alec y estrechar entre sus brazos a Eleanor.
               Le di un beso en la frente mientras ella le rodeaba el cuello con los brazos, poniéndose de puntillas para alcanzar su estatura, aunque no tanto como yo. Me reí mientras Mimi conseguía abrirse paso entre los turistas, insultándonos a todos lo suficientemente alto para que pudiéramos oírla, y desaparecía entre el mar de cuerpos, que se cerró tras ella como si nunca se hubiera separado.
               Un murmullo general de protesta y decepción se levantó entre la gente cuando Eleanor y Alec sólo se abrazaron, pero ya estábamos acostumbrados a aquel sonido: era la tercera vez esa mañana que Alec le pedía matrimonio a Eleanor, y la novena (¿o décima?, tenía que comprobarlo en mis historias de Instagram) en todo el viaje. A Alec se le había ocurrido la idea cuando Mimi se lamentó de que nos achucháramos como lo hacíamos en la cola para embarcar, ya con las maletas facturadas y nuestro equipaje de mano a cada lado. La verdad es que estábamos demasiado acaramelados; parecíamos más una pareja de recién casados a punto de embarcarse en su luna de miel idílica, que dos adolescentes que ni siquiera hacían su primer viaje al extranjero ya.
               -Por favor, parad-nos suplicó, visiblemente afectada-. Todo el mundo nos está mirando. ¿Tengo que recordaros que soy tímida? ¿Tenéis idea del trauma que me estáis generando?
               Eleanor se había echado a reír, los ojos brillantes por la ilusión de irse de viaje, aunque echaba de menos a Scott. Necesitaba un bien merecido descanso después del trote que le habían dado en el concurso; resultaba que ser la ganadora era más estresante de lo que se esperaba, pero era tan buena que ni se le ocurría quejarse. Salvo, bueno, cuando estaba con mi hermano y podía restregarle que el país la quería más a ella que a él.
               -Te votaron porque les da pena que seas una Tomlinson. Imagínate ser hermana de tu hermano y encima perder contra él.
               -O hija de tu padre-soltó papá desde el comedor, a lo que Louis reaccionó levantándose sonoramente de la silla y recogiendo los papeles que estaba mirando con él.
               -Te va a ayudar a componer las canciones tu putísima madre, Zayn. Me tienes hasta los huevos ya. Vete a tomar por culo.
               -Cari, que es broma-había ronroneado papá, acariciándole el brazo-. Siéntate, anda, que sabes lo mucho que te quiero.
               -Jesús bendito, Alec-había protestado Mimi cuando hicimos que Eleanor se levantara de su asiento, entre los nuestros y el pasillo del avión, ya que Mimi no había querido sentarse con nosotros porque sabía que nos pasaríamos todo el vuelo metiéndonos mano e ignorando completamente miradas reprobatorias y divertidas por igual debidas a nuestro descaro, y nos escabullimos en dirección a los baños-, ¿es que no puedes estar tranquilo, sin llamar la atención, ni dos horas?
               -¡Es ella, Mary Elizabeth! Cuando pruebes una polla, sabrás por qué Sabrae está tan desquiciada con la mía.
               -¡Shhhh!-siseó, poniéndose roja-. ¡Te van a oír las azafatas!
               -Mejor. A los dos nos gustan las tías. Y somos muy hospitalarios.