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-Ni se te ocurra-le dije, reconociendo perfectamente esa mirada e ignorando el hecho de que no era ni la primera vez que se la veía ni yo era la única a la que se la había dedicado en su vida: era la típica mirada de Alec, la típica mirada de mi hermano, la típica mirada de los chicos que salían por la noche sabiendo que la cama de sus casas no sería la única que visitarían. Lo mucho que había cambiado todo en apenas unos meses, la manera en que había pasado de detestar esa mirada a anticipar la promesa que había en ella.
Alec inclinó la cabeza a un lado, mordiéndose el labio.
-Que no se me ocurra, ¿qué?-preguntó, juguetón, y yo contuve las ganas de echarme a reír. Porque sí, la verdad era que a mí me apetecía jugar, pero teníamos responsabilidades que atender. Que Iria nos hubiera invitado a su boda era todo un detalle, y yo tenía mucho que hacer para conseguir estar a la altura. Todo el pueblo estaría allí, y yo tenía el listón demasiado alto como para dejarme llevar por mis impulsos, por muy fuertes que fueran y apetecible quien me los provocaba.
-No tenemos tiempo para eso, Al-negué con la cabeza y me llevé una mano al turbante con el que me había envuelto el pelo para que no me chorreara por la espalda cuando amenazó con caerse, desparramando así mi melena. No tenía ni un segundo que perder, ni siquiera recolocándome el pelo.
Había lavado a mano el vestido que pretendía llevar esa noche y lo había colgado en el patio trasero, en el que el sol debería estar secándolo, pero de poco servían mis previsiones si Alec se dedicaba a distraerme. Él lo tenía tan fácil… todo el mundo estaba encantado de verlo (sentimiento que yo, por supuesto, compartía), y con cualquier cosa que se pusiera ya estaba increíble; podía permitirse pensar en otras cosas.
Además, el sexo para él no era saciante, sino todo lo contrario: cuanto más conseguía, más quería. No me cabía duda de que esas ganas venían de todo lo que habíamos hecho en la ducha, apretujados el uno contra el otro, piel con piel, curvas y ángulos, los dos enredados en una maraña que habíamos formado para, supuestamente, ahorrar tiempo (“y agua”, había coqueteado él).
Yo, en cambio, tenía que permanecer centrada. Cuando salió de la ducha y me dejó un poco de espacio para pensar, mi cerebro aún atontado por el orgasmo y las endorfinas del sexo fue trazando el mapa mental que debía seguir para que me diera tiempo a todo y poder llegar a tiempo a la ceremonia. Quizá no debería haberme entregado tan alegremente a mi chico en el baño, pero afortunadamente aún no había llegado al momento de mi vida en que me arrepentía de tener sexo. Quizá sí estaba en el punto de tratar de resistirme, pero no de lamentarlo en retrospectiva.
-¿Tiempo para qué?-preguntó, plantándose en medio del pasillo de forma que me impidiera acceder a las escaleras. Levanté la cabeza para mirarlo y arqueé las cejas, incapaz de contener la infinita paciencia que era capaz de tener con él cuando se ponía en ese plan. A veces era como un niño, y a mí me encantaban los niños.
-No vas a obligarme a decirlo-dije, sacándole la lengua. Sus ojos chispearon al ver esa pequeña parte de mi cuerpo que podía hacerle disfrutar tanto.
-¿Decir el qué? Estoy un poco perdido, bombón, la verdad-se pasó una mano por el pelo, apartándoselo de la cabeza. Todavía lo tenía un poco húmedo, pero esos rizos que se le formaban cuando se le mojaba eran un claro llamamiento para que hundiera los dedos en ellos, bien acariciándolos, o bien enredándolos con las manos para conducir su boca mientras me…
-Tener sexo-dije, poniéndome de puntillas, decidida a zanjar aquello lo antes posible. Si quería flirtear, flirtearíamos, pero nada más-. Vamos muy justos de tiempo, y no podemos llegar tarde.
-Ya tenemos los asientos reservados-coqueteó él, acariciándome el brazo-. Bastian me ha mandado un mensaje confirmándomelo. Nos sentamos en la mesa de los solteros-alzó una ceja-. Me imagino que no te supondrá un problema, con lo nostálgica que tú eres.
Me eché a reír.
-Quiero llegar pronto a la ceremonia para coger un buen sitio.
Su lengua asomó ligeramente cuando una gotita de agua, que ardió en mi piel como lágrimas de meteorito, se deslizó por mi cuello, mi clavícula, y se escondió en el valle entre mis pechos.
-Siempre había creído de las que prefería llegar a los sitios elegantemente tarde-ronroneó, acercándose a mí y tirando suavemente de un mechón de pelo que sobresalía ligeramente, como un puente colgante, del turbante. Se me adhirió a la piel húmeda y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza cuando Alec me dio un beso en el lugar en que la mandíbula y el cuello se encontraban.
No era verdad, y él lo sabía. Me ponía histérica cuando llegábamos a la parada de bus con menos de cinco minutos de adelanto a que éste pasara, y me gustaba planear lo que íbamos a hacer cada vez que salíamos. O así había sido antes de que él me hiciera ver lo divertido que es ceder el control, lo bien que sienta dejar que todo fluya de vez en cuando, lo bonito de vagabundear por la ciudad sin rumbo fijo o ir improvisando sobre la marcha igual que un artista feliz en su concierto añadiendo florituras a sus canciones para disfrute de un público entregado.