domingo, 17 de octubre de 2021

Londinense antes que nada.


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Alec se revolvió en el asiento, seguro de que no me había oído bien. Si no le hubiera llamado antes y no hubiera tenido sus ojos puestos en mí, habría interpretado su mirada como un intento de dilucidar si se había imaginado que acababa de hablar o no. Parpadeó despacio, tan despacio que por un instante me sentí un colibrí, viendo un mundo inmenso y pesado ralentizarse delante de mí, como regodeándose en el hecho de que era muy superior a mis fuerzas.
               Por favor, no te lo tomes como lo que no es, le supliqué al aire, confiando en que oiría mis plegarias. Adoraría estar a solas contigo el resto de mi vida, pero no puedo monopolizarte sabiendo que hay gente que sufre por mi felicidad. No puedo tenerte para mí sola si eso significa echarte de menos. Sé muy bien la manera en que escuece añorarte, y Mykonos no es sólo tu hogar. También es el de tu hermana. Debemos preservarlo de su dolor.
               -¿A qué te refieres exactamente con no estar solos en Mykonos?-preguntó, y en su tono de voz escuché mis plegarias rebotando contra un muro insondable que Alec había levantado demasiado rápido, demasiado grueso, demasiado alto, sin tan siquiera ser consciente de que lo hacía. Me relamí los labios para responderle, pero él continuó, bromeando sin ganas-. Porque, bueno, la isla es muy turística y también vive bastante gente. No es que tengamos la casita en un peñasco al que se llega cruzando un puente colgante de madera podrida.
               -No me refiero a eso-respondí con calma, inclinándome hacia él y poniendo las manos despacio sobre mis piernas. Me costó horrores no terminar con un “y lo sabes”, que haría la situación más difícil. Vi cómo Alec clavaba los ojos en mis manos, y por primera vez en mi vida, me lamenté de que hubiera empezado a ir a terapia. Claire había leído tan bien sus emociones en él que le había dado un cauce para leer las conductas de los demás, y ahora allí estábamos, yo intentando ser diplomática, y él exasperándose porque no quería ser directa como una bala clavada en el pecho.
               -Entonces, ¿a qué te refieres, Sabrae?-me preguntó, y dijo mi nombre no como a mí me gustaba, como lo gemía cuando estábamos en la cama o lo jadeaba cuando yo decía algo que le hacía tanta gracia que necesitaba besarme. Lo dijo como lo hacía cuando nos peleábamos, como si mi nombre no sólo fuera la palabra más hermosa salida de sus labios, sino también el insulto más horrible ahora que sabía lo que era responder a “nena”, “bombón” o “mi amor”.
               Me removí en el asiento, tratando de apartar las voces de mi cabeza que se preguntaban qué coño me esperaba. Alec llevaba hablando de llevarme a Grecia con él meses, había corrido a buscarme en cuanto supo que habíamos cambiado el viaje para poder invitarme a lo que ambos habíamos llamado, medio en broma medio en serio, “nuestra primera luna de miel”. Aquel era el primer viaje que hacíamos oficialmente como pareja, y él iba a llevarme a conocer su segundo hogar, tanto oficial como extraoficial: el primero oficial era Inglaterra; el primero extraoficial era yo. Pues claro que le iba a molestar que le ofreciera cambiar los planes. Llevábamos calentándonos la cabeza el uno al otro demasiado tiempo como para que ahora él se levantara y me aplaudiera por mi idea fantástica.
               Pero yo no podía echarme atrás. No, si sentía que aquello era lo correcto. Lo que verdaderamente debíamos hacer. Al y yo llevábamos demasiado tiempo enredándonos el uno en el otro como para parar ahora, pero debíamos parar ahora que aún estábamos a tiempo. Todavía podíamos sanarnos las heridas el uno al otro antes de que se fuera. Si esperábamos, se nos haría mil veces peor cuando él se marchara. Compartirnos el uno al otro con el resto del mundo sería lo más inteligente, sobre todo cuando sabíamos que medio mundo iba a separarnos. Mamá ya me había advertido de lo peligroso que podía ser lo que estábamos haciendo, lo sano que era el espacio en una relación… podía desembocar en eso que los dos estábamos sintiendo, eso contra lo que yo luchaba y que a Alec estaba dominando: un rechazo absoluto a reconocer que no éramos exclusivamente nuestros, sino un poco también de todo aquel que nos quería.
                -Quiero decir que si sería muy malo que nos acompañaran-expliqué, frotándome las manos. Alec volvió a lanzar en picado sus ojos a mis manos, y yo intenté que se centrara en mi cara escondiéndomelas entre los muslos. Me revolví en el asiento, incómoda, notando la brisa marina de repente gélida en lugar de fresca. Estábamos completamente expuestos allí arriba: a las estrellas, sí, pero también a todo aquel que quisiera presenciar una buena pelea. Nuestra posición privilegiada en el balcón del hotel hacía que tuviéramos las mejores vistas de la isla, pero también nos convertía en las mejores vistas de la isla. No teníamos dónde escondernos, salvo en el interior de la habitación. Y yo tenía el estómago demasiado cerrado como para intentar levantarme, con todo el esfuerzo que eso suponía-. Mimi. Tus amigos.
               Alec tragó saliva despacio, con los ojos fijos en mí.
               -Shasha-me atreví a decir finalmente. Porque sí, era increíblemente feliz con Alec, no quería que nuestro viaje se acabara nunca, pero una parte de mí, una parte egoísta y familiar, miraba de reojo el calendario cada vez que pasaba frente a uno, y contaba las horas para volver con ella. Especialmente ahora que sabía lo mal que lo estaba pasando. Al dolor de Mimi había que sumar, por supuesto, el de Shasha. Mi hermana no se merecía tener solamente unos días la familia al completo ese verano, no poder disfrutar de Scott por echarme de menos, y viceversa. No sabíamos cuándo se marcharía Scott, así que cada segundo con él era valiosísimo, y yo se lo estaba estropeando.
               Me pregunté si Shasha estaría viéndome en ese momento, y deseé que los satélites no tuvieran la resolución suficiente como para que adivinara por nuestro lenguaje corporal, igual que estaba haciendo Alec, lo que pasaba.
               Alec se rió con cinismo. Bajó la mirada hasta entre sus pies y asintió con la cabeza, una sonrisa en sus labios muy parecida a la de los monstruos de los cuentos infantiles cuando acorralan a Caperucita. Tragó saliva, frunció el ceño, y se incorporó lo justo y necesario para servirse una nueva copa de limoncello. Y luego, otra más. Se bebió ambas de un trago, y a punto estuvo de hacer lo mismo con una tercera cuando, con el borde de la copa contra sus labios, se lo pensó mejor. La dejó sobre la mesita entre los dos sillones y se incorporó. Empezó a pasearse por el balcón como un gato encerrado. Apoyó los codos en la barandilla, se inclinó a mirar el horizonte, y se giró al instante para quedarse mirándome. Se irguió cuan alto era, pero a la dolorosa distancia a la que nos encontrábamos, nuestros ojos estaban casi a la misma altura.
               Yo no dije nada. La pelota estaba en su tejado y, además, me daba la sensación de que todo lo que yo dijera no haría más que añadir tensión al momento. Podía ver que Alec estaba intentando controlarse, que no quería reaccionar con el rechazo con el que lo estaba haciendo, que le dolía que estuviéramos lejos, pero era la única solución mientras libraba una durísima batalla en su interior. Necesitaba entender, y para entender, necesitaba una nueva perspectiva.
               O eso creía yo.
               -¿A qué viene esto ahora, Sabrae? ¿He hecho algo mal?
               -No, es que…
               -¿Seguro? Porque… no te ofendas, bombón, pero estuviste nerviosísima toda la comida. Parecía que ibas a saltar encima de mí en cualquier momento. De hecho, ahora que lo pienso, llevas comportándote de manera un poco extraña toda la tarde, pero quizá sean paranoias mías.
               -Yo no me doy cuenta de haber cambiado de actitud-respondí, fingiendo tranquilidad, aunque dentro de mí estaba sonando una alarma. Mierda. Se ha dado cuenta de que lo sé.
               Alec se rió de nuevo con cinismo, pero en su boca ya no estaba esa sonrisa de pesadilla, sino la que poblaba los sueños de todas las chicas que la habían visto aunque fuera sólo una vez. Su sonrisa de Fuckboy®.
               -Ya. Bueno, nena, la cosa es que yo tampoco soy gilipollas, ¿sabes? Puede que consigas venderme la moto de que no te pasaba nada esta tarde, pero no me vas a hacer creer que en la comida estuviste relajada. Te conozco mejor que nadie, ¿sabes? Sé que te pasaba algo. ¿Por eso me preguntas ahora esto? ¿Cambiaste de opinión en la comida y estabas decidiendo cuándo decírmelo?
               -No.
               -¿Entonces?
               -Creía que…-carraspeé, y Alec arqueó las cejas, expectante. ¿Ahora la pongo nerviosa?, parecía preguntarse-. Creía que ibas a pedirme matrimonio.
               Parpadeó. Una, dos veces.
               -Sabrae-dijo, y mi nombre fue una extraña mezcla entre las dos versiones que hacía de él: un alarido de triunfo y un insulto farfullado-, tengo dieciocho años.
               -Lo sé-respondí, notando que el aire a mi alrededor se caldeaba con el rubor de mis mejillas. Me aparté un rizo de la cara y lo retuve tras mi oreja-. Lo sé. Ya lo sé.
               -Espera, ¿es por eso por lo que no quieres que vayamos solos a Mykonos?
               -Yo no te he dicho que no quiero que vayamos solos a Mykonos. Simplemente te he preguntado si pasaría algo si no estuviéramos solos allí.
               -¿Y no es básicamente lo mismo?
               -No, Alec. No lo es. ¿Podemos hablarlo como adultos, por favor? No quiero que te pongas a la defensiva.
               -Yo no me pongo a la defensiva.
               -Alec, no tenemos que hacer esto, en serio.
               -¿Hacer el qué?
               -¡Discutir!
               -¿Quién discute?
               -¡Nosotros!-protesté, notando que se me llenaban los ojos de lágrimas. Alec dio un paso atrás, como si mis lágrimas fueran veneno. Las detesté porque podían hacer que pareciera que estaba tratando de manipularlo, cuando nada más lejos de la realidad. Quería hablarlo de verdad, exponerle mis razones, que él me contraargumentara, y uno de los dos convenciera al otro para mantener nuestros planes tal y como los habíamos concebido, o cambiarlos y hacer feliz a más gente. Me llevé las manos rápidamente a los ojos y me limpié las lágrimas con la yema de los dedos, como quien se sacude suciedad-. Alec, por favor, no interpretes esto como lo que no es. No es que no quiera que estemos solos en Mykonos. Y esto no tiene nada que ver con que me hayas pedido matrimonio o no. Algo para lo que ni siquiera sé si estoy preparada, así que…
               -Es que si no estás preparada para comprometerte, no entiendo por qué se te pasa siquiera por la cabeza, o que pienses que yo te metería en una movida de ese calibre. Soy bastante más consciente de nuestra situación de lo que crees, ¿sabes? Por eso no entiendo a qué coño viene lo de que mi hermana, la tuya o mis amigos se vengan con nosotros a Mykonos. Se suponía que esto era un viaje de los dos, Sabrae-me recordó.
               -Lo sé.
               -Te regalé un viaje para dos por tu cumpleaños. Para dos. Te dije que me podrías usar de guía si querías. Tú. No mis amigos, no Shasha, no Mary Elizabeth. Tú.
               -Lo sé, Alec-jadeé, notando una burbuja en mi pecho que iba creciendo y creciendo y no me dejaba pensar, no me dejaba respirar, no me dejaba existir. No pensé que fuera a tomárselo así. Aunque, visto desde su punto de vista, lo que me sorprendía era no haber considerado siquiera la posibilidad de que fuera a ofenderle.
               -Si quisiera irme de puto cachondeo con todos mis conocidos, habría organizado una excursión a la playa o algo así y habría mandado las invitaciones publicando historias en Instagram. Pero lo que quiero es estar contigo, tranquilos, los dos solos, porque sabe Dios cuánto tendremos que esperar para irnos de viaje otra vez. La versión de ti misma que eres cuando nos vamos de viaje y no te conoce nadie es la que más me gusta, nena. No es que seas tímida en casa, precisamente, pero cuando nos vamos, te desinhibes más aún. Eres tú al 200%. Por eso tenía tantas ganas de esto-señaló el balcón, la isla, el mar. Nuestro viaje-. Porque necesito toda la Sabrae al 200% que pueda conseguir antes de quedarme sin nada.
               -Lo dices como si hubiera sido yo la que eligió que estuvieras sin mí durante un año-espeté, rabiosa, y Alec se pasó la lengua por las muelas, las cejas arqueadas como las bóvedas de un patíbulo.
               -¿Sabes qué? Que haremos lo que te salga de los cojones. Como siempre. Invita a media Inglaterra si quieres-sentenció, recogiendo su copa y metiéndose en la habitación. Me quedé allí sentada, con la cabeza dándome vueltas, y subí los pies al sillón para aovillarme cuando escuché el portazo que dio al entrar en el baño. Estiré la mano para coger el móvil, pero me detuve a media distancia. No podía pedir ayuda, porque eso convertiría a Alec en el gilipollas. Mis amigas siempre se habían puesto de mi parte cuando discutíamos, incluso cuando yo no tenía razón; para eso eran mis amigas.
               Y no quería que Alec fuera el gilipollas. Todo esto venía de algún lado, y quería que me lo contara.
               Y me lo iba a contar. Por mi coño que me lo iba a contar. Cogí mi copa y atravesé la habitación, abriendo la puerta del baño y plantándome en él como un ciclón. Él estaba encorvado sobre el lavamanos, los músculos de los brazos en tensión mientras anclaba las manos en ambos bordes del mismo. Levantó la cabeza y clavó los ojos en el reflejo de los míos en el espejo.
               -Nos queda un puto mes juntos-le dije, levantando la copa en el aire hasta la altura de mi hombro como Margot Robbie en El lobo de Wall Street-. No estamos para estas gilipolleces. Ya tendremos tiempo de discutir cuando llevemos cuarenta años casados y estemos tan hasta los huevos el uno del otro que no entendamos cómo podemos seguir queriéndonos tanto. ¿Me puedes explicar…?
               -Yo todavía no me he preguntado ni una sola vez por qué te quiero tanto-me interrumpió-. Y dudo que lo haga dentro de cuarenta años.
               Una parte de mí se deshizo como una montaña se diluye en un manantial, corriendo por sus valles hasta llegar al mar. No conseguí reprimir una sonrisa, y me acerqué a él para dejar mi copa al lado de la suya, ya vacía. Le acaricié el brazo desde el codo hasta la mano, rodeándolo por detrás y entrelazando nuestros dedos mientras le daba un beso en la espalda y pensaba “mi hombre” con cariño.
               Apoyé la mejilla en su espalda cálida y cerré los ojos, confiando en que lo peor de la tormenta había pasado. Mm, se estaba tan a gusto allí. Puede que él tuviera razón. Puede que nuestro viaje a Mykonos fuera demasiado sagrado; lo suficiente, al menos, como para que compartirlo fuera un sacrilegio, por mucho que las intenciones fueran buenas.
               Aunque, ¿no es la intención, precisamente, lo que construye el pecado? Tener sexo para adorar a un dios no es más que uno de los muchos ritos que exculpan cosas que se supone que no debes hacer. Y a mí me apetecía adorar mucho a uno en particular.
                -Estás perdiendo facultades, nena-dijo.
               -¿Por?
               -Antes me dabas una hostia sin dudarlo cuando te iba a hacer llorar-se dio la vuelta y me atrajo hacia él, pellizcándome suavemente la barbilla con el pulgar y el índice. Esos ojos… había tantas cosas en su interior que ni siquiera parecían reales. Contenían todo un mundo de posibilidades, un mundo que sólo abría sus pétalos ante mí. Me dio un beso en los labios y pegó su frente a la mía; sus pestañas me hacían cosquillas en los párpados-. Siento mucho haberte disgustado.
               -No creas que no sé lo que acabas de hacer-contesté, todavía con los ojos cerrados.
               -¿El qué?-preguntó en un susurro. Abrí los ojos y me separé de él.
               -Buscar sexo de reconciliación-bromeé, jugueteando con sus dedos. Alec se echó a reír; una risa sincera, relajada, que hizo que mis pies flotaran un poco. El suelo me sostenía con más firmeza ahora que habíamos abandonado esas peligrosas arenas movedizas-. Escucha, Al… no tenemos por qué hacer lo que yo quiera. Sólo era una pregunta. Se me ha ocurrido esa idea, y quería comentarla contigo. Ni quiero que nos vayamos solos ni quiero que te veas obligado a aceptar que vengan los demás-le acaricié la mandíbula-. Sólo quiero… que tomemos una decisión los dos juntos. Entiendo perfectamente que tendrás tus razones, y créeme, una parte de mí se resiste con todo su ser a compartirte, pero… no entiendo por qué has reaccionado así. Sabes perfectamente que si el mundo se desvaneciera y sólo quedaras tú, yo estaría bien. Podría seguir siendo feliz. En cambio, si el mundo siguiera igual y tú desaparecieras… yo me convertiría en una luna sin planeta.
               -Dime que me perdonas por comportarme como un capullo-me pidió, acariciándome el brazo.
               -Es que quizá no te hayas comportado como un capullo-respondí, y él suspiró de nuevo, apartando la vista, como si no fuera digno de mirarme.
               Sin embargo, yo le tomé de la mandíbula y le demostré que lo era, que siempre lo sería.
               -Dime por qué te has cerrado en banda de esa manera, sol.
               Alec cerró los ojos, inclinó la cabeza hacia la mano con la que lo acunaba, y suspiró.
               -Por favor-insistí.
               Hizo una pausa; no porque se lo estuviera pensando, sino porque necesitaba reunir el valor necesario. Finalmente, cuando lo hubo reunido, exhaló el suspiro de los campeones que le siguen teniendo respeto a su deporte mortal, aun con las medallas que pueblan su cabecero, y respondió:
               -Porque en el momento en que vengan mis amigos, va a ser real.
               Parpadeé despacio.
               -¿El qué?-pregunté, y me miró con un dolor infinito en sus ojos. Con todo el peso del mundo hundiéndosele en la espalda, curvándole las vértebras, astillándole las costillas. Pasaría mil veces por el accidente antes que por lo que se avecinaba, pero ya no podía dar marcha atrás.
               -Que me marcho a África, Sabrae-respondió con la voz quebrada.
               Y, entonces, se refugió en mis brazos y se echó a llorar como un niño pequeño cuando se acaba el finde.
 
Hay que ser gilipollas.
               Hay que ser puto gilipollas.
               Por estas cosas, precisamente, era por lo que no solía planear nada y simplemente me dejaba llevar: lo único que había planeado con una antelación mayor a un par de horas (las horas que dejaba de margen entre que me metía condones en la cartera y luego me los ponía estando con una chica preciosa), iba y me estallaba en la cara a los pocos meses de suceder. Con lo bien que estaría yo teniendo todo el verano para mí mismo, follando con Sabrae cuando se me antojara, no preocupándome de cuándo se irían mis amigos más que para hacerles un fiestón de despedida impresionante… pero no. El señorito tenía que ir a hacerse el héroe a otro continente.
               Me merecía que me pegaran tal paliza que me quedara tetrapléjico. ¿Cómo coño había podido ser así de orgulloso? A mí no se me daba bien planear las cosas con antelación; nunca lo había hecho ni nunca lo haría. ¿Por qué me había tenido que hacer el organizado cuando yo no era como Saab? A ella se le daba genial planificar porque era lo suficientemente lista como para tenerlo todo en cuenta, incluso cosas que a nadie más que a ella se le ocurrirían. Y siempre acertaba.
               Pero ya no sólo se trataba de mí. No del todo, al menos. Había más gente que se vería afectada por mi pésima toma de decisiones, gente que acarrearía un agujero en el pecho del tamaño del continente al que me desplazaba, y que me había dejado bien claro lo cruel que sería marchándome. E, incluso entonces, siempre habían intentado ser pacientes conmigo, no hacerme sentir mal. Claramente, no me los merecía.
               Me aferré a Sabrae como quien se aferra a un salvavidas, perfectamente consciente de lo poco que me merecía su compasión y su comprensión; sus mimos, sus ganas de cuidarme, su paciencia y su amor. La había tratado peor que a la mierda en el balcón, me había ido como una diva a la que no le conceden el último premio que le falta para completar la colección en su estantería de la gloria, y que no le importa siquiera si se merece o no; y, aun así, había venido detrás de mí, dispuesta a cuidarme y a luchar por mí como venía haciendo siempre.
               Puede que yo fuera el boxeador de los dos, pero Sabrae era la guerrera. La manera en que no aceptaba que un golpe fuera letal, se levantaba de un brinco y volvía a pelear incluso con el pecho abierto, derramando un torrente carmesí a sus pies, era digna de admiración. Ni siquiera yo había sido capaz de incorporarme y seguir tan rápido en mis mejores años, claro que tampoco había luchado por ella.
               Llevaba toda la noche dándole vueltas a las lágrimas de Mimi, a cómo podía hacer para que mi hermana no sufriera. Supongo que una parte de mí no podía evitar sentirse culpable por todo lo que estaba pasando: después de todo, Mimi había estado ahí mucho antes que Sabrae, ella no era una sorpresa sobrevenida como lo había sido mi chica, y sin embargo había decidido tan ricamente marcharme de voluntariado, ignorando deliberadamente que mis acciones tenían consecuencias, todas y cada una de ellas. En la única en la que había pensado era en mamá, pero sólo para justificar el irme con que de todos modos ella sufría cada vez que yo soplaba las velas, y que era ley de vida que los padres tuvieran que despedirse de los hijos. Por lo menos, me había dicho, mamá podía estar orgullosa y presumir de que tenía un hijo tan generoso que regalaba su primer año adulto a una causa tan noble como la de proteger a los animales en peligro de extinción. Un hurra por mi niño, al que quiero con toda mi alma.
               Yo ya no quería irme de voluntariado. Hacía tiempo que me había dado cuenta de que era un error, de que mandar los correos y rellenar el formulario de inscripción y hacer los pagos había sido una metedura de pata gordísima, y que me había metido yo solo en un callejón sin salida del que no estaba muy seguro de poder salir. Si había seguido tirando para delante había sido más por cabezonería que por ganas realmente. Creo que en el fondo llevaba siendo reticente a ir desde diciembre, cuando me di cuenta de que me había enamorado de Sabrae, y pensé que no me merecía pasarme mi primer verano enamorado alejado de la chica que había conseguido colarse en mi corazón cerrado a cal y canto.
               Y que Mimi se echara a llorar como lo hizo en la cena sólo me hizo sentirme más cabrón y egoísta, no sólo porque llevaba buscando la manera de escaquearme de aquello semanas, sino porque seguía actuando como si me fuera a marchar de verdad. Como si  todo el mundo pudiera leerme el pensamiento y supieran lo verdaderamente tenía pensado, lo que me pasaba por la cabeza, el as que me sacaría de la manga. Le había jodido el verano a mi hermana, y el otoño y el invierno, y mis pobres intentos de convencerla de que sobreviviríamos habían servido más que para alargar mi ya de por sí kilométrica lista de mentiras y hacerles más daño a quienes me importaban.
               ¿Por qué coño no había podido ser un adolescente normal? ¿Por qué no había podido satisfacer mis delirios de grandeza con las fantasías propias de los tíos de mi edad? Scott y Tommy habían planeado irse de mochileros por Europa ese año, y si habían pospuesto los planes había sido por el programa, no por falta de ganas. O porque no pudieran posponerlos. Pero, no, yo tenía que comprometerme con algo jodidísimo que me alejaría de todos.
               Sentía mis lágrimas lamiendo la piel de Sabrae como deberían haberlo hecho mis dedos, sus hombros temblar con mis sollozos mientras la espachurraba entre mis brazos, hecho un manojo de nervios.
               Como si pudiera salvarnos. Como si la respuesta a mis problemas estuviera en su interior y sólo necesitáramos sacarla a base de abrazarla con fuerza, igual que se extrae la luz de un fluorescente de buceo.
               -Sh, sh, mi niño, no pasa nada-susurró Sabrae, acariciándome el cuello con la palma de la mano, hundiendo los dedos en mi pelo. Claro que pasaba. Iba a pasar durante un año.
               Iba a alejarme de ella como el putísimo imbécil que era. De ella y de mi hermana, y de mi familia, y de mis amigos. No vería a Scott y Tommy en sus conciertos. No acompañaría a Bey en su primer día en Oxford. No vería a Tam debutar como bailarina en el escenario de la Royal School of Music. No acompañaría a Jordan a ver las listas de admitidos en las facultades de ingeniería, ni iría con él a rellenar el formulario de inscripción en el ejército, porque ya había rellenado un formulario con anterioridad que me había quitado todo eso.
               Había elegido para marcharme el año en que más cosas pasaban en la vida de una persona, ¿y me había esperado que los demás pusieran en pausa sus vidas sólo para que yo no me perdiera nada? Había que ser gilipollas. Había que ser puto subnormal.
               -Estás bien-me dijo, dándome un suave apretón en el cuello-. Estás en casa. No te preocupes. Déjalo salir, todo ello-me dio un beso en la mejilla y siguió colgada de mi piel, como un precioso murciélago que se alimentara de dolor. Sus dedos eran un consuelo entre tanto sufrimiento, pero la sensación de su cuerpo amoldado perfectamente al mío apenas dejaba de ser una tortura ahora que era más consciente que nunca de la fecha de caducidad que nos había puesto.
               No es que creyera que no pudiéramos superarlo; yo estaba seguro de que volvería del voluntariado queriendo a Sabrae más que nunca, pero aun así, me costaba pensar que sobreviviría a estar tanto tiempo sin ella.
               Y eso me hacía sentirme aún más mezquino, porque incluso cuando los demás me hacían saber lo mucho que me echarían de menos, yo seguía centrado en mi novia.
                -Ven-Sabrae me puso las manos en la cintura y tiró suavemente de mí para separarme de ella-. Vámonos a la cama-me invitó, y yo empecé a sollozar más fuerte, la apreté aún con más ganas contra mí.
               -No. No, por favor, no me pidas eso. No quiero hacerlo ahora. No me apetece. No quiero relacionarlo con…
               -Tranquilo, sol-me puso las manos en la cara para obligarme a mirarla, y ver que en su mirada no había ni una pizca de dudas-. No vamos a hacer nada. Sólo quiero darte unos mimos y que te desahogues tranquilo. ¿Te parece?-me cogió la mano y me besó el dorso, levantando unos ojos preciosos de pestañas larguísimas para encontrarse con los míos. Me estremecí de pies a cabeza. A veces se me olvidaba el efecto terapéutico que ella tenía en mí.
               Y lo mucho que iba a necesitarlo una vez me marchara, precisamente cuando no lo tuviera. Dios mío, iba a tener un síndrome de abstinencia horrible cuando finalmente me fuera.
               Si me iba.
               Cuando me fuera.
               Dolía estar en mi cabeza, azotada por los vientos como la bandera de un barco pirata a punto de hundirse en plena tormenta. Qué curioso: había sobrevivido a mil batallas, y la que sería la última sería la que libraría contra los elementos, contra lo que me daba sentido: había empezado a boxear por Mimi, y era Mimi la que estaba a punto de hundirme.
               Sabrae me acarició las mejillas con unos pulgares que daban un consuelo que yo no me merecía, pero que acepté de todos modos como un perro callejero aceptaría las sobras de un festín que ninguna familia de clase media hubiera disfrutado nunca, y tras asegurarse de que podía sobrevivir sin tener sus manos en mi cara, indicándome el lugar por el que debía entrar y salir el oxígeno, las deslizó por mis brazos y tiró de mí suavemente para sacarme del baño. Me llevó hasta la habitación, caminando hacia atrás para asegurarse de no perder nunca de vista mis ojos, y cuando dio un toquecito con el talón para abrir la puerta, me dedicó una sonrisa cansada, demoledora.
               Estaba pensando en la cantidad de veces que había hecho ese gesto, pero siempre en unas circunstancias muy distintas a las que ahora nos ocupaban. Cuando Sabrae caminaba hacia atrás era porque quería verme la cara mientras se desnudaba, o porque quería seguir besándome sin renunciar al inminente polvo que íbamos a echar.
               Y ahora, míranos: ella a punto de tumbarse en la cama y acariciarme el pelo mientras yo me deshacía en lágrimas en su regazo.
               Se sentó en la cama, justo al lado de la almohada, y subió las piernas para dejar que yo apoyara la cabeza en sus muslos y me desahogara. Me tumbó a su lado y hundió los dedos en mi pelo, como me imaginaba que hacían las madres con las hijas cuando los chicos les rompíamos el corazón, y me acunó mientras yo dejaba que todas mis emociones me atravesaran, huyendo a través de mí como el aire viciado de la cripta de un faraón corre hacia las grietas en el momento en que llegan los egiptólogos, deseando ser libre al fin. En ningún momento me dijo que me tranquilizara, que no pasaba nada o que estaba exagerando, sino que estuvo ahí, murmurándome palabras de aliento, asegurándome que me quería y que no había nada que pudiera hacernos daño, nada que pudiera separarnos.
               -Medio mundo no es nada-me repitió una y otra vez, como el mantra de una meditación que yo no estaba llevando nada bien o el estribillo de la canción más triste de la historia. Y sí, medio mundo no es nada. Medio mundo no es nada para nosotros, pero, ¿para los demás? Ni siquiera sabíamos cómo íbamos a llevarlo cuando nos separáramos, y nuestra conexión era tan profunda que no me extrañaría que mi subconsciente me jugara malas pasadas continuamente, haciéndome creer que estaba allí cuando me tumbara en la cama cada noche, en un colchón que no se parecía en nada al mío y que sin embargo sería un hogar en el momento en que creyera que Sabrae y yo lo compartíamos. La vería en cada esquina, escucharía su risa en cada estruendo de la multitud, olería su perfume en medio de la sabana. Y, aun estando tan presente como lo estaba ahora, con sus dedos en mi pelo y sus piernas bajo mi cabeza, con su corazón martilleándome en la nuca, no podría evitar echarla de menos hasta la locura.
               Y si con ella iba a ser así, cuando la tenía grabada en mi ADN, ¿cómo iba a ser con los demás? ¿Cómo me las apañaría para serle útil a la fundación si no hacía más que llorar por las esquinas por todo lo que había perdido como un imbécil?
               Terminarás perdiéndolos tarde o temprano, me dijo una voz en mi cabeza, un solista en aquel coro de demonios que me solían torturar. Poco a poco, en el silencio de mi cabeza, cuando me quedé callado y expectante, noté que esa voz cambiaba. Incluso cuando se mantenía en pausa, pendiente de lo que yo hiciera o dijera a continuación, noté los cambios que se produjeron en ella y supe qué dirección había tomado. Así que no me sorprendió cuando la escuché continuar con la misma voz que estaba tratando de tranquilizarme asegurándome que todos me echarían terriblemente de menos, que celebrarían mi vuelta como quien celebra un oro olímpico, y que medio mundo no es nada.
               No podrás llevártelos siempre adonde quiera que vayas, dijo la Sabrae de mi cabeza, una Sabrae que me hacía más daño que todo el veneno del mundo junto, pero que milagrosamente se había puesto de parte de la real. Pero no pasa nada. Sea ahora o dentro de cien años, cuando no quede más que el recuerdo del último de todos vosotros, los perderás; y será entonces cuando te des cuenta de que hasta ese momento fueron únicamente tuyos.
               Pero yo no quería perderlos. Yo quería que se quedaran conmigo para siempre. No quería que Mimi me echara de menos, no quería que me contaran cosas de la vida de mis amigos: quería que desayunara todos los días conmigo, que viniera a buscarme cuando se aburriera para preguntarme si quería ver una serie; ver a mis amigos haciendo esas cosas que me contarían con pelos y señales.
               No quería programarle ni un puto videomensaje con un amanecer más a Sabrae. Quería mandárselos en directo, y que ella saliera en todos ellos. No quería que hubiera medio mundo de distancia entre nosotros: quería que no hubiera ni una pared.
               Poco a poco, mis jadeos y mis lágrimas fueron remitiendo hasta desaparecer. Sorbí un par de veces por la nariz, siempre bajo los cariñosos cuidados de Sabrae, que jamás se quejó, ni una sola vez, de nada de lo que yo pudiera haber hecho, de si se le habían dormido las piernas o si tenía ganas de ir al baño. Simplemente me consoló, y con eso los dos teníamos más que suficiente.
               Me tendió un pañuelo, que acepté con un murmullo de agradecimiento, y me abracé a sus rodillas. Cerré los ojos e inhalé la mezcla de su crema hidratante y de la espuma de mar que parecía adherirse aún a su cuerpo, y suspiré sonoramente.
               -No era así como esperaba pasar la noche que teníamos solos, la verdad-confesé, y escuché su sonrisa cuando respondió:
               -Yo tampoco. Supongo que podemos decir muchas cosas de nosotros, pero no que somos aburridos.
               Me di la vuelta para mirarla.
               -Siento mucho haberme puesto tan a la defensiva.
               -No pasa nada. Yo siento haberte echado en cara que te apuntaras al voluntariado. Ha sido mezquino por mi parte.
               -Bueno, no tanto como yo diciendo que siempre hacemos lo que tú quieres. No es verdad.
               Sabrae se relamió los labios e inclinó la cabeza a un lado.
               -Tal vez un poco sí. Siempre soy yo la que marco los tiempos.
               -Porque eres la que más lento tiene el ritmo.
               Alzó una ceja.
               -¿Me estás llamando retrasada?
               No pude evitar sonreírle.
               -¿Te das cuenta ahora?
               Me dio un beso en los labios antes de apoyar la espalda de nuevo en el cabecero de la cama. Sus ojos se desviaron hacia la puerta, en la que se veía parte del balcón. Sin pensármelo dos veces, me levanté, la tomé de la mano y la conduje de vuelta hacia el balcón, si bien esta vez no dejé que se sentara en un sillón separada de mí, sino que lo hicimos en el mismo. Se sentó entre mis piernas, apoyando la espalda en mi pecho, echándose el pelo hacia atrás y cerrando los ojos, dejando que mi respiración y mi calor corporal la acunaran a partes iguales. Entrelacé mi mano con la suya y apoyé la cabeza en la suya.
               -¿Por qué me has dicho lo de Mykonos?
               Frunció los labios, pero no me miró.
               -No importa, Alec.
               -Sí, sí que importa. A ti te importaba lo suficiente como para no darme la razón como a los locos incluso si me pongo como un basilisco-la tomé de la barbilla y la hice mirarme-. Dime, ¿cuánto llevabas pensándolo?
               -Acababa de ocurrírseme, en realidad. Lo que nos dijo Mimi en la cena…-se encogió de hombros, pero se le humedecieron los ojos de tal forma que parecía que las estrellas se hubieran precipitado hacia ellos-, me afectó bastante. Sabía que lo iba a pasar mal con tu voluntariado, y sabía que nos apoyaríamos la una a la otra, pero no se me había ocurrido que ella se iba a separar de ti al final de este viaje hasta esta noche. Y pensé… pensé en Shasha. Me acordé de que Capri me gusta mucho porque siempre la he relacionado con ella. Papá y mamá la hicieron aquí. Es el milagro de esta isla-sus ojos se escaparon un momento hacia la habitación donde Zayn y Sher habían conseguido repetir lo que habían hecho con Scott, tantos años atrás-. No me parece que esta isla esté hecha para acapararla, sino más bien para compartir. Y, al igual que a mí me duele perder a Scott por Eleanor, no quiero que Mimi pase por lo mismo que yo.
               -Vale, eso lo entiendo, pero, ¿qué hay de los demás? ¿De tu hermano y del resto de mis amigos?
               -También echo de menos a Scott-admitió, jugueteando con nuestras manos, haciéndolas volar en el aire, surcando unas olas que no estaban ahí-. Pero ya estoy más acostumbrada a que no esté. Y pensé… me pareció que sería un bonito detalle con todos vosotros. Nos hemos esforzado mucho en no ser de las típicas parejas que desaparecen una vez se juntan, y sus amigos no tienen manera de contactar con ellos, como para ahora perderlo. Este verano es importante para todos, no sólo para ti y para mí.
               Tenía razón. Como siempre. En lo único en que se había equivocado había sido en su nacimiento, de una mujer que no era Sherezade, arriesgándose así a que no nos encontráramos nunca. Y hasta eso había sabido corregirlo. Mi pequeña reina.
               -Además, también… visto en retrospectiva, creo que una parte de mí pensó en invitar a los demás porque no quiero que nuestra visita a Mykonos te suponga una decepción de ningún tipo.
               -¿Decepción? ¿Cómo puede resultarme una decepción?
               -Bueno-se sonrojó un poco, y todo-. Yo los últimos días voy a estar con la regla, así que… no vamos a poder hacer nada. Bueno-carraspeó, incorporándose un poco-, sí que podremos, pero no vamos a estar tan en celo y tan cachondos como ahora, así que podemos aprovechar para que estés con tus amigos. Ya que no vamos a tener tiempo para nosotros, por así decirlo, creo que lo justo es que te proporcione una… alternativa para entretenerte-me miró, deseosa de que pillara a qué se refería.
               -Va, Saab, pero a mí realmente me gusta estar contigo siempre-rebatí-. Es decir, incluso ahora, que no estamos haciendo nada ni remotamente sexual, simplemente hablando, me lo estoy pasando bien. Me lo pasaría mejor si no hubiéramos discutido, pero eso es enteramente culpa mía, así que no me puedo quejar. El caso es que... a mí me gusta que estemos los dos a solas, incluso aunque no estemos follando. O sea, yo disfruto aunque sea estando sentado a tu lado en el sofá.
               -Lo sé-respondió, asintiendo despacio pero profundamente con la cabeza, jamás rompiendo el contacto visual conmigo-, pero quiero asegurarme de que hasta el último minuto antes de que te vayas de voluntariado es especial.
               -Ya lo es-contesté, mirándola con intensidad, fijándome en las motitas de chocolate negro que espolvoreaban su piel de canela, en la forma en que sus iris formaban surcos más profundos en sus ojos, en la manera en que sus pupilas se contraían y dilataban mientras analizaba los detalles de mi cara-. Estando contigo, cada minuto es especial.
               -Ya lo sé, amor-respondió, girándose y acariciándome el mentón con la yema de los dedos-. Al igual que tú sabes a qué me refiero. Igual que tenemos toda la vida para discutir, tenemos igual toda la vida para sentarnos y no hacer nada. Ahora es el momento en que tenemos que aprovechar hasta el último segundo para que lo pases lo mejor posible, nos eches de menos terriblemente, y te vuelvas al mes-bromeó, tomándome la mano y besándome la palma. Me eché a reír.
               -Como si fuera a necesitar una excusa para volver al mes-respondí, y Sabrae sonrió, se acomodó de nuevo contra mi pecho y se pasó mis brazos por el torso, rodeándose hombros, pechos y vientre. Me dio un beso en la cara interna del bíceps y ronroneó de gusto, acurrucándose contra mí.
               -Quizá tengas razón-comentó-. Se está a gusto aquí, sin nadie que nos moleste por quejarse cuando nos ponemos ñoños.
               Empecé a pensar. Pensé en mis amigos organizándome una fiesta de bienvenida a casa, preparando regalos para cuando me dieron el alta, celebrando conmigo cuando les dije que había aprobado el curso, estudiando conmigo, Scott  y Tommy incluso cuando ya habían terminado sus exámenes. Pensé en mi hermana, dejándome el mando de la tele cuando no había nada que le interesara, pero no marchándose cuando yo ponía algo de boxeo, que a ella no le gustaba. Incluso en Shasha, yendo a saludarme y dándome un beso delante de Sabrae para hacer rabiar a su hermana, pidiendo cosas por Amazon y poniendo que fuera yo quien se las entregara para que Sabrae tuviera una excusa para verme.
               Seguro que le molaba Mykonos.
               -Creo que no es tan mala idea.
               -¿Mm?-preguntó. Se había quedado traspuesta, acunada por mi pecho y protegida por mis brazos.
               -Que los demás se vengan-expliqué-. No es tan mala idea. No, si la miras desde la perspectiva de alguien que conecte dos neuronas. Lo cual me cuesta a veces.
               -Puede, pero las cosas que eres capaz de hacer con una neurona son alucinantes-soltó, y yo me eché a reír.
               -¿Sabes, nena? Creo… puede que me haya cegado demasiado por lo de Mimi. A mí también me afectó muchísimo, y me sentía una mierda por no darme cuenta de que mi hermana lo iba a pasar mal, que quizá se sintiera ya desplazada, así que creo que por eso me he puesto tan furioso cuando lo has sugerido. Debería habérseme ocurrido a mí.
               -Ya, ¿y cómo me lo pedirías? Para ti sería incluso más complicado pedírmelo que para mí. Se supone que el viaje a Mykonos es mi regalo de cumpleaños, y tú eres tan bueno que ni siquiera te atreverías a cambiarlo lo más mínimo para no disgustarme.
               -Razón de más para que te honre muchísimo lo que se te ha ocurrido, bombón. Porque, la verdad… joder, realmente hay veces que pienso que no les estoy dando a mis amigos todo lo que ellos me están dando a mí, ¿sabes? Ni los tengo en cuenta como te puedo  tener a ti. Que es lógico, porque al fin y al cabo eres mi novia, y es normal que te tenga como una prioridad. Pero ellos llevan conmigo toda la vida, nosotros llevamos poco. Menos de lo que me gustaría, aunque parece que más de lo que tu yo de hace un año estaría dispuesta a tolerar-la pinché, y Sabrae puso los ojos en blanco, negando con la cabeza-. Creo que me cabreé tanto porque me di cuenta de que una parte de mí sí que pensaba que es una lástima no estar pasando este tiempo con ellos. Supongo que me siento culpable por no estar cien por cien centrado en ti.
               -Alec, eres muchísimo más que mi novio-me riñó-. Es normal que no estés cien por cien centrado en mí. Tanta novela romántica te está friendo el cerebro-sacudió la cabeza-. Con razón las novelas de amor están destinadas a las chicas. Nosotras tenemos un intelecto superior y sabemos diferenciar la realidad de la ficción.
               -Sí, fijo que estás plenamente convencida de que no estás soñando cuando me ves desnudo-asentí, inclinándome y  rozándole la oreja con los labios antes de pegarle un mordisquito. Sabrae se estremeció y emitió un jadeo, arqueando la espalda de forma que sus pechos sobresalieron como la cúpula de la catedral de Florencia.
               Deslicé la mano por su costado, por su vientre, en dirección a sus piernas. Le acaricié el muslo y le fui levantando la falda a medida que retrocedía, y Sabrae no se quejó.
               -De acuerdo, nena. Una idea genial, como siempre. Que se vengan mis amigos y nuestras hermanas. Pero quiero un poco de margen. Dame tres días.
               -¿Para qué?-jadeó. Tenía los dedos en el elástico de sus bragas. Las enganché y tiré de ellas para liberar su sexo, y se me empezó a poner dura cuando las vi aparecer por entre sus piernas. Las dejé a la altura de sus rodillas y regresé a su entrepierna mientras Sabrae abría los muslos, dejándome espacio para que hiciera con ella lo que quisiera.
               -Para saber qué se siente haciéndote mía en cada rincón de mi tierra.
               Le mordí el lóbulo de la oreja mientras presionaba suavemente su clítoris, masajeándole los labios mayores que se empapaban a marchas forzadas. Joder, ya me había puesto cachondísimo, y apenas había hecho nada. La manera en que se mojaba en respuesta a lo que yo le hacía me hacía salivar. Estaba seguro de que había pedido demasiado poco tiempo. ¿Y si los invitábamos cuando a ella le viniera la regla?
               Introduje un dedo en su interior, y Sabrae gimió, buscando con una mano mi cuello para poder aferrarse a mí y pegarme más a ella.
               -Para hartarme a follarte y formar los suficientes recuerdos para elegir cuando me haga pajas pensando en ti estando en Etiopía.
               Su pecho subía y bajaba, subía y bajaba, igual que un glorioso acordeón cuya música eran sus jadeos acelerados.
               -Puedes empezar ahora-respondió. Y yo sonreí.
               -¿Es eso una invitación?
 
 
-¿Seguro que podéis con todo?-preguntó mi chico, dando un paso al frente para tener bien a mano las maletas por si acaso a las chicas se les caían. Era el último día de viaje en conjunto; de hecho, estábamos en el embarcadero más importante de Siracusa, en el que un crucero inmenso esperaba mientras los pasajeros subían lentamente, como hormiguitas cargando las maletas hacia su reina, en el centro del hormiguero más grande jamás construido. Habíamos preguntado cuatro veces si aquel era el barco que nos correspondía, ya que ambos habíamos creído que iríamos en una embarcación algo más modesta, preparada para el día entero que nos llevaría recorrer el trayecto desde Sicilia hasta Atenas, en lugar de para sortear olas de veinte metros en lo más violento de los océanos.
               -Todo controlado, hermano-Mimi levantó el pulgar en señal de que todo estaba en orden, a pesar de que las maletas que les habíamos dado, en las que iban todos los regalos para que no se estropearan en el viaje, probablemente pesaran más que ella. Dado que Alec era el único que había sido capaz de levantar su propio peso en algún momento de su vida, entendía perfectamente que estuviera tan inquieto con la manera en que Mimi trataba de arrastrar las maletas.
               -No os preocupéis, en serio-Eleanor agitó la mano, peleándose con su maleta y la de Mimi, en las que cabría yo perfectamente-. Subid ya. No querréis que zarpen sin vosotros.
               -Tal vez ésa sea la excusa que necesitan para decirnos que han cambiado de opinión con lo de Mykonos. Si ellos no van, nosotras tampoco-contestó Mimi, apartándose el flequillo con un sonoro bufido-. De verdad, si queréis tomaros el viaje como una escapadita romántica, a mí no me va a parecer mal que nos digáis que no vayamos. Con echaros de casa cuando lleguemos, basta-sonrió con maldad y Alec la fulminó con la mirada.
               Después de una noche de intensísimo sexo en nuestra última velada en Capri, en la que no sólo nos habíamos atrevido con el sexo en exteriores, sino que le había suplicado a Alec que me lo hiciera en la barandilla de la terraza porque estaba absolutamente chalada y quería sentir la mezcla de la adrenalina del sexo con la de estar en una situación de vida o muerte, nos habíamos levantado al día siguiente felices y más reafirmados que nunca en nuestra convicción de que invitar a los demás sería la decisión correcta. A fin de cuentas, Mykonos también era el hogar de Mary, si bien ella no hablaba tanto ni tan bien de la isla como Alec, o por lo menos no conmigo.
               Así que se lo habíamos planteado en el desayuno. Alec y yo habíamos esperado a estar sentados, con el despliegue de comida de que hacíamos gala todas las mañanas, para soltarles la bomba. Yo había sido la encargada de levantar el velo, acodándome en la mesa y apartándome tras la oreja los mechones de pelo que me había dejado sueltos de la coleta y que me caían sobre la cara.
               -Chicas, tenemos que comentaros una cosa.
               Eleanor se quedó helada en el acto, a medio camino de cortar un pedacito de queso que había cogido del bufet del hotel. Mimi, por el contrario, tenía una tostada de pan integral recubierta de queso de untar a unos centímetros de la boca cuando abrió muchísimo los ojos y nos miró alternativamente. Alec y yo intercambiamos una mirada, y cuando sonreímos, la malinterpretó.
               -Ay, Dios mío. Ay, Dios mío. ¡Ay, Dios mío!-exhaló, dejando caer la tostada sobre su plato y llevándose las manos a la boca. Miró a su hermano, escandalizado-. ¿¡Cómo se te ocurre!? ¡Estás a punto de irte de voluntariado un año!
               Alec parpadeó.
               -¿Eh?
               -¿La has dejado embarazada?-jadeó. Eleanor la miró con ojos como platos, aunque por la manera en que su expresión no cambió un ápice, supe que ella también creyó que íbamos a confesarles que nuestras familias iban a aumentar.
               Alec carraspeó.
               -¿Qué cojones dices, Mary Elizabeth?
               -Eres un sinvergüenza y un irresponsable. ¿Tanto te cuesta ponerte gomita? ¿O no… ya sabes… acabar dentro? Hay métodos cuando os da el calentón y no tenéis anticonceptivos a mano, Alec-gimió, inclinándose hacia delante en la mesa. Yo estaba tan alucinada que no podía decir nada-. Parece mentira que sea precisamente yo quien tenga que decirte esto, pero…
               -Sabrae no está embarazada-zanjó Alec, y Mimi me miró un segundo. Entrecerró los ojos y volvió a mirar a su hermano.
               -Tiene la piel radiante.
               -Porque nos hemos pasado la noche follando. Pero lo hemos hecho en silencio para no incomodar a la mojigata de mi hermana-escupió Alec, cogiendo la copa de zumo y llevándosela a la boca con un arco de la mano.
               -También tiene los pechos más grandes. Me he fijado.
               -¿Me has mirado las tetas?
               -Es una Whitelaw, Sabrae. Por supuesto que te va a mirar las tetas.
               -¿Qué explicación le encuentras a eso, a ver?
               -Las tendrá hinchadas de todo lo que se las he sobado-Alec se cruzó de brazos y se encogió de hombros.
               -¿Te crees que soy boba? He visto un montón de telenovelas; sé reconocer a una embarazada cuando la veo.
               -No sé, creo que el gilipollas de la familia soy yo-dijo, mirándome-. Ya no estoy tan seguro de que lo que vamos a decirles sea buena idea.
               -¿Lo vas a tener?
               -Mary Elizabeth-la corté-, no estoy embarazada, así que corta el rollo.
               -No la llames Mary Elizabeth-protestó Alec-. Sólo yo la llamo así.
               -¿Con lo muchísimo que te encanta llamar Thomas a Tommy para que Scott te monte un pollo, y ahora me vas a hacer lo mismo tú?
               -Tienes hermanas de sobra a las que llamar por sus dos nombres, así que no me quites a la mía.
               -Bueno, y si no estás embarazada, ¿qué otra cosa nos tendríais que decir con tanta ceremonia?-preguntó, cogiendo su tostada y quitándole las miguitas que se le habían incrustado en el queso ya que, por supuesto, había cumplido la ley de Murphy y se había caído por el lado untado. Abrí la boca para responder, pero Alec me interrumpió:
               -Y para que conste: la marcha atrás no sirve para nada. Así que cuando Trey te diga de hacerlo porque le aprietan los condones, le dices que a tu hermano le mide veintitrés centímetros y se lo pone siempre, porque no es un irresponsable.
               -No te mide veintitrés centímetros-respondí yo mientras Mimi se ponía roja como un tomate, y Alec me miró.
               -Ponme a prueba, Sabrae.
               Puse los ojos en blanco y miré a Eleanor.
               -El caso, El, es que Alec y yo lo hemos hablado y se nos ha ocurrido que sería buena idea que vinierais con nosotros a Mykonos.
               -¿Nosotras?-preguntó Eleanor, sorprendida. A Mimi ya le brillaban los ojos de la ilusión.
               -En unos días-añadió Alec, viendo cómo su hermana ya se estaba lanzando a hacer planes-. Queremos estar a solas unos días, para que me dé tiempo a enseñarle bien la isla.
               -¿La isla, o a los isleños?-canturreó Mimi, dándole un mordisquito a la tostada y arqueando las cejas de forma sugerente. Alec se la quedó mirando, y luego, me miró a mí.
               -Esta zorra ya no viene.
               -Sí viene. Las dos vendréis… si queréis. También vamos a avisar a los amigos de Alec para que se vengan si quieren.
               -Y a Shasha. Llevo mucho tiempo sin ver a mi Malik favorita.
               -¿Cómo que tu Malik favorita? Creía que tu Malik favorita era otra. La que se traga tu semen, por ejemplo-protesté, y Alec arrugó la nariz.
               -Sí, bueno, Sher todavía no lo ha hecho en la vida real, sólo en mis sueños, así que me estoy haciendo el duro con ella para ver si espabila.
                -Todavía te voy a mandar a Etiopía de un tortazo. Espero que la WWF te devuelta lo correspondiente al billete.
               -Mimi y tus amigos lo entiendo, Al, pero, ¿por qué yo?-preguntó Eleanor, sorprendida. Alec parpadeó, se llevó una mano al corazón y contestó, sorprendido:
               -Cariño… vamos a casarnos. Nueve veces. ¿Cómo me voy a ir yo a ningún sitio sin ti?
               -Te juro que te tiraré el café encima como se te ocurra volver a ponerte de rodillas-amenazó Mimi, y Alec hizo amago de levantarse sólo para desafiarla, pero yo lo agarré de la mano y lo obligué a permanecer sentado.
               -A pesar de que Alec está en modo cachondeo, los dos lo decimos completamente en serio. Después de lo que hablamos ayer durante la cena, nos hemos dado cuenta de que nos hace más ilusión que nos acompañe la gente importante para Alec en Mykonos, en lugar de estar totalmente solos una semana.
               -Espera, ¿esto va en serio?-Mimi nos miró alternativamente a Alec y a mí, y sólo cuando ambos asentimos se permitió procesar la información. Ella, Eleanor, Shasha y la pandilla de Alec. En Mykonos, haciendo lo que nos diera la gana-. Pero, ¿por qué?
               -Porque me piro un año de voluntariado y os voy a echar un montón de menos a todos, así que nos merecemos unas vacaciones de despedida. Como una despedida de soltero. Pero tranquila, Mary Elizabeth. No habrá strippers. No más de cinco, al menos-Alec me miró y me guiñó el ojo-. Son todos a los que puede satisfacer una mujer.
               -Me parece que prefiero no saber de qué hablas-dijo Eleanor, pero Mimi negó con la cabeza, dejando con cuidado su tostada y su cuchillo sobre el plato.
               -Chicos, os lo agradezco un montón, de verdad, pero… creo que yo estaría más cómoda si no fuera.
               -Oh, venga, Mary, ni que te estuviéramos pidiendo que nos ayudaras a grabar un sex tape. Nos vamos a controlar todo lo que nos controlamos en casa. Lo cual me supondrá un esfuerzo de la leche, porque Sabrae va a estar en bikini mucho más tiempo de lo que está en casa.
               -No me refiero a que me vayáis a incomodar con vuestro festival de miraditas sexuales, sino que…-clavó sus ojos castaños directamente en mí-, lleváis planeando esto mucho tiempo. No puedo haceros esto. No puedo simplemente coger las maletas y plantarme en Mykonos sabiendo la ilusión que os hace a ambos. La ilusión que te hace, Saab.
               Negó con la cabeza de forma que sus gafas se deslizaron suavemente por el puente de su nariz.
               -Te mereces esas vacaciones más que nadie después de todo lo que has hecho por mi hermano. No puedo hacerte eso, Saab.
               -No, cielo-repliqué, estirando las manos y cogiéndole las suyas sobre el mantel de lino blanco-, lo que yo no puedo hacerte a ti es quitarte a la persona a la que más quieres y saber que eres desgraciada por mi culpa. Y mucho menos después de lo que hablamos en la cena.
               -Lo de la cena fue un desliz. Me sobrepasaron las emociones, y os pido perdón. Jamás habría dicho nada de haber sabido que…
               -Mimi, ¿de verdad crees que no entiendo que te sientas así al saber que vas a tener que despedirte de tu hermano en un mes? Estoy enamorada de él; te entiendo perfectamente.
               Alec se revolvió en el asiento, regodeándose en lo último que acababa de decir. Como si no se lo dijera todas las veces que me lo pedía, o cuando nos despedíamos, o cuando nos saludábamos, o cuando lo hacíamos. Qué bobo era a veces.
               -Y es por eso por lo que no quiero privarte de él, sino compartirlo contigo. No quiero que lo pases mal-le aseguré, acariciándole los nudillos-. Te quiero un montón, Mimi, y no lo vas a pasar mal si por mí depende.
               Mimi miró a Eleanor, que asintió con la cabeza, dando su visto bueno, por supuesto.
               -Qué suerte tienes-comentó Alec con sorna-. A mí tardó en decirme que me quería seis meses.
               Las convencí a ambas en ese instante, claro que Eleanor no hubo que insistirle apenas. Cuando estábamos esperando a que vinieran a buscarnos en el hotel para bajar al ferry y marcharnos de vuelta a la península, hicimos videollamada con nuestras casas: yo con Scott, y Alec con Jordan. Alec fue el primero en soltar la bomba a un entusiasmado Jordan, que salió corriendo a decírselo a las gemelas en cuanto le aseguró que no estaba de coña, no era el Día Nacional de Tomar el Pelo en Italia, ni estaba tratando de conseguir que se plantara en Mykonos para darle plantón.
               Cuando lo conté yo, Scott me regaló el momentazo de subir a toda mecha a ver a Shasha, que como de costumbre estaba metida en su habitación viendo algún culebrón asiático. Le lanzó una maleta y Shasha se lo quedó mirando, sin comprender qué sucedía.
               -Haz las maletas, Shasha. Nos vamos a molestar a Alec a Grecia.
               -Dile a ese puto subnormal que no quiero que pise mi isla hasta dentro de cinco días-ladró Alec, y en cuanto vio a Shasha, se puso a lloriquear lo muchísimo que la echaba de menos y las ganas que tenía de verla.
               Me empeñé en reorganizar las maletas a pesar de que Alec me juró, me suplicó, e incluso se peleó conmigo para tratar de hacerme entender que el hecho de que viniera más gente a Mykonos no tenía por qué suponer ningún cambio en nuestros planes, pero yo no le escuchaba. Cuando le pregunté qué pasaría si cogíamos las sábanas de algún hotel y nos las llevábamos para no andar buscando apurados unos cuantos paquetes más en Mykonos, me fulminó con la mirada y me soltó:
               -Que probablemente no te dirija la palabra en lo que nos queda de viaje.
               Había terminado encargándoles a Mimi y Eleanor que se llevaran todo lo que no usaríamos en Mykonos para que la casa tuviera el mayor sitio posible, ya que Alec me había advertido de que era una casita normal, pequeña para lo que yo estaba acostumbrada, y en la que la convivencia sería muy pero que muy difícil si de repente triplicábamos la población a la que estaba acostumbrada. Habría que mover muebles, buscar camas hinchables y pedir favores a los vecinos para hacer el sitio habitable, pero nos las apañaríamos con un poco de ingenio. Ingenio que yo no quería desperdiciar jugando al tetris con todos los regalos que habíamos comprado a lo largo de nuestro viaje por toda Italia.
               Y ahora Mimi y Eleanor tenían que cargar con las consecuencias de nuestras pésimas decisiones.
               -Si queréis, podemos tratar de reorganizar…
               -No pasa nada, de verdad. Podemos con todo. No os preocupéis. Ya nos las apañaremos-aseguró Eleanor, y Mimi añadió.
               -Y si no, Eleanor siempre puede tirar de su encanto de diva del pop para conseguir que dos azafatos guapos nos paseen las maletas por el aeropuerto.
               Alec escaneó de arriba abajo a su hermana.
               -Mimi, el hecho de que yo ahora sea monógamo no quiere decir que tú te tengas que volver el doble de promiscua para suplir lo que falta. Hay competencia en el mercado suficiente como para que vivas tu despertar ninfómano; no te preocupes por los demás, de verdad.
               Mimi puso los ojos en blanco y le hizo un corte de manga. Le dijo que se moría de ganas por volver a casa sólo para disfrutar de la tranquilidad que acompañaba a su ausencia, pero se le escaparon algunas lágrimas mientras agitaba la mano en el aire para despedirse de nosotros, ya subidos en la cubierta del barco.
                Yo también sentí un extraño nudo en el estómago que bien podría afianzar una de las anclas del crucero mientras las veía hacerse más y más pequeñitas en el muelle lleno de gente, hasta no ser más que dos puntos en un océano de lunares que pronto se convirtió en una manchita en el horizonte, antes de perderse definitivamente entre las siluetas de los barcos, los filos de las velas y los embudos de sus estelas. Alec me rodeó la cintura con los brazos, abrazándome por detrás mientras la brisa me lanzaba el pelo en todas direcciones, haciendo que cobrara vida propia, convirtiéndome en Eris, diosa de la discordia y el caos.
               Me pregunté cómo se estaría sintiendo él ahora que estábamos solos, solos de verdad en una pequeña urbe marina. Nadie nos conocía allí; podíamos ser quienes quisiéramos: dos millonarios, dos herederos de imperios del petróleo, los hoteles o las drogas; dos jóvenes influencers en busca del viaje que haría que sus redes sociales pegaran el pelotazo definitivo, o dos prófugos de la justicia que habían hecho de su plan de huida el más glamuroso de la historia.
                Podríamos ser quienes quisiéramos, pero no sentir lo que quisiéramos, y había en mi interior un extraño vacío que jamás, en mi vida, habría pensado que podrían dejar Mimi Whitelaw y Eleanor Tomlinson.
               Alec pasó la cabeza por encima de mi hombro para observar la superficie del mar, que se rizaba y se entretenía dibujando patrones con las olas y los reflejos que arrancaba del sol. Le pasé el brazo por debajo del cuello, atrayendo su cabeza hacia mí, y pegué mi frente a su mejilla.
               -¿En qué piensas?-pregunté, mirando cómo el viento también hacía de las suyas con su pelo. Tenía los ojos entrecerrados, todavía concentrado en tratar de vislumbrar a su hermana en la motita en que se estaba convirtiendo Siracusa.
               -Es raro, ¿verdad?-sus dedos se apretaron un poco más en mi cintura, dándome un suave toquecito que claramente quería decir “estoy aquí”, aunque creo que no me lo estaba reafirmando a mí, sino a sí mismo.
               -¿El qué?
               -Estamos empezando otro viaje, pero me siento como si se hubiera acabado. Como si estuviéramos volviendo a casa después de la mejor noche de nuestras vidas, en una fiesta que sabemos que no vamos a poder repetir.
               Por fin, sus ojos de chocolate se encontraron con los míos. Debido al sol mediterráneo, que brillaba con el orgullo de quien domina un clima entero, y también tiene el único océano encajonado para sí mismo, tenían un deje dorado que no me desagradaba en absoluto. Era como si la esencia solar que Alec tenía dentro estuviera respondiendo a la llamada de su hermano y ancestro.
               Me di la vuelta y me apoyé en la barandilla de metal blanco, con sus manos ahora en mi cintura, allí donde ésta comenzaba a estrecharse. Le acaricié los brazos, esos brazos que servían tanto para protegerme como para abrazarme, que luchaban y amaban a partes iguales, en los que me moría por perderme y jamás quería perder. Habían adquirido un dulce tono tofe que me encantaba, y por primera vez en todo lo que llevábamos de viaje, me permití fantasear con lo que pasaría después de que Alec se subiera al avión, los cambios que se producirían en su cuerpo, lo moreno que se pondría y lo guapo que volvería de África, más sabio, más experimentado, más bueno, más en paz consigo mismo… y también más guapo y más bronceado.
               Sabía que me costaría horrores salir de la cama en Mykonos, y más ahora que sabía que nuestro tiempo solos estaba contado, pero me sería un poco menos difícil si me decía a mí misma que podíamos ir a la playa a tomar el sol, y dejar que el astro rey igualara en la piel de Alec todos los besos que le había dado yo antes.
               -Porque hemos acabado uno. Por eso es tan buena idea la que hemos tenido de pedirles a los demás que nos acompañen en Mykonos. Puede que yo sea tu casa, puede que Mykonos sea tu hogar… pero tu hermana es tu barrio; tus amigos, tu ciudad. Y creo que no hay nada más bonito que encontrarte Londres allá donde vas. Incluso en una playa de arena blanca, a miles de kilómetros de distancia del rascacielos más cercano.
               -Soy griego también, nena. Y ruso, si me apuras-me recordó, dando un par de pasitos para acercarse más a mí. Le eché los brazos a los hombros, los dedos acariciándole la nuca, y me relamí los labios cuando Alec me miró la boca. Nuestros ojos se encontraron de nuevo, y vi en ellos un chispazo de inteligencia. Le devolví la sonrisa cálida y enamorada que me dedicaba, la típica sonrisa que sólo se regalan los novios  en su luna de miel. Puede que eso fuéramos para el resto de pasajeros y la tripulación: dos jovencísimos recién casados en su luna de miel de ensueño.
               Qué suerte teníamos de haber encontrado a nuestra alma gemela a tan pronta edad, y de tener dinero para poder disfrutarla sin preocupaciones.
                -Mm, puede. Pero naciste en Londres, como yo. Y, lo más importante… nos conocimos en Londres. Así que, sólo por ese detalle, yo siempre seré londinense antes que nada.
               -Londinense antes que nada-repitió Alec, levantando la vista y oteando el horizonte. Inclinó la cabeza a un lado, levantando una ceja y una comisura de la boca en su mejor sonrisa de Fuckboy®. Su sonrisa de Fuckboy® en vacaciones-. Suena bien. Suena genial, de hecho. A primer sencillo de la promesa de su generación.
               -Bobo-sonreí, poniéndome de puntillas para besarlo en los labios. El único apoyo que tenía en la espalda era la barandilla, pero no tenía miedo de caer al vacío, pues tenía las manos de Alec sujetándome firmemente, igual que habían hecho la noche anterior, en el que apenas unos centímetros me habían separado de una muerte segura. Pero yo había confiado en él bajo la mirada de la luna menguante y las estrellas, y ahora no había nada que me hiciera dudar. Estaba en mi elemento, con dos soles pendientes de mí. Me sentía la flor más hermosa del jardín.
               Alec me acarició la mandíbula y siguió la línea de mis labios con su pulgar. Se relamió inconscientemente y se mordió el labio.
               -Joder, estás tan guapa… tu cara me podría curar cualquier mal, bombón.
               -Es porque estoy muy feliz. Creo que me gustan los momentos agridulces, siempre y cuando la parte dulce la pongas tú.
               -¿Qué tal si vamos a disfrutar de lo dulce en otro sitio?-sugirió, dándome un beso en el cuello y acariciándome el mentón con la punta de la nariz, inhalando de paso mi perfume y el aroma a manzana que manaba de mi pelo.
               -Nunca he hecho el amor en un barco-contesté, complacida. Nos encantaban nuestras primeras veces, y no veía mejor manera de empezar un viaje que con sexo dulce y mimoso. Alec me sonrió, me cogió de la mano, y atravesó conmigo la cubierta, derecho hacia los camarotes. Sabía hacia dónde nos dirigíamos, y cuando descubrí que había conseguido uno con ventana, a babor para poder ver la tierra cuando recorríamos el mar, no pude evitar alzar una ceja y mirarle.
               -A ti te ha ayudado alguien, ¿verdad?
               -Teníamos un camarote sin ventana. Supongo que te imaginarás por qué, por mucho que te esfuerces en hacerle la competencia, Shasha es mi Malik favorita-bromeó, y yo sonreí. Entré en la habitación delante de él, pero apenas me fijé en la decoración: sólo tenía ojos para las camas, que no podríamos mover al estar ancladas en el suelo para no moverse con la marea. Dormir separados ni siquiera estaba encima de la mesa, así que me giré y lo miré. Torció la boca, pasándose una mano por el pelo en ese gesto que tantísimo me gustaba. Espero que haya marejada en algún momento. Será interesante hacerlo con el mar embravecido, pensé.
               -Vaya, en el plano ponía que la cama era de matrimonio.
               -Sí, de matrimonio de enanitos-me reí, y Alec puso los ojos en blanco.
               -Bueno, nena, ¿qué lado te reservo?-preguntó, abrazándome por detrás y besándome el hombro-. ¿Derecha, o izquierda?
               Me giré y lo miré.
               -Me pido encima.
               Y Alec me sonrió.
               -Eso era lo que quería oír.
               No hubo marejada; de hecho, el mar estuvo tan calmado que llegamos a Atenas con un par de horas de antelación. El viaje fue un sueño, y ambos lamentamos tener que bajarnos tan pronto del barco, pero encontramos consuelo en prometernos que volveríamos a subirnos a un crucero y probaríamos todo lo que nos había faltado por probar en aquella travesía: a pesar de que no nos privamos en irnos a la cama cuando las ganas del otro estallaban en nuestros pechos, habíamos podido probar la piscina, pasear por un precioso jardín interior que se alimentaba de las aguas residuales purificadas y de la luz solar que se colaba por el techo de cristal, ir a un par de bares con música en directo y de cena romántica y pija en uno de los restaurantes de la parte superior del edificio de la torre de control, desde el que se veía todo el crucero como una pequeña ciudad. Brindamos a nuestra salud, la de nuestro amor y del disfrute de los días que nos quedaban juntos, e hicimos el amor de madrugada sobre el suelo de la cubierta, disfrutando de la sensación de peligro y lo guapísimos que estábamos los dos, él de camisa y yo de vestido largo, ambos comprados en las tiendas del barco expresamente para la ocasión.
               Adoré ese tiempo que estuvimos juntos y solos, en el que no tuvimos que coordinarnos con nadie más que con el otro, lo cual ni siquiera contaba como coordinarse, ya que estábamos tan en sincronía que deseábamos a la vez, y lo mismo.
               Me giré para echarle un vistazo una última vez al crucero, ya echando cálculos de lo que costaría comprar un pequeño velero cuando tuviera los veinte. Podríamos aprender a navegar y salir a surcar el mar, bañarnos en altamar y tener sexo en aguas internacionales cuando fuéramos adultos, hubiéramos terminado nuestras carreras y tuviéramos las vidas encauzadas. Puede que hubiera un anillo de diamantes en mi mano mientras cenaba en la cubierta de ese velero, y casi seguro que habría una alianza en mi anular y en el de Alec, arañándonos la piel mientras nos poseíamos con la rabia indomable que sólo tiene el mar.
               Los pasajeros del crucero se desparramaban por las calles de Atenas como el agua por los tallados de los templos aztecas, pero nosotros tomamos una dirección diferente. Mientras ellos se dirigían hacia el corazón de la capital griega, nosotros continuamos con nuestro viaje, atravesando los muelles con una decisión que me hizo saber que Alec ya no estaba guiándose por lo que había mirado en internet, sino por la experiencia. Había hecho aquel trayecto mínimo dieciocho veces en toda su vida; sabía adónde se dirigía.
               Nos detuvimos frente a una de las múltiples barreras que poblaban el puerto, en la que dos chicos vestidos con camisetas desteñidas por el sol y la sal comprobaban los pasaportes y los billetes de los pasajeros. Entonces, Alec dejó su maleta en el suelo y la abrió.
               -¿Qué haces, Al? Lo tengo yo todo a mano en el bolso-dije, enseñándole los pasaportes y los billetes. Me miró desde abajo, se bajó las gafas y dijo, sonriendo con sorna:
               -Estás loca si crees que voy a coger un ferry a mi casa con un pasaporte inglés.
               Dicho lo cual, cogió la bolsita que tenía dentro de la maleta, la que nunca había abierto conmigo en la habitación, y extrajo algo marrón y dorado del interior. Me lo tendió, y se guardó el inglés en la bolsa, y cerró la maleta antes de dejar que viera nada más.
               Me cogió la mano mientras esperábamos en la cola, y cuando les dio nuestros pasaportes a los chicos, respondió las preguntas que le hicieron con estoicismo, no entrando en la provocación que había en sus ojos. Le pregunté qué había pasado cuando nos sentamos en la parte superior del ferry.
               -Creían que mi pasaporte era falso-se encogió de hombros-. Me ha pasado más veces.
               -¿De verdad? ¿Por qué?
               Me miró, sonriente.
               -Los nacidos en Mykonos no pagamos el ferry.
               -¡Pero si no naciste en Mykonos! ¡Tendrás morro!
               -No, pero tengo allí la residencia en Grecia, así que es lo mismo-se encogió de hombros, sacándome la lengua.
               -¿Y por qué iba a ser falso tu pasaporte? ¿Porque tu acompañante es inglesa?
               -Porque me he bajado de un crucero de millonarios pijos. Los griegos no cogen esos ostentosos y caros cruceros de guiris para venir aquí.
               -¿Ni siquiera para empezarlos?-pregunté, chulita, creyendo que lo había pillado. Sin embargo, se echó a reír.
               -Hombre, teniendo en cuenta que saben de sobra que no hay ningún crucero que termine hoy la travesía, creo que hacen bien pensando que vengo de otro sitio.
               Me colgué de la barandilla y miré cómo la costa se deslizaba ante nosotros mientras saltábamos sobre las tímidas y perezosas olas. Habíamos conseguido coger uno de los ferrys de alta velocidad, así que en dos horas y media se suponía que llegaríamos a Mykonos, pero yo no tenía ninguna prisa. Era cierto que se disfruta tanto del viaje como del destino, y más con Alec como acompañante, su brazo en mi hombro y sus explicaciones cada vez que yo le preguntaba qué era esto, qué era aquello.
               Apenas a los diez minutos de viaje, ya se encontró con alguien conocido, dejándome entonces disfrutar de la gloriosa sensación que era escucharlo en griego. Se reía, asentía, daba palmaditas en el brazo o en el hombro e incluso repartía besos con las mujeres que venían a saludarlo, a las que yo devolvía el saludo cuando se acercaban a mí para presentarse, farfullando palabras que yo no entendía pero que tampoco necesitaba que Alec me tradujera (como sí hacía) para que supiera que querían decirme que se alegraban de conocerme. Me miraban y miraban a Alec y farfullaban con entusiasmo, a lo que Alec contestaba riéndose, llevándose una mano al pecho y asintiendo con la cabeza. Decían que era muy guapa y él decía que gracias. Decían que bienvenida a Grecia, y él daba las gracias. Decían que tenía que llevarme a casa a comer para conocerme mejor, y él decía que lo haría si teníamos tiempo.
               Luego, se sentaba de nuevo a mi lado, me daba un achuchón o, si tenía suerte, un beso, y seguía apoyado sobre mi cuerpo mientras me contaba todo lo que yo quisiera saber del país que lo había visto convertirse en un hombre.
               Estaba pensando precisamente en eso, en que Alec estaba a punto de mostrarme su pasado, cuando una isla emergió en el horizonte y él se envaró.
               -Es esa-dijo con ansia, y yo miré la hora, sorprendida de lo rápido que se me había pasado el tiempo. Analicé la silueta de Mykonos a medida que nos acercábamos en el barco, y no pude evitar sonreír. No me había parado a imaginarla porque no quería decepcionarme, como si el sitio en el que Alec era más feliz no fuera mágico por eso precisamente.
               El momento de desembarcar fue caótico, como es todo el abandono de los medios de transporte. La gente se apelotonó en las puertas, y nosotros nos quedamos sentados en la parte superior del ferry, esperando a que desembarcaran todos para salir luego nosotros. Miré las casitas de fachadas blancas, impolutas; de tejados abovedados azules como el lapislázuli, las calles empedradas y los estallidos de color que eran los jardines, las terrazas, las sombrillas.
               Por fin, nos bajamos del barco, Alec cargando con las maletas y yo con los ojos puestos en cualquier punto excepto el suelo; fue una suerte que no me tropezara con nada y me cayera.
               Al final del muelle del puerto empezaban una especie de túneles de colores que al principio creí que estaban recubiertos con telas para aliviar el calor, pero cuando nos acercamos más, descubrí que los nudos en las telas no eran nudos, sino ramos de flores blancas, amarillas, rosas y azules. Me quedé parada bajo ellas, sin aliento, mirando las celosías de buganvillas cuyos pétalos llovían con cada golpe de viento de una forma que no tenía nada que envidiar a la de los cerezos japoneses. Inhalé su dulce perfume, mirando las sombras y las nubecillas de colores que formaban, y comprendí en ese instante por qué Alec había sentido tanta paz pensando en ellas, pensando en Mykonos, hasta el punto de que le calmara la ansiedad.
               Te penetraré si me lo pides, me había dicho una vez, en el hospital, lo que parecía hacía eones y era en realidad apenas un pa de meses. Le había bastado con soñar que probaba mi néctar en las mismas playas de arena blanca que ahora se extendían a nuestros pies, con las mismas aguas turquesas en que se había convertido en hombre.
               Estoy aquí, pensé. Es real. Nuestros sueños se estaban volviendo realidad. Quiero que mi hogar conozca mi casa, me había dicho él cuando me invitó a venir. Y yo no podía estarle más agradecida. No sólo por lo que me estaba enseñando de la isla, algo que podría descubrir por mí misma, sino por lo que acababa de regalarme sin saberlo: un nuevo cénit de recuerdos que atesorar, su voz entremezclándose con el perfume de las buganvillas y la vidriera que componían con bambú, cuerda y sol.
               ¿Cómo no iba a ser tan bueno Alec haciendo el amor, si había aprendido a hacerlo en un sitio como aquel? Pensar en él poseyéndome en aquel paraíso blanco hizo que mi sexo se desperezara. Mis rodillas amenazaban con ceder ante la anticipación, y no ante los escalones de las calles del pequeño pueblecito de pescadores al que nos dirigíamos. Me giré para mirar el mar, la manera en que brillaba, como si jamás hubiera conocido una nube, como si estuviera hecho de joyas, celebrando y sol hecho de oro.
               La brisa me revolvió el pelo, juguetona, y me lamió las piernas entre las faldas del vestido, fresquita pero insinuante.
               Alec se dio cuenta de que me había quedado parada. Se giró para mirarme, y me tendió la mano para ayudarme a subir la primera de las escaleras, en dirección a la parada de bus que nos llevaría hasta su pueblecito.
               -¿Te vienes?-me preguntó, y yo lo miré. Seguramente pienses que mirar a una persona era bajar de nivel con un entorno tan hermoso, pero incluso allí, Alec se las apañaba para ser lo más bonito que había a la vista.
               Sonreí y asentí, aceptando su mano. No sabes tú lo bien que me voy a venir aquí, pensé para mis adentros, conteniendo una risita. Estaba deseando que Alec me enseñara todo lo que Mykonos tenía que ofrecer; en parte, porque entre lo que Mykonos tenía que ofrecer estaba él.
               Le seguí hasta la parada del bus, y me senté a su lado en el banco, sin ninguna prisa. Puede que aquellos fueran los dominios de Perséfone, pero ahora, la reina en el Olimpo era yo. Y no era mi trono lo que me interesaba. Era con quién lo compartía. Quién me había llevado hasta él.


 
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2 comentarios:

  1. Lo que me ha gustado este capítulo tia…
    Contentísima de que hayas decidido hacer del viaje una despedida para Alec con toda la gente que quiere, estoy deseando que narres esa parte del viaje porque van a ser risas. Por otro lado me ha gustado mucho como han resuelto la discusión al principio y me alegra ver que haya sido asi porque ya avecinaba drama y te iba a matar.
    Me muero de amor pensando en como va a ser la primera parte del viaje con ellos dos solos ��

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  2. Me ha encantado el capítulo, aunque he de decir que cada vez me vengo más abajo con que Alec se vaya a ir (y eso de que estoy segura de que le va a venir muy bien).
    Comento cositas:
    - Me gusta mucho el título del cap jejejejje
    - La primera parte del capítulo me ha sorprendido un montón, no me esperaba que Alec fuera a reaccionar así para nada.
    - Cuando Alec ha dicho “Yo todavía no me he preguntado ni una sola vez por qué te quiero tanto. Y dudo que lo haga dentro de 40 años.” he muerto de amor.
    - Me ha parecido muy interesante leer toda la parte que ha narrado Alec sobre como se siente sobre el voluntariado ahora que está tan cerca, pero que bajón me ha dado de verdad.
    - Durante el capítulo me he acordado mucho de las peleas que tuvieron Sabralec cuando empezaron. Me encanta ver cómo ha evolucionado su relación y como no tienen los problemas de comunicación que tenían al principio y como resuelven en una noche discusiones que meses atrás les habría llevado a días sin hablar.
    - Cuando Mimi ha asumido que Alec había dejado embarazada a Sabrae me ha recordado MUCHÍSIMO a cuando en cts Louis y Zayn pensaban que Scott y Tommy habían hecho un trío y dejado embarazada a la chica y ahora no sabían de quien era el bebé JAJAJJAJAJAJA
    - Me encanta Alec diciendo que Shasha es su Malik preferida.
    - Adoro que al final vayan a estar unos días solos y luego vayan a estar todos juntos (y que también vayan a estar Eleanor, Mimi y Shasha me hace mucha ilusión), es el plan perfecto. Además, tengo curiosidad por ver la dinámica del grupo con Shasha.
    - Me ha flipado el final osea: “Puede que aquellos fueran los dominios de Perséfone, pero ahora, la reina en el Olimpo era yo. Y no era el trono lo que me interesaba. Era con quién lo compartía. Quién me había llevado hasta él.” es que CHILLO

    Tengo muchísimas ganas de leer todo el viaje en Mykonos, tanto la parte en la que estén solos como la parte en la que estén todos. Creo que va a ser un viaje súper especial e importante para ellos.
    Pd. tengo miedo de la llorera que se viene como (o más bien cuando) se pongan a hablar los 9 de siempre de como es el fin de una era y como ya nada va a volver a ser como antes.

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