sábado, 23 de octubre de 2021

La contaminación acústica hecha música.


¡Toca para ir a la lista de caps!

La maleta de Sabrae tamborileaba contra el suelo de adoquines desgastados por el paso de procesiones de turistas y pescadores durante siglos y siglos y la acción del viento, la marea y los temporales a partes iguales, pero a ninguno de los dos nos importaba. Yo no había traído una maleta de ruedas precisamente por eso: los veranos peleándome con las piedras del suelo me había hecho aprender que cargar con algo era mejor que arrastrarlo por esos caminos empinados, pero, claro, Sabrae era tan pequeña y quería llevar tanto equipaje que sería imposible pedirle que se llevara una bolsa cargada al hombro.
               Además, me gustaba esa sensación. Disfrutaba del sonido de sus pies caminando por delante del martilleo incesante de las ruedas de su maleta, porque no sonaba a turista, sino a ella. Creo que podría haber distinguido el ruido de sus ruedas de entre toda la orquesta caótica que componía Mykonos: las olas al fondo del pueblo, las voces de mis vecinos saludándose unos a otros, los coches rodando lentamente por los caminos, las escobas apartando la suciedad de los caminos blancos como la cal, o las campanillas de las ventanas, titilando con cada mínima ráfaga de aire; o el crujido de las celosías, el susurro de las hojas de las buganvillas rozándose y el tronar de las gaviotas surcando el aire en busca de un nuevo sitio donde posarse. Era molesto y hermoso a la vez, como si Mykonos fuera una cacofonía que te gustaba escuchar, un concierto de heavy metal que te relajara, la contaminación acústica de Londres hecha música.
               Giré la cabeza para mirarla, comprobando que seguía en el mismo estado de asombro con el que se había bajado del ferry. Había estado bastante nervioso por si le había creado tales expectativas con Mykonos que ella hubiera construido una ensoñación en su cabeza imposible de alcanzar, pero cuando arribamos a puerto y vi su expresión, comprendí que me había preocupado para nada, y que incluso un desierto al que la llevara le parecería el rincón más paradisíaco del mundo simplemente porque se lo enseñaba yo.
               Sin desmerecer a Mykonos, por supuesto. Es, con diferencia, la mejor isla de todo el mundo.
                Por fin llegamos a mi casa, al final de una de las cuestas beige que iba rodeando la orografía de la isla y extendiendo el pueblo frente al mar, como si fueran las capas de una tarta nupcial. Me detuve y le di un apretón en la mano a mi chica cuando ésta siguió andando, con los ojos saltando de un lado a otro, analizándolo absolutamente todo, igual que un acróbata del Circo del sol que está a punto de ejecutar su número más peligroso y espectacular.
               -¿Nena?-la llamé, y Sabrae puso los ojos en mí. Creía que su sonrisa no podía ensancharse más hasta que se dio cuenta de que yo era real, estaba ahí, enseñándole mi isla. Su expresión se dulcificó, su sonrisa extendiéndose y sus labios entrecerrándose un poco más-. Es aquí.
               Arqueó las cejas, sorprendida, y levantó la vista para mirar mi casa. No le di tiempo a reponerse y que echara a andar detrás de mí; tenía muchas cosas que adecentar antes de dejarla pasar. No quería que viera la casa en el estado lamentable en que nos la encontrábamos cada verano, con el que parecía reprocharnos que no le hubiéramos dado el uso que se les supone a todas las casas: el de ser un hogar.
               -Espera aquí un segundo, ¿vale?-le pedí, salvando la distancia que me salvaba de la puerta de dos zancadas. A diferencia del resto de veces que había atravesado la puerta, la sombra fresquita de la celosía que cubría la puerta y el perfume de las flores no me relajó, sino que me puso más nervioso aún. Sabía que Sabrae se fijaría en ellas, y no podría evitar comparar el exterior de la casa con el interior, y a mí me parecía evidente quién ganaría.
               Descorrí todos los cerrojos de la puerta y la empujé con fuerza y cuidado. Chirrió y crujió ante la acción de mis manos, pero cedió como venía haciendo todos los años, arrojando un haz de luz sobre el pasillo de la casa. La abrí de par en par y atravesé el corto pasillo para abrir las contraventanas y las ventanas de la cocina. Volví por el pasillo en dirección al salón, de donde retiré las sábanas cubriendo los muebles, las hice una bola y las arrojé en una esquina de la cocina. Pasé a la habitación de mis padres, que conectaba con la cocina y el salón, y repetí la hazaña. Luego, subí a todo correr las escaleras en dirección a mi habitación y a la de Mimi, y tras pensármelo un momento, decidí juntar todas las sábanas en el mismo sitio para que Sabrae pudiera elegir qué habitación nos quedaríamos; la mía era más pequeña, pero tenía mejores vistas; la de Mimi era más grande y la más tranquila. Abrí y ventilé el baño del piso superior; caí en la cuenta de que no había abierto aún el del inferior, y bajé corriendo las escaleras, saltando los últimos escalones y girando tan rápido que escuché el pasamanos de madera de la escalera crujir ante el peso de mi cuerpo. Rezando porque no se astillara, tiré de la cadena, dejé correr el agua de la ducha hasta que dejó de salir turbia, y aclaré el plato para librarme del polvo. Cogí una escoba de la esquina y la pasé lo más rápido que pude por la casa, sintiendo no sólo la presión de tener que hacerlo bien, sino también de hacerlo rápido para que Sabrae no se impacientara.
               Recogí las alfombras y las sacudí con fuerza en la ventana de la habitación de mis padres, que daba a la parte trasera de la casa, a la que no permitiría que Sabrae se acercara. Pasé los dedos por las contras desteñidas por el salitre, y se me ocurrió que este año sería el primero en el que Dylan tendría que repintarlas solo. O también podía darle una sorpresa a mamá y pedirles a mis colegas que me echaran una mano, ya que básicamente iban a venir y a vivir del cuento varios días, con techo y cama por la que no me iban a dar nada (ni tampoco pensaba permitir que lo intentaran, la verdad).
               Me quedé plantado en la puerta del salón, mirando en derredor: las sillas de la cocina ya bajadas de la mesa, el sofá frente a la tele ya descubierto, las macetas apelotonadas en los alféizares de las ventanas para que las vecinas las regaran de la que pasaban, las camas desnudas, con los colchones al aire…
               A ver, la casa no estaba para entrar en la guía Michelín, la verdad. No es que fueran a venir a entrevistarme por tener uno de los pocos “rincones auténticamente pintorescos y cucos” que quedaban en el mundo, las cosas como son. De hecho, pocas veces la había visto tan mal, ya que normalmente una vecina le hacía el inmenso favor a mamá de empezar a ventilarla una semana antes de que llegáramos, con lo que el ambiente no estaba compuesto de tanto polvo en suspensión. Pero, dado que nos habíamos adelantado bastante a nuestra fecha de llegada habitual, y no habíamos dado aviso (lo cual había hecho que muchos de mis vecinos me miraran dos veces, la primera con hostilidad al ver a un extraño tan alto tan lejos de las zonas más turísticas, y luego con asombro en la mirada al darse cuenta de que era yo), así que la atmósfera de la casa estaba compuesta en un diez por ciento de oxígeno, y en un noventa de nubecillas de polen, polvo y pétalos secos, que flotaban en el aire como supervivientes extraviados de la última limpieza general, que había tenido lugar a principios de la primavera, de manos de mi tía Sybil.
               Pero también podía estar peor. Seguro que Sabrae entendía el estado de la casa.
               Así que, con un nudo en el estómago y sintiendo la vomitona de palabras de rigor que siempre se me apelotonaba en la garganta cuando me ponía nervioso, atravesé la puerta del salón y salí al pasillo.
               -Vale, bombón, ya puedes…-empecé, pero me quedé callado y anclado en el sitio ante lo que estaba viendo. Sabrae seguía plantada a la misma altura a la que la había dejado, justo frente a la puerta de la casa, pero había dado un par de pasos que habían sido cruciales. Tenía la cabeza levantada, examinando la celosía de buganvillas por encima de su cabeza con la misma sonrisa maravillada con la que había levantado la vista para mirar la Capilla Sixtina en la Ciudad del Vaticano, pero ahora estaba cien, mil, un millón de veces más hermosa. Le caía el pelo en cascada por la espalda, apoyándose en sus hombros apenas un par de mechones que no hacían más que reforzar sus curvas, y su piel de chocolate se había vuelto una vidriera de bronce con destellos de zafiro, topacio y turmalinas rosa. La enmarcaba el arco de las buganvillas que la habían convertido en una estatua, con perlas azules, amarillas y rosas, que parecían querer compensar el poco color que llevaba en su ropa, un vestido marinero con rayas blancas y azul celeste en vertical. En su pecho, justo al principio de su escote, brillaba su colgante con mi inicial. No se lo había quitado en todo el viaje, tan sólo para bañarse en Capri, por si acaso se le perdía en el mar.
               -Y entonces tendríamos que quedarnos para siempre-me había dicho, bromeando-. No me gustaría alejarme de él.
               -Captado; en cuanto salgamos del baño, lo lanzo al mar y nos vamos a mirar apartamentos-le había respondido yo, riéndome y abrazándole la cintura antes de darle un beso.
               Jo.
               Der.
               Debía de follar como un puto dios si había conseguido que semejante ser celestial se enamorara de mí. No la había visto tan hermosa en toda mi vida; ni siquiera cuando bajó las escaleras como una diosa del rojo y la lujuria con aquel mono demencial de Nochevieja, o cuando todo el mundo se oscureció y ella se convirtió en la única mota de luz durante mi graduación.
               Estaba tan embobado que me costó entender lo que empezó a instarme la voz de mi cabeza.
               Hazle una foto. Tu pobre cerebro mortal no va a conseguir recordarla tal y como es.
               Hazle una puta foto, Alec.
               Me saqué el móvil del bolsillo de los pantalones, la enfoqué con rapidez, como ya había adquirido costumbre, y le hice una ráfaga, que emitió unos chasquidos con los que se rompió el hechizo. Sabrae bajó la mirada y puso los ojos en mí, y no sé por qué, a pesar de los miles de años que habían transcurrido del mito, supe que eso había sido lo último que había visto Tiresias antes de quedarse ciego ante la belleza de Afrodita.
               A mí sólo me dio un vuelco el corazón, lo cual era un insulto a la belleza de Sabrae. Estaba bastante seguro que una Señora Inventada Hace Mucho Tiempo™ no tenía nada que hacer en un concurso de belleza con mi novia.
               Claro que yo salía ganando si no me quedaba ciego. Alec 1 –El pringao de Tiresias 0.
               -Estás… guau-silbé, y Sabrae sonrió-. De verdad, Saab. No te haces una idea…
               -Me encanta tu casa.
               -Si ni siquiera has entrado, bombón.
               -Hay una mariposa revoloteando en la celosía-dijo con el tono de voz de una niña pequeña, levantando la mano y señalándomela. No fue hasta entonces cuando me fijé en la mancha oscura de rojo y azul que revoloteaba por encima de su cabeza. Una mariposa narciso. Eran jodidísimas de encontrar.
               Y Sabrae no llevaba ni diez minutos en Mykonos, y ya había sido reclamada por la más lista de ellas. No podía decir que me sorprendiera.
                Sabrae cogió una buganvilla de la celosía y la levantó en el aire, esperando pacientemente a que la mariposa concentrara su vuelo errático en torno a su mano. El animal revoloteó en torno a ella un rato, como pensándoselo, como asegurándose de que la flor era una ofrenda para ella, y no un capricho de Sabrae. Finalmente, aleteó hasta posar sus patitas en la flor, que era minúscula a su lado, y las abrió en toda su hermosura. Sabrae dejó escapar un gritito de excitación, sonriendo, y me miró con ojos ilusionados, como preguntándome si estaba viendo lo mismo que ella, si no lo estaría soñando. El que me parecía que estaba soñando era yo.
               La mariposa se quedó un rato en los dedos de Sabrae (de nuevo, no podía decir que me sorprendiera) y finalmente se marchó. Sabrae se la quedó mirando mientras se perdía en el pueblo, una mota de colores vivos en un mar del blanco más puro, y se giró para mirarme. Se relamió los labios con las cejas arqueadas, como si no pudiera creerse lo que acababa de suceder o debiera considerarse afortunada porque una pequeña mariposa la hubiera escogido, cuando la del honor había sido la mariposa por poder posarse en sus dedos.
               Nos miramos en silencio unos instantes, deteniéndonos un poco más en ese momento que compartíamos, y luego me hice a un lado.
               -Bienvenida a casa-le dije, y su sonrisa se amplió un poco más. Agarrando con firmeza su maleta, atravesó el arco que formaba la celosía con las buganvillas medio asilvestradas, y por fin, cruzó la puerta.
               El corazón me martilleaba enloquecido en el pecho. Apenas podía escuchar nada que no fueran mis latidos a todo trapo, como si mis oídos hubieran sido concebidos precisamente para eso. Y, a pesar del estruendo, Sabrae se las apañó para hacerse oír por encima de todo, como una heroína bajada de los cielos en el momento en que la tierra se abría y escupía lenguas de fuego líquido, una heroína capaz de detener el apocalipsis.
               Entró en casa con la maleta siguiéndola con la docilidad de un perrito, y levantó la vista para mirar el pasillo, que hacía también las veces de recibidor. Miró las paredes blancas, cubiertas hasta la mitad con azulejos con diseños azules y blancos que también poblaban el suelo; echó un vistazo en dirección a la cocina y dio un par de pasos para entrar aún más, poder explorar todo lo que se le antojara.
               Su maleta chocó contra el mueble de la entrada, en el que guardábamos los zapatos mojados por la lluvia en las tormentas de verano, las bolsas para ir a comprar, los utensilios de jardinería de mi madre y las bolsas de playa, y Sabrae se detuvo.
               -Lo sien…-empezó a murmurar, pero se quedó callada al ver las fotos que había sobre el armario, a la altura de su pecho. A pesar de que estaban cubiertas de polvo, se podía intuir lo que en ellas se inmortalizaba, y no me sorprendió que cogiera la de en medio de las tres, en la que aparecía yo sosteniendo en alto una concha desteñida tanto por los años que tenía la foto como por su vida anterior, de pie sobre el muelle del pueblo y con el pelo aplastado sobre la cabeza.
               -¡Eres tú!-sonrió ella, limpiando la foto con las manos y acercándosela para poder verla mejor. Su sonrisa se amplió poco a poco a medida que iba recibiendo más y más detalles: las nubes perezosas en la distancia, pintando bocetos tranquilos en el cielo azul celeste; las olas curvándose en el mar azul turquesa, las redes de pesca colgando de los pilares del muelle, y mi bañador amarillo, el que mamá me obligaba a ponerme cuando buceaba para recoger conchas porque así le era más fácil tenerme controlado.
               Aquella foto era del primer verano que habíamos pasado en Grecia, después de que mamá se hubiera separado por fin de mi padre, y tuviera plena potestad para sacarnos del país a Aaron y a mí sin necesidad de pedirle permiso a él. Mamushka siempre había puesto mala cara las ver las fotos de Aaron cuando llegábamos a la casa de Mykonos, pero jamás había dicho nada porque sabía que era una batalla perdida. Ahora todo había cambiado, y anoté mentalmente que tenía que guardar a buen recuerdo las fotos de mi querido hermano para que las heridas que tanto le estaba costando sanar a mi madre siguieran cicatrizando.
               Conteniendo el impulso de dejar boca abajo la de la izquierda, que tenía a un Aaron sonriente en uno de los pocos momentos en que mamá había conseguido que fuera feliz en la isla, con la boca manchada por las langostas que nos estábamos comiendo en un restaurante del puerto, me acerqué a Sabrae para refrescarme la memoria, ver lo que ella veía.
               Y, entonces, ella comentó:
               -Me acuerdo de este bañador. Pensaba que lo había soñado.
               Pasó los dedos por la silueta de mis pantalones. En aquella foto tenía, ¿qué? ¿Cinco, seis años? Sabrae era apenas un bebé cuando la habían tomado, y, por supuesto, ella nunca me había visto en Mykonos.
               Claro que sí que habíamos ido a la playa juntos alguna vez de pequeños. Todo el proceso de divorcio y el posterior juicio por malos tratos había hecho que mamá y Sher se acercaran mucho, y Scott y yo siendo de la misma edad, y Sabrae y Mimi llevándose apenas medio año no había contribuido a poner distancia entre ellas. Como en un sueño, las recordé comentando cosas que yo no comprendía muy bien, pero que me gustaban por el mero hecho de que mamá parecía aliviada cuando las compartía con Sher. Decían palabras larguísimas, mamá mirando a Sher con tiento, como si no supiera si estaba ordenando las sílabas correctamente, y Sher respondía con tranquilidad y paciencia, repitiendo las mismas palabras, mientras ambas embadurnaban a sus hijos en crema solar antes de dejar que saliéramos corriendo en dirección a la orilla. Y Sabrae también estaba ahí.
               Me di cuenta de que Sabrae siempre había estado ahí. Había llegado a la vida de Sher apenas un año después de que mi madre la conociera y le pidiera ayuda, y… habíamos crecido juntos. Yo la había visto crecer, y ella me había visto crecer a mí, y compartíamos recuerdos de los que ni siquiera éramos conscientes.
               Sabrae levantó la cabeza y me miró.
               -¿Qué?-preguntó, y negué con la cabeza.
               -Nada. Me acabo de dar cuenta de… bueno-sonreí, encogiéndome de hombros, pasándome una mano por el pelo igual que hacía cada vez que me pillaban con las manos en la masa, provocando el irremediable destello de deseo en los ojos de mi chica-. Mamá no puede avergonzarme como las suegras de las pelis, enseñándote fotos míos de pequeño haciendo el tonto, porque tú te acuerdas de esas cosas.
               -Yo no estaba ahí cuando tú eras un bebé-comentó, dejando la foto de nuevo sobre la cómoda-. Así que no cantaría victoria tan rápido.
               Me acarició el mentón, distraída, comentó un suave “qué rica” al ver la foto de Mimi en esas mismas vacaciones, riéndose mientras las olas lamían un castillo de arena blanca que yo había construido lo mejor que había podido. Todo para mi hermanita.
               Tenía que limpiar la foto, pero ya me ocuparía de eso más tarde. Le cogí la maleta a Sabrae para que ella pudiera explorar libremente la casa, y la dejé al lado de la cómoda, junto a las escaleras. No pasaba nada porque se quedara en medio del pasillo, pues no hay nada más seguro que un pueblo en el que se conoce todo el mundo, pero quería que Sabrae no tuviera que preocuparse de si se la robaban, así que mejor pecar de exceso de precaución.
               Sabrae atravesó el pasillo en dirección a la cocina, y se quedó plantada en la puerta, echando un vistazo a los muebles de madera pintada de azul. Clavó los ojos en los jarrones y los botes de barro blanco con dibujos en azul, y se acercó a ellos. Se giró para mirarme con una pregunta en los ojos, y cuando asentí con la cabeza, tomó con extremo cuidado el más cercano a ella. Pasó los dedos por las letras que había en su parte superior y entrecerró los ojos. Ya había aprendido a leer el alfabeto ruso, pero todavía no me había puesto a enseñarle las letras griegas y, aunque había grafías parecidas, también había demasiadas letras diferentes entre los dos. Lo suficiente como para que no supiera siquiera pronunciar lo que estaba ante ella.
               Finalmente, se dio por vencida e inquirió:
               -¿Qué pone aquí?
               -Sal. Alas.
               -Oh. ¿Aquí?-preguntó, cogiendo un bote más grande pasando los dedos por la grafía.
               -Garbanzos. Revýthia.
               -Revýthia-respondió, sonriendo-. ¿En éste?
               -Arroz. Ésta es fácil. Rýzi.
               -Rísi-repitió Sabrae.
               -No, rííssi. La i es más larga y la s es más zumbido.
               -¡Es mi primera clase de griego! No seas tan exigente-se quejó, pero sonreía, y cuando dejó el bote en la estantería de la que lo había cogido, repitió-. Rýzi.
               -Ahora sí.
               No sé cuánto tiempo nos pasamos en la cocina, ella cogiendo los botes de legumbres y demás y pidiéndome que leyera sus inscripciones, las tradujera y corrigiera su pronunciación. Se le daba bien.
               -Mira-le dije, levantando la tapa de la cocina de carbón con la que mi abuela se había calentado en su juventud, y en la que también hacía tartas. Dylan siempre se había ofrecido a diseñar una nueva cocina que respetara las formas de la original, pero en la que pudiéramos poner un horno, pero ni mamá ni Mamushka querían oír hablar del tema. La verdad es que la cocina le aportaba personalidad a las comidas, y creo que los pescados asados recién sacados del mar no sabrían igual si los cocinaban con electricidad.
               Sabrae jadeó, acercándose a ella con los ojos como platos.
               -Gu-a-u-silabeó, acariciando los fogones. Levantó la vista y me miró.
               -Experiencia completa de pueblecito costero, nena-me reí, y Sabrae asintió con la cabeza. Echó un último vistazo a la cocina y luego pasó a la habitación de mis padres. La cama de matrimonio ya le dio una pista de a quién le pertenecía, y se limitó a acercarse a la ventana. Carraspeé.
               -No hay nada interesante ahí, bombón. Sólo el jardín trasero que, la verdad, todavía es más bien el vertedero trasero.
               Pero se asomó de todos modos. Echó un vistazo por la ventana, haciendo que pusiera los ojos en blanco, y luego salió de la habitación para entrar en el salón. Miró los muebles, las vasijas decorativas que mamá había seleccionado en el mercado a lo largo de los años, el mapa antiguo de Grecia que Dylan y yo habíamos enmarcado con mucho esfuerzo en el suelo de la cocina, y que habíamos tardado una tarde entera en conseguir colgar equilibrado en la pared en que se apoyaba el sofá. Los ojos de mi chica se deslizaron por las islas, leyendo (o tratando de leer) sus nombres. Apenas le prestó atención a la tele, claro que tampoco es que tuviera nada especial; sí que se detuvo en los sillones de mimbre entretejido, con cojines de tela blanca en los que me moría por ver cómo se hundía. Acarició el sofá, dibujó las siluetas de las sombras de las flores que estaban en el vano de la ventana, y me miró.
               -Me encanta tu casa, Al.
               -Nuestra casa-la corregí, abrazándola por la cintura y dándole un beso en la sien-. Sólo tengo un juego de llaves que darte, pero quiero que la consideres tuya también, ¿vale?
               Asintió con la cabeza, me dio un beso, y siguió explorando. Subió las escaleras con la vista alzada, fijándose en las fotos que teníamos colgadas en el pasillo. Me permití quedarme un segundo en el piso de abajo mientras ella subía, tanto para darle espacio como para verle las piernas por debajo del vestido.
               Cuando subí para reunirme con ella, me la encontré esperándome.
               -¿Cuál es tu habitación?
               Señalé por la que entraba más luz, y ella dio un paso hacia ella, pero yo le cogí la mano antes de que siguiera avanzando.
               -Aunque podemos dormir en la que quieras. Ni a mis padres ni a Mimi les importará.
               -Prefiero la tuya-respondió, poniéndose de puntillas, acercando sus labios a los míos y acariciándome el pelo por detrás de la oreja-. La de Mimi no tiene el morbo que tiene la tuya. No quiero dormir en una cama en la que no te hayas masturbado.
               Luchando contra el fuego que estalló en mi interior, conseguí vacilarla con un:
               -Lo primero que haré cuando lleguemos a Inglaterra será cascármela en tu habitación. No quisiera que te pasaras un año sin dormir por mi culpa.
               Sabrae se echó a reír, me dio un beso en los labios y, sorprendentemente, dejó mi habitación para el final. Tras entrar en la de Mimi, se fue al baño, y de ahí, por fin, a la mía. Entró despacio en la habitación, como quien entra en el santuario más prohibido de su religión, y se quedó mirando las paredes desnudas. Al contrario que en mi habitación de Inglaterra, no había puesto ningún póster ni nada por el estilo: me pasaba tan poco tiempo en mi habitación en Grecia que ni siquiera me había molestado en convertirla en un espacio que tuviera mi sello de identidad. Las únicas veces en que no había entrado en mi habitación para dormir, había sido para follar con Perséfone, así que no tenía ningún interés ni en que fuera la más grande, ni la mejor decorada, ni la más personal para mí. Con que tuviera una cama que aguantara el peso de mi cuerpo para dormir, y el de dos para follar, bastaba.
               A la cama la acompañaban la mesita de noche, cuyos cajones guardaban calzoncillos y condones a partes iguales cada verano, y un armario de madera clara en el que había colgado mis pantalones y mis camisas. No necesitaba más para hacer de Grecia un hogar; toda mi vida estaba fuera de la habitación. Aquello no era más que un minúsculo rincón de una isla que sentía que me pertenecía enteramente.
               Sabrae se acercó a la cama, acariciando el colchón desnudo, siguiendo la línea del mismo hasta llegar al cabecero. Escuché la sonrisa en sus labios cuando comentó:
               -A esta cama sí que vas a poder atarme.
               Noté que se me secaba la boca. Habíamos hablado tantas y tantas veces de las innovaciones que nos gustaría introducir en nuestra vida sexual que para mí era como una hipótesis indemostrable, igual que la existencia o no de un dios. A mí me gustaba que Sabrae me tocara, que me arañara, que me reclamara para ella con cada una de sus células, pero cuando me decía que a ella le ponía muchísimo pensar en cederme el control por completo a mí no me daba por quejarme, precisamente.
               Se giró y me miró por encima del hombro con una expresión chula, y mi cerebro estalló con la imagen de ella completamente desnuda, las manos atadas a cada uno de los dos barrotes del cabecero de la cama, su expresión contraída en un rictus de placer mientras yo me la follaba. Sus tetas rebotando con las embestidas de mi entrepierna, sus piernas bien cerradas en torno a mis caderas, empujando mi polla más y más adentro en su interior.
               -Sí, Alec, así, sigue así, más fuerte…-jadearía, arqueando la espalda, ofreciéndome sus tetas para que hiciera lo que me diera la gana con ellas, gimiendo de placer, haciendo que toda la isla la envidiara. La luz de las estrellas y la luna se arrojaría por la ventana abierta, porque haría demasiado calor esa noche como para que pudiéramos follar con la ventana cerrada, y el sudor de nuestros cuerpos empaparía el colchón de tal forma que casi tendríamos que dormir en el suelo, donde ella terminaría irremediablemente subiéndose encima de mí y montándome como a un semental sin domar, todavía con las muñecas enrojecidas del polvo anterior.
               Suerte que había venido preparado.
               Como si me estuviera leyendo el pensamiento y supiera que me faltaba muy poco para volverme completamente loco, Sabrae se inclinó y se apoyó en la ventana para echar un vistazo fuera, algo que habría sido completamente inofensivo, de no ser por la manera en que levantó el culo y se puso a menearlo de un lado a otro, como la cola de una sirena a la espera de que el primer marinero se arroje por la borda.
               Creí que podría con ella. De verdad que sí. La parte más boba y positiva de mí mismo, la que me sobrevaloraba constantemente, pensé que Sabrae de esa guisa no podría hacerme nada.
               Y luego gimió, y yo me di cuenta de que no tenía nada que hacer contra ella cuando se le metía algo entre ceja y ceja.
                -Uf-suspiró, y mi cerebro se desconectó ahí-. Menudas vistas.
               Y tenía razón, la verdad. Mi habitación se orientaba hacia la costa, a cuyos pies se extendía la playa, el puerto, los puestos del mismo y el muelle como una alfombra roja ante una actriz en su película más esperada.
               Aunque yo también la tenía cuando respondí:
               -Ni que lo digas.
               Avancé hacia ella con el cuidado del que se acerca a un depredador peligroso, aún sin catalogar, y me relamí los labios cuando le levanté el vestido hasta dejar a la vista su ropa interior. Sabrae no dejó de moverse, fingiendo inocencia, como si su cuerpo no se percatara de lo que sucedía, como si el escalofrío que la recorrió cuando deslicé los dedos por su muslo y presioné levemente su entrepierna se debiera a una ráfaga fresca en lugar de a la sensación de presión en su entrepierna y la promesa que conllevaba.
               Joder. Estaba mojadísima. Incluso a través de la tela de las bragas podía notar su anticipación. Estaba empapada, con la tela adherida a sus pliegues como una segunda piel. La masajeé despacio, en círculos, y Sabrae cerró los ojos y se deleitó en la sensación. Sus dientes se hundieron en su labio cuando se lo mordió como pronto haría mi lengua en su sexo cuando se lo comiera. Me incliné para hablarle al oído.
               -Alguien lleva tiempo con ganas.
               -Llevo cachonda desde que nos bajamos del ferry. Sólo estaba esperando a que me mostraras el sitio adecuado para inaugurar nuestros tres días a solas.
               Se me acumuló toda la sangre en un punto, y ojalá hubiera sido la cabeza para poder deleitarme en lo que quería hacerle, en las cosas que había aprendido a lo largo de los años, en todo lo que le enseñaría durante esos tres gloriosos días.
               Me arrodillé tras ella. Ya habíamos hecho esto más veces en esa misma posición, pero nunca en un sitio en el que pudieran vernos. A ninguno de los dos nos importaba. Enganché el elástico de sus bragas con los dedos y tiré de él para bajárselas, y cuando vi su sexo hinchado y abierto, se me hizo la boca agua.
               -Voy a dedicar cada segundo del tiempo que estemos aquí en hacer que te arrepientas de haber decidido compartirme-dije, dejando un rastro de besos en sus muslos y, finalmente, besándole los pliegues. Sabrae arqueó la espalda, buscándome. Su sabor era a mar y miel, una deliciosa mezcla que había escalado puestos rápidamente en mi ránking de platos preferidos.
               Abrí la boca y pasé la lengua por toda su extensión, llevándome conmigo hasta la última gota de su placer. Su sexo se contrajo, buscándome, y yo supe en ese momento que no iba a poder alejarme de ella. Sería gilipollas. No me había metido condones en la cartera; todos estaban en las bolsas de viaje, en el piso inferior.
               Sabrae jadeó mi nombre, el sonido más glorioso que había escuchado en toda mi vida. Ni siquiera ella misma gritándolo estando encima de mí me gustaba tanto como cuando lo pronunciaba así, como una súplica, un ruego, la invocación del único dios que podía hacerla creer.
               -Alec…
               -Dime, Sabrae, ¿te arrepientes ya?-pregunté, y capturé su sexo entre mis labios. Lo rocé con los dientes y a Sabrae se le escapó un grito, con su sexo latiendo como un corazón. Dios, lo genial que sería sentir esos latidos en mi polla-. ¿O tengo que…-chupé uno de sus labios-, afanarme-chupé el otro-, un poco más?-capturé de nuevo todo su sexo en mi boca, me deslicé hacia abajo y jugueteé con su clítoris. Una nueva oleada de humedad descendió por mi garganta cuando otro escalofrío dobló a Sabrae en dos.
               -Fóllame-me pidió, y yo sonreí.
               -¿Las palabras mágicas?
               -Alec, por Dios…
               -Ah, ah-contesté, dándole un suave mordisquito-. Ya sé que mi nombre te parece magia, nena, pero no es eso en lo que estoy pensando.
               -Por favor…-suplicó, y mi sonrisa se amplió un poco. Le di un beso en el glúteo.
               -Eso me parecía. Sabía que puedes ser educada, si te lo propones. Tengo malas noticias para ti, nena: ya sabes que no puedo dejar un plato a medias, y he decidido que tu coño va a ser mi comida del día. Tengo mucha, mucha hambre.
               -Oh…
               -Y me apeteces un montón. ¿El problema? Los condones están en el piso de abajo.
               -¿Y…?
               -No voy a poder saciar mi apetito hasta tomarme el postre. Seguro que puedes perdonarme, bombón.
               -No quiero… perdonarte-jadeó-. Quiero que te corras.
               Me reí contra su sexo, lo que hizo que un nuevo escalofrío la dividiera en dos.
               -Por favor, Sabrae… dime que me vas a chupar la polla cuando termine contigo. O puede que cometa una locura.
               Una locura nivel… pasarme por el forro el momento en el que estábamos en su ciclo y hacerlo sin condón. Con todo lo que eso implicaba. En circunstancias normales, habría sido capaz de ponerla por encima de mí, mi deseo de cuidarla habría pesado más que mi deseo de poseerla, pero… no estábamos en circunstancias normales. Estábamos en Grecia, y yo tenía su sabor en la lengua, su fuente al alcance de mi boca. Era un milagro que recordara cómo me llamaba, así que la abstinencia estaba definitivamente fuera de la mesa.
               -Yo quiero… chupártela… uf. A-ho-ra.
               -Mm. Interesante. Sigue hablando, nena. Haz que tu voz se oiga, bombón.
               -¿Por qué no… hacemos el… 69?-soltó el número de carrerilla antes de frotarse contra mí, y en mi mente empezaron a sonar alarmas. ¿Cómo no se me había ocurrido? Con todas se me ocurría.
               Con todas, menos con ella.
               -Joder, Sabrae, te amo.
               Sin darle tiempo a reaccionar, la agarré de las caderas y la arrojé encima de la cama. Le separé las piernas y continué comiéndole el coño, mi nueva droga favorita en el mundo, antes de ordenarle:
               -Quítate el vestido.
               Normalmente, desnudarla era mi deporte favorito y uno de mis pasatiempos predilectos. Me gustaba detenerme en quitarle la ropa, jugar con su anticipación, ver cómo se iba acelerando a medida que estaba más y más desnuda, y yo disfrutaba del proceso como un niño rasgando el envoltorio de sus regalos de Navidad. Pero ahora no teníamos tiempo para eso, ya que los dos queríamos una cosa: aliviarnos. Un orgasmo compartido.
               Y la queríamos ya.
               Me desabotoné la camisa a la velocidad del rayo, quitándomela y dejándola caer a los pies de la cama, mientras Sabrae se deshacía de su vestido y su sujetador, de tirantes tan finos que apenas habían podido contener sus pechos donde ella decía que se suponía que debería tenerlos, pero cuya imagen en la parte más apartada de mi visión me volvió absolutamente loco. Escalé hasta ponerme encima de ella, vestido ahora sólo con los bóxers, y empezamos a besarnos. Le metí un brazo por debajo del cuerpo, levantándola hacia mí haciendo toda la fuerza en su espalda.
               Noté que me quitaba los calzoncillos y abría las piernas. Metió un brazo por entre nuestros cuerpos pegados y cerró los dedos en torno a mi polla. Aprovechando para acariciarla, la orientó hacia su sexo, y pasó la punta por sus pliegues húmedos. Mierda, nena.
               -No juegues con fuego, Sabrae.
               -Quiero que me quemes-me contestó, susurrándome al oído antes de morderme la oreja y presionar mi polla entre sus dedos. Por toda respuesta, la agarré con fuerza y la hice rodar por la cama, poniéndola encima de mí. Me dio un tirón en la polla porque no le dio tiempo a retirarse, pero conteniendo un quejido, la agarré de las caderas y la hice darse la vuelta.
               -Estoy hasta los huevos de tener que ser el sensato de los dos, niña-escupí-. Ya no puedo más, te lo digo de verdad. Estamos en mi puta isla; no me merezco que me pongas contra la espada y la pared aquí. La próxima vez no voy a ser tan considerado contigo, ¿me escuchas?
               -Alto y claro-respondió, reclinándose en mi cuerpo y frotándose contra mí como la absoluta hija de puta que era. Agarró mi polla con las manos y, orientándola hacia su boca, terminó, juguetona, con un-, papi.
               ¿Puedes odiar como no has odiado en tu vida a la persona a la que también más has querido? Yo creo que sí. Eso explicaría bien esa mezcla de emociones que me invadió cuando Sabrae se metió mi polla en la boca.
               Recordé lo que le había dicho la primera vez que nos habíamos practicado sexo oral mutuamente y a la vez. “Si hacéis bien el 69, nunca podéis hacerlo. Siempre hay uno que se desconcentra y desatiende sus tareas”. Yo había sido siempre ese uno con ella. Bueno, ¿adivina quién lo fue esta vez?
               ¡Premio!
               Sabrae me estaba demostrando que el tiempo que había pasado desde la primera vez que me la chupó y todas las prácticas que había tenido conmigo la habían convertido en una absoluta maestra. Si ya me encantaba cuando se ponía de rodillas delante de mí, tenerla allí, desnuda, con el peso de su cuerpo sobre el mío, sus curvas amoldándose a mis ángulos, su lengua rodeándome el tronco y sus labios succionándome bien la polla fue más de lo que mi pobre psiquis pudo soportar. Su sabor en mi lengua tampoco ayudaba, precisamente, a que yo me relajara o pensara con claridad, me concentrara en darle placer o en cualquier otra cosa que no fuera la increíble mamada que me estaba haciendo.
               -Joder, nena, me estás matando…
               Se rió, dándome un beso en la punta mientras sus dedos me masajeaban los huevos. De verdad, el día que le había dicho que me gustaría que les prestara un pelín más de atención, estaba mejor metiendo la cabeza en el culo de un hipopótamo. Ahora iba a reventar de placer.
               -Entonces bajaré el ritmo. No puedo dejar que te me escapes cuando sólo te haya follado en un rincón de esta casa. Tenemos que estrenarla-comentó, y se empujó hacia atrás, presionando su sexo contra mi cara. Automática e instintivamente, le rodeé las piernas con los brazos y tiré de ella para pegármela más a la boca y poder hacerla gemir, aunque poco tenía que hacer contra su lengua, que estaba…
               -Geia sas?
               Sabrae y yo nos quedamos quietos, expectantes. Entonces, el sonido proveniente del piso de abajo se repitió.
               -¿Hola? ¿Hay alguien? ¿Annie? ¿Ekaterina? ¿Por qué está la puerta abierta?
               Sabrae se alejó de mí como si quemara, aovillándose en una esquina y tapándose a duras penas con el vestido.
               -¿Qué pasa?-preguntó en un siseo-. ¿Qué dicen?
               Escucharla preguntarme qué decía aquella voz me hizo salir de mi embotamiento. No les entendía. No estaban hablando en inglés.
               ¿Qué coño?
               Miré en derredor. La habitación blanca, el mar cristalino y en calma de fondo, la tranquilidad de un puerto pesquero. Mykonos.
               -¡Voy a llamar a la policía!-advirtió la voz del piso de abajo, y yo contesté en el mismo idioma.
               -¡No pasa nada! ¡Soy Alec!
               -¿Alec?
               -¡Un segundo! ¡Enseguida bajo! Un minutito-balbuceé, y luego, me giré para tranquilizar a Sabrae-. No te preocupes, nena. Es sólo una de mis vecinas.
               Sabrae me miraba con ojos como platos, pero asintió con la cabeza. Salté de la cama y me puse los pantalones a toda velocidad, sin molestarme siquiera en ponerme los calzoncillos, y cogí al vuelo la camisa hecha una bola que Sabrae me lanzó. Salí de la habitación y bajé las escaleras a toda prisa, abrochándome los botones tan rápido como pude, con tan mala suerte que no fui tan hábil como las otras veces en que había tenido que salir literalmente corriendo de la cama de una tía, que no los abotoné en su lugar. Supongo que no importaba, dada la situación.
               -¡Alec!-celebró la dueña de la voz, cuyo rostro curtido por el sol y los años se iluminó al reconocerme. Abrió los brazos y caminó hacia mí con la vitalidad de una niña de 10 años en el cuerpo de una señora de 80.
               -¡Elora!-festejé, entregándome a su abrazo-. ¡Buenos días!
               -He visto las ventanas abiertas y la casa abierta de par en par y me he extrañado. Tu madre no me dijo que vendríais. Os habéis adelantado a otros años. ¡Podríais haberme avisado! Ayer hice musaka, ¡podría haber hecho un poco más para dárosla!-me regañó, y yo hice una mueca.
               -Estoy yo solo, me temo, así que no te preocupes. Me las apaño con tus sobras-bromeé, y ella alzó las cejas, y blandió de nuevo su escoba.
               -¿Es cierto? Porque mi Chloe ha sido la primera en fijarse en que habían abierto la casa. Se te ha metido una turista-comentó con sorna-. La ha visto. En el piso de arriba, mirando el mar, ¡como si la casa le perteneciera!
               Noté que me sonrojaba.
               -Ah, sí, lo sé. O sea… la he traído yo-Elora me miró. Su nieta, Chloe, era de mi edad, un pibonazo rubio de madre eslava y padre griego de toda la vida. Sobra decir que habría perdido la virginidad con ella de no ser por Perséfone, algo que Elora no le perdonaba. Apreciaba muchísimo a toda la familia, hasta el punto de que cuidaba de la casa por nosotros, regando las plantas y ventilándola de vez en cuando para que no se acumulara demasiado el polvo. Creo que pretendía hacerme ver que las mujeres de su familia eran muy serviciales, y que Chloe sería una buena esposa para mí. Lo cual no ponía en duda, por supuesto, pero por motivos un pelín menos… ortodoxos.
               Varios de mis colegas de Grecia se la habían tirado, y sus dotes chupándola eran famosas en todo el Egeo.
               -¿Es Mary?-preguntó Elora-. Juraría que Chloe me dijo que esta chica era morena.
               -No, no, no es Mary. Mi hermana está en casa. Esta chica es… bueno, es mi novia.
               Elora parpadeó. Una. Dos. Tres veces. Procesó la información lentamente, hasta el punto de que llegué a preguntarme si no me habría dirigido a ella en ruso o en inglés sin querer.
               Y luego, su rostro se iluminó con una sonrisa radiante. Vaya. Chloe debía de haberse echado novio.
               -¡Tienes novia! ¡Qué buena noticia!-abrió los brazos, me estrechó entre los suyos y empezó a cubrirme de besos-. ¡Ya me parecía a mí que estabas más alto y más guapo! ¡Y más bronceado! ¿Le has enseñado el país? No la habrás llevado a Atenas-me fulminó con la mirada, recriminatoria- antes de traerla aquí, ¿verdad? Ese agujero de suciedad no tiene nada que hacer con nuestra isla. Mira que como se haya llevado una impresión equivocada de…
               -Jamás se me ocurriría, Elora-me eché a reír.
               -Ya iba siendo hora de que asentaras la cabeza, ¿sabes? Tenías a tu madre muy preocupada. Bueno, y a las chicas de la isla revolucionadas-se echó a reír-. En serio. Tu llegada ha sido el acontecimiento de la temporada desde que Perséfone anunció que no estaría aquí durante el verano. Se te llevan rifando desde la primavera. Me sorprende que no haya habido una guerra civil, o que no hayan mandado una comitiva a recibirte cuando llegaste a la isla y así obligarte a escoger.
               -Espera, ¿Perséfone no va a estar aquí en todo el verano?
               -Ah, no, tiene un viaje largo, o no sé qué. Ya sabes, no es que Chloe y ella sean íntimas, precisamente, y aunque aquí las noticias vuelan, su familia es muy… bueno, ¡en fin! Que las chicas de la isla se disgustarán mucho al saber que hay un soltero menos. ¿Dónde está tu novia? ¿Está arriba? ¿Puedes pedirle que baje?-inquirió, estirando la cabeza para mirar por el hueco de la escalera.
               -Eh… Elora…
               -Ha sido un viaje bastante largo y… bueno, está un poco cansada. Seguro que no le hará mucha gracia que le pida que baje y empiece a presentarla sin darle un tiempo a que se aclimate a la isla. Quiere causar una buena impresión, ¿sabes?
               -Por supuesto, ¡por supuesto! Lo entiendo perfectamente. Bueno, y cuéntame, ¿cómo estás? ¿Qué tal todo por casa? ¿Cuándo vendrá tu familia? Nos morimos de ganas por que llegue Ekaterina. No hay quien juegue a las cartas tranquila si no es con ella. Es la única persona de esta isla que pilla a los tramposos más rápido que los delfines a nuestros peces. No es que la pesca este año esté siendo mala; todo lo contrario, le estamos sacando ventaja a los turcos. Dicen en la televisión que es por las corrientes marinas, que nos favorecen. ¡Como si nos importara qué es lo que hace que esos cerdos no nos roben lo que es nuestro! Hace un día precioso, ¿no crees? Ideal para unas galletas de plátano y aceitunas-puso los brazos en jarras-. Creo que haré unas esta noche. ¿A tu novia le gustan?
               -Supon…
               -¿Cómo me habías dicho que se llamaba?
               -Sabrae.
               -Sabrae-repitió la señora, y en ese momento, como si estuviera esperando que la invocaran, Sabrae apareció en la parte alta de las escaleras. Se sentó en el último escalón, abrazándose las rodillas, y me miró. Mierda. A la mierda retomar el polvo donde lo habíamos dejado. Tragué saliva, intentando contener mis ganas de mirarla o de pensar en ella, no fuera a ser que Elora levantara la cabeza y la viera allí.
               Y entonces ya sí que no habría manera de echarla de casa.
               -Qué nombre tan exótico. ¿De dónde es?
               -Es inglesa, como yo.
               Elora se echó a reír.
               -Tú no eres inglés; tú eres nuestro. ¿Y su familia?-me cortó antes de que pudiera darle las gracias-. ¿De dónde es? Las inglesas no tienen nombres bonitos; no como nuestras chicas. Ya me dirás tú a mí qué clase de nombre es Elizabeth. O…
               Empezó con una perorata sobre nombres ingleses que no me gustaba, de los cuales estaba bastante seguro que ni el diez por ciento eran realmente ingleses, pero yo me limité a asentir. No quería ser maleducado, pero tampoco quería darle más conversación: por muchos favores que le hubiera hecho Elora a mi familia, pasarme las primeras horas de Sabrae en Mykonos debatiendo con ella sobre nombres y demás no era exactamente lo que había planeado.
               No sé cómo, de los nombres pasó a hablar de los extranjeros que venían a veranear a la isla (en los que no incluía a mi familia, por supuesto, me aseguró), de ahí a los sitios que había visitado con su familia, y de los sitios que había visitado con su familia, de lo bien que le había ido a Chloe en el último año de instituto.
               -Me imagino que a ti también, ¿verdad que sí, Alec? Siempre has sido muy espabilado-me dio unas palmaditas en la mejilla amorosamente-. Por supuesto que sí. Es increíble lo rápido que se te quita el acento inglés cuando vienes. A las dos horas ya estás hablando como nosotros, ¡incluso diría que nunca llegaste a hablar con acento delante de más de dos o tres personas! Es admirable lo que haces, simplemente admirable. ¿Tu novia habla griego?-preguntó-. Le estarás enseñando, ¿verdad? Mira que es de mala educación…-y venga, otra perorata sobre lo importante que era que Sabrae conociera a la perfección el idioma de la isla, como si no fuera jodidísimo de aprender para alguien cuyo primer idioma era el inglés.
               Claro que Sabrae también sabía urdu, así que llevaba esa ventaja con respecto a… no sé, Jordan, por ejemplo.
               Levanté la vista y me fijé en que Sabrae seguía exactamente en la misma posición, abrazada a sus rodillas, esperando con paciencia a que despachara a Elora. Tomé aire y busqué una excusa para pedirle con toda la amabilidad del mundo a Elora que por favor nos dejara solos y se volviera a su casa, y en ello estaba cuando me fijé en que, desde aquella posición, podía verle las bragas a Sabrae.
               Recordé que yo no llevaba ropa interior mientras me deleitaba en la forma en que la tela se pegaba a su entrepierna, adhiriéndose a ella como sólo lo hace la ropa mojada. Y recordé lo húmeda que estaba cuando la toqué por encima de la tela. Y recordé lo bien que sabía cuando hundí la lengua en su interior.
               -Bueno, gracias por la visita, Elora-dije, a lo que la mujer parpadeó con estupefacción, ya que la había interrumpido a media frase, cosa que a mí jamás se me había ocurrido hacer. Jamás. No en Mykonos, por lo menos. Sentía más respeto por esa gente, que había acogido a mamá de vuelta con los brazos abiertos cuando escapó de las garras de mi padre, que por toda la sociedad londinense, que simplemente había decidido mirar hacia otro lado ante las marcas de maltrato que mi madre no era capaz de cubrir, de tantas y tan profundas que eran-. Ha sido muy agradable, pero me temo que tenemos muchas maletas que deshacer, y me gustaría llevarme a mi chica de paseo por la isla antes de que se ponga el sol. Tenemos muchísimo que preparar antes de dormir, así que estamos un poco pillados de tiempo. Así que gracias por pasarte, ¿eh?-dije, empujándola sutilmente hacia la puerta y aferrándome a ella para interponer la primera barrera entre los dos-. Aún nos estamos instalando, pero iremos de visita y te la presentaré en cuanto terminemos, ¿vale?
               -Puedo traeros si queréis un poco de ensaladilla que tengo en la nevera… para salir del paso…
               -Sería genial, pero nos encanta cocinar. Así que muchísimas gracias. Bueno, ¡adiós!-me despedí, cerrándole la puerta en las narices. Apoyé la espalda en la puerta y suspiré, tomándome un momento de descanso antes de subir las escaleras y echarle a Sabrae el polvo de su vi…
               Elora golpeó la puerta con su escoba.
               -¡No me has dicho si le gustan las galletas de plátano!
               -¡Estamos bien, Elora, en serio! ¡No hace falta que te molestes!
               -No es molestia, corazón. En un par de horas os las traigo.
               -Ay, no-gemí por lo bajo, negando con la cabeza y llevándome las manos a la cara. En ese momento, Sabrae bajó las escaleras, y se colgó por encima del pasamanos con expresión curiosa y divertida.
               -¿Todo en orden?
               -Creo que ni con un mes tendríamos tiempo suficiente para estar solos si fuera por mis vecinas-me quejé, negando con la cabeza.
               -¿De qué estaba intentando convencerte? A juzgar por todo lo que ha hablado, diría que te estaba contando las ventajas de hacerte un fondo fiduciario a los veinte.
               ­-Meh, algo así-me encogí de hombros y me acerqué a ella, agarrándola de la cintura y dándole un beso en el cuello-. Bueno, ¿por dónde íbamos?
               -Me estabas enseñando la casa-me recordó, y yo torcí la boca.
               -Eh… no, creo que no. Creo que habíamos pasado a otra cosa. Sí que te estaba enseñando algo, pero no era nada hecho de ladrillos. O, bueno, no literalmente.
               -¿Adónde lleva la escalera de caracol?-preguntó, y yo me puse rígido a su alrededor. Hostia puta. La escalera de caracol. Estaba tan nervioso que me había olvidado de ella completamente. Había dedicado tanto tiempo a pensar en cómo hacía para meter a Sabrae en mi habitación que ni me había acordado de que teníamos un segundo piso en la casa, algo completamente normal en las construcciones de la isla, y de donde colgaba la enredadera de buganvillas que se extendía por la celosía que le daba sombra a la casa.
               -Puesssss-ssss-s-s-s-s-s-s-empecé a tamborilear con las manos en mis caderas-, a… un sitio en el que… no puedes entrar.
               Sabrae frunció el ceño.
               -¿Por qué no?
               Porque soy tan gilipollas que no lo he limpiado, y no tengo ni puta idea de cómo estará la terraza de la azotea.
               -Porque hay… arañas. Y cucarachas. A veces. Creo que es temporada de nidadas. Síp-me pasé una mano por el pelo, considerando las posibilidades de que no hubiera cucarachas, sino más bien putos murciélagos gigantes. Quizá debería decírselo también, para disuadirla de ir hasta que adecentara la terraza-. Quizá hasta formas de vida inteligente. Hay que entrar ahí con mascarilla y… bueno, ahora que lo pienso tampoco tengo la llave.
               Sabrae alzó una ceja.
               -He visto que entraba luz, así que creo que no tienes llave porque no la necesitas. Y no me gustan los bichos. ¿Tengo que recordarte la vez que maté una araña en tu casa porque tú no podías?
               -Era muy grande y me estaba mirando fijamente, Sabrae-lloriqueé-. Prácticamente me había acorralado. Además, me pilló por sorpresa. Normalmente soy yo la que mata las arañas en casa.
               Ella me puso ojitos, y yo suspiré.
               -Vale, tenemos una terraza con flores que no sé cómo estarán. ¿Contenta? La casa está bastante decente en general, pero… no sé cómo puede estar esa parte. Está a la intemperie. Las gaviotas son unas cerdas-torcí la boca-. Roban peces del muelle y suben a comerlos en las azoteas de las casas deshabitadas.
               Se le habían iluminado los ojos, y sonreía con tanta ilusión que no pude seguir diciendo nada malo de la terraza.
               -¿Tienes terraza y no me dices nada? Dios mío, Al. Me parece una fantasía. ¿Podemos subir ahora? ¡Porfa! Me da igual que haya un cadáver de ballena descompuesto a medio comer. ¡Quiero ver el mar!
               -¿Y que hay del polvo que estábamos echando?
               -Podemos seguir después.
               -¿¡Después!? ¡Sabrae, joder, que estoy sin gayumbos! ¿Cómo quieres que piense en seguir después?
               -¡Bueno, chico, yo no te dije que no te los pusieras mientras te vestías!-replicó, y se giró para subir las escaleras con la dignidad de una joven marquesa a la que le dicen que no puede casarse con el cochero, por muy grande que tenga el rabo y muy bien que sepa usarlo. Puse los ojos en blanco y la seguí escaleras arriba, agradecido de que supiera que no iba a aguantar mucho tiempo lejos de ella y me estuviera esperando en el piso superior, a los pies de la escalera de caracol. Pasé delante de ella y subí despacio, escuchando el crujir de los peldaños, una soberana tontería si teníamos en cuenta que yo pesaba más que ella y habría sido más seguro que subiera ella y yo esperara abajo, por si acaso tenía que cogerla a vuelo si la escalera se desmoronaba.
               Resistió, no obstante, y llegué a la habitación superior, en la que dormíamos Mimi o yo (dependiendo de si hacía temporal, y adivina a quién le tocaba cuando había tormenta) cuando Mamushka nos acompañaba en los viajes, de lejos la menos descuidada de la casa. En una esquina estaba el pequeño armario de cristal con más utensilios de jardinería de mamá: pequeñas regaderas, guantes de goma y tijeras de podar, amén de sacos de fertilizantes y pesticidas naturales; a pesar de que estaba cubierto de polvo porque mamá no dejaba que nadie lo tocara ni para limpiarlo, por lo demás la habitación estaba bastante bien. Abrí las ventanas para que se ventilara y empujé la puerta mientras escuchaba los pasos de Sabrae subiendo la escalera. Asomó la cabeza con timidez, sus ojos saltando de un lado a otro, y se expandieron e iluminaron cuando vio el cielo comprimiéndose en la puerta, como queriendo saludarla al completo. La ayudé a subir y salió a la terraza delante de mí, levantando una estela de hojas y pétalos secos tras ella. El viento del mar le revolvió el pelo y lamió sus piernas, haciendo que las faldas de su vestido bailaran tras ella, pero no le importaba. Se puso una mano en la frente, a modo de visera, y soltó una carcajada.
               -¡Adoro tu casa, Alec!-gritó, echándose a mis brazos entre macetas de buganvillas, flores de hibisco, hortensias y aves del paraíso. Se colgó de mi cuello y me besó, celebrando la casa, que mejoraba sus sueños.
               -Nuestra casa-le recordé, dándole un beso en la frente y soltándola para que explorara a su gusto. Acarició las flores de las aves del paraíso, que veíamos en los parques mejor cuidados de Londres, y se acercó para oler todas las plantas. Rodeó la terraza, examinando la calle desde arriba, y pasó por detrás de la habitación para asomarse a la parte trasera de la casa.
               -¡TENÉIS UN LIMONERO!-prácticamente chilló, y yo me pregunté qué les parecería a mis vecinos tener a una extranjera pegando voces porque le entusiasmaba hasta lo más básico del lugar. Claro que tampoco podía culpar a Saab: yo adoraba Mykonos. Cada año que iba descubría algo nuevo, y cada día que pasaba en la isla era un descanso de un mes que hubiera pasado trabajando o estudiando en Inglaterra.
               Se dedicó a corretear por la azotea bajo mi atenta mirada de absoluta adoración; su entusiasmo era algo a lo que jamás me acostumbraría, pero de lo que tampoco me cansaría. Me senté en la hamaca en la que supe que no se había fijado a esperar a que lo hiciera, y cuando lo hizo saltó sobre mí, columpiándonos hasta que casi la rompemos. Se quedó con las piernas colgando, mirando las nubes deslizarse suavemente por el cielo por entre los huecos de la celosía que le daba sombra a la habitación superior, la única de la casa en la que mamá no había enredado flores.
               Sus rizos me hacían cosquillas en la cara. Su respiración se había acompasado, no sé cómo, al mar que rompía al fondo del pueblo. Su cuerpo me proporcionaba una calidez que yo no sabía que necesitaba, pero que era muy bienvenida precisamente por proceder de ella. Noté que me acariciaba el dorso de la mano con el dedo índice, y entrelacé el suyo con el mío y me la quedé mirando.
               Dios mío. Pensarás que soy un puto pesado, pero ni pasándome 84 capítulos diciendo durante 20 folios que Sabrae es guapísima conseguiría hacerle justicia a lo guapa que es, de verdad. Y más aún en ese momento, con la luz del sol mediterráneo iluminándole el rostro y la brisa marina jugueteando con rizos sueltos. Me miró y sonrió.
               -¿Qué?
               -Te sienta genial estar en casa, bombón.
               Su sonrisa se amplió un poco más, y me acarició el cuello de la camisa.
               -¿Sabes? Se me ha ocurrido una idea. Mientras la casa ventila, podemos hacer algo.
               -¿Ir de paseo?-adiviné, y ella se mordió el labio-. Porque tenemos mucho que comprar, pero en el muelle hay mercado, así que podemos conseguirlo todo…-dije, haciendo amago de incorporarme para mirar la cosa.
               -No, bobo-me puso un dedo en la mandíbula y me obligó a mirarla-. Yo estaba pensando en algo más… íntimo.
               Fruncí el ceño. ¿Qué podíamos hacer que fuera íntimo en casa? Como no fuera fregar el baño…
               -¿Ponerles las sábanas a la cama?-pregunté como un subnormal virgen, menos mal que ella era paciente y experimentada.
               -Empezar nuestros tres días.
               Y empezó a desabotonarse el vestido.
 
 
Se detuvo en el enésimo puesto de flores y acercó la cara a unas rosas amarillas antes de girarse y ponerme ojitos para que le dejara comprarlas. Por mucho que se hiciera la feminista en casa, ahora que habíamos venido a Mykonos, como se suponía que la casa era mía, mandaba yo, y me pedía permiso y opinión para absolutamente todo: para elegir las sábanas de mi habitación, para regar las plantas, para reordenar las macetas en la terraza. Lo último había sido comprar en el mercado.
               Después de un cariñoso revolcón en la terraza de la casa, algo que yo no me esperaba por ser lo bastante imbécil como para no coger un condón, nos habíamos vestido y habíamos empezado a adecentarla para, por lo menos, poder dormir en ella. Sabrae me dejó claro que tenía intención de aprovechar nuestra soledad tanto tiempo como yo le permitiera, a lo que le respondí que, por mí, podíamos dedicarnos a pedir comida a domicilio hasta que llegaran mis amigos y nos quedara más remedio que ir a buscarlos. Nos enrollamos un rato más en el sofá del salón (todo inocente, sin apenas meternos mano) y luego, a regañadientes, nos habíamos preparado para ir a por comida. Sabrae se había recogido parte del pelo en una trenza que dijo que le ayudaría a concentrare mientras compraba; a mí me desconcentraba bastante más, dado que se le veía más la cara y no podía apartar los ojos de ella, pero no iba a quejarme si me caía por un despeñadero por ir admirando su belleza. No soy de esa clase de novios.
               El caso es que habíamos cogido el dinero que nos quedaba, las bolsas de la compra que mamá tenía repartidas por la cocina, habíamos hecho una lista (bueno, vale, la había hecho Sabrae, porque yo no sabría qué comprar al margen de pizzas congeladas y hamburguesas) y habíamos puesto rumbo al mercado, en la parte baja del pueblo, al que se llegaba por la calle principal que descendía de la plaza central, donde se encontraba el ayuntamiento y un limonero del que habían salido las semillas que Mamushka había plantado en casa, y habían germinado en el que tanto entusiasmo le había generado a Sabrae. Después de detenernos en un par de puestos de regalos (cosa que me dio un poco de vergüenza, la verdad, ya que aquellas calles me habían visto crecer, pero Sabrae quería un llavero de Mykonos y a mí no se me ocurriría jamás negarle un capricho), empezamos nuestra travesía en dirección al mercado.
               Lo que debería habernos llevado apenas 3 minutos nos llevó treinta, porque a cada paso que daba una pequeña multitud se congregaba a mi alrededor, preguntando cómo estaba, cómo es que había llegado antes que de costumbre, dónde estaba mi familia, y, lo más importante, y lo que todos dejaban para el final, quién era esa chica negra que me acompañaba.
               -Se llama Sabrae-dije a todo aquel que quiso escucharme, lo cual era media isla, pues otra media eran turistas-. Es mi novia.
               Sabrae se comportaba como una jueza de silla, mirándome a mí cuando hablaba yo y a los demás cuando hablaban ellos, a pesar de que lo único que entendía de nuestras conversaciones era su nombre. Eso no le impedía, no obstante, esbozar una sonrisa educada aunque sincera cuando los demás la miraban sonriendo, asentía con la cabeza cuando lo hacía yo, y fruncía el ceño y me miraba cuando yo sacudía la cabeza. Participaba de la conversación incluso cuando no sabía de qué iba la conversación, y todo era para que yo no me sintiera incómodo ni presionado a que la dejara, o presionado a incluirla en ella, lo mismo daba. No me soltaba la mano mientras hablaba, pero se retiraba a un discreto segundo plano para darme el espacio que yo necesitaba, y me miraba con un amago de sonrisa cuando me veía gesticular y balbucear cosas que no comprendía, pero le gustaba oír porque, aparentemente, mi voz cambiaba según el idioma que hablara, y eso le parecía sexy.
               Pero, cuando por fin satisfacía la curiosidad de mis vecinos y le rodeaba la cintura con el brazo, Sabrae sonreía, miraba a nuestro interlocutor, y soltaba un confiado y feliz “¡hola!” en griego, a lo que nuestro público siempre reaccionaba con el entusiasmo propio de quien pertenece a una comunidad hospitalaria y ansiosa por crecer.
               Para cuando habíamos llegado al mercado, quedaban pocos puestos en los que no supieran que yo había llegado a la isla, y que había traído compañía muy especial conmigo.
               -Ya hemos comprado flores, nena-le dije, tirando suavemente de ella-. Vamos, venga.
               -¿Porfa?-pidió, haciendo pucheros-. Son rosas amarillas, nuestra flor. Podemos ponerlas en un jarrón en la mesita de noche, como tengo yo la que me regalaste en Navidad en mi habitación.
               Puse los ojos en blanco y saqué la cartera.
               -Sabía que me ibas a sacar la puñetera rosa de Navidad. Es que lo sabía. Espero que te consueles sabiendo que, si no tenemos suficiente dinero para la comida, la culpa es tuya.
               -Ya buscaremos un cajero y te llevaré al restaurante más caro del pueblo-sonrió, tendiéndole el billete a la florista, que le envolvió las flores en papel de seda y se las entregó con sumo cuidado.
               -Como si yo te fuera a decir cuál es el más caro-me burlé, y ella se encogió de hombros.
               -Lo buscaré en Google.
               -Alec, sabes que normalmente los novios en condiciones son los que les eligen las flores a sus novias, ¿no?-se burló la florista en griego, y yo puse los ojos en blanco.
               -Ya, bueno, Cristel, creo que a nadie le sorprende que siendo mi madre y mi abuela como son, yo me haya buscado una chica de carácter.
               -Parece más buena que el pan. ¿No será que no te deja comportarte como un sinvergüenza, como estás acostumbrado?
               -¿Yo?-repliqué, rodeando a Sabrae por la cintura y dándole un beso en la cabeza-. ¡Con lo bueno que soy! Si soy un santo. No sé qué te habrán dicho de mí, pero creo que tienes que comprobar tus fuentes.
               -Anda, ponle esto en el pelo a tu novia-me instó, tendiéndome una cala blanca-. Trabájatela un poco, chico.
               -¡Me la he traído de viaje a Grecia! ¿Te parece que la tengo abandonada?
               -¿Qué pasa?-preguntó Sabrae, viendo que aceptaba una flor de la mujer. Me giré y se la enganché en la trenza.
               -Para ti. Dice que me tengo que esforzar más contigo.
               -Dile que yo no soportaría que te esforzaras más. Ya estoy al límite.
               Solté una risotada que hizo que Cristel, la florista, alzara las cejas.
               -¿Y bien? Creo que tienes que hacer de traductor.
               -Si te dijera que mi fama me precede, seguro que sabes qué ha dicho mi chica, ¿eh?
               Cristel negó con la cabeza e hizo un gesto para que me fuera y dejara de espantarle a los clientes. Sabrae le dio las gracias en griego, una de las pocas palabras que había conseguido aprender a lo largo del día, y me cogió la mano mientras avanzábamos por los puestos. No se quejó ni un momento cada vez que me detuve a saludar a mis vecinos, y aceptó cada cumplido que le dedicaron y yo le traduje con humildad y timidez. Me miraba cada vez que alguien me daba un grito desde algún rincón, celebrando que había venido con el buen tiempo, por lo que varios me dijeron que había atraído al sol, o que ya estaba aquí el nieto mayor de Ekaterina, a la que esperaban ver pronto.
               Sí, mi abuela causaba sensación allí. Mientras estábamos en la cola para comprar queso, charlé con las madres de algunas de mis amigas de la isla, presentándoles a Sabrae antes incluso de que ellas me preguntaran quién era, supongo que porque ya se habían enterado. No sería la primera vez que gente que no la había visto en su vida la llamaba ya por su nombre. En apenas una hora, Sabrae se había convertido en la palabra más repetida de Mykonos.
               Estábamos saliendo del mercado y nos dirigíamos a casa ya cuando casi nos chocamos con una pareja que atravesaba la calle a la velocidad del rayo. Sabrae consiguió mantenerse en equilibrio a duras penas, al igual que la chica, pero él no tuvo tanta suerte, y se desplomó sobre un puesto de naranjas brillantes.
               -¡Dios mío, lo siento un montón!-se lamentó Sabrae, inclinándose para ayudar al chico mientras su novia se afianzaba la bolsa.
               -Putos extranjeros-farfulló él en griego, y me di cuenta entonces de que lo conocía-. Nunca miran por dónde…
               -Bastian, tío-me burlé, y él abrió los ojos y los clavó en mí-. Siempre por el suelo. No desaprovechas la oportunidad de mirarles las bragas a las tías, ¿eh?
               -¿Alec?-soltó, estupefacto, y le sonreí, ofreciéndole el brazo para ayudarlo a levantarse. Su acompañante, su novia Iria, se apartó el pelo rubio quemado por el sol del acara y me miró, sorprendida. Luego, sus ojos estallaron en una oleada de pirotecnia y alegría.
               -¡Alec! ¡Qué pronto has llegado! Porque es pronto, ¿no, amor?-le preguntó a Bastian cuando éste se incorporó. Noté que Sabrae se relajaba un poco a mi lado, viendo que se evitaba todo enfrentamiento-. Estamos aún en junio…
               -¿No sabes qué día es hoy, cariño? Pues mal vamos, entonces-rió él, pasándole un bronceado y musculoso brazo por los hombros a ella, y besándole la mejilla. Después, me miró-. ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar metiéndote en las bragas de media Inglaterra y aterrorizando a la otra media?
               -Me he aburrido de la lluvia y he venido en busca de sol.
               -Ya. Pues qué pena que no hayas venido antes. Hace unas semanas, se marchó Perséfone.
               -Me lo han dicho-asentí con la cabeza-. Y que tampoco va a venir en todo el verano.
               -Se ha vuelto loca, pero, ¿qué puedo decir? No voy a criticarla en mi vida, no con lo que me ha dado-dijo Iria, mirando a Bastian, juntando la frente a la suya y cerrando los ojos un momento, disfrutando del contacto. Sabrae se pegó un poco a mí, e intercambiamos una mirada, felices de presenciar un momento tan puro que nosotros mismos compartíamos de vez en cuando.
               La razón de que Iria estuviera en deuda para siempre con Pers se debía a que era primas, y Perséfone había conocido a Bastian en unos voluntariados que había hecho en el continente, ayudando con la reforestación de las zonas consumidas por los incendios anuales, que cada vez eran más rabiosos. Perséfone había creído que Bastian haría buena pareja con su prima, y lo había convencido de que fuera a pasar una semana en Mykonos, para así conocer la isla y, de paso, darse unas muy merecidas vacaciones. La noche que llegó, en la que yo también estaba allí, me pidió que me ocupara de él y me lo llevara a la cala en la que Perséfone estaba preparando el cumpleaños de su prima, unos años mayor que nosotros. Cuando Iria le dio su trocito de tarta, preparada con todo el mimo del mundo por la mejor confitería de la zona y que casualmente regentaba, y los ojos de los dos se encontraron, saltaron chispas. Fue como ver la colisión de dos galaxias en primera fila. Desde entonces, se volvieron inseparables. Bastian se había trasladado a Mykonos poco después, abriendo una escuela de buceo, e Iria seguía con su confitería por las mañanas, mientras por las tardes tenía a alguien contratado que le permitiera pasar todo el tiempo del mundo con su novio.
               -Dios mío-Iria se llevó las manos a la boca y me miró con la ilusión de la niña que se ha dado cuenta de lo poco que queda para Navidad-. ¡Estás aquí! ¡Dios mío, casi se me olvida!
               -Nadie te lo ha dicho, ¿verdad?-preguntó Bastian, y yo fruncí el ceño.
               -¿Decirme qué?
               -¡Nos vamos a casar!
               Me quedé pasmado. ¿De verdad…? ¿Cuánto tiempo llevaban…? Me puse a calcular, y caí en que ese año hacían tres años.
               -¡No jodáis! Hostia, pues, ¡enhorabuena! Aunque, Iri, ¿estás segura?-miré a Bastian con intención, pero ella se colgó de su cuello y le dio un beso en el mentón.
               -Segurísima. No he estado tan segura de nada en toda mi vida. Amo a este hombre con locura y no puedo esperar a pasar el resto de mi vida a su lado siendo su esposa.
               -¿Cuándo es el feliz acontecimiento?-quise saber, frotándome las manos-. Lo digo por ir llamando al sastre para que me haga el traje. Porque seré el padrino, ¿no? Mira que yo le di a Perséfone la idea de que os presentara.
               -Tendrás morro-rió Bastian-. Si me conociste un par de horas antes que esta diosa-Bastian le dio una palmada en el culo a Iria, que se rió. Sólo por la gracia que le hizo a ella decidí no corregir a su prometido, y decirle que la única diosa que había aquí era Sabrae.
               -¡Adivina!-Iria se puso a dar brincos, con las manos unidas frente a la cara, y yo incliné la cabeza.
               -Eh… no sé, ¿a finales de verano? Las puestas de sol de septiembre son espectaculares.
               -¡HOY!-tronó Iria, y Sabrae dio un paso atrás. Si yo estaba flipando con la conversación, no podía ni imaginarme lo que tenía que ser para ella.
               -¿Cómo que hoy? Hoy, ¿cuándo? ¿El hoy de Madagascar o el hoy de este mismo día, ahora mismo, esta fecha concreta en el calendario?
               -¡Hoy, hoy, hoy! Mañana es el cumpleaños de Bastian, así que queríamos celebrarlo por todo lo alto. Vendrás a la boda, ¿verdad?-Iria dio un paso hacia mí y me cogió las manos-. Dime que sí. Me parecerá fatal si no vienes. Le diré a Perséfone que no vuelva a acostarse tranquilo. Tampoco es que me escuche, ni que le vaya a ser fácil con esa carita que tienes, pero te prometo que haré todo lo que esté en mi mano para que no vuelvas a tener sexo en Mykonos.
               -Ya, bueno, la cosa está un poco complicada-me reí, rodeándole la cintura a Sabrae con el brazo. Los dos se la quedaron mirando, percatándose por fin de la presencia de aquella luz oscura que había a mi lado.
               -Joder, ¿te has echado novia, y todo? Y no es nada fea. Os lo montáis bien por las tierras lluviosas, ¿eh?-me pinchó Bastian, y yo puse los ojos en blanco.
               -Iria, Bastian, os presento a Sabrae-dije, cambiando al inglés-. Saab, estos son Iria y Bastian. Son amigos míos.
               -Hola-saludó ella con timidez, pero Iria dio un paso hacia ella y la abrazó. Sabrae le devolvió el abrazo enseguida, porque Iria tenía esa energía de pureza absoluta, de alma hippie que hacía que quisieras complacerla en todo.
               -Qué guapa eres. Alec tiene mucha suerte. Espero que se lo hagas saber a menudo-le dijo, fingiendo severidad. Sabrae se echó a reír.
               -Constantemente.
               -Le estábamos diciendo que vamos a casarnos.
               -¡Oh! Qué bien. ¡Felicidades!
               -Hoy-añadió Bastian, y Sabrae lo miró.
               -Vaya. ¿Y tenías invitación?-me preguntó, y yo negué con la cabeza.
               -No, debió perderse en el correo… o Iri no quería que fuera.
               -No seas bobo. Para mí eres familia-me dio un manotazo en el bíceps-. No, no os dijimos nada porque como nunca estáis en esta época del año. ¡De haber sabido que vendrías, por supuesto que te habríamos invitado! Debéis venir-dijo, mirándonos a ambos, cogiéndole las manos a Sabrae-. Por favor. Tenemos sitio de sobra para dos más.
               Sabrae me miró, y por un instante me planteé lo que supondría para ella estar en un lugar lleno de gente que no hablaba su mismo idioma. Seguramente se aburriera como una ostra, e incluso se sentiría incómoda. Habría muchos chistes en aquella boda, chistes que probablemente no entendiera, chistes de los cuales creería que era el objeto.
               Creo que ella también estaba pensando en lo mismo, por lo que se excusó mirándome:
               -Ve si quieres, sol. ¡Es un día importante! Estoy cansada del viaje, así que no me importa pasarme la noche leyendo, amortizando ese precioso balcón.
               -Creo que ya hemos amortizado el balcón bastante-me reí. Por supuesto, Iria tenía otros planes.
               -¡De eso nada! Ni de broma, extranjera. ¡Tienes que venir tú también! Si Alec es mi familia, la novia de Alec es mi hermana. No le harás eso a una hermana, ¿verdad? ¿Tienes hermanas?
               -Dos.
               -¿Y a que no serías tan cabrona de no ir a sus bodas por quedarte leyendo en un balcón? Pues conmigo igual. En serio. Arruinarás mi matrimonio si no vienes a ver cómo me caso.
               -Pero ¡no tengo vestido!
               -¿Cómo que no? ¡Con el que llevas estás genial! La boda es informal, y tú estás guapísima-le cogió de nuevo las manos a Sabrae y la miró a los ojos-. Venid, por favor. Nos hace mucha ilusión. ¿Verdad que sí, mi amor?
               -Imagínate que me pongo tan nervioso al no verte que me equivoco con los votos, Alec-dijo Bastian, y yo me reí.
               -Si a Sabrae le apetece, por mí genial. ¿Bombón?
               -Ay, madre mía, ¿la llamas bombón?-jadeó Iria, mirando a su novio… digo, casi marido-. ¡Cielo! Me encantaría que me llamaras bombón.
               -Tengo la patente, lo siento-me encogí de hombros, y Sabrae sonrió.
               -Para mí será un honor ir a vuestra boda. ¿Cómo va a ser? ¿Haremos una conga cantando Dancing queen como en Mamma mia?
               ¿Pero…? Hacía dos minutos que conocía a Iria, ¿y ya estaba haciendo coñas con ella?
               Iria se llevó un dedo a los ojos y negó con la cabeza. Me clavó las uñas en el brazo y me miró.
               -Me gusta esta chica. Es inteligente. No la dejes escapar.
               -No pensaba, tranquila.
               -¿A qué hora y dónde?-preguntó Sabrae.
               -A las seis en la iglesia-recitó Bastian de memoria-. La cena será a las ocho en esta misma plaza del muelle. Sobra decir que los regalos monetarios son más que bienvenidos-comentó, e Iria lo fulminó con la mirada-. Es broma.
               -Sabrae es rica.
               -¡Y tú también, Alec!
               -Vale, bueno, mi padrastro es rico, pero no tanto como el tuyo. ¿Sabéis que es la hija de Zayn Malik? Ya sabéis, el de One Di…
               -¿EL DE LA COLABORACIÓN CON TAYLOR SWIFT?-chilló Iria-. ¿I DON’T WANNA LIVE FOREVER? LA MEJOR CANCIÓN JAMÁS HECHA PARA LA BANDA SONORA DE UNA PELÍCULA. ¿ESE ZAYN?
               -¡A MÍ TAMBIÉN ME ENCANTA ESA CANCIÓN!-gritó Sabrae, cogiéndola de las manos y poniéndose a dar brincos con ella. Bastian y yo nos miramos.
               -Al final, me da a mí que ni cena, ni ceremonia, ni boda, ni nada, tío.
               -No soy celoso.
               -Ya, bueno… yo sí.
               -Va a haber un karaoke-anunció Iria, señalando a Sabrae-. Vete preparando las cuerdas vocales, pequeña extranjera, porque pienso cantar contigo hasta la última canción que haya hecho tu padre. Cielo, ¿te puedes encargar de que añadan canciones de Zayn en el repertorio? Yo ya tengo el día hasta los topes.
               -Yo me ocupo, tesoro.
               -Genial.
               -¿El repertorio es cerrado?-preguntó Sabrae, e Iria asintió-. ¿Y hay canciones de Mamma mia?
               Iria parpadeó.
               -Cielo, soy griega. Vivo en una isla, y además voy a casarme. ¿A ti te parece que estoy en posición de renegar de Mamma mia? ¡No, señora!-chasqueó los dedos-. En lo único en que no estoy cumpliendo es en que no me caso con un Fernando, pero nadie es perfecto, supongo.
               -Tú sí lo eres, amor-respondió Bastian, e Iria lo miró y le dio un beso en los labios-. Nos tenemos que ir. Vamos tarde. Despídete.
               -Oh, sí, es verdad. ¡Las flores! En fin. ¡Os dejamos, parejita! ¡Recordad! ¡Seis en la iglesia!-nos tiró un beso a modo de despedida, y dejó que Bastian la arrastrara en dirección al puesto de las flores de Cristel, que llevaba sudando y terminando su pedido desde que los vio aparecer por la calle.
               Sabrae y yo recogimos nuestras bolsas y pusimos rumbo a casa.
               -Hay que ver contigo, ¿eh, Al? No llevamos ni un día en la isla y ya nos ha surgido un evento multitudinario. Pareces el embajador de asuntos exteriores.
               -Es que soy un tío importante-me reí, cogiéndole la mano y dándole un beso en el dorso-. ¿Seguro que te apetece? Mira que entiendo perfectamente que estar en un sitio plagado de desconocidos a los que no entiendes no sea lo que se dice el planazo del siglo.
               -¿Es broma? Voy a ir a una boda griega con karaoke de Abba. Es el sueño de toda chica-sonrió, brincando a la sombra del limonero de la plaza del pueblo-. Madre mía, este viaje es genial.
               La miré mientras columpiaba nuestras manos entrelazadas, sonriendo ilusionada. Cuando llegamos a casa, subió las escaleras y se puso a deshacer la maleta, buscando algo que ponerse. Si el vestido del día anterior, el que había llevado a la cena elegante del crucero, no fuera tan oscuro, probablemente se lo habría puesto, y le habría quitado todo el protagonismo a la pobre Iria. Bajó corriendo las escaleras, se encerró en el baño, y volvió a salir mientras yo me pegaba con unos filetes de pollo.
               -¿Te ayudo?
               -Todo controlado. ¿Ya has decidido el modelito?
               -Creo que iré así-miró el vestido que llevaba puesto-. Ya que me lo ha dicho la novia, sería de mala educación cambiarme de ropa, ¿no?
               -A mí me gusta el vestido de limones-me encogí de hombros, y Sabrae sonrió, abrazándose a mi brazo.
               -Al…
               -Mmm.
               -Te quería preguntar una cosa.
               -¿Si te concedo mi mano en matrimonio? Vale. Pero no podemos pedir que nos hagan un descuento en la boda. Mamá me matará como se me ocurra casarme sin ella.
               Se echó a reír, pero negó con la cabeza.
               -No, no es eso. De momento, me gustas soltero. Tengo una teoría, y me gustaría que me la confirmaras.
               -A ver-le di la vuelta a un filete de pollo.
               -Filénada-dijo, y yo no pude contener una sonrisa-. ¿Significa “novia”?
               La miré.
               -¿Qué te hace pensar eso?
               -Has repetido esa palabra muchas veces a lo largo del día, muy cerca siempre de mi nombre. Y te la han repetido también. Y siempre que la has dicho, había un orgullo en tu voz que… bueno, que casaba muy bien con el brillo en tus ojos cuando escuchabas a los demás decirla.
               -Así que brillo, ¿eh?-me burlé, poniendo los filetes en un plato y dejándolos sobre la mesa. Sabrae se sentó a mi lado, con cuchillo y tenedor en mano-. Sí, significa “novia”. Porque es lo que eres-canturreé, acercándome a ella y dándole un beso en la punta de la nariz-. Mi novia.
               Se echó a reír, cortó un trozo del filete y se lo quedó mirando.
               -¿Sabes? Creo que ya te lo he dicho más veces, pero… por si acaso…-clavó los ojos en mí, unos ojos sinceros, transparentes, en cuyas aguas sólo yo podía nadar-. Me arrepiento muchísimo de haberte hecho esperar tanto. Si hubiera sabido lo importante que era para ti, y lo bien que me habrías hecho sentir, jamás habría dudado de decirte que sí en diciembre. Jamás.
               -No tienes que disculparte por eso, bombón.
               -Bueno, pero quiero hacerlo-se metió el trocito en la boca e hizo una mueca, masticando despacio.
               -Tampoco es para tanto, nena. Me ha gustado ser tu follamigo unos meses. Que te hayas hecho de rogar ha sido… interesante. Es como cuando yo tardo en dejar que te corras. El orgasmo es más intenso.
               Sabrae se rió y tragó su trozo. Se cortó uno mucho más pequeño, y yo me metí en la boca el mío.
               Joder.
               Estaba malísimo.
               Me la quedé mirando.
               -¿Sabrae?
               -¿Qué?
               -No hace falta que te comas esta mierda.
               -Gracias a Dios-dijo, levantándose y tirando a la basura el filete-. Te vi cocinando tan ilusionado que me dio pena decirte que estabas quemando la carne por fuera y dejándola cruda por dentro.
               -¡No sé qué coño ha podido salir mal! He hecho lo mismo que hace mi madre. Lo he tenido el mismo tiempo, al mismo nivel de fuego y todo.
               Sabrae alzó una ceja.
               -¿Le has echado aceite a la sartén?
               Me la quedé mirando, estupefacto, y ella se rió.
               -Anda que… dieciocho años y no saber freírte un filete-negó con la cabeza y me dio un besito en los labios-. Menos mal que salgo con un embajador que me va a llevar de banquete cada noche.
               Se dio la vuelta y se puso a cocinar, controlando la cocina como si hubiera nacido en ella. A los veinte minutos, los dos estábamos comiendo filetes de pollo rebozados con salsa de queso feta y aceitunas, riéndonos y besándonos y haciendo planes con los que aprovecharíamos cada segundo de esos tres días que pasaríamos juntos.
               Y yo me di cuenta de que, efectivamente, tendría que haberme puesto más firme. Tres días a solas con ella en Mykonos no serían suficientes.
               Ni siquiera lo serían tres vidas.

 
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2 comentarios:

  1. Me ha encantado este capítulo, ha sido el principio perfecto para este viaje.
    Comento cositas:
    - Que risa Alec en modo lacayo de downton abbey (como diría mimi). Me he recordado mucho a cuando Sabrae fue a pasar por primera vez la noche en casa de Alec.
    - Alec describiendo lo guapa que está Sabrae va a acabar siendo la razón de mi muerte.
    - Me ha encantado toda la parte de “Me di cuenta de que Sabrae siempre había estado ahí. Había llegado a la vida de Sher apenas un año después de que mi madre la conociera y le pidiera ayuda, y… habíamos crecido juntos. Yo la había visto crecer, y ella me había visto crecer a mí, y compartíamos recuerdos de los que ni siquiera éramos conscientes.”
    - “A esta cama si que vas a poder atarme “ he CHILLADO.
    - Elora muy inoportuna, me ha puesto de los nervios (muy buena representación de las vecinas de pueblo jajjajajaja).
    - Me encanta ver a Sabralec siendo domésticos.
    - Ver a amigos de Alec que no conocemos me hace mucha ilusión y que vayan a ir a una boda juntos MÁS AÚN.
    - Que risa el momento fangirl de Iria y Sabrae con zayn y mamma mia.
    Con muchas ganas de leer el resto del viaje <3

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  2. BUENO LA RABIA QUE ME HA DADO LA VECINA ESTA INTERRUMPIENDO EL TREMENDO POLVAZO QUE SE IBAN A MONTAR, QUE RABIAAAAAAAAAAA
    Superada esa rabia que lindo me ha parecido el momento foto y como Alec se ha quedado prendado de la imagen de Sab, es que me quiero morir coñe.
    Tengo muchísimas ganas ahora de ver el momento boda porque pronostico que va a ser precioso y vas a ir a la yugular cerda, que te conozco.
    Que ganas de seguir leyendo sobre el viajecito a Mykonos.
    Pd: poquito a poco llega Africa y no estoy preparada uf

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