lunes, 11 de octubre de 2021

Diamantes en obsidiana.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Desembarcamos en Capri al atardecer, con el cielo pintándose de los colores de la primavera y la felicidad mientras las farolas que se desperdigaban por la isla comenzaban a encenderse con pereza, igual que luciérnagas que vivían mejor de vacaciones con el mundo cobijado bajo el imperio del sol.
               Y, a pesar de que llevaba casi dieciocho horas despierto y todavía nos quedaban unas cuantas antes de poder irnos a la cama, seguía tan pendiente de Sabrae como desde que nos levantamos a primerísima hora de la mañana; tanto que nos cruzamos con gente aún en el auge de sus fiestas en lugar de los primeros trabajadores municipales a los que estábamos acostumbrados. El trayecto desde Roma hasta la zona de Nápoles era de los más largos que habíamos hecho en el circuito, de dos horas y media en la que el bus no paró más que en los semáforos del principio y el final. Habíamos abandonado una Roma aún dormida y rodeamos un Nápoles que se despertaba poco a poco, en dirección a Pompeya, a los pies del Vesubio que parecía vigilarlo todo con atención y magnanimidad. Sabrae había cogido una chaqueta vaquera con la que se había tapado los hombros y se había dedicado a dormitar sobre mi regazo durante el viaje, perdiéndose un amanecer que yo grabé para ella, en los videomensajes de siempre, pero se había puesto unas zapatillas de lona blanca, unos shorts vaqueros de color gris ceniza, y una camiseta de tirantes negra que había cruzado a la espalda de manera que no necesitaba sujetador. De nuevo, había combinado sus ganas de estar guapa para las fotos que colgaría en Instagram con su necesidad de ir cómoda, y a mí me tenía babeando.
               Apenas nos había dado tiempo a revolotear y explorar las ruinas de Pompeya cuando tuvimos que volver a subirnos al autobús y pusimos rumbo a Nápoles. Sabrae estaba exaltada, corriendo de un lado a otro y pidiéndome que le hiciera fotos mientras hacía poses muy específicas que, a continuación, le enviaba a Sherezade para picarla: tardé varias horas en darme cuenta de que estaba imitando las posturas de su padre en una serie de fotos que le habían hecho junto a su novia de la época, Gigi Hadid, la única chica a la que Sher tenía envidia porque su relación con Zayn había estado a un pelo de solaparse con la de la modelo.
               -Me ha bloqueado-proclamó orgullosa Sabrae, enseñándonos a todos la conversación con su madre en la que las fotos iban seguidas de mensajes cargados de emoticonos rojos y naranjas chillones, en la que ya no podía ver ni el estado de conexión de su madre, ni su foto de perfil-. ¿Me dejas tu teléfono?-preguntó, aleteando con las pestañas en mi dirección.
               -Ni hablar-le dije, guardándomelo en el bolsillo lo más rápido que pude, ya que la conocía lo suficiente como para saber que no se andaría con miramientos si quería pinchar a alguien de su familia, entre lo cual contaba, por supuesto, mangarme el móvil cuando yo no mirara.
               Supongo que podría haber aprovechado ahora, cuando tenía la piel resplandeciente a causa del atardecer, y una sonrisa radiante le cruzaba la cara, haciendo que sus ojos brillaran con una luz con la que ni tan siquiera el sol podía competir. Joder, llevaba todo el viaje estando tan jodidamente preciosa que no sabía cómo iba a hacer para subirme al avión de vuelta a casa. Pensar siquiera en África quedaba descartado, sobre todo con lo bien que nos lo estábamos pasando. Descubrir el país que más interés me había despertado en toda mi vida con la chica que más especial sería en mi vida era un sueño que ni sabía que tenía; todas las mañanas me despertaba dando gracias a esos caprichos del destino que habían terminado haciendo que Sabrae me acompañara en este viaje, en lugar de venir simplemente con Mimi.
               Saab se apartó el pelo de la cara, analizando la isla como quien visita a una cariñosa abuela que vive al otro lado del mundo y a la que sólo vio en su más tierna infancia, cuando los familiares desfilan por tu vida para comprobar que eres real, y no sólo un sueño. Podía ver cómo sus ojos escaneaban la silueta de la isla, comparando con los recuerdos borrosos que se agolpaban en su memoria. Hacía más trece años que Sabrae no pisaba aquella isla, y sin embargo podía ver el reconocimiento que había en esas lágrimas que se agolpaban en sus ojos mientras se tomaba un momento para admirar la isla. Un momento más largo que el resto de nuestros compañeros de viaje, que apenas se detenían en el muelle gastado por el embate de las olas y la sal que flotaba en el ambiente. El momento de reencuentro con alguien especial, alguien que no sabías cuánto te importaba que no lo has vuelto a tener delante, como si echar de menos fuera el estado de salud plena del que sólo eres consciente una vez enfermas.
               Toda ella resplandecía. Hacía que el atardecer palideciera y que las casitas en la montaña que conformaba la isla, salpicando de blanco la superficie verde y marrón oscuro como explosiones de espuma en un cuadro de oleaje, no fueran más que manchas difuminadas. Su melena negra ondeando al viento era la única bandera por la que yo estaba dispuesto a morir luchando, y el dulce tono caramelo que había recubierto su piel morena con tanto tiempo expuesta bajo un sol que no tenía nada que hacer contra ella era la única golosina capaz de saciar mi hambre.
               -Qué bonita-alabó Mimi, haciéndose visera con la mano mientras observaba la silueta de la isla.
               -Sí-jadeó Sabrae, maravillada, como si hubiera nacido para estar allí de nuevo, como si toda su vida se redujera a una larguísima espera cuya desesperación había merecido la pena-, preciosa.
               Me quedé allí plantado mirándola sin poder creerme lo guapa que estaba, lo poco que le había afectado el trote que nos habíamos pegado ese día, la manera en que hacía empalidecer a absolutamente todo a su alrededor. Ahora entendía por qué los anuncios de colonia se grababan en aquel lugar: dado que ninguno lo protagonizaba Sabrae, por lo menos recurrían a un escenario casi tan espectacular como ella para compensar la belleza de la que no disponían.
               -Alec “me he follado a más de cien tías pero una cría de quince años me hace perder la cabeza” Whitelaw-se burló Eleanor, rompiendo la burbuja. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba parada a mi lado, o de que yo me había quedado allí plantado en medio del muelle como un puto pasmarote, tan empanado con Sabrae como ella lo estaba con la isla. Puse los ojos en blanco y le di un empujoncito juguetón.
               -¿No tienes ningún novio posesivo al que follarte? Ah, sí. Se me olvidaba que Scott lleva más de 24 horas sin sentirse amenazado por mí-me di un golpecito en la frente y Eleanor se echó a reír-. Cierto.
               -Lo dices como si tú no fueras capaz de subirte a un avión con tal de asegurarte de que Sabrae no se olvida de ti.
               -Eso es lo que nos diferencia a tu novio y a mí, muñeca: yo soy el guapo de los dos. Los dos lo sabemos. Scott no tiene nada que hacer conmigo si yo no quiero que me haga la competencia.
               -Ya. ¿Por eso él tiene una gira de conciertos este verano, y tú te vas a hacerte el héroe en el culo del mundo?
               -Me caías mejor cuando no eras tan chulita, ¿sabes, diva del pop? Alguien debería bajarte esos humos.
               -Cuando a una le piden matrimonio nueve veces en una semana, es inevitable que se le suba un poco a la cabeza-Eleanor se atusó el pelo y rompió a reír, siendo incapaz de mantener ese personaje por más tiempo. Tampoco es que fuera mentira nada de lo que ambos habíamos dicho, ya que ella lideraría esa gira en la que también iban a embarcarse Scott y Tommy, y ya tenía proyectos en marcha muy prometedores, pero… de alguna forma, seguía siendo la Eleanor de siempre. La mejor amiga de mi hermana, con la que me compinchaba para hacer de rabiar a Mimi, y la que se reía cuando yo daba golpes en la pared que mi hermana y yo compartíamos a las cuatro de la mañana porque ya estaba bien de cotorrear, necesitaba dormir.
               Ojalá Eleanor no se fuera muy lejos a trabajar; mi hermana no soportaría que los dos la abandonáramos ese verano.
               -¿Cómo estamos?-preguntó la guía, la última en bajarse del ferry para asegurarse de que nos habíamos marchado todos. Como si el barco hiciera más trayectos.
               -Genial-contestó Eleanor, dándome un suave empujoncito para despegar mis pies de la madera corroída del muelle y poder moverme en dirección a Sabrae, que seguía con los ojos fijos en la isla, escaneándola con tanto cuidado que cualquiera diría que estaba haciendo un cuadro mental hiperrealista. Le puse una mano en la espalda, disfrutando del tacto de su piel desnuda en la zona de los lumbares, y sólo entonces apartó la vista para mirarme.
               No pensé que su sonrisa pudiera ampliarse hasta que se dio cuenta de que quien estaba a su lado era yo.
               -¿Vamos?
               Sabrae asintió con la cabeza, su mirada resplandeciendo. Se puso de puntillas para darme un beso en la mejilla, y exhaló un suspiro de satisfacción cuando le rodeé la cintura con el brazo, atrayéndola más hacia mí. Le besé la cabeza mientras ella rodeaba mi cintura con los brazos y echaba a andar al mismo paso que yo, con los ojos saltando por los recovecos de la isla.
               -¿Es como la recordabas?
               -Parece mucho más bonita.
               -Será por la compañía-bromeé, y ella me miró desde abajo.
               -Yo estaba pensando precisamente eso-prácticamente me ronroneó en el pecho, acurrucándose contra mí y dándome un beso en el costado.
               Un golpeteo ensordecedor se ocupó de acallar el sonido de las olas rompiendo bajo nuestros pies, y estaba bastante seguro de que no era el ruido de nuestros pasos atravesando el muelle.
               Si hubiera sabido que a Saab le iba a hacer tantísima ilusión llegar a Capri, les habría pedido a mis padres que nos cambiaran el circuito por una estancia de una semana en la isla. Nos subimos a una especie de híbrido entre un microbús y un carrito de golf, sin ventanas y con una lona en la parte superior haciendo las veces de techo, y ascendimos por las empinadísimas y estrechísimas carreteras de la isla mientras ésta se preparaba para recibir la noche.
               Y Sabrae sonreía. Y sonreía. Y sonreía. Su pelo bailaba a su alrededor. Creo que nunca la había visto tan feliz, y consecuentemente, tan hermosa.
               El microbús se detuvo frente a un hotel y Saab hizo amago de levantarse, pero le puse una mano en las piernas y negué con la cabeza. La guía se bajó del vehículo junto con el resto de pasajeros, de forma que nos quedamos solos las chicas y yo. Se giró para hablarnos:
               -Tenemos el paseo en barco alrededor de la isla a las doce de la mañana. Os hemos incluido traslado desde el hotel hasta el muelle. Procurad ser puntuales.
               -¿Y qué pasa si queremos aprovechar para ver la isla?-preguntó Mimi. La guía sonrió.
               -El día es libre, así que podéis hacer lo que queráis. Con que estéis a las doce en el mismo embarcadero de hoy, basta. Cómo lleguéis ya es cosa vuestra-se encogió de hombros, agitó la mano en el aire y se despidió con un-: ¡Pasad una buena noche!
               Sabrae se nos quedó mirando sin entender; preguntó varias veces qué pasaba, pero ninguno de los tres le quisimos contestar. El microbús arrancó de nuevo con nosotros desperdigados por los asientos, mirando tanto el mar que se extendía a nuestros pies como las luces de las casas parcheando la oscuridad de amarillo.
               Cuando nos detuvimos frente al hotel, las chicas y yo nos volvimos para mirarla. Sabrae se quedó callada, analizando las formas de la fachada, las puertas de cristal de recepción. Habíamos tenido mucha suerte con respecto a los hoteles en los que nos habían ubicado a lo largo del circuito, todos de mínimo cuatro estrellas, pero para el de Capri queríamos algo especial. Me había pasado por la agencia de viajes a preguntar si había alguna posibilidad de ir al mismo hotel que Sabrae había visitado con sus padres de pequeña, cuyo nombre llevaba anotado en un papelito que Zayn me pasó disimuladamente una noche que pasé en casa. Sabrae no sospechaba absolutamente nada, por supuesto, y la diferencia de cincuenta libras por noche cuando la chica de la agencia de viajes me informó del nuevo precio no me hizo dudar.
               Tampoco habría dudado si tuviera que desembolsar cinco mil libras si eso me permitía verla sonreír como lo hizo. No parecía creérselo; supongo que el hotel había cambiado desde la última vez que estuvo allí.
               -¿Dónde estamos?-preguntó, girándose para mirarme. No sé cómo, pero sabía que había sido cosa mía.
               -¿Adivinas?-respondí, abrazándola por detrás y dándole un beso en la cabeza. Sabrae exhaló un jadeo, se llevó la mano a la boca para taparse sus sollozos, y sacudiendo la cabeza, me dejó conducirla hasta la recepción. Allí la miraron con una mezcla de cariño y diversión; seguramente estaban acostumbrados a que los novios les dieran sorpresas a sus novias, que se deshacían en lágrimas frente al mostrador de recepción, pero Sabrae era con diferencia la más joven que habían visto. Después de tomarnos todos los datos, período en el que el cual Saab consiguió tranquilizarse un poco, nos tendieron las tarjetas de nuestra habitación. Sabrae cogió la nuestra y la sopesó, mirándola en el ascensor mientras ascendíamos hacia los últimos pisos.
               -Recuerdo que el llavero era un ancla la última vez que estuve aquí. Tenía cordones blancos y azul marino entrelazados, como el cabo de un velero.
               -La tecnología es la muerte del glamour-ironicé, poniendo los ojos en blanco y dejando que saliera del ascensor delante de mí. Me esperó para cogerme la mano, y juntos atravesamos el pasillo en dirección a la habitación.
               Rezando para que Shasha hubiera conseguido colarse en los servidores del hotel y asignarnos la habitación que había visitado Sabrae de pequeña, acerqué la tarjeta al lector. Se me retorció el estómago de una forma curiosa cuando escuché el pitido y vi la luz de la puerta cambiar de roja a verde. Podía sentir la anticipación de Sabrae haciéndola vibrar.
               Como hubiera una sola cosa fuera de sitio, se decepcionaría. Lo sabía.
               Contuve el aliento y empujé el pomo de la puerta hacia abajo, con el nudo de mi estómago retorciéndose al son del clic del cerrojo. Empujé la puerta para abrirla, coloqué la tarjeta en el lector de la electricidad, y todas las luces se encendieron a la vez.
               Aunque debo decir que no tanto como la cara de Sabrae. Abrió los ojos como platos, su sonrisa curvándose aún más (parecía que llegaría al punto en el que su cara se rompería con aquella preciosa falla de su boca) y entró en la habitación lentamente, arrastrando su maleta tras ella.
               Se plantó en la parte central de la sala de estar bajo la cúpula abovedada, levantó la cabeza para mirar los mosaicos de delfines brincando en olas de todos los tonos de un zafiro, y empezó a girar sobre sí misma, siguiendo la espiral que hacía la bóveda. Mientras tanto, Mimi y Eleanor atravesaron el salón y abrieron las puertas de las habitaciones. Las dos tenían camas grandes en habitaciones amplias y espaciosas, con muebles de madera clara que me recordaron a la decoración de las casas griegas. Había jarrones con flores por todas partes, la gran mayoría, orquídeas.
               Y un balcón. Un balcón al que Mimi corrió a asomarse nada más se fijó en él. Desde allí, podíamos ver los últimos retazos del sol poniéndose, los reflejos dorados, anaranjados y rosados del mar mientras trataba de conservar un poco más la luz del día. Dios, menudas vistas.
               -Está todo igual-susurró Sabrae, maravillada. Sólo había sonado así cuando entramos en la Capilla Sixtina y levantamos la vista para descubrir que los frescos de Miguel Ángel parecían más tallas en la pared que pinturas con aspecto tridimensional.
                Se llevó la mano a la boca, conmovida.
               -Está igual-dijo en voz más baja, y se giró para mirarme-. ¿Lo has hecho tú?
               -No he sido yo solo. Shash me ayudó con la habitación. Zayn me dijo el nombre del hotel y buscó en las fotos para asegurarse de que era este. Y, realmente, la idea de venir aquí me la diste tú. Es decir, no dejabas de repetir lo guay que sería que viniéramos al mismo hotel al que habías venido tú, y pensé que sería una bonita sorpresa teniendo en cuenta que…
               No dejó terminar mis balbuceos. Sabrae atravesó la distancia que nos separaba de dos amplias zancadas y se echó a mis brazos, sellando mi vomitona de palabras con un beso que me supo a gloria. Era desesperado, ansioso, impaciente, como si no pudiera esperar a pasar el resto de su vida conmigo, como si yo fuera todo lo que ella hubiera deseado nunca, como si acabáramos de pasar un año separados, yo ya hubiera vuelto de África y hubiéramos visto que nuestro amor no se resentía sin importar la distancia o el tiempo que nos separara.
               Besarla fue como besar al mar que ahora nos miraba con recelo, postrándose ante nuestros pies; sus besos sabían a la sal de las lágrimas de felicidad que estaba derramando.
               -Gracias. Gracias. Gracias. Yo… no sabes lo que esto significa para mí, Al. Gracias-gimió, abrazándome con fuerza. Noté que Mimi se escondía en el baño de la vergüenza que estaba pasando, pero vergüenza para bien. Eleanor, por el contrario, estaba plantada junto a la puerta de la habitación que compartiría con mi hermana, sonriéndonos con cariño.
               -Te quiero-jadeó Sabrae en el mismo tono del que lanza el último conjuro disponible con la esperanza de que, al contrario que los demás, le salve la vida. La apreté con más fuerza contra mí instintivamente.
               -Yo a ti también.
               Sabrae se quedó acurrucada un momento a mi lado y luego, lanzando un suspiro de alivio que me hizo sospechar que había estado a punto de reventar de ilusión, cogió su teléfono y llamó a su madre.
               -Mamá-jadeó, y se echó a llorar de nuevo-, mamá, adivina adónde me ha traído Alec.
               Adivina adónde me ha traído Alec. Como si no supiera que estaba más que dispuesto a atravesar el infierno descalzo por ella. Todos los enamorados decían que les bajarían la luna a sus amantes, pero yo no era como los demás, igual que mi amante tampoco era como los demás.
               La mía era Sabrae. No es que le prometiera la luna de forma metafórica. Si ella me la pedía, moriría bajándosela. No intentándolo. Bajándosela.
                
 
Sentaba genial el solecito que hacía en Capri. No es que no nos hubiera acompañado a lo largo de todo el viaje o que el cielo estuviera un poco menos azul; todo lo contrario. El día no había estado tan despejado, el sol jamás había sido tan brillante, ni el humor de los lugareños tan bueno como en aquella isla de mi infancia que me había recibido con los brazos abiertos apenas llegué la noche anterior. Todo era muchísimo más intenso, y aun así, mil veces más soportable; confortable, incluso.
               Habíamos pasado un día tan bueno como el tiempo que hacía: después de ponerme mi vestido de limones favorito y desayunar en el hotel, habíamos ido de excursión por el pueblecito en la cima de la montaña de Capri, deteniéndonos en los puestos de artesanía a comprar unos cuantos recuerdos más para nuestra aún no demasiado grande colección (ahora que teníamos la libertad de coger todo lo que quisiéramos gracias a las maletas que habían comprado Mimi y Eleanor en su sesión intensa de tiendas, un nuevo horizonte se abría ante los cuatro), habíamos bajado al puerto principal de la isla para reunirnos con nuestros compañeros, tan risueños como nosotros, para el paseo en barco. Habíamos rodeado la isla y sus aguas turquesas, apreciando desde ángulos que yo no recordaba su orografía y las casitas que la decoraban, más que poblarla. Mimi había estirado el brazo para acariciar las olas que el barco iba haciendo en su travesía, y Alec había tenido que agarrarla cuando la embarcación pegó un giro que casi hizo que se cayera al agua, móvil incluido.
               Habíamos pasado por debajo de una isla con forma de arco que salía mucho en los anuncios de colonia, y que el guía local nos dijo que garantizaba amor eterno a las parejas que se besaran bajo ella. Mientras los esposos del barco se besaban, Eleanor le estampó a Mimi un sonoro beso en la mejilla que le arrancó una risita, y Alec me miró con ojos de cachorrito, a lo que yo no me pude resistir. Me acerqué a él y le di un beso intensísimo con la inestabilidad propia que sólo puedes tener en un barco, y se relamió los labios y se los mordisqueó cuando nos separamos, un poco alborozados por todo lo que estábamos pasando.
               -Ahora no te queda más remedio que aguantarme el resto de tu vida-bromeó él, restándole importancia al rubor de sus mejillas.
               -O quizá lo que haya hecho sea echarte el lazo definitivamente-respondí, pasándole los brazos por los hombros y dándole un piquito mucho más recatado.
               De ahí habíamos venido directamente a la playa, en la que ahora estaba tumbada disfrutando de la manera en que el sol estaba cubriendo de besos mi piel. Alec estaba sentado a mi lado, jugueteando con un colgante de llamador de ángeles de porcelana que le había comprado a Annie, y que yo estaba segura de que terminaría rompiendo antes de que nos fuéramos de la isla.
               No quería decirle nada porque sabía a qué se debía aquello en el fondo: estaba tratando de distraerse. Era la primera vez que venía a la playa sin los chicos después del accidente, y por mucho que se esforzara en restarle importancia a sus cicatrices y en aprender a quererlas, todavía necesitaba armarse de valor para quitarse la camiseta o tumbarse boca arriba en la arena. Yo me moría de ganas de que abandonara sus inseguridades y se viera por fin como lo veía yo, pero comprendía perfectamente que le costara, acostumbrado como estaba a ser el centro de atención y creer que las miradas que atraía se veían satisfechas en su curiosidad.
               Yo misma también luchaba a veces con mis inseguridades, y había tenido mil veces más tiempo que Alec para procesarlas. Necesitaba marcarse su propio ritmo, y yo lo respetaba.
               Finalmente, después de un larguísimo concierto de tintineos y bufidos, por fin se dio por satisfecho y metió el colgante en la bolsa. Abrí un ojo y me lo quedé mirando, pensando en memorizar su silueta recortada contra el sol ahora que éste estaba en su cénit, igual que si fuera el último dios que quedaba en el mundo, dispuesto a hacer que los mortales recuperáramos la fe en los de su raza. Estiré la mano y le acaricié los dedos.
               -¿Te aburres mucho?
               Me miró con intención, me dedicó una sonrisa radiante y se echó a reír.
               -“Aburrirme” no es la palabra que se me pasaría por la cabeza cuando te tengo al lado en bikini, bombón.
               -Ah, genial. Estaba pensando en hacer topless para que no me quedaran las marcas del bikini, pero…-me encogí de hombros, y Alec se echó a reír.
               -Apenas te has puesto morena desde que empezamos a ir a la playa. Yo, en cambio…
               -¿Quizás, mi amor, porque tú eres el chico blanco del mes y yo soy la chica negra del milenio? Además, sí que me he oscurecido. Poco, pero me he oscurecido-me hinché igual que una pava y Alec puso los ojos en blanco.
               -Sí, guau. Casi no te reconozco. Sí, desde luego, lo tuyo sí que tiene mérito, no lo mío-asintió con la cabeza, y yo me eché a reír, me incorporé y le di un beso en el codo-. ¿Lo harías?
               -¿El qué?
               -Topless. ¿Lo harías?
               -Si me apetece, sí. ¿Por? ¿Qué pasaría si lo hiciera?
               -Que sentiría la imperiosa necesidad de lamerte los pezones.
               Aullé una carcajada.
               -Estoy segura de que podrías controlarte en el hipotético caso de que lo hiciera-le di unas palmaditas en la pierna y él chasqueó la lengua.
               -Puede-asintió-, pero no me daría la gana. Creo-dijo, levantándose-que me voy a dar otro chapuzón. ¿Te vienes?
               -No, gracias. Estoy bien aquí. No puedo volver a mojarme el bikini, o estropearé el vestido al ir a comer. Además…-cogí las gafas de sol que había dejado en una esquina de su toalla y me las puse sólo para poder bajármelas con intención-, prefiero disfrutar de las vistas.
               Alec se puso en pie con la agilidad de un felino, entre risas, y se inclinó para darme un beso perpendicular en los labios.
               -Siempre podrías ir sin bragas.
               -Sí, claro, y que nos detengan. No estoy muy segura de si a mamá le haría gracia tener que tramitar nuestra extradición.
               -Si nos lo montamos bien, nos podríamos ahorrar  el ferry de Siracusa-Alec me dio un toquecito en el pie con el suyo a modo de despedida, y se giró para dirigirse hacia el agua. Entró despacio, disfrutando de la sensación de fresca calidez del Mediterráneo, tan acogedor que podrías entrar corriendo en sus aguas. Después de tomarnos nuestro tiempo entrando en el océano cuando nos bañábamos en casa, la verdad es que se agradecía ese cambio de temperatura.  Todavía con las gafas de sol puestas, me incorporé hasta quedar sentada y miré cómo Alec iba adentrándose en el agua hasta comenzar a nadar en dirección hacia las embarcaciones. Había unas boyas que impedían que los pocos turistas que estábamos en la playa (la gente no venía a aquella isla a bañarse, sino a explorar, pero nosotros lo habíamos hecho en tiempo récord y nos apetecía relajarnos un poco, tomando un aperitivo de lo que sería Mykonos antes de dirigirnos hacia la isla a la que Alec llamaba hogar) supiéramos dónde estaba el límite al que podíamos llegar sin que nuestras vidas ni la navegación corrieran peligro, y creí que Alec se dirigía hacia allí hasta que lo vi detenerse en el agua. Sólo su cabeza sobresalía en la por lo demás calmada superficie, e intuí más que vi cómo se giraba para mirarme. Levantó una mano y yo le devolví el saludo, sonriendo.
               Observé cómo chapoteaba, cómo buceaba y emergía de nuevo en la superficie varios metros más allá, hasta que se cansó y decidió regresar a mi lado. Una dulce primavera se extendió por mi vientre cuando se echó el pelo que le caía aplastado sobre la cara hacia atrás, dejando ver sus cicatrices a todo aquel que fuera lo suficientemente maleducado para ponerle los ojos encima a mi hombre de manera juiciosa. Había encontrado en el agua la confianza en sí mismo que necesitaba para regresar a mi lado con la sensualidad de una chica Bond. Las vacaciones a él también le estaban sentando genial.
               -¿Qué tal el agua?-pregunté nada más estuvo a mi alcance. Alec se acuclilló a mis pies, y yo arqueé las cejas.
               -Buenísima. Aunque no es lo único-me miró con intención, dejando una caracola en el borde de mi toalla-. He encontrado esto. Te la puedes quedar tú, o se la puedo dar a Duna cuando lleguemos a casa.
               -¿Con las cosas que dejo que me hagas, crees que debería conformarme con una triste concha de mar?
               -Creía que las cosas que te hago son recompensa ya en sí mismas-ronroneó, anclando las rodillas entre mis pies y amenazando con tumbarse encima de mí. Dejé escapar un alarido y lo empujé para que se cayera sobre su toalla, y él lo hizo, riéndose-. Hoy se supone que estaremos solos, ¿verdad?-añadió, y yo asentí con la cabeza. Mimi y Eleanor habían planeado dar una vuelta por ahí esa noche, explorar la vida nocturna del pequeño pueblecito pesquero, en el que parecía que había bastante ambiente de madrugada, y, de paso, darnos un poco de intimidad. No habíamos hecho nada el día anterior porque estábamos pared con pared, algo que no nos había importado en el pasado, pero ahora que Mimi estaba tan relajada, no quería que volviera a sentirse violenta con nada de lo que nosotros hiciéramos-. ¿Follamos esta noche?-Alec me acarició la cara interna del muslo de forma más cariñosa que sugerente, pero yo me derretí de todos modos.
               Por enésima vez, lo miré por encima de las gafas.
               -Lo contrario me ofendería-respondí, tumbándome de nuevo en la toalla-. O me preocuparía.
               Se echó a reír mientras yo me daba la vuelta, asegurándome de tener la braga del bikini bien seca para cuando Mimi y Eleanor vinieran a por nosotros.
               -¡Os hemos comprado una cosa!-anunció Mimi toda ilusionada cuando por fin llegó la hora de irnos a comer. Alec miró a su hermana.
               -¿Lubricantes? Porque Sabrae no los necesita.
               Me costó Dios y ayuda no enterrarle la cabeza en la arena para que se callara.
               -No, so lerdo. ¿Puedes dejar de pensar con la punta de la picha aunque sea sólo medio minuto?
               -Además, el que no experimenta, no descubre cosas nuevas-añadió Eleanor, y Alec se la quedó mirando.
               -¿Me estás diciendo que Scott y tú…?
               -Ni que mi hermano no te lo contara-le chisté, y Alec se giró.
               -Ya, pero me lo contaba antes de coger un avión porque se sentía amenazado por mí. Joder, no me extraña que me tenga terror.
               -¿Queréis los regalos sí o no?-espetó Mimi, acomodándose el sombrero de paja que se había comprado en Milán y del que no se había separado en todo el viaje. Un millón de pecas le cubrían el cuerpo ahora, pecas que ella detestaba a pesar de que a mí me parecían monísimas. Cuando Alec se levantó y le rodeó la cintura con los brazos, cariñosamente, Mimi emitió un sonoro bufido y extrajo con muchísima ceremonia unas botellitas pequeñas con un líquido amarillo en su interior.
               -¿No será eso tu…?
               -Sabrae, por el amor de Dios, métele la lengua en el esófago antes de que me pregunte lo que creo que me va a preguntar. Es limoncello, so ignorante. Lo hemos visto en un puestecito de la que veníamos a por vosotros, y dado que el de anoche estaba tan rico…
               Alec se giró para mirar a Eleanor, con los brazos en jarras.
               -No me digas más; le han gustado las botellitas.
               -¡SON MONÍSIMAS!-protestó Mimi-. ¡Deja de juzgar mis gustos!
               -Mary Elizabeth, ¿a ti te parece que ya llevamos poca mierda en la maleta como para que ahora te dediques a comprar alcohol sólo porque…? No me toques el cuello, zorra, que ya sabes cómo me pongo cuando me tocas el cuello. Mary Elizabeth, te lo juro por Dios, no estoy de puta coña. Aleja esas zarpas de mí-Alec dio un brinco hacia atrás mientras Mimi lo amenazaba con sus manos, y así se dio por concluida la discusión. Nos vestimos, y los cuatro salimos de la arena en dirección al restaurante en el que habíamos reservado mesa. Estaba cerca de nuestro hotel, perfecto para dejar las bolsas de lo que habíamos comprado, y tenía un balcón con unas vistas espectaculares de las huertas y casas que descendían en picado en dirección al mar, donde los barcos apenas eran patitos diminutos en la distancia, dejando estelas piramidales cada vez más amplias a medida que se alejaban. Nunca había visto un cielo tan limpio ni tan azul; al menos, no en Europa.
               Nos condujeron a una de las pocas mesas que había libres, con manteles blancos y puntillas azules en sus bordes, todo bajo una celosía de vides y flores de alhelí que embriagaban con su perfume. Me senté enfrente de Alec, entre Mimi y Eleanor, lo cual me permitió ver cómo analizaba la estancia, deteniéndose en cada detalle, controlando a duras penas una sonrisa.
               Va a ser aquí, comprendí  en un fogonazo de lucidez cuando pude prácticamente ver los engranajes de su cabeza poniéndose en marcha, a plena potencia. Me lo va a pedir aquí.
               Inmediatamente me puse nerviosísima, pero no porque temiera que mi respuesta fuera otra que un sí. Siempre habíamos hablado de matrimonio de una forma tan segura que ni siquiera parecían unos planes de futuro que estuviéramos construyendo como castillos de aire.  Llevaba meses pensando en Alec directamente cuando hablaba con mis amigas sobre lo mismo, y estaba tan convencida de que no nos pasaría nada durante su estancia en África que casarnos terminaría siendo algo natural, un paso más en nuestra relación, un futuro casi inevitable que, por otro lado, los dos deseábamos con ansia.
               Me puse nerviosa porque no sabía cómo reaccionarían mis padres si volvía de mi viaje comprometida, habiendo hecho la luna de miel antes que la boda. Ellos siempre me habían apoyado en todas mis decisiones sensatas, y me habían sacado las insensatas de la cabeza, pero… no sabía muy bien en qué categoría encasillarían esto.
               No quería que me convencieran de que no debía hacerlo. No después de ver en las molestias que Alec se había tomado las indicaciones de un plan mucho mayor, más importante. Invitarme a venir a Italia con él, el cambio en la reserva para ir al mismo hotel… el tiempo que pasaríamos solos en Mykonos, como una auténtica luna de miel… de repente, todo eran señales. Había estado ensayando con Eleanor para saber cómo lo tendría que hacer conmigo, igual que un maestro siempre esboza un boceto apurado antes de empezar con su obra maestra.
               Notando mis ojos en los suyos, Alec me dedicó una sonrisa radiante y cálida, la de alguien a quien jamás han pillado con las manos en la masa y que acostumbra a pillar a todo el mundo desprevenido, cuyos planes nunca han sido desvelados.
               Sin embargo, Alec no hizo absolutamente nada. A medida que iban pasando los platos, yo me iba poniendo más y más nerviosa, segura de que terminaría haciéndome una proposición como las de las películas, en las que todo el mundo se queda mirando cómo los camareros llevan a cabo el plan perfectamente trazado por el hombre para asegurarse de obtener un sí. Cuando nos trajeron el postre prácticamente di un brinco, temiendo y a la vez deseando hundir la cuchara en el sorbete de limón que había pedido. Tenía los ojos de Alec fijos en mí, esperando mi reacción, y cuando me terminé la tarrina de helado, parte de mí respiró con alivio y otra parte se desinfló. Quería que me lo pidiera, y quería enfrentarme a mis padres.
               Quería demostrarle que estaba con él en lo bueno y en lo malo. Sólo con las adversidades se demuestra el verdadero carácter de las personas, la intensidad de sus emociones. Y yo quería que Alec me lo pidiera.
               Era una locura, era muy joven, estábamos a punto de separarnos durante un año en un período crítico de nuestras vidas… y, aun así, quería que me lo pidiera. Quería que viera que los adolescentes no sólo se comprometían en los libros ambientados en la Primera Guerra Mundial, antes de que los muchachos se marcharan a las trincheras, haciéndoles una promesa a sus novias que quizá no pudieran cumplir. Quería que viera que esas cosas también podían pasar en la vida real, que podíamos protagonizar nuestra propia historia de amor desesperada y rabiosamente intensa.
               Alec dejó el dinero de la cuenta sobre un platito plateado y se levantó.
               -¿Os ha gustado el sitio, chicas? Porque a mí me ha encantado. Creo que sería genial que cenáramos aquí en nuestra última noche, ¿qué os parece?
               Mimi y Eleanor asintieron con entusiasmo; habían disfrutado de la comida tanto o más que nadie, y no veían la hora de volver. Cada vez estaba más convencida de que las tendríamos que arrastrar de vuelta al continente entre lágrimas, y puede que lloraran cuando nos subiéramos al bus.
               Eleanor se acercó con decisión al dueño del local, colgándose su bolso al hombro y echándose a un lado la coleta en la que se había recogido el pelo.
               -Disculpe, ¿podríamos reservar una mesa para cenar esta noche?
               -Me temo que no va a ser posible, señorita. Todas las mesas disponibles para esta noche están ocupadas.
               -¿Seguro?-insistió Alec, alzando las cejas. Algo me dijo que estaba a punto de sobornarlo.
               -Lo lamento en el alma, señor, pero así es.
               -Qué pena… teníamos pensado dejarnos mucho, mucho dinero en la cena. Hemos visto un plato de marisco que tenía una pinta genial…
               -Le agradezco de veras su interés, caballero, pero estoy seguro de que podrán conseguir muy buenos productos en los restaurantes vecinos. Si me permite sugerirles…
               -Ya. La cosa está… Luigi-Eleanor clavó los ojos en la chapita identificativa del hombre-, en que ningún otro restaurante tiene estas vistas. Y de verdad que estamos muy interesados en conseguir una mesa. No importa lo que tengamos que pagar, ni lo apretados que estemos con otros clientes. Es nuestra última noche en Capri, ¿sabe? Nos apetece darnos un homenaje, y mañana se acaba oficialmente nuestro viaje. Es el único capricho que hemos decidido concedernos, y creo que usted puede hacernos un favor.
               ¿El único capricho? Supongo que todos los anteriores no contaban. No, si lo más que habíamos tenido que hacer por ellos era darles a los vendedores lo que nos pedían sin apenas rechistar, y luego tratar de meterlos en la maleta en un alarde de ingenio y dominio del Tetris a partes iguales.
                -Lo comprendo perfectamente, señorita, y créame que no es la primera que se enamora de nuestras vistas, pero…
               -Puede que no sea la primera-intervine yo-, pero seguro que es la primera famosa que le suplica por una reserva.
               Luigi parpadeó, y Eleanor le dedicó una radiante sonrisa.
               -Así es-Eleanor le tendió la mano-. Me llamo Eleanor Tomlinson. Soy la ganadora de la última edición del programa The Talented Generation. Estoy aquí con mis amigos, Mimi y Alec Whitelaw y Sabrae Malik-hizo hincapié en mi nombre-, disfrutando de unas bien merecidas antes de embarcarme en una gira mundial. Imagínese lo que supondría para su precioso negocio que hablara de mis vacaciones y de la exquisita cena que he tomado aquí en mis entrevistas.
               -O que yo subiera historias mostrándoles el local a mis más de veinte millones de seguidores. Sabrae Malik-extendí la mano, dejando que me la besara con ceremonia-. Ferviente admiradora de su isla e hija mayor de Zayn y Sherezade Malik. Seguro que le suena mi apellido.  Mi padre es integrante de One Direction, ¿sabe? ¿Le resulta familiar? Siete premios Grammy, ochenta números uno en Billboard tanto con la banda como individualmente, cinco portadas en Vogue Británica y cuatro en Vogue Italia…
               -Y yo soy hija de Louis Tomlinson-Eleanor le guiñó un ojo-. Compositor de prácticamente la totalidad de la discografía de One Direction, así como de la suya propia y de más de un centenar de artistas internacionales. Ocho premios Grammy-anunció, con orgullo, Eleanor-, cinco Brits, y créditos en más de dos docenas de discos premiados a lo largo y ancho del mundo.
               El maître nos miraba a ambas, alucinado, con la boca abierta de una forma muy graciosa.
               -¿Seguro que no tiene un huequecito para nosotros? No molestaremos, se lo prometemos. Nos conformamos con una mesa pequeñita, para dos personas. Simplemente queremos disfrutar de las vistas.
               -E inmortalizarlas, por supuesto. ¿Quién sabe, El? Quizá Zaddy decida venir aquí a componer su siguiente disco.
               Rarísimas veces llamaba a papá “Zaddy”, pero cuando lo hacía, el efecto era prácticamente inmediato. Si alguien había vivido debajo de una roca y no sabía situar a mi padre, desde luego no había ignorado los gritos de las fans histéricas coreando esa palabra cuando había algún evento al que hubiera decidido honrar con su presencia.
               -¿Han dicho One Direction? Mi hija más pequeña estuvo en el concierto de San Siro. Yo la acompañé.
               -Oh, un concierto espectacular-Eleanor asintió con la cabeza-. El proyecto que hicieron las fans, simplemente… disculpe-cogió una servilleta de una mesa contigua y se la llevó a los ojos-, es que es tan conmovedor… su país siempre fue muy acogedor con nuestros padres. Sus seguidoras italianas eran de sus favoritas.
               -Fue una pena que demolieran el estadio. Nos traía a todos muy buenos recuerdos, ¿verdad, El?-pregunté, y Eleanor asintió con la cabeza.
               -Mi padre siempre lo recuerda con muchísima nostalgia.
               -Sí, al mío le habría encantado volver a actuar en él. Siempre dice que, de seguir en pie, habrían hecho una pequeña gira de conciertos por su veinticinco aniversario, que es precisamente este año, con tal de tener una excusa para visitarlo.
               -¿De verdad?-preguntó el hombre, visiblemente emocionado. Eleanor me miró, me puso una mano en el hombro, y jadeó un contenido:
               -Por supuesto.
               -Era un gran estadio. Y sus padres hicieron muy felices a mi hija, ¿saben?
               -Estoy segura de que ni la mitad que ella a ellos-aporté yo, y Eleanor me chocó los cinco por la espalda cuando el hombre sorbió por la nariz y comprobó de nuevo su libro de reservas.
               -Quizá sea posible… hacerles un hueco.
               -¡Se lo agradeceríamos muchísimo!-coreamos las dos. Cuando salimos del restaurante, ya con la hora reservada, hicimos un bailecito y nos pusimos a brincar, chocando las palmas y felicitándonos por el increíble trabajo que habíamos hecho en el local.
               -A veces incluso dais miedo-rió Alec. Eleanor y yo nos echamos a reír; era la primera vez que recurríamos a nuestros apellidos juntas, pero había surtido mejor efecto del que me esperaba.
               Convencidas de que nos dábamos suerte la una a la otra, no nos separamos de las chicas en toda la tarde. Dimos otro paseo por la isla, descendiendo de nuevo en dirección a la playa, pero con una calma y unas ganas de disfrutar de los isleños que no teníamos por la mañana. Ya que habíamos descansado y se acercaba el momento de dejar Capri, queríamos empaparnos todo lo que pudiéramos de ella.
               Mimi se detuvo en un escaparate de una tienda de recuerdos, la enésima de ese día, y antes de que nos quisiéramos dar cuenta, ya estábamos dentro de la misma, mirando camisetas que rezaban I CAPRI y bolsos de tela en los que se repetía la palabra Capri una, y otra, y otra vez, en distintos colores y tipografías de letra. Yo estaba mirando una camiseta de manga corta de talla 3XL que obligaría a Alec a ponerse antes de que se fuera a África para empaparla de su aroma, cuando me di cuenta de que lo había perdido de vista y se había esfumado de la faz de la tierra. Lo necesitaba para tomarle las medidas y comprobar si una talla más le quedaría demasiado grande.
               Rodeé las estanterías con cuadros, llaveros, bolas de nieve y esculturas de todos los tamaños y formas en busca de mi chico, confiando en encontrármelo con Eleanor y Mimi, que debatían con fervor si se llevaban un abalorio con el mapa de la isla que no sabían si les entraría en sus pulseras de Pandora.
               -Ah, Saab, menos mal. Dile a esta mula terca y testaruda que podemos ponernos el charm de colgante si no nos entra en la pulsera-indicó Eleanor.
               -Es que yo no lo quiero de colgante, boba. Sabes que no me los quito para bailar, y con lo duro y pesado que es, podría romperme un diente. Díselo, Saab. Dile que se lo lleve si quiere, pero yo no pienso arriesgarme a que no me entre en la pulsera.
               -¿Habéis visto a Alec?-las interrumpí, y ellas fruncieron el ceño a la vez. Era increíble lo mucho que se parecían incluso cuando no se parecían físicamente en nada. Tenían los mismos gestos, incluso el mismo tono de voz al hablar.
               -¿No estaba contigo?
               -Sí, eso creía yo, pero cuando me he girado para pedirle que se probara una camiseta, no estaba. ¿No ha venido a veros?
               -Quizá haya salido. Esta tienda está abarrotada, y con lo alto que es… puede que se haya agobiado un poco.
               Pero después de dejar las cosas en una cestita para no salir con ellas y que me llamaran la atención, comprobé que Alec tampoco estaba a la puerta de la tienda. Regresé con las chicas, dispuesta a llamarlo por teléfono, preocupada por si le había pasado algo, si se había perdido entre las estanterías o me lo habían secuestrado…
               … y entonces me dio una palmada en el culo.
               -¿Adónde vas tan corriendo?
               -¡Alec! ¡Dios mío! ¿Dónde estabas?
               -Llevo a tu lado todo el tiempo, Sabrae.
               -No es verdad. Me he girado hace un rato, y… tú no estabas. ¿Adónde has ido? ¿Dónde te habías metido?
               Se encogió de hombros, disimulando de forma pésima que me estaba ocultando algo.
               -Sólo he ido a mirar unos bocetos un momentito.
               -¿Qué pasa, Alec?-pregunté, y él sonrió.
               -Nada. ¿Por qué crees que pasa algo?
               -Te estás riendo.
               -No me estoy riendo-y sonrió más. Se metió las manos en los bolsillos, y mi corazón dio un vuelco cuando intuí una cajita pequeña en el interior de uno de ellos. El izquierdo. El de su mano dominante.
               -Alec.
               -Sabrae.
               -¿Qué llevas ahí?
               -Aquí, ¿dónde?
               -En el bolsillo.
               -Nada-respondió, riéndose, sacando la mano y mostrándomela vacía.
               -En el otro.
               Hizo una cosa rarísima con las manos, tan rápido que apenas pude ver un borrón, antes de mostrarme su palma libre y tirarse del bolsillo para que viera que no guardaba nada.
               -Nada, ¿lo ves? Madre mía, nena. Estás un poco paranoica. ¿Te ha sentado mal la comida?
               -Mientes fatal, ¿lo sabías?-acusé, y Alec se echó a reír.
               -No te estoy mintiendo. Venga, no te pongas de morros. Por mucho que me gustes cuando te enfurruñas, no quiero que te me enfades-ronroneó, pasándome los brazos por los hombros y atrayéndome hacia él. Escuché pasos a mi espalda, y cuando me quise dar cuenta, Mimi y Eleanor estaban con nosotros.
               -¡Lo has encontrado al fin!-celebró Mimi-. Menos mal; me he quedado sin pasta. Al, ¿no te sobrarán, por casualidad, diez euritos?
               -¿No te basta con desplumarme en casa, que también lo tienes que hacer cuando nos vamos de vacaciones?
               -¡Porfa! Eres mayor de edad. Ya puedes tener tarjetas a tu nombre.
               -Ser menor no te ha detenido hasta hora a ti. Además, estoy en el paro. En fin-bufó sonoramente, tendiéndole a Mimi un billete de veinte-. Espero que sepas que estoy llevando la cuenta.
               -Vale-festejó, echando a correr en dirección a la caja antes de que Alec cambiara de opinión.
                Dimos una última vuelta por el puerto antes de volver a la playa y, cuando el cielo volvió a teñirse de rosa, por fin nos animamos a marcharnos. Subimos en uno de los microbuses que nos conducían hasta la cima de Capri para poder ducharnos y, una vez listos, regresamos al restaurante muy conscientes de que aquellas eran nuestras últimas horas en la isla. Nos marchábamos en el primer barco de la mañana para poner rumbo a Sicilia, la última parada del viaje antes de que nos separáramos definitivamente. Eleanor, Alec y yo estábamos decididos a hacer que la noche fuera de las mejores que habíamos vivido en lo que llevábamos lejos de casa, y durante un rato parecía que la cena iba a ser genial: recordábamos lo que habíamos hecho, nos reíamos de las anécdotas que nos contaban los demás e, incluso, ya estábamos planeando otro viaje.
               -Cuando vuelva de Etiopía-estaba diciendo Alec-, si queréis, podemos ir de viaje por los países nórdicos o algo así. Seguro que estaré de pasar calor hasta los huevos, sobre todo…
               Y, entonces, Mimi se echó a llorar. Se había pasado la cena callada, apenas había probado bocado de su comida, y lo único que había hecho había sido beber copas y copas de limoncello, tratando de ahogar unas penas que, por fin, exteriorizaba. Igual que el Vesubio, la pobre también explotó.
               Dejó caer los cubiertos a los que apenas había dado uso sonoramente sobre su plato y se llevó las manos a la cara, haciendo que todos nos pusiéramos en guardia en el acto.
               -Lo siento. Lo siento mucho-gimió, negando con la cabeza, sacudiendo su melena caoba de manera que azotó los hombros de Alec y los de Eleanor por igual. Esta vez, Alec y yo nos habíamos sentado juntos, y la que estaba frente a Mimi era yo.
               Automáticamente, extendimos las manos hacia ella, Alec y Eleanor tocándola, y yo quedándome a escasos centímetros de mi cuñada, que sentía todo con tanta intensidad que incluso lloraba viendo documentales de la sabana, cuando los guepardos famélicos cazaban a una gacela.
               -¿Qué pasa, Mím?-preguntó Alec, acariciándole el brazo, frotándoselo de la misma forma reafirmante con la que me daba mimos a mí. Sabía que Mimi se sentía segura con sólo sentir las manos de su hermano en su piel.
               Y supe qué iba a decir antes incluso de que lo dijera, porque los mismos demonios que la atormentaban también iban tras de mí, oscureciendo mis ilusiones, recordándome que mi futuro más inmediato se basaría en la añoranza. Aquellos dos días habían sido muy especiales para mí no sólo por cómo me habían conectado con mi yo más joven, sino porque, también, me habían dado esperanzas de que el futuro podía ser mejor: podía apreciar mejor los detalles que en el pasado, y las cosas no eran hermosas por mi juventud, por mirarlas por ojos inexpertos, sino porque había algo que no cambiaba en un mundo que jamás dejaba de evolucionar.
               -No puedo, Al, es que…-jadeó, apartándose las manos de la cara y mirando a su hermano con una tristeza y un dolor infinitos-. Te voy a echar tantísimo de menos. Tantísimo de menos-gimió, negando con la cabeza-. Ni siquiera he vuelto a casa, y ya la noto vaciísima porque no estás tú. No quiero que esté todo en silencio, no quiero que me dejen vivir tranquila, no quiero sentir el otro lado de la pared de mi habitación vacío, ni que nadie deje de quejarse porque hago demasiado ruido practicando mis bailes en mi habitación por las noches-negó con la cabeza, lágrimas del tamaño de peras cayendo por sus mejillas-. No quiero dejar de vivir contigo, Al.
               -Pero mi niña, si no vas a dejar de vivir conmigo-sonrió Alec, conmovido, con los ojos un poco brillantes a causa de la emoción. Le puso una mano en el hombro y, a continuación, le acarició el pelo-. Ya verás. Dices eso ahora porque estamos todo el día juntos, pero cuando vuelvas a casa, terminarás pasando tiempo con tus amigas y no dándote cuenta de que no estoy. Si apenas nos vemos ya-Alec se encogió de hombros-. Sólo para las comidas, y cada uno está a lo suyo. Seguro que, en el fondo, agradeces la tranquilidad.
               -No, Al. Yo no quiero estar tranquila en casa. No puedo estar en casa y estar tranquila, porque mi casa está donde tú estés.
               Alec se relamió los labios, parpadeó, y se inclinó para darle un beso a Mimi en la mejilla. Ella empezó a hipar.
               -Voy a estar tan sola…
               -No digas eso, Mím. Haremos mil planes. Te vendrás conmigo a todos los conciertos que quieras, y luego, durante el curso, seguiré yendo a la gran mayoría de las clases. A todas las que me permita mi carrera-dijo Eleanor, acariciándole la mano.
               -Sí, y nosotras haremos un montón de cosas juntas. El accidente nos unió, Mimi, y ahora que no tenemos que preocuparnos de buscar alguna forma de despertar a Alec, podemos disfrutar de la compañía de la otra-intervine yo.
               -Te va a venir genial que yo no esté-sonrió Alec, entrelazando sus dedos con los de ella-. Podrás poner las pelis que te dé la gana, las novelas que quieras, tendrás a Trufas para ti sola… seguro que en dos semanas ya estás instalada en mi habitación, comiendo nachos y rascándote la barriga y preguntándote por qué no tuviste la suerte de nacer hija única-le guiñó el ojo, y Mimi negó con la cabeza.
               -No voy a entrar en tu habitación. No quiero acordarme de que no estás.
               -Pero, ¡mi vida! Si no va a ser como si no estuviera. Tómatelo como que estoy trabajando las veinticuatro horas del día, doblando turnos como un cabrón, y duermo cuando tú no estás en casa. Le diré a mamá que no haga la cama si quieres, y entrenaré a Trufas para que salte sobre ella y haga que parezca que he dormido allí. Y te voy a llamar todas las semanas-prometió, cogiéndole las manos-. Todas, todas las semanas. Ya verás cómo va a ser como si siguiera en casa. Pero con las ventajas de no tener a un hermano pesado como yo-Mimi lo miró y le dedicó una sonrisa tímida, y Alec le sonrió más aún-. Venga, ¿me das un beso? No llores más, Mím. Todo el mundo te está mirando.
               -Me da igual-escupió ella-. Me va a cundir muchísimo el año sin ti. Me importa una mierda que me miren-dijo, y era verdad. Ni siquiera se puso roja. Se limpió las lágrimas con la servilleta de tela, a juego con el mantel, y Alec se rió.
               -Mírala a ella. Montando escenitas en público porque va a echar mucho, mucho de menos a su hermano mayor-metió la cabeza por el hueco del hombro de Mimi y ésta jadeó-. Me halaga que te vuelvas una dramática conmigo, pequeña-le apartó el pelo del hombro y le acarició el cuello, masajeándole la nuca de la misma forma que lo hacía yo con él cuando quería tranquilizarlo y ahuyentar lo que fuera que le preocupaba-. Claro que… lo haces desde la ignorancia. No sabes todavía que hay un pasatiempo muy interesante que puede hacer que este año se te pase en un suspiro-Alec arqueó las cejas, y Mimi lo miró, expectante. Al igual que supe lo que ella iba a decir, también adiviné lo que le iba a soltar él. Sexo. Con Alec, todo terminaba conduciendo al sexo de un modo u otro-. Cuando te abras de piernas por primera vez, ya verás lo rápido que se te puede pasar el tiempo. Y a Trey… más todavía-cogió su copa de limoncello y le guiñó un ojo a su hermana, que exhaló un jadeo y negó con la cabeza.
               -Eres un gilipollas. Un maldito gilipollas, Alec-suspiró, limpiándose las lágrimas, pero una sonrisa se abrió paso por su boca como la esperanza ante la promesa de un mañana mejor. Alec le sacó la lengua, Mimi le hizo un corte de manga, y conseguimos continuar así con la cena.
               Las chicas no quisieron cambiar los planes cuando les insistimos en que se vinieran con nosotros al hotel, ni tampoco nos insistieron en que nos fuéramos con ellas. Por mucho que Mimi quisiera estar con Alec el mayor tiempo posible, querían regalarnos esa noche que con tantas ganas habíamos estado esperando. Sin embargo, cuando llegamos al hotel, lejos de ponernos a hacerlo como animales, Alec y yo nos miramos y vimos que ninguno de los dos tenía ganas. No después de lo que había pasado esa noche.
               A los dos nos carcomía un poco la culpa, así que nos alejamos de la habitación todo lo que pudimos. Nos sentamos en el balcón a contemplar las estrellas en silencio, sumidos en nuestros pensamientos. Sentada en el sillón, no podía dejar de mirar las flores, que crecían como lo hacían en mi memoria, ajenas a que ni siquiera eran las que ocupaban mis recuerdos. No eran las mismas; algunas incluso ni siquiera eran de la misma especie, y sin embargo no dejaban de ser igual de hermosas.
               Tratar de compararlas era inútil. Las de mis recuerdos eran una fantasía borrosa y perfeccionada por el paso del tiempo en un sueño idealizado que había repetido en mi cabeza hasta la saciedad. Las del presente, si bien más definidas y, por tanto, con más fallos, también eran más reales.
               Y pensé en que Alec también iba a ser así para todos nosotros cuando se fuera al voluntariado.
               Y pensé que cuanto más tiempo pasáramos con él, más difícil nos sería decepcionarnos cuando volviera, porque no le habríamos idealizado.
               Y pensé que, por mucho que yo fuera la única persona que compartía con él aquel momento en el balcón, que estuviéramos callados bajo aquel manto de estrellas, distantes el uno del otro como aquellas esquirlas de diamante en el cielo de obsidiana, era un signo inequívoco de que no sólo nos pertenecíamos a nosotros dos: nos pertenecíamos a todos los que nos querían, y sería injusto acapararnos. Especialmente si uno de nosotros iba a marcharse durante un año.
               Miré a mi novio. El hombre de mi vida. El que esa mañana había creído que me pediría en matrimonio, y que no lo había hecho porque sabía a ciencia cierta cuál sería mi respuesta, al igual que sabía que no podríamos separarnos cuando nos hubiéramos prometido un “continuará”. Ya lo habíamos tenido una vez, y mira dónde estábamos: en la cima de una isla preciosa, arropados por la vía láctea y nuestro amor a partes iguales.
               Alec agachó la cabeza, mirando la copa de limoncello que se había servido sin que yo me enterara. Me di cuenta de que había dejado una idéntica y llena a mi lado, en la mesita baja que nos separaba. Tamborileó con los dedos en la copa, y yo me armé de valor viendo cómo su pelo se revolvía por el viento. El viento que había revuelto la melena de mi madre tanto tiempo atrás. El viento que había visto cómo hacían a mi hermana.
               Shasha. De todas las personas del mundo, Shasha era la primera con la que había aprendido a compartir. Había compartido a Scott, que había sido todopoderoso, omnipresente y único para mí durante tanto tiempo que no concebía mi identidad separada de la suya. Yo era Sabrae porque él era Scott, pero también era Sabrae porque Shasha existía.
               Y habían hecho a Shasha en Capri.
               -Alec.
               Alec se giró y me miró, sus ojos brillando en la noche, sus labios apretados en una ligera línea de indecisión. Él también había llegado a la misma conclusión, yo lo sabía.
               Estábamos en la isla que me había convertido en hermana mayor. No había ningún lugar mejor que Capri para practicar el noble arte de compartir.
               -¿Sería muy malo si no nos quedáramos en Mykonos… solos?


 
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2 comentarios:

  1. Me ha parecido un capítulo monísimo, me da pena que se acabe la parte del viaje de los cuatro, pero tengo ganas de Mykonos!
    Comento alguna cosaaa:
    - Me encantan los piques de Eleanor y Alec.
    - Alec es el mejor novio del mundo (nada nuevo, pero tengo que comentarlo)
    - he CHILLADO con la frase “¿Quizás, mi amor, porque tú eres el chico blanco del mes y yo soy la chica negra del milenio?”
    - Cada mención a Etiopia me deja lo que viene a ser fatal, me pondría poner a llorar solo pensando en que van a estar un año separados.
    - Eleanor y Sabrae son el dream team (más te vale que hagan 8234 colaboraciones).
    - Mimi viniéndose abajo porque Alec se va me ha recordado muchísimo al bajón de Sabrae cuando se enteró de que Scott se iba a ttg
    - Mimi y Sabrae son las mejores cuñadas y tengo ganas de ver como evoluciona su relación cuando Alec esté fuera.
    - Y EL FINAL ME HA ENCANTADO, QUE VAYAN A LLEVAR A SHASHA A MYKONOS ME HA PUESTO CONTENTISIMA NO, LO SIGUIENTE.
    Deseando leer todo lo que va a pasar en Mykonos <3

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  2. Me ha gustado muchísimo este capítulo, me ha parecido super soft y leyendo la descripción de Capri y demás me ha dado mucha penita de no haber podido ir cuando fui a Italia este verano.
    Me he cagado a mitad de capítulo pensando que habría una proposición de matrimonio (no la quiero todavía, que nadie me mate) y me he meado viva con Saab mandandole las fotos a Sher.
    Por últimos me hace mucha ilusión que hayan decidido llevarse a Sasha con ellos a Mykonos, aunque me encantaba la idea de un viaje unica y exclusivamente solo de ellos he de decir que esto también me parece precioso y una ideaza por tu parte.

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