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Él me había hecho esto. Me había quitado el agua. Había movido la línea de la costa. Había vaciado mi oasis. Había cortado mis olas. Había encendido cada farola y diseñado cada edificio para que fuera exactamente igual que el anterior. Había echado el cerrojo y había arrojado la llave al río. Se había puesto tapones. No había acudido a mi cita. Había cancelado el ensayo. Me había robado mi cuerpo y también me había robado mi voz.
Era la única explicación que le encontraba a haber dejado de oírme por encima de los susurros de mi hermana intentando tranquilizarme. Me había deshecho en un grito desgarrador en cuanto había colgado el teléfono, convertida de repente en el centro del universo ahora que ya no tenía la voz de Alec anclándome, aunque fuera solamente a esa ilusión de que lo que teníamos lo iba a resistir todo. Sentía cada cosa que me sucedía como si le pasara a un cuerpo ajeno que yo ya no habitaba: las manos de Shasha eran frías y tenues, su voz estaba amortiguada por los latidos acelerados de mi corazón, y la cama estaba congelada y húmeda de algo que no podían ser mis lágrimas.
Los muertos no lloran. Y yo estaba muerta por dentro. Alec me había matado, me había clavado un puñal en el corazón y me había abierto en canal, y yo… yo había tratado de excusarlo de todas las maneras posibles, diciendo que no lo hacía a propósito, que seguro que se trataba de un malentendido, que él no entendía lo que estaba haciendo y no relacionaba lo que manaba de mis heridas y se congregaba a mi alrededor en un charco como mi sangre.
Decía que sabía el tremendo dolor que me había causado, pero no tenía ni idea. Decía que haría lo imposible para remediarlo, pero no podía. Por primera vez desde que me había enamorado de él, había topado con un muro demasiado alto demasiado alto como para poder escalarlo.
No podía ser verdad. No podía serlo. Nuestra historia no estaba hecha para terminar así, con una llamada de teléfono y miles de kilómetros de distancia entre nosotros. Yo no iba a poder pasar página ni encontraría las respuestas que necesitara por muchas vueltas que le diera.
Aun así, enferma como estaba y total y absolutamente adicta a él, incluso en lo más profundo del pozo en el que me había sumido, estaba tratando de encontrarle sentido a lo que me había hecho. Alec sabía que no podía acercarse a Perséfone sin hacerme daño a mí. Alec sabía lo mucho que había sufrido por ella en Mykonos. Alec sabía el terror que había sentido yo al pensar que no era la primera. Alec sabía que necesitaba verlos juntos para comprobar si lo que ellos tenían era más fuerte que lo que teníamos nosotros.
Seguro que Alec también sabía que había algo uniéndolos a ambos, algo que se movía, era líquido y estaba vivo, como lo nuestro. Me había dicho que lo nuestro era dorado, pero en cuanto había dicho el nombre de la chica con la que se había convertido en hombre, la chica que lo esperaba cada verano y a la que él volvía como si fuera el puerto seguro donde se refugiaba después de una larguísima travesía de once meses, yo… yo me había dado cuenta de que había algo superior al oro: el platino.
Por eso me había dado su inicial en platino pero el elefante en oro. Porque me había enseñado un mundo al que sólo podía acceder con él, un idioma que sólo podía hablar con él y un cielo nocturno que sólo me guiaría cuando estuviera perdida si también me perdía con él. Yo le pertenecía a Alec. Le pertenecía como no iba a pertenecerle a ningún otro, y…
… y él llevaba el colgante que le había dado otra mucho antes de que yo le diera los míos. Mi anillo y mis chapas de los viajes no eran más que aditivos a los regalos que Perséfone le había hecho antes. Plata y chapa contra un diente de tiburón, algo que una vez estuvo vivo y fue orgánico y completamente natural. Era natural que él volviera a ella, igual que era natural que mi elefante fuera de oro y no de platino. Sus promesas hacia mí eran doradas. Las de Perséfone, de platino.
Y yo era gilipollas por… por no haberlo visto antes. Era gilipollas por no haber contemplado siquiera la posibilidad de que, igual que Alec y yo nos encontrábamos en cualquier rincón de una habitación, de un edificio o incluso de Londres, Perséfone y él podrían encontrarse en cualquier parte del mundo. Era gilipollas por no haberle suplicado de rodillas que se quedase y haberme protegido de la horrible verdad: puede que él fuera mi gran amor, pero yo no era el suyo, y a los grandes amores siempre se vuelve. Era gilipollas por haberme jugado lo más valioso que tenía (él) a una sola carta (nuestra conexión) sin pensar siquiera en las consecuencias (perderle a manos de otra).
Pero lo peor de todo no era eso. Oh, no. No era ni haberme dado cuenta de que yo era la segunda incluso estando en la cima del podio, o de que tenía que luchar contra los elementos y perder en el intento, o que mi hermana pequeña tuviera que consolarme a escondidas del resto de mi familia porque no quería chafarle los últimos días en casa a Scott. No era ni pensar en lo estúpida que había sido gastándole esa estúpida broma y no accediendo después a su estúpido plan de que viniera y alejarlo de ella.
Lo peor de todo es que estaba arrinconada. Yo quería perdonarlo. Estaba más que dispuesta a renunciar a mi orgullo y amor propio con tal de que él volviera y siguiera haciéndome sentir como si estuviera flotando en una nube, libre y completa y luminosa y… dorada. Dorada de verdad, dorada como en los retratos de los reyes colmados de joyas en las que el amarillo era el color que definía el poder más absoluto. Sabía que no iba a encontrar a otro que me hiciera sentir como él: nerviosa y a la vez tranquila, ansiosa por su contacto incluso cuando lo tenía dentro de mí, calentita en las noches frías y dispuesta a asarme en las tórridas con tal de que él no apartara sus brazos de mi cintura mientras dormía a mi lado, ambos empapados en sudor. No iba a gustarme el olor o el sabor del sudor de otra persona; sólo me gustaría el de Alec. Por no perder eso estaba más que dispuesta a arrastrarme e, incluso, hundirme en el fango. Bucear en él si hacía falta.
Pero es que no me había dejado opción. Le había concedido una absolución genérica y de un año de duración en la que me convencería a mí misma de que mis pesadillas en las que lo escuchaba gimiendo los nombres de otras, jadeando sobre otras, poseyendo a otras y gruñéndoles que le miraran mientras se corrían eran sólo eso: pesadillas que terminarían olvidándoseme una vez pasara el día. Pero esto… Perséfone… de ella no iba a poder olvidarme igual que los árboles no pueden olvidarse de las estaciones. Qué irónico que fuera ella, precisamente, la que originara la primavera con su regreso, cuando lo que había hecho con mi vida había sido sumirme en un invierno prematuro en el que, para colmo, ya no existía el consuelo de la luz solar ni de una hoguera junto a la que acurrucarse. Alec era mi sol, y se había llevado todo el fuego cuando se había ido con ella. Ni siquiera las partículas subatómicas solares que había en los mecheros estaban a mi alcance ahora. Y yo era una chica que adoraba el verano.
Me daba vergüenza a mí misma. Vergüenza por todo lo que estaba dispuesta a renunciar con tal de que Alec no me hubiera hecho eso. Vergüenza por no haber sido suficiente para él. Vergüenza por haber creído que era verdad cuando me decía que no había ninguna otra. Y vergüenza también por no plantearme en ningún momento que no hubiera sido sincero ni un segundo conmigo. Creía que él lo creía de veras, y que lo había dicho con toda la buena intención del mundo, pero… ¿quién es tan tonto como para creerse las mentiras piadosas de la persona que más te quiere, y que ni siquiera es consciente de que te está diciendo mentiras piadosas?
Quién te ha visto y quién te ve, dijo una voz con amargura dentro de mí. Hace un año no soportabas siquiera estar en la misma habitación que él, y ahora, mírate.
Eso no era del todo cierto. Hace un año Alec estaba en Grecia, muy posiblemente follando con Perséfone mientras yo trataba de poner en orden mis pensamientos y darle sentido al hecho de que fuera incapaz de tolerarlo, pero mis sábanas estuvieran familiarizadas con su nombre de tanto que lo gemía en voz baja mientras exploraba esa parte de mí que había descubierto gracias a él.
No es que estuviera rota; eso tendría fácil solución, como la técnica del kintsugi que había utilizado con él. No: estaba pulverizada. No iba a recuperarme de esto.
Prueba de ello era que me estaba aferrando a la idea de que ahí había algo raro, algo que no casaba con cómo era él. Creía que le conocía y, conociéndole como lo hacía, lo que había hecho tenía sentido y a la vez no. Alec ni en un millón de años me haría daño, ni siquiera de forma inconsciente, me repetía una y otra vez mientras Shasha trataba de acunarme y me daba más besos de los que habíamos intercambiado en nuestras vidas. No me cuadraba este comportamiento de Alec. No era propio de él. No parecía Alec. Pero sonaba demasiado seguro y demasiado arrepentido como para que no fuera Alec.
Ya no sabía si estas estúpidas excusas eran yo entendiendo a la perfección cómo funcionaba Alec o si, por el contrario, era mi lado enamorado tratando de justificarlo de forma desesperada y a cualquier precio.
Tanto camino recorrido… tanta lucha… tantos esfuerzos… tantas lágrimas derramadas a lo largo de los siglos… tantas explicaciones pacientes e invitaciones a reflexionar de las incongruencias de la sociedad en la que vivíamos por parte de mi madre… para llegar justo a este punto. Alec me decía que me había puesto los cuernos. Yo le pedía tiempo para pensarlo… y me encontraba con que lo había hecho no porque no supiera qué hacer con él, sino porque no sabía cómo hacerlo. Quería perdonarlo. Llevaba desgranando la forma de hacerlo desde que me había llamado. Lo compartiría con quien fuera, Perséfone incluida, con tal de no tener que renunciar a él.
Mi nombre sonaba demasiado dulce en sus labios como para conformarme con ser anónima a partir de ahora.
Si de la herida que me había abierto se escapaba algún amor, sacrificaría el que me tenía a mí misma con tal de salvar el suyo. El problema es cómo me trataría el mundo a partir de entonces, y si sería capaz de soportar que mis amigas, mi familia y el resto del mundo me perdieran el respeto y cuestionara cada una de mis decisiones a partir de entonces.