lunes, 31 de octubre de 2022

Promesas de oro y platino.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Era una flor marchita. Un barco encallado en el puerto de una villa costera que se encontraba ahora a treinta kilómetros del mar. El esqueleto de una palmera secándose en medio del desierto tiempo después de que el oasis en que había crecido se evaporara. Un pájaro sin alas, una noche sin luna ni estrellas, ahogada por la contaminación de una ciudad cuyo skyline ni siquiera era bonito, ni memorable. Un museo clausurado al público, los cuadros tapados con un tapiz para protegerlos del polvo. Una banda sin oyentes. Un estadio sin fans. Un escenario sin actores. La concha de una caracola vacía y en la que tampoco se escucha el mar.
               Él me había hecho esto. Me había quitado el agua. Había movido la línea de la costa. Había vaciado mi oasis. Había cortado mis olas. Había encendido cada farola y diseñado cada edificio para que fuera exactamente igual que el anterior. Había echado el cerrojo y había arrojado la llave al río. Se había puesto tapones. No había acudido a mi cita. Había cancelado el ensayo. Me había robado mi cuerpo y también me había robado mi voz.
               Era la única explicación que le encontraba a haber dejado de oírme por encima de los susurros de mi hermana intentando tranquilizarme. Me había deshecho en un grito desgarrador en cuanto había colgado el teléfono, convertida de repente en el centro del universo ahora que ya no tenía la voz de Alec anclándome, aunque fuera solamente a esa ilusión de que lo que teníamos lo iba a resistir todo. Sentía cada cosa que me sucedía como si le pasara a un cuerpo ajeno que yo ya no habitaba: las manos de Shasha eran frías y tenues, su voz estaba amortiguada por los latidos acelerados de mi corazón, y la cama estaba congelada y húmeda de algo que no podían ser mis lágrimas.
               Los muertos no lloran. Y yo estaba muerta por dentro. Alec me había matado, me había clavado un puñal en el corazón y me había abierto en canal, y yo… yo había tratado de excusarlo de todas las maneras posibles, diciendo que no lo hacía a propósito, que seguro que se trataba  de un malentendido, que él no entendía lo que estaba haciendo y no relacionaba lo que manaba de mis heridas y se congregaba a mi alrededor en un charco como mi sangre.
               Decía que sabía el tremendo dolor que me había causado, pero no tenía ni idea. Decía que haría lo imposible para remediarlo, pero no podía. Por primera vez desde que me había enamorado de él, había topado con un muro demasiado alto demasiado alto como para poder escalarlo.
               No podía ser verdad. No podía serlo. Nuestra historia no estaba hecha para terminar así, con una llamada de teléfono y miles de kilómetros de distancia entre nosotros. Yo no iba a poder pasar página ni encontraría las respuestas que necesitara por muchas vueltas que le diera.
               Aun así, enferma como estaba y total y absolutamente adicta a él, incluso en lo más profundo del pozo en el que me había sumido, estaba tratando de encontrarle sentido a lo que me había hecho. Alec sabía que no podía acercarse a Perséfone sin hacerme daño a mí. Alec sabía lo mucho que había sufrido por ella en Mykonos. Alec sabía el terror que había sentido yo al pensar que no era la primera. Alec sabía que necesitaba verlos juntos para comprobar si lo que ellos tenían era más fuerte que lo que teníamos nosotros.
               Seguro que Alec también sabía que había algo uniéndolos a ambos, algo que se movía, era líquido y estaba vivo, como lo nuestro. Me había dicho que lo nuestro era dorado, pero en cuanto había dicho el nombre de la chica con la que se había convertido en hombre, la chica que lo esperaba cada verano y a la que él volvía como si fuera el puerto seguro donde se refugiaba después de una larguísima travesía de once meses, yo… yo me había dado cuenta de que había algo superior al oro: el platino.
               Por eso me había dado su inicial en platino pero el elefante en oro. Porque me había enseñado un mundo al que sólo podía acceder con él, un idioma que sólo podía hablar con él y un cielo nocturno que sólo me guiaría cuando estuviera perdida si también me perdía con él. Yo le pertenecía a Alec. Le pertenecía como no iba a pertenecerle a ningún otro, y…
               … y él llevaba el colgante que le había dado otra mucho antes de que yo le diera los míos. Mi anillo y mis chapas de los viajes no eran más que aditivos a los regalos que Perséfone le había hecho antes. Plata y chapa contra un diente de tiburón, algo que una vez estuvo vivo y fue orgánico y completamente natural. Era natural que él volviera a ella, igual que era natural que mi elefante fuera de oro y no de platino. Sus promesas hacia mí eran doradas. Las de Perséfone, de platino.
               Y yo era gilipollas por… por no haberlo visto antes. Era gilipollas por no haber contemplado siquiera la posibilidad de que, igual que Alec y yo nos encontrábamos en cualquier rincón de una habitación, de un edificio o incluso de Londres, Perséfone y él podrían encontrarse en cualquier parte del mundo. Era gilipollas por no haberle suplicado de rodillas que se quedase y haberme protegido de la horrible verdad: puede que él fuera mi gran amor, pero yo no era el suyo, y a los grandes amores siempre se vuelve. Era gilipollas por haberme jugado lo más valioso que tenía (él) a una sola carta (nuestra conexión) sin pensar siquiera en las consecuencias (perderle a manos de otra).
               Pero lo peor de todo no era eso. Oh, no. No era ni haberme dado cuenta de que yo era la segunda incluso estando en la cima del podio, o de que tenía que luchar contra los elementos y perder en el intento, o que mi hermana pequeña tuviera que consolarme a escondidas del resto de mi familia porque no quería chafarle los últimos días en casa a Scott. No era ni pensar en lo estúpida que había sido gastándole esa estúpida broma y no accediendo después a su estúpido plan de que viniera y alejarlo de ella.
               Lo peor de todo es que estaba arrinconada. Yo quería perdonarlo. Estaba más que dispuesta a renunciar a mi orgullo y amor propio con tal de que él volviera y siguiera haciéndome sentir como si estuviera flotando en una nube, libre y completa y luminosa y… dorada. Dorada de verdad, dorada como en los retratos de los reyes colmados de joyas en las que el amarillo era el color que definía el poder más absoluto. Sabía que no iba a encontrar a otro que me hiciera sentir como él: nerviosa y a la vez tranquila, ansiosa por su contacto incluso cuando lo tenía dentro de mí, calentita en las noches frías y dispuesta a asarme en las tórridas con tal de que él no apartara sus brazos de mi cintura mientras dormía a mi lado, ambos empapados en sudor. No iba a gustarme el olor o el sabor del sudor de otra persona; sólo me gustaría el de Alec. Por no perder eso estaba más que dispuesta a arrastrarme e, incluso, hundirme en el fango. Bucear en él si hacía falta.
               Pero es que no me había dejado opción. Le había concedido una absolución genérica y de un año de duración en la que me convencería a mí misma de que mis pesadillas en las que lo escuchaba gimiendo los nombres de otras, jadeando sobre otras, poseyendo a otras y gruñéndoles que le miraran mientras se corrían eran sólo eso: pesadillas que terminarían olvidándoseme una vez pasara el día. Pero esto… Perséfone… de ella no iba a poder olvidarme igual que los árboles no pueden olvidarse de las estaciones. Qué irónico que fuera ella, precisamente, la que originara la primavera con su regreso, cuando lo que había hecho con mi vida había sido sumirme en un invierno prematuro en el que, para colmo, ya no existía el consuelo de la luz solar ni de una hoguera junto a la que acurrucarse. Alec era mi sol, y se había llevado todo el fuego cuando se había ido con ella. Ni siquiera las partículas subatómicas solares que había en los mecheros estaban a mi alcance ahora. Y yo era una chica que adoraba el verano.
               Me daba vergüenza a mí misma. Vergüenza por todo lo que estaba dispuesta a renunciar con tal de que Alec no me hubiera hecho eso. Vergüenza por no haber sido suficiente para él. Vergüenza por haber creído que era verdad cuando me decía que no había ninguna otra. Y vergüenza también por no plantearme en ningún momento que no hubiera sido sincero ni un segundo conmigo. Creía que él lo creía de veras, y que lo había dicho con toda la buena intención del mundo, pero… ¿quién es tan tonto como para creerse las mentiras piadosas de la persona que más te quiere, y que ni siquiera es consciente de que te está diciendo mentiras piadosas?
               Quién te ha visto y quién te ve, dijo una voz con amargura dentro de mí. Hace un año no soportabas siquiera estar en la misma habitación que él, y ahora, mírate.
               Eso no era del todo cierto. Hace un año Alec estaba en Grecia, muy posiblemente follando con Perséfone mientras yo trataba de poner en orden mis pensamientos y darle sentido al hecho de que fuera incapaz de tolerarlo, pero mis sábanas estuvieran familiarizadas con su nombre de tanto que lo gemía en voz baja mientras exploraba esa parte de mí que había descubierto gracias a él.
               No es que estuviera rota; eso tendría fácil solución, como la técnica del kintsugi que había utilizado con él. No: estaba pulverizada. No iba a recuperarme de esto.
               Prueba de ello era que me estaba aferrando a la idea de que ahí había algo raro, algo que no casaba con cómo era él. Creía que le conocía y, conociéndole como lo hacía, lo que había hecho tenía sentido y a la vez no. Alec ni en un millón de años me haría daño, ni siquiera de forma inconsciente, me repetía una y otra vez mientras Shasha trataba de acunarme y me daba más besos de los que habíamos intercambiado en nuestras vidas. No me cuadraba este comportamiento de Alec. No era propio de él. No parecía Alec. Pero sonaba demasiado seguro y demasiado arrepentido como para que no fuera Alec.
               Ya no sabía si estas estúpidas excusas eran yo entendiendo a la perfección cómo funcionaba Alec o si, por el contrario, era mi lado enamorado tratando de justificarlo de forma desesperada y a cualquier precio.
               Tanto camino recorrido… tanta lucha… tantos esfuerzos… tantas lágrimas derramadas a lo largo de los siglos… tantas explicaciones pacientes e invitaciones a reflexionar de las incongruencias de la sociedad en la que vivíamos por parte de mi madre… para llegar justo a este punto. Alec me decía que me había puesto los cuernos. Yo le pedía tiempo para pensarlo… y me encontraba con que lo había hecho no porque no supiera qué hacer con él, sino porque no sabía cómo hacerlo. Quería perdonarlo. Llevaba desgranando la forma de hacerlo desde que me había llamado. Lo compartiría con quien fuera, Perséfone incluida, con tal de no tener que renunciar a él.
               Mi nombre sonaba demasiado dulce en sus labios como para conformarme con ser anónima a partir de ahora.
               Si de la herida que me había abierto se escapaba algún amor, sacrificaría el que me tenía a mí misma con tal de salvar el suyo. El problema es cómo me trataría el mundo a partir de entonces, y si sería capaz de soportar que mis amigas, mi familia y el resto del mundo me perdieran el respeto y cuestionara cada una de mis decisiones a partir de entonces.

domingo, 23 de octubre de 2022

Los efectos secundarios de Sabrae.

Ayer se cumplieron cinco años de ese último capítulo de Chasing the Stars que tanto me temía tener que subir un día, pero por motivos completamente vergonzosos (se me olvidó por completo) no escribí nada que remotamente se mereciera esa historia. Así que este es mi pequeño homenaje, a falta de hacerle uno, si hay suerte, esta semana: gracias a todas las que perseguisteis las estrellas conmigo y que aún seguís aquí, y gracias a Scott por prestarme a su hermana para que pueda estar hoy aquí, subiendo esto, y haciendo de los aniversarios de su cumpleaños días tan especiales. Es increíble que alguien tan grande pueda convertirse en el rey de una historia y luego, ser un secundario tan bueno como él.
Gracias a todos, de verdad. Nos vemos en cinco años, a la sombra de dos árboles entrelazados en la que juegan dos niños con los ojos de la persona que más quería el nombre del que portan…
inshallah.
 
¡Toca para ir a la lista de caps!

Mi amadísimo Alec, mi precioso sol,
               No sé en qué momento me he convertido en ti para esperar tan poco de lo que haces, pero el caso es que sí, me has pillado completamente por sorpresa mandándome la carta. También me pillaste por sorpresa con el primer videomensaje del amanecer, por el que, por cierto, debo darte las gracias: hace más amena mi cuenta atrás para que volvamos a vernos. Evidentemente no es lo mismo que tenerte cerca, sentir el calor que mana de tu cuerpo y poder emborracharme del aroma de tu piel nada más despertarme, pero si amanecer a tu lado es el cielo, tus videomensajes con los que compartimos el amanecer incluso a seis mil ciento cincuenta y seis con cuarenta y dos kilómetros de distancia son lo más parecido a éste que tengo, y me aferro a ellos y los agradezco como la lluvia durante una sequía, o tus besos con sabor a salitre un día de playa. Mi vida durante estos trescientos cincuenta y seis días que ahora nos separan estaría incompleta igual que lo está mi verano ahora que tú no estás conmigo, pero incluso desde lejos eres capaz de hacer que sienta tu amor cada día. Así que muchísimas gracias. No me esperaba menos de este novio tan genial que tengo, que es capaz incluso de volver de entre los muertos por mí.
               Te alegrará saber que sí que he devorado esta carta, pero no en tu, mi, nuestra habitación. Me congratulo en anunciarte que la vi de pura casualidad mientras me paseaba por tu casa; tu familia ya no está, y me han encargado que la cuide en tu ausencia (tranquilo, le haré llegar a Mimi esta carta para que pueda responderte como te mereces), así que había decidido dedicarme un día a mí misma y a echarte de menos tomando el sol, dándome un bañito en el piso de abajo, y estrenar el vibrador que me has dejado de regalo mientras pienso en ti, en tus ojos, en tu boca, en tus dientes, en tu pecho y tu espalda, y en lo bien y suave que se siente tu pelo cuando te paso las manos por él mientras me follas como sólo tú sabes. Llevo sin tener un orgasmo desde que te marchaste, y estaba más que dispuesta a retomar viejos hábitos en los que te pienso con rabia y te anhelo con desesperación y me rompo en mil pedazos gimiendo tu nombre en voz baja; ahora la diferencia es que ya no me siento confusa cuando me corro, sino simplemente bien. Me siento orgullosa, de hecho, cuando me corro pensando en ti, y echaba de menos sentirme orgullosa… pero tu carta me ha dado más placer del que me esperaba para hoy. No me dio tiempo siquiera a subir a nuestra habitación; me tiré en el sofá a devorarla, y luego la recité de memoria en la bañera, y luego… bueno, luego no ha pasado nada más. Estoy tan eufórica que me apetece gritar, sin más. Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que no vaya a empapar las sábanas de tu cama esta noche. 😉 Entraré en todo lujo de detalles si me lo pides con la suficiente insistencia en la siguiente carta.
               Por cierto, hablando de camas… eres de lo que no hay. He mirado las coordenadas, no porque no me fiara de ti, sino porque quería comprobar la teoría que se formó en mi cabeza nada más leerlas de que habías cogido las de mi habitación, pero es que no sólo son las de mi habitación. Son las de MI CAMA. Si no te conociera y supiera lo inteligente e increíble que eres, pensarías que te las has llevado anotadas sólo para impresionarme. Como si no me impresionaras sólo con respirar. Pero, como sé que con mis coordenadas no son suficiente, ya te mando mi dirección en el remitente de esta carta, junto con los sellos que me pediste. Estoy deseando saber de ti y de ese compañero tuyo. ¿Cómo podemos hacer para que me lo enseñes? ¿Te parece si te mando una tarjeta de memoria para la cámara en la próxima carta, y tú me la devuelves con fotos del sitio? Debe de ser precioso, todo en medio de la jungla y junto al lago. Espero que pronto llegue esa sargento de la que hablas a tratar de ponerte firme; será divertido que me cuentes cómo se desespera intentándolo. Eso sí, creo que te vendrá bien saber cuanto antes cuáles serán las tareas de las que te ocuparás. Sé lo mucho que te gusta sentirte útil, y estoy segura de que todos estarán ya encantados con la ayuda que les ofreces, pero siempre es mejor tener tu propia tarea asignada para perfeccionarla y destacar.
               Me alegro de que hayas tenido buen vuelo y me alegro de haber podido verte aunque fuera una última vez antes de que embarcaras en el segundo. Y me alegro de que haya militares en el campamento, también. Me quedo más tranquila sabiendo que hay alguien dispuesto a proteger a todos los malhechores de Etiopía de tu furia justiciera. (Es broma. Porfa, hazte amigo de ellos. Si están ahí es por algo, y quiero que sea una prioridad protegerte.)
               Yo estoy bien. Todo lo bien que puedo estar en este abismo de soledad al que nos hemos condenado entre los dos, quiero decir. ¡Es broma! Te echo mucho, mucho, mucho de menos, pero mis amigas te han obedecido y han hecho de no dejarme respirar tranquila su misión personal. Soy afortunada de teneros a todos, lo sé muy bien.
               Aunque también es cierto que estoy un poco triste. Esta semana que empieza es la última en la que Scott estará en casa en un tiempo. Como ya sabes, se va de tour a Estados Unidos en unos días, y aunque tengo la opción de irme con él de viaje para aprovechar, creo que le vendrá bien que le dejemos tranquilo y que extienda un poco las alas él solo, por mucho que me duela. Sé que le irá genial, pero también le echaremos un montón de menos. Mi vida se está volviendo demasiado silenciosa, ahora que mis dos hombres preferidos del mundo se han ido lejos de mí. Ay, cruel destino. (Imagíname poniéndome una mano en la frente de forma *muy* dramática.)
               Por cierto, acabo de acordarme de que el otro día vi que los lubricantes que compramos en febrero tienen fecha de caducidad. ¿Te enfadarías mucho, mucho, si gastara el mío sin ti? ¿Y te enfadarías menos si me grabara alguna vez que otra de las que lo utilizo? 😉 😉
               Como podrás apreciar, estoy llevando muy bien esto de la distancia. Hoy sólo me he colgado de la lámpara del techo unas treinta veces. Eso son seis menos que ayer. #SíSePuede.
               Por favor, cuéntame todo lo que te pase y pídeme TODO lo que necesites. Sellos, sobres, papel, lo que sea. No quiero que escatimes en detalles por falta de medios. Yo seré tu sugar mama. Para variar (broma, no te pongas todo ceñudo). Ahora seguro que te acabas de reír, ¿verdad?
               Disfruta mucho, mucho de tu voluntariado, sol. Sé tan genial como tú eres y todo el mundo te adorará en cinco segundos. Échate mucho protector solar, recuerda beber mucha, mucha agua, y descansa tanto como puedas. Me sé yo de uno capaz de irse de fiesta después de hacer doble turno, así que no quiero ni pensar en lo que ese individuo sin identificar haría con tal de salvar a alguna cría de elefante malherida. Recuerda que los humanos les parecemos cuquis, así que no te hagas el súper héroe metiéndote en una pelea entre familias rivales, no vayas a empezar una guerra civil elefantil porque todos quieran quedarse contigo. Me pelearé con quien sea por traerte de vuelta a casa. Recuerda que eres MÍO.

domingo, 16 de octubre de 2022

Cuaderno de bitácora.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Alec se equivocaba conmigo: no estaba hecha de luz, de nubes o de polvo de estrellas. Mi hogar no era el cielo, ni mi vecina más cercana, la luna. No era una diosa, sino un planeta.
               En mi interior había un océano, y en mi vientre, una playa; una playa de arena blanca y fina, de aguas tranquilas y de color turquesa. Mi interior era una cala como las que nos habían visto amarnos en Mykonos, y dentro de esa cala había una explosión de vida: corales que albergaban peces de colores, delfines surcando el límite entre el cielo y el mar, ballenas saludando justo en la puesta de sol, sirenas cantando canciones por las que morirían marineros, barcos perezosos anclados justo en el límite de la plataforma continental… y todos ellos cantaban y bailaban y acariciaban mi interior y encendían velas cuyas luces se unían y subían flotando hacia el cielo de la noche, como luciérnagas hechas a voluntad, como farolillos en los festivales asiáticos que preñaban el cielo de regalos.
               Me encantaba esa sensación: sentir las olas balanceándose en mi interior, a un lado y a otro, que las mareas siguieran los dictados de mi corazón y no los de una roca inmensa que orbitaba el mundo con una regularidad aplastante. Y me encantaba aún más por lo que causaba esa sensación, por quién me había hecho esto.
               Abrí los ojos un momento y observé cómo las burbujitas que se escapaban de mi boca ascendían los pocos centímetros hacia la superficie antes de evaporarse. Mechones negros se agitaban despacio al son de una corriente que sólo controlaba yo. Por primera vez en semanas sentía que mi cuerpo no era lo suficientemente grande como para contener tanta felicidad, lo suficientemente fuerte como para resistirse a ese amor.
               Saqué la cabeza del agua y me recosté sobre el borde de la bañera. Era la primera vez que me metía en ella yo sola, pero su inmensidad no me había causado vértigo ni mucho menos: a pesar de que Alec no estaba allí, conmigo, ayudándome a llenarla, no estaba sola. Ni de lejos lo estaba. Agité un poco los pies debajo del agua, disfrutando del sonido del chapoteo, y dejé que las gotitas que se deslizaban por mi pelo, mis mejillas y mi mandíbula lamieran mis manos y descendieran de vuelta con sus hermanas mientras miraba la carta. No necesitaba mirarla para saber lo que decía (podría haberla recitado de memoria si alguien digno de escuchar las palabras de Alec desde el otro lado del mundo me lo hubiera pedido), pero aun así me reportaba tranquilidad. Me hacía ver que era real, que los fuegos artificiales estallando dentro de mí y que hacían avergonzarse a las mariposas por haberse apropiado de la metáfora con la que la gente se refería a esa emoción no eran una ilusión mía, producto de mi imaginación. Alec era de verdad. Aun con los colgantes que así lo atestiguaban colgando de mi cuello y capturando gotitas de agua despistadas, en momentos como ése se volvía muy difícil creer que Alec fuese real. Parecía demasiado bueno para este mundo. Claro que también era demasiado bueno como para que nadie lo inventara. Era la prueba de fe que ningún ateo sería capaz de obviar, la respuesta a todas las plegarias que había elevado nunca la humanidad.
               Y era sólo mío.
               Mi amada Sabrae,
               Seguro que no te esperabas una carta mía a la semana de irme. Bueno, seguro que no te esperabas una carta mía y punto, porque no valoras a tu novio y no te das cuenta de cómo se fija en las cosas que te gustan, como que en los libros los personajes se manden emails. Es decir, no hay más que ver que tuve que hacer que me atropellara un coche para que aceptaras salir conmigo.
               (Era tonto perdido, pero era mi tonto perdido).
               El caso es que me hace mucha, mucha ilusión imaginarte corriendo a mi, tu, nuestra habitación…
               Había escrito varias veces la palabra “nuestra” para remarcarla, para que recordara a quién le pertenecían mis sueños, a quién perdía en mis pesadillas, de quién eran mis buenos días y mis buenas noches… y el nombre de qué hombre era sinónimo del placer más absoluto.
               tirándote en la cama y devorando esta carta. Y sí. Perdona que no te la haya mandado a tu casa. Sales con el único imbécil de Inglaterra capaz de no sólo poner un continente entre vosotros, sino también hacerlo sin asegurarse de que sabe tu dirección. Spoiler: no me la sé. Es curioso porque me sé de sobra las coordenadas de tu habitación (puse una chincheta en tu casa y la miraba cuando me aburría y te echaba de menos. Si no me crees, busca en Google:
               No había necesitado meterme en Google para corroborar los números que me había enviado, pero aun así lo había hecho sólo por pura curiosidad. Y, efectivamente, me había encontrado con mi casa, con la esquina exacta en la que estaba mi habitación. Que fuera detallista hasta el punto no sólo de buscarlo, sino de memorizarlo hacía que se me encogiera el corazón.
               Así que, eso. Soy un puto desastre porque me sé tus medidas como si fuera tu modisto particular (cuando lo que se me da de cine es desnudarte y no vestirte), pero no tu dirección. Como si no hubiera hecho ese camino unas mil veces durante esos últimos meses, que han sido MARAVILLOSOS y que no sé por qué he sido tan gilipollas de hacer que se terminaran. Así que, ¿me la das, por favor? Tu dirección, no las medidas. A no ser, claro, que pretendas hacerte un aumento de pecho. En ese caso tienes todo mi apoyo, nena. No es que tus tetas tengan nada de malo; todo lo contrario, son ESPECTACULARES, pero no seré yo quien le diga que no a tener un poco más de ti que acariciar. O agarrar. O morder. O chupar. Ñam. 😉
               Tenía pensado empezar a escribirte esta carta en cuanto me subiera al avión, y hacer un montón de coñas con que te quiero tanto que no puedo ni respirar (aunque podría ser porque se hubiera despresurizado la cabina y no encontrara mi mascarilla), o que haría treinta minutos desde que nos habíamos separado y a mí me dolerían como treinta accidentes con sus correspondientes operaciones, coma y rehabilitación, pero la verdad es que eso no sería broma. De verdad que me duele físicamente lo lejos que estamos el uno del otro. Son las nueve y pico de la noche (aunque aquí aún no es de noche), acabo de levantarme de una siesta de bebé y lo único que he hecho desde que nos separamos ha sido pensar en ti. No sé qué coño va a ser de mí. Sólo sé que voy a odiar cada día que no estemos juntos como lo que es: una SOBERANA OFENSA AL ORDEN NATURAL DE LAS COSAS. DE VERDAD. NO SÉ EN QUÉ ESTABA PENSANDO.
               Pensabas en seguir con tu vida, en crecer como persona y en convertirte el hombre que estás destinado a ser, mi amor, había pensado yo cuando había leído la carta por primera vez. Y todavía lo pensaba cada vez que llegaba a esa parte.
               Sólo sé que necesito tenerte todo lo cerca que pueda, y por eso necesito que sigamos en contacto aunque sólo sea así. Así que, ¿me escribirás, porfa? 👉👈
               Porfa, porfa, porfa. Necesito saber de ti. Que me cuentes todo lo que haces y qué tal te va, cómo te pones morena en la playa y cómo humillas a tus profesores sabiendo más que ellos. Sabes que hasta la cosa más mínima me interesará.
               Yo he tenido buen vuelo, por cierto. Pillamos turbulencias un rato por una tormenta de arena, pero nada que haya puesto en peligro mi vida. Al fin y al cabo, me has visto en el aeropuerto nada más aterrizar (¡impresionante gestión de la Administración Malik, por cierto!), y te estoy escribiendo esto ahora.
               Este sitio es flipante. No sé qué me esperaba de él, pero excede cualquier expectativa que haya podido hacerme. Hay más cabañas de las que pensaba, e incluso tenemos militares en la entrada por si hay algún problema. Me han puesto con un chico italiano que es un auténtico sinvergüenza, aunque, como presidente de la Fundación Internacional de Sinvergüenzas, estoy seguro de que no es mal chaval. Todavía no sé fijo de qué tareas voy a ocuparme, ya que la gerente está de viaje y ha dejado a una segunda al mando que no quiere pillarse los dedos con ella. Aquí todo el mundo parece respetarla; debe ser una auténtica sargento. Suerte que a mí me ha criado la peor de todas, ¡a buena parte va conmigo!
               Voy a ir despidiéndome ya. No he hecho mucho más que desplazarme a gran velocidad por encima de las nubes, sellar mi visado y decorar mi parte de la habitación con fotos nuestras, así que no tengo mucho más que contarte. ¿Cómo estás tú? Según mis cálculos, cuando te llegue esta carta deberías estar con la regla. He dado instrucciones precisas para que no te falte de nada; si no las siguen al pie de la letra, avísame y me plantaré en Inglaterra a partir unos cuantos pares de piernas… y lo que surja.
               Cuento los días para volver a verte. Las horas, incluso. Literalmente. Voy a ir haciendo muescas en la pared a medida que vayan pasando, como en las pelis de presos, porque así es como me siento sin ti: como si estuviera cumpliendo una condena.
               Saludos cordi COÑA. ¿TE IMAGINAS QUE TE DIGO “SALUDOS CORDIALES” DESPUÉS DE HABERTE MORDISQUEADO EL CLÍTORIS?
               Tu novio que te quiere mucho, como la trucha al trucho,
               Alec.
               PD: ¿se terminan así las cartas? Soy tan inútil que no me he comprado un manual de cómo escribir cartas bien.
               PD2: Es posible que necesite sellos. ¿Serías tan amable de mandarme unos cuantos? Los anotaré y te los pagaré, tranquila. Tú decides si en peniques o en orgasmos.
               PD3: Si quieres mandármelos pegados a postales de nudes tuyas, será en orgasmos.
               PD4: Medio mundo no es nada.

domingo, 9 de octubre de 2022

El novato termina subcampeón.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Lejos de abalanzarse sobre mí como el cachorro entusiasmado por la llegada de un nuevo día como tenía por costumbre, esa mañana Luca se levantó, se vistió y se marchó de la cabaña que compartíamos en silencio. Sin duda esto era parte de mi penitencia: el cuidado de mi compañero cuando yo más lo necesitaba y menos me lo merecía.
               Luca sólo había sido clemente conmigo durante mi primer día, cuando había llegado tan machacado que ni siquiera era persona. Mi primera mañana en sentido estricto en el voluntariado había sido un remanso de paz que ni siquiera había podido aprovechar como se merecía por el torbellino en el que me había sumido, pero el primer despertar… eso que había sido un caos. Luca me había tirado un almohadazo y me había dicho que ya era hora de ir recuperando el tiempo que había desperdiciado en “mi puta isla colonizadora” (cosa con la que no podía estar más de acuerdo) y que era hora de ponerse en marcha y descubrir qué tareas tendría allí. Dado que Mbatha no me había colocado en ningún grupo a expensas de que Valeria decidiera qué haría conmigo, nos había echado de la oficina diciendo que ayudaría a Luca mientras no tuviera asignadas unas funciones fijas.
               -Soy oficialmente tu jefe-se había chuleado Luca… y como un tirano se había comportado las veces en que se había levantado de la cama y yo todavía estaba dormido, orientado hacia la pared donde había colgado las fotos de mis amigos y  mi novia y que me dedicaba a mirar con añoranza antes de dormir. Durante esos días en los horarios del voluntariado aún me resultaban forzados y ajenos, Luca me había tirado la almohada, me había destapado y había sacudido mi cama (no siempre el mismo día, eso sí; era un animal, pero no un animal completamente salvaje) para que “empezara el día bien alerta y con energía”.
               -Sabes que podría hundirte el esternón en el pecho y matarte de un puñetazo sin querer, ¿verdad?-le había preguntado el viernes, y Luca se había reído y había sacudido la cabeza.
               -Cuando conozcas a Valeria, sabrás que eso es una promesa de escape más que una amenaza.
               El sábado de descanso había sido capaz de despertarme y ver de reojo cómo Luca se agazapaba junto a mi cama antes de dar un brinco, subirse a ella y empezar a dar saltos en el colchón.
               -¡Arriba! ¡Hoy aún puede ser tu día de fiesta! Si nos apañamos bien, tendremos dos-el italiano me había guiñado el ojo y se había bajado con dramatismo.
               La mañana del domingo, sin embargo… nada. Era como si estuviera de nuevo solo y lo que el mundo tenía que ofrecer más allá de las fronteras de nuestra cabaña fuera mejor que lo que había dentro; como si yo estuviera escondido tras una cúpula de obsidiana que reflejaba la luz y creaba la ilusión de que allí no había nada. Supongo que así era como funcionaban los hechizos de disuasión en Harry Potter: no es que vieras algo negro en el lugar encantado, sino que simplemente ni siquiera te planteabas mirar hacia allí. Que es exactamente lo que hizo Luca.
               Me había girado durante la noche para darle la espalda a la foto de Sabrae en Mykonos: había llegado un punto en que la misma vergüenza me había comido por dentro y me había convertido en esa única sensación, y no lo soporté más. No podía seguir mirándola; no porque no me mereciera el castigo que suponía estar comiéndome la cabeza sabiendo el daño que iba a hacerle y cómo sería mejor que se lo dijera para amortiguar un poco el impacto de mis palabras, sino porque… bueno. Porque no me merecía encontrar ni el más mínimo consuelo en pensar en lo feliz que había sido en Mykonos.
               Porque ah, sí. Mi mente es tan retorcida que había llegado al punto de regodearse en lo mucho que había sufrido en Mykonos por culpa de Perséfone, precisamente la chica con la que la había traicionado (como si no hubiera pocas en el mundo, o incluso en el voluntariado, con las que la traición no sería tanta y la herida podría sanar), pero… como buen animal que soy (y, al contrario que Luca y a juzgar por mi nula capacidad para detener mis impulsos, yo era totalmente salvaje), había tirado de instinto de supervivencia para tratar de sacar la cabeza hacia la superficie y tomar una bocanada de aire.
               A pesar de que me merecía ahogarme.
               Así que había empezado a pensar en que Sabrae no había sido completamente desgraciada en Mykonos. Que Perséfone no era capaz de hacerle tanto daño, igual que aquella mariposa narciso que había revoloteado a su lado. Después de lo que habíamos pasado, nos habíamos dicho y sobre todo nos habíamos hecho en Mykonos, Sabrae, me dije, era fuerte para superarlo. Quizá le doliera menos de lo que yo pensaba. Puede que incluso hasta contara con la posibilidad de que yo me cruzara con Perséfone, tan remota que ni siquiera había querido verbalizarla, y puede que hubiera sopesado lo que supondría para nosotros el que yo me acostara con ella. Le había jurado y perjurado que Perséfone no significaba nada para mí, y ella, que confiaba en mí más que en nadie, me había creído y había aceptado mis palabras.
               Tal vez aquello fuera una prueba, había susurrado esa voz en mi cabeza que, con mucha timidez y no demasiado convencimiento, me había susurrado palabras de aliento mientras el coro de gritos de mi interior me había dicho siempre que no valía para nada. No sabía muy bien si esa voz había tomado más forma con las sesiones de terapia de Claire, pero lo que sí sabía ahora era que la necesitaba. ¿Me la merecía? No. Pero la necesitaba.
               Tal vez aquello fuera una prueba. Tal vez tuviera más mérito que probara a Perséfone una última vez antes de consagrarme de forma perpetua y definitiva a Sabrae. Tal vez, y sólo tal vez, esto nos hiciera más fuertes en vez de destruirnos. Tal vez ella lo valoraría positivamente. Tal vez, tal vez, tal vez.
               Tal vez te merezcas ser amado, Alec Whitelaw.
               Pero esa voz se equivocaba, igual que se había equivocado Sabrae depositando toda su confianza en mí. Esa voz siempre me había susurrado palabras bonitas en un tono demasiado parecido a la chica que siempre me había animado a salir del cascarón y apostar por mí. Al final, quien se la juega todo a una sola carta o apuesta por el novato que le disputa el título al campeón consagrado llega a un único punto: la bancarrota.
               La carta nunca es un as de corazones, como yo había comprobado en diciembre.
               Y el novato termina subcampeón.
               Lo que Sabrae y yo teníamos era de un material concreto: oro líquido, no plata. Y yo no había alcanzado el oro en el momento crítico, así que era algo que estaba escrito: yo no era suficiente para ella igual que un simple mortal no lo es para una diosa. Puede que el sol sea lo que lo ha creado todo, pero no guía a los barcos en las travesías más largas: lo hacen la luna y las estrellas.
                Estaba predestinado a fallar en el momento que más importaba. Daba igual lo rápido que corriera, lo ágil que escalara o lo fuerte que golpeara. Daba igual la vehemencia con que me resistiera. Al final no servía para nada. Me graduaba por los pelos. Besaba la lona en el último asalto.
               Me resistía a decenas de mujeres sólo para caer rendida ante la última, que en realidad era la primera. Era fácil decir negarte el postre cuando estabas empachado, pero lo que te define no es cómo te comportas cuando lo tienes todo, sino cómo sobrevives cuando no tienes nada.
               ¿Qué hacía yo cuando me moría de hambre? En lugar de aguantar hasta llegar a casa y darme el banquete de mi vida había comido una hamburguesa en el primer puesto de comida callejera que me había encontrado. Y ahora ya no podría disfrutar de un menú de tres platos y postre porque tenía la boca completamente invadida por el sabor de la salsa demasiado salada de la comida ultraprocesada.
               Y lo peor de todo era que Luca lo hacía por clemencia, una clemencia que yo no me merecía.
               Seguro que había hablado con Perséfone; ella le habría contado todo y él, que ya empezaba a conocerme, sabía que no podría decirme nada que me hiciera cambiar de opinión ni me consolara, como tampoco había intentado ella. Los intentos tímidos de mi amiga habían sido solo suaves arañazos a una puerta que se había cerrado a cal y canto, y cuya madera, de metros de grosor, era a todas luces impenetrable para una gatita. Sólo Sabrae, con las garras y el fuego de una dragona, era capaz de entrar en mi cabeza y resolver los enredos que había en ella.
               Pero Luca no era Sabrae, de modo que había optado por la opción más sabia, y la más instintiva: dejarme mi espacio para que pudiera decidir con libertad si implosionaba o explotaba, todo ello causando los menos daños posibles. Porque, claro, ya había causado bastantes daños.
               Lo hiciera por supervivencia o por caridad, el caso era que yo sabía que ese espacio era lo último que me merecía. Lo tenía, sí, pero no me lo merecía. Lo que me merecía era que todos los tíos del voluntariado se me echaran encima por lo que había hecho, algo que sabía que nunca sucedería: estaban demasiado concentrados en pasárselo bien que se les habían olvidado las promesas que los más románticos les habían hecho a sus novias de esperarlas y serles fieles y pensar todo el rato en ellas. Me pregunté con amargura si los tíos pensaban en las chicas que habían dejado en sus hogares, que conocían a sus familias y hablaban su idioma, mientras estaban dentro de las extranjeras de rasgos distintos a los suyos, que gemían cosas que ellos no entendían y cuyo lenguaje corporal era el único puente de comunicación entre ambos. Tenía muy claro que las francesas no seguían hablando en inglés con los lituanos, ni las griegas con los italianos. Perséfone jamás me había dicho una palabra en inglés hasta ese voluntariado, pero incluso si nos hubiéramos comunicado con ese idioma que era el puente de todos los demás en Mykonos, yo tenía muy claro qué palabras me habría dicho para indicarme cómo le gustaba. Y ninguna era faster o harder.
               Y ahora… precisamente había tenido que ser en Etiopía donde había descubierto el acento de Perséfone. El deje de su voz en mi idioma, la ligera forma en que cambiaba. Y cómo sabían sus labios cuando ya había probado los de Sabrae, y cómo sabía el romper una promesa a la única chica a la que se lo daría absolutamente todo.

domingo, 2 de octubre de 2022

Mi Perséfone de invierno.

¡Hola, flor! Ya estoy aquí de nuevo. Quería darte las gracias por tu paciencia, y decirte que a partir de ahora volvemos a la normalidad publicando cada finde y, por supuesto, cada día 23. ¡Muchas gracias por estar aquí!


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Qué haces. Qué haces. Qué cojones haces. Qué puto haces, joder. Puto gilipollas de mierda. Puto imbécil de los cojones. Esto es exactamente por lo que ella te dijo que no al principio. De esto se estaba protegiendo. De ti. Qué haces. Qué haces. Qué cojones estás haciendo.
               Había perdido completamente el control de mi cuerpo: era como si ya no me perteneciera, como si me hubiera convertido en un ser de gas atrapado en una tela que le impedía volar libre hacia las estrellas y mezclarse con el aire para así desaparecer. A mi alrededor había explotado el infierno, un infierno terrorífico que demostraba que la humanidad no sabía nada de lo que realmente daba miedo. No había llamas, no había calderas humeantes ni tampoco lava derramándose en todas direcciones, lamiéndote los pies y convirtiéndote en un montón de indignas cenizas.
               Sólo había frío. Frío y vacío y un dolor de estómago mientras te dabas cuenta de qué era lo que estaba pasando. Qué pesadillas estabas cumpliendo y qué promesas estabas rompiendo.
               Qué haces. Qué haces. Qué haces. Qué haces. Qué haces. Qué cojones haces, qué cojones haces, qué cojones haces, qué cojones haces. Puto subnormal. Puto subnormal. Puto subnormal. Puto subnormal.
               Estropeas todo lo que tocas. Todo.
               Ni siquiera tenía el consuelo de poder decir que Perséfone había sido la que había empezado el beso; decir que me había besado ella a mí no era una excusa.
               Porque le estaba devolviendo el beso. Y yo sólo podía pensar en Sabrae mientras lo hacía. En Sabrae y en cómo besaba ella, en los ruiditos que hacía cuando le gustaban mucho, en la manera en que me acariciaba la nuca y enredaba los dedos en mi pelo mientras abría la boca y su lengua jugaba con mi lengua, en la calidez y lo cómodo y lo bueno y lo correcto que se sentían sus labios sobre los míos antes de descubrir si aquello era el final soñado o un principio delicioso de algo que, repito, no me merecía. No me merecía nada de ella. Me merecía esto que estaba teniendo ahora: esta sensación de rabia y de asco hacia mí mismo, esta dificultad para respirar, esta tortura a la que me había lanzado de cabeza. Porque Perséfone había sabido un segundo a casa, el único segundo en que me había atrevido a confundirla con Saab. Y luego…
               Qué haces qué haces qué haces qué haces qué cojones qué cojones qué cojones subnormal subnormal subnormal imbécil imbécil imbécil eres un mierdas eres asqueroso eres eres eres eres NUNCA VAS A MERECÉRTELA.
               MIRA EL DAÑO QUE LE ESTÁS HACIENDO MIRA EL DAÑO QUE LE ESTÁS HACIENDO MIRA EL DAÑO QUE
               El infierno se abalanzó sobre mí, todo hielo y vacío y terrenos yermos y sin vida, y conseguí encontrar la salida hacia mi vida anterior, en la que además de alma (putrefacta, sí, pero alma al fin y al cabo) también tenía cuerpo. Que tuviera cabeza todavía no estaba claro.
               Y conseguí separarme de Perséfone. Me aparté ligeramente de ella, las mejillas ardiéndome, piedras en mi estómago y el peso del mundo entero sobre mis hombros. Mis ojos se bañaron en ácido al ver en mis rodillas la cara de Sabrae cuando le contara lo que había pasado.
               Porque no te equivoques ni un pelo. Sé que soy gilipollas. Sé que no tengo perdón. Sé que soy un mierdas y un asqueroso y un capullo y un auténtico hijo de puta. Sé que soy subnormal.
               Pero también sé que esto estaba fuera de límites. Sabrae me había dicho que podía hacer lo que quisiera con quien quisiera mientras retozábamos en la cama no porque estuviera feliz, no; sino porque esperaba que no lo hiciera con Perséfone. No había verbalizado ningún límite porque los dos sabíamos que estaban implícitos, y allí estaba yo.
               El primer sábado separados.
               Poniéndole los putos cuernos a mi novia, a la que quiero con locura, más de lo que nunca querré a nadie y desde luego más de lo que me la merezco (lo cual es nada) con la chica que la hizo llorar en la que se suponía que iba a ser nuestro ensayo de luna de miel. Íbamos tan bien. Lo teníamos todo. Y Perséfone lo había estropeado en Mykonos.
               Y aun así, yo le había devuelto el beso y lo había estropeado en Etiopía.
               Sabrae no se merecía esto. Nadie se lo merecía (o, bueno, casi nadie; Mimi era producto de algo similar y era lo mejor que mi madre había hecho en la vida), pero, de todas las personas del mundo, Sabrae era precisamente la que menos se lo merecía.
               Incapaz de mirar a Perséfone, dejé los ojos fijos en mis rodillas. En los límites de mi campo de visión, las estrellas del fondo del lago se habían apagado, como si les diera vergüenza verme haciendo aquello. Me habían visto demasiadas veces jurarle amor eterno a Sabrae bajo su vigilancia, y ahora… ahora yo había demostrado por fin que no era digno de esa confianza que ella había depositado en mí. Que, a pesar de que creía que lo hacía con la mejor de las intenciones y de forma completamente sincera, había terminado engañándola.
               La luna se agitaba como si estuviera hecha de blandiblú, tambaleándose en la superficie del lago igual que todo lo que habíamos construido Sabrae y yo. Ella siempre me decía que yo era mi peor enemigo, y yo siempre le había quitado importancia y le había dicho que había gente que me quería aún menos de lo que yo lo hacía. Ahora ya no estaba tan seguro de aquello. Ni siquiera mi padre podría odiarme como lo hacía ahora.
               Ni siquiera mi padre podía hacerme tanto daño como lo había hecho yo ahora… todo por ser un puto gilipollas incapaz de reprimir sus instintos.
               Perséfone estaba a mi lado, su aliento aún deslizándose por mi mejilla, su mano descansando sobre mi regazo. Se le había caído cuando yo me había apartado, y si me hubiera atrevido a mirarla me habría dado cuenta de que en sus ojos reinaba la confusión. Yo nunca había interrumpido uno de nuestros besos, así que esto era nuevo para ella. Las demás chicas no me habían importado lo suficiente para mantenerme célibe en Mykonos, así que esto también era nuevo para ella.
               Pero lo sabía, joder. Lo sabía y aun así lo había hecho, me había acercado al trampolín y había tendido la mano, y yo, como el puto gilipollas que soy, había decidido tirarme. Como si no me encantara la tierra en la que vivía, la tierra en la que quería echar raíces, la tierra que tanto me había cambiado después de enamorarme hasta el punto de creer no sólo que lo de las películas y los libros ñoños era verdad, sino que se quedaba corto. Todavía no había visto a nadie escribir lo que yo sentía por Sabrae, pero esto que acababa de hacer era… era tan…
               … tan de personaje masculino estándar. Y Sabrae, desde luego, no era la protagonista femenina estándar. Yo tenía que estar a la altura.
               Y no lo había hecho.
               Perséfone tomó aire a mi lado, como preparándose para hablar. Voy a matarla, pensé con una rabia que conocía muy bien, pero que jamás había dirigido a ella, sino a la gente con quien compartía sangre. Claro que ni Aaron ni mi padre me habían quitado algo tan valioso: mi fidelidad.
               Sentí que una bomba estallaba en mi pecho, su columna de fuego disparándose por mi interior, arrasándolo todo a su paso. Y, justo cuando iba a girarme y poner a Perséfone a vuelta y media por lo que me había hecho hacer, me acordé de lo que Sabrae había dicho cuando Scott y Tommy hicieron lo mismo que yo.
               -No es sólo porque Eleanor sea amiga mía. Es porque Scott es mi hermano. Y yo jamás creí que fuera capaz de hacer algo así. Y ahora no voy a poder verlo de la misma manera.
               Y, luego, Sabrae gritándome cuando habíamos tenido aquella pelea horrible que le daba igual que me hubiera ido con Chrissy, con Pauline o con quien fuera: lo que le molestaba, lo que le dolía, lo que la mataba y le impedía confiar en mí era saber cómo resolvía yo mis idas de olla emocionales. Podría follarme a todo Londres o a una sola tía un millón de veces y a Sabrae le dolería igual, porque no eran las demás las que estaban comprometidas con ella. Era yo.
               Y no Perséfone.