domingo, 16 de octubre de 2022

Cuaderno de bitácora.


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Alec se equivocaba conmigo: no estaba hecha de luz, de nubes o de polvo de estrellas. Mi hogar no era el cielo, ni mi vecina más cercana, la luna. No era una diosa, sino un planeta.
               En mi interior había un océano, y en mi vientre, una playa; una playa de arena blanca y fina, de aguas tranquilas y de color turquesa. Mi interior era una cala como las que nos habían visto amarnos en Mykonos, y dentro de esa cala había una explosión de vida: corales que albergaban peces de colores, delfines surcando el límite entre el cielo y el mar, ballenas saludando justo en la puesta de sol, sirenas cantando canciones por las que morirían marineros, barcos perezosos anclados justo en el límite de la plataforma continental… y todos ellos cantaban y bailaban y acariciaban mi interior y encendían velas cuyas luces se unían y subían flotando hacia el cielo de la noche, como luciérnagas hechas a voluntad, como farolillos en los festivales asiáticos que preñaban el cielo de regalos.
               Me encantaba esa sensación: sentir las olas balanceándose en mi interior, a un lado y a otro, que las mareas siguieran los dictados de mi corazón y no los de una roca inmensa que orbitaba el mundo con una regularidad aplastante. Y me encantaba aún más por lo que causaba esa sensación, por quién me había hecho esto.
               Abrí los ojos un momento y observé cómo las burbujitas que se escapaban de mi boca ascendían los pocos centímetros hacia la superficie antes de evaporarse. Mechones negros se agitaban despacio al son de una corriente que sólo controlaba yo. Por primera vez en semanas sentía que mi cuerpo no era lo suficientemente grande como para contener tanta felicidad, lo suficientemente fuerte como para resistirse a ese amor.
               Saqué la cabeza del agua y me recosté sobre el borde de la bañera. Era la primera vez que me metía en ella yo sola, pero su inmensidad no me había causado vértigo ni mucho menos: a pesar de que Alec no estaba allí, conmigo, ayudándome a llenarla, no estaba sola. Ni de lejos lo estaba. Agité un poco los pies debajo del agua, disfrutando del sonido del chapoteo, y dejé que las gotitas que se deslizaban por mi pelo, mis mejillas y mi mandíbula lamieran mis manos y descendieran de vuelta con sus hermanas mientras miraba la carta. No necesitaba mirarla para saber lo que decía (podría haberla recitado de memoria si alguien digno de escuchar las palabras de Alec desde el otro lado del mundo me lo hubiera pedido), pero aun así me reportaba tranquilidad. Me hacía ver que era real, que los fuegos artificiales estallando dentro de mí y que hacían avergonzarse a las mariposas por haberse apropiado de la metáfora con la que la gente se refería a esa emoción no eran una ilusión mía, producto de mi imaginación. Alec era de verdad. Aun con los colgantes que así lo atestiguaban colgando de mi cuello y capturando gotitas de agua despistadas, en momentos como ése se volvía muy difícil creer que Alec fuese real. Parecía demasiado bueno para este mundo. Claro que también era demasiado bueno como para que nadie lo inventara. Era la prueba de fe que ningún ateo sería capaz de obviar, la respuesta a todas las plegarias que había elevado nunca la humanidad.
               Y era sólo mío.
               Mi amada Sabrae,
               Seguro que no te esperabas una carta mía a la semana de irme. Bueno, seguro que no te esperabas una carta mía y punto, porque no valoras a tu novio y no te das cuenta de cómo se fija en las cosas que te gustan, como que en los libros los personajes se manden emails. Es decir, no hay más que ver que tuve que hacer que me atropellara un coche para que aceptaras salir conmigo.
               (Era tonto perdido, pero era mi tonto perdido).
               El caso es que me hace mucha, mucha ilusión imaginarte corriendo a mi, tu, nuestra habitación…
               Había escrito varias veces la palabra “nuestra” para remarcarla, para que recordara a quién le pertenecían mis sueños, a quién perdía en mis pesadillas, de quién eran mis buenos días y mis buenas noches… y el nombre de qué hombre era sinónimo del placer más absoluto.
               tirándote en la cama y devorando esta carta. Y sí. Perdona que no te la haya mandado a tu casa. Sales con el único imbécil de Inglaterra capaz de no sólo poner un continente entre vosotros, sino también hacerlo sin asegurarse de que sabe tu dirección. Spoiler: no me la sé. Es curioso porque me sé de sobra las coordenadas de tu habitación (puse una chincheta en tu casa y la miraba cuando me aburría y te echaba de menos. Si no me crees, busca en Google:
               No había necesitado meterme en Google para corroborar los números que me había enviado, pero aun así lo había hecho sólo por pura curiosidad. Y, efectivamente, me había encontrado con mi casa, con la esquina exacta en la que estaba mi habitación. Que fuera detallista hasta el punto no sólo de buscarlo, sino de memorizarlo hacía que se me encogiera el corazón.
               Así que, eso. Soy un puto desastre porque me sé tus medidas como si fuera tu modisto particular (cuando lo que se me da de cine es desnudarte y no vestirte), pero no tu dirección. Como si no hubiera hecho ese camino unas mil veces durante esos últimos meses, que han sido MARAVILLOSOS y que no sé por qué he sido tan gilipollas de hacer que se terminaran. Así que, ¿me la das, por favor? Tu dirección, no las medidas. A no ser, claro, que pretendas hacerte un aumento de pecho. En ese caso tienes todo mi apoyo, nena. No es que tus tetas tengan nada de malo; todo lo contrario, son ESPECTACULARES, pero no seré yo quien le diga que no a tener un poco más de ti que acariciar. O agarrar. O morder. O chupar. Ñam. 😉
               Tenía pensado empezar a escribirte esta carta en cuanto me subiera al avión, y hacer un montón de coñas con que te quiero tanto que no puedo ni respirar (aunque podría ser porque se hubiera despresurizado la cabina y no encontrara mi mascarilla), o que haría treinta minutos desde que nos habíamos separado y a mí me dolerían como treinta accidentes con sus correspondientes operaciones, coma y rehabilitación, pero la verdad es que eso no sería broma. De verdad que me duele físicamente lo lejos que estamos el uno del otro. Son las nueve y pico de la noche (aunque aquí aún no es de noche), acabo de levantarme de una siesta de bebé y lo único que he hecho desde que nos separamos ha sido pensar en ti. No sé qué coño va a ser de mí. Sólo sé que voy a odiar cada día que no estemos juntos como lo que es: una SOBERANA OFENSA AL ORDEN NATURAL DE LAS COSAS. DE VERDAD. NO SÉ EN QUÉ ESTABA PENSANDO.
               Pensabas en seguir con tu vida, en crecer como persona y en convertirte el hombre que estás destinado a ser, mi amor, había pensado yo cuando había leído la carta por primera vez. Y todavía lo pensaba cada vez que llegaba a esa parte.
               Sólo sé que necesito tenerte todo lo cerca que pueda, y por eso necesito que sigamos en contacto aunque sólo sea así. Así que, ¿me escribirás, porfa? 👉👈
               Porfa, porfa, porfa. Necesito saber de ti. Que me cuentes todo lo que haces y qué tal te va, cómo te pones morena en la playa y cómo humillas a tus profesores sabiendo más que ellos. Sabes que hasta la cosa más mínima me interesará.
               Yo he tenido buen vuelo, por cierto. Pillamos turbulencias un rato por una tormenta de arena, pero nada que haya puesto en peligro mi vida. Al fin y al cabo, me has visto en el aeropuerto nada más aterrizar (¡impresionante gestión de la Administración Malik, por cierto!), y te estoy escribiendo esto ahora.
               Este sitio es flipante. No sé qué me esperaba de él, pero excede cualquier expectativa que haya podido hacerme. Hay más cabañas de las que pensaba, e incluso tenemos militares en la entrada por si hay algún problema. Me han puesto con un chico italiano que es un auténtico sinvergüenza, aunque, como presidente de la Fundación Internacional de Sinvergüenzas, estoy seguro de que no es mal chaval. Todavía no sé fijo de qué tareas voy a ocuparme, ya que la gerente está de viaje y ha dejado a una segunda al mando que no quiere pillarse los dedos con ella. Aquí todo el mundo parece respetarla; debe ser una auténtica sargento. Suerte que a mí me ha criado la peor de todas, ¡a buena parte va conmigo!
               Voy a ir despidiéndome ya. No he hecho mucho más que desplazarme a gran velocidad por encima de las nubes, sellar mi visado y decorar mi parte de la habitación con fotos nuestras, así que no tengo mucho más que contarte. ¿Cómo estás tú? Según mis cálculos, cuando te llegue esta carta deberías estar con la regla. He dado instrucciones precisas para que no te falte de nada; si no las siguen al pie de la letra, avísame y me plantaré en Inglaterra a partir unos cuantos pares de piernas… y lo que surja.
               Cuento los días para volver a verte. Las horas, incluso. Literalmente. Voy a ir haciendo muescas en la pared a medida que vayan pasando, como en las pelis de presos, porque así es como me siento sin ti: como si estuviera cumpliendo una condena.
               Saludos cordi COÑA. ¿TE IMAGINAS QUE TE DIGO “SALUDOS CORDIALES” DESPUÉS DE HABERTE MORDISQUEADO EL CLÍTORIS?
               Tu novio que te quiere mucho, como la trucha al trucho,
               Alec.
               PD: ¿se terminan así las cartas? Soy tan inútil que no me he comprado un manual de cómo escribir cartas bien.
               PD2: Es posible que necesite sellos. ¿Serías tan amable de mandarme unos cuantos? Los anotaré y te los pagaré, tranquila. Tú decides si en peniques o en orgasmos.
               PD3: Si quieres mandármelos pegados a postales de nudes tuyas, será en orgasmos.
               PD4: Medio mundo no es nada.
               Notando cómo se me tensaban los músculos de la mandíbula por la sonrisa que siempre me producía esa frase que habíamos hecho tan nuestra y que había entrado directamente en mi podio de las preferidas que nadie me había hecho nunca, levanté la vista y me quedé mirando mi reflejo en el espejo. Aquel cristal me había visto siendo muy, pero que muy feliz, pero todas las veces había estado acompañada… excepto ahora, en la que sólo mi cabeza se superponía a la pared tras la bañera. Aunque era raro estar así, sin Alec asomando por detrás de mí, mordisqueándome la mandíbula, susurrándome al oído y todo lo que iba a hacerme, o separándome las piernas y componiendo jadeos en mi boca mientras me penetraba por debajo del agua, sentía que aquel era el lugar en el que se suponía que debía estar.
               Adoraba esa sensación de haber encontrado un rincón en el que esconderme, un hueco en el espacio que fuera sólo para mí, donde no cupiéramos más que mi felicidad y yo. Y, en cierta medida, se debía a que él también estaba ahí de alguna manera.
               Es curioso cómo nunca le había escuchado decir lo que me había dicho en la carta de seguido, y sin embargo cuando la leía, las palabras resonaban dentro de mí con su voz y no con la mía, como si estuviera en una película en la que el protagonista masculino le cuenta en voz en off a la audiencia lo que le ha dejado plasmado a su amada en papel. Por eso en parte había releído la carta una y otra vez; porque era escuchar la voz de Alec con una nitidez que no había alcanzado nunca antes.
               Me regodeé en el aspecto de la chica del reflejo en el espejo. No solía estar en mi pico de hermosura cuando tenía la regla; de hecho, solía ser la época en la que más fea y peor me sentía, pero todo quedaba relegado a un segundo plano por el brillo que había puesto Alec en mí a través de su carta. No se concentraba solamente en mi mirada, sino que trascendía a todo mi ser: mi piel y mi pelo también resplandecían de una forma que nada tenía que ver con el agua que me cubría.
               Me encantaba esa chica. Y me encantaba saber que la tendría al menos una vez a la semana, cuando recibiera las cartas de Alec contándome qué tal le iba en el voluntariado. Estaba impaciente por que le asignaran sus tareas y empezara a ver la evolución en su estado de ánimo y su autoestima, cómo el sentirse útil e importante terminaría calándole dentro y haciendo que se olvidara de todas esas dudas absurdas sobre su valor personal y lo que se merecía. Se merecía el mundo simplemente por haber nacido, y si tenía que poner medio entre nosotros para poder darse cuenta de ello, lo aceptaría encantada.
                Mamá tenía razón. La distancia nos haría bien. Evidentemente lo pasaríamos mal, como dos astronautas que llevan toda la vida soñando con estar en el espacio, pero que no terminan de acostumbrarse a las náuseas constantes de estar cayendo durante meses y meses, todo lo que dura su expedición. Alec y yo nos habíamos convertido en dos cometas que se atraían mutuamente, jugando en una esquina del sistema solar sin meternos con nadie ni dejar que nadie se metiera con nosotros, pero también impidiéndonos avanzar. El voluntariado sería el tirón gravitacional de un planeta que nos había separado momentáneamente para que pudiéramos seguir nuestros caminos, esos que nos daba miedo continuar, sólo para que, atravesado ya el sol, pudiéramos reencontrarnos y seguir jugueteando con órbitas nuevas, ya ajustadas a nuestras necesidades.
               Podríamos crecer así. Evolucionar. Ver facetas del otro que jamás se nos habrían mostrado de no ser por la distancia, de la misma manera que cambiar a otro rincón de la galaxia haría que el sol, rey de todo lo que conocíamos ahora, fuera un puntito más en una constelación nueva, y puede que mi favorita por quién la protagonizaba.
               La chica del espejo estaba en una nave espacial, rumbo a ese vasto vacío de negro. Iba a descubrir un nuevo cosmos, y valoraría incluso más la hierba sobre la que se había tumbado, los mares en los que se había bañado, y sobre todo el hombre con el que se había acostado una vez regresara de entre las estrellas… porque no es hasta que no te vas de viaje cuando descubres lo mucho que te gusta regresar a casa.
               Claro que eso no quería decir que la chica del espejo no pudiera pasárselo bien, echar de menos y vivir aventuras. Tal vez no necesitara un diario. Tal vez lo que necesitara sería llenar a dos manos con el hombre de su vida un cuaderno de bitácora con rebordes rojos y azules para luego, dentro de trescientos cincuenta y seis días, poder reunir de nuevo las cartas de navegación que habían ido trazando cada uno desde un rincón del planeta y, así, poder guiarse allá donde fueran.
               Salí del agua y me envolví en una toalla azul, que estaba ganándole terreno al lavanda mientras Alec no estaba conmigo, antes de acercarme al espejo e inclinarme un poco más para mirar a la chica que me devolvía la mirada encerrada en él. Sí, definitivamente estaba tan guapa como la que había entrado en otras ocasiones en aquel baño, aunque puede que nada se comparara con cómo habían resplandecido todas aquellas a las que Alec le había hecho el amor en la bañera. Ojalá él pudiera verme así. Ojalá él pudiera estar allí, conmigo, y dejar que me acurrucara en su pecho mientras leía en voz alta las cartas que había prometido enviarme y se reía por la forma en que me comportaría: como una gatita cariñosa que no puede conseguir el suficiente contacto de la persona a la que más quiere.
               Había abierto el sobre rápidamente y, a pesar de todo, con cuidado, y lo había devorado de pie en el recibidor, con el resto de cartas olvidadas a mis pies. Me había reído y había suspirado y había contenido a duras penas las lágrimas que me habían brotado en los ojos cuando leí la despedida de mi chico, y después me había lanzado hacia el sofá, las piernas estiradas y los pies entrelazados, a escudriñar aquella carta como si en ella estuviera oculta la respuesta a la pregunta que la humanidad llevaba años haciéndose sin tan siquiera saberlo.
               Había analizado hasta el más minúsculo de los detalles: los trazos en el papel, marcando las palabras por detrás del folio que había utilizado; las manchitas aquí y allá de la tinta, allí donde se había detenido para pensar qué sería lo siguiente que me diría, tamborileando despacio con la punta del boli sobre el papel; las marcas de sus huellas dactilares bañadas en tinta sin él pretenderlo cuando había girado el papel, y los borrones en los lugares donde había apoyado los dedos o la mano. Siempre se había quejado de que no podía utilizar bolígrafos de tinta líquida porque lo que escribiera se volvería ilegible a medida que fuera avanzando y arrastrando la mano con ello, pero ahora me parecían adorables esos manchurrones que le quedaban de vez en cuando al escribir incluso con bolígrafos normales. El papel en sí mismo contaba una historia independiente y a la vez complementaria de la de Alec: estaba ligeramente arrugado allí donde él se había detenido para buscar las palabras adecuadas, en un tono arenoso propio del sitio en el que se encontraba (pensar en que Alec mismo estaría pronto cubierto de polvo y de sudor había hecho que casi me masturbara en el sofá, obviando el desastre que el día del mes en el que me encontraba generaría en el mueble) y con ligeras marcas de gotitas evaporadas tiempo atrás que sólo podían ser sudor aquí y allá, como restos de naufragios en costas de por sí tranquilas.
               ¿Me escribirás?, preguntaba el tonto de él.
               -Claro que te voy a escribir, so bobo-había dicho yo en voz alta, ya en el sofá, tumbada y regodeándome en ese dulce peso que sentía en mi interior, igual que un ancla impidiendo que me fuera a la deriva.
               Quizá justo eso fueran esos pequeños papeles viajeros: trocitos de ancla que me mantendrían en mi zona de confort, justo donde necesitaba estar el tiempo suficiente para terminar de echar raíces y poder estirar las manos hacia el cielo. De la misma manera que la lluvia invocaba montes, las olas trazaban esculturas en la costa. Esculturas a las que cada uno les daría su propia forma, como el elefante de Capri en el que Alec aseguraba haber visto un caballito de mar.
               Había incluido las cartas en mis planes para la tarde segura de que no habían hecho más que mejorarla, cuando en realidad habían corregido mi rumbo. Preferí recitar mentalmente, desnuda y descansando en esa bañera en la que tan feliz había sido, las palabras de un Alec que se sentía muy cercano a pesar de los seis mil kilómetros de distancia, a explorar el espacio entre mis piernas que sólo le pertenecía a él.
               Y pensar y pensar y pensar en lo que le diría en el principio de mi mitad del cuaderno de bitácora. Algo que le acercara más a mí.
               Se me había ocurrido una maldad, así que ya estaba lista. Me enrollé el pelo en una toalla, me arrebujé en uno de los albornoces colgados junto a la puerta, me puse unas zapatillas que me quedaban grandes y, sin tan siquiera molestarme en secarme, atravesé la casa con la carta en la mano y subí a mi habitación.
               Mi habitación, pensé, regodeándome en la sensación de familiaridad y de hogar y estabilidad que me embargó al darme cuenta de que pensaba en lo de Alec como mío mientras él no estaba, tal y como él había querido. Había insistido en que fuera las veces que quisiera, que estuviera el tiempo que me diera la gana con independencia de si su familia tenía planes o no, y que me lo pasara tan bien en su habitación como lo hacía en la mía. Que hiciera de ese sitio en el que me había visto desnuda por segunda vez mi refugio, mi centro de peregrinación cuando le echara terriblemente de menos y mi sala de juegos cuando me aburriera sin él. El anclaje del columpio que me había instalado en el techo de la habitación parecía impaciente por que lo estrenara, pero de momento tenía otros planes.
               -También puedes venir a estudiar aquí, si quieres-me había dicho, besándome y acariciándome y dándome tantos mimos que yo había pensado que me empacharía de sus besos y tendría suficiente para consolarme durante su voluntariado-. O a dibujar, a ver una serie o lo que quieras. Escribe todo lo que te apetezca-me había besado la cabeza y había sonreído de esa forma críptica en la que lo hace la gente que tiene un secreto, una sorpresa que saben que te encantará y que se mueren por contarte.
               Escribe todo lo que te apetezca, me había dicho el muy cabrón. Así que eso iba a hacer: escribir todo lo que me apeteciera, verter todos mis pensamientos, mis miedos y mis alegrías, mis progresos y caídas durante la semana que llevábamos separados. Encontraría en su letra el consuelo que siempre me daban sus labios. Y puede que no me empachara ni de sus besos ni de sus cartas, pero saber que estaría bien, que era feliz, y notar sus cambios a medida que avanzaran las semanas y los días que nos separaban menguaran sería una buena forma de matar el tiempo mientras esperaba a convertirme en lo que estaba destinada a ser: la Sabrae que lo había esperado pacientemente mientras él se convertía en el Alec luminoso de después del voluntariado.
 
Estaba tan centrada en mi tarea de conseguir la cartera lo antes posible para que, con un poco de suerte, la carta para Alec saliera esa misma noche en el avión nocturno a Etiopía, que ni pensé en seguir con el ritual de siempre cada vez que entrábamos en casa: saludar con mucha fuerza para no sorprender a nadie haciendo nada que se suponía que no debería ver.
               Siguiendo las directrices de la Ley de Murphy, era evidente que el único día en que no seguía a rajatabla las normas de casa sería también el mismo día que descubriría por qué se habían establecido así.
               Entré a la carrera, apenas dibujando en mi cabeza el itinerario que había hecho el día anterior mientras preparaba la bolsa para pasar el día en casa de Alec, y en el que convenientemente me había dejado la cartera con las tarjetas de crédito en la habitación. Si no tenía nada de lo que echar mano cuando, en pleno subidón post-orgasmo, me apeteciera comprarme ropa que no necesitaba o juguetes sexuales por los que estaría más que desesperada, mi contabilidad no correría peligro ni me ganaría una bronca de mamá por ser incapaz de controlar mis impulsos cuando se trataba de jerséis de cachemira o botas por encima de la rodilla. Mi plan había sido perfecto, sin fisuras: había sacado veinte libras que me había guardado en la funda del móvil junto con el bono de transporte, suficiente para ir a ver a Josh, comprarme un bollo y pedirme una pizza si me apetecía para cenar, y listo. Con lo que no contaba sería con que necesitaría sobres de correo internacional ni sellos que me permitieran un envío urgente.
               Sé que sonará melodramático, pero quería saber cuán rápidas podían ser las cartas que recorrían seis mil kilómetros. Tenía la esperanza de que Alec recibiera la carta de viernes, y así tener su contestación antes. Si no me la devolvía como correo urgente, en la próxima que le enviaría le pediría que por favor lo hiciera. Bastante tenía con tener que conformarme con sus palabras escritas como para que encima tardaran tiempo en llegar. Ya se me había pasado el subidón de tener noticias de él cuando no me esperaba nada; ahora que sabía que teníamos esa posibilidad no es que estuviera dispuesta a explotarla, es que iba a sobreexplotarla.
               A más correspondencia más sabría de su voluntariado, y cuanto más supiera de su voluntariado más notaría el cambio entre las cartas del principio y del final. La clave de seguir el progreso de una persona no está en los días intermedios, sino en la casilla de salida y en la de meta, pero… siempre es más impresionante un vídeo de crecimiento de pelo de cuatro minutos que de dos. Con Alec tenía que ser lo mismo: tendría más reflexiones, más experiencias, más de donde rascar para consolarme en su ausencia.
               -Yo creo que puedo esperar-me había dicho Mimi cuando la llamé. Había terminado de escribir la carta de respuesta hacía cinco minutos, y luego había recordado que en el suelo del hall había otra carta de Alec que también necesitaba ser entregada. Había llegado demasiado tarde para que Mimi pudiera disfrutarla, pero Alec me había pedido que me ocupara de sus asuntos y eso había hecho: le había enviado una foto del sobre, anverso y reverso, a mi cuñada, y ésta me había pedido que la abriera, le enviara una foto de su contenido y le dejara leerlo tranquilamente-. Para empezar, a mí no me pide que le escriba, sino que me lo ordena, y no sé quién se cree que es para seguir siendo un mandón conmigo incluso estando a seis mil kilómetros de distancia.
               -Creo que está a menos distancia de ti que de mí-dije mientras me paseaba a un lado y a otro por la casa. Estaba empezando a levantarse viento a medida que se acercaba la noche, y me revolvía el pelo incluso en el salón, pero no me importaba. Mañana compraría varios ambientadores con el aroma de la habitación de Alec y fumigaría la casa entera con ellos.
               Puede que debiera haberme ido a Mykonos para que las cartas llegaran todavía más rápido. Suponía que su velocidad dependía de la distancia, igual que sucedía con los aviones.
                -Aun así, es una cifra lo suficientemente contundente como para que pueda hacerle caso omiso sin temer las consecuencias. ¿Qué va a hacer? ¿Coger un avión y plantarse en Mykonos porque dejo la carta pendiente de respuesta durante una semana?-me imaginé a Mimi encogiéndose de hombros mientras se pintaba las uñas de los pies de un tono rosado que no terminaba de encajar con su piel ya de por sí pálida-. Puede que sea eso lo que tú tienes que hacer. Mándale un telegrama o algo así diciendo que, si quiere hablar contigo, que vaya a verte semanalmente.
               -Por tentador que resulte, creo que prefiero la correspondencia al estilo Querido John. Imagínate lo genial que será leer todo lo que hemos hecho durante estos trescientos cincuenta y seis días una vez…
               -¿Incluso sabiendo de él regularmente te niegas a redondear la cifra?
               -… que hayan pasado-puse los ojos en blanco y me mordisqueé el pulgar-. Será bonito. ¿Puedes alegrarte por mí?
               -No me alegro por ti porque sé que lo estás pasando mal, Saab. Eso es porque el zopenco de mi hermano te tiene bien cegada y no eres capaz de ver que no necesitas a ningún hombre para ser feliz.
               -Qué ganas tengo de que Trey te pida salir y te tragues ese cinismo romántico-me burlé, y me la imaginé poniéndose roja como un tomate.
               -No metas a Trey en esto-siseó en voz baja-. ¡Estamos criticando a mi hermano!
               -No, ¡tú estás criticando a tu hermano! Yo estoy encantada con él y le chuparía la polla hasta la semana que viene sólo por esto que ha hecho, si se me presentara la ocasión.
               -Tampoco es que necesites ninguna excusa para que te apetezca hacerle eso-se rió Mimi, y yo tuve que reírme con ella porque, bueno, tenía razón.
               -¿Vas a contestarle, por favor? No quiero que de disguste pensando que tu carta se ha perdido.
               -Al debería haberlo calculado mejor y habérmela enviado a Mykonos. Sabía de sobra que íbamos a venir.
               -También sabía que yo vendría a vuestra casa y me la encontraría poco después de que llegara, así que creo que estás siendo demasiado dura con él.
               -Es lo divertido, especialmente ahora que no está para defenderse. De acuerdo-había suspirado Mimi con fingido dramatismo, como si no le encantara tener una excusa para ponerse en contacto con Alec. Yo sabía que lo estaba pasando mal. Ir a Mykonos no le había hecho tanto bien como creía: pensaba que sería un retiro espiritual en el que su única preocupación sería ponerse religiosamente la crema solar necesaria para no quemarse, pero se había encontrado con que toda la isla se extrañaba de que, por primera vez, con ella no estuviera también su hermano. Era la primera vez desde que Mimi había pisado Mykonos que tenía que explicar que Alec no había venido con ellos por una razón u otra. Él siempre había estado en Mykonos. Era una isla diferente para ella ahora que tenía la vida de una hija única.
               Y no le gustaba nada, cosa que yo entendía. Estaba segura de que, si hubiera ido yo sola, la isla no me habría cautivado tanto como lo hizo con Alec. Las playas serían más sosas, el mar sería más insulso, los puestecitos en el mercado serían más de lo mismo que podías encontrarte tierra adentro. Mykonos no era especial en sí misma, al menos no para mí: lo era porque era la isla de Alec. El reino de Alec.
               Ir allí sola después de haber ido con él sería como pasearse por la Roma del siglo XXI y verla a través de los ojos de Julio César: no había majestuosidad, no se respiraba en el ambiente la eternidad de un imperio de hacía dos mil años. Sólo eran ruinas de la gloria que había llegado a tener.
               O, quizá, más bien, como si Cleopatra visitara Alejandría ahora. A la ciudad le faltaría su sabiduría infinita, su silueta en la noche sería irreconocible: no tenía faro ni biblioteca. No era más que otro puerto de paso en el Mediterráneo. Ya no era destino, sino una parada para repostar antes de continuar tu viaje.
               -Le escribiré-cedió Mimi, y la escuché dar un beso. Posiblemente estuviera con Trufas-. Pero no esperes que envíe la carta hasta… pasado mañana, como mínimo-sonrió con maldad al otro lado de la línea-. Creo que me gusta la idea de que se pase un par de días nervioso creyendo que su hermanita no ha sabido nada de él. ¿No dice que soy súper repelente?
               -Sabes que te adora-sonreí.
               -Pues claro que lo sé-replicó ella-. Lo que no adora tanto es reconocerlo. Y eso es lo más divertido.
               -Eres una sádica.
               -Soy una hermana pequeña. Tú haces lo mismo con Scott.
               -Porque Scott es más insoportable que Alec.
               -Mm, unos veinte millones de personas no lo creen así, tesoro, pero como tú digas-se burló, y yo me eché a reír.
               -Tengo que dejarte, Mimi. Debo irme ya si quiero que la carta salga hoy.
               -Suerte.
               -Ah, y otra cosa… ¿podrías no decirle nada sobre lo de Jordan y mi regla?
               La escuché quedarse completamente quieta.
               -Esto… vale. Aunque dudo que fuera a comentarlo, pero… ¿puedo preguntar por qué?
               -Voy a hacer un experimento, eso es todo.
               -De nuevo, ¿puedo preguntar de qué se trata?
               -Lo veremos cuando tenga mis resultados. Ahora… debo irme. Un beso, Mím.
               -Besitos, Saab. Dile adiós a Saab, Trufs. Vamos, pequeñín. Di adiós…-se despidió, acercándole el teléfono al hocico al pequeño animal. Con los olfateos exagerados de Trufas en la oreja, colgué el teléfono y salí prácticamente corriendo de casa de Alec. Había aprovechado para cerrar las ventanas al nivel de la calle mientras hablaba con Mimi (el barrio era tranquilo como el mío, pero no estaba de más tomar ciertas precauciones), así que sólo me quedaba parar en mi casa antes de seguir hacia la oficina de correos, que me quedaba casi al doble de distancia; por suerte, estaba en el mismo sentido que mi hogar, así que no perdería tiempo. Entraría y saldría como un fantasma. O eso creía yo.
               Estaba casi al pie de las escaleras cuando la puerta de la calle se cerró de un portazo tras de mí.
               -¡Holiiiiii!-saludé al atravesar el salón, casi sin fijarme en quien estaba en el sofá.
               Sí que me fijé cuando escuché a mis padres pegar un alarido y separarse rápidamente.
               -¡SABRAE!-gritó mamá, enredándose con la manta mientras trataba de taparse las piernas con ella. Papá le arrebató parte de la manta y también se tapó las piernas-. ¿¡Son esas formas de entrar en casa!?
               Un incendio forestal estalló en mis mejillas.
               -¡Perdón!-gemí, dándome la vuelta a toda velocidad y tratando de apartar de mi cabeza la imagen de mis padres… bueno, haciendo ya sabes qué.
               Que, a ver, no es que hubiera nada de malo en que lo hicieran. Es decir, papá y mamá son muy, pero que muy guapos ambos, y son jóvenes todavía, y de hecho me consta que lo hacen bastante a menudo, es sólo que… normalmente, como mucho, lo que teníamos que soportar era escucharlos, nada más. E incluso entonces ellos procuraban hacerlo de la forma más discreta posible.
               Ésta no era, ni de lejos, la primera vez que los pillaba haciéndolo, pero la primera en que era plenamente consciente de lo que pasaba… y, también, que no lo hacía porque yo me plantara en su habitación sin tan siquiera llamar a la puerta. Había sido una niña muy curiosa durante la infancia, y los ruiditos que hacían papá y mamá cuando se iban a su habitación me llamaban tanto la atención que, bueno… tenía que investigar, y Scott no siempre conseguía impedírmelo.
               Claro que también deberían saber dónde estaban y la familia que tenían. Con cuatro hijos ya más o menos creciditos, deberían evitar ciertos sitios de casa a ciertas horas del día, sobre todo porque nunca nos habían enviado a ningún campamento y por tanto no tenían la certeza absoluta de que no fuéramos a aparecer en cualquier momento, como acababa de pasar conmigo.
               -¿Te parece que éste es modo de entrar en casa, como si fueras un verdadero ciclón?-protestó mamá, y yo, que ya les había dado el suficiente tiempo como para que se arreglaran, me di la vuelta y los fulminé con la mirada.
               -Vale, sí, puede que haya entrado con mucha prisa, pero, ¿qué hacéis en el sofá si no queréis que os pillen? ¡Ya no sois adolescentes a los que les da morbo que sus padres los pesquen!
               -De eso debes de saber tú mucho, ¿eh, niña?-se quejó mamá, más irascible que de costumbre. Debía de haberles cortado el rollo justo cuando estaba a punto de terminar. Al menos ya sabía de quién lo había sacado: alguna que otra vez estaba en plena faena con Alec y había recibido una llamada de teléfono ineludible que había hecho que me lo quitara de encima o me bajara de él con una mueca de disgusto que a él le costaba borrarme de la cara. Apreciaba el esfuerzo, eso sí. Y que se interesara por mí incluso cuando me veía ponerme borde, como una fiera, con aquel que me había interrumpido… y que solía ser alguien de mi familia con un encargo o una pregunta que podía haber sido perfectamente un mensaje de texto.
               -También es nuestra casa, señorita-me recordó papá-. Y tenemos el mismo derecho que tú a disfrutarla, por muy difícil que nos lo pongáis a veces.
               -Debéis de tener unas ganas de que nos independicemos…-ironicé, poniendo los brazos en jarras.
               -Oh, no te haces una idea-soltó papá, burlón, y mamá le dio un manotazo.
               -¡No le digas eso a la niña, Zayn! Va a pensar que es verdad-mamá se retiró el pelo hacia atrás, apartándoselo de los hombros mientras trataba de domarlo, todo a la vez. Tenía los labios hinchados de tanto besarse con papá, y la mandíbula roja por el roce de su barba. Sin embargo, a pesar de que sus ojos tenían todavía el brillo de la intensidad de las emociones a flor de piel, poco a poco estaba volviendo en sí. Eso sí que no lo había sacado de ella: Alec se divertía de lo lindo viendo que yo me tomaba las interrupciones en la cama como afrentas internacionales, y más aún cuando veía que yo no renunciaba a mi ofensa durante bastante más tiempo del que lo hacía mi madre. Se esforzaba más de lo que tenía que esforzarse papá, eso sí.
               Y también disfrutaba de mejores recompensas precisamente por eso.
               -Sabrae, para tu padre y para mí es importante que…
               -Sí, mamá. Lo sé. Lo siento. Es sólo que… venía muy atolondrada y… no me he dado cuenta de avisar. Perdón. No creí que fuerais a  estar… bueno…
               -¿Haciéndote otro hermano?-preguntó papá, y mamá y yo lo miramos, y luego nos echamos a reír. Eso era lo bueno de vivir en mi familia. Podías morirte de vergüenza por escuchar a tus padres atendiendo la llamada salvaje del apareamiento, y luego al minuto siguiente todo iba como la seda otra vez. Después de todo, no habían hecho a mis hermanos montándolos por piezas, como esos cacharros que se vendían por fascículos.
               -Sí, más o menos. Aunque espero que sea chica-añadí-. Ahora que por fin hemos conseguido echar a Scott de casa… no quiero tener que soportar a otro machito.
               -Tomo nota-asintió papá, fingiendo anotárselo en la mano.
               -¿Por qué venías tan a la carrera?-quiso saber mamá, las manos entrelazadas sobre el regazo. Me pregunté si papá tendría las marcas de sus uñas en la espalda igual que yo se las dejaba a Alec, y luego aparté ese pensamiento de mi cabeza porque… vale que los hubiera pillado en el mismo sitio en el que habíamos empezado a hacerlo Alec y yo, pero era raro de narices estar planteándome cosas así. Debía controlarme incluso aunque fuera un festival de hormonas con patas.
               -Alec me ha enviado una carta-expliqué, y los dos abrieron la boca, sorprendidos. Tampoco ellos habían contado con tener noticias de él hasta julio del año que viene, lo cual me hacía pensar que había guardado el secreto mejor de lo que me esperaba de él y, ¿por qué? ¿Por si no podía enviármelas?-. Y voy a enviarle ahora la contestación, pero me he dejado la cartera aquí. No contaba con usar más de veinte libras hoy.
               -¿Quieres que te prestemos algo?-preguntó papá, y yo sonreí y negué con la cabeza.
               -No, papi. Ya me voy, tranquilo. ¿Salgo por el garaje?-me ofrecí.
               -No seas ridícula, Sabrae. Con que trepes por la pared de tu habitación al jardín es suficiente-respondió mamá, inclinándose para pedirme que la dejara darle un beso en la mejilla. Fruncí el ceño.
               -¿Dónde ha estado esa boca?
               Me fulminó con la mirada mientras papá se descojonaba, y luego lo fulminó más a él.
               -Debería haberte sacado todo el dinero que hubiera podido cuando tuve la ocasión y haber criado a mis hijos sola. Esto claramente lo han sacado de ti.
               -¿Y me lo vas a hacer pagar?-preguntó papá, retándola con la mirada. Mamá se la sostuvo largo y tendido; era evidente que ninguno de los dos pensaba retroceder en esto.
               -Ponte los cascos si vas a tu habitación, Sabrae-dijo ella por fin, y papá le sonrió.
               -Me voy en dos minutos.
               -A tu padre le sobra uno y medio.
               -¿¡Pero qué cojones dices, Sherezade!?
               Subí las escaleras al trote, haciendo ruido a propósito para no escuchar cómo se enrollaban como dos adolescentes en celo. Entré en mi habitación, atravesé la estancia y abrí la mesilla de noche para recoger mi cartera. Estaba a punto de irme sin causar bajas cuando me di cuenta de que mi cama estaba particularmente vacía, y enseguida me di cuenta de por qué: faltaba el peluche de Bugs Bunny gigante, al que dormía abrazada cuando lo  hacía sola. Entrecerré los ojos. No sería necesario hacer una rueda de reconocimiento para identificar a la sospechosa: era sangre de mi sangre y vivíamos pared con pared.
               Así que salí de mi habitación como un ciclón y abrí la puerta de la de Shasha sin llamar siquiera. El factor sorpresa estaba de mi parte. Desconocía si me encontraría a mi hermana allí, o si por el contrario habría salido como el resto de mis hermanos (papá y mamá nunca hacían nada fuera de su habitación si Duna andaba suelta, así que lo más probable es que estuviera en casa de los Tomlinson disfrutando de un día de piscina), pero fuera como fuera, no me esforzaría en esconder mi enfado.
               Tuve suerte: Shasha estaba en su habitación, con los cascos de color azul aguamarina en tono pastel y orejas de gato colocados de forma que no pudiera escuchar nada más que lo que estaba mirando fijamente en la pantalla de su ordenador. Podría desquitarme con ella.
               -¡Ladrona!-bramé, apuntándola con un dedo acusador. La muy sinvergüenza estaba abrazándose a mi peluche con sus larguiruchas piernas-. ¡¿A quién le has pedido permiso tú para coger a Bugs Bunny?!
               Shasha abrió mucho los ojos, pillada in fraganti, pero como la sinvergüenza que era no se iba a achantar. Se quitó los cascos y levantó las manos.
               -¡Y a ti qué! ¡Se suponía que ibas a dormir en casa de Alec!
               -¡Y eso voy a hacer! ¡Pero Bugs dormirá en mi cama!
               -¡Eres una egoísta! ¡Es mullido y muy cómodo! ¡No sé por qué te quejas de que yo lo use cuando tú no lo vas a usar!
               -¡Es una verdadera falta de respeto que te creas con derecho a coger mis cosas sin pedirme permiso!
               -¿¡Para qué coño necesito tu permiso para cogerte cosas que no estás usando, Sabrae!?
               -¡Ni siquiera deberías entrar en mi habitación cuando yo no esté!
               -¡PUES PONLE UN CANDADO!
               -¡PONLE TÚ UN CANDADO A TU FALTA DE VERGÜENZA!
               -¡TÚ A MÍ NO ME VAS A LLAMAR SINVERGÜENZA POR UN PUTO PELUCHE, SO GILIPOLLAS!
               -¡NO ES UN PUTO PELUCHE! ¡¡¡ES MI PELUCHE PREFERIDO EN EL MUNDO Y TÚ LE ESTÁS HACIENDO UNA LLAVE DE LUCHA LIBRE!!! ¡¡¡DÁMELO AHORA MISMO, ZORRA!!!
               -¡VEN A POR ÉL SI TE ATREVES, GUARRA!-bramó Shasha, poniéndose en pie de un brinco en la cama y agitando a Bugs con una mano. No necesité que me lo dijera dos veces: salvé la distancia que nos separaba de dos pasos y me lancé a por ella como no lo había hecho contra nadie en mi vida. Shasha ahogó un grito y cayó sobre el colchón, rebotando contra la pared…
               … y no soltó el peluche.
               -¡DÁMELO!
               -NO.
               -¡QUE ME LO DES!-grité, tratando de alcanzarlo. La muy zorra ya era más alta que yo, y era capaz de ponerlo dejos de mi alcance. Durante un par de segundos deseé que Alec estuviera allí para ayudarme. Luego recordé que él y Shasha eran amiguitos de toda la vida y que seguramente se lanzarían el peluche para evitar que yo lo cogiera.
               Le pegué un mordisco a Shasha en el hombro para que soltara el peluche. Shasha exhaló un grito y me pegó un manotazo en los riñones con todas sus fuerzas. Ahogué un jadeo y le solté el hombro, momento que ella aprovechó para rodar por la cama, lejos de mi alcance… pero le pegué un empujón con la planta de los pies en el culo que hizo que perdiera el equilibrio y se cayera al suelo.
               Y aun así no soltaba el puto peluche.
               Esto ya era personal. Estaba desafiando mi autoridad como hermana mayor. Debía detenerla a toda costa.
               -¡Suelta el peluche y nadie saldrá herido!
               -¡Tendrás que quitármelo de mis frías manos inertes!-respondió, estirando una mano y clavándome las uñas en el gemelo. Grité y traté de darle una patada en la cara, pero Shasha se apartó justo a tiempo, me agarró del pie y tiró de mí para tirarme también en el suelo. Nos convertimos en un torbellino de puños, pies, rodillas, dientes y cabezas dispuestas a destruir todo lo que se les pusiera a tiro, cegadas cada una por su obstinación, hasta que…
               … escuchamos el sonido de algo rasgándose, y las dos nos detuvimos en el acto. Miramos al peluche, que se había quedado encajado entre la cama de Shasha y su mesita de noche, y que en uno de nuestros intercambios de golpes se había visto arrastrado de nuevo hacia nosotras. Se me heló la sangre y Shasha se puso pálida. Me puse de rodillas a su lado y tiré de la mesilla de noche para sacar el peluche, pero pesaba demasiado y no podía en esa postura.
               O no podía yo sola, porque enseguida Shasha se estiró para ayudarme y, juntas, conseguimos liberarlo. Mis manos corrieron al lugar por el que se asomaba el relleno del peluche, justo en el cuello, como si hubiera recibido un tajo letal. Había sonado peor de la pinta que tenía: sólo se había descosido en una costura, así que tendría fácil solución. Además, había conseguido que dejáramos de pelearnos, lo cual era todo un logro.
               Me giré para mirar a Shasha, y entonces vi que se había echado a llorar. Temblaba como una hoja, las manos cerradas en puños sobre sus rodillas dobladas, y un torrente de lágrimas le corría por las mejillas como dos cataratas abriéndose hueco por primera vez por un valle. Ahí que me dio un vuelco el corazón.
               -Lo siento mucho. Lo siento mucho, Saab-gimoteó, cogiendo el peluche y pellizcando con dos dedos cuidadosos el relleno de su interior. Sorbió por la nariz y trató de empujarlo dentro de nuevo-. Lo siento, lo siento de verdad. Lo siento. No quería que se rompiera.
               -Eh, eh. No pasa nada, Shash. Tiene fácil arreglo. Podemos coserlo por aquí, ¿ves? Con un par de puntadas estará como nuevo. Vamos, no te pongas así. Sólo es un peluche.
               -¡No es sólo un peluche! Es tu peluche preferido en el mundo-sollozó, y yo noté que se me llenaban los ojos de lágrimas también. Me estaba rompiendo el corazón, echándose a llorar así-. Yo… no pretendía robártelo. Es sólo que… como te ibas a quedar a dormir en casa de Alec… pensé que no te importaría que lo cogiera para dormir yo. Siempre me lo das cuando Alec viene a dormir. Es que… lo echo mucho de menos, ¿sabes?-confesó, mirándome a los ojos por fin a través de su cortina de lágrimas-. Lo echo mucho, mucho de menos. Me habría encantado que estuviera para mi cumpleaños, y… no sé… me gustaría mucho que estuviera aquí. No sé por qué ha tenido que irse tan lejos-gimoteó, limpiándose los ojos con el dorso de la mano-. ¿Es que no le servía una puñetera perrera del extrarradio o algo así para sentirse bien? ¿Por qué ha tenido que irse tan lejos y dejarnos solas?
               -No nos ha dejado solas, Saab. Nos tenemos la una a la otra-dije, dándole un toquecito en el hombro, pero ella no quería escucharme.
               -Yo sólo… yo sólo… no pretendía romperte a Bugs. Sólo quiero que todo vuelva a ser como antes. Que él venga a casa a cenar y entre los dos te toquemos las narices y luego tú me des el peluche para que yo lo cuide mientras duermes con él. No quería que esto terminara así.
               Se limpió la nariz con el dorso de la mano y la dejó caer sobre su regazo, de nuevo impotente. Le acaricié el pelo.
               -Puedes quedarte el peluche, si quieres. Cuando lo arreglemos-aclaré, sonriendo-. Puedes quedártelo cuando lo cosamos, si te apetece. Alec me regaló este colgante-dije, cogiéndolo y enseñándoselo. Shasha lo miró con tristeza, sorbiendo por la nariz-. Lo justo es que yo haga otro regalo a otra persona que me importa mucho, muchísimo, para reequilibrar mi karma-le di un beso en la sien y la achuché contra mí. Puede que ella abultara más que yo, pero yo seguía siendo la mayor: seguía siendo mi responsabilidad, y no al revés. No importaba cuánto creciera Shasha ni cuánta ventaja me sacara. Mi deber y mi mayor placer serían consolarla incluso si llegaba a medir dos metros, y yo me quedaba en mi pequeño metro sesenta.
 
Ejem.
 
¡De acuerdo! Metro cincuenta y siete.
               -No es por el peluche. El peluche no podría darme más igual. Lo que quiero es que tú me lo des. Porque eso significará que estarás con Alec, y… yo quiero que Alec vuelva. Quiero que vuelvas, Saab. Scott va a marcharse pronto. Me he preparado para perder a un hermano. Lo que no quiero es perder a dos… y a una hermana.
               Y ahí estaba. Mi corazón hecho pedacitos más pequeños que purpurina. No sólo tenía miedo de perderme a mí, sino que ya consideraba a Alec un hermano.
               -No vas a perder a nadie, Saab. Ni a mí, ni a Alec, ni por supuesto, a Scott. Sólo… se han ido un poco lejos, eso es todo.
               -Es que no quiero que se vayan lejos. Sobre todo Alec. Con Alec yo…-se quedó callada y sorbió por la nariz. Le acaricié el pelo.
               -Con Alec tú, ¿qué, mi amor?
               Shasha se mordió el labio, cerró los ojos y sacudió la cabeza, pero inhaló de nuevo y, por fin, dijo:
               -Con Alec yo soy suficiente.
               Ahí estaba: lo que yo llevaba sospechando semanas, y que prácticamente había descubierto cuando él se fue. La razón por la que Shasha estaba tan relajada en presencia de Alec: porque, incluso cuando él se metía con sus gustos, no lo hacía de la forma en que lo hacíamos Scott y yo. Incluso aunque nosotros lo hiciéramos de broma, lo hacíamos de la típica forma en que lo hace todo el mundo cuando te gusta algo distinto: considerándolo raro. Nunca habíamos pensado que a Shasha le hiciera daño que la vaciláramos así; al menos, no hasta que vimos cómo lo hacía Alec. De una forma distinta. Se metía también con que viera series coreanas y escuchara música coreana pero no porque no fuera lo occidental o lo que consumíamos las adolescentes a nuestra edad, sino porque, en un sector inmenso, era lo normal. Lo que estaba de moda. Y que alguien llegara y te pinchara porque hacías las mismas cosas que mil millones de personas en lugar de porque no hacías lo de tu entorno era refrescante.
               Podía ser música japonesa. Podían ser canciones chinas, o indias, o de Tailandia o de Malasia. Pero a Shasha le gustaba lo de corea, sabía mucho de la cultura, y a Alec… a Alec eso le gustaba. Y conseguir que Shasha le hablara de ello no pasaba por preguntarle, sino por soltarle datos aleatorios según se le iban ocurriendo y esperar a que ella lo contradijera. Y luego… luego la había escuchado más esos meses que Scott y yo en años. Le había preguntado a Shasha cuál era su miembro favorito de todos los grupos que le gustaban para elegirlo él también.
               No la presionaba. No la miraba con añoranza cuando ella no le quería dar abrazos o besos; le dejaba su espacio y no consideraba que fuera la fría de la familia, sino sólo… tenía sus ritmos y sus necesidades igual que los tenía yo. Yo no tenía colgado el cartel de mimosa de la familia a pesar de que lo era, así que no era justo que Shasha tuviera el cartel de fría. Pero se lo habíamos puesto de todos modos, por injusto que fuera.
               Alec se lo había quitado y se había contentado con sentarse a su lado… y mi hermana, igual que un gato, había hecho de acurrucarse a su lado y exigirle mimos una costumbre. Por eso sólo había necesitado meses para darle un beso y decirle que lo quería.
               Seguramente lo había hecho después de semanas deseando hacerlo. Había sido un ahora o nunca, y ahora… ahora Shasha estaba cayendo sin paracaídas, sólo rezando para que Alec llegara antes a rescatarla que el suelo.
               Detestaba pensar que el suelo bien podíamos ser nosotros.
               -Shasha Amira Malik-dije, cogiéndola por los hombros-, escúchame con atención. Eres la primera hija legítima de Zayn y Sherezade Malik. La hija biológica de mayor edad que tienen tus padres. La primera hermana de sangre de Scott Malik y la primera a la que pudo proteger de forma plena y consciente. No necesitas a nadie para que te haga suficiente. Y mucho menos a un chico cishetero blanco de clase alta y que parece el protagonista de una novela romántica. Eres la mezcla perfecta de la sangre de dos de las personas más importantes en sus respectivos campos, eres el orgullo de tu familia y… eres mi hermana. Nadie, nunca, te va a quitar eso. Siempre va a ir contigo vayas adonde vayas. Tienes un corazón enorme, eres inteligentísima y todo el mundo te respeta allá donde estés. Que necesites de vez en cuando tu espacio y te guste más estar en casa de lo que nos puede gustar a los demás no quiere decir que no cumplas con las expectativas que todos tenemos contigo, porque te diré algo: las sobrepasaste todas desde el momento en que naciste.
               Shasha sorbió por la nariz, los ojos clavados en mí, y a mí se me empañaron los míos.
               -Eras una cosita preciosa y pequeñita y sonriente cuando naciste y… tu primera palabra fue mi nombre. Para mí llevas siendo suficiente desde entonces. Para Scott y para mí, de hecho. Llevas siendo suficiente desde que vimos tu primera ecografía y escuchamos tu corazón de colibrí. Entiendo la sensación de que Alec te dé las alas que necesites para volar, pero necesitas entender algo que yo misma he descubierto esta semana: Alec no te da tus alas. Alec te las desata. Naciste con ellas. Son tuyas. Y no se las ha llevado a Etiopía. Siguen aquí-dije, acariciándole la espalda, y ella soltó una risita cuando le hice cosquillas-, esperando. Que Alec fuera como un huracán que podía ayudarte a volar no significa que lo necesites para hacerlo. Simplemente es un poco más difícil conseguirlo, pero… lo harás de todos modos. Lo llevas haciendo trece maravillosos años en los que yo he podido verlo. Y me ha encantado cada segundo-aseguré, dándole un nuevo toquecito en el hombro. Shasha jugueteó con el peluche, sin atreverse a mirarme. Le levantó y bajó las orejas y musitó:
               -Siento mucho lo de Bugs…
               Le cogí el peluche de las manos y lo lancé sin miramientos por la ventana.
               -Mira lo que me importa un estúpido peluche comparado con mi hermana.
               Shasha me miró con ojos como platos, y antes de que pudiera reaccionar, se lanzó hacia mí y me estrechó entre sus brazos. Inhaló el aroma que desprendía mi cuerpo y se quedó parada al darse cuenta de que yo ya no olía a manzana y a maracuyá, o… no solamente. Ahora había en mi piel un tono a lavanda que antes no estaba.
               El de la casa de Alec.
               -Debe de ser horrible tener que consolarme cuando tú lo echarás de menos más que yo.
               -Me gusta-contesté, negando con la cabeza y dándole unas palmaditas en la espalda-. Tú tienes mejor criterio que yo, así que el que le quieras tanto sólo me hace ver que tomé la decisión adecuada.
               -¿Lo dudas alguna vez?-preguntó, echándose hacia atrás y mirándome.
               Me lo pensé un momento. ¿Lo había dudado alguna vez? Es decir, no recordaba haberme parado a pensar si me merecía estar con Alec desde que me di cuenta en diciembre de que era aquello lo que yo quería. Ni siquiera cuando lo de Perséfone durante nuestra visita a Mykonos. No, la verdad es que me había entregado a él ciega e incondicionalmente, confiando en que me protegería como efectivamente había hecho y seguía haciendo, aun con medio mundo separándonos.
               -No. Alec no es de esas cosas que puedas poner en una lista de pros y contras para tomar una decisión. Aunque a todos nos alegrará saber que tú rellenarías la lista de pros.
               -Es que es genial.
               -Sí que lo es. Y eso que no lo sabes todo de él.
               Shasha desencajó la mandíbula.
               -Creo que me hago una idea de las medidas de tu novio por la manera en que no me dejáis dormir cuando se viene a pasar la noche a casa, Sabrae. Y la verdad es que toda información que quieras darme sobre la materia será demasiada, así que te agradecería que te la guardaras para ti.
               -Gilipollas, no lo digo por eso. Lo digo porque… bueno, mira-dije, sacando las hojas dobladas que había traído para meter en un sobre y echarlas al buzón. Me había dejado su carta en su casa, deseosa de dormirme abrazada a ella como el tesoro que era. Cualquier nuevo pedacito de Alec que yo obtuviera era digno de celebración.
               Shasha cogió los folios con curiosidad, y cuando los desdobló y vio la primera frase, abrió la boca y levantó la vista para mirarme.
               -¿¡Te está mandando cartas!?
               -¡Así es! Impresionante, ¿verdad?
               -Tampoco es que me extrañe-dijo, devolviéndomela-. Se ha memorizado la página de la Wikipedia de todas las integrantes de Blackpink para que mis amigas no lo pillen desprevenido…
               -Ya, bueno, eso es porque te quiere un montón-Shasha sonrió con timidez-. Pero, bueno… debo irme-dije, dándome una palmada en los muslos y levantándome-. Tengo que correr a la oficina de correos para mandarle esto como correo urgente y ver cuándo le llega.
               -¿Puedo acompañarte?
               -Claro, pero no tardes mucho en vestirte.
               -¿Qué tiene de malo lo que llevo puesto?
               La miré de soslayo.
               -Llevas un crop top de Chasing the Stars.
               -Es cómodo y fresquito. Y hace calor.
               -Ya. Y a Scott se le subirá tanto a la cabeza que te pasees por ahí con merchandising de su banda que se convertirá en un globo aerostático y se nos acabará el chollo de colarnos en fiestas de famosos por la cara.
               -¡Acabas de decirme hace dos segundos que nadie me quitará ser una Malik!
               -¡Papá es una vieja gloria, Shasha! Ahora el futuro es Scott-sentencié, yendo hacia la puerta-. Pero como se te ocurra decirle que yo he dicho eso, lo negaré.
               -Lo haré nada más verlo.
               -Zorra. Vamos, cámbiate. En cuanto estés lista, nos piramos. La oficina de correos estará a punto de cerrar.
               Tuvimos que correr para poder llegar a tiempo, y sólo porque mamá era habitual nos dejaron entrar; estaban echando la persiana cuando doblamos la esquina, y se detuvieron porque pensaban que íbamos corriendo con una demanda multimillonaria de varios kilos de peso que les haría ricos.
                El señor que nos atendió, acostumbrado a que fuéramos con las ideas claras o las instrucciones memorizadas para que todo saliera bien, suspiró con impaciencia cuando Shasha y yo nos detuvimos a elegir los sellos más bonitos para pegárselos a la carta para Alec. Creyó que estaba todo solventado cuando por fin los colocamos y escribimos la dirección a la que deberían enviar la carta, pero entonces Shasha me puso una mano en la muñeca y preguntó con inocencia:
               -¿Puedo contribuir?
               Asentí con la cabeza, preguntándome qué haría, y a pesar de la cara de fastidio del trabajador, yo no pude evitar sonreír cuando mi hermana se llevó la carta a los labios, lamió la solapa del sobre y la cerró con cuidado. Observamos cómo le ponía el matasellos con la fecha de hoy y la colocaba en un cajón con unas cuantas cartas más, todas con una marca de urgencia en las mismas.
               -¿Puedo ayudaros en algo más?-preguntó en tono más borde de lo habitual. Negamos con la cabeza, le dimos una propina y nos marchamos.
               Y así, agarrando con fuerza la mano de mi hermana, regresamos a casa. Le dije que podía irse a dormir conmigo en casa de Alec si quería, pero negó con la cabeza y dijo que, de momento, no haría falta. Tenía compañía, y a mí me vendría bien estar sola. Supe que se abrazaba al peluche mientras yo me metía en la cama, las luces apagadas y las ventanas cerradas. Me escondí bajo las sábanas y, tras inhalar profundamente el aroma del suavizante que tanto me gustaba, recordé mis planes de por la mañana de tener un orgasmo, sí o sí, ese día.
               Tal y como Alec me había dicho un millón de veces… las cosas no habían salido como yo las había planeado. Y me gustaba más así.
 
 
La carta podía haberle llegado en cualquier momento. Y cada día que pasaba desde el sábado yo estaba seguro de estar cagándola más y más. Debería moverme, debería haberme decidido ya por una forma de contárselo, pero justo cuando pensaba que por fin había llegado al final del callejón y me había encontrado con la solución menos mala, me daba cuenta de que había un recoveco más por el que colarme y seguir avanzando.
               A este ritmo iba a terminar acabándoseme el tiempo de voluntariado y yo todavía no habría tomado una decisión.
               Como en el boxeo, había descubierto en el trabajo físico una forma de despejarme la cabeza y hacer que mi mente me diera un descanso del runrún constante de lo que había hecho para pensar con más o menos claridad. Llevaba desde el domingo que me había dado el ataque de ansiedad en la cuerda floja, sintiendo una presencia detrás de mí que me apuntaba el cañón de una pistola a la nuca, pero cuando me giraba veía que no había nadie detrás.
               O, si lo tenía, desde luego no era con una pistola. Podía ser en la cola del comedor, esperando a que nos llenaran la bandeja; en la cola de los baños, esperando para ducharme, o yendo de aquí para allá con los materiales para las obras que Valeria enviaba desde la capital, con los que pretendía hacer el campamento mayor, con más capacidad, y más moderno, todo dentro del respeto absoluto a la naturaleza y a las costumbres locales. A medida que pasaban los días, iba entendiendo mejor el funcionamiento del lugar: nuestro objetivo era crecer lo máximo posible ocupando el menor espacio que se pudiera, optimizando unos recursos con el menor impacto en el ambiente posible. Estábamos en una reserva natural por permiso especial del gobierno nacional, y el delicado equilibrio en que se sostenía la fundación podía romperse con el menor desliz, de modo que había que andarse con pies de plomo. No podíamos tocar los árboles de nuestro alrededor más allá de sanearlos, no podíamos coger madera más que la de los árboles caídos, ni tampoco recoger más frutos del entorno de los que cogía la población nativa al otro lado de la frontera del campamento. Debíamos ser como una aldea de principios del siglo pasado, con las comodidades del presente sólo porque eran necesarias para poder cumplir con nuestro trabajo: teníamos electricidad porque era necesaria para los animales que los veterinarios, entre los que se contaba Perséfone, curaban; agua potable porque quedaba de paso para la aldea del extremo del campamento, y teléfono e internet (un internet pésimo, según se quejaba Mbatha cada vez que podía) porque eran necesarios para comunicarse entre las distintas filiales de la fundación, el gobierno o, incluso, el ejército.
               Luca me había contado que, desde que habían llegado al campamento, habían visto a los soldados abandonarlo a toda prisa tres veces, todas a la caza de furtivos que algunos de los equipos de exploración de la sabana se encontraban durante sus expediciones. Según le habían contado, durante el verano era  cuando menos actividad había debido al mayor movimiento turístico, pero con la llegada del otoño y la marcha de los turistas, los furtivos eran los que recuperaban el terreno que debería ser para los animales.
                Varias veces me había encontrado a mí mismo mirando hacia los puestos de la entrada del campamento, hacia las casetas de los soldados en las que mataban el tiempo mientras esperaban órdenes o, más bien, esperaban no tener que moverse de allí. Algunos incluso trabajaban con nosotros en labores de construcción, pero siempre había mínimo cuatro guardando la entrada para cuidar de que nadie tratara de entrar por la fuerza. Quién querría hacernos daño o a los animales de los que cuidábamos allí, no tenía ni idea. Pero una parte de mí quería averiguarlo, igual que quería que ellos salieran corriendo a defender a animales inocentes cuyo único pecado había sido nacer demasiado valiosos en un rincón del mundo tan pobre que la sangre no valía el oro que pagaban por ella en el mercado negro. Aún no estaba seguro de si quería ir con ellos por el peligro que supondría para mi vida o porque veía en ello una forma de expiar mis pecados, como si evitar que a un rinoceronte le serraran sus cuernos fuera compensación suficiente por habérselos puesto a Sabrae.
               A eso se había reducido mi vida ahora. Para eso había cruzado medio mundo, separándome de la chica a la que amaba y echándola de menos día sí, día también, incluso aunque sabía que no me la merecía: para mantenerme ocupado y no comerme demasiado el coco pensando cómo le contaba que, después de todo, sus amigas tenían razón y yo no me merecía su confianza.
               Al menos estaba siendo útil: había reparado yo solo dos botes, construido de cero una balsa para medición de la calidad del agua, y había ampliado el vallado del edificio con el hospital veterinario para que los animales que por él andaban tuvieran más espacio para correr con libertad. Mi corazón, sorprendentemente, agradecía el ejercicio: cada día que pasaba estaba más cansado, sí, pero también más fuerte. Y eso por no hablar de que me aportaba una extraña tranquilidad.
               Luca siempre estaba conmigo, y una parte de mí sospechaba que había sido por petición de Perséfone. Sé que ella no tiene culpa de nada y que la estaba castigando de una forma muy injusta, pero no soportaba estar en su presencia. Cada vez que la miraba volvía a ese momento del sábado pasado, y volvía a sentir sus labios en los míos, su aliento entrando en mi boca, y todo el trabajo que había hecho para mantenerme cuerdo a lo largo del día (fuera mañana, tarde o noche) se iba al traste. Se me encogía el corazón y se me nublaba la vista durante unos segundos, como si mi cuerpo rechazara de forma física su presencia. A eso tenía que añadirle, por descontado, lo mal que me sentía porque yo sabía que eso le hacía daño: me quería un montón, y yo a ella, y tenerme cerca y a la vez tan lejos, acostumbrada como estaba  que no hubiera barreras entre nosotros, era otro tipo de castigo por el que Perséfone no debería pasar.
               Pero no podía más, de verdad que no. No podía tenerla cerca y arriesgarme a que me diera otro ataque de ansiedad, porque sentía que sería el último, y aquello no sería justo para nadie. Ni para los que me querían ni para mí, aunque por razones completamente distintas.
               Además, un nuevo ataque de ansiedad suponía la preocupación de mis compañeros. Todos se habían volcado conmigo el domingo pasado, preguntándome si estaba bien, ofreciéndose a ayudarme en lo que pudieran e, incluso, una chica que estaba estudiando Psicología me había dicho que podía hablar con ella siempre que lo necesitara, sin importar lo ocupada que estuviera. Supongo que los de las carreras de ciencias de la salud hacían el juramento hipocrático nada más matricularse en la universidad, y no al graduarse como creía todo el mundo. Se lo agradecía mucho a todos, de verdad que sí, pero… no quería llamar la atención, por muy raro que parezca en mí. Especialmente por la razón por la que lo hacía.
               Llevaba desde hacía dos días con un nerviosismo añadido a lo que ya de por sí venía arrastrando por todo lo que había pasado. Antes de marcharme de Inglaterra había buscado por Internet el tiempo medio que tardarían en llegar mis cartas a Sabrae y viceversa, y la horquilla que manejábamos era de alrededor de una semana, así que el jueves era el día que yo estimaba que Sabrae tendría noticias mías por primera vez desde que nos habíamos separado. Le daría una sorpresa que no podría presenciar, la haría inmensamente feliz, seguramente subiría a todas sus redes la foto de la carta que yo le había enviado, presumiendo de que tenía el novio más detallista del novio y de lo increíblemente enamorados que estábamos el uno del otro. Y todo, ¿para qué? Para que yo le pusiera los putos cuernos en menos de una semana. Sí, vale, había sido un beso. Sí, vale, había sido más bien rápido. Pero había sido un beso cuando no debería haber pasado nada. No había diferencia, y los dos lo sabíamos.
               Creo que por eso tampoco podía estar cerca de Perséfone. Odiaba saber que ella estaba dispuesta a cargar con la culpa de mis errores. Odiaba saber que se convertiría gustosa en una mártir por las cosas que yo había hecho mal. No porque no la honrara ni yo estuviera dispuesto a hacer eso y más por ella, sino porque yo había demostrado que no me lo merecía. No me la merecía a ella y, desde luego, tampoco a Sabrae. Además, ella no sabía cuánto daño le había hecho su mera existencia y el pasado que compartíamos a mi novia; me había cuidado muy mucho de no decirle absolutamente nada a ese respecto, aunque sí que estaba dispuesto a contar mi versión de la historia si a Chloë o a alguno de mis “amigos” de Grecia se le ocurría irle con el cuento de lo que había pasado en la boda de Iria y Bastian.
               Así que sólo tenía dos objetivos en mi vida ahora mismo: el primero, mantenerme ocupado y así poder seguir pensando. El segundo, estar lejos de Perséfone.
               Ambos bastante improbables a juzgar por el día que era: sábado. El día de descanso y de mi fiesta prometida.
               Escuché a Luca levantarse despacio de la cama al otro lado de la habitación, como cuidando de no despertarme. Lo bueno de no parar en todo el día era que me desplomaba en el colchón y me dormía al segundo; eran noches sin sueños, en las que descansaba a duras penas, pero era mejor el vacío a no poder dejar de pensar, como había hecho las dos primeras noches.
               Algunas veces me dormía yo solo, ya que el italiano se demoraba más de la cuenta en la cabaña de la chica con la que le tocara enrollarse esa noche; otras, se metía en la cama a la vez que yo y me musitaba palabras de consuelo con las que trataba de hacer mi existencia un pelín más llevadera.
               ¿Qué tocaría hoy? La semana pasada le había prometido que haríamos mi fiesta ese sábado, pero ahora lo único que me apetecía era meterme en el lago y ponerme a chapotear hasta que un cocodrilo viniera a por mí. Y, sin embargo, sabía que todos en el campamento esperaban con ilusión ese momento: la llegada de alguien nuevo era de las pocas ocasiones en las que Valeria les dejaba desmelenarse más de la cuenta. Los sábados de descanso eran un derecho consolidado que ni siquiera ella podía discutir, pero las fiestas tenían que ganárselas a pulso.
               -Llegó tu gran día, inglés-ronroneó, y yo me di la vuelta. Me resistía a dejar de mirar a Sabrae, tan perfecta, hermosa y gloriosa en la entrada de mi casa en Mykonos, bendiciendo a aquella mariposa con su toque y no al revés-. En una escala del uno al diez, ¿cuántas ganas tienes de desfasarte hoy?
               -Menos nueve-contesté, y Luca sonrió con algo que no podía ser más que pena en la mirada. Se relamió los labios.
               -Suerte que yo tenga las ganas de fiesta por encima del treinta, así que quedamos empatados-me guiñó el ojo y yo me destapé y me quedé mirando el techo de madera, las vigas al descubierto.
               -¿Te cabrearías mucho si me dedicara a hacer una nueva fosa séptica o algo así? Necesito distraerme.
               -Puedes distraerte cogiendo una borrachera del quince.
               -¿Y plantarme en Inglaterra y confesárselo todo a mi novia sin la más mínima empatía? Paso.
               Después de mucho suplicarle, Luca le había entregado a Mbatha mi pasaporte, “sólo por si acaso”. El por si acaso en cuestión era por si me daba la venada en mitad de la noche y me plantaba en el aeropuerto para coger el primer avión de vuelta a Londres y contárselo todo a Sabrae porque ya no lo soportara más. Ella se alegraría de verme. Y yo la vería contenta y ya no podría contarle nada más. Seguro que sólo le diría que la echaba tanto de menos que no lo soportaba más y que necesitaba ir a verla.
               Así que el viaje quedaba descartado, al menos de momento.
               -Siempre puedes follártela hasta conseguir que te perdone.
               -Ni voy a intentar que me perdone ni tú vas a enrollarte con Bey-le dije, y él chasqueó la lengua y dio una patada en el suelo. Lo miré-. Lo digo en serio. He estado ahí. Bey es dura de pelar.
               -Eso lo dices porque no eres italiano. Las ragazzi nos aman.
               Miré al techo y no pude evitar exhalar una risa sarcástica.
               -Sabes que por mucho que te hagas el melancólico voy a obligarte a salir de fiesta, ¿no?
               -Sabes que soy inglés y no puedo salir de fiesta porque no hay ningún balcón del que me pueda tirar en cien kilómetros a la redonda, ¿no?
               -Si la falta de balcones son un problema, podemos ponernos a construir uno esta misma mañana. Valeria lo odiaría-comentó, como si fuera la principal razón para hacerlo, sonriendo con una maldad terrible.
               Suspiré.
               -¿Cuántas birras tengo que prometerte que beberé para que me dejes tranquilo?
               -Las que hagan falta para que aceptes hablar con Perséfone.
               -Me cago en mi madre, espagueti…
               -Está preocupada por ti. Y dolida. Te echa de menos. Por mucho que me joda admitirlo, te echa de menos-gruñó, aferrándose con fuerza al borde del colchón-. Y dice que sabe la manera de conseguir que salgas de esta muerte en vida en la que te empeñas en estar.
               -Ésa es precisamente la razón por la que no quiero hablar con Perséfone, Luca: es capaz de convencerme de que no he hecho nada malo.
               -¿Y eso es malo, porque…?
               -¡Porque lo es! Mira, tío, tú estarás acostumbrado a los gilipollas de tus amigos, los que les ponen los cuernos a sus novias tan alegremente en cuanto salen de la ciudad, pero yo no soy así. O yo no debería ser así. Le hice promesas a Sabrae. Promesas que pretendía cumplir y promesas con las que ella cuenta. Promesas que he roto y por las que me merezco un castigo ejemplar.
               -Fue solo un pico-dejó al margen la cuestión litigiosa, de si había participado en él o no, para que no hubiera todavía más controversia-. Ni que te la hubieras follado.
               Luca abrió la boca cuando me lo quedé mirando, como si entendiera por fin por qué no quería emborracharme.
               -Espera, ¿crees que te la vas a tirar si coges una cogorza? Tío, no es por nada… no nos conocemos mucho y tal, pero viendo el drama que estás montando por un piquito, es que dudo que se te levante siquiera.
               -No creo que me pueda follar a nadie estando así, pero visto lo visto… prefiero no arriesgarme.
               -Entonces tómate las cervezas que necesites para estar desinhibido y poder hablar con Perséfone sin ser tan intenso, pero no las suficientes como para querer bajarle las bragas.
               -Estás pesadito con el tema…
               -Macho, es que, mira, si tengo que decirte que lo que quiero es follármela para que dejes de ser tan terco, te lo diré. Pero la verdad es que me da pena verte así. Parecías un tío cojonudo hace una semana, y ahora estás… mustio. Como una lasaña que lleva cuatro días fuera de la nevera.
               -¿Acabas de compararme con un puto plato de pasta?
               -Y eso que estoy intentando ser educado, pero no me lo estás poniendo fácil. Mira, tío, todos tenemos ganas de corrernos una buena juerga, y tú eres la excusa que necesitamos para que Valeria no se ponga en plan “estamos en el ejército y vosotros sois reclutas sin domesticar” con nosotros. Si no es por ti, ni por Perséfone, ni por mí, hazlo por los demás, al menos. Levántate de la puta cama, vete a hablar con Perséfone, hazle caso si quieres (o no; a las mujeres hay que hacerles el caso justo) y luego vámonos todos en paz y armonía a beber hasta desmayarnos y pegarnos mutuamente enfermedades de transmisión sexual.
               -Te he dado mi parte de los condones semanales; más te vale no estar pegándole a nadie enfermedades de transmisión sexual.
               -No son suficientes.
               -Entonces espero de corazón que estés utilizándolos con las cabras.
               -¡YO NO ME FOLLO A LAS CABRAS!-bramó Luca-. ¡ESOS SON LOS DE TRENTINO!
               -Vaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaale-balé sonoramente, y Luca se lanzó a por mí. Lo tenía encima, tratando de romperme alguna de las cotillas que tenía intactas del accidente, cuando llamaron a la puerta. Los dos nos quedamos quietos y miramos a la chica que acababa de abrirla, que, cómo no, tenía que ser Perséfone.
               -Hola-saludó con timidez, y yo odié ese tono en su voz. Y me odié a mí mismo aún más por ser la causa de que lo utilizara. Perséfone era fiera y valiente; su voz llevaba sin sonar así desde que teníamos siete años. Ni siquiera cuando habíamos perdido la virginidad juntos y no sabíamos muy bien qué hacer había sonado así de… asustada. La palabra era asustada. Asustada por mí.
               Joder, ¿qué coño estaba haciendo?
                -Hola-susurré, y Luca se enfurruñó.
               -Odio cuando haces eso.
               -¿Hacer qué?
               -Hablar con ese tono de Maestro de los Fuckboys.
               -Es Fuckboy Original. Y es…
               -… el tono de voz que tiene-terminó Perséfone por mí, y los dos nos miramos, y…
               Lo que había pasado entre nosotros iba a terminar pasando de todos modos. No habíamos tenido el cierre que ambos necesitábamos. Y yo había sido un gilipollas por haberle prometido a Sabrae que no pasaría. Si había necesitado follarme una última vez a Chrissy y Pauline para despedirme de ellas… ¿qué no necesitaría con Perséfone?
               Al final Luca iba a tener razón. Al final iba a tener que alegrarme por sólo haberle devuelto un beso en vez de tirármela.
               Espera… ¿qué cojones dices, Whitelaw? Hasta que ella no te dio el beso tú no tuviste ganas de devolvérselo. Ibas a cumplir tu promesa. No necesitas ningún cierre con Perséfone. El cierre ya es Sabrae. Todo lo que necesitas es a Sabrae.
               No tenía que tenerle miedo a Perséfone. No iba a pasarnos nada más. Ni ella lo buscaba ni yo lo permitiría, al menos tenía eso claro.
               Y necesitaba pasar por aquello para poder sanar. Puede que Perséfone tuviera razón. Puede que lo primero que tenía que hacer para que todo aquello se acabara, para bien o para mal, fuera perdonarme a mí mismo; aceptar lo que había hecho y dejar de buscarle explicaciones a algo que yo no tenía o que escapaba a mi entender. Y seguir desgranando el problema desde ahí.
               Perséfone carraspeó, saliendo de su trance, y se mordió el labio.
               -Valeria acaba de volver-anunció, y Luca gimió sonoramente. Perséfone puso los ojos en blanco-. Vamos, Lu. No es tan mala.
               -¿Acaba de llamarte “Lu”?
               -Eso es porque es sábado y quiere mambo.
               -Yo no quiero nada contigo-ladró.
               -Entonces, ¿por qué has venido, preciosa? Porque dudo que sea sólo para darnos esa impresionante noticia.
               Perséfone levantó ligeramente la barbilla, orgullosa.
               -Porque quiere conocer a Alec. Pero antes… tengo algo que quizá quiera ver.
               Igual que notas un ruido justo cuando termina, me di cuenta de que Perséfone tenía las manos tras la espalda cuando me las mostró, así como lo que tenía en ellas. Agitó algo blanco en el aire, golpeándose la palma de la mano con su esquina, antes de tendérmelo. Yo lo miré, confundido, tardando unos segundos de más, igual que el sábado pasado, cuando se había inclinado a besarme, en caer en lo que era.
               Un sobre blanco.
               Con rebordes rojos y azules.
               Correo internacional.
               Y se me hundió el estómago en el vientre. No había pasado más que una semana y media y yo ya tenía algo que no me merecía.
               La respuesta de Sabrae.
              
 
-Shash, Shash, ¿qué tienes ahí?-pregunté, señalándole a la frente a mi hermana. Shasha se giró a toda velocidad, asustada, y exhaló un alarido cuando le pegué con todas mis fuerzas una estrella dorada justo en el entrecejo.
               -¡Sabrae!-protestó, y se estiró a por el bote de purpurina plateada. Duna estaba eufórica ante la inminente guerra de confeti y serpentinas: llevaba con ganas de hace manualidades desde que nos había visto llegar con todo lo que habíamos comprado en el bazar para preparar la despedida de Scott. Mañana, nuestro hermano se estrenaría junto con su banda ante el público estadounidense, ése frente al que él había jurado y perjurado que no actuaría por ser unos islamófobos de mucho cuidado. Estaría un par de semanas fuera de casa, semanas en las que recorrería el país de Diana y aprovecharía para cerrar los últimos detalles de su inminente entrada en la universidad en aquel país. No quería pensar mucho en eso por todo lo que suponía, pero estaba emocionada por el gran cambio que se produciría en la vida de Scott en apenas 24 horas. Además, tampoco es como si fuera a irse al medio de la jungla, sin internet ni teléfono. Me había prometido que estaríamos conectados y que respondería rápidamente a mis mensajes, incluso estando en el escenario. Incluso nos había invitado a ir con él; decía que había sitio de sobra en el avión y apenas se notaría la diferencia de tres personas más en varios autobuses de tour ya de por sí llenos hasta los topes.
               Eso sí, dormiríamos con Eleanor, eso ya lo tenía cerrado. Puede que no fuéramos de viaje, después de todo, pero si lo hacíamos, Eleanor nos había ofrecido su cama, la que se había ganado a pulso después de proclamarse campeona en el programa. Mientras los demás dormían en literas, ella, que debía estar descansada para poder trabajar a pleno rendimiento en su disco, tendría una habitación para ella sola en la parte trasera del bus más grande, en la que ni muerta iba a dejar entrar a Tommy.
               Así que, sí. Se podría decir que estaba ilusionada con lo que me deparaba el futuro. ¿Quién sabe? Puede que dentro de 48 horas estuviera en paseando por Nueva York, fundiéndome la tarjeta de crédito y viviendo mi mejor vida como la protagonista de un remake interracial de Gossip Girl. Seguro que Alec fliparía al ver el matasellos de Estados Unidos.
               El caso es que Scott estaba por el centro matándose a hacer entrevistas, vídeos promocionales y sesiones de fotos con el resto de Chasing the Stars, lo que nos daba a Shasha, Duna y a mí tiempo de sobra para prepararle una pancarta gigantesca deseándole suerte en el tour y diciéndole que lo echaríamos mucho de menos. Colgaríamos serpentinas de colores por toda la casa y nos pondríamos a hinchar globos como locas, y luego, si teníamos tiempo, prepararíamos unos brownies que decoraríamos con los colores de la bandera americana. Shasha preferiría dejar los brownies temáticos para cuando Scott lo petara en Asia, pero Duna se había mostrado tajante: o hacíamos brownies de colores o montaría un pollo, y los pollos de la menor de nosotras eran legendarios, así que nadie se arriesgaba a ellos.
               Duna estaba coloreando las letras de la pancarta con bolígrafos plateados y dorados; Shasha recortaba figuritas para pegarle más tarde, y yo pegaba a diestro y siniestro todas las pegatinas que habíamos comprado en el bazar. La pancarta medía cinco metros de largo por tres de ancho y ninguna sabíamos dónde íbamos a ponerla, pero no pasaba nada. Ya nos preocuparíamos por eso más adelante.
               Tenía que fluir, por fin lo había entendido. Qué ironía que Alec hubiera tenido que irse para que yo empezara a escucharlo.
               En ese momento empezó a sonar el teléfono fijo, y Shasha se levantó, muy diligente, todavía con la estrella en la frente. Trotó hacia la cocina y lo descolgó mientras yo me entretenía con Duna, dibujándole una flor de loto invertida simplemente porque a la niña se le antojó.
               -¿Mamá se habrá olvidado el móvil?-preguntó, y yo me encogí de hombros. Mamá y papá se habían ido para acompañar a Scott y darle apoyo moral mientras hacía un maratón de entrevistas; la verdad es que no envidiaba para nada esa parte de la vida de mi hermano. A veces, cuando las compañeras del despacho de mamá no eran capaces de localizarla, nos llamaban a casa para que le diéramos un recado, pero siendo sábado parecía difícil que hubiera surgido nada urgente.
               -Saab-dijo Shasha, asomándose a la puerta del comedor desde la cocina. Agitó el teléfono en el aire y yo me levanté, me limpié las manos en los pantalones de chándal (viejos y de Alec, cómo no) y fui hacia la cocina. Recogí el auricular de la mano de mi hermana y me lo llevé al oído, sólo preguntándome por qué mamá o papá o Scott no me mandaban un mensaje en lugar de llamarme a casa.
               -¿Sí?
               -¿Es verdad lo de la carta?
               Esa voz.
               Esa puta voz.
               No podía ser. Se me aceleró el corazón y a la vez se me paró y empezaron a sudarme las manos y todo alrededor de mí se volvió helado y yo tenía el cuerpo en llamas y tenía una piedra de mil toneladas en el estómago y los pies estaban flotando y me fallaban las rodillas y la cabeza me daba vueltas.
               -¿Quién es?
               -¿CÓMO QUE QUIÉN ES?-ladró Alec al otro lado de la línea-. ¿DEJO DE CORRERME DENTRO DE TI UNA SEMANA Y MEDIA, Y YA NO SABES QUIÉN SOY?



             
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2 comentarios:

  1. BUENO PARA EMPEZAR TENIA UN MIEDO TERRIBLE A ESTE CAPÍTULO Y HE CHILLADO.
    Estoy un poco confusa con el final pero me ha encantado porque no me lo esperaba una mierda.
    Me encanta esa frase final del puto Alec y la carta me ha dejado super soft. He pegado un chillido con lo de “mordisquearte el clitoris” de verdad que amo a esta persona.
    Necesito que se le quite de la cabeza la movida de los cuernos de verdad es un pesado de cojones. Ojala Sabrae cogiendo un avion para darle simplemenge una hostia y llamarlo tonto.

    Pd: el momento de Sasha y Sabrae me ha convertido en lágrimas. La manera en la que me encanta la relación de Sasha y Alec y el impacto de este no solo en Saab sino en todo su entorno. De verdad que me pongo mal.

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  2. Me ha encantado el cap, comento cositas:
    - He adorado la carta de Alec, me ha puesto muy tiernita. Y por supuesto me he descojonado con el “Saludos cordi COÑA. ¿TE IMAGINAS QUE TE DIGO “SALUDOS CORDIALES” DESPUÉS DE HABERTE MORDISQUEADO EL CLÍTORIS?”
    - Tengo curiosidad por saber que está pasando entre Trey y Mimi la verdad.
    - Que risa Sabrae pillando a Zayn y a Sherezade.
    - El momento Shasha – Sabrae me ha sido precioso.
    - Las conversaciones de Alec y Luca son canelita en rama te lo juro es que me meo de la risa.
    - Con el final evidentemente he CHILLADO osea no me esperaba para nada y estoy CONTENTISIMA (aunque me das un poco de miedo no te voy a mentir).
    Deseando leer más <3
    Pd. por favor no escribas con mala leche y nos la armes muy gorda.

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