lunes, 31 de octubre de 2022

Promesas de oro y platino.


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Era una flor marchita. Un barco encallado en el puerto de una villa costera que se encontraba ahora a treinta kilómetros del mar. El esqueleto de una palmera secándose en medio del desierto tiempo después de que el oasis en que había crecido se evaporara. Un pájaro sin alas, una noche sin luna ni estrellas, ahogada por la contaminación de una ciudad cuyo skyline ni siquiera era bonito, ni memorable. Un museo clausurado al público, los cuadros tapados con un tapiz para protegerlos del polvo. Una banda sin oyentes. Un estadio sin fans. Un escenario sin actores. La concha de una caracola vacía y en la que tampoco se escucha el mar.
               Él me había hecho esto. Me había quitado el agua. Había movido la línea de la costa. Había vaciado mi oasis. Había cortado mis olas. Había encendido cada farola y diseñado cada edificio para que fuera exactamente igual que el anterior. Había echado el cerrojo y había arrojado la llave al río. Se había puesto tapones. No había acudido a mi cita. Había cancelado el ensayo. Me había robado mi cuerpo y también me había robado mi voz.
               Era la única explicación que le encontraba a haber dejado de oírme por encima de los susurros de mi hermana intentando tranquilizarme. Me había deshecho en un grito desgarrador en cuanto había colgado el teléfono, convertida de repente en el centro del universo ahora que ya no tenía la voz de Alec anclándome, aunque fuera solamente a esa ilusión de que lo que teníamos lo iba a resistir todo. Sentía cada cosa que me sucedía como si le pasara a un cuerpo ajeno que yo ya no habitaba: las manos de Shasha eran frías y tenues, su voz estaba amortiguada por los latidos acelerados de mi corazón, y la cama estaba congelada y húmeda de algo que no podían ser mis lágrimas.
               Los muertos no lloran. Y yo estaba muerta por dentro. Alec me había matado, me había clavado un puñal en el corazón y me había abierto en canal, y yo… yo había tratado de excusarlo de todas las maneras posibles, diciendo que no lo hacía a propósito, que seguro que se trataba  de un malentendido, que él no entendía lo que estaba haciendo y no relacionaba lo que manaba de mis heridas y se congregaba a mi alrededor en un charco como mi sangre.
               Decía que sabía el tremendo dolor que me había causado, pero no tenía ni idea. Decía que haría lo imposible para remediarlo, pero no podía. Por primera vez desde que me había enamorado de él, había topado con un muro demasiado alto demasiado alto como para poder escalarlo.
               No podía ser verdad. No podía serlo. Nuestra historia no estaba hecha para terminar así, con una llamada de teléfono y miles de kilómetros de distancia entre nosotros. Yo no iba a poder pasar página ni encontraría las respuestas que necesitara por muchas vueltas que le diera.
               Aun así, enferma como estaba y total y absolutamente adicta a él, incluso en lo más profundo del pozo en el que me había sumido, estaba tratando de encontrarle sentido a lo que me había hecho. Alec sabía que no podía acercarse a Perséfone sin hacerme daño a mí. Alec sabía lo mucho que había sufrido por ella en Mykonos. Alec sabía el terror que había sentido yo al pensar que no era la primera. Alec sabía que necesitaba verlos juntos para comprobar si lo que ellos tenían era más fuerte que lo que teníamos nosotros.
               Seguro que Alec también sabía que había algo uniéndolos a ambos, algo que se movía, era líquido y estaba vivo, como lo nuestro. Me había dicho que lo nuestro era dorado, pero en cuanto había dicho el nombre de la chica con la que se había convertido en hombre, la chica que lo esperaba cada verano y a la que él volvía como si fuera el puerto seguro donde se refugiaba después de una larguísima travesía de once meses, yo… yo me había dado cuenta de que había algo superior al oro: el platino.
               Por eso me había dado su inicial en platino pero el elefante en oro. Porque me había enseñado un mundo al que sólo podía acceder con él, un idioma que sólo podía hablar con él y un cielo nocturno que sólo me guiaría cuando estuviera perdida si también me perdía con él. Yo le pertenecía a Alec. Le pertenecía como no iba a pertenecerle a ningún otro, y…
               … y él llevaba el colgante que le había dado otra mucho antes de que yo le diera los míos. Mi anillo y mis chapas de los viajes no eran más que aditivos a los regalos que Perséfone le había hecho antes. Plata y chapa contra un diente de tiburón, algo que una vez estuvo vivo y fue orgánico y completamente natural. Era natural que él volviera a ella, igual que era natural que mi elefante fuera de oro y no de platino. Sus promesas hacia mí eran doradas. Las de Perséfone, de platino.
               Y yo era gilipollas por… por no haberlo visto antes. Era gilipollas por no haber contemplado siquiera la posibilidad de que, igual que Alec y yo nos encontrábamos en cualquier rincón de una habitación, de un edificio o incluso de Londres, Perséfone y él podrían encontrarse en cualquier parte del mundo. Era gilipollas por no haberle suplicado de rodillas que se quedase y haberme protegido de la horrible verdad: puede que él fuera mi gran amor, pero yo no era el suyo, y a los grandes amores siempre se vuelve. Era gilipollas por haberme jugado lo más valioso que tenía (él) a una sola carta (nuestra conexión) sin pensar siquiera en las consecuencias (perderle a manos de otra).
               Pero lo peor de todo no era eso. Oh, no. No era ni haberme dado cuenta de que yo era la segunda incluso estando en la cima del podio, o de que tenía que luchar contra los elementos y perder en el intento, o que mi hermana pequeña tuviera que consolarme a escondidas del resto de mi familia porque no quería chafarle los últimos días en casa a Scott. No era ni pensar en lo estúpida que había sido gastándole esa estúpida broma y no accediendo después a su estúpido plan de que viniera y alejarlo de ella.
               Lo peor de todo es que estaba arrinconada. Yo quería perdonarlo. Estaba más que dispuesta a renunciar a mi orgullo y amor propio con tal de que él volviera y siguiera haciéndome sentir como si estuviera flotando en una nube, libre y completa y luminosa y… dorada. Dorada de verdad, dorada como en los retratos de los reyes colmados de joyas en las que el amarillo era el color que definía el poder más absoluto. Sabía que no iba a encontrar a otro que me hiciera sentir como él: nerviosa y a la vez tranquila, ansiosa por su contacto incluso cuando lo tenía dentro de mí, calentita en las noches frías y dispuesta a asarme en las tórridas con tal de que él no apartara sus brazos de mi cintura mientras dormía a mi lado, ambos empapados en sudor. No iba a gustarme el olor o el sabor del sudor de otra persona; sólo me gustaría el de Alec. Por no perder eso estaba más que dispuesta a arrastrarme e, incluso, hundirme en el fango. Bucear en él si hacía falta.
               Pero es que no me había dejado opción. Le había concedido una absolución genérica y de un año de duración en la que me convencería a mí misma de que mis pesadillas en las que lo escuchaba gimiendo los nombres de otras, jadeando sobre otras, poseyendo a otras y gruñéndoles que le miraran mientras se corrían eran sólo eso: pesadillas que terminarían olvidándoseme una vez pasara el día. Pero esto… Perséfone… de ella no iba a poder olvidarme igual que los árboles no pueden olvidarse de las estaciones. Qué irónico que fuera ella, precisamente, la que originara la primavera con su regreso, cuando lo que había hecho con mi vida había sido sumirme en un invierno prematuro en el que, para colmo, ya no existía el consuelo de la luz solar ni de una hoguera junto a la que acurrucarse. Alec era mi sol, y se había llevado todo el fuego cuando se había ido con ella. Ni siquiera las partículas subatómicas solares que había en los mecheros estaban a mi alcance ahora. Y yo era una chica que adoraba el verano.
               Me daba vergüenza a mí misma. Vergüenza por todo lo que estaba dispuesta a renunciar con tal de que Alec no me hubiera hecho eso. Vergüenza por no haber sido suficiente para él. Vergüenza por haber creído que era verdad cuando me decía que no había ninguna otra. Y vergüenza también por no plantearme en ningún momento que no hubiera sido sincero ni un segundo conmigo. Creía que él lo creía de veras, y que lo había dicho con toda la buena intención del mundo, pero… ¿quién es tan tonto como para creerse las mentiras piadosas de la persona que más te quiere, y que ni siquiera es consciente de que te está diciendo mentiras piadosas?
               Quién te ha visto y quién te ve, dijo una voz con amargura dentro de mí. Hace un año no soportabas siquiera estar en la misma habitación que él, y ahora, mírate.
               Eso no era del todo cierto. Hace un año Alec estaba en Grecia, muy posiblemente follando con Perséfone mientras yo trataba de poner en orden mis pensamientos y darle sentido al hecho de que fuera incapaz de tolerarlo, pero mis sábanas estuvieran familiarizadas con su nombre de tanto que lo gemía en voz baja mientras exploraba esa parte de mí que había descubierto gracias a él.
               No es que estuviera rota; eso tendría fácil solución, como la técnica del kintsugi que había utilizado con él. No: estaba pulverizada. No iba a recuperarme de esto.
               Prueba de ello era que me estaba aferrando a la idea de que ahí había algo raro, algo que no casaba con cómo era él. Creía que le conocía y, conociéndole como lo hacía, lo que había hecho tenía sentido y a la vez no. Alec ni en un millón de años me haría daño, ni siquiera de forma inconsciente, me repetía una y otra vez mientras Shasha trataba de acunarme y me daba más besos de los que habíamos intercambiado en nuestras vidas. No me cuadraba este comportamiento de Alec. No era propio de él. No parecía Alec. Pero sonaba demasiado seguro y demasiado arrepentido como para que no fuera Alec.
               Ya no sabía si estas estúpidas excusas eran yo entendiendo a la perfección cómo funcionaba Alec o si, por el contrario, era mi lado enamorado tratando de justificarlo de forma desesperada y a cualquier precio.
               Tanto camino recorrido… tanta lucha… tantos esfuerzos… tantas lágrimas derramadas a lo largo de los siglos… tantas explicaciones pacientes e invitaciones a reflexionar de las incongruencias de la sociedad en la que vivíamos por parte de mi madre… para llegar justo a este punto. Alec me decía que me había puesto los cuernos. Yo le pedía tiempo para pensarlo… y me encontraba con que lo había hecho no porque no supiera qué hacer con él, sino porque no sabía cómo hacerlo. Quería perdonarlo. Llevaba desgranando la forma de hacerlo desde que me había llamado. Lo compartiría con quien fuera, Perséfone incluida, con tal de no tener que renunciar a él.
               Mi nombre sonaba demasiado dulce en sus labios como para conformarme con ser anónima a partir de ahora.
               Si de la herida que me había abierto se escapaba algún amor, sacrificaría el que me tenía a mí misma con tal de salvar el suyo. El problema es cómo me trataría el mundo a partir de entonces, y si sería capaz de soportar que mis amigas, mi familia y el resto del mundo me perdieran el respeto y cuestionara cada una de mis decisiones a partir de entonces.
               No podía haberme hecho esto él. No podía haberme enfrentado contra todo el mundo porque simplemente había sido incapaz de contener un impulso o, siquiera, preguntarme primero. Sospechaba cuál habría sido mi respuesta de haberme dado la ocasión de expresar mi opinión antes de que pasara nada, pero ahora Alec me había dejado entre la espada y la pared. No estaba acostumbrada a que fuera él, precisamente, el que me arrinconaba de esa manera. Normalmente era mi ruta de escape.
               Los dedos de Shasha eran lejanos a pesar de que mi hermana se estaba esforzando en transmitirme toda la tranquilidad y amor posibles. Si le dolía lo que Alec me había hecho por lo que suponía también para ella, no lo había dicho, y posiblemente no lo hiciera. Para ser sincera, yo bastante tenía con lo mío como para preocuparme por mi hermana.
               A lo lejos, como si de una película en una sala de cine cerrada se tratara, escuché que la puerta de la calle se abría y mamá, papá y Scott anunciaban que habían llegado ya a casa. No sabía cuánto hacía desde que había colgado el teléfono: podían ser seis minutos o seis años, lo mismo daba. Lo que sí sabía era que tenía que disimular todo lo que pudiera para que Scott pudiera marcharse sin cargo de conciencia, porque si descubría que yo estaba mal, se negaría en redondo a marcharse a Estados Unidos de gira. Puede que mi hermano se considerara profesional y ya estuviera haciendo cosas que no le apetecían en su carrera, pero disfrutaba de los conciertos y los consideraba más bien una afición que parte de su trabajo, algo así como un salario en aplausos que percibía por sus esfuerzos. Y, como un beneficio de su trabajo y no un trabajo en sí, Scott renunciaría a ello con tal de estar conmigo, y le daría igual los problemas que eso pudiera acarrearle con la banda o con las discográficas. Era el puto Scott Malik; podía permitirse no aparecer en conciertos y aguantaría con gusto el chaparrón mediático que le caería.
               Pero no dejaría tirada a su hermanita.
                Me incorporé como un resorte y miré a Shasha, cuyos ojos castaños estaban opacos de tristeza. Tenía el semblante de una reina madre que tiene que enterrar a un hijo más, y que ya no se preocupa por la estabilidad de la línea sucesoria o de su reino: bastante tiene con respirar.
               -¿Quieres que les diga que te encuentras mal y que te has acostado un rato?-se ofreció, y un dragón empezó a escupir fuego y arañarme las entrañas con unas garras como puñales.  Puede que Alec me hubiera quitado la confianza que tenía en nosotros y la sensación de garantizado privilegio, pero no iba a quitarme también a mi familia. Al menos, no de momento.
               Así que negué con la cabeza, me alisé la ropa y le dije que bajara a verlos mientras yo trataba de adecentarme un poco. Corrí de puntillas hacia el baño en cuanto escuché que Shasha se ponía a parlotear con Scott sobre lo que había hecho ese día, y traté de contener el ruido de la puerta cuando la cerré con demasiado ímpetu.
               Mirándome al espejo comprendí por qué yo estaba un escalón por debajo de Perséfone. Ella jamás tendría el aspecto que tenía yo: poseía la belleza que sólo puede darte la tranquilidad de saberte inolvidable para el hombre de tu vida. Era un tipo de belleza que no muchas mujeres alcanzaban y que te hacía irresistible a ojos del resto del mundo; lo sabía porque yo misma había creído tenerla hasta hacía unas horas. Alec me miraba como si fuera yo la que ponía las estrellas en el cielo, la que había plantado las semillas de las primeras flores o diseñado la forma de los continentes recortados contra el mar; como si hubiera sacado las islas a flote o compuesto las melodías del viento entre los árboles. Nunca, jamás, en toda mi vida había estado tan guapa como los meses en que me había proclamado orgullosa e irremediablemente suya: a la vista estaba que las fotos que había colgado desde que estábamos juntos eran las que más “me gusta” acumulaban en mis redes sociales. Incluso si no salía él, el saberme con él y que fuera él quien me hiciera fotos me hacía resplandecer de esa forma en que sólo lo hacen las deidades antiguas, aquellas en torno a las cuales se construyó la única mitología que merecía la pena.
               Ahora estaba apagada, la cara hinchada, los ojos rojos de llorar, el pelo revuelto. Me aferré al lavamanos para tratar de estabilizarme cuando sentí náuseas al pensar que, a partir de ahora, ése sería mi aspecto.
               Sé que suena mezquino y superficial, pero era una razón más por la que sentí que necesitaba encontrar la manera de perdonar a Alec. Una vez que te reconcilias con tu reflejo en el espejo y adoras lo que ves en él, es imposible mirarte de nuevo y  que lo que hay allí no te guste sin volverte completamente loca. Quería tranquilidad. Quería… quería que todo fuera como era antes de la llamada.
               Sí, definitivamente había sido una gilipollas. Le había escrito la puta carta cachonda perdida, soñando con que se plantaría allí y me follaría duro como castigo por la broma y a la vez como perdón, y lo que había hecho al final no había sido follarme, no, pero sí joderme.
               Joderme mucho.
               Tenía que salir del baño y luchar por la niña del reflejo en el espejo. Puede que fuera una chica rota, destrozada, pero había gente cuya felicidad dependía de ella y cuyos planes de futuro bien podían desbaratarse si esa niña, yo, no hacíamos el papel de nuestras vidas. Había visto un millón de veces a miles  de chicas distintas fingir que les encantaban sus cuerpos o sus vidas cuando no era así; fuera en la tele o en la ficción, yo no estaba sentando ningún precedente, sino que seguía un sendero que ya estaba marcado y de tanto tránsito que la hierba ya había desistido de crecer en él, y lo único que le faltaba para ser una autopista era el asfalto.
               Sería difícil, pero lo conseguiría. Tenía que hacerlo. Tenía que apartar a Alec de mi cabeza todo lo que pudiera, encerrarlo en un rincón de mi mente y ocuparme de él cuando Scott ya no estuviera en casa. Probablemente me derrumbaría a media tarde y llamaría a mis amigas para contarles todo, pero de momento tenía que enfrentarme a esto sola.
               Tenía que coserme las heridas como buenamente pudiera. Aunque no estuviera lista para vendarlas y fueran a seguir sangrando, por lo menos mis entrañas no correrían peligro.
               Eso fue exactamente lo que hice: me desnudé, me metí en la ducha, abrí el grifo y me quedé debajo del agua el tiempo justo para que mi pelo se empapara. Sería la excusa perfecta para salir del baño con la cara hinchada y los ojos llorosos: podría habérseme metido jabón en ellos y me arderían por cosas que nada tenían que ver conmigo, cosas que yo podía obviar. Así que me envolví en una toalla, hice lo mismo con el pelo, y me asomé al pasillo justo en el momento en que escuchaba unos pasos subiendo por las escaleras. Recé y recé y recé para que no se tratara de Scott, porque él últimamente era capaz de leerme mejor que nadie en casa. Si se debía a que sabía lo mal que lo estaba pasando por la ausencia de Alec o porque estaba tratando de memorizarme para el tiempo que él mismo pasaría fuera de casa, no lo sabía. Sólo sabía que mi hermano era el público más crítico y al que más me iba a costar convencer.
               Resultó que también fue mi público del momento.
               -¿Ya en casa?-pregunté con una voz que no parecía la mía. Sonaba demasiado como la de la Sabrae antes de la llamada y muy poco como los gemidos y los jadeos que habían llenado mi habitación después de saber la carga que soportaba sobre mis hombros o la piedra que se hundía en mi corazón. Scott asintió con un murmullo, mirando la pantalla de su móvil de forma distraída mientras se mordisqueaba el piercing.
               -Mm-mm-dijo-. Ha sido una mañana intensa. Suerte que mamá ha accedido a pillar comida de la que veníamos, o me moriría de hambre-frunció el ceño y se puso a teclear en la pantalla de su teléfono, musitando una disculpa que ninguno de los dos sentía de verdad.
               -Salgo enseguida, entonces.
               -Guay-y, luego, levantó la cabeza y me miró, esbozando una sonrisa radiante-. ¿No me vas a preguntar dónde hemos parado?
               Se me retorció el estómago por la forma en que me miró. Seguro que había sido en un restaurante que a mí me encantaba y que me quitaría cualquier excusa de poco apetito. Me limité a esperar, encajonada en el hueco que había abierto en la puerta, lo justo para que Scott viera el vapor en el espejo del baño y achacara mi aspecto a una ducha de agua ardiente… a pesar de que estábamos en la época más calurosa del año.
               -En el Tandoori.
               Efectivamente, mi intuición no me había fallado con mi hermano. El Tandoori era uno de mis restaurantes preferidos, y cada vez que había ocasión de ir allí o pedir comida a domicilio yo me abalanzaba al coche o al teléfono, según cuadrara. Tenían un pollo tikka masala de escándalo por el que yo siempre terminaba peleándome con mis hermanos: era de las pocas cosas que yo no quería compartir con ellos.
               -Genial-me obligué a decir, a pesar de que el labio inferior empezó a temblarme-. Me daré prisa, entonces.
               Cómo iba a hacer para comer nada era un misterio para mí.
               Hice amago de cerrar la puerta para recuperar mi intimidad y tratar de sobreponerme, pero Scott se me adelantó. Dio un paso al frente y apoyó la mano en la puerta. Y vale, yo soy una chica y él es un chico y yo soy la hermana pequeña y él es el hermano mayor, así que deberíamos morirnos de la vergüenza los dos si no fuera porque… bueno… yo soy la hermana pequeña y él es el hermano mayor. Así que él me había visto mientras me cambiaban los pañales y yo le había visto volviendo de fiesta, con borracheras del quince y hecho un auténtico desastre. Nosotros nunca habíamos tenido etapa de sentir pudor el uno del otro.
               Intenté no encogerme al pensar en que el chico con el que había pasado esa etapa de pudor y que me había hecho ser consciente de la diferencia entre confianza e intimidad era el que me había abierto esa herida que ahora estaba intentando esconder de Scott. Por pura supervivencia, más que nada.
               Yo no pude empujar la puerta para cerrarla. Sería como confirmarle a Scott que había algo que no iba bien.
               -¿Te pasa algo, Saab?-preguntó con preocupación, los ojos verdosos de mamá chispeando con una perspicacia que había heredado de ella. Decían que Scott era la mezcla perfecta de papá y mamá: era una copia idéntica de papá a su edad, salvo por los ojos, que eran los de ella. Mi hermano bien podía tener la inteligencia emocional de nuestros padres combinada, si no más. Al menos cuando se trataba de nosotras.
               -Sí, es que… estoy un poco revuelta. Ya sabes. La regla-expliqué, lamentando que mi hermano estuviera curado de espanto con ese tema. Sabía que a las demás chicas les bastaba con mencionar su ciclo para que sus hermanos se volvieran tarados y las dejaran en paz, no queriendo saber nada del tema, pero mi hermano se había criado entre mujeres y desde pequeño había sido consciente de lo que pasaba en nuestros úteros. Era un proceso fisiológico normal del que no tenía que escandalizarse. Pero, joder… había veces en que echaba de menos que fuera un machito normal.
               Los machitos normales eran más manejables que Scott.
               Claro que los machitos normales no eran la promesa de la música de su generación. Ni tampoco se les ocurrían nombres para sus hermanas como Sabrae, un nombre que parecía hecho para que Alec lo gimiera como…
               Para.
               -¿Se te está alargando?-preguntó. Ah, sí. Mi hermano parecía estar al corriente también de la duración de mis ciclos.
               -Eh… sí, supongo. Bueno, es que todavía no se me ha regulado del todo-mentí, apartando de mi cabeza la precisión con que Alec había calculado mis reglas en aquel cuadrante que le había hecho a Jordan. Lo había hecho de memoria y había sido tan preciso como la app de mi móvil, y eso que decía que se le dan mal las mates.
               -Ah. Vaya, pobrecita. Bueno, si quieres, nos podemos pasar la tarde dándonos mimos en casa. Meteré unos paños en la nevera-sonrió, y de pronto pareció un niño otra vez. No tenía el mundo a sus pies, ni la responsabilidad que ello conllevaba, sino que… sólo era un niño en una casa llena de hermanas dispuestas a hacer lo que fuera con tal de tenerlo contento. Scott pocas veces había sugerido juegos a los que Shasha, Duna y yo no nos hubiéramos apuntado, y eso son cosas que no se olvidan.
               -Es que voy a ir con las chicas a la piscina-mentí de nuevo. Parece que eso era lo único que iba a hacer: mentir, mentir, y mentir más. ¿Alec también iba a quitarme esto? ¿Mi relación con mi familia?
               ¿Tan difícil era no haberme dicho nada y punto?
               Scott entreabrió la boca, los hombros hundiéndose un poco, la mirada oscureciéndose de tristeza.
               -Ah. Creía que…-se relamió los labios-. No importa. Vale-asintió, despacio, apoyándose en la puerta-. Pues… no sé, voy a cambiarme para comer, y luego le mandaré un mensaje a Tommy por si quiere…-clavó los ojos en mí y sus cejas se arquearon, formando una cumbre que millones de chicas matarían por escalar. Eleanor tenía mucha, mucha suerte con él.
               Con él y con haber tenido la posibilidad de perdonar lo que Scott le había hecho. Le había infligido el mismo daño que a mí, con la diferencia de que mi hermano había estado drogado cuando le fue infiel. Eleanor había podido aferrarse a eso para decir que no era realmente Scott el que le había puesto los cuernos, que había sido un cúmulo de circunstancias desafortunadas que se habían aliado contra ella, pero yo… yo no tenía nada a lo que agarrarme.
               Ni siquiera podía calificarlo de desliz. No después de todo en lo que había caído en la cuenta mientras lloraba desconsoladamente en la habitación. El desliz era yo, no Perséfone. Un desliz de meses, al fin y al cabo, pero ellos tenían años de historia a sus espaldas.
               -¿Seguro que no puedes posponer lo de tus amigas? Pronto me iré y… te voy a echar mucho de menos, pequeñita.
               La mía era una nueva forma de mezquindad. Scott Malik, el rey del panorama musical inglés. Scott Malik, la voz más prometedora de su generación. Scott Malik, el líder extraoficial pero indiscutible e indisputado de la banda más exitosa desde One Direction.
               Desnudando su alma y poniéndose de rodillas, metafóricamente, para que  su hermana pequeña pasara más tiempo con él antes de irse a cumplir ese destino que llevaba escrito desde que papá y mamá cruzaron las miradas hace diecinueve años.
               Había algo en lo que Alec sí que tenía razón: yo era una diosa, pero no de lo que él decía. Era una diosa de la crueldad, ya que ni por esas iba a ceder.
               Negué despacio con la cabeza, la boca contraída en la mueca de una sonrisa invertida.
               -Lo siento, S, pero… vamos a una fiesta para la que Kendra ha ganado unas entradas por un sorteo de Instagram. Así que no podemos faltar.
               Scott parpadeó, asintió con la cabeza, que mantuvo gacha, y cerró la puerta. Me volví para mirar mi reflejo en el espejo, como si el cargo de conciencia que sentía fuera a manifestarse también físicamente y también tuviera que ocultarlo.
               No fue el caso. Un pequeño gesto de misericordia en un día que se estaba cebando conmigo, pero aún era pronto para cantar victoria. Después de pasarme todo el tiempo que pude en el baño sin que mi resistencia a salir de él resultara sospechosa, por fin lo dejé libre y me encerré en mi habitación. Tenía la cama deshecha y las sábanas aplastadas allí donde me había lanzado sobre la cama a llorar, y con la indiferencia de una militar que ha vivido dos guerras mundiales y ha visto los horrores de la humanidad, retiré las sábanas, las hice una bola y me las llevé para echar a lavar. Tenían aún el olor de Alec impregnado en ellas; si bien muy tenue por el tiempo que habían tenido que acogerme sola, la esencia de mi… ¿novio? (¿podía seguir llamándolo así mientras no tomara una decisión?), escondida bajo la mía. Sí, dormía con camisetas que él se había puesto un millón de veces y que gracias a Dios olían a él, pero mi cama no era tan intensa como yo y enseguida lo había expulsado de su presencia. Si lo echaba de menos, lo hacía de una forma distinta a mí: ocultando su rastro como si nunca hubiera existido, retándolo a volver a conquistar algo que le había pertenecido nada más tocarlo.
               Eché las sábanas en el cesto de la ropa sucia y regresé a mi habitación. Me desanudé la toalla del cuerpo y me quedé mirando las camisetas de andar por casa que Alec me había dado para que las utilizara en verano. Ponérmelas sería como ponerme un collar de pinchos vuelto hacia mi piel. No podía tener nada cerca que me recordara a él y a lo que Perséfone había disfrutado después que yo, cuando él me había prometido que yo era la última donde miles habían estado antes, y la primera en cosas en las que se había entrenado con Perséfone. Necesitaba que Alec volviera y me dijera que todo había sido una broma de muy mal gusto, que me la estaba devolviendo por lo que le dije de mi embarazo y que por supuesto que él jamás haría nada con Perséfone, no después de lo mal que lo había pasado yo en Mykonos, no después de las promesas que nos habíamos hecho.
               -No necesitaba que te resistieras a cientos-dije en voz alta, cogiendo una camiseta de tirantes del antiguo merchandising de papá a la que le había recortado la parte inferior para hacerme un crop top y sacándome el pelo húmedo con rabia de debajo de la tela de algodón-. Me bastaba con que te resistieras a una.
               Fulminé con la mirada a las camisetas de bandas que había conocido desde pequeña pero por las que no me había interesado hasta que Alec entró en mi vida, y las camisetas se quedaron en el suelo en un silencio que pareció ser aquiescente, como si en el fondo estuvieran de acuerdo conmigo y quisieran condenar los actos de Alec pero no pudieran por una extraña lealtad inanimada hacia su dueño.
               Así, poco a poco, recuperé la conciencia de mi cuerpo. Y lo que había en él no me gustaba en absoluto. De la flor ya sólo quedaban esquinas. El barco se había derrumbado y se había convertido en una cárcel para unos niños osados que habían hecho de sus ruinas su patio de juegos. La palmera estaba en llamas, desviando a los peregrinos en el desierto que la confundían con la luz de un faro. El pájaro había aprendido a no volar, y estaba conquistando el suelo con sus largas patas y su pico afilado. No había lunas ni estrellas porque no estaba al aire libre, sino en una prisión que me quedaba pequeña y cuyas paredes no podían retenerme. Los cuadros bélicos de las paredes estaban ocultos para que Napoleón, Gengis Khan o Atila no se avergonzaran de haberse proclamado emperadores cuando las armas que ahora se tomaban en cuenta en las distintas estrategias habrían aniquilado sus ejércitos en cuestión de horas. Los integrantes de mi banda se habían alistado en el ejército. El escenario era un pelotón de fusilamiento. La concha se había fracturado y de sus aristas se habían hecho flechas.
                Teníamos algo precioso, nosotros dos. Y Alec la había jodido y me había puesto entre la espada y la pared y todavía se creía con el derecho de quitarme mi elección. Debía ser yo la que decidiera si se merecía una segunda oportunidad o no. Debía ser yo la que le mantuviera o le quitara su título de mi novio. Debía ser yo la que dijera lo que pasaría a partir de ahora. Todo yo. Él ya había hecho bastante.
               Temblando de rabia y sabedora de que me iba a ser muy difícil disimularlo, pero segura de que lo conseguiría, ya que me enfrentaba a cosas peores, me metí en unos pantalones de pijama de corte suelto y salí de mi habitación. El pelo húmedo me goteaba por la espalda, dejando surcos muy parecidos a los que Alec me había dibujado con sus dedos hacía lo que me parecía una eternidad.
               Cómo se atrevía. Cómo podía hacerme esto. Cómo era capaz de prometerme que no pasaría nada y ni siquiera resistirse una puta semana a Perséfone.
               Bajé las escaleras con la dignidad de una reina y me reuní con mi familia decidida a disfrutar de su compañía. No podía estar con Scott por la tarde, o me terminaría notando lo que me pasaba y no pararía hasta obtener las explicaciones a las que él se creía con derecho, pero que no pudiera estar con mi hermano de tarde no significaba necesariamente que no pudiera estar bien presente en la comida. O todo lo que pudiera, al menos.
               Después de repartir besos a mamá y papá, aparté mis sentimientos a un lado con un poco de labor física. Me di cuenta de que me venía bien ponerme en movimiento, y que el nudo en mi estómago parecía cosa de agujetas prematuras más que de mi nerviosismo y malestar. Extendí el mantel, puse los platos, coloqué los cubiertos detrás de Shasha mientras Scott, papá y mamá se cambiaban en el piso de arriba, y ayudé a Duna a llenar la jarra con el agua fría de la nevera. Papá fue el primero en regresar para ayudarnos a pasar la comida de los recipientes de aluminio a las fuentes de cerámica que usábamos para servirnos, y le dediqué una sonrisa que pareció pasar por sincera cuando me anunció que habían pedido una ración extra de salsa sólo para que pudiera mojar en ella todo el pan que me diera la gana.
               -Incluso hemos cogido bollitos de la que veníamos-dijo papá, y yo sonreí y le di un beso en la mejilla. Su barba me pinchó como jamás lo había hecho la de Alec, que nunca dejaba que le creciera tanto a pesar de que me gustaba muchísimo cuando me rascaba al comerme el coño. La mezcla de molestia y placer era perfecta esas veces, y cuando me pregunté si se estaría afeitando o si Perséfone habría disfrutado también de su barba como lo había hecho yo, casi rompo una de las fuentes de tanto ímpetu con que la solté sobre la mesa.
               -Se me ha resbalado-me excusé cuando todos se me quedaron mirando, y me retiré a la cocina en busca del servilletero. Shasha vino detrás de mí con la excusa de que le apetecía tomar zumo.
               -Y, además, he cogido un vaso sucio.
               Estiré la mano para hacerme con el servilletero y Shasha me puso la suya en la muñeca.
               -Le he dicho a Duna que no debe decir nada de que te ha llamado Alec.
               -¿Y eso por qué?-pregunté con tono de indiferencia. Una indiferencia que, desde luego, no sentía. Ahora mismo el nombre de Alec me producía todas las emociones de la rueda, si es que dicha rueda siquiera existía.
                -Porque no quiero que te pregunten por él y te pongas a llorar otra vez.
               -Ya he terminado de llorar por él-sentencié. En aquel momento lo decía en serio. O supongo que no había especificado que no iba a volver a llorar por Alec bajo nuestro techo. Que consiguiera seguir así hasta por la noche me sorprendería; es más, ni siquiera apostaba por mí.
                Shasha se retiró un poco hacia atrás, evaluándome, viendo a través de mi cambio de actitud. Tenía que ponerme una máscara para estar en casa y que nadie sospechara lo que había pasado, y tenía más experiencia escondiendo mis sentimientos cuando estaba enfadada que cuando estaba triste. Era una chica de carácter: sabía ser amable incluso cuando sentía rabia.
               Lo que no sabía era sonreír estando triste. En ese sentido era completamente transparente.
               -Entonces, ¿puedo empezar yo?-respondió, y aunque lo hizo en tono irónico, pude escuchar perfectamente la parte de ella que estaba ansiosa porque le permitiera desahogarse conmigo. Queríamos a Alec de maneras distintas, y si bien la mía era más profunda e intensa, eso no quería decir que él no hubiera decepcionado a Shasha también. Ella estaría buscando su propio punto de apoyo mientras trataba de ofrecerme mi mano para evitar que me cayera al vacío.
               Todo esto era horrible, y ninguna de las dos sabía cómo proceder. Exhalé un gemido y me incliné a darle un beso en la cabeza, notando que parte de la rabia se disipaba, lo cual era tremendamente peligroso para mí en ese momento. Sólo sentía tristeza al comprender, puede que mejor que nadie, por lo que estaba pasando también Shasha. Alec había sido el primero en decirme que tenía derecho a sentir ciertas cosas de mí misma que ni siquiera yo me permitía sentir cuando habíamos hablado de mi adopción, así que podía imaginarme qué era lo que Shasha temía si al final las cosas entre él y yo no se arreglaban.
               Tenía que encontrar la forma de arreglarlas, ahora también por ella, pero no tenía ni idea de cómo iba a hacerlo sin poner en peligro el futuro que ahora mismo pendía de un hilo. Me daba la sensación de que si decía en casa lo que había pasado, mis padres se empecinarían en que tenía que respetarme a mí misma y cerrarme en banda con Alec ahora que todavía estaba a tiempo y que me resultaría más fácil, pues no había mejor manera de no pensar en alguien que tenerlo a seis mil kilómetros. Sólo tenía que cuidar de mí. No me lo encontraría sin querer por ninguna esquina, ni coincidiríamos en ningún lugar de tránsito que los londinenses frecuentáramos como nos había pasado en Camden. Era libre de pasar página si así lo deseaba ahora, de modo que tenía que aprovechar la oportunidad.
               Sabía de sobra lo que me dirían mis padres igual que sabía de sobra lo que me dirían Scott o mis amigas: que tenía que dejar a Alec. Sobre todo, mis amigas me insistirían en que si no castigaba a Alec por lo que me había hecho, lo volvería a hacer. Me estaba tomando la medida y yo no debía dejar que creyera que podía hacer lo que le diera la gana, hacerme daño y que eso no tuviera consecuencias.
               Estaba sola. Me había aislado de mi entorno alejándose de mí y quitándome la perspectiva que subirme a sus hombros me daba. Pero, al menos, tenía a Shasha.
               Me abracé a mi hermana y decidí interpretar el papel de mi vida en la comida, ya que no sólo me cuidaba a mí, sino también a ella. Y puede que yo estuviera dispuesta a inmolarme sin pensar en las consecuencias, pero me gustaba considerarme una buena hermana mayor. Las buenas hermanas mayores no ponían en peligro a las pequeñas ni las dejaban en la estacada.
               -No necesitas mi permiso para sentir lo que desees, Shash-dije contra su sien, dándole un nuevo beso y luego apartándome de ella. Le lancé una mirada que esperaba que le infundiera valor, y, con el servilletero en las manos, me volví hacia el comedor, donde Duna ya estaba sentada y alborotando junto a Scott, que no desaprovechaba la oportunidad de comérsela a besos.
               -¿Me vas a echar de menos?
               -¡Sí!
               -¿Cuánto?
               -¡Mucho! ¡Mucho, mucho!
               -Pues yo a ti nada-Scott le sacó la lengua y Duna se puso de morros.
               -¡Mennnnnnnnnnntira cochina!
               -¡Nada, nada, nada, nada!-repitió Scott, que la cogió en brazos y la sentó en su regazo, y Duna se puso a chillar de la emoción. Me pregunté qué opinaría la chiquilla si le explicaba lo que había pasado con Alec. Si ella también tendría ganas de llorar o se encogería de hombros y soltaría alguna perlita inesperada de las suyas, como “lo veníamos sabiendo, sobre todo porque a me los pone contigo”.
               De nuevo la voz en mi cabeza diciéndome que mi Alec no podía haberse besado con Perséfone. Alguien que despertaba sentimientos así de puros y positivos entre la gente que lo conocía era incapaz de hacerles daño.
               Entonces, ¿por qué supuraba mi pecho?
               Scott separó las piernas un poco más, dejó que Duna se sentara con el costado pegado a su pecho, y le rodeó la espalda con un brazo. La pequeña de la casa miró a mamá con la súplica en la mirada, pero mamá se hizo la loca y no les devolvió la mirada a ninguno de los dos.
               Se me rompió un poco el alma al ver cómo Scott se aferraba a la niña. Alec también iba a quitarme eso: Scott tenía tantas ganas de estar conmigo como yo de estar con él, pero debía huir de mi hermano si quería que fuera libre y se ocupara de sus labores.
                -Voy a comer aquí-proclamó Duna con orgullo, y no se me escapó la mirada desafiante que me lanzó, recordando épocas en las que todas nos peleábamos por las atenciones de Scott.
               O sea, hace como una hora.
               -De eso nada. Tu hermano tiene que descansar, Duna-ordenó mamá-. Tiene muchísimo trabajo y está reventado.
               -¿De hacer el tonto a todas horas? Lleva así 18 años-pinchó Shasha, y Scott le enseñó el dedo corazón.
               -Deja a Dun, mamá. Estoy bien. No me importa, de verdad.
               -¡Oleeeee!-clamó Duna, que había adoptado la expresión de Alec, que la había hecho suya ese verano, cuando por fin Tommy consiguió hacerle entender para qué la usaban en España-. Por fin soy la preferida de algún hombre-espetó la enana, y ya me miró con un desafío abierto en los ojos, como diciendo “quítame a éste también, si te atreves”.
               -¿Qué tal las entrevistas?-preguntó Shasha, cogiendo un pan de ajo y un poco de salsa picante que se echó en el plato. Scott puso los ojos en blanco.
               -Un coñazo-dijo, y papá sonrió.
               -La vida de la estrella del pop es tediosa cuando no estás en el escenario, ¿eh?
               -¿Por fin admites, entonces, que hacías pop, papá?-lo pinchó Scott.
               -¿Has tenido ya la entrevista de Buzzfeed con cachorritos?-quiso saber Duna, mirando a Scott con una adoración que se reservaba sólo para Alec. Bueno, puede que alguien sobreviviera si yo no encontraba la manera de perdonar a Alec. Scott bien podía recuperar el lugar que el Chico Blanco Del Mes le había quitado hacía tiempo, y que le pertenecía por derecho.
               -Eh… no, aún no. Pero cruzamos los dedos.
               -Jo. ¿Y has hecho ya la entrevista de las alitas picantes?
               -Tampoco. Aunque creo que ésa la hacen en Estados Unidos-miró a papá, que se encogió de hombros.
               -Vaya mierda.
               -Duna-advirtió mamá.
               -Pero hemos hecho una entrevista chulísima en la que me han preguntado cosas súper raras, como qué tipo de animal seríamos si no fuéramos humanos o con qué mueble nos identificamos más.
               -¿Y qué mueble has dicho tú?-preguntó Shasha.
               -Un sofá en L.
               -¿¡Un sofá!? ¿¡En serio!?
               -¡Un sofá en L! ¡No es lo mismo que un sofá normal! ¡Es más señorial!
               -¡Es horrible! ¡Pienso hundir las estadísticas de ese vídeo en cuanto lo publiquen!
               -¡Vaya que si lo harás! ¡Pero no va a ser por mi culpa! Tommy dijo que con una esterilla de yoga. Una puta esterilla de yoga-Scott sacudió la cabeza, pinchando con rabia un pedazo de gamba del arroz que habían traído en un recipiente.
               -Es más original que un sofá.
               -¡Una esterilla de yoga ni siquiera es un mueble!
               -A mí me gustaría ser un perchero-soltó Duna, sonriente.
               -Eso es más normal que una esterilla de yoga. Y es un mueble.
               -Ugh. Definitivamente sois hermanos. Debisteis de salir del mismo ovario, porque sois igual de aburridos.
               -¿Qué serías tú, tía lista?
               -Un robot aspirador-proclamó Shasha con orgullo.
               -¿PERDÓN?
               -¡Son geniales! Hacen lo que les da la gana, nadie les molesta y tienen inteligencia propia para ir esquivando los muebles. Son perfectos. Nadie se sienta en ellos a tirarse pedos como un loco ni a llenarlos de babas durante la siesta. Sí, señor. Un robot aspirador sería mi respuesta final.
               -¡Pero si eso que no es un mueble!-ladró Scott.
               -Sí que es un mueble. Se mueve. Díselo, mamá.
               -Jurídicamente hablando…-empezó mamá, y Scott gimió sonoramente.
               -Guay, mamá. Literalmente me voy de casa en unos días y ya estás poniendo en duda mi credibilidad con mis hermanas. Esto debe de ser un nuevo récord. ¿Seguro que no quieres ponerte de mi parte? Soy el que te conoce de hace más tiempo y también el que va a estar más expuesto. Podría besarte el culo en prime time si quisiera-Scott le dedicó una sonrisa amplísima a mamá, que se echó a reír y respondió:
               -Tú ya te fuiste de casa hace unos meses. Ahora la de la posición privilegiada es Sabrae.
               Toda la mesa se volvió para mirarme y, aunque a mí no me parecía que yo tuviera una posición muy privilegiada, me obligué a sonreír.
               -Supongo que cada uno cosecha lo que siembra, S-comenté, dando un sorbo de mi agua. Tenía pollo en el plato que llevaba paseando de un lado a otro desde que habían empezado a hablar. No encontraba el momento de metérmelo en la boca y comprobar si el nudo de mi estómago me permitiría comer o tendría que hacer el paripé mareando el pollo de un lado a otro, como si fuera un pato.
               La verdad es que podría haber elegido una frase un pelín menos profética, porque apenas la pronuncié ya volví a pensar en Alec. Era casi una sentencia de muerte, lo que acababa de firmar: estaba claro lo que tenía que hacer con él.
               Pero no quería. Por Dios bendito, herida supurante y todo, yo no quería. Era incapaz de pensar en mi vida sin Alec ahora que ya había hecho planes de futuro con él. ¿Era por esto, precisamente, por lo que me había negado en un primer momento a acceder a salir con él de manera formal? ¿Para protegerme de las ilusiones que luego me destrozarían y me cortarían con todas sus aristas?
               ¿Para no concederle hasta el último ápice de mi confianza y de mi amor por mí misma y que él pudiera hacer con ellos lo que quisiera? ¿O para seguir con la ilusión de que yo estaría entera incluso sin él?
               Me obligué a masticar un trozo de pollo mientras reflexionaba sobre eso de nuevo, mi familia continuando con las bromas como en una comida normal en la que estuviéramos participando todos. Sería una falta de respeto hacia mí misma. Sabía lo que tenía que hacer. Sabía las reacciones que despertaría la noticia. No la estaría ocultando de no ser así.
               Y sin embargo, me sentía incapaz de pronunciar esas palabras. Como una víctima de un crimen atroz, el decirlo en voz alta sólo haría que todo se hiciera todavía más real. La confesión de Alec estaba entre nosotros dos y nadie más; Shasha no conocía los detalles, y dudaba que nadie más que Perséfone supiera lo que había pasado en Etiopía, incluso aunque Alec compartiera cabaña con otro chico al que yo no conocía.
               Bueno, eso era poco probable. Seguro que Alec y su compañero de cabaña eran ya bastante amigos; a fin de cuentas, le había hecho de sombra y dormían juntos, así que no harían demasiadas cosas separadas, y Alec no era precisamente discreto. Claro que tampoco me lo imaginaba aireando sus trapos sucios a los cuatro vientos, sobre todo si también me involucraban a mí y me causaban dolor.
               Me pregunté si le habría hablado de mí. Si le habría contado las promesas que me había hecho y que había roto. Me pregunté si le habría enseñado fotos mías y el chico le habría dicho que yo era guapa, y, de ser así, si habría dicho que Perséfone lo era más o menos que yo. Me pregunté si le habría echado la bronca o le habría jaleado por hacer lo que todos los demás, por no dejar que un amor intenso pero lejano le atara las alas a la espalda. Me pregunté si el italiano sería de los que entendían el amor como una promesa entre dos armas cuyos colores se mezclaban hasta conseguir uno nuevo y más bonito, como el rosa y el azul se entremezclaban para hacer el lavanda, o si, por el contrario, lo vería como un efecto secundario del placer que nos producía el sexo. Si era el síntoma al que nos arriesgábamos de una enfermedad que todos estábamos ansiosos por contraer.
               Se me cerró el estómago y me dieron ganas de llorar. En lo único en que podía pensar era en todas las maneras posibles en que Alec podía haberla cagado y no habría pasado absolutamente nada. Podría haberse tirado a todas las tías del voluntariado nada más llegar. Podría haber dejado embarazada a alguna y yo seguiría tan pichi. Le había dado permiso para eso.
               No le había dado permiso para besar a Perséfone.
               Y había besado a Perséfone.
               Pero tampoco se lo había prohibido.
               No lo creía necesario.
               ¿Era culpa mía no habérselo dicho expresamente?
               Sé que Perséfone estaba fuera de límites y que no era para esto para lo que me diste libertad, me había dicho él durante la llamada de teléfono. No, él también sabía que lo había hecho mal: por eso no me había dicho nada.
               Entonces, ¿por qué cojones había cruzado la única línea roja que había entre nosotros? ¿Cómo podía haber sido tan jodidamente imbécil? Sus tendencias autodestructivas nunca me habían salpicado a mí. Siempre habían sido contra él y nada más. De hecho, yo siempre había actuado como un paracaídas cuando se arrojaba al vacío o como un amortiguador cuando él explotaba. Le había parado ataques de ansiedad. ¿De verdad pensaba que yo no tenía límites?
               -¿Te encuentras bien, cielo?-preguntó mamá, que se había dado cuenta de que no había tocado mi plato. Asentí con la cabeza, viendo en su pregunta la excusa perfecta para dejar de hacer el paripé.
               -Es que… estoy un poco revuelta. No quería deciros nada para que no os preocuparais, y me siento fatal porque habéis cogido mi comida preferida, pero… la verdad es que no la estoy disfrutando mucho.
               -¿Habrás tomado algo que te ha sentado mal?-preguntó papá. Sí, me habría gustado decirle, una dosis de verdad edulcorada con cianuro que no ha servido para matarme.
               -Es por la regla.
               -Vaya por Dios. ¿No se te está quitando aún?
               Negué con la cabeza.
               -Debe de ser por el disgusto-dijo mamá. Me di cuenta del silencio sepulcral en el que se había sumido Shasha, jugueteando con un trocito de cerdo picante.
               -Mm-mm-asentí.
               -Alec estará de vuelta en un pispás, ya verás. Ahora lo estáis pasando mal, pero enseguida estaréis juntos de nuevo, y os reiréis de la situación.
               -No me imagino riéndome de esto por mucho tiempo que pase, mamá, pero gracias por el consuelo-musité. Desmenucé un poco del pan dulce y me lo metí en la boca. Me obligué a masticarlo hasta que me pareció que podría pasar por mi esófago cerrado, y por suerte o por desgracia, sobreviví a la operación.
               Tuve que aguantar con estoicismo la preocupación de los ojos de mamá fijos en mí, analizando cada uno de mis movimientos. Me llegué a temer lo peor: que me acorralara y me preguntara qué me ocurría, consiguiendo que me desmoronara y le confesara todo lo que había pasado. Y entonces no me dejaría opción. Sabía que mamá me diría que la tenía, pero no era cierto. Ella jamás se había visto en mi posición, y de ser así, me habría dicho lo que todo el mundo: que si lo había hecho una vez, lo volvería a hacer. Que ya no podía fiarme de él. Que debía respetarme a mí misma. Ella no sabía como yo sí que respetarme a mí misma pasaba por querer a Alec. No iba a dejar de hacerlo me hiciera lo que me hiciera, y ya había vivido alejada de él y queriéndolo durante meses; no estaba dispuesta a reiniciar la cuenta y que pasaran a ser años.
               Sabía que lo correcto era hacer borrón y cuenta nueva. Pero yo no quería lo correcto. Me convertiría en una forajida gustosa si eso suponía seguir como hasta ahora. Que Alec me hubiera quitado la venda sin querer no quería decir que yo tuviera que seguir viendo: podía volver a ponérmela y seguir en mi mundo de fantasía. Yo quería mi mundo de fantasía.
               O eso creía yo. No sé. Estaba hecha un lío. Le había pedido tiempo para pensar a Alec porque de verdad necesitaba pensar. Sopesar las posibilidades, y… que me dejaran tranquila, en silencio; bastante griterío había ya en mi cabeza.
               Por suerte, cuando tomamos el postre, del que yo apenas probé un par de cucharadas antes de dárselo a Shasha para que ella se lo terminara por mí, papá y mamá se levantaron de la mesa y dijeron que se ocupaban de los platos. Sabía de sobra que lo que querían era un tiempo a solas para discutir mi situación, pero yo no estaba de humor para tratar de convencerlos de que estaba bien. Así que me levanté, recogí mis cosas, las llevé a la cocina y luego empecé a subir las escaleras. Cogería el móvil, me metería bajo las sábanas y me dedicaría a mirar los videomensajes que Alec y yo habíamos intercambiado a lo largo de los meses para seguir torturándome y descubrir si era capaz de cambiar de opinión. Sabía que esto era malsano y que debería cuidar de mí antes que de él, pero cuando tu felicidad se convierte en una sola persona, corres el peligro de volverte adicta a ella y no ser capaz de mirar hacia el futuro si crees que ya no va a estar allí. Nadie  clava los ojos en el cielo si no ve estrellas. Nadie otea el horizonte si está tierra adentro. No miras el callejero de una ciudad que jamás vas a visitar.
               Cuando salí del baño de lavarme los dientes, me encontré con que Scott estaba esperándome de nuevo. Se había apoyado en el pasillo de forma que me impedía acceder a mi habitación.
               -Sé que te pasa algo-dijo sin miramientos, la perspicacia de los años tratando de engañar a nuestros padres brillando en esos ojos que valían millones y millones. Era raro que mi hermano ahora fuera el objeto de deseo de millones de mujeres (y algunos hombres también) y que, a pesar de que yo había encabezado la lista de gente que lo adoraba incluso cuando esa lista se reducía a cuatro personas, ahora no me apeteciera verle. Debería estar disfrutándolo mientras pudiera, aprovechando cada instante con él… y lo que hacía era rehuirlo.
               -Estoy revuelta, eso es todo.
               -Ajám-repitió Scott-. Sí, eso ya lo has dicho. Aunque no lo suficiente para no irte a la piscina con tus amigas-atacó, poniendo los ojos en blanco. Suspiré trágicamente.
               -Ya te he dicho que a Amoke le han tocado por Instagram unas entradas para una fiesta y no podemos perdérnosla.
               -¿No había sido a Kendra?-preguntó, alzando una ceja. Noté que me subía todo el color a las mejillas. Mierda.
               -Eh… sí. A Kendra y a Amoke. A las dos. Por eso vamos las cuatro.
               -Mm. ¿Ellas también se han duchado para ir a la piscina?-preguntó, después de asentir con la cabeza y mirar al suelo. Sus ojos volvieron a clavarse en mí y yo sentí que el suelo bajo mis pies desaparecía-. ¿O eso lo has hecho sólo tú?
               -Estaba… yo… ¿qué es esto? ¿He matado a alguien? ¿Llamo a mamá para que esté presente durante el interrogatorio?
               -Es gracioso que menciones a mamá, porque sabes de sobra que todos lo hemos notado pero ni ella ni papá van a decirte nada porque quieren darte tu espacio. Pero yo no tengo por qué darte espacio, Sabrae. Soy tu puto hermano mayor. Literalmente te puse tu nombre. Mi obligación es cuidarte y protegerte, no dejar de molestarte para que acudas a mí cuando estés preparada. Eso es cosa suya. Pero no creas que ninguno de nosotros se ha tragado tu numerito de las náuseas. Actúas de pena. Suerte que en esta familia no nos da por el intrusismo laboral como pasa en casa de Diana, o estarías jodida, amiga.
               Se inclinó hacia mí, protector y puede que un poco posesivo. Alec le había quitado el derecho a defenderme cuando todos estábamos juntos, pero con mi ¿novio?, lejos de casa, había reclamado más que gustoso ese privilegio que nunca debería haber perdido.
               -Puedes contarnos lo que sea. A mí, sobre todo. Sabes que yo no le voy con el cuento de lo que me dices a papá o a mamá. No tienes por qué llevar tu carga tú sola.
               Me acarició la mejilla y casi, casi me convence. Parecía tan comprensivo, tan bueno, tan abierto a ayudarme, que por un momento estuve a punto de decirle lo que me pasaba.
               Luego me di cuenta de que no podía. Sabía de sobra lo que Scott me diría: no había tomado partido cuando yo empecé con Alec porque estaba en la misma situación que Tommy con él y Eleanor, pero todos sabíamos el historial que tenía cada uno y las tendencias de un lado y de otro. Su obligación era cuidarme, exacto. Y cuidarme pasaba por decirme las verdades a la cara, incluso si no me gustaban; sobre todo, si eran sobre sus amigos, a los que podía llegar a conocer mejor que yo. Él había vivido lo que Alec me había hecho una y mil veces, había visto a mi ¿todavía novio?, coquetear con tías y enrollarse con unas y con otras sin rendir cuentas ante nadie, anotando números en una lista imaginaria como si cada vez que entraba en el interior de una chica fuera un triunfo que se merecía pasar a la posteridad.
               No me había dicho que me merecía algo mejor que Alec por respeto a su amigo y a mis sentimientos por él… pero me lo diría si le contaba lo que había pasado.
               No me perdonarás si le perdono, así que no puedes enterarte, me habría gustado decirle. En su lugar, le dediqué mi mejor mirada desafiante y repetí:
               -Te he dicho que no me pasa nada.
               Me escabullí por debajo de su brazo y conseguí entrar en mi habitación. Me volví sobre mis talones y agarré la puerta con firmeza. Odiándome por lo que iba a hacer pero sabiendo que era la única manera de que Scott viviera su vida, me metí en el papel de hija de puta del año.
               -Escucha, sé que te fastidia que no vaya a pasar tus últimos días en casa contigo, pero fuiste tú el que se apuntó a ese estúpido concurso en primer lugar. Yo no puedo parar mi vida por ti. Tú no lo hiciste por mí, Scott. Sí que puedo ir a algún concierto tuyo si me lo pides, pero bastante he desatendido ya a mis amigas por estar con mi novio-la palabra ardió en mi lengua, pero me obligué a continuar-, como para ahora pasar de hacer planes con ellas por estar con mi hermano. Sobrevivirás a una tarde sin mí. Tampoco es como si me fuera al polo norte. O a Etiopía-escupí con rabia.
               -No es por…-empezó Scott, pero le cerré la puerta en las narices y me apoyé en ella por si intentaba abrirla. No lo hizo-. Sabrae-dijo, al otro lado-. Sabrae-repitió con tristeza, y a mí se me llenaron los ojos de lágrimas. Mira lo que me estás haciendo hacer, Alec.
               Cuando escuché la voz triste de Scott al otro lado de la puerta fue cuando empecé a preguntarme, por primera vez, si todo lo que estaba haciendo merecía la pena.
               -No me eches antes de que me vaya, Saab-me pidió Scott con tristeza y con un hilo de voz. Escuché cómo ponía la mano en la puerta y la acariciaba suavemente. Aunque no podía verlo, sí podía imaginármelo: la frente apoyada en la puerta, la respiración condensándose en la pintura sobre la madera.
               Me eché a llorar.
               -Chiquitina…
               A llorar fuerte. Me tapé la boca con la mano para que Scott no me escuchara sollozar, porque entonces que echaría la puerta abajo. Me deslicé por la puerta hasta quedar sentada con la espalda pegada a ella, y tras unos minutos, Scott se marchó a disfrutar de las hermanas que todavía le consideraban una prioridad. Yo lloré y lloré y lloré, hecha puré, hecha polvo, hecha nada, mientras empezaba a odiar a Alec por hacerme quererlo hasta el punto de que estaba dispuesta a sacrificar a Scott por salvarlo a él. Yo no era así. No podía ser así. Scott me había puesto mi nombre. Scott me había encontrado. Scott me había dado la vida que yo tenía ahora. Él jamás me habría dado la espalda como yo acababa de dársela a él.
               ¿Y si lo estaba exagerando todo? ¿Y si esto no era más que un enorme y peligrosísimo malentendido? ¿Y si mi instinto estaba en lo cierto y Alec no era capaz de hacerme algo así, y no me lo había hecho? ¿Y si era la parte mala e insegura de mí la que estaba tomando el control ahora? ¿De verdad era tan malo hacerse la tonta, o pensar bien de mi novio? ¿Era hacerse la tonta confiar en él, o seguir mi primera intuición cuando había creído que era una broma? De eso iba la confianza, después de todo: de darle a alguien un cuchillo con el que hacerte daño y confiar en que no lo haría, y en aceptar sus disculpas si sucedía, y creer que no lo haría de nuevo una vez más.
               Ya ni siquiera sabía qué pensar. No sabía si era sabio creer en alguien humano, que metía la pata y te lo decía, o desconfiar precisamente de esa humanidad. No podía vivir protegiéndome siempre, pero tampoco podía vivir alejándome de quienes más me querían para tratar de conseguir un poco de distancia.
               Estaba hecha un lío, y los métodos a los que acudía normalmente no podían ayudarme esta vez, pues eran parte del problema: Alec, Scott, mi madre, mis amigas. Estaba encerrada en una caja de barrotes que ni siquiera eran de oro, sino de hierro oxidado, y que se iban cerrando poco a poco hasta amenazar con asfixiarme. Lo peor de todo era que entre ellos aún había habido hueco para que yo pudiera escaparme hasta hacía unos minutos, pero ahora… ahora sólo podía pensar cómo salir de allí.
               Hecha un auténtico manojo de nervios, me arrastré hasta mi mesita de noche y cogí mi móvil. Le escribí un mensaje a Shasha pidiéndole que se ocupara de ir hoy a ver a Josh, ya que yo no me veía con fuerzas, y me disculpara por haberle chafado la tarde de hermanos con Scott.

No pasa nada, Saab. No es culpa tuya. Lo entiendo perfectamente. ¿Qué vas a hacer?

Necesito estar sola. Creo que me voy a ir a casa de Alec para poder pensar.

Vale. Avísame si necesitas algo. ❤❤❤❤

Sí, gracias, hermanita. Te quiero mucho, mucho, mucho

Yo también a ti

❤❤❤❤❤❤❤❤❤❤❤❤

               Me levanté a duras penas, me preparé una mochila en la que ni siquiera me molesté en meter el bikini para disimular, y cogí las llaves de casa de Alec. Las dejé al fondo de la mochila y bajé las escaleras como un alma en pena, bamboleándome de un lado a otro, sintiendo que los escalones bailaban bajo mis pies, tratando de lanzarme escaleras abajo. A la casa entera le había ofendido hasta sus cimientos cómo había tratado a Scott. Otra cosa más que añadir a mi lista de lamentaciones.
               Me asomé al salón y agité la mano encima de mi cabeza para despedirme de ellos. Me obligué a fijarme en Scott, en lo triste que parecía a pesar de que me devolvió la despedida con un amago de sonrisa que, por descontado, no le subió a los ojos.
               Esa mirada iba a perseguirme toda la vida. Lo supe nada más verla. Y con ella me castigué en cuanto entré en casa de los Whitelaw, preguntándome si no habría cometido el error más grave no callándome lo de Alec, sino alejando a Scott de mí.
               Porque con un novio siempre puedes volver.
               Con un hermano, no.
                
 
Era el momento. No podía posponerlo por más tiempo. Si no me levantaba ahora y seguía bebiendo, llegaría al punto en que ya no sería capaz de levantarme y la noche se escurriría entre mis dedos como la graduación de un curso particularmente difícil. Todo estaba a favor, como si el universo estuviera tratando de eliminar las reticencias que me quedaban: las bebidas (que Jordan no nos cobraba) estaban buenísimas, bien cargadas y ardientes en mi garganta; la pista tenía suficiente gente como para que no me diera vergüenza desinhibirme, pero no la bastante como para sentirme agobiada, y la música, atronadora en los altavoces, me vibraba por dentro y parecía presionarme la herida del pecho de manera que ésta dejara de sangrar durante un rato. Mis pies querían bailar para olvidar. Mis manos querían bailar para olvidar. Mis caderas querían bailar para olvidar. Mis brazos, mi cintura, mi pecho, mi pelo; todo mi cuerpo quería bailar para olvidar lo que me había pasado y lo que estaba a punto de hacer.
               Mi mente estaba ansiosa por desconectarse y que pasara lo que tuviera que pasar.
               Había tomado esa decisión después de quedarme sin lágrimas en casa de Alec. Había llegado trastabillando a la puerta, la había cerrado, había apartado el correo basura a un lado y me había derrumbado en el mismo recibidor que tan feliz me había hecho hacía unos días. Me parecía mentira haber regresado al mismo sitio en el que había sido tan feliz y me había sentido tan completa hacía escasos días y que ahora todo fuera tan distinto para mí, pero la soledad había sido la compañera de duelo que yo necesitaba. Me había arropado, me había dado espacio y me había cuidado mientras yo me comía la cabeza, desgranaba cada inflexión en la voz de Alec y analizaba cada sílaba de lo que me había dicho hasta llegar a la conclusión de lo que tenía que hacer y del valor que debía darle a las palabras de Alec. Puede que él hubiera exagerado o puede que hubiera sido sincero, puede que hubieran pasado más cosas que no quisiera contarme para protegerme a mí o protegerse él, pero fuera como fuese, estaba demasiado lejos como para que yo averiguara la auténtica verdad, así que no me quedaba otra que fiarme de su palabra y decidir si le perdonaba o no. Y, si decidía hacerlo, cómo lo haría.
               La solución me había encontrado hecha un ovillo en el sofá, llorando a moco tendido mientras leía y leía y leía y releía la carta que me había mandado, en la que aún no había ni rastro de Perséfone y todo era precioso y perfecto. Cuando se presentó ante mí me había quedado parada, incapaz de mover más que el pecho al respirar, como cuando estás leyendo un libro en el que el protagonista se encuentra frente a frente con el asesino, que se desenmascara a sí mismo ante la ineptitud del detective, al que le queda todo grande. Armada con un nuevo propósito y propulsada por esa solución, había cogido mi móvil, había improvisado un plan con mis amigas para esa misma noche, y había corrido de vuelta a mi casa dispuesta a asaltar mi armario y mi neceser.
               Me había puesto más guapa de lo que me lo había puesto en mi vida. Había elegido la ropa a conciencia, cogiendo el top más ajustado y escueto y la minifalda más corta que tenía en el armario, agradeciendo a los cielos que el tiempo acompañara. Iba a enseñar más de lo que había enseñado en mi vida; iba prácticamente desnuda, y así me habían tomado el pelo las chicas cuando me habían visto aparecer con mi top dorado (qué ironía) anudado al cuello y a la espalda y la minifalda azul con brillos en tonos rosa que se ajustaba en el muslo y que sólo me permitía llevar un tanga de hilo. Ésa era la única ropa interior que llevaba, y las chicas me hicieron saber que se habían dado cuenta cuando, ataviadas con atuendos atrevidos pero muchísimo más modestos que el mío, me habían dicho que si pensaba que, cuanta menos ropa llevara de fiesta, menos tiempo estaría Alec fuera.
               -¿Crees que Alec puede sentir cuánta piel llevas al descubierto y así volverá antes?-se había burlado Momo. Ninguna de las tres sabía lo que había pasado esa mañana, y yo no tenía intención de decírselo hasta que no llevara a cabo mi maligno plan.
               Y ahora, sentada con las piernas cruzadas, las luces empezando a brillar con más intensidad y el mundo girando un poco más despacio, los chicos un poco más guapos y un poco más altos que hacía unos minutos, había llegado el momento de poner en marcha mi maligno plan. ¿En qué consistía? Muy sencillo.
               Hecha un ovillo lloroso en casa de Alec, me había dado cuenta de que a mí siempre me había dado igual que la gente pudiera juzgarme. Era una joven mujer negra, musulmana y bisexual: mi sola existencia ya era toda una declaración de intenciones, y desafiaba a la sociedad simplemente por respirar. Así que no me preocupaba lo que los demás dijeran de mí, lo que mis amigas o mi familia dijeran de las decisiones que yo tomara.
               Si estaba buscando la manera de justificarme ante el mundo por perdonar a Alec era porque yo no sólo necesitaba el permiso de los demás para perdonarlo, sino el mío propio. La primera persona a la que tenía que convencer de que Alec se merecía que lo perdonaran por lo que había hecho era yo. Si estaba tan dolida y tan confusa era porque esa parte de mí que lo había odiado durante años por no conocerlo había resurgido y se había hecho con el altavoz para chillar que no lo había odiado por no conocerlo, sino que lo había odiado porque lo conocía. Había desconfiado de él en diciembre porque sabía que pasaría esto.
               Tenía que sorprenderme a mí misma llegando más lejos que Alec. Tenía que odiarme más de lo que odiaba a Alec en ese momento. Sólo así podría perdonarlo y podría seguir adelante con él.
               Y la única manera de odiarme más a mí misma era haciéndole a Alec lo mismo que él me había hecho a mí.
               Tenía que follarme a otro chico.
               Lo ideal sería volver a follarme a Hugo, pero le quería demasiado como para meterlo en este lío. No sería justo para él: ya me había acostado con él mientras pensaba en Alec una vez, y no pensaba repetirlo.
               Además, esto era diferente. No estaba sucumbiendo a un deseo de una noche loca en la que echara mucho de menos a mi novio y me apeteciera recordar lo que es tener a un chico entre mis piernas, un cuerpo masculino y fuerte encima de mí, una respiración acelerada lamiéndome el cuello. Alec me había dado permiso para hacer lo que me apeteciera con quien me apeteciera, y ahí radicaba, precisamente, el quid de la cuestión.
               No me apetecía follarme a nadie. Estaba jodidamente despechada. Quería darnos una lección, a él y a mí misma, de que podía hacerlo. Podía ser una cabrona con Alec si me lo proponía.
               Y si era una cabrona con Alec, me pondría por debajo de él y entonces sería él quien tendría que decidir si me perdonaba. Sólo si nos volvíamos tal para cual podríamos salir de esto. ¿Me gustaba el plan? No especialmente, sobre todo porque me conocía y sabía que no me apetecería acostarme con ningún chico sintiéndome como me sentía con Alec, así que tendría que emborracharme hasta perder el sentido y ponerme en manos de primer machito que pasara y rezar porque no me pegara una ETS o algo peor.
               Pero era la única opción que tenía, y que el plan no me gustara no hacía sino confirmar lo bien trazado que estaba. Iba a odiarme al día siguiente, que era precisamente lo que yo necesitaba.
               Así que ¡al lío! Había unos cuantos chicos lo suficientemente guapos como para atraer mi atención durante unos segundos: los que yo necesitaba para compararlos con Alec y descartarlos en seguida. Un par de chupitos ralentizarían mi radar, y luego todo iría sobre ruedas. Jamás pensé que diría esto, pero bendito patriarcado.
                Me puse de pie sobre mis sandalias de cuña (había estado en un tris de ponerme las botas de filigrana de oro que había usado en Nochevieja, pero me había echado atrás en el último momento porque me parecía pasarse dejar que me follara un tío aleatorio mientras las llevaba puestas cuando Alec aún no había podido estrenarlas) y le robé el chupito a Momo, que abrió los ojos como platos y se echó a reír.
               -¡Alguien viene de atravesar el desierto, al parecer!-se burló, y Taïssa, cuyas trenzas brillaban en la oscuridad, y Kendra se echaron a reír a carcajada limpia. Me limpié la boca con la mano, comprobando que el pintalabios no se pasaba a mi piel, y entonces, con los ojos puestos en la pista, dije:
               -Voy a bailar-me giré por fin para mirarlas-. Pase lo que pase y veáis lo que veáis esta noche, no me detengáis.
               Dejaron de reírse de repente. Momo frunció el ceño. Kendra miró a Momo. Taïssa las miró a ambas alternativamente.
               -Eh… ¿qué se supone que significa eso?
               -Significa que esta noche voy a echar un polvo—dije, mirando en derredor. Ya había despertado la atención de un par de chicos, que me miraban con descaro y se reían sin disimularlo. Se me encogió un poco el estómago, pero me obligué a apartar a un lado mis miedos. Los tíos eran posesivos cuando querían. Dudaba que accedieran a compartirme.
               Creo.
               Espero.
               Oh, mierda. A todos los efectos, yo era de Alec. Lo único mejor que follarme uno de ellos era que me follaran entre dos. Había tíos que le tenían muchísimas ganas a Alec: había levantado tantos ligues con sólo inclinarse en la barra de la discoteca de la forma correcta que el medio Londres que no llevaba faldas lo detestaba tanto como lo envidiaba. Tirarse a su novia era la manera perfecta de devolvérsela.
               Eso le haría mucho daño. Eso le haría más daño del que él me había hecho a mí. Vale, había encontrado un límite.
               Puse la mano encima de la mesa y me volví para mirar a mis amigas.
               -Y sólo quiero que intervengáis si veis que me voy con dos. ¿Queda claro?
               Las chicas me miraron con ojos como platos, atónitas. Estaba a punto de coger mi bolso y pirarme al centro de la pista cuando:
               -¿Es que estás mal de la puta cabeza?
               -¿Se te ha ido la olla, pava?
               -Haz el favor de sentarte-ordenó Taïssa.
               -No pienso sentarme. Voy a ir ahí y me voy a poner ciega y me voy a follar al primero que se me ponga por delante.
               -¿Y qué pasa con Alec?
               -¿Qué pasa con él?
               -Ems, ¿que sigue siendo tu novio, quizá?-preguntó Taïssa.
               -Salvo que tengas actualizaciones en tu estado civil que no hayas tenido el detalle de compartir con nosotras-añadió Momo, suspicaz.
               -Las actualizaciones en mi estado civil en cuestión: soy lo que viene siendo un caribú.
               -¿Ein?-dijo Kendra.
               -Que me han puesto los cuernos, joder.
               -¿Quién?-preguntó Taïssa, alucinada. Me dieron ganas de abofetearla.
               -David Guetta. ¿¡Quién coño va a ser, Taïssa!?
               -¿Cómo va a haberte puesto los cuernos Alec, Sabrae?-ladró Amoke-. ¡Lleva fuera una semana! ¿Has vuelto a intentar hacer una sesión de espiritismo por Youtube? Ya te dijimos que las alucinaciones de vidas pasadas no son más que productos de tu subconsciente.
               -Me lo ha dicho él.
               -¿Cuándo?-interrogó Kendra.
               -Esta mañana.
               -¿Cómo? ¿A través de una ouija? ¿O por señales de humo? Porque debe de haber hecho una hoguera inmensa si ha conseguido que las vieras desde tan lejos.
               -Me ha llamado por teléfono. Es una larga historia. Le gasté una broma en la carta que le envié diciendo que estaba preñada de él. No me miréis así. Sabéis que no lo estoy. A cambio, él decidió ser sincero conmigo y decirme que se había enrollado con Perséfone hace justo una semana. Puede que incluso estén celebrando el aniversario-dije con amargura, aunque sabía que estaba siendo cruel e injusta. Sonaba verdaderamente arrepentido, y sabía que no le tocaría ni un pelo más.
               El pobrecito estaría hecho mierda.
               -¿De qué me suena el nombre de Perséfone?-les preguntó Taïs a las otras dos.
               -Perséfone es…-empezó Momo.
               -… la zorra griega a la que se follaba cada verano en Mykonos. Ajá. Esa Perséfone. No podía haber escogido a otra-tomé aire y lo solté sonoramente-. Lo dicho. Me voy. No me detengáis pase lo que pase. Excepto si me voy con más de uno. Lo único que me falta para coronar este día de mierda es acabar en urgencias con un desgarro o algo así.
               -Haz el favor de tranquilizarte, Sabrae. Ven aquí, siéntate, y sé razonable.
               -¡No me voy a tranquilizar, Taïssa! ¡Ten cuidado no te dé un cabezazo y te empale con mi cornamenta de ñu!-grité-. ¡Y YA LO CREO QUE ME VOY A SENTAR! ¡ENCIMA DE UNA POLLA, LO VOY A HACER!
               -Es imposible que Alec te haya puesto los cuernos. Te ha preparado un calendario menstrual para que su mejor amigo te traiga bombones, joder. Tiene que haber algo más-dijo Momo, fulminándome con la mirada.
               -Esto no es física cuántica, Amoke. Es bastante evidente cuando le pones los cuernos a  tu novia. Y no lo dices a la ligera.
               Taïssa y Kendra empezaron a protestar, pero Momo extendió la mano y éstas se callaron.
               -No esperarás en serio que nos sentemos a ver cómo te vendes como un trozo de carne al mejor postor, ¿eh?
               -Si te sirve de consuelo, ni siquiera voy a venderme al mejor postor.
               -Sabrae…
               -No me sermonees. Por favor, no me sermonees-jadeé-. He tenido que pelearme con Scott para poder pensar. Necesito hacer esto.
               -¿Para devolvérsela? ¿Sabes la cantidad de cosas que te pueden pasar? ¿Los sitios a los que te pueden llevar?
               -No tengo intención de irme de este local.
               -Eso lo dices ahora que todavía puedes andar por ti misma.
               -Pues si tanto os preocupa mi seguridad… poneos a la puerta y aseguraos de que no me lleva nadie a ningún sitio.
               -Vamos a decírselo a tu hermano.
               -Como si se lo decís a mis padres. Me da exactamente igual. Lo voy a hacer y no hay nada que podáis hacer para detenerme. Así que podéis quedaros aquí y cuidar de que no me vaya a ningún sitio fuera de la discoteca, o podéis haceros las dignas y conseguir que me pire a otro sitio yo sola. Vosotras mismas.
               Odiaba estar tratándolas así. Lo odiaba, lo odiaba, lo odiaba, lo odiaba. Era una completa y absoluta imbécil. Supongo que ya había empezado a descender a esa locura a la que tenía que llegar para poder salir de ésta.
               Taïs, Momo y Ken intercambiaron una mirada larga y profunda, una mirada por cuyo final yo esperé. Me daba miedo lo que iba a hacer. Tenían razón: había muchas cosas que podían salir mal. Por eso era esencial que alguien me vigilara, siquiera desde la distancia.
               -Nos quedamos-sentenció Momo por fin-. Pero eso no significa que aceptemos lo que vas a hacer.
               -El ojo por ojo deja a todo el mundo tuerto, Saab-dijo Taïs.
               -Mejor tuerta que ciega, ¿no?
               Kendra ni siquiera quería mirarme.
               -¿Ken?
               Levantó la vista y me fulminó con la mirada.
               -Tienes un novio guapísimo que ha resultado ser un gilipollas. ¿Ahora también tienes que volverte gilipollas para estar de nuevo a su nivel? Te creía más lista que para eso, Saab.
               -Es del puto Alec Whitelaw de quien estamos hablando. Por supuesto que quiero estar a su nivel.
               Recogí mi bolso, asentí con la cabeza y me adentré en la pista con los ojos de las tres fijos en mi espalda como herraduras candentes marcándome la piel. Me entraron ganas de vomitar pensando en lo que estaba a punto de pasar, pero tenía que hacerlo.
               No iba a ponerme al nivel de Alec. Iba a caer aún más bajo que él. Porque puede que tuviera mis dudas de lo que hubiera pasado y de lo lejos que habían llegado, pero si de algo estaba segura era de que había sido accidental. No lo habían planeado, simplemente había sucedido y ya estaba. Alec no podía engañarme con eso.
               Yo, por el contrario, lo había sopesado, me había vuelto a mi casa, me había vestido y maquillado para la ocasión. Lo mío era mil veces peor. Puede que no sólo consiguiera odiarme a mí misma (ya lo hacía, a decir verdad; me avergonzaba y asqueaba a partes iguales haber alcanzado esa conclusión), sino que fuera a pasarme tres pueblos y que Alec terminara odiándome también. Quizá él estuviera mejor sin mí. Quizá, después de todo, Perséfone fuera la que más le convenía de las dos. Todo ocurría por una razón.
               Ignorando la presión en el pecho todo lo que pude, levanté las manos y empecé a bailar. Me concentré en el ritmo de la música y sólo en el ritmo de la música mientras luchaba por contener mis nervios y mis ganas de salir corriendo. Qué haces, gritaba algo dentro de mí. Qué haces, qué haces, qué haces, qué haces.
               Yo no era así. Esta no era yo. No sabía quién era esta chica. Yo…
               … necesitaba dejar de pensar. Había un par de chicos a mi lado, invitándome a juntarme con ellos, a pasármelo bien. Los pobres creían que iba a disfrutar junto a ellos, cuando lo único que me apetecía era morirme.
               Me abrí hueco a codazo limpio hacia la barra y me incliné hacia la camarera, que pasó de largo de mí varias veces, incluso cuando se quedó sin clientes. Saqué un billete de diez libras y lo agité frente a su cara.
               -¡Hooooooooooolaaaaaaa! ¡Dame tantos chupitos de Jagger como tengas!
               La chica me miró con expresión desafiante, recogió mi billete y, en su lugar, me tendió una botella de agua de dos litros.
               -¿Es puta coña?
               -¿Qué cojones se supone que haces, Sabrae?-ladró Jordan, tomando el testigo de la camarera.
               -¡Métete en tus cosas! Ya no tengo la regla. ¡No estoy bajo tu jurisdicción! ¡PONME UN PUTO CHUPITO O TE JURO QUE TE QUEMO EL LOCAL!
               -¡Tranquilita, Miss Chunga 2035! Puede que a Alec le molen tus grititos, pero a mí no me gustan un pelo, y si te tengo que cruzar la cara, ¡te la cruzo! ¡Me importa una mierda que seas la piba de mi mejor amigo, antes eras la hermana pequeña petarda de un amigo mío y con eso me basta y me sobra!
               -¡Tiemblo de miedo! ¡Buuu! ¡Socorro!
               -¿De qué coño vas disfrazada?
               -De puta.
               -Lo digo en serio.
               -Yo también.
               Jordan me miró de arriba abajo.
               -¿Te crees que no sé lo que intentas?
               -Digo yo que te lo imaginarás. Después de todo, ya no eres medio virgen.
               -No vas a enrollarte con ninguno de los payasos que hay aquí para conseguir que Alec vuelva antes… porque, sorpresa, princesa: Alec no va a volver antes.
               -¿Apostamos?
               Nos retamos con la mirada, y entonces yo me di cuenta de dónde estaba. De qué sitio era ése. Se trataba del santuario de Los Nueve de Siempre. Los amigos de mi hermano, los amigos de Alec, tenían allí su lugar de reunión por excelencia. E incluso si conseguía emborracharme sin los impedimentos de Jordan, todavía había alguien con quien tenía que lidiar, alguien que no sabía de mi situación sentimental y que haría lo imposible por protegerme.
               Scott.
               Como si lo hubiera invocado con sólo pensar su nombre, sentí sus ojos puestos en mi espalda. Me giré y lo miré, sentado en el sofá con una cerveza en la mano, Eleanor sentada sobre su regazo, charlando animadamente con Diana. Tommy también tenía los ojos fijos en mí.
               Así no iba a haber manera. De modo que me volví, saqué un billete de diez libras de la caja registradora, y le dejé a Jordan el agua encima de la barra con un sonoro golpe.
               -Toma tu agüita, chico malo. Tienes razón: no me voy a liar con ninguno de los payasos que hay aquí. Puede que aprendas algo-escupí, y Jordan se rió. Le tiré un beso y le guiñé el ojo-. ¡Nos vemos dentro de un mes!
               -¡Estás chiflada, mocosa!
               Seguida por mis amigas, estaba en el piso superior, a punto de salir a la calle, cuando alguien me agarró de la mano y me obligó a girarme bruscamente.
               -¿Dónde está el fuego?-preguntó Scott.
               -Déjame tranquila.
               -¿Adónde vas?
               -¡Que me dejes tranquila!
               -¡A mí no me hables así, niña! ¿Qué coño te pasa? ¡Llevas todo el día rarísima!
               -Sólo quiero pasármelo bien con mis amigas, ¡y Jordan no quiere darme alcohol!
               -¿Por casualidad a alguna de tus amigas les ha crecido barba y polla? Porque no parecía que estuvieras con tus amigas en la pista.
               -Mira, sé que estás acostumbrado a tener una sombra vigilando cada uno de tus movimientos, súper estrella, pero yo no soy famosa, así que puedo hacer lo que me venga en gana sin que me persigan por medio Londres. ¡Lo que yo haga o deje de hacer no es asunto tuyo!
               -¡Sí que lo es, puta cría de los cojones! ¡Eres mi hermana pequeña! ¡Se acabó! ¡Tommy!-se giró y miró a su amigo-. Quédate con Eleanor. Yo me llevo a Sabrae a… ¡SABRAE!-bramó al ver que me escabullía entre la gente, y salió disparado detrás de mí.
               Corrí a todo lo que dieron mis piernas por toda la calle, atravesando como un rayo los grupos de personas que se congregaban a la entrada de los locales, tomando un pitillo o intercambiando bebidas y otras sustancias de más dudosa procedencia. Cuando sentía los pasos de Scott demasiado cerca de mí, entraba en un local sólo para despistarlo, y luego corría en dirección contraria.
               No sabría decir cuánto tiempo estuve corriendo de un lado a otro: sólo que me di cuenta de que Scott sería capaz de encontrarme allá donde fuera si me metía en algún local que hubiera visitado alguna vez. De modo que me metí en el local más chungo que me encontré, avancé entre la gente sin mirar atrás, y subí y subí y subí hasta alcanzar el último piso del edificio de tres plantas, en el que resonaba rock duro que no me desagradó del todo.
               Sabía que aquella era mi última oportunidad, así que me acerqué a la barra, un destello de luz y color entre distintos tonos de negro, y me incliné para gritarle a la camarera por encima del rugido de las guitarras:
               -¡Dame lo más fuerte que tengas!
               -¿Eres mayor de edad?
               -Eh… ¿sí?
               La chica exhaló una risa por la nariz y sus piercings brillaron a la luz de los focos cuando sacudió la cabeza.
               -Mientes fatal, Sabrae.
               -¿Cómo sabes mi nombre?
               -Eres la novia de Alec, ¿no?
               -Ya no-me escuché decir. La chica esbozó una sonrisa invertida e impresionada, como diciendo “ya veo”, y me tendió una botellín con un líquido oscuro que no me atreví a preguntar qué era. Supongo que aquello fue el principio de mi propio apocalipsis: me bebí el botellín de un trago, creyéndome de repente un dragón, y le pedí otro al instante.
               No recuerdo haberlo cogido siquiera. En un momento estaba en ese local, el mundo cayendo sobre mí, apestando a humanidad y a alcohol, y al siguiente estaba…
               … en una cama.
               Que no era mía.
               En una habitación.
               Que tampoco era mía.
               Tenía pósters de baloncesto y ropa masculina desperdigada por todas partes y la luz entraba de una forma extraña que yo nunca había visto porque… porque no la conocía.
               La cama apestaba a una colonia que en circunstancias normales me habría gustado, pero en ese momento estaba mezclada con el olor de mis náuseas y mi vergüenza y el odio profundo que sentía hacia mí misma.
               Me dolían todos los músculos y el cuerpo me pesaba como dos toneladas. La cabeza me daba vueltas y el corazón me martilleaba desbocado en las sienes. Intenté moverme y descubrí que los pies me palpitaban con furia. Apenas sentía los dedos.
               La cama era extraña. Y los olores y la decoración y…
               Se me llenaron los ojos de lágrimas al darme cuenta de que yo no conocía esa habitación, lo cual sólo podía significar una cosa. Ni siquiera era capaz de admitirla ante mí misma.
               Me incorporé y traté de apoyarme en el colchón para mantener el equilibrio. La habitación estaba desordenada a más no poder: había una pelota de baloncesto en el suelo, justo encima de un montón de calzoncillos, calcetines, y camisetas de deporte. Había varias bolsas de deporte desperdigadas por la habitación. También un paquete de fideos chinos sin terminar, botellas de agua arrugadas, revistas manoseadas, una televisión al fondo de la que colgaba una camiseta de los Chicago Bulls y, debajo de ella, una consola con tantos cables enrollados a su alrededor que ni siquiera pude distinguir de qué marca era. Había estanterías a ambos lados de la habitación llenas de carcasas de videojuegos, bolas de nieve de diferentes lugares del mundo, trofeos y… fotos.
               No recordaba haberme acercado a ningún chico o que ningún chico se acercara a mí. Apenas me atrevía a mirar debajo de las sábanas. Moví un poco las caderas para comprobar si…
               Dios mío, gracias. No me dolían ni sentía escozor. Lo cual significaba que, fuera lo que fuera lo que había pasado la noche anterior, había sido consensuado.
               Contuve las lágrimas de echarme a llorar. Ni siquiera había considerado la posibilidad de que me forzaran hasta… bueno, hasta que las chicas se habían preocupado por mí. Pero había tenido una suerte tremenda.
               Si se le puede llamar suerte a acabar en la cama de un baboso al que no le importa que no sepas ni cómo te llamas, claro.
               Muerta de sed, abrí la sábana para buscar el baño y me di cuenta de que llevaba puestos unos gayumbos. Un nuevo torrente de lágrimas ascendió por mi garganta. Esto no era lo que yo quería. Había sido un error tremendo. Alec no iba a perdonarme esto, y si lo hacía, yo no me lo iba a perdonar jamás. Me daba asco. Estaba sucia, manchada. Utilizada y, peor aún, humillada por mí misma.
               Necesitaba salir de allí y pedir cita ya con mi psicóloga. Lo que había hecho la noche anterior no se habría grabado en mi memoria, pero iba a joderme la psiquis hasta el día en que me muriera. Una nunca sabe los límites a los que es capaz de llegar hasta que no la ponen a prueba, y entonces se lleva la más desagradable de las sorpresas.
               Me giré en busca de mi bolso, mi ropa o, como mínimo, mi móvil. Resultó que este último estaba en la mesita de noche junto a la cama, conectado al cargador…
               … justo al lado de un envoltorio de condón abierto. Intenté prestarle la menor atención posible mientras cogía mi móvil, lo desconectaba de la red y desactivaba el modo avión. Empezaron a entrarme notificaciones de llamadas perdidas de mis amigas a lo largo de la noche, mensajes durante un corto intervalo de tiempo, y luego, nada. Nada de mi hermano, nada de Tommy, nada de mi familia.
               Entré en la app del mapa para ver cómo de lejos había llegado y, entonces, me quedé a cuadros.
               Según el GPS estaba en la calle de Alec. A la altura de la casa de Alec.
               Pero yo no conocía esa habitación, y eso que me conocía la casa de Alec tan bien como la mía. Mi novio no había dejado estancia sin mostrarme ni yo habitación sin ventilar desde la marcha de su familia.
               Miré el condón abierto y se me hundió aún más el estómago. Me levanté de un brinco de la cama y me asomé a la ventana, a través de la que pude ver la casa de Alec.
               Me bajé de la cama y me quedé mirando la habitación. Las camisetas, los pantalones. Los trofeos. Los guantes de boxeo en una silla del escritorio en los que yo no había reparado. Las fotos con caras familiares.
               Di un par de pasos y cogí una de las fotos: en ella, dos chicos a los que yo conocía muy bien sonreían a la cámara vestidos con sendas sudaderas negras, exactamente iguales a la que yo tenía en casa. Uno era Alec. El otro…
               -Vale, ahora que ya estás despierta, dime, ¿sigues igual de chiflada que ayer o puedo prescindir de atarte a la cama?-preguntó Jordan a mi espalda.


             
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2 comentarios:

  1. BUENO PARA EMPEZAR DECIR QUE ME DA LA MALA CON QUE QUIERAS HACERME CREER QUE JORDAN Y SABRAE SE HAN ACOSTADO XD. ERES MÁS GRACIOSA TÍA ME PARTO CONTIGO.

    PARA SEGUIR ME HAS PUTO PARTIDO EL CORAZÓN CON TODO EL CAP NARRANDO SABRAE PORQUE JESUCRISTO MAS SUAVE NO PODIA SER NO??

    Me duele me quema y me lastima mi pobre niñita y me da rabia que no sea capaz de contárselo a su familia.

    Por otro lado me parte en dos lo de Scott y no puedo evitar preguntarme si cuando Scott muera a Sabrae de verdad le persiga esa mirada del sofa. (Nada aqui superando y tal)

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  2. Qué ha sido este cap?? ERES MALA MALISIMA
    He sufrido muchísimo, me parte el corazón ver a Sabrae completamente destrozada, comparándose con Perséfone y haciéndose de menos, incapaz de contárselo a su familia por lo que puedan pensar, buscando “venganza” y sintiéndose aún peor… todo mal.
    Luego, todo lo de Scott me ha dejado fatal, odio verles así y el momento “Esa mirada iba a perseguirme toda la vida. Lo supe nada más verla.” ha sido lo peor.
    Y bueno, por unos segundos me has hecho creer que Jordan y Sabrae se habían acostado, PERO NO CUELA LO SIENTO.
    Deseando leer más para que arregles esto!! (aunque me da la impresión de que te lo estás pasando demasiado bien como para solucionarlo pronto).

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