domingo, 9 de octubre de 2022

El novato termina subcampeón.


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Lejos de abalanzarse sobre mí como el cachorro entusiasmado por la llegada de un nuevo día como tenía por costumbre, esa mañana Luca se levantó, se vistió y se marchó de la cabaña que compartíamos en silencio. Sin duda esto era parte de mi penitencia: el cuidado de mi compañero cuando yo más lo necesitaba y menos me lo merecía.
               Luca sólo había sido clemente conmigo durante mi primer día, cuando había llegado tan machacado que ni siquiera era persona. Mi primera mañana en sentido estricto en el voluntariado había sido un remanso de paz que ni siquiera había podido aprovechar como se merecía por el torbellino en el que me había sumido, pero el primer despertar… eso que había sido un caos. Luca me había tirado un almohadazo y me había dicho que ya era hora de ir recuperando el tiempo que había desperdiciado en “mi puta isla colonizadora” (cosa con la que no podía estar más de acuerdo) y que era hora de ponerse en marcha y descubrir qué tareas tendría allí. Dado que Mbatha no me había colocado en ningún grupo a expensas de que Valeria decidiera qué haría conmigo, nos había echado de la oficina diciendo que ayudaría a Luca mientras no tuviera asignadas unas funciones fijas.
               -Soy oficialmente tu jefe-se había chuleado Luca… y como un tirano se había comportado las veces en que se había levantado de la cama y yo todavía estaba dormido, orientado hacia la pared donde había colgado las fotos de mis amigos y  mi novia y que me dedicaba a mirar con añoranza antes de dormir. Durante esos días en los horarios del voluntariado aún me resultaban forzados y ajenos, Luca me había tirado la almohada, me había destapado y había sacudido mi cama (no siempre el mismo día, eso sí; era un animal, pero no un animal completamente salvaje) para que “empezara el día bien alerta y con energía”.
               -Sabes que podría hundirte el esternón en el pecho y matarte de un puñetazo sin querer, ¿verdad?-le había preguntado el viernes, y Luca se había reído y había sacudido la cabeza.
               -Cuando conozcas a Valeria, sabrás que eso es una promesa de escape más que una amenaza.
               El sábado de descanso había sido capaz de despertarme y ver de reojo cómo Luca se agazapaba junto a mi cama antes de dar un brinco, subirse a ella y empezar a dar saltos en el colchón.
               -¡Arriba! ¡Hoy aún puede ser tu día de fiesta! Si nos apañamos bien, tendremos dos-el italiano me había guiñado el ojo y se había bajado con dramatismo.
               La mañana del domingo, sin embargo… nada. Era como si estuviera de nuevo solo y lo que el mundo tenía que ofrecer más allá de las fronteras de nuestra cabaña fuera mejor que lo que había dentro; como si yo estuviera escondido tras una cúpula de obsidiana que reflejaba la luz y creaba la ilusión de que allí no había nada. Supongo que así era como funcionaban los hechizos de disuasión en Harry Potter: no es que vieras algo negro en el lugar encantado, sino que simplemente ni siquiera te planteabas mirar hacia allí. Que es exactamente lo que hizo Luca.
               Me había girado durante la noche para darle la espalda a la foto de Sabrae en Mykonos: había llegado un punto en que la misma vergüenza me había comido por dentro y me había convertido en esa única sensación, y no lo soporté más. No podía seguir mirándola; no porque no me mereciera el castigo que suponía estar comiéndome la cabeza sabiendo el daño que iba a hacerle y cómo sería mejor que se lo dijera para amortiguar un poco el impacto de mis palabras, sino porque… bueno. Porque no me merecía encontrar ni el más mínimo consuelo en pensar en lo feliz que había sido en Mykonos.
               Porque ah, sí. Mi mente es tan retorcida que había llegado al punto de regodearse en lo mucho que había sufrido en Mykonos por culpa de Perséfone, precisamente la chica con la que la había traicionado (como si no hubiera pocas en el mundo, o incluso en el voluntariado, con las que la traición no sería tanta y la herida podría sanar), pero… como buen animal que soy (y, al contrario que Luca y a juzgar por mi nula capacidad para detener mis impulsos, yo era totalmente salvaje), había tirado de instinto de supervivencia para tratar de sacar la cabeza hacia la superficie y tomar una bocanada de aire.
               A pesar de que me merecía ahogarme.
               Así que había empezado a pensar en que Sabrae no había sido completamente desgraciada en Mykonos. Que Perséfone no era capaz de hacerle tanto daño, igual que aquella mariposa narciso que había revoloteado a su lado. Después de lo que habíamos pasado, nos habíamos dicho y sobre todo nos habíamos hecho en Mykonos, Sabrae, me dije, era fuerte para superarlo. Quizá le doliera menos de lo que yo pensaba. Puede que incluso hasta contara con la posibilidad de que yo me cruzara con Perséfone, tan remota que ni siquiera había querido verbalizarla, y puede que hubiera sopesado lo que supondría para nosotros el que yo me acostara con ella. Le había jurado y perjurado que Perséfone no significaba nada para mí, y ella, que confiaba en mí más que en nadie, me había creído y había aceptado mis palabras.
               Tal vez aquello fuera una prueba, había susurrado esa voz en mi cabeza que, con mucha timidez y no demasiado convencimiento, me había susurrado palabras de aliento mientras el coro de gritos de mi interior me había dicho siempre que no valía para nada. No sabía muy bien si esa voz había tomado más forma con las sesiones de terapia de Claire, pero lo que sí sabía ahora era que la necesitaba. ¿Me la merecía? No. Pero la necesitaba.
               Tal vez aquello fuera una prueba. Tal vez tuviera más mérito que probara a Perséfone una última vez antes de consagrarme de forma perpetua y definitiva a Sabrae. Tal vez, y sólo tal vez, esto nos hiciera más fuertes en vez de destruirnos. Tal vez ella lo valoraría positivamente. Tal vez, tal vez, tal vez.
               Tal vez te merezcas ser amado, Alec Whitelaw.
               Pero esa voz se equivocaba, igual que se había equivocado Sabrae depositando toda su confianza en mí. Esa voz siempre me había susurrado palabras bonitas en un tono demasiado parecido a la chica que siempre me había animado a salir del cascarón y apostar por mí. Al final, quien se la juega todo a una sola carta o apuesta por el novato que le disputa el título al campeón consagrado llega a un único punto: la bancarrota.
               La carta nunca es un as de corazones, como yo había comprobado en diciembre.
               Y el novato termina subcampeón.
               Lo que Sabrae y yo teníamos era de un material concreto: oro líquido, no plata. Y yo no había alcanzado el oro en el momento crítico, así que era algo que estaba escrito: yo no era suficiente para ella igual que un simple mortal no lo es para una diosa. Puede que el sol sea lo que lo ha creado todo, pero no guía a los barcos en las travesías más largas: lo hacen la luna y las estrellas.
                Estaba predestinado a fallar en el momento que más importaba. Daba igual lo rápido que corriera, lo ágil que escalara o lo fuerte que golpeara. Daba igual la vehemencia con que me resistiera. Al final no servía para nada. Me graduaba por los pelos. Besaba la lona en el último asalto.
               Me resistía a decenas de mujeres sólo para caer rendida ante la última, que en realidad era la primera. Era fácil decir negarte el postre cuando estabas empachado, pero lo que te define no es cómo te comportas cuando lo tienes todo, sino cómo sobrevives cuando no tienes nada.
               ¿Qué hacía yo cuando me moría de hambre? En lugar de aguantar hasta llegar a casa y darme el banquete de mi vida había comido una hamburguesa en el primer puesto de comida callejera que me había encontrado. Y ahora ya no podría disfrutar de un menú de tres platos y postre porque tenía la boca completamente invadida por el sabor de la salsa demasiado salada de la comida ultraprocesada.
               Y lo peor de todo era que Luca lo hacía por clemencia, una clemencia que yo no me merecía.
               Seguro que había hablado con Perséfone; ella le habría contado todo y él, que ya empezaba a conocerme, sabía que no podría decirme nada que me hiciera cambiar de opinión ni me consolara, como tampoco había intentado ella. Los intentos tímidos de mi amiga habían sido solo suaves arañazos a una puerta que se había cerrado a cal y canto, y cuya madera, de metros de grosor, era a todas luces impenetrable para una gatita. Sólo Sabrae, con las garras y el fuego de una dragona, era capaz de entrar en mi cabeza y resolver los enredos que había en ella.
               Pero Luca no era Sabrae, de modo que había optado por la opción más sabia, y la más instintiva: dejarme mi espacio para que pudiera decidir con libertad si implosionaba o explotaba, todo ello causando los menos daños posibles. Porque, claro, ya había causado bastantes daños.
               Lo hiciera por supervivencia o por caridad, el caso era que yo sabía que ese espacio era lo último que me merecía. Lo tenía, sí, pero no me lo merecía. Lo que me merecía era que todos los tíos del voluntariado se me echaran encima por lo que había hecho, algo que sabía que nunca sucedería: estaban demasiado concentrados en pasárselo bien que se les habían olvidado las promesas que los más románticos les habían hecho a sus novias de esperarlas y serles fieles y pensar todo el rato en ellas. Me pregunté con amargura si los tíos pensaban en las chicas que habían dejado en sus hogares, que conocían a sus familias y hablaban su idioma, mientras estaban dentro de las extranjeras de rasgos distintos a los suyos, que gemían cosas que ellos no entendían y cuyo lenguaje corporal era el único puente de comunicación entre ambos. Tenía muy claro que las francesas no seguían hablando en inglés con los lituanos, ni las griegas con los italianos. Perséfone jamás me había dicho una palabra en inglés hasta ese voluntariado, pero incluso si nos hubiéramos comunicado con ese idioma que era el puente de todos los demás en Mykonos, yo tenía muy claro qué palabras me habría dicho para indicarme cómo le gustaba. Y ninguna era faster o harder.
               Y ahora… precisamente había tenido que ser en Etiopía donde había descubierto el acento de Perséfone. El deje de su voz en mi idioma, la ligera forma en que cambiaba. Y cómo sabían sus labios cuando ya había probado los de Sabrae, y cómo sabía el romper una promesa a la única chica a la que se lo daría absolutamente todo.
               Ya a solas, me había tumbado sobre la espalda y me había quedado mirando el techo. Esperé y esperé y esperé por un ataque de ansiedad que me haría sudar lo que me merecía, agarrarme a la mesilla de noche mientras todo mi mundo se desestabilizaba como lo haría el de Sabrae, pero nada sucedió. Mientras el sol se colaba entre los árboles, encendiendo guirnaldas esmeralda en el techo,  yo sólo podía esperar a que la nube oscura y tóxica cayera sobre mí. Necesitaba su hormigueo, la presión en el pecho, la sensación de estar tirado en medio del desierto y a la vez ahogándome en lo más profundo del océano, con la cabeza bajo una pirámide y la visión en el espacio, con puntos de luz que no podían ser más que estrellas burlonas que habían venido a contemplar mi dolor.
               Esperé y esperé y esperé y no pasó nada, no pasó nada, no pasó nada.
               Con los ruidos del campamento despertándose y todo el mundo poniéndose en marcha, levanté la cabeza y me atreví a mirar al escritorio. Me había pasado la noche dándole vueltas a cómo le diría a Sabrae lo que había hecho, y luego, cuando había pensado en que hacerlo por carta sería la opción menos dolorosa para mí, y por tanto la última a la que debía recurrir, volví a comerme la cabeza pensando cómo haría para que me dejaran llamarla.
               Tenía que oírla llorar. Tenía que quedarme al otro lado de la línea mientras me insultaba y me decía la mitad de lo que yo me merecía que me dijeran, tenía que dejar que me destrozara el corazón y me dejara el alma hecha jirones. Tenía que oír cómo sufría para poder sufrir yo también y empezar a pagar lo que había hecho. No sería como verla ni hacerlo en persona y que me pegara si quisiera, pero… algo era algo. La carta era lo único que me daba una mínima garantía no de redención, sino de justicia.
               El problema era que tampoco estaba seguro de si me dejarían usar el teléfono, y… no quería que Mbatha o quien estuviera en la oficina escuchara la conversación. Aunque yo me merecía la vergüenza de que todo el mundo supiera lo que le había hecho a Sabrae, no quería que Sabrae tuviera una fama que se expandiría como la pólvora. Bastante víctima iba a hacerla yo como para que encima también hubiera gente al otro lado del mundo que supiera de la herida que portaba.
               Las cartas eran más íntimas, la protegían más… pero también me protegían a mí. La llamada era más directa y mayor castigo para mí, pero también lo era para ella.
               No sabía qué hacer. Y ni siquiera tenía la lucidez que siempre me venía después de un ataque de ansiedad, la tormenta amainando y dando paso al sol. O a las estrellas. O a lo que tocara.
               Tenía que ponerme en marcha. Ya que estaba condenado a sentir que mi cuerpo funcionaba a pesar de que mi cabeza claramente no lo hacía, al menos buscaría el castigo del trabajo físico. Puede que así me despejara la mente y también pudiera pensar.
               Salí de la cabaña sin saber cuánto tiempo hacía que Luca se había marchado, y a juzgar por la escasez de movimiento en el vecindario, diría que había sido hacía bastante. No había el trajín constante de los voluntarios yendo y viniendo para coger sus efectos personales e ir a asearse después de desayunar, ni las bromas intercambiadas sobre lo poco que tenían que trabajar hoy o lo afortunados que eran los encargados de limpiar los baños (dado lo desagradable que era, se trataba de una de las pocas tareas rotativas que todos teníamos que hacer, para que nadie protestara y todo el mundo se sintiera realizado). El silencio del vacío del campamento sólo se veía interrumpido por las instrucciones lejanas de quienes siempre se quedaban en él, como los voluntarios que se quedaban en cocina, los constructores o los que tenían la suerte de trabajar en los edificios más cercanos a nuestro asentamiento y que menos tenían que desplazarse. Otros tenían incluso que dormir al raso, cubriendo decenas de kilómetros cuadrados para proteger a la fauna salvaje de cazadores furtivos y turistas excesivamente osados por igual.
               Me dirigí al comedor, en el que un chico finlandés estaba terminando de barrer el suelo al que inevitablemente se caían migas de pan, por mucho cuidado que pusiéramos todos en dejarlo lo más limpio posible. Cuanto antes terminaran sus labores los encargados de la limpieza, antes podrían unirse a los demás equipos y echar una mano donde realmente les necesitaban más.
               -Fjord, ¿sabes si Luca se ha ido hace mucho?
               Fjord me miró y sacudió la cabeza.
               -¿Has desayunado hoy, Alec?-esta vez, el que sacudí la cabeza fui yo. Fjord hizo una mueca, pero no pudo evitar sonreír-. ¿Demasiada resaca por lo de ayer? Te terminas acostumbrando a este garrafón. O desfasas menos-añadió, sacudiendo la cabeza. Esperaba desfasar menos los siguientes sábados, la verdad.
               De hecho, si tuviéramos calabozos o algo así, yo mismo me encerraría en ellos durante lo que me quedara de voluntariado. Ya no estaba tan seguro de si sería capaz de aguantar un año entero allí. Si había besado a Perséfone el primer fin de semana, ¿qué no haría al mes? ¿A los tres meses?
               -Coge algo de fruta antes de irte-me instó cuando vio que me daba la vuelta para seguir con la búsqueda de mi amigo. Si Luca no había pasado por nuestra cabaña para coger su cepillo de dientes después del desayuno, el siguiente lugar al que debía ir a buscarlo era el límite con el lago, donde el viernes mismo habíamos estado ayudando a reparar una barca.
               Para sorpresa de cualquiera que me conociera obedecí a Fjord sin rechistar: me acerqué a una de las mesas en las que aún quedaban unas cuantas manzanas de las que servían con el desayuno y sacaban de un manzano en el campo de cultivo al norte del campamento, en el límite con la zona de residencia de nativos refugiados de las regiones en guerra del país, y salí del comedor. Me quedé mirando la manzana, de colores rojos y pardos, más pequeña que las que había en casa y de peor aspecto. También estaba más ácida, y pronto se terminarían.
               Sabedor de que no sería capaz de comérmela hasta que no encontrara a Luca, o puede que hasta que no llevara varias horas de trabajo sin ni una sola pausa para descansar, me la metí en el bolsillo del pantalón y eché a andar en dirección al lago. Atravesé la calle de las cabañas, me colé por el hueco entre dos, y crucé la barrera de los árboles en dirección al lago. No miré hacia el muelle cuando el sol me golpeó en los ojos, ya sin ninguna barrera que me protegiera de él al margen de las nubes, y avancé con decisión hacia el pequeño astillero donde se reparaban las barcas que los científicos que se alojaban en el campamento utilizaban para medir los niveles de contaminación del agua y comprobar que la vida en el lago estuviera correcta. Gastaban más remos que chicles un internado femenino, en parte gracias a que los cocodrilos que habitaban en el lago solían “cogérselos prestados” para usarlos como palillos de dientes. Siempre había trabajo en ese astillero, y siempre necesitaban de manos extra, como las de Luca y las mías, para acelerar esos trabajos.
               Pero mi amigo no estaba allí. Apuré el paso hacia la orilla del lago, sintiendo cómo mis pies se hundían en la tierra mojada y blanda a medida que me acercaba, y me detuve frente al grupo que había allí trabajando.
               -¿Luca no tiene tareas de astillero hoy?-pregunté, y Odalis, que estaba inclinada poniéndole barniz a una barca a punto de salir a navegar por primera vez, levantó la cabeza y me miró. Negó a ambos lados, su pelo dorado ondeando a un lado y a otro como una bandera de rendición desteñida en una fortaleza asediada.
               -No nos ha dicho nada, y Mbatha no nos ha dicho que vayamos a tener ayuda extra hoy.
               -¿Sabéis dónde puede estar?
               -¿Has probado con Perséfone?-preguntó Ramón, otro de los fijos del astillero. Era de México y de los más dispuestos a echarte una mano, incluso cuando estaba hasta arriba de curro. Perséfone siempre hablaba muy bien de él porque era el primero en correr a recibir a los que llegaban de la sabana para ayudarlos a trasladar a animales enfermos a la enfermería.
               Como en el astillero, en la enfermería también había trabajo de sobra para las pocas manos que la asistían… y eso que era, con diferencia, el lugar del campamento al que más gente había destinada..
               Por la forma en que Ramón me miró al preguntarme aquello, supe que lo que Perséfone y yo habíamos hecho ya había trascendido. Tampoco podía esperar que permaneciera en secreto durante mucho tiempo, sobre todo porque ni siquiera nos habíamos molestado en escondernos, pero… me jodía pensar que, hiciera lo que hiciera, ya le había colgado a Sabrae el San Benito de cornuda delante de un grupo de personas que no la habían visto ni una vez, pero que probablemente extenderían su sufrimiento por sus países, convirtiendo mi traición en una leyenda urbana más, de esas tan jugosas que todo el mundo conoce. Los tíos que habían prometido en sus casas serles fieles a sus novias habían terminado cayendo, algunos incluso antes que yo, pero ninguno había insistido tanto como yo lo había hecho en que no pasaría nada y que le sería fiel a su chica, incluso asegurando que “yo no era como los demás”.
               Si Luca estaba en la enfermería sería un buen castigo para mí. Demasiado duro para Sabrae, pero no para mí. Era lo mínimo que me merecía.
               Así que les di las gracias y atravesé de nuevo el campamento en dirección al edificio más grande de todos ellos, con rediles y abrevaderos repartidos a lo largo y ancho de su terreno, e, ignorando a las cabras que vinieron a saludarme, ilusionadas ante la perspectiva de que pudiera llevarles sobras de la noche de ayer con las que alimentarse, entré en el vestíbulo de la pequeña oficina. Como era de esperar, no había nadie: a primera hora del día, los veterinarios estaban demasiado ocupados haciendo los chequeos a sus peludos pacientes como para asomarse a la entrada y ver quién venía a echarles una mano. Cualquier mano era bien recibida, fuera de quien fuera.
               Se me encogió el corazón al ver que Perséfone era la persona que más cerca tenía. Estaba de espaldas a mí, auscultando a una cría de cebra que tenía el costado vendado. A juzgar por lo sucio del vendaje, Perséfone estaba comprobando si estaba lo suficientemente fuerte como para cambiárselo. Le acariciaba el morro al pequeño animal, que respiraba trabajosamente con un nerviosismo que compartíamos ambos.
               Escaneé la estancia con los ojos, rezando para no tener que preguntarle a Perséfone por mi compañero, pero no tuve tanta suerte. Aparentemente la había agotado toda conociendo a Sabrae, así que me acerqué a mi amiga con el corazón en un puño. Esperé a que se quitara el fonendo de los oídos y se lo colgara del cuello para ponerle una mano en el hombro. Perséfone dio un brinco y se giró a toda prisa.
               Si hubiéramos estado en Grecia habría intentado calzarme una hostia sin dudarlo por haberle dado un susto, fuera o no queriendo. Nunca se las había apañado para pegarme, no obstante: mis reflejos de boxeador eran mejores que los suyos; pero que no hubiera podido jamás no era porque no lo hubiera intentado muchas, muchas veces.
               Pero ya no estábamos en Grecia. De hecho, no podríamos estar más lejos de lo que habíamos estado en Grecia. Entre nosotros había una barrera que jamás había estado ahí, y que por mucho que me doliera haber construido, necesitaba como al aire que respiraba. Necesitaba distancia. Cada palabra que le dijera a Perséfone, fuera por trabajo o no, era una traición más a Sabrae. Otra daga que le clavaba en el pecho.
               Así que Perséfone no intentó pegarme. De hecho, me miró como quien mira al león al que pilla acechándole entre los árboles, listo para saltarle a la yugular.
               -Alec.
               -Siento haberte asustado-me disculpé-. ¿Has visto a Luca?
               -Pues… no, no le he visto desde el desayuno.
               -¿Te ha dicho adónde iba?
               -No me dio tiempo a hablar con él. Llegó, cogió un par de cosas y se marchó, no sé hacia dónde. Parecía bastante apurado.
               -Joder. Pues si hay mucho trabajo donde haya ido, les vendrá bien que yo también vaya. Tengo que encontrarlo.
               -También lo hay aquí-respondió Perséfone, haciendo un gesto con la mano en dirección a la gran sala con pequeños corralitos en los que los animales esperaban a ser atendidos. Había dos chicos más acompañándola solamente.
               Sí, hacía falta ahí. Mucha, mucha falta. Pero yo… no podía. Simplemente no podía. Todavía no.
               -No creo que sea una buena idea.
               Perséfone parpadeó, abrió la boca como un pez fuera del agua y arqueó las cejas.
               -¿Y ya está? ¿Meto la pata una vez y todo lo que hemos pasado juntos no cuenta para nada?
               -No es que lo que hemos pasado juntos no cuente, Perséfone, es justo lo contrario. Cuenta demasiado y por eso lo que hicimos es peor.
               -¡Ya te he dicho que lo siento!
               -No quiero hablar de esto aquí.
               -¡¡Pero si no nos entienden!!-gritó, y aunque no nos entendieran, los dos chicos de la edificio se volvieron y nos miraron-. No lo entiendo, Alec. ¡Tú no eres rencoroso! ¡Ya te he pedido disculpas, te he dicho que no sabía que seguías con Sabrae! ¡Ha sido un error estúpido que no se va a repetir, y…!
               -¿Qué importa que no vaya a repetirse, Perséfone? ¡Ya lo hemos hecho! El daño ya está hecho y no sé cómo remediarlo.
               -Le estás dando más importancia de la que tiene. Ella lo entenderá mejor de lo que lo haces tú. Créeme, lo sé. No la conozco, pero también soy una mujer, y sé lo que es follarme al chico más guapo de una isla. Sé contra lo que competía y sé lo que podías hacerme, y no lo hacías. Sabrae te perdonará porque no tiene nada que perdonarte.
               -¡TE DI UN PUTO MORREO, PERSÉFONE!-bramé.
               -¡TE BESÉ YO A TI! ¡Y NO FUE UN MORREO!-tronó ella-. ¡APENAS FUE UN PICO! ¡TÚ Y YO HEMOS HECHO COSAS BASTANTE PEORES! ¿POR QUÉ TE PONES EN PLAN MOJIGATO AHORA?
               -¡¿PORQUE TENGO NOVIA, QUIZÁ, Y LE HE SIDO INFIEL CONTIGO?!
               -¡QUE TE BESEN NO ES SER INFIEL!
               -¡SIENTO DISENTIR, PERS, PERO NO ESTAMOS PARA TECNICISMOS! ¡Esto no es un puto caso ante la Corte Penal Internacional!-¿A que parezco súper listo haciendo mención a  la Corte Penal Internacional mientras me peleo con alguien? Eso es porque me había pasado el suficiente tiempo en casa de una de las mejores abogadas del mundo como para entender los complicados mecanismos de la política exterior inglesa-. ¡Mi culpa no se basa en un detallito de nada que hay que probar! ¡Da igual quién lo empezara! ¡NOS BESAMOS!-grité con toda la fuerza de mis pulmones, y en aquel momento pareció que los tenía los dos enteros-. ¡Y eso ya es suficiente para hacerle un daño terrible a Sabrae, un daño que yo le prometí que no le haría!
               -¡Si alguien se lo ha hecho, he sido yo! ¡SÍ QUE IMPORTA QUIÉN EMPEZARA! ¡Fue solo un beso! ¡Y TÚ NI SIQUIERA ME LO DEVOLVISTE!
               Me presioné el puente de la nariz y no pude evitar que una risa sarcástica se escapara de mis labios.
               -Perséfone-dije, y me di cuenta de lo distinto que sonaba su nombre a como lo hacía el de Sabrae, cómo era incapaz de usar el tono que usaba con el nombre de Sabrae con ningún otro que no fuera el de ella-, no quiero discutir contigo; eso es algo que se supone que sólo debería hacer con Sabrae. No obstante, ¿de verdad te parezco tan gilipollas como para creerme que, aunque nunca he desaprovechado la oportunidad de liarme con una tía, voy a hacerlo justo ahora, y encima contigo?
               Perséfone puso los brazos en jarras, el ceño más fruncido aún. A pesar de que yo era más alto que ella, se las apañó para mirarme por encima del hombro en su típica mirada intimidatoria que haría que incluso el Minotauro se detuviera en seco ante ella. Pero yo no. Yo, nunca. La conocía demasiado bien y… sabía lo mucho que me quería. Así que sabía lo que iba a decirme.
               -Pues sí. Fue justo así como fue.
               Perséfone iría al fin del mundo por mí, y yo lo seguía haciendo por ella a pesar de Sabrae. Que tuviera novia no quisiera decir que no pudiera seguir siendo amigo de mi griega preferida en el mundo, pero mi orden de prioridades había cambiado desde la última vez que había estado con Perséfone. Se lo había dejado claro justo después de que estallara todo ese lío, y precisamente por eso sabía lo que estaba haciendo Pers.
               No es que estuviéramos dispuestos a interponernos entre el otro y una bala, sino que cargaríamos con las culpas de lo que fuera que hubiéramos hecho mal. Sabía que ella cogería una pistola humeante que yo tuviera en la mano sólo para asumir mis culpas y evitarme un mal mayor. 
                Lo sabía porque yo todavía haría lo mismo con ella. Por eso no podía creerla. Cuando sabes que alguien te daría su paracaídas aun a riesgo de estrellarse sin él y te diría que lo abrieras sin preocuparte, que tiene otro en la mochila, aceptas su amor pero no sus palabras.
               -Mira, Pers, te agradezco en el alma que estés dispuesta a cargar con la culpa de mis errores-dije, poniéndole una mano en el hombro-. Lo digo de verdad. Lo aprecio un montón. Es un gesto que te honra muchísimo como persona y como amiga, y sabes que te quiero con locura, pero… si algo he aprendido durante este último año y teniendo una relación es que soy más responsable de mis actos de lo que he defendido toda mi vida. En el momento en que mis acciones tienen impacto en otra persona, su dolor es mi culpa independientemente de mis intenciones. Así que no te molestes en tratar de convencerme de que soy inocente o que soy la víctima aquí, porque…-bajé la mano y suspiré profundamente, sintiendo que mis hombros subían y bajaban al ritmo de unas nubes que, esperaba, pronto descargaran el diluvio universal sobre mi cabeza-, los dos sabemos lo que pasó.
               Perséfone me estudió con la mirada durante un largo momento. Vi cómo trataba de atravesar la barrera de mis ojos, desentrañando un cubo de Rubik que ya no respondería ante ella. Mis puertas estaban cerradas. La llave de mi alma ya no la tenía ella.
               Se había quedado en Inglaterra, al otro lado de un vínculo de un dorado incandescente y cuya fuerza yo mismo había puesto a prueba.
               -Creo que la única que lo sabe soy yo-sentenció por fin. Era terca como una mula, pero tampoco me sorprendía. De hecho, viendo mi historial, en el que destacaban ella, Bey, Chrissy y Pauline, y en cuyo lugar de honor ya sabemos quién está, diría que, al final, sí que tengo un tipo: me gustan las tercas.
               Y resulta que las tercas suelen follar muy bien.
               No iba a seguir discutiendo con ella. Perséfone no tenía la culpa de nada, y si seguíamos erre que erre con el temita, al final lo único que haría sería reforzar esa absurda culpabilidad suya. Ella estaba soltera y yo no. Ella no había hecho promesas y yo sí. Así de simple era, ¿por qué no podía verlo?
               Como si supiera que habíamos terminado, Perséfone se giró y me dio con la coleta en toda la cara, como diciendo “márchate”, mientras se inclinaba a atender a la cría de cebra de nuevo. Le susurró unas palabras de tranquilidad en griego, acariciándole el cuello por la zona de la crin, y me miró de reojo cuando di un paso atrás para marcharme.
               -Confío en que ella te conozca y no te escuche-dijo-. Supongo que aún no ha tenido tiempo de quitarte ese complejo de capitán de barco que tienes, Al. Espero de corazón que sea lo bastante paciente como para lograrlo.
               -¿Qué quieres decir con “complejo de capitán de barco”, Perséfone?-pregunté, separando las piernas y cruzándome de brazos. No necesitaba de las clases sobre lenguaje corporal de Claire para saber que aquella era la típica postura de desafío, un desafío que Perséfone no aceptó.
                Perséfone se inclinó para coger un biberón de una estantería, y la cría de cebra se revolvió, impaciente. Se acuclilló junto al animal, que meneó las patas de nuevo y empezó a tirar de la tetilla con ansia.
               -Nunca te ha importado de quién fuera la culpa de las cosas que nos hacen daño a quienes te importan-dijo al fin-. Siempre te has responsabilizado y has hecho de sanarnos tu deber. Como si no sirvieras para nada más que para cuidar de los demás. Y muchas veces he pensado que los que te queremos tenemos mala suerte en ese aspecto-levantó la vista por fin, y a mí se me hizo un nudo en el estómago-, porque, aunque no tengas un barco, eres capaz de hundirte con tal de sacarnos a flote a los demás. No te das cuenta de que cuando todos estamos a salvo tú también puedes salvarte, Al. A veces parece que crees que el único valor que tienes es el de tu sufrimiento. Annie te maldijo el día que te puso tu nombre. Si hubieras nacido ciento cincuenta años antes, el Titanic habría tenido, sí o sí, al menos una última víctima mortal. Porque si eres capaz de responsabilizarte de un beso que ni siquiera has dado tú, no quiero ni pensar en lo que harías si chocaras con un iceberg en medio del océano.
               Y, entonces, unas palabras que se convirtieron en un relámpago y me recorrieron de arriba abajo. Ya las había escuchado antes, en la boca de la chica a la que más quería en el mundo.
               -Estás demasiado ocupado perdonándoselo todo a todo el mundo que no dejas ni un poquito de ese perdón para ti. Y es a ti a quien más le hace falta.
               Perséfone se giró por última vez y continuó acariciando el cuello de la cebra, que ignoraba la trascendencia de nuestra conversación y seguía a lo suyo, mamando del biberón con leche de cabra rebajada con agua que los voluntarios preparaban cada día para poder cuidar de las crías.
               Quieres con tanta fuerza a los demás que no reservas nada para quererte a ti, me había dicho también Sabrae hace lo que me parecía una eternidad, y… ni siquiera había pasado una semana de aquello. Si me concentraba, todavía podía sentir su cuerpo cálido junto al mío, la sensación de calma al tener una de sus piernas rodeándome la cintura, sus senos presionando suavemente mi costado, su mano acariciándome el pecho y bendiciéndome las cicatrices, sus labios justo junto a mi corazón.
               Quizá había repartido demasiado de ese amor entre los demás y no le había dado suficiente a quien más se lo merecía y más lo necesitaba. Quizá si la hubiera querido con más ganas y todavía más ahínco, me habría dado cuenta de lo peligrosa que era la cercanía de otras mujeres, y Perséfone y yo no nos habríamos besado.
               Pero ahora ya no importaba. Lo que estaba hecho estaba hecho, y no había forma de reescribir el pasado. Lo que sí podía escribir era mi futuro, una confesión, y… luego ya se vería.
               -Te equivocas en una cosa, Pers-dije, y ella no se volvió, pero supe que me escuchaba con atención-. Mi madre no me maldijo poniéndome “Alec”. Me indicó el camino. Tengo sangre de destructores por mis venas, y… que eligiera llamarme precisamente protector fue su manera de guiarme lejos de ellos.
               -Tu nombre no te guía lejos de ellos, Al-respondió sin mirarme, todo en apenas un susurro-. Sólo canaliza el veneno que crees que llevas en la sangre hacia dentro, en vez de hacia fuera. Y eso te terminará matando. Y no quiero ser yo la que prenda la mecha.
               -Tú no has prendido nada, Pers. Lo hice yo decidiendo que tenía que venir a pesar de Sabrae.
               Perséfone no contestó, pero yo sabía que estaba sopesando mis palabras, preguntándose si me arrepentía de haber venido, y si la culpa la tenía ella.
               La respuesta estaba clara: sí, por supuesto que me arrepentía. Y no, la culpa no era suya.
               Me dirigí hacia la puerta, pero me detuve cuando la escuché llamarme. Se había girado para mirarme, la cría de cebra a punto de terminar su biberón.
               -Alec-repitió mi maldición con una desesperación que no le había escuchado nunca. Pero yo ya había escuchado mi nombre precisamente en ese tono.
               Sabrae lo había pronunciado así un millón de veces, todas ellas mientras trataba de sacarme de ese coma al que yo había llegado por luchar con uñas y dientes por no abandonarla.
               -Los pecados de los demás no son tu culpa.
               Me reí, cansado.
               -Lo sé. Y los míos no lo son de los demás.
               Perséfone se relamió los labios y negó con la cabeza. Salí del edificio a tiempo de no ver cómo se limpiaba una lágrima con el dorso de la mano y sorbía por la nariz. Bastante tenía con el dolor que le iba a causar a Sabrae cuando se lo dijera con tener que cargar también con el de Perséfone, a pesar de que ambos fueran culpa mía.
               Joder. Necesitaba actividad física. Necesitaba boxear. Necesitaba que me patearan el puto culo y me hicieran caerme de morros contra la lona. Si había pecado como el que más durante las últimas 24 horas, el boxeo debía ser mi penitencia. E incluso aquello se me negaba.
               Me constaba que no había ningún gimnasio en el campamento porque todas las actividades que había para realizar ya eran físicas, así que no haría falta ponerse a correr sobre una cinta ni levantar pesas cuando perfectamente tendrías que recorrer grandes distancias con animales inofensivos en brazos para tratar de salvarlos, así que sólo me quedaba una opción: meterme en el bosque, pegarle puñetazos al árbol milenario más grande que encontrara, y rezar para que me destrozara las manos y rezar para joderle lo bastante el tronco como para partirlo y que me matara.
               -¡Eh! ¡Luca!-llamé cuando lo vi acompañado de otros dos tíos con los que nunca le había visto hablar (de hecho, estaba bastante seguro de que se había pasado media mañana echando pestes de uno de ellos), atravesando el camino principal del campamento en dirección al bosque. Parece que ambos teníamos el mismo objetivo.
               -¡Luca!-repetí cuando vi que no se detenía, sino que apretaba el paso. Prácticamente troté en dirección a los tres, que no tuvieron más remedio que detenerse y volverse hacia mí-. Tío, te estaba buscando.
               Los dos tíos miraron a Luca un momento, y luego, sin decir nada, a un solo asentimiento del italiano, continuaron con su camino.
               -¿Dónde te habías metido?
               -Estaba por ahí. ¿Por? ¿Qué pasa?
               -¿Cómo que qué pasa? No tengo tareas hasta que no llegue Valeria, ya lo sabes. Menos mal que te encuentro, tío, porque me estaba volviendo loco. Necesito despejarme la cabeza para poder pensar. No sabes lo que pasó ayer…
               -Lo sé de sobra, Alec. Lo vi. Lo vimos todos-replicó, cortante-.
               -Ya, bueno, lo sé. O sea, me lo supongo. Bueno, pues entonces, con más razón entenderás que necesito hacer lo que sea. Así que, ¿qué tienes programado para hoy?
               Luca se rió.
               -¿Perséfone no tiene tareas para asignarte y por eso tengo que hacerte yo de niñera?
               Fruncí el ceño, sin entender por qué se estaba poniendo así de agresivo. Tenía las manos en los bolsillos, los pies separados… si estuviéramos en Roma, sería evidente que era el heredero de la familia más peligrosa de la mafia italiana. Allí, no obstante, por mucho que exudara el poder de un cachorro de la mafia, no tenía pinta más que de un gallito a punto de darme un picotazo.
               -¿Qué coño dices, Luca? ¿Cómo que de niñera? Somos compañeros de cabaña. Mbatha dijo que…
               -¿También éramos compañeros de cabaña ayer, cuando le metiste la lengua hasta el esófago a Perséfone después de jurarme que no intentarías nada con ella?-espetó-. Tienes a todas las putas tías de este campamento babeando por ti, ¿y a ti sólo te apetece liarte con la pava de la que llevo detrás desde que llegué?
               -Espera, ¿qué? ¿Me estabas evitando por lo de Perséfone?
                Luca puso los ojos en blanco e hizo una mueca.
               -Bueno, los ingleses sois famosos por llegar los últimos y arramplar con todo, así que no tendría por qué extrañarme…
               -Tío, mira, en serio, no estoy para chorradas ni nacionalistas ni polladas de ese estilo. Lo de ayer con Perséfone no fue nada. Te he dicho que tengo novia, y no tengo ningún interés en repetir lo que pasó ayer con Perséfone con nadie. Ni con ella, ni con las demás. Así que tienes vía libre con ella, si quieres.
               -Y se supone que debería creerte porque…
               -¡Porque sí!-ladré, y Luca abrió los ojos como platos y dio un paso atrás-. ¡Porque sí, joder! ¡Vale, metí la pata! ¡Vale, le devolví el beso! ¡Sí! ¡LE DEVOLVÍ EL BESO A PERSÉFONE! ¿CONTENTO? ¡PERO ESO SE ACABÓ! FINITO. ¡No se va a volver a repetir! ¿Y ahora quieres echarme una puta mano, por favor? ¡Ya sé que no me debes nada! ¡Créeme, lo sé muy-puto-bien, pero necesito que me digas qué puedo hacer para… para poder pensar! ¡Porque llevo desde que pasó eso dándole vueltas a cómo coño se lo digo a Sabrae para destrozarla lo mínimo posible y que no se odie a sí misma y que no piense que es culpa suya y que no se arrepienta de haberme animado al voluntariado para encontrarme a mí mismo y no crea que todo lo que le he dicho… a lo largo de… este tiempo es… mentira y…! Y… y…
               Luca abrió los ojos aún más antes de desdibujarse frente a mí.
               Mientras una tonelada de alquitrán me entraba en los pulmones, el mundo se abalanzaba sobre mí como un tsunami y todo se desdibujaba, mientras el suelo se apresuraba hacia mis rodillas y mil yunques me aprisionaban la cabeza, las estrellas explotaban a mi alrededor y perdía el control de todo mi cuerpo, lo único que pude pensar fue “por fin”.
               Por fin.
               Por fin.
               Aquí estaba. Se había hecho de rogar, pero aquí estaba. Grande y poderoso y acuciante e invasivo.
               El mayor ataque de ansiedad que había tenido hasta la fecha.
               Y no iba a sobrevivir a él.
               Bien, pensé con frialdad mientras algo granuloso se colaba entre mis uñas y las marcas en las palmas de mis manos, mientras una bengala me estallaba en cada ojo y el mundo se inclinaba hacia un lado, llevándome con él. Me estaba entrando algo pastoso en unos pulmones que no captaban nada de oxígeno, y los puntos en mi campo de visión se hicieron cada vez más y más grandes. Sentía cómo el corazón me latía a toda velocidad en el pecho, tan fuerte que incluso me hacía daño. Era imposible que sobreviviera a eso. Bien. Bien.
               Que supiera que lo que le había hecho me había matado. Que tuviera el consuelo de saber que yo mismo había cumplido mi pena de muerte. Que supiera que prefería estar muerto a repetir lo que le había hecho.
               Te mataré si le haces daño, le había prometido Tommy a Scott cuando por fin aceptó lo de éste con su hermana. Ahora yo tenía el inmenso privilegio de matarme por haberle hecho daño a su hermana. Scott no tendría que mancharse las manos con mi sangre, ni tendría cargo de conciencia alguno por haber hecho lo correcto.
               Sabía que llegaría un momento en que mi cerebro intentaría un reseteo para recuperarme, y luché con todas mis fuerzas por sentir cada sensación, por aferrarme a lo que tenía que sentir para poder minimizar el daño de Sabrae. Recordaba a la perfección las instrucciones de Claire, pero en lugar de centrarme en que pasara rápido, me centré en incrementarlo. En lugar de buscar cinco cosas que ver, cuatro que oír, tres que sentir, dos que oler y una que saborear por fuera, me concentré en lo de dentro.
               Cinco cosas que ver: los puntos en mi campo de visión, el mundo borroso a mi alrededor, la cara de Perséfone acercándose a la mía ayer, la cara de Sabrae llorando frente a mí, Sabrae llorando en aquel mirador de Mykonos.
               Cuatro cosas que oír: los gritos de mi padre insultando a mi madre, las llaves de la puerta del piso de mi infancia, a Sabrae preguntándome si Perséfone era mi novia, mi respiración acelerada y superficial.
               Tres cosas que sentir: el suelo entrándome en los pulmones, las manos de Sabrae en mi vientre, alejándome de ella; el nudo en el estómago cuando vi a mi padre después de tantos años, escayolado e indefenso por primera vez en mi vida de Whitelaw.
               Dos cosas que oler: la cena quemada que mi padre no le había dejado terminar a mamá antes de darle una somanta de palos, la gasolina en el asfalto mientras perdía la conciencia.
               Una cosa que saborear: las lágrimas de Sabrae mientras la besaba y le decía que todo iría bien, pero ella no me creía.
               Vamos, sucio cabrón. Vamos. VAMOS. REVIENTA DE UNA PUTA VEZ.
               Cinco cosas que ver: Sabrae llorando en el cenador, Sabrae sufriendo en casa, Sabrae alejándose de mí, Sabrae acurrucada en una esquina, Sabrae mirándome con asco durante los trece años de lucidez que había tenido antes de dejar que me acercara a ella.
               Cuatro cosas que oír: Sabrae llorando. Sabrae insultándome. Sabrae diciéndome que no. Sabrae diciéndome que no quería volver a verme.
               Tres cosas que sentir: el tortazo que me había dado cuando nos peleábamos. El fuego en mi estómago cuando quiso darme celos mientras estábamos peleados. Las piedras en mi estómago cuando mi hermano entró en la misma habitación que ella.
               Dos cosas que oler: su sudor después de una noche entera follándomela a conciencia para que se creyera de verdad que Perséfone no me importaba. El olor de la cama de Scott en su pelo.
               (¿Soy un gilipollas posesivo? Pues puede. Pero no me gusta que deje de oler a ella y empiece a oler a su hermano. Me gusta cómo huele ella, no Scott.)
               (Que no es que Scott huela mal, ni nada. Qué va. No  es de esas estrellas del rock que ves que no se duchan más que una vez a la semana. Es sólo que… bueno, ya me entiendes.)
               Una cosa que saborear: mi sangre cuando me mordió por besarla sin su permiso.
               Un poco más. Sólo un poco más.
               Cerré los ojos y todo se volvió negro. Para cuando los abrí, ya no estaba temblando ni tenía asfalto en los pulmones. Estaba de pie, en una playa de arena blanca y aguas turquesa. Sabrae estaba de espaldas a mí, mirando hacia el mar, a tan sólo un par de pasos de distancia. El pelo le caía en cascada por la espalda y llevaba puesto un bikini del mismo color que la arena; su piel de bronce refulgía en tonos caramelo a la luz de sol.
               A su alrededor, el hilo que nos unía danzaba recubriendo su silueta, arrancándole destellos a su piel que nada tenían que envidiarle a las estrellas.
               Aquí yo era puro, no tenía pasado ni nada más que mi amor por ella. Precisamente por eso era digno, y por ello me permití estirar una mano y acariciarle la palma. Sabrae inclinó la cabeza hacia un lado, moviendo el cuello como si pretendiera desentumecérselo.
               -Bombón-dije, y se volvió por fin hacia mí. Las olas nos lamían los pies, juguetonas. En su cuello, el colgante con mi inicial y el pequeño elefantito que le había regalado devolvían la luz del hilo que la recorría, danzarín y travieso.
               Pero en sus ojos no había nada divertido: eran todo severidad. Todo lo contrario a lo que había sido cuando la había visto hacía meses.
               -No me está haciendo ni puta gracia lo que estás intentando-me dijo, y yo me quedé helado en el sitio. Sabrae no perdió el tiempo: me puso las manos en el pecho (joder, ¿siempre había tenido este poder sobre mí? Allí donde estaban colocadas sus manos, incluso aunque fuera solo un segundo, sentí que había vida latiendo bajo la piel) y me empujó para tirarme al suelo. Creé una lluvia de arena blanca al impactar contra ella, pero no me hice daño, y eso que me lo merecía.
               Sabrae se puso encima de mí, los pies a cada lado de mis caderas, y se inclinó para mirarme. Sus colgantes pendían a pocos centímetros de mi piel, una piel en la que no había cicatrices.
               -Me prometiste que encontrarías la manera de volver conmigo-me reprendió-. Cumple tu promesa, sol.
               Extendió la mano hacia mí, como si fuera a ayudarme a levantarme de nuevo, pero cerró los dedos en el aire. No fue hasta que no tiró de él que no me di cuenta de dos cosas:
               La primera, que estaba agarrando nuestro vínculo.
               Y la segunda, que ese hilo de oro también estaba bailando a mi alrededor.
               Salí disparado hacia arriba y me encontré de vuelta en mi cama, con Luca, los tíos que lo habían acompañado, Odalis, Fjord y Mbatha inclinados junto a mí. Mbatha suspiró con alivio y los demás se pusieron a aplaudirme… no, a aplaudirla.
               Hasta que no vi el cubo vacío que tenía junto a la cama no me di cuenta de que estaba empapado. ¿Me habían tirado agua encima?
               -¿Os pensáis que soy un puto salmón extraviado, o qué?
               -Menos mal. Valeria me asesinaría si os pasara algo bajo mi cuidado.
               -¿Desde cuándo tienes ataques de ansiedad?-preguntó Odalis, y yo la miré. Me encogí de hombros. No era algo que me apeteciera comentar con todos ellos presentes. Tenía cosas que hacer. Tenía que amigarme con Luca, y decidir cómo se lo contaba a Sabrae, y… puede que recrearme un poco en lo guapa que estaba hacía unos segundos, recubierta de un hilo de oro danzarín. ¿Estoy enfermo? Pues sí. Y también cachondo perdido. Llevaba días sin hacerme una paja. Que no me subiera por las paredes como Spiderman era un milagro.
               Claro que no me lo merecía mucho después de mi vergonzoso comportamiento de ayer.
               -No agobiéis a Alec-ordenó Mbatha-. Fjord, mira a ver si puedes conseguir un poco de sopa para traerle. Y agua. Y una barrita energética. No quiero que te dé un bajón de tensión después de tantas emociones juntas. ¡Deprisa!-animó, y Fjord se levantó y salió como un bólido de la cabaña.
               -Estoy bien-dije incorporándome, pero todos jadearon así que me volví a sentar en la cama-. En serio. Me han dado ya más veces y… estoy bien. Sólo necesito seguir con mi vida.
               -De eso nada. Hoy quiero que guardes reposo. Luca se quedará cuidándote-añadió, mirando al italiano, que asintió con la cabeza y, si estaba fastidiado por la decisión de Mbatha, desde luego lo disimuló genial. Se sentó en la cama, se descalzó y entrelazó las manos, los ojos fijos en mí mientras los demás todavía me rodeaban. Mbatha los despachó en seguida, ordenándoles que siguieran con sus tareas, me dejaran en paz y… atención… que no comentaran eso con nadie.
               No te haces idea de cuánto se lo agradecí.
               Esperó con nosotros, tomándome el pulso y mirando si tenía fiebre, hasta que Fjord llegó con la sopa. Después de verme tomarme más de la mitad, por fin, se dio por satisfecha y también se marchó.
               -Si te encuentras mal en cualquier momento, Alec, vete a la enfermería. ¿De acuerdo?
               Asentí con la cabeza y miré a Luca.
               -Siento el espectáculo.
               Luca agitó la mano en el aire y luego me sonrió.
               -No pensé que mi amistad te importara tanto hasta el punto de tratar de digievolucionar para que me asuste y acceda a que volvamos a ser besties.
               -Pues sí que me importa-dije, y Luca me miró con intensidad. Intentó no sonreír y fracasó estrepitosamente. Le gustaba, y él a mí. Nos caíamos bien y congeniábamos como pocos compañeros en el voluntariado. Deberíamos cuidar más la relación que teníamos a partir de ahora-. Y para que conste, no estaba digievolucionando, sino pokeevolucionando.
               -Listo, se acabó-dio una palmada, levantándose con dramatismo-. En cuanto vuelva Valeria, le pido el cambio de cabaña. Como si tengo que dormir al raso. No pienso dormir junto a alguien que prefiere Pokémon a los Digimon.
               -Que creas siquiera que hay un debate entre Pokémon y Digimon es la razón por la que todas las tías de este campamento vayan detrás de mí y no de ti-dije.
               -¿Ahora vas a llamarme friki?
               -No. Voy a llamarte gilipollas. A las tías les gustan los tíos listos, y todo el mundo sabe que los Pokémon son mejores que los Digimon.
               -Cazzo inglese di merda-se presionó el puente de la nariz y negó con la cabeza-. Las cosas que tengo que aguantar.
               Movió los pies en el suelo mientras yo tomaba otra cucharada de sopa. Sabía mejor de lo que me esperaba, o puede que fuera el hambre.
               -Siento haberme puesto chulo contigo-dijo por fin-. Me siento muy culpable por lo que te ha pasado.
               -Llevo con ansiedad prácticamente desde que nací. Me dan ataques con bastante regularidad. De hecho, mi novia me animó a venir aquí porque así no la tengo a ella para calmármelos. Se supone que si sobrevivo a esto, sobreviviré a cualquier cosa.
               -Me cae bien esa novia tuya.
               -Es una tía cojonuda-sonreí, mirando las fotos de la pared-. No se merece salir con un gilipollas como yo, pero… igual espabila. Está en la edad del pavo.
               -De edad del pavo nada. Estando aquí he podido comprobar que, a mayor el gilipollas, mayor la polla. A las tías les suele compensar.
               -Eso explica que yo sea tremendo gilipollas-respondí, y los dos nos echamos a reír. Di otro sorbo y nos quedamos en silencio, ambos mirándonos los pies.
               -Entonces… tú y Perséfone…-se atrevió por fin, y yo lo miré.
               -Se acabó. De verdad. No debería haber pasado lo que pasó anoche, pero no se va a repetir. Tío, te lo digo en serio. No me interesa para nada. O sea, ella y yo somos amigos de toda la vida y lo vamos a seguir siendo hasta que nos muramos, pero nada más. Te ayudaré encantado a conquistarla si quieres eso, pero quiero que lo sepas. No quiero malos rollos contigo, ¿vale, tío?
               -No los va a haber, te lo prometo. Pero, ¿qué pasa si ella no quiere?
               -Tampoco te voy a ayudar a obligarla a hacer nada.
               -Lo digo por ti-escupió, poniendo los ojos en blanco, y yo sonreí.
               -Yo ya tengo el cupo cubierto-volví a mirar a Sabrae, y Luca clavó los ojos en ella.
                -Sabrae está muy lejos-era raro escuchar ese nombre que tanto me gustaba en un acento italiano incorregible, pero también… me gustaba. Todo lo que tuviera que ver con ella me gustaría, sin importar sus variaciones.
               -También está muy buena.
               -Tío, sin ánimo de que vuelvas a digievolucionar, ni nada por el estilo, pero… ¿qué vas a hacer si ella no te perdona lo de Perséfone?
               -Matarme a pajas-dije tranquilamente, y Luca se rió.
               -Lo digo en serio.
               -Yo también. No me veo con ninguna otra. Por eso me parece todavía más soberana gilipollez lo que he hecho, ¿sabes? Porque, mira, la gente es muy dramática con los cuernos. En plan, la gente que los pone. Que sí, vale, la inmensa mayoría de lo que lo hace son unos hijos de puta y no se merecen que les perdonen, y sus parejas hacen muy bien mandándolos a tomar por culo por ello, pero… tiene que compensarles, ¿no? En el fondo, les compensa. Porque tiene morbo hacer cosas que no deberías, y tal. Pero es que para mí no tiene morbo nada de eso. No me imagino con otra chica que no sea Sabrae. Por muy buenísimas que estén las actrices o las modelos de turno y lo mucho que me insista todo el mundo en elegir a alguna con la que me “arriesgaría” a ver si Sabrae me perdona o no… es que no la hay. Me he tirado a más de cien tías… más de ciento cincuenta, en realidad… y cuando pienso en sexo, sólo pienso en Sabrae. Las demás se han esfumado así-chasqueé los dedos- en plan, plop. Como si nunca hubieran existido. Pienso en posturas raras y las recuerdo con Sabrae, o me las imagino si no las hemos hecho. Y eso es lo que me jode, ¿sabes, tío? ¿Por qué he tenido que hacer en la puta selva lo que no haría ni en un jodido desfile de Victoria’s Secret?
               Luca torció el gesto.
               -Bueno, no nos martiricemos, ¿quieres, tío? Por suerte, me tienes a mí para ayudarte a que tu Julieta te perdone.
               Fulminé a Luca con la mirada.
               -¿No me has oído, espagueti? No quiero que me perdone. Lo que quiero es hacer que lo pase lo menos mal posible.
               -Pues a mí me da igual lo que tú quieras. La inglesa te va a perdonar como que me llamo Luca Ferragioli. Tu cagada monumental no es más que un contratiempo que superaré en mi gran plan maestro…
               -¿De qué cojones estás hablando?
               -Tenéis que casaros-soltó a bocajarro, y yo abrí la boca y la cerré y la volví a abrir y la volví a cerrar.
               -Eh… ¿perdón?
               -Sí. Tenéis que casaros. Porque, verás, está claro que si seguís enamorados y seguís juntitos en plan parejita de tortolitos, te la terminarás llevando a Roma y querrás que te haga un tour como Dios manda-dijo, agitando la mano en el aire-. Sin embargo, si os casáis, es evidente que necesitarás hacerlo con tus amigos del alma presentes, entre los que ya me incluyo a juzgar por esa crisis existencial que te ha dado por tratar de ponerte en su sitio-señaló por encima del hombro con su pulgar y negó con la cabeza, haciendo una mueca en la que ponía los ojos en blanco y sacaba la lengua-. Así que yo superaré el cargo de conciencia que le supone ir al pueblo que les robó todo lo que tenían a mis ancestros y me plantaré en tu boda, para que te puedas casar sin ningún tipo de problema. Y, claro, en tu boda conoceré a tus amigos. Y, sobre todo, a tus amigas. Y haré que cierta inglesa macizorra descubra lo que es un hombre de verdad-sonrió con maldad, mirando hacia la pared con mis fotos. Me giré para mirar a la que había atraído su atención: una en la que estaba con las gemelas y Karlie, pasándonoslo bien en uno de los festivales a los que habíamos ido el verano pasado.
               Sintiendo que me animaba un poco por primera vez desde la noche pasada, porque cualquiera de las posibilidades era mejor que la anterior, le dije a Luca:
               -¿Cuál de todas?
               Y, con la decisión de quien ha elegido a conciencia, Luca llevó su dedo a la menor de las tres.
               Que, por si no lo recuerdas, es Bey.
               -Algún día-me dijo-, ese pibonazo será mío.
               Me giré y miré al italiano. Puede que yo fuera muchas cosas, y la gran mayoría malas, pero en aquel momento, lo único que pude ser fue un tío viendo cómo otro le quería tirar los tejos a una amiga suya con la que él mismo había intentado tener algo. Le puse una mano en el hombro y lo miré a los ojos.
               -Espagueti… no sabes dónde te estás metiendo.
               A lo que Luca me sonrió con maldad.
               -Aún no-concedió-. Pero me encantará averiguarlo.
 
 
Me recoloqué la pamela que me había puesto por el dramatismo y, tras tomarme un momento de conexión con el universo, avancé por el caminito de grava en dirección a la puerta, ya las llaves en la mano.
               Era miércoles.
               Hacía justo una semana que Alec se había marchado. Hacía una semana de mi último orgasmo, y había decidido que ya estaba bien. Que mi novio no estuviera en el continente no quería decir que yo estuviera de luto o algo así, me había dicho a mí misma esa misma mañana, mientras preparaba la bolsa que me llevaría a su casa para cuidar las plantas de su madre. Los Whitelaw que quedaban en Londres se habían marchado a media mañana del lunes, dejándome hecha un manojo de lágrimas por lo mucho que iba a echar de menos a Mimi durante sus vacaciones en Grecia, pero había encontrado un consuelo en el favor que me pidió Annie de que fuera a cuidar de su casa de vez en cuando.
               -Mis orquídeas necesitan muchos mimos-me dijo, dándome todos los besos que le habría gustado darle a Alec, y que yo estaría encantada de transmitirle a su hijo si pudiera-. Y la mano de una mujer siempre es cariñosa con las flores.
               Sospechaba que Alec le había pedido que me dejara vía libre para campar por su casa mientras ellos se iban a Mykonos, pero como me venía bien cualquier excusa para visitar la habitación de mi chico, no hice más preguntas que las estrictamente necesarias para continuar con nuestra coartada: ¿cuánto las regaba? ¿Necesitaban abono? ¿Cómo quería que les abriera las ventanas del invernadero: abatidas, o del todo?
               Scott me había acompañado al aeropuerto para que no tuviera que volver sola, y se había pasado el viaje en tren dándome besos en la cabeza, acariciándome el hombro y estrujándome contra él para recordarme que, oye, no todo el mundo me abandonaba y mi corazón estaba diseñado para echar de menos, así que no tenía por qué morirme de añoranza.
               -Pero es que voy a echar mucho de menos a Mimi-gimoteé-. Y también a Trufas. No sé si podré entrar en casa de Alec sin que esté Trufas.
               Puede que me hubiera centrado más en Trufas que en Mimi, pero sentía la ausencia de la hermana de Alec como si se fuera al otro extremo del mundo. En cierto modo así era para mí: a pesar de que habíamos estado poco tiempo juntas desde que Alec se había marchado, Mím se había convertido en un pilar fuerte en el que apoyarme. Que las dos echáramos de menos a la misma persona y que nuestra manera de aferrarnos a él fuera idéntica hacía que la presencia de Alec en su casa no se terminara de diluir del todo, y en cierto modo me daba miedo que abrir las ventanas y ventilar la casa más a menudo hicieran que el olor del cuerpo de mi novio abandonara antes las sábanas.
               Pero también me despedía de una amiga. Nos habíamos pasado el domingo viendo Sexo en Nueva York en la cama de Alec, hinchándonos a helado y tronquitos de regaliz con pica-pica, mirando fotos que nos habíamos hecho con él y recitando las cosas que antes no nos gustaban de él y que ahora echábamos terriblemente de menos (Mimi no soportaba esa obsesión que tenía con pasearse en bolas por casa durante el verano, algo que a mí me habría encantado presenciar; y yo… bueno, Mimi se metió muchísimo conmigo cuando dije que no se me ocurría nada que Alec hiciera y yo no soportara, al margen, por supuesto, de esa tendencia suya de minusvalorarse y creer que lo hacía todo mal).
               -Um, ¿ir en moto?-dije por fin, más para quitármela de encima que porque lo sintiera de verdad. Porque no era así, por supuesto que no. Me seguía dando un miedo terrible imaginármelo subido otra vez a una moto después del accidente que había tenido, pero la sensación de libertad de que habíamos disfrutado en Mykonos mientras recorríamos la isla había sido sencillamente espectacular. Quería volver a verlo feliz y libre y gritando a pleno pulmón de tan eufórico como se sentía, y sabía que la moto era la mejor manera de propiciar esa felicidad.
               Bueno, lo cierto es que quería verlo. Punto.
               -¡Pero si babeabas cuando lo veías volver a trabajar!-protestó Mimi, riéndose, y yo me hice la digna.
               -Es que estaba muy guapo con el polo del trabajo.
               Se le adhería de una manera a la piel, dejando entrever sus músculos de una forma que… uf. Ñam. Sí. Era el momento.
                Ya había llorado suficiente hacía dos días, con Scott alucinando con lo dramática que podía ser. Ya había llorado bastante el fin de semana, cuando por fin me había dejado aceptar que echaba terriblemente de menos a Alec. Ahora era el momento de pasármelo bien otra vez. Pensar en él tanto que me doliera y disfrutar de los regalos que me había hecho para que lo hiciera hasta el punto de volverme completamente loca.
               Así que no me había olvidado del vibrador que me había comprado para nuestras vacaciones cuando preparé la bolsa con mi bikini, crema solar, un libro, el cargador del móvil, las llaves y gafas de sol. Ya había cogido una bolsa de patatitas y tenía pensado hacerme una ensaladilla de cangrejo mientras cantaba a pleno pulmón el disco de Nick Jonas que había obligado a escuchar a Alec la primera vez que estuvo en mi casa, Last year was complicated. Mi semana también había sido complicada, pero por fin estaba remontando.
               Abriría las ventanas de la casa, regaría las plantas, me pondría una peli, comería a solas, me tumbaría a leer bronceándome al sol, y luego me masturbaría en la bañera del piso de abajo, cortesía de la mente pensante de mi increíble novio, que me había prometido coger todos nuestros juguetes sexuales sumergibles. Literalmente “por si… bueno… ya sabes”, guiño, guiño.
               Quedaban trescientos cincuenta y seis días para vernos, y yo me sentía optimista. Tenía suficientes cosas de Alec en mi vida como para tratar de entretenerme hasta que regresara. Todo iba genial, absolutamente genial.
               Entré en la casa y, tras cerrar la puerta, me subí las gafas de sol para dejármelas de diadema y dejé las llaves en el platito del vestíbulo. Atravesé el mismo en dirección a las puertas correderas del fondo, que daban al jardín, y las abrí antes de descorrer las cortinas, con lo que éstas empezaron a ondear como lo habían hecho en el hotel de Capri. Mientras las descorría, recordé la sensación de adrenalina mientras Alec me poseía sobre el pasamanos de la terraza, siendo sus brazos lo único que impedían que cayera al vacío. Sus dientes habían sido más cortantes, sus manos más rudas, y sus embestidas tan entusiasmadas que, incluso aunque hubiera tenido orgasmos más intensos con él, consideraba aquel uno de los mejores polvos que había echado en mi vida. Puede que recurriera bastante a los recuerdos de Capri mientras me bañaba.
                Subí al piso superior y abrí las ventanas. El sol ya había convertido la habitación de Alec en un horno, pero sabía que refrescaría enseguida gracias al buen trabajo que había hecho Dylan diseñando la casa y facilitando su ventilación en verano, y que retuviera el calor en invierno. Me moría de ganas de acurrucarme bajo la claraboya de la habitación de Alec a leer algún libro picantón con una tacita de chocolate caliente en la mesilla de noche y probar a solas el aislamiento térmico de la casa.
               Poniendo cuidado en no desordenar nada, abrí también las ventanas de las habitaciones de Ekaterina, Annie y Dylan, y Mimi, y bajé al trote las escaleras. Annie había dejado sobras congeladas por si algún día me aborrecía cocinar, pero de momento me apetecía comportarme como una buena ama de casa. Saludé a Jordan, que se había asomado desde su casa, por la ventana de la cocina, y le habría invitado a entrar de no ser éste el primer día que me pasaba totalmente sola después de… bueno, después de que Alec saliera del hospital y nos pegáramos el maratón del siglo a tener citas antes de que se fuera. Había visitado a Josh a primera hora de la mañana, cuando apenas estaba empezando el horario de visitas, para poder tachar esa tarea de mi lista y disfrutar de mi exclusiva compañía.
               Pelé un par de patatas, las eché a cocer, y mientras estaban al fuego salí jardín para ocuparme de las orquídeas. Las fui saludando una por una, canturreándoles en voz baja mientras retiraba las flores marchitas que se habían caído en sus estantes y las regaba con la regadera de latón que Annie repintaba todos los años, poniendo cuidado en no dejar que se oxidara para que sus pequeñas no sufrieran.
               Quité las patatas del fuego, las saqué a un plato para que se enfriaran, y mientras lo hacían me preparé un San Francisco sin alcohol. Me sentía caprichosa y, por encima de todo, disfrutona. Había decidido que ése sería un buen día en el que disfrutaría de todo lo que se me apeteciera, ya que mi mayor antojo estaba a seis mil kilómetros de distancia y se haría de rogar. Cuanto más pensaba en Alec, más dulce se me hacía la espera, porque sabía que volvería por todo lo alto incluso si no preparaba nada especial. No necesitaba fuegos artificiales cuando se trataba de él; me bastaba con que se bajara del avión. Ver su vuelo en el panel de llegadas dentro de trescientos cincuenta y seis días serían suficientes fuegos artificiales para mí.
               Con la música de Nick Jonas resonando en el altavoz portátil que saqué de la habitación de Alec y que había colocado estratégicamente sobre la nevera, en una esquina de la cocina, pelé los huevos, troceé las patatas, piqué palitos de cangrejo y colitas de gamba, le añadí atún, aceitunas, zanahoria y maíz, y luego unos daditos de queso. Saqué una ración para un plato, luego un poco más, metí el bol en la nevera, me llevé el plato al salón y subí los pies a la mesita baja de los mandos antes de ponerme a ver Lilo&Stitch.
               Lo dicho. Disfrutona total.
               Terminada la peli, con apenas unas gotitas del cóctel en la copa y el plato con migajas de mayonesa, me fui a la cocina y lo dejé todo en el fregadero. Decidí mientras sacaba un par de bolas de helado de maracuyá y les echaba sirope de chocolate blanco que ya lo lavaría más tarde, por ejemplo mañana. O nunca. Adoraba cocinar, pero eso de fregar no me gustaba nada. Por suerte Alec tenía buena disposición para ello, ya que era de las pocas cosas de casa que no necesitabas que te enseñaran. Hacíamos una pareja perfecta, pensé mientras me quitaba la ropa en la misma cocina, me ponía el bikini, y salía al jardín. Le había pedido a Scott que me ayudara a llevar una de las tumbonas de playa de mamá a casa de Alec el día anterior, así que sólo tenía que ponerle una toalla encima, arrastrarla hasta el sol y relajarme bajo el cielo azul sin ninguna nube. Me tomé el helado lentamente, disfrutando del líquido derretido que se deslizaba por alrededor de lo que todavía quedaba sólido y deleitándome en el sabor, para lo cual lo seguía tomando despacio. Decidí que, cuando fuera a bañarme para quitarme la crema solar y el sudor, cortaría unas frutas para cenar macedonia congelada mientras seguía leyendo. Estaba a punto de terminar la saga de Una corte de rosas y espinas, y aunque me fastidiaba hacerlo sin tener a Alec para comentar el final del libro, lo cierto es que me moría de ganas de saber cómo terminaba todo.
               Después de una hora y pico lo dejé a un lado, junto al bol con los restos del helado, y me deslicé por la tumbona hasta quedar completamente echada sobre ella. Inhalé profundamente, dejando que el olor del césped mezclado con el del protector solar me inundara las fosas nasales, y dejé que mi mente divagara hacia donde quisiera. Llevaba sin dejarme esa libertad desde el domingo pasado, cuando me había puesto nerviosísima de repente sin venir a cuento, como si hubiera corrido una maratón sin moverme del sitio. Mimi había sido un amor conmigo, cogiéndome de la mano y tranquilizándome cuando yo empecé a asustarme porque no sabía lo que me pasaba, y desde entonces siempre había estado con un ojo puesto en el retrovisor, preocupada de que aquella sensación de inestabilidad y urgencia por algo desconocido regresaba.
               Por suerte no fue el caso, y pude dejar la mente en blanco durante un rato, navegando por los recuerdos que había hecho con Alec y en los que había encontrado un consuelo que hacía una semana era más bien una tortura. Me noté sonreír y me tapé la cara con la pamela,  soltando una risita mientras pensaba en la última vez que había estado así, tumbada al sol sin nada que hacer más que disfrutar del calor. Había sido con él. Vale, habían estado sus amigos también, pero cuando él y yo estábamos juntos, el mundo se desvanecía.
               Tumbada a solas y en bikini en una casa que ni siquiera era mía pero que sentía como un hogar hizo que pudiera transportarme de vuelta a aquellos días gloriosos en la playa en los que había sido inmensamente feliz incluso con los buitres del voluntariado acechando sobre mi cabeza. Si no había el ruido de ninguna televisión ni la preocupación de que me vieran y dejaba la mente lo suficientemente en blanco, podía fingir que Alec estaba a mi lado, al alcance de la mano, y que sólo tenía que estirar el brazo y lo acariciaría con el meñique.
               Estar sola y dejar que el sol besara mi cuerpo era como dejar que lo hiciera Alec. Él había sido muy entusiasta cada vez que yo me tumbaba en la playa, dejándome apenas unos minutos de relax antes de cubrirme de besos, y a pesar de que cuando nos terminábamos besando tenía en la boca el sabor de la crema solar, lo cierto es que no me disgustaba.
               No, Mimi tenía razón. No había nada que Alec hiciera que a mí me disgustaba, y me gustaba saber que era así. Me gustaba saber que, aunque estuviera a miles de kilómetros de mí, estaba tan presente como si estuviera a mi lado, y que no notábamos la distancia tanto como creíamos. Evidentemente preferiría mil veces tenerlo conmigo, y que fueran sus labios y no los rayos del sol los que me acariciaban la piel, pero… para llevar una semana separados nada más, me había recuperado bastante rápido.
               Ya no me escocía pensar en él. ¿Qué estaría haciendo? ¿Se lo estaría pasando bien? ¿Me echaría terriblemente de menos y se negaría en redondo a disfrutar de su tiempo libre para pensar en mí? ¿Se pasaría ratos a solas para pensar en mí? ¿Se habría masturbado ya? ¿Lo haría esta noche? ¿Lo haríamos a la vez? ¿Pensaríamos en el mismo momento? ¿Lo haríamos con la misma intensidad? ¿Tendríamos los mismos orgasmos? ¿Nos acariciaríamos de la misma…?
               A la mierda mis planes. Necesitaba engañarme y decirme a mí misma que lo tenía dentro ahora.
               Me levanté de la tumbona, dejé el libro bajo su sombra y recogí el bol del suelo para dejarlo en la cocina de la que entraba en la casa a por el vibrador. Tenía ganas de probarlo a solas; me había gustado la experiencia de usarlo con él, pero jugar yo sola era una novedad. Atravesé la casa al trote, sintiendo un calor que nada tenía que ver con lo incisivo que estaba el sol, y crucé el vestíbulo descalza en dirección al salón. Abriría mi bolsa, saldría a toda leche al baño del piso de abajo, abriría el grifo y me sumergiría en él completamente desnuda, solo  acompañada por ese vibrador cuyo nombre de modelo desconocía, pero por el que no me tenía que romper la cabeza para bautizar. Me lo pasaría bien con mi pequeño Alec antes de que mi gran Alec volviera y me hiciera ver que, vale, el vibrador había sido un buen remedio de emergencia, pero jamás podría comparársele ni mucho menos sustituirlo.
               O eso pensaba que haría, porque algo en el límite de mi campo de visión captó mi atención. Había comido un poco antes de lo que tenía por costumbre para poder salir antes a tomar el sol, por lo que me había perdido uno de los eventos que más me interesarían a lo largo del año, y en torno al cual me atrevería a decir que llegaría a girar mi existencia: la llegada del cartero.
               Al contrario que en mi casa, los Whitelaw podían quitar su buzón del jardín, y de hecho lo hacían cuando se marchaban de vacaciones para que no se saturara, así que el cartero las colaba por el hueco en la puerta. Normalmente y teniendo en cuenta mi estado de ánimo, que Alec calificaría como “más salida que el pico de una mesa” (y en gran parte debido a mis hormonas revolucionadas), habría hecho caso omiso de las cartas esparcidas por el suelo del vestíbulo. Solían ser catálogos y propaganda indeseada que terminaba directamente en la basura y que por tanto no merecían mi tiempo.
               Salvo ese día. Ese día, no. Ese día había algo que hizo que me fijara más en el montoncito. El destino había querido que el cartero tirara en último lugar lo más interesante, como si lo bueno se hiciera esperar. Encima de un par de folletos de colores neutros y cartas de sobres blancos e impersonales había dos sobres con líneas diagonales, rojas y azules en los bordes.
               Correo aéreo.
               Correo internacional.
               Con el sonido de mis pasos como el tamborileo previo al momento culminante de una película resonando en el vestíbulo, me acerqué al pequeño montoncito de cartas y recogí los dos sobres. En el primero de ellos ponía el nombre de Mimi.
               En el segundo…
               Sabrae Malik
               Pemberley Avenue 531
               N17 9EZ Londres, Inglaterra
               Se me aceleró el corazón. Era la dirección de Alec, pero la carta iba a mi nombre. Una carta con los bordes azules y rojos. Una carta que había viajado en avión porque venía de fuera del país. Una carta con varios sellos para costear sus portes, y con el matasellos de fecha dos de agosto.
               Eso sólo podía significar que…
               Le di la vuelta con el corazón en un puño. No se me pasó nada malo por la cabeza. De hecho, lo único malo que se me ocurrió fue que pudiera estar soñando.
               Pero era real, igual que lo era el remitente, escrito en una letra que me sabía de memoria, la misma que el destinatario.
               Alec Whitelaw
               Campamento WWF
               15264 Awassa, Sidama
               Etiopía
               Recordé lo muchísimo que había llorado por eso. La manera en que había gimoteado con desesperación porque no sabía lo que supondría para mí no tener noticias de él en UN PUTO AÑO.
               Y AHÍ HABÍA ESTADO SIEMPRE ÉL. DÁNDOME BESOS EN LA CABEZA. DICIÉNDOME QUE LO SUPERARÍA. QUE ESTARÍA BIEN.
               PORQUE TENÍA PENSADO ESCRIBIRME CARTAS.
               ¡¡¡ME LO IBA A CARGAR!!! ¿CÓMO PODÍA NO HABERME DICHO QUE PODÍA ESCRIBIRME CARTAS?
               -¡SERÁ HIJO DE PUTA!-grité, sosteniendo la carta con tanta fuerza que fue un milagro no romperla. Se me empañaron los ojos y me empecé a reír. Estaba ahí. Estaba ahí. No iba a estar completamente a oscuras durante todo este tiempo. Tenía una dirección a la que escribirle y maneras de saber cómo estaba. Creía que no iba a saber nada de él porque no había cobertura en la zona a la que se dirigía.
               Qué tonta había sido. Una tonta de remate. Por supuesto que iba a escribirme cartas. Tenía que ser muy retrasada para creer que él me dejaría dar palos de ciego durante un año.
               Me eché a llorar, pero estas lágrimas eran completamente distintas a las que había derramado durante toda la semana: eran dulces y no saladas, acompañaban a sonrisas y no a corazones estrujados. Brillaban y no escocían, liberaban y no ataban.
               Pues claro que él iba a encontrar la manera de llegar hasta mí, ya fuera desde el otro extremo del mundo o incluso desde el más allá. Nada podía separarnos, no teníamos dónde escondernos el uno del otro. Yo siempre iba a alcanzarlo, y Alec siempre iba a alcanzarme.
               Lo escuché riéndose en mi interior cuando me di cuenta de que las señales siempre habían estado ahí. No me había dicho que lo superaría, sino que no sería para tanto. Yo había sido la que lo había interpretado como que podría con ello.
               Annie se había reído cuando le había dicho que lo peor sería no saber nada de él en trescientos sesenta y un días, pero no lo había dicho porque yo estuviera contando los días, sino porque sabía que no íbamos a estar tanto tiempo sin saber de él.
                Incluso a seis mil kilómetros de distancia él se las seguía apañando para sorprenderme, cuidarme y, sobre todo, quererme. Hacer que me sintiera protegida y segura y acompañada. Hacer que le sintiera a mi lado, ahora y siempre.
               Temblando como una hoja, con las lágrimas deslizándoseme por las mejillas, olvidado todo lo que tenía pensado para esa tarde, empecé a despegar la solapa del sobre, maravillándome ante mi propia estupidez al haber creído de verdad que Alec no encontraría la manera de regresar a mí de mil formas distintas. Me seguiría adonde fuera. Me cuidaría pasara lo que pasara. Me amaría me encontrara donde me encontraba.
               Lo escuché dentro de mí, en lo más profundo y primigenio y puro de mi ser, mientras terminaba de despegar el sobre y veía la fecha en que había escrito la carta, a uno de agosto, en su letra redondeada e irregular, la que había llenado cuadernos y cuadernos para luchar por su felicidad.
               Intenta impedírmelo, bombón.



             
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2 comentarios:

  1. BUENO para empezar comienzo diciendo que adoro a Persefone y que la conversación que han tenido entra en mi top de conversaciones en la novela. La frase de “Estás demasiado ocupado perdonándoselo todo a todo el mundo que no dejas ni un poquito de ese perdón para ti. Y es a ti a quien más le hace falta” me ha dejado plof.

    Siguiendo con esto lo de Luca me lo veía venir desde el principio del capítulo y aun así me ha encantado como ha ayudado a Alec con todo a pesar de como se sentía. Lo he pasado fatal con el ataque y he chillado como una puta cerda con la parte del sueño con Sabrae es que me da algo malísimo.

    Por último decir que ahora vivivo por y para leer como Bey y Luca se conocen y que la carta que le ha llegado a Sabrae mas te vale que no la haga llorar.

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  2. Como te gusta hacer sufrir a tus personajes… es que te encanta
    Comento cositas:
    - Alec martirizándose me pone muy triste, sobre todo leyendo la conversación con Perséfone y viendo que, como me dijiste, Alec siempre piensa que hace todo peor de lo que lo hace en realidad.
    - La conversación con Perséfone me encantado, se nota que le conoce, sabe que lo exagera todo y se machaca demasiado. Su amistad en verdad me gusta y espero que puedan volver a estar bien y ser amigos a pesar de lo que ha pasado.
    - Que haya visto a Sabrae cuando ha tenido el ataque de ansiedad me ha dejado: MAL.
    - La conversación con Luca 10/10 también, le adoro y adoro esta amistad MUCHISIMO (sobre todo teniendo en cuenta que solo lleva como 4 capítulos. Cuando le ha dicho “No pensé que mi amistad te importara tanto hasta el punto de tratar de digievolucionar para que me asuste y acceda a que volvamos a ser besties.” casi me da algo de la risa. Y bueno que se venga la pareja de Luca y Bey QUE SE VENGA osea estoy deseando que se conozcan.
    - Sabrae echando de menos a Mimi me ha puesto tiernita.
    - Y bueno el momento de Sabrae recibiendo la carta y siendo consciente de que va a saber de Alec durante el voluntariado ha sido maravilloso. Ya te vale dejarlo ahí y no poner la carta…
    Deseando leer más <3

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