domingo, 2 de octubre de 2022

Mi Perséfone de invierno.

¡Hola, flor! Ya estoy aquí de nuevo. Quería darte las gracias por tu paciencia, y decirte que a partir de ahora volvemos a la normalidad publicando cada finde y, por supuesto, cada día 23. ¡Muchas gracias por estar aquí!


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Qué haces. Qué haces. Qué cojones haces. Qué puto haces, joder. Puto gilipollas de mierda. Puto imbécil de los cojones. Esto es exactamente por lo que ella te dijo que no al principio. De esto se estaba protegiendo. De ti. Qué haces. Qué haces. Qué cojones estás haciendo.
               Había perdido completamente el control de mi cuerpo: era como si ya no me perteneciera, como si me hubiera convertido en un ser de gas atrapado en una tela que le impedía volar libre hacia las estrellas y mezclarse con el aire para así desaparecer. A mi alrededor había explotado el infierno, un infierno terrorífico que demostraba que la humanidad no sabía nada de lo que realmente daba miedo. No había llamas, no había calderas humeantes ni tampoco lava derramándose en todas direcciones, lamiéndote los pies y convirtiéndote en un montón de indignas cenizas.
               Sólo había frío. Frío y vacío y un dolor de estómago mientras te dabas cuenta de qué era lo que estaba pasando. Qué pesadillas estabas cumpliendo y qué promesas estabas rompiendo.
               Qué haces. Qué haces. Qué haces. Qué haces. Qué haces. Qué cojones haces, qué cojones haces, qué cojones haces, qué cojones haces. Puto subnormal. Puto subnormal. Puto subnormal. Puto subnormal.
               Estropeas todo lo que tocas. Todo.
               Ni siquiera tenía el consuelo de poder decir que Perséfone había sido la que había empezado el beso; decir que me había besado ella a mí no era una excusa.
               Porque le estaba devolviendo el beso. Y yo sólo podía pensar en Sabrae mientras lo hacía. En Sabrae y en cómo besaba ella, en los ruiditos que hacía cuando le gustaban mucho, en la manera en que me acariciaba la nuca y enredaba los dedos en mi pelo mientras abría la boca y su lengua jugaba con mi lengua, en la calidez y lo cómodo y lo bueno y lo correcto que se sentían sus labios sobre los míos antes de descubrir si aquello era el final soñado o un principio delicioso de algo que, repito, no me merecía. No me merecía nada de ella. Me merecía esto que estaba teniendo ahora: esta sensación de rabia y de asco hacia mí mismo, esta dificultad para respirar, esta tortura a la que me había lanzado de cabeza. Porque Perséfone había sabido un segundo a casa, el único segundo en que me había atrevido a confundirla con Saab. Y luego…
               Qué haces qué haces qué haces qué haces qué cojones qué cojones qué cojones subnormal subnormal subnormal imbécil imbécil imbécil eres un mierdas eres asqueroso eres eres eres eres NUNCA VAS A MERECÉRTELA.
               MIRA EL DAÑO QUE LE ESTÁS HACIENDO MIRA EL DAÑO QUE LE ESTÁS HACIENDO MIRA EL DAÑO QUE
               El infierno se abalanzó sobre mí, todo hielo y vacío y terrenos yermos y sin vida, y conseguí encontrar la salida hacia mi vida anterior, en la que además de alma (putrefacta, sí, pero alma al fin y al cabo) también tenía cuerpo. Que tuviera cabeza todavía no estaba claro.
               Y conseguí separarme de Perséfone. Me aparté ligeramente de ella, las mejillas ardiéndome, piedras en mi estómago y el peso del mundo entero sobre mis hombros. Mis ojos se bañaron en ácido al ver en mis rodillas la cara de Sabrae cuando le contara lo que había pasado.
               Porque no te equivoques ni un pelo. Sé que soy gilipollas. Sé que no tengo perdón. Sé que soy un mierdas y un asqueroso y un capullo y un auténtico hijo de puta. Sé que soy subnormal.
               Pero también sé que esto estaba fuera de límites. Sabrae me había dicho que podía hacer lo que quisiera con quien quisiera mientras retozábamos en la cama no porque estuviera feliz, no; sino porque esperaba que no lo hiciera con Perséfone. No había verbalizado ningún límite porque los dos sabíamos que estaban implícitos, y allí estaba yo.
               El primer sábado separados.
               Poniéndole los putos cuernos a mi novia, a la que quiero con locura, más de lo que nunca querré a nadie y desde luego más de lo que me la merezco (lo cual es nada) con la chica que la hizo llorar en la que se suponía que iba a ser nuestro ensayo de luna de miel. Íbamos tan bien. Lo teníamos todo. Y Perséfone lo había estropeado en Mykonos.
               Y aun así, yo le había devuelto el beso y lo había estropeado en Etiopía.
               Sabrae no se merecía esto. Nadie se lo merecía (o, bueno, casi nadie; Mimi era producto de algo similar y era lo mejor que mi madre había hecho en la vida), pero, de todas las personas del mundo, Sabrae era precisamente la que menos se lo merecía.
               Incapaz de mirar a Perséfone, dejé los ojos fijos en mis rodillas. En los límites de mi campo de visión, las estrellas del fondo del lago se habían apagado, como si les diera vergüenza verme haciendo aquello. Me habían visto demasiadas veces jurarle amor eterno a Sabrae bajo su vigilancia, y ahora… ahora yo había demostrado por fin que no era digno de esa confianza que ella había depositado en mí. Que, a pesar de que creía que lo hacía con la mejor de las intenciones y de forma completamente sincera, había terminado engañándola.
               La luna se agitaba como si estuviera hecha de blandiblú, tambaleándose en la superficie del lago igual que todo lo que habíamos construido Sabrae y yo. Ella siempre me decía que yo era mi peor enemigo, y yo siempre le había quitado importancia y le había dicho que había gente que me quería aún menos de lo que yo lo hacía. Ahora ya no estaba tan seguro de aquello. Ni siquiera mi padre podría odiarme como lo hacía ahora.
               Ni siquiera mi padre podía hacerme tanto daño como lo había hecho yo ahora… todo por ser un puto gilipollas incapaz de reprimir sus instintos.
               Perséfone estaba a mi lado, su aliento aún deslizándose por mi mejilla, su mano descansando sobre mi regazo. Se le había caído cuando yo me había apartado, y si me hubiera atrevido a mirarla me habría dado cuenta de que en sus ojos reinaba la confusión. Yo nunca había interrumpido uno de nuestros besos, así que esto era nuevo para ella. Las demás chicas no me habían importado lo suficiente para mantenerme célibe en Mykonos, así que esto también era nuevo para ella.
               Pero lo sabía, joder. Lo sabía y aun así lo había hecho, me había acercado al trampolín y había tendido la mano, y yo, como el puto gilipollas que soy, había decidido tirarme. Como si no me encantara la tierra en la que vivía, la tierra en la que quería echar raíces, la tierra que tanto me había cambiado después de enamorarme hasta el punto de creer no sólo que lo de las películas y los libros ñoños era verdad, sino que se quedaba corto. Todavía no había visto a nadie escribir lo que yo sentía por Sabrae, pero esto que acababa de hacer era… era tan…
               … tan de personaje masculino estándar. Y Sabrae, desde luego, no era la protagonista femenina estándar. Yo tenía que estar a la altura.
               Y no lo había hecho.
               Perséfone tomó aire a mi lado, como preparándose para hablar. Voy a matarla, pensé con una rabia que conocía muy bien, pero que jamás había dirigido a ella, sino a la gente con quien compartía sangre. Claro que ni Aaron ni mi padre me habían quitado algo tan valioso: mi fidelidad.
               Sentí que una bomba estallaba en mi pecho, su columna de fuego disparándose por mi interior, arrasándolo todo a su paso. Y, justo cuando iba a girarme y poner a Perséfone a vuelta y media por lo que me había hecho hacer, me acordé de lo que Sabrae había dicho cuando Scott y Tommy hicieron lo mismo que yo.
               -No es sólo porque Eleanor sea amiga mía. Es porque Scott es mi hermano. Y yo jamás creí que fuera capaz de hacer algo así. Y ahora no voy a poder verlo de la misma manera.
               Y, luego, Sabrae gritándome cuando habíamos tenido aquella pelea horrible que le daba igual que me hubiera ido con Chrissy, con Pauline o con quien fuera: lo que le molestaba, lo que le dolía, lo que la mataba y le impedía confiar en mí era saber cómo resolvía yo mis idas de olla emocionales. Podría follarme a todo Londres o a una sola tía un millón de veces y a Sabrae le dolería igual, porque no eran las demás las que estaban comprometidas con ella. Era yo.
               Y no Perséfone.
               Claro que Perséfone sabía de sobra que yo estaba con Sabrae. Incluso me había felicitado y me había dicho que se alegraba por mí y que tenía muchas ganas de conocerla. ¿Habían sido todo mentiras para tenerme contento?
                Apreté tanto las manos sobre el borde del muelle que empezaron a dolerme los nudillos. Entonces, apreté un poco más. Me merecía esto. Me merecía esto y más. Sería más digno y mejor para Sabrae que me atara unas piedras a los pies y me lanzara al centro del lago. Mejor viuda que cornuda. Podría llorarme y pasar página y ser feliz.
               La herida que acababa de infligirle no sanaría nunca.
               -¿Te pasa algo?-preguntó Perséfone por fin. Igual que a mis besos interrumpidos, tampoco estaba acostumbrada a mis silencios demasiado largos, o a que levantara muros a prueba de griegas. Sin embargo, no pude contener una risa socarrona. Claro que me pasaba algo. Me llevaba pasando algo nueve meses, joder.
               Estaba a punto de soltarle un comentario mordaz cuando, de nuevo, conseguí recordar quién era ella y quién era yo. Perséfone era mi amiga de la infancia, la chica con la que había perdido la virginidad, el “Alec Whitelaw” del puto Alec Whitelaw que era yo. Aparentemente, yo sólo ponía el puto. Lo cual era bastante acertado para la situación.
               El caso: ella no le debía nada a Sabrae. Y por muy reprobable que fuera su falta de empatía, sólo había un culpable en esto que acababa de pasar, porque sólo había uno comprometido. Perséfone sólo se guiaba por sus ganas; no le tenía que rendir cuentas a nadie y eso le daba una libertad de la que yo ya no disfrutaba, pero por elección propia.
               O no debería disfrutar.
               -Pues… que sigo con Sabrae, Perséfone.
               Perséfone se retiró un par de centímetros, como si yo quemara. Tenía la boca y los ojos tan abiertos que reflejaban la ausencia de estrellas de una forma dolorosísima. ¿Así iba a ser mi vida a partir de ahora? ¿Ni siquiera podría levantar la vista y dibujar las constelaciones que Sabrae y yo habíamos redefinido una vez?
               Parpadeó una, dos, tres veces. Había tomado aire, y cuando se apartó el pelo de la cara, que el huracán que me había alborotado las ideas para hacer semejante gilipollez le había enredado, pude ver que incluso se había puesto pálida. Se llevó la mano que tenía en mi regazo a la boca, y vi que estaba temblando como un flan.
               Me sorprendió lo quieto y aparentemente tranquilo que estaba yo, viéndome desde fuera. Fue una de esas cagadas de tu vida en las que te ves como si estuvieras en una sala de cine viendo una película sobre tu vida.
               -Dios mío. Dios mío. Dios mío, Alec, yo…-se retiró un poco más, poniendo tal distancia entre nosotros que nuestras piernas ya no se tocaban, y luego pareció pensárselo mejor, y se inclinó hacia mí, todavía con nuestras piernas alejadas, y me puso las manos en los hombros, obligándome a mirarla-. Lo siento. Lo siento muchísimo. Yo… creí que tú… que tú y ella…-se apartó de nuevo el pelo de la cara-. Bueno, que lo dejaríais. O que os daríais un tiempo, como mínimo. Aquí todos lo han hecho-explicó, haciendo un gesto con la mano que abarcaba a todo el lago, en cuya orilla los demás seguían bailando alrededor de la hoguera, ajenos totalmente a que yo acababa de destruir todo el universo conocido.
               -Ya-me escuché decir, la voz de un anciano en un cuerpo de dieciocho años. Estaba cansado como si hubiera corrido una vuelta completa alrededor del mundo sin parar. Me dolía todo. El ataque de ansiedad que se venía iba a ser tremendo pero, de momento, me descubrí en una especie de calma chicha que no comprendía muy bien. Supongo que era el ojo del huracán, esa pequeña remisión que tienen todos los pacientes antes de morir.
               Quién cojones me había mandado despertarme del coma.
               -Normal-continué. Y lo era, la verdad que sí. Viendo que alguien como yo podía hacer algo así, no quería ni pensar en lo que serían capaces de hacer los sinvergüenzas de mis colegas del voluntariado. Todavía no había llegado a conocerlos profundamente a todos, pero lo que había visto de ellos ya me había bastado para creer que sus novias hacían muy bien dándoles carta blanca: hay cierta dignidad en dar permiso para algo que van a hacerte de todos modos, incluso aunque no te guste. Sólo esperaba que ellas se lo estuvieran pasando en sus países de origen tan bien como lo estaban haciendo ellos.
               Incluso Sabrae me había dejado libertad en ese aspecto, salvo para una cosa que sabía que no iba a pasar: me había pedido que no me enamorara. Y puede que yo fuera la mayor puta que había pisado nunca Inglaterra, pero mientras que mi cuerpo le había pertenecido a mil mujeres antes que a Sabrae, mi corazón solamente había sido de ella. Siempre sería solamente de ella.
               Incluso cuando estuviera hecho un millón de pedacitos, como ahora, seguiría siendo de ella.
               -Pero nosotros no-dije, y no sabes lo arenosa que sentí la boca cuando dije la palabra “nosotros”. ¿A qué nosotros te refieres, Alec?, me había gustado preguntarme, ¿al que te has cargado en cuanto se te ha presentado la ocasión?
               Lo que más me jodía de todo era que ni siquiera me había resistido al beso. Perséfone no había tenido que insistir para conseguir una respuesta por mi parte. Simplemente había sido tocarme y yo ya… joder. No te haces una idea de la profunda vergüenza que sentía de mí mismo. Claro que tampoco me merezco tu compasión, así que no me la des. Por favor, ódiame. Es lo mínimo que puedes hacer después de lo que me has visto hacer.
               -Nos vamos a esperar-terminé, bajando la vista y mirándome las manos. Me parecían curiosamente desnudas ahora que no tenía los dedos de Sabrae jugueteando con las líneas en la palma de mi mano, riéndose mientras fingía predecirme el futuro diciendo que iba a ser el mejor novio del mundo, un marido increíble y un padre de diez.
               La pobre necesitaba urgentemente un curso intensivo de cartomancia.
               -Eso… eso está muy bien-asintió Perséfone, mordiéndose el labio y apartándose el pelo tras las orejas. Continuó asintiendo como si estuviera en una película protagonizada por Kristen Stewart y se frotó las manos con nerviosismo-. Es precioso. Es un gesto muy, muy bonito-asintió, dejando caer las manos sobre su regazo. Se miró un momento los dedos como quien mira un arma con la que acaba de robar una vida-. Estaría bien tener a alguien que… ¿Todo el año?-se interrumpió de repente, levantando la vista y aclarándose la garganta. La miré y asentí con la cabeza.
               -Síp. Esa es la idea. Era.
               Perséfone se mordisqueó los labios.
               -Um… un año es… bastante tiempo.
               -Lo sé.
               -Y tenía entendido que vosotros erais muy físicos-añadió, tirándose de las mangas de la camiseta de algodón hasta cubrir media mano con cada una-. Es decir, tú…-se quedó callada, cada camino que se abría ante ella tan peligroso o más que el anterior. Se relamió de nuevo, los ojos puestos en los míos, buscando una ayuda que llevaba… ¿quince años?, llegando. No debería dejar de llegar ahora, sobre todo después de comprobar que no habían cambiado tantas cosas como yo me creía.
               -Soy mil veces peor con ella de lo que lo era contigo-dije, en un falso tono bromista que incluso consiguió engañarme. Aparentemente también la engañó a ella, ya que soltó una risita y sacudió la cabeza. Creo que no se dio cuenta de que realmente no le había dicho ninguna mentira. Después de todo, a Perséfone nunca le había hecho lo que acababa de hacerle a Sabrae. Éramos más o menos exclusivos en Mykonos, vale, de acuerdo, pero sólo cuando se trataba de nuestro pueblo y nuestro grupo de amigos. Cuando salíamos de fiesta teníamos la norma de que podíamos hacer lo que se nos apeteciera; nuestra amistad debía ser más fuerte que nuestros celos, y esos “beneficios” que obteníamos el uno del otro era puro sexo sin ataduras. Siempre había respetado a Perséfone.
               Pero pensar que la había respetado más de lo que había respetado a Sabrae me producía arcadas.
               -Entonces ella tiene mucha, mucha suerte-me dedicó una tímida sonrisa diplomática.
               -El que tiene mucha, mucha suerte soy yo-respondí, y por primera vez me permití sonreír de verdad. Porque vale, sí, la había cagado de una forma apoteósica y no me merecía los recuerdos que tenía, pero si había algo que nadie iba a poder quitarme era, precisamente, todos y cada uno de los momentos que había vivido con Sabrae. Aún no estaban emponzoñados por mi traición, así que su luz aún guiaba mi camino. Pronto me cegaría, y yo renunciaría a todo lo que tuviera que renunciar para aceptar el castigo que me correspondía, pero de momento tenía una guía en Sabrae.
               Perséfone se relamió los labios.
               -Al, de verdad, si hubiera sabido que tú y ella… Dios, no sabes lo mal que me siento, de verdad.
               -No te preocupes. No es culpa tuya-y tenía razón. Si Perséfone había creído que Saab y yo lo dejaríamos para que yo pudiera ser un cabrón sin consecuencias durante el voluntariado, no tenía ni un ápice de culpa en su cuerpo. Todo recaía en mí. Así que debía esforzarme por borrar esa inquina que amenazaba con brotar de mi interior y tratarla como la había tratado siempre. Sus intenciones eran nobles: había tratado de cuidarme como lo había hecho otras veces, creyendo que tenía el corazón roto como otras veces. Se había comportado como una buena amiga, y yo tenía que recompensarla por eso, no castigarla-. Debería haberte dicho algo. Aunque, la verdad, no me esperaba que…
               Bueno. Que creyera que lo dejaría con Sabrae. Después de todo, puede que no nos conociéramos tan bien. Me había pasado horas y horas cantándole las alabanzas de mi novia, diciéndole lo enamorado que estaba, lo enamorado que estaba de mi enamoramiento, lo muchísimo que me gustaba la persona en que me estaba convirtiendo gracias a Sabrae… y yo era terco como una mula; siempre lo había sido y siempre lo sería, así que Perséfone debería haber sospechado que no me conformaría con un noviazgo de unos meses antes de despendolarme por ahí un año. Debería haber sabido que yo no tiraba la toalla ni hacía las cosas a medias. Si me pillaba, lo hacía de verdad. Hasta las putas trancas.
               No dejaba de ser un cabrón, aparentemente, pero tampoco me desenamoraba tan fácilmente. Y ni de puta coña iba a marcharme de Europa sin Sabrae como mi novia.
               -Ha sido muy impulsivo por mi parte, perdona-se llevó las manos al corazón, y yo agité la mano en el aire.
               -No pasa nada.
               O, al menos, no debería pasarle a ella. Y menos aún cuando todas las señales habían estado ahí, pero yo había sido demasiado gilipollas como para conseguir descifrarlas. Hacíais buena pareja, me había dicho cuando le había explicado que echaba de menos a Sabrae, hacía menos de cinco minutos. Hacíais, no hacéis. Perséfone había dado por sentado que yo no había cambiado tanto como lo había hecho porque no sabía hasta qué punto Sabrae era ahora una parte inherente de mí. Sabía que me había enamorado de ella, sabía que había dejado de hacer cosas con otras porque Sabrae me las hacía mejor y más de seguido, y aquello sólo quitaba complicaciones y malentendidos.
               Pers había creído que Sabrae era mi Perséfone de invierno: la chica a la que acudía cuando me apetecía echar un polvo y ya sabía dónde lo tenía asegurado. Chrissy o Pauline, pero en una sola persona y con la que hacía más planes.
               Un año era mucho tiempo. Y ahora era verano, y estaba en un sitio en el que Sabrae no sería más ventajas que inconvenientes, sino justo a la inversa. Era normal que pensara así, me dije. Era normal que me hubiera besado, sobre todo si no había podido verla antes y que nos viera juntos a ambos, que viera que lo que teníamos ella y yo no tenía comparación con lo que compartíamos Sabrae y yo. Mykonos ya no era el reino de Perséfone, sino una de las muchas provincias del imperio de Sabrae. Una isla en un océano, en lugar del paraíso en la tierra. Vale, sí, de acuerdo, aquella era mi isla preferida en el mundo, pero… no dejaba de ser una isla más ahora que sabía lo que era surcar las estrellas, surfear las nubes y acomodarme en la luna.
               Pero Perséfone no sabía nada de eso. Y la culpa de que hubiera propiciado que yo le hiciera aquello a Sabrae no era de nadie más que mía. Debería habérmelo imaginado, debería haberlo sospechado, debería haberme figurado que nadie en casa le diría lo bien que estaba con mi novia, lo enamoradísimo que parecía y lo dispuesto que había estado a pelearme con absolutamente todo el mundo con tal de defenderla. Aquello sólo heriría los sentimientos de Perséfone, y mientras yo estaba en Mykonos sólo un mes al año, Perséfone tenía allí su casa. Nuestros vecinos la protegerían a ella antes que a mí. La pondrían en más valor que a Sabrae simplemente porque era de los suyos, y Sabrae no.
               Tendría que habérselo dicho nada más verla. Que Sabrae fuera mi prioridad número uno siempre no  significaba que también lo fuera de los demás, como era más que evidente. Estaba claro que Perséfone no iba a pensar en ella nada más verme; no, si ni siquiera la conocía en persona. Era mi deber hablarle de Sabrae nada más encontrarnos y aclararle que no iba a pasar nada entre nosotros. Debería haber recordado la manera en que me miraba en Mykonos para darme cuenta de que así era como me miraba también en Etiopía. Había visto sus ojos en cientos de chicas antes que ella (o, bueno, técnicamente después), y sin embargo estaba tan ciego que ni había pensado en que Perséfone o las demás pudieran ser competencia para Sabrae.
               Y ahora yo había manipulado la competición y había descalificado a Sabrae, exactamente igual que habían hecho conmigo en mi último combate.
               Ya ni siquiera me importaba haberme retirado con la plata. Lo que me jodía era que alguien pudiera tener dudas de que Sabrae se llevara el oro. Y la culpa de eso la tenía solo yo.
               ¿Dónde estaba el chico que se había enfrentado sin dudarlo a todos sus amigos de Mykonos con tal de defender a su novia? ¿El que habría puesto toda la isla patas arriba y no habría dudado en diezmar a su población con tal de conseguir que ella se sintiera bien? Echaba de menos al Alec que había sido en Mykonos. Pero ahora ese Alec ya no iba a volver.
               Puede que nunca hubiera sido capaz de salir de la isla. Quizá yo sólo había creído que me había seguido cuando nos fuimos, pero en realidad estaba allí atrapado, reflejando la luz del sol en la superficie del mar y haciendo que Sabrae creyera que esa luz le era propia y no prestada.
               Sol. No había dejado de llamarme sol mientras estábamos allí. Y ella era mi luna y mis estrellas, y ahora… ahora ese papel me quedaba gigante. Y si el sol no brillaba, tampoco podía hacerlo la luna. No podía hacerle eso al cielo, dejarlo huérfano de lo único que regía los ciclos de la vida en este planeta. De la misma manera que no podía haber flores sin sol, tampoco podía haber amor sin luna.
               Esto era lo que me tocaba ahora. Una noche eterna, a oscuras, en la que lo único que podría hacer sería torturarme pensando en lo que había tenido y había jodido. No sabía si Sabrae me perdonaría; ni siquiera estaba seguro de ser capaz de pedírselo, a pesar de que lo deseaba con todo mi corazón, incluso cuando sabía en lo más profundo que me lo merecía. Yo sólo… yo sólo… necesitaba…
               Necesitaba justo esto. Hundirme en mí mismo y en el petróleo que tenía dentro. No volver a sacar la cabeza nunca. Morir era mejor que hacerle daño a Sabrae. No me merecía ninguna presencia reconfortante a mi lado. Me merecía terminar lo que había empezado en el hospital.
               -¿Quieres que… te deje solo?-preguntó una titubeante Perséfone, cuya intuición me habría salvado de descubrir quién era realmente si hubiera funcionado siempre. Por su tono de voz supe que sospechaba lo que me pasaba, pero no sabía qué hacer conmigo. Nunca lo sabría porque siempre había lidiado con mi versión más soleada, esa que era más fácil de querer. No es que fuera culpa suya, ni mucho menos. Sé que parece que le guardo algún tipo de rencor, pero te prometo que no es así. Es sólo que… ella siempre lo tuvo tan fácil conmigo. Había sido Sabrae la que había capeado mis temporales, me había sacado de pozos, me había hecho recuperarla ilusión y las ganas de luchar, la que me había soportado tormentoso y hecho un vendaval, y… aun así, la había traicionado a ella y no a Perséfone. Después de todo lo que había hecho por mí, de cómo había sufrido y luchado y no se había rendido jamás, yo había tardado literalmente cuatro putos días en darle la espalda a todo eso.
               ¿Y todo por qué? Por un beso que ni siquiera podía compararse con los peores que nos habíamos dado ella y yo. Joder. Al menos tenía el consuelo de no haberlo disfrutado en absoluto.
               -Sí. Estaría bien-susurré, mi voz apenas un hilo. No sabía en qué idioma estaba hablando: bien podía ser ruso y Perséfone no me entendería.
               -Claro-dijo.
               Por algún milagro de la naturaleza, no obstante, Perséfone parpadeó de nuevo, asintió con la cabeza y se levantó despacio, como quien ha entrado en la guarida de un oso y se lo encuentra dormido y se dispone a salvar su vida saliendo en silencio.
               -Te… te veré por la mañana, entonces.
               Si sigo aquí, pensé de una forma macabra que ni siquiera me asustó. De hecho, resultó incluso tranquilizadora. Ahora que sabía que iba a quedarme solo e iba a poder pensar, estaba en un estado como catatónico en el que tenía la cabeza más despejada de lo que la había tenido en mi vida. Y por un segundo me lo planteé. Fue solo un segundo, pero lejos de locura, creo que fue de lucidez. No me merecía que Sabrae me perdonara y no me merecía seguir con ella, pero es que tampoco me merecía hacerle daño. Y sabía que le haría menos daño que yo simplemente desapareciera a que siguiera por ahí, siendo una tentación y una pregunta eterna. Por qué no había sido capaz de resistirme a la tentación. Por qué le había demostrado que los hombres mentíamos más que andábamos.
               Tenía dos opciones, en realidad: seguir vivo y contárselo, o no seguirlo y no contárselo. Si me quedaba podría vivir para verla superarlo finalmente, pero sabía que la traición a su confianza dejaría una muesca imposible de borrar. Era hijo de una mujer maltratada: sabía perfectamente lo que supone que tu pareja, la persona que más debe cuidarte y protegerte, te haga daño. Sabía que hay heridas que no sanan nunca.
               Al final no era tan distinto de mi padre, después de todo. Puede que nunca le hubiera puesto la mano encima a Sabrae, pero lo que acababa de hacerle era mil veces peor. No me perdonaría, me dejaría y seguiría con su vida. Y haría bien. Encontraría a alguien bueno que se la mereciera y que la hiciera feliz, alguien que jamás le haría lo que le había hecho yo… pero ella se despertaría en mitad de la noche de todos modos, creyendo haberlo escuchado susurrar en sueños un nombre que no sería el suyo.
               -Sí. Nos vemos por la mañana-respondí, asintiendo despacio con la cabeza. Perséfone se abrazó a sí misma detrás de mí, de pie en medio del pequeño muelle. La brisa seguía revolviéndole el pelo, pero lejos de tranquilizarla como lo había hecho otras veces, pareció susurrarle algo al oído que la hizo vacilar. Era como si los elementos le estuvieran dejando caer mis intenciones, y a pesar de que lo que había hecho no tenía perdón, Perséfone quería salvarme. Era mi amiga. Claro que iba a hacerlo.
               Aunque primero me dejaría pedir ayuda. Sabía que puedo ser muy orgulloso y enfadarme si me echan un cable cuando creo que lo tengo todo controlado, y no quería que le explotara todo en la cara. Bastante mal se sentía ya y bastante creía que la había cagado por algo por lo que ni siquiera tenía la culpa. No habría intentado nada si hubiera sabido que Sabrae y yo seguíamos juntos. Si yo le hubiera dicho que seguíamos juntos. Así que no tenía nada por lo que culparse.
                Finalmente, después de un instante de duda que me pareció eterno, Perséfone empezó a alejarse, pero yo estaba lejos de quedarme solo. Conmigo estaban mis demonios.
               -Alec-dijo desde la base del muelle, incapaz de reprimirse. Me noté sonreír con cinismo: mi nombre ahora mismo era el peor insulto que podías decirme. Significaba el protector. Y mira qué bien protejo a los que me importan.
               Me giré y la miré. Perséfone seguía abrazada a sí misma, con una expresión preocupada en la mirada que me dieron ganas de borrarle a gritos. Tampoco me merecía su compasión.
               -Lo pienso de veras. Ahora más que nunca. Sabrae es muy, muy afortunada.
               Me volví de nuevo para mirarme los pies. Cómo podía pensar aquello después de lo que acababa de pasar era algo que se me escapaba.
               -Cada uno es libre de equivocarse como quiera-murmuré entre dientes, tan bajo que apenas pude escucharme a mí mismo, así que a todas luces Perséfone no lo oyó.
               -Tú sólo… conserva la perspectiva. La culpa de lo que acaba de pasar no es tuya.
               Me reí de nuevo, sacudiendo la cabeza.
               -No sé de quién más puede ser.
               -Ha sido un malentendido, nada más. Yo asumí que os daríais un descanso, y tú asumiste que yo no asumiría eso, así que… solo ha sido un malentendido. Además… apenas ha sido un beso.
               Pero ha sido un beso contigo, pensé. Me dediqué a juguetear con un hilo suelto de mis pantalones, incapaz de hablar. Quería que Perséfone se fuera.
               -Ella no se enfadará-me aseguró-. Es buena. Estoy segura de que lo entenderá.
               ¿Tú lo entenderías?, me habría gustado gritarle, pero me quedé callado. Necesitaba que se fuera. Necesitaba quedarme solo. Necesitaba poder pensar, recrearme en la cagada. Necesitaba tener un puto ataque de ansiedad que me mandara al otro barrio para así no tener que ocuparme de hacerlo yo.
               Después de lo que me pareció una eternidad, por fin, Perséfone se marchó. Escuché sus pasos alejándose hasta que se hundieron bajo el sonido de los demás pasándoselo bien junto a la hoguera, pero yo sabía que ella no se uniría a la fiesta como lo había hecho antes.
               Sólo me quedaba esperar por lo inevitable. Esperé y esperé y esperé, pero mis extremidades siguieron perteneciéndome, mis pulmones siguieron absorbiendo aire y no alquitrán, y no se me nubló la vista ni el mundo empezó a dar vueltas a mi alrededor. Tardé un poco en entenderlo: lo que había hecho estaba tan mal que ni siquiera me merecía el consuelo de tener un ataque de ansiedad con el que aliviarme un poco. No habría penitencia posible. Sólo estaríamos la luna, el agua y yo. Un agua que resultaba terriblemente tentadora.
               Levanté la vista y miré hacia los árboles, cuyas copas refulgían como espadas en alto, dispuestas a defender lo que había en su interior. Como un cobarde, pensé que podrían pasarme muchas cosas y que sería fácil que no regresara.
               Me lo planteé en serio durante lo que me pareció una eternidad, y creo que ni una sola de las partes que me componían disintió esta vez, como sí solían hacerlo el resto del tiempo. Que todo mi ser estuviera tan horrorizado y asqueado por mí mismo sólo me empujaba a pensar que aquello sería lo correcto, hasta que apareció una voz disidente.
               Piensa en ella. En ella de verdad. No en una hipotética Sabrae feliz que habría superado la misteriosa desaparición de su novio de adolescencia y habría seguido con su vida, sino la Sabrae de ahora. La que lloraría hasta quedarse sin lágrimas cada noche, preguntándose qué me había pasado, dónde estaría, y desesperándose con cada día en que no hubiera noticias mías, aferrándose a un clavo ardiendo que se derretía con cada semana que pasara hasta que… hasta que empezara a preguntarse si habría sido rápido, si yo habría sufrido, cuando fuera evidente que no iba a volver.
               No me merecía esas lágrimas. Ni una sola de ellas. Y lloraría más si yo me moría que si mataba nuestra relación. A largo plazo, en realidad, sería lo mejor para ella. Volvería a confiar de nuevo; no en mí, pero sí en alguien digno de ella que jamás la traicionaría y que la querría mejor de lo que lo había hecho yo. No más; eso no me parecía posible, pero lo importante no es la cantidad, sino la calidad.
               Además, también estaba mi madre. Y mi hermana. Y mi padrastro, mi abuela, y mis amigos, y todos los que me querían. Me llorarían como lo haría Sabrae. Me echarían de menos, y ahí yo sí que no me merecería lo que sufrirían por mí. Si era sincero les haría mucho menos daño; habría gente que incluso se lo esperaría y no se  sorprendería.
               Así que la solución era obvia. Había sido un cobarde besando a Perséfone, pero no lo sería cuando se lo dijera a Sabrae. Se lo debía a ella y a todos los que me rodeaban. Desaparecer sólo era la solución fácil para mí.
               Me levanté del muelle y avancé hacia las cabañas. El campamento estaba en silencio, todos sus habitantes dormidos o a la orilla del lago, así que podía pensar con calma en lo que haría: cómo se lo diría; y, lo más importante, de qué manera. Mbatha tenía un teléfono en la oficina de Valeria; lo sabía porque habían llamado hacía dos días a una de las chicas eslavas para avisarla de que su abuelo había caído muy enfermo y ésta se había ido a primera hora de la mañana del día siguiente. Así había descubierto que podíamos marcharnos, pero no sabía si pidiendo permiso o gestionándonos días de descanso que pudiéramos acumular renunciando a sábados. Dudaba que Valeria, a la que aún no conocía, me dejara marcharme sin dar ninguna explicación, o peor, que me dejara siquiera mirar vuelos si le contaba la verdad: que necesitaba hablar con mi novia en persona, ponerme de rodillas y decirle que sentía en el alma el daño que le había hecho y que, decidiera lo que decidiera, yo siempre sería suyo y podría hacer conmigo lo que ella quisiera. Mis promesas iban en serio; había roto una, pero me esforzaría porque las demás siguieran intactas.
               Al menos tenía el teléfono, pero me parecía… demasiado impersonal. Me merecía verle la cara cuando se lo dijera. Me merecía cualquier tipo de tortura que el mundo tuviera reservado para mí, y ver cómo entendía lo que había hecho y su alma se partía en dos cuando lo asimilara era lo mínimo que podía hacer para…
               No. Eso estaba descartado. Aviones, fuera. Sólo había dos opciones: una llamada…
               … o una carta.
               No sabía si podíamos utilizar el teléfono para llamar fuera, y dudaba que yo tuviera ningún privilegio, teniendo en cuenta que había pospuesto mi llegada un mes y que todavía no había hecho nada para merecerme un descanso, pero las cartas eran un derecho que teníamos todos. Sí, vale, era una versión más cobarde aún que la llamada, pero era la única opción que tenía asegurada. ¿Verdad?
               Era mejor que nada, me dije. Era mejor que esperar a volver dentro de unos meses y decírselo a la cara y joder algo que a ella le haría ilusión. Era mejor que dejar que me esperara durante un año y contárselo nada más bajarme del avión definitivo. Era mejor que… bueno, que cualquiera de las opciones que mi estúpida cabeza estaba barajando.
               Yo no era mucho de especular. Era más de acción, a la vista estaba. Eso siempre me había granjeado broncas de Sabrae porque mi impulsividad a veces era perjudicial para ambos, pero no creía que sentarme y escribirle lo que había pasado fuera más en contra de nosotros al resto de opciones que se me planteaban.
               De modo que entré en la cabaña que compartía con Luca, saqué los folios del cajón de mi mesilla de noche, y me senté frente a nuestro escritorio. Encendí la luz y me quedé mirando el folio en blanco. Apreté el bolígrafo contra la mesa, sacando su pica de tinta, y seguí mirando el folio en blanco.
               Había estado entusiasmado con escribirle cartas a Sabrae. Siempre había pensado en cómo sería recibir cartas suyas en Etiopía, en cómo me contaría todo lo que haría a lo largo del tiempo que tardara en recibirlas y lo que disfrutaríamos escribiéndonos guarradas que leeríamos con retraso. Nunca había pensado que tendría que poner por escrito mi peor pecado, y que Sabrae tendría mi confesión de forma física para torturarse con ella cada vez que…
               Mierda. Puede que esto no fuera tan buena idea.
               Seguí mirando el folio en blanco, que me devolvía la luz de la lámpara del escritorio como la luna reflejaba la del sol. Sol, la escuché ronronear en mi cabeza.
               No podía hacer esto. No podía hacerlo. No podía darle un cuchillo que Sabrae se clavaría en el vientre en cuanto estuviera un poco triste. La conocía. La había visto releer mensajes de peleas antiguas que había tenido con sus amigas cuando se había sentido mal. La había visto mirar fotos de ella y sus hermanos cuando se peleaba con Scott. La había visto añorar su felicidad cuando más triste estaba, y yo sabía que se dedicaría a releer esta carta hasta sabérsela de memoria si a mí se me ocurría escribirla.
               Mierda. Mierda. Mierda.
               Joder. Joder. Joder.
               Tienes que hacerlo. No podía dejar que siguiera enamorándose de mí cada amanecer, viendo con ilusión un nuevo vídeo mío saludando a un sol que ya se había puesto hacía tiempo y contando los días que faltaban para vernos. No va a ser ella la que se haga daño. Ya se lo has hecho tú.
               Tiré del folio y empecé a escribir.
               Sabrae,
               Odio saber que vas a abrir esta carta con ilusión y una sonrisa porque ya te habrá llegado la otra y creerás que lo que tengo que contarte es algo bueno, pero…
               Arrugué el folio, lo hice una bola y lo tiré al suelo. Nada de prosa. Sinceridad, nada más.
               Sabrae,
               He hecho algo terrible y quiero que me per
               Volví a hacerlo una bola. No estaba en condiciones de exigirle nada.
               Sabrae,
               Ha pasado algo y no quiero que creas que te lo oculto, así que te escribo esta carta para decirte que
               Otra bolita. No había “pasado” nada. Yo había “hecho”.
               Sabrae,
               Otra bolita. No me merecía ni escribir su nombre siquiera.
               Mi amor,
               Otra bolita. Tampoco me merecía llamarla de forma cariñosa.
               Hola,
               Otra bolita. Demasiado impersonal.
                Bombón,
               Otra bolita. Ni de puta coña iba a llamarla “bombón” en la misma carta en que iba a confesarle ponerle los cuernos.
               Nena,
               Me eché para atrás en la silla y me quedé mirando las cuatro letras. Golpeteé un momento el folio con el culo del bolígrafo y las observé y las observé. Eran mejores que “hola”, eso desde luego. Pero peores que “bombón”, “mi amor”, o “Sabrae”.
               Quizá en el punto medio estuviera la virtud. Me incliné hacia delante de nuevo.
               No te he dicho nada para que no te preocuparas
               CON RAZÓN. PORQUE SOY UN PUTO MIERDAS Y SABES QUIÉN ES TU NOVIO.
               pero Perséfone está aquí. La vi nada más llegar, antes de escribirte la carta, pero tenía mucho que contarte y no le di importancia
               MENTIROSO. SÍ QUE SE LA DISTE. NO QUERÍAS QUE LO SUPIERA. AL MENOS NO DESDE EL PRINCIPIO.
               en su momento. Pero el caso es que ha… hemos… he hecho algo. Hace... como… ¿dos horas? Y quiero que lo sepas porque no quiero ocultarte nada.
               AUNQUE DEBERÍA. PORQUE ERES BUENA Y LUMINOSA Y YO SOY PÉSIMO Y OSCURO Y TE MERECES QUE TE PROTEJAN DE MÍ.
               El caso es que hemos estado un momento a solas y nos hemos puesto a hablar de que yo te echo mucho de menos y…
               NO LE DIGAS QUE LA ECHAS DE MENOS. NO TIENES DERECHO A DECIRLE QUE LA ECHAS DE MENOS.
               … el caso es que estábamos muy cerca y ella se inclinó a besarme y yo… le devolví el beso. Fue apenas un roce.
               ALEC THEODORE WHITELAW. NO TE ATREVAS A JUSTIFICARTE.
                Y yo estaba un poco en shock al principio.
               ¡QUE NO TE JUSTIFIQUES!
               Pero el caso es que luego se lo devolví. Fueron solo unos segundos antes de que me diera cuenta de lo que
               SABÍAS DE SOBRA LO QUE ESTABAS HACIENDO, PUTO MENTIROSO DE MIERDA.
               estaba haciendo y me aparté, pero el daño ya estaba hecho. No te haces una idea de lo mucho que lamento lo que ha pasado, mi am
               NO LA LLAMES “MI AMOR”.
               mi am Saab. Sé perfectamente que Perséfone no se incluía en nuestro acuerdo y que te juré y perjuré que no aprovecharía la libertad que me has dado, así que… no sé qué coño me ha pasado. Te juro que esto no ha sido intencionado. No sabía que Perséfone estaría aquí ni que… ella cree que lo habíamos dejado.
               ¿NO TE ESTARÁS JUSTIFICANDO?
               Así que, por favor, no te enfades con ella. El único que te ha hecho daño de los dos he sido yo. Yo soy el único que sabía de sobra la situación en la que estamos tú y yo y le devolví el beso de todos modos. Fueron solo unos segundos. Te juro que no ha significado absolutamente nada. Nada. Quiero que lo sepas para que al menos tengas ese consuelo, aunque sé de sobra el daño que te he hecho y créeme si te digo que NUNCA me lo voy a perdonar. Tu confianza es lo que más me importa en la vida y sé que la he perdido por haber sido un gilipollas de manual durante los peores segundos de mi vida. Yo… no te escribo para que me perdones,
               EN EL FONDO SÍ QUE LE ESCRIBES PARA QUE TE PERDONE, JODIDO CERDO EGOÍSTA.
               sino porque te amo como no he amado a nadie en mi vida y no volveré a amar y no quiero que creas que te lo he ocultado a propósito, o que estaba esperando a volver para convencerte de que no ha sido nada porque… de verdad que para mí no ha sido nada. No ha supuesto nada en lo que a mí respecta, pero sé que para ti es horrible y… yo sólo quiero que estés bien. Sólo quiero borrar lo que ha pasado, pero no puedo. Sólo quiero haberte hecho caso cuando me lo pediste y haberme quedado y no haber descubierto nunca que yo podía hacerte esto. Sólo quiero haberte escuchado en serio cuando me cantaste Ready to
               Cogí la carta con los dedos, como si de un animal repulsivo se tratara, y la rompí en dos mitades; esas mitades, en otras dos, y así hasta que no fue más que una lluvia de confeti deforme sobre la mesa.
               Sabrae NO tenía la culpa de lo que acababa de pasar. Y hacer siquiera mención a Ready to run era más ruin incluso de lo que yo podía ser.
               Tenía que rumiarlo. Tenía que pensar bien lo que iba a escribirle y cómo se lo diría, de forma que le quedara muy, muy claro que las cosas que yo había hecho no eran responsabilidad suya, ni mucho menos. Bastante había hecho ella por mí. Debía transmitirle mi amor y mi agradecimiento y mi vergüenza y todo lo que estaba sintiendo para que supiera que esto siempre dejaría huella en mí, pero no sería fácil. De la misma manera que no me costaba nada escribirle cartas de amor, una carta de confesión para Sabrae excedía de mis capacidades.
               Necesitaba ordenar mis ideas, así que recogí las cosas, las tiré en el cubo de basura que teníamos junto a la puerta, y me tumbé sobre la cama. Ni siquiera me molesté en cerrar la mosquitera ni en taparme con las sábanas; sabía que no iba a dormir.
               No era ni de lejos el castigo que me merecía, pero por algo se empezaba.
 
Cuando me di cuenta de que aquella sería la primera vez que usaba las llaves de Alec sin estar él presente, me tomé un momento para interiorizar todo lo que eso implicaba: era como aceptar de forma definitiva que él no estaba ahí, y que no estaría durante 360 días. ¿O eran 359? Ya pasaban de las doce de la noche, así que técnicamente eran 359.
               Bajé la vista para mirar el pequeño llavero con la figurita del Kremlin, sus colores brillando a la luz del porche, que Annie había dejado encendida, y a pesar de todo sonreí. Estaba empezando a acostumbrarme a su ausencia igual que uno se acostumbra a las agujetas: sabes que hay movimientos que te hacen daño, pero que en general no te impiden continuar con tu vida.
               Le debía mucho a Alec; era muy consciente de ello. Sabedor de sobra de que lo pasaría fatal y que trataría por todos los medios de hacerme un capullo en su casa y negarme a salir de ella como una mariposa tímida de su crisálida, no sólo había mandado mensajes a todo mi círculo social  para que consiguieran sacarme de casa, sino que incluso había dejado algo reservado para mí: un último huevo de Pascua que nada tenía que envidiar a los de Taylor Swift, escondido en lo más profundo de la memoria del móvil de Amoke.
               Lo había descubierto esa misma tarde, cuando después de chapotear con Kendra, ya sellada nuestra reconciliación y hecha la promesa de que nos diríamos las cosas a la cara en lugar de convencernos de que nuestros celos eran inventados e indebidos, las chicas se habían puesto a parlotear con entusiasmo sobre los locales a los que podríamos ir por la noche.
               -Hace mucho que no vamos por ahí las cuatro. ¡Será genial! Creo que han puesto un karaoke en el bar de la esquina de la calle del billar. ¡Las canciones son gratuitas a partir de las doce! ¡Y si pides un chupito te cuelan en la lista!-dijo Momo, levantando las manos en el aire mientras sostenía su teléfono. Taïssa todavía estaba en la piscina, apoyada en el borde y pataleando perezosamente, igual que una sirena, ignorando deliberadamente el hecho de que las demás ya nos estábamos preparando.
               -¿Os importa si lo dejamos por esta vez, chicas?-pregunté, estrujándome el pelo con una toalla de color azul eléctrico. Había estado apurando el baño hasta el último momento, así que me tocaría ir goteando todo el camino hasta casa de Alec. No tenía intención de pasar por la mía aún: echaba demasiado de menos su olor como para poder posponerlo más-. Estoy bastante cansada y lo único que me apetece es dormir.
               Tres pares de ojos triangularon mi posición con severidad, como diciendo “ni de coña vas a colarnos esa trola, chata”. Kendra arqueó las cejas, Momo alzó una ceja y torció la boca, y Taïssa luchó por no sonreír. Las tres sabían a qué se debía mi reticencia: los sábados eran Las Noches De Alec, según decían cuando eran benevolentes. Cuando les apetecía tocarme las narices, lo que decían era Las Noches De Maratón Sexual. No nos pasábamos todos los sábados follando como conejos, faltaría más, pero sí que es verdad que, desde hacía bastantes meses, las chicas ya no contaban con el monopolio de mi tiempo. De hecho, las pocas noches que accedía a salir con ellas y encontrarme con mi novio más tarde, Alec y yo nos las apañábamos para cruzarnos de manera fortuita (te juro que es verdad) y ya no despegarnos el uno del otro.
               Así que este sábado era… crítico. No recordaba mi último sábado estando sola, pero tenía planes que me lo harían un poco más ameno. Planes en los que se incluía hacerme un cóctel sin alcohol con mucha, mucha granadina, meterme en la cama con una camiseta suya, y ponerme a ver Crazy rich asians mientras olía el aroma de las sábanas de su cama y acariciaba el colchón con los pies. Incuso me comería un par de bombones de Mozart. Bueno, puede que más de un par, pero él no tenía por qué enterarse de mis travesuras.
               Sabía que desde fuera parecía un plan patético, que todo el mundo pensaría que me dedicaría a llorar hasta el amanecer, pero después de lo que Alec había organizado con Jordan me sentía… extrañamente tranquila. Como si una parte de él no se hubiera marchado del todo y estuviera a mis espaldas, vigilando que no diera ningún paso en falso y que no me metiera en un pozo del que no fuera capaz de salir. Claro que, estando en la piscina, aún no sabía lo que Alec me tenía preparado. Sólo sabía que tenía que ir a ver al hospital a ver cómo se encontraba Josh, y luego deshacerme de mis amigas como fuera para poder escaparme a hurtadillas a casa de mi novio. Sé que se supone que te escabulles para ir a verlo, pero… las situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas.
               El caso es que me apetecía. Me apetecía ya por la tarde y me apetecía más aún cuando vimos a Jordan en mi casa; no me importaba que cualquiera que me viera creyera que estaba desperdiciando mi juventud comportándome como una joven viuda de guerra.
               Claro que las chicas tenían guardado un as bajo la manga. Un as que ese punto débil que yo tenía, de metro ochenta y siete, pelo castaño y abdominales de infarto, les había colocado personalmente allí.
               -¿Y si te decimos que lo de salir esta noche también es para obedecer a Alec?-preguntó Amoke, y Taïssa soltó una risita. Kendra carraspeó.
               -Ahora que has dicho “obedecer”, va a ser imposible que la saquemos de casa.
               -¿Obedecer a Alec?-repetí yo, dejando la toalla un momento. Momo revolvió en su bolso, desbloqueó su móvil, toqueteó la pantalla y, finalmente, me lo tendió. Se reclinó en la tumbona y arqueó una ceja con chulería.
               -Confío en que sepas cómo poner el videomensaje desde el principio-dijo con sorna. Sabía que Alec y yo habíamos hecho sesiones de sexting a través de telegram, algunas incluso con contenido audiovisual. Era de las pocas cosas que no le había contado a nadie más que a ella, pero tuve la picardía de no ponerme roja a pesar de que lo recordaba perfectamente: cómo toda mi piel me había picado al ver el miembro de Alec en movimiento, su mano rodeándolo con fuerza, escuchar sus gemidos y poder presenciar cómo eyaculaba mientras yo…
               Toqué con el dedo el borde del videomensaje que Alec le había enviado a Momo y subí el volumen a tope para poder escucharlo sobre el ruido de la piscina. Él mismo acababa de salir del agua, probablemente de alguna de las últimas veces que habíamos ido a la playa a juzgar por su tono de piel. Se apartó el pelo de la cara en ese gesto suyo que tan loca me volvía y, sonriendo a la cámara, tumbándose sobre la toalla, dijo:
               -Que sepas que me encanta el hecho de que me hagas más caso a mí que a tus amigas. Adoro saber que me van a odiar porque me prefieres a ellas-sacó la lengua y se giró para mirar por encima de su hombro-. ¿Has oído, Taïs?
               Taïssa se rió en la distancia tanto del tiempo como del espacio, y yo miré a la de ahora, que volvió a reírse. La fecha de la conversación en aquel momento era anterior al concierto, cuando Alec y yo aún no nos habíamos puesto a desperdiciar el tiempo que teníamos juntos.
               -Vale, por mucho que disfrute sabiendo que no puedes vivir sin mí, pero sin tus amigas…-se relamió los labios y me dedicó su mejor Sonrisa de Fuckboy®-, que no me entere yo, Gugulethu-su mirada se volvió oscura al pronunciar mi segundo nombre-, de que quieres quedarte encerrada en casa hasta que yo vuelva. Que no me entere yo de que no sales a sacudir con violencia ese culo tan sabroso que tienes. A ver si se te va a olvidar perrear y yo me lo pierdo cuando vuelva…
               -Como si eso se olvidara-comentó Kendra en el presente.
               -Ve y pásatelo bien con las chicas, bombón-Alec me guiñó el ojo-. No quiero que pierdas el fuelle para cuando yo vuelva, porque voy a tener muchas ganas de fiesta y todavía más de que te restriegues contra mí. Ale, adióóóóóóós-agitó la cara frente a la cámara y el videomensaje se terminó.
               Había mirado a las chicas. Luego, a Alec hablando sin sonido. Y luego, de nuevo a las chicas.
               -Bueno, como muy tarde hasta las doce, ¿vale?
               -Ni de broma.
               -¡Tengo la regla!-siseé-. ¡No puedo estar por ahí hasta las tantas!
               -¡La reglan no es excusa, guapa, lo siento! Sólo cumplo órdenes. Se me encargó sacarte de casa-Momo levantó las manos-, y eso es lo que voy a hacer.
               Sonreí, divertida.
               -¿Desde cuándo le tienes miedo a Alec?
               -Desde que empotró a su hermano contra la pared con medio cuerpo escayolado. ¿Qué no podrá hacer ahora que ya tiene todo el cuerpo operativo?
               -Aprobarlas todas a la primera-se burló Kendra, y yo la había fulminado con la mirada.
               -Vale-cedí-. Saldremos esta noche y, cuando termine de fregar el suelo con vosotras, os arrepentiréis de haberle tenido más miedo y más respeto a mi novio campeón de boxeo que a mí.
               -Subcampeón-corearon las chicas.
               -¡Le descalificaron ilegalmente!
               Al final no nos habíamos ido a las doce ni de broma, pero la noche me había cundido como si durara media hora. Nos habíamos ido de copas, nos habíamos dedicado a cotillear mientras las chicas me ponían al día sobre los mejores rumores y cotilleos que yo me había perdido por estar encerrada en la biblioteca con Alec, luego disfrutando de mi novio por Italia y Mykonos, y después por pasarme la vida pegada a él hasta que se marchó. No habíamos llegado ni a la mitad de la actualidad social de nuestro instituto cuando abrió el bar con el karaoke y tuvimos que correr para pillar unos buenos sitios cerca de la televisión, donde podríamos robar los micrófonos a la mínima oportunidad, y nos habíamos dedicado a dar los conciertos de nuestras vidas cortesía del pop desde la década de 2010.  Habíamos cantado You need to calm down de Taylor Swift cinco veces (no consecutivas; nos habrían echado del local), pero no nos habíamos calmado en absoluto.
               Y ahora allí estaba yo, a punto de terminar una noche en la que había olvidado por momentos dónde estaba Alec. Mi vida antes había sido así: sola con las chicas, pasándonoslo bien, rajando de absolutamente todo el mundo e hinchándonos a bebidas y aperitivos que robábamos de la barra cuando nadie miraba.
               Pero no lo echaba de menos. No, señor. Me había encantado y lo repetiría sin duda, pero el plan que tenía pensado antes de que las chicas me sacaran a rastras al mundo real, de encerrarme en mi pequeña burbuja y fingir que el tiempo era una invención que no afectaba a nadie no me parecía tan malo. Me gustaba el felpudo de casa de Alec. Me gustaba su porche y me gustaba tener la posibilidad de usar sus llaves para entrar a su casa, quitarme la ropa y acurrucarme en su cama. Nuestra cama.
               La semana que viene, los Whitelaw se irían a Grecia y me quedaría al cuidado de la casa. Annie ya me había pedido que cuidara de las plantas y que pasara allí todo el tiempo que quisiera. Incluso me dijo que podía invitar a mis amigas si me apetecía, siempre y cuando no desfasáramos mucho y tuviéramos cuidado con los jarrones y el mobiliario más delicado.
               La casa me parecería enorme y silenciosa y demasiado vacía, pero la presencia de Alec estaba por todas partes. Me vendría bien tener épocas de descanso en ella, sobre todo teniendo en cuenta lo ruidosa que se había vuelto mi vida y lo poco que estaba ya en casa, al menos a solas. Ilusa de mí, me había marcado como reto de lectura un número de libros mayor que el año anterior, y ya iba terriblemente mal con eso (una decena por debajo del calendario que me fijaba Goodreads), pero quizá lo solucionara ese tiempo que tendría la casa de Alec para mí sola.
               Recordándome que estaba bien estar triste y confundida por estar también contenta, que podía pasármelo bien y echar de menos a mi novio, que podía ser sociable y a la vez querer quedarme en casa, metí las llaves en la cerradura y la giré. Afiné el oído para escuchar el silencio de la casa, sólo interrumpido por los golpecitos rítmicos de los pasos apresurados de Trufas en dirección a la puerta. La abrí despacio, cuidando de que el conejo no se escapara, y cuando vi una mancha negra apresurarse hacia mí, me agaché como un rayo y atrapé al conejo justo cuando estaba a punto de escabullirse en dirección a la calle.
               Justo como había visto a Alec hacer infinidad de veces.
                -¡Te pillé, bichito!-dije, dándole un beso a Trufas en la cabeza y entrando en la casa. Vi que Jordan seguía de pie en medio de la calle, esperando a que entrara para volver a irse (al parecer, Alec les había hecho un calendario rotativo a sus amigos para que me acompañaran de noche adonde yo fuera, y ese día le tocaba a Max; no obstante, que yo tuviera la regla me  convertía automáticamente en responsabilidad de Jordan, con lo que las labores de guardián menstrual anulaban las de centinela de la noche y el prometido del grupo había podido seguir bebiendo tranquilamente), y agité la mano en el aire a modo de despedida. Se sacó el móvil del bolsillo y la luz de la pantalla iluminó su tez oscura. Cuando sentí que el mío vibraba en mi bolso, dejé entreabierta la puerta y me acerqué a él.
               -¿Acabas de mandarme un mensaje estando a cinco metros?-pregunté, sonriendo. Puede que me estuviera tambaleando un poco, sólo puede. Jordan asintió con la cabeza, suspirando.
               -Solamente me aseguro de tener pruebas de que te he cuidado bien. Seguro que Alec me las pide.
               -Se fía de ti.
               -De quien no se fía es de ti. Sabe que no le dirás la verdad si yo no te cuido, así que…-se encogió de hombros y yo volví a reírme, cargando con el peso de Trufas en los brazos. El conejito se revolvió en mi regazo, y se me ocurrió una idea.
               -Jor…
               -Mm-se metió las manos en los bolsillos, inclinando la cabeza a un lado. Tenía la piel bastante más oscura que la mía, y reflejaba la luz de las farolas de un modo en que la mía no lo hacía. Nunca me había fijado en la manera en que las luces estroboscópicas de la discoteca se habían reflejado en él, como si fuera una bola de discoteca lisa, hecha de un único espejo en lugar de mil, un espejo oscuro en lugar de claro.
               ¿Se cabrearía mucho Alec si me las apañaba para que Jordan se desenamorara de Zoe y se pillara por Momo, o me lo agradecería hasta el infinito y más allá?
               -Alec te ha dicho que tienes que hacer todo lo que te pida mientras tengo la regla, ¿verdad?-asintió-. ¿Te ha dicho que me pongo bastante cachonda a veces?
               Jordan alzó la mandíbula, expectante, y luchó por no sonreír.
               -Él sabía que me preguntarías eso.
               -¿Ah, sí?
               -Sí. Y me hizo memorizar un discursito sobre cómo el hecho de que él sea blanco no quiere decir que la tenga más pequeña que yo, un par de racistadas más, y que no deberías fiarte de las artes en la cama de alguien que es “prácticamente virgen”-hizo el gesto de las comillas con las manos y puso los ojos en blanco, fingiendo una arcada, y yo me eché a reír.
               -Que conste que no te estoy zorreando, ni nada por el estilo, pero, ¿de verdad que no te ha dado instrucciones si yo te pido algo remotamente sexual?
               -Oh, sí. Me ha dicho que ni se me ocurra volver a acercarme a ti. Que te compre un cargador nuevo para el vibrador y que luego te bloquee de todas las redes sociales.
               Jordan me dedicó una sonrisa chulesca, una sonrisa que se parecía bastante a las que en Alec y mi hermano tenían nombre. Era una pobre imitación de la de mi novio, pero aun así fue un buen recuerdo. Había más de Alec en casa de lo que en un principio creía.
               -¿Tampoco tienes que vigilarme?
               Negó con la cabeza.
               -De hecho, me dijo que no interviniera si te viera haciendo algo con algún otro chico. O chica. Bueno, en realidad, si te veo haciendo algo con una chica tengo que grabarlo, pero creo que podremos guardar el secreto, ¿no?
               Me reí y asentí con la cabeza.
               -Siento que hayas tenido que irte de la fiesta. Te lo estabas pasando bastante guay, creo-se había pasado media noche contando el dinero que habían apostado por los competidores de su karaoke particular, y cuando Scott había ganado por los pelos a Eleanor y había tenido que darle la mitad de las ganancias, incluso no parecía al borde de la depresión por tener que despedirse de tanta pasta.
               -No estaba mal, aunque las fiestas decaen bastante cuando se pira tu hermano-se encogió de hombros. Scott se había ido hacía una hora; tenía ensayos y entrevistas y un montón de cosas para el día siguiente, y como se le ocurriera aparecer con ojeras, los de vestuario y maquillaje lo matarían. Y luego lo resucitarían porque era la persona más rentable del país. Por eso no había podido acompañarme él, que tenía prioridad sobre todos los demás, independientemente de que Alec no lo hubiera incluido en sus cuadrantes porque, bueno… los cuadrantes estaban hechos para cuando Scott no pudiera ocuparse de mí. Eran el plan B donde Scott era el A. Y pronto dejaría de haber A.
               -Aun así, siento que tengas que cuidarme. Ojalá no tuviera que ser así, pero…
               -Eh, eh, Saab. No te preocupes. Me gusta cuidarte. Estar cerca de ti es como estar cerca del trocito más grande de Alec que se ha quedado aquí. Además… yo tampoco me quedaría tranquilo sabiendo que la novia de mi mejor amigo anda por ahí de noche, o que está pasándolo mal por la regla y que yo no estoy haciendo nada por acompañarla o hacérselo más ameno. Así que te habría cuidado de todos modos-se encogió de hombros-. Claro que, gracias a sus instrucciones, ahora lo estoy haciendo mejor. A mí nunca se me habría ocurrido comprarte los bombones esos que te gustan, te habría dado chocolate y punto, porque creía que eso es lo que queréis las tías.
                Sonreí y me puse de puntillas para darle un abrazo, todavía con Trufas en brazos. Puede que el voluntariado de Alec tuviera alguna ventaja, al margen de lo mucho que crecería él personalmente: me permitiría conocer mejor a sus amigos, ver a la gente lo rodeaba y en la que su gran sombra me impedía fijarme.
               Y Jordan aprendería mucho de mí. Alec sabía que era un buen novio, y las directrices que le había dejado a su amigo… eran un buen mapa del camino que tenía que seguir.
               -Lo vas a hacer genial, Jor.
               Jordan sonrió, devolviéndome el abrazo con un cuidado soberano, como temiendo que me rompiera. Supongo que no sabía muy bien qué me molestaba y qué no: no tenía la experiencia de Alec, pero pronto terminaríamos de dibujar las fronteras.
               -Si quieres podemos hacer algo un día de estos-sugirió, y yo asentí.
               -Sí, pero de momento… me voy a dormir.
               -Ah, sí. Necesitas diez horas de sueño para recuperarte el primer día-asintió con la cabeza, los ojos cerrados y la boca cerrada en una mueca de sabio. Me giré y lo miré alucinada.
               -¿¡Él te ha dicho…!? ¡Mira, dile al bocas de tu mejor amigo que yo no soy ninguna marmota, ¿vale? ¡Me gustaría veros si se os desintegrara la polla mensualmente, a ver cómo lidiabais con ello!
               Jordan se echó a reír, levantó las manos en señal de rendición y negó con la cabeza.
               -Yo no te juzgo, Saab. ¡Si estuviera en tu situación, también le echaría cuento!
               -¡¡Yo no le echo cuento!!-bueno, vale, un poco de cuento sí que le echaba-. ¡Te arrepentirás de esto, Jordan!-lo señalé con el dedo-. ¡Que sepas que el mes que viene no pienso firmarte tu fichita!
               Se encogió de hombros.
               -Pues no hay bombones.
               Lo fulminé con la mirada.
               -¿Eso también te lo ha enseñado Alec?
               -Sí.
               -Será cabrón. Es mejor profesor de lo que me esperaba.
               Jordan y yo nos miramos un momento, nos echamos a reír, y luego nos despedimos con un beso en la mejilla. Observó con paciencia cómo entraba en casa, cerraba la puerta y me asomaba a la ventana del salón, ya las manos libres de Trufas, para decirle adiós con la mano. Agitó la suya sobre su cabeza y desapareció sin más, dejándome sola por fin para que me enfrentara a mis demonios.
               Alec se había ido. Éste era nuestro primer sábado separados desde… ¿enero? Había sido en enero cuando habíamos tenido aquella pelea horrible, pero desde que lo habíamos arreglado ya nada había podido separarnos.
               Hasta que llegó agosto.
               Observé la casa en silencio, la calle a oscuras en la que no se veía ni un alma. Por un momento fue como si yo fuera la única persona despierta en todo el mundo. Trufas se había subido al sofá a la espera de que yo decidiera qué rumbo tomar. Lo primero que hice fue descalzarme para no hacer ruido y despertar a los padres de Alec, y luego, subí las escaleras en dirección a su habitación. Dejé mi bolso y las llaves sobre el escritorio, me dirigí hacia el baño, me lavé los dientes y me fui de nuevo a su habitación. Dejé la puerta entreabierta para que Trufas entrara y saliera todo lo que quisiera; me había dado cuenta de que Alec lo hacía así cuando no íbamos a hacer nada por la noche, para que el animal tuviera más libertad. Luego me quité la ropa y, en bragas, me senté frente al espejo de cuerpo entero para desmaquillarme. Lo hice lentamente, mirando de reojo la cama, desde la que siempre lo había visto mirándome embobado, como si ver que una chica se convierte en un panda antes de quitarse varios de encima al borrarse la sombra de ojos, la raya y el rímel fuera lo más bonito que un hombre iba a ver jamás.
               Era raro estar así. Raro y visceral y, sorprendentemente, no del todo desagradable. Puede que me las apañara para sobrevivir al voluntariado si era capaz de aferrarme a todos los pedacitos de él que habían quedado atrás, como partículas de éter una vez obrado un milagro.
               Prefería estar mil veces con él en su habitación, pero estar sola ya no me desagradaba del todo. Porque, en la penumbra, en el silencio, todavía podía oírlo respirar a mi lado si me concentraba lo suficiente. La cama aún conservaba su calor. En los espejos todavía estaban los reflejos de sus sonrisas. Y la claraboya… a través de la claraboya me vigilaban las mismas estrellas que me habían visto convertirme en suya.
               Bueno, esa noche no. Esa noche no había estrellas, y la luna brillaba tenue entre las nubes que corrían por el celo, haciendo que bailara una danza cuyo ritmo sólo ella conocía.
               Tiré un poco más de la sábana hasta taparme la nariz con ella, inundándome las fosas nasales del aroma tan familiar y a la vez irrepetible del cuerpo de Alec, aún impregnado en la tela. Observé el brillo de la luna, cómo acariciaba perezosamente la superficie de las nubes, y me pregunté qué estaría haciendo. Si estaría bien.
               Como respondiendo a mi llamada, sentí una ligerísima presión en el pecho; apenas una mano que se posaba en él. Un tironcito de nuestra conexión, confirmándome que estaba al otro lado, a seis mil ciento cincuenta y seis kilómetros de distancia. Me acaricié el pecho, dándole calorcito a eso que los dos teníamos dentro con la palma de la mano.
               Está aquí, me había dicho él, poniendo la mano en el mismo lugar en el que lo estaba haciendo yo ahora. Y es bueno. Es lo único bueno y puro que he tenido en mi vida. Es dorado, es líquido, se mueve y está vivo.
               Él llevaba sabiéndolo desde que se despertó del coma: que lo que teníamos era real, que lo que vivía entre nosotros y habíamos creado juntos sin saberlo podía verse si por un momento mirabas con el alma y no con los ojos. E, incluso si no supiera que teníamos eso, habría estado tranquila de todos modos. Nuestro hilo dorado no era lo que había hecho que Alec se asegurara de que hubiera gente cuidándome en casa, sino quién era él. Cómo era él.
               Lo recordé mirándome, sonriendo, los ojos chispeantes después de hacer el amor, y no pude evitar sonreír al notar de nuevo las caricias de sus manos en mi piel, dándome un consuelo que yo necesitaría más adelante. Que necesitaría ahora. Y ya lo tenía.
               -Medio mundo no es nada-me había prometido, y yo me lo había creído. Me lo había creído y me lo creía y me lo seguiría creyendo hasta mi último aliento. Cuando se trataba de Alec, medio mundo no era nada. Sobreviviríamos a esto. Sólo teníamos que darnos las buenas noches y los buenos días, y pronto las pantallas se convertirían en aire, y el aire se convertiría en piel, y estaríamos de nuevo juntos y nada nos volvería a separar.
               Pero, mientras tanto, lo que teníamos que hacer era ignorar a la luna, cerrar los ojos y tratar de viajar en el tiempo, siquiera por unas horas. Así que eso mismo hice: me hundí un poco más en la cama, de forma que me quedé completamente tapada por debajo de las sábanas, y cerré los ojos.
               Tardé un montón en dormirme, pero no me preocupé. Estuviera soñando o despierta, era con Alec con quien estaba. Así que sólo me dediqué a repetirme a mí misma nuestro mantra hasta que yo misma dejé de ser nada.
               Medio mundo no es nada.
               Medio mundo no es nada.
               Medio mundo no es nada.
              


             
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2 comentarios:

  1. BUENO MIRA ME ENCUENTRO MAL.
    Me duele en el alma como Alec ha reaccionado y me da penita Persefone. Quiero creer que Alec simplemente le da devuelto el beso porque estaba vulnerable, no ha sido un acto descabellado a mi modo de ver. Si fuese Sabrae me dolería pero lo entendería perfectamente. Se ha apartado y le ha dicho a Persefone lo que le tenia que decir.
    Deja a mi niño en paz por dios erikina.

    Con respecto a Jordan y Sabrae solo decir que me da un mal lo lindos que son y lo monisimo que es Jor. La manera en la que el development de las relaciones de Sabrae con Mimi, Jordan etc durante este año van a ser preciosa 🥲

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  2. Dos semanas después y seguimos SUFRIENDO.
    Aunque sabía lo que se venía, lo he pasado fatal leyendo a Alec caer en lo que ha hecho y martirizarse por ello. Tengo bastante “curiosidad” por la manera en la que se lo va a decir a Sabrae al final porque realmente cada cual me parece peor que la anterior y no sé si va a ser capaz de explicárselo bien.
    En cuanto a la parte de Sabrae solo decir que me pone contentisima lo viento en popa que va la amistad con Jordan.
    Me gusta mucho leerles a los dos en todos los caps aunque sea muy chocante ver que cada uno está haciendo sus cosas sin saber nada el uno del otro.
    Con ganas de seguir leyendo <3

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