lunes, 5 de diciembre de 2022

El sol ya ha dibujado su sombra.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Puede que ya hubiéramos cerrado aquella etapa de nuestras vidas en la que estábamos hipervigilantes el uno del otro, pero creo que jamás seríamos capaces de olvidar esas habilidades que tan útiles nos habían resultado mientras estábamos en Mykonos, así que supe que se acercaba incluso antes de escuchar sus pasos sobre la hierba, y me giré antes siquiera de que dijera nada. Sí, lo sé, parezco un ninja cuando hago estas cosas y es un don bastante impresionante, éste que tengo de detectar mujeres bonitas, pero Pers ya estaba acostumbrada a verme en acción y no se sorprendió lo más mínimo de que la hubiera sentido.
               Venía con pasos oscilantes, propios más de una modelo que ha hecho un pacto con el diablo para alcanzar la altura mínima de las pasarelas y todavía no controla sus largas piernas, que de una aprendiz de veterinaria. Juntó las manos frente a su vientre sin interrumpir su paso errático, y giró las muñecas y las retorció y se mordió el labio.
               -¿Seguro que te parece bien que os acompañe?-preguntó, y pude ver en sus ojos que quería la verdad, aunque deseara profundamente que le confirmara que sí. No pude contener una sonrisa mientras ajustaba uno de los últimos cinturones con las lonas de los remolques de los todoterrenos que íbamos a llevarnos a la expedición.
               -Debe de ser la primera vez que me dices una frase en griego que en realidad estás pensando en inglés-respondí, y Perséfone tomó aire y lo soltó despacio.
               -¿Estáis seguros de esto?-dijo por fin, y yo sonreí.
               -También puedes pedirle su opinión a Saab. Creo recordar que tú también tienes su número-la chinché.
               Perséfone inclinó la cabeza a un lado e hizo amago de poner los ojos en blanco. Después de que se me hubiera pasado la euforia de que Sabrae me hubiera perdonado y cuando por fin lo que verdaderamente había pasado se había aposentado en mi cabeza, no había parado de tomarle el pelo a mi amiga con el remango que había tenido para llamar a Saab por teléfono para explicarle la verdad. Había una parte de mí que todavía no las tenía todas consigo de que no le hubiera devuelto el beso (me había parecido demasiado real y era lo más lógico que podía hacer en aquel momento, incluso a pesar de las promesas hacia mi chica, como para que fuera mentira), pero Sabrae me había pedido que confiara en ella y en su mejor juicio cuando habíamos vuelto a hablar la mañana del viernes.
               Estaba ayudando con los suministros que nos habían llegado para el comedor cuando Mbatha había ido en mi busca diciendo que tenía otra llamada telefónica, y yo había ido con el estómago haciendo contorsionismo igual que si estuviera en el Circo del Sol. Si me llamaban sin que yo hubiera dejado ningún recado era porque tenía que haber pasado algo grave; nunca había visto a nadie ir al despacho de Valeria a coger el teléfono por un asunto agradable salvo, por supuesto, esa única excepción que había supuesto yo hacía unos días. Pero yo ya había zanjado las cosas con Sabrae; estábamos bien, supuestamente, así que debía de haber pasado otra cosa.
               Ni siquiera me permití pensar en que puede que se tratara de Mamushka mientras levantaba el auricular y me lo llevaba a la oreja, la puerta haciendo clic cuando Valeria la cerró a mis espaldas.
               -¿Sí?
               -Mañana me llegará mi carta, espero-amenazó la voz al otro lado de la línea, y yo fruncí el ceño, y como un puto gilipollas respondí:
               -¿Quién es?
               Sí, lo confieso, se lo había dejado a huevo.
               -¿CÓMO QUE QUIÉN ES?-bramó Sabrae-. ¿DEJAS DE PINTARME LA CARA CON TU LEFA DOS SEMANAS, Y YA NO SABES QUIÉN SOY?
               Me quedé completamente quieto durante un instante igual que un gato al que enfocan mientras juguetea con un ratón, y luego me eché a reír.
               -Perdona, bombón. Para que pueda distinguirte de la docena de chicas con las que me carteo, te sugiero que, la próxima vez que me llames, te identifiques antes.
               -Ah, ya, siempre se me olvida que el único momento en el que me haces un mínimo de caso es cuando estoy encima de ti.
               -O debajo.
               -O de lado.
               -O con las piernas alrededor de mí.
               -¿Vamos a repasar el Kamasutra entero en esta llamada de teléfono?-quiso saber.
               -Mm, puede. ¿Tienes papel y lápiz a mano? Para que vayas anotando y tal.
               Sabrae se rió, una risa adorable que a mí me había sonado a gloria, que sabía a miel en los labios y que hacía cosquillas en la parte más superficial del corazón. No sabía cómo había hecho para hacer que pasara del llanto a las lágrimas en cosa de una semana, pero tenía muy claro que no volvería a bajar la guardia.
               -¿Ya me has enviado mi carta?
               -¿En serio me estás llamando para esto?
               -Soy millonaria, ¿recuerdas? Puedo permitirme el coste de las llamadas internacionales. Lo que no me puedo permitir es la angustia de saber si mi novio va a seguir escribiéndome y podré recopilar nuestra historia de amor en una lata con corazones como en las pelis, o si voy a tener que conformarme con hablar con él cuando se digna a cogerme el teléfono.
               -Es que no tengo nada que contarte, de momento-bromeé, chasqueando la lengua y jugueteando con la misma fotografía que había cogido durante nuestra última llamada. Se hizo un silencio estático que me acojonó un poco, la verdad-. ¿Sabrae? ¿Hola? ¿Sigues ahí?
               -Como no me hayas mandado mi carta, te juro que rompemos, Alec. Rompemos inmediatamente.
               -No pillo el funcionamiento de ese órgano que tienes debajo de la mata de pelo. ¿En serio me estás diciendo que me perdonarías unos cuernos pero no que no te tenga actualizada sobre mi vida?
               -¡Soportaría ser una cornuda si al menos eso no afectara a mi faceta de cotilla! ¿Cómo va todo por ahí? ¿Qué tal está Perséfone? ¿Ha vuelto a caer rendida a tus pies y voy a tener que plantarme ahí y arrastrarla por los pelos o milagrosamente ha superado tu hechizo y me va a contar cómo tengo que hacerlo yo? Mi vida era mejor el agosto pasado. Echo de menos cuando que te fueras del país fuera un regalo y no este castigo que está resultando ser-lloriqueó, y yo sonreí.
               -Y luego te acuerdas de lo grande que la tengo y se te pasa.
               -Y luego me acuerdo de lo grande que la tienes y se me pasa-concedió, riéndose. Escuché que daba un golpe seco y con eso supe que se había subido a la isla de su cocina de un brinco. Me imaginé cómo agitaba los pies en el aire y sonreí un poco más-. ¿Cómo estás?-quiso saber, y yo también me senté en la mesa de Valeria. Le arrugué unos papeles, pero, visto la tarea que había decidido encomendarme, supuse que tenía ciertos privilegios destructivos, así que no le di más importancia.
               -Bien. Estoy bastante bien, de hecho. Ya sabes, todo lo bien que puedo estar estando a seis mil ciento cincuenta y seis con cuarenta y dos kilómetros de mi novia minúscula que mide menos de metro cincuenta…
               -Yo paso del metro cincuenta, Alec.
               -Esa es tu opinión. Yo todavía estoy esperando a que me dejes coger una cinta métrica y medirte, porque creo que estás contando lo que te añaden los tacones.
               -No te conviene que mida metro cincuenta, Al: tendría los codos justo a la altura de tus huevos y sería un momento dejarte estéril.
               -Me preocuparía que me dijeras esas cosas si no fuera por lo muchísimo que te encanta que me corra en tu cara, y si lo hiciera con sólo un huevo lo haría menos, así que…
               Escuché cómo sonreía al otro lado de la línea.
               -Te llamaba porque estaba preocupada por si no estabas bien, pero si has vuelto a decir tus chorradas es que ya eres el de siempre.
               -Tú lo llamas “chorradas”; yo, “verdad”. No somos lo mismo-me burlé, y ella volvió a reírse, y… ¿eso que tenía en las mejillas era dolor? ¿De tanto sonreír? Hacía unos días me habría parecido imposible, pero así era-. Pero… sí, estoy bien. Creo. No he vuelto a tener ninguna crisis de ansiedad ni pensamientos intrusivos… bueno, quiero decir, salvo los típicos de un tío de 18 años, pero eso es parte del sufrimiento humano, supongo, así que… sí. Se podría decir que estoy razonablemente bien. Todo lo bien que puedo estar estando así de lejos de ti. ¿Me recuerdas por qué me tuve que venir al culo del mundo a hacerme el héroe?-pregunté, mirando en derredor como si Sabrae pudiera verme, y Sabrae se rió, porque aunque no estuviera conmigo, Sabrae podía verme.
               -Le prometiste a mi hermana pequeña que le traerías una jirafa bebé.
               -Ah, cierto. Pff-bufé-. Flipas la cantidad de papeleo que hay que rellenar, nena. Sería más fácil que Duna se viniera a vivir aquí. O que me llevara a la cría secuestrada y atravesara el desierto con ella.
               -Avísame si necesitas alguien que te releve para ir dirigiéndola. Tienen pinta de ser animales muy tozudos.
               -Seguro que os entendéis muy bien-la pinché, y la escuché sonreír de nuevo. Se quedó callada al otro lado de la línea, seguramente mirándose los pies-. ¿Y tú cómo estás, mi amor?
               -Bien. Te echo de menos, pero intento distraerme. Ya sabes… lo típico.
               -Puede que hayamos ido hacia atrás hablando por teléfono, ¿no?
               -No, no. Me gusta escucharte. Es sólo que yo… no sé. Tenía la excusa de que habíamos quedado para llamarnos por mi decisión, y decidí aprovecharla aunque la hubiera tomado antes de tiempo. ¿Te parece mal?
               -¿Oír tu voz? Ni de broma. Ahora, ¿oír tu voz y no poder verte? Eso me ofende.
               -Pues será porque te he mandado pocas fotos-bromeó, y yo había silbado. Me preguntó si les había dado uso ya y, cuando le respondí que no, ella contraatacó diciendo que había celebrado nuestra reconciliación con una buena sesión masturbatoria que me dio una rabia terrible no poder presenciar. Cuando me respondió que podía escaparme cinco minutitos a los baños fue cuando recordé lo que le había escrito en la carta, y que Valeria me había anunciado al día siguiente de enseñarme la sabana.
               -Ya tengo mis funciones fijas asignadas-anuncié, y me imaginé a Sabrae abriendo mucho los ojos y cuadrando la espalda.
               -¿Ah, sí? ¿Y cuáles son?
               -Bueno, tengo que hacer la prueba para ver si se me da bien, pero Valeria cree que tendrá mano en la partidas que salen en busca de animales heridos y a la caza de furtivos. Me pasaré bastante tiempo viajando, pero creo que vamos a dormir bastante a menudo en el campamento, así que eso no debería afectar a nuestra correspondencia.
               Saab se quedó en silencio un momento, como rumiando mis palabras.
               -No te preocupes por nuestras cartas, mi amor. Puedo esperar un par de días más por cada una de ellas. Has ido ahí para…
               -Ya, bueno, yo no-protesté-. Depende de lo bien que se me dé, quiero tratar de negociar con Valeria que me den un walkie o algo así para que me avisen de si tengo alguna carta tuya. Y ya me las apañaré para volver.
               Sabrae se reclinó en la mesa, mordiéndose el labio inferior, que tenía curvado en una sonrisa, y mirando hacia el infinito con expresión soñadora.
               -Alto, guapo y perdidamente enamorado de mí. Desde luego, lo tienes todo. Si, ya sabes, no te hubieras pirado a la otra punta del mundo serías el hombre perfecto.
               -Te escribo cartas, ¿eso no cuenta a mi favor? ¿Crees que Scott lo haría con Eleanor?
               -Scott le mandaría mensajes por el móvil.
               -Lo cual es cutre en comparación con lo nuestro.
               -Y también más rápido.
               -Vale, princesa, si quieres empiezo a mandarte emails, ¿qué te parece?
               -Ni de broma. Me gusta lo que tenemos. Así se me hace la espera más amena. ¿Y qué tendrías que hacer en las partidas?
               -Pues no lo sé muy bien aún. Creo que nos organizamos nosotros mismos una vez salimos, pero… supongo que ayudar a cargar los animales y amedrentar a furtivos. Me parece que a Valeria le ha gustado eso de que haya sido boxeador.
               -Suena peligroso. ¿Cómo que “amedrentar”? Al…
               -Creo que con ser alto y guapo basta, bombón, no te preocupes-había tenido mucho cuidado de explicarle muy bien en la carta que le había enviado lo que hacían las partidas y los pocos incidentes que había habido desde que se había puesto en marcha ese programa itinerante porque sabía que iba a preocuparse como yo también lo haría si la situación fuera a la inversa, así que no tenía sentido entrar a recitarle ahora las estadísticas de los últimos diez años-. Casi nunca hay encontronazos con los furtivos porque ellos se van cuando escuchan los todoterrenos; además, para eso están las patrullas del ejército, así que lo más peligroso que haré será transportar a alguna cebra herida y malhumorada desde donde esté hasta el remolque. Procuraré que no me dé una coz, tranquila.
               -¿Os acompañan veterinarios?
               Ya podía escuchar los engranajes de su cabeza a toda velocidad, y quería protegerla, pero le había prometido serle sincero. Le debía serle sincero. Así que, aun a riesgo de que eso hiciera las cosas más difíciles para ella, y que pudieran sembrarse nuevas dudas y temores en su corazón, le contesté que sí.
               -Sí. Tienen que hacer el triaje y aplicar los primeros auxilios-a los animales y a nosotros, pensé, pero no se lo dije, evidentemente, porque una cosa era ser sincero y otra ponerla histérica (cosa que yo también me pondría si fuera al revés)-, así que viene uno como mínimo. Dos, si vamos a una zona en la que se sepa que hay mucho movimiento.
               -¿Perséfone va con las partidas?
               Bueno, ahí lo teníamos. Al menos podía darle una respuesta que nos satisfaría a ambos.
               -No, Pers se queda. Van veterinarios titulados y ella aún no lo es. Necesita asistencia.
               Sabrae se lo pensó un momento, tranquilizándose, diciéndose que no tenía nada que temer, que yo la quería a ella y estaba enamorado de ella y no haría nada que le hiciera daño, y menos después del susto que le había dado la semana…
               -¿Podrías pedirle que te acompañara?
               ¿Eh?
               -¿Perdón?
               -¿Puedes pedir que te acompañe otro veterinario y elegirlo tú? ¿Podrías pedírselo a Perséfone?
               -¿Para qué?
               -Escucha, Al-tomó aire y lo soltó despacio-. Llevo varios días reproduciendo en bucle la conversación que mantuve con ella antes de hablar contigo y decirte que sabía la verdad, y… me he dado cuenta de que, en mi nerviosismo por pasar página y mis ganas de zanjarlo todo contigo, creo que no me aseguré de que ella supiera que tampoco tiene la culpa de nada. Incluso si supiera que seguíamos juntos (cosa en la que, por cierto, creo que dice la verdad respecto de que lo ignoraba), ella no tiene nada conmigo y… bueno, no sabía los acuerdos a los que podíamos haber llegado ni los límites de los mismos. Y he estado investigando y es bastante común que las parejas se den… “carta blanca”, por así decirlo, si es que no rompen directamente durante estos periodos, ¿entiendes? Así que me siento un poco culpable porque creo que ella puede sentirse un poco culpable. ¿Me explico?
               -A… já…
               -¿La has notado rara desde la llamada?
               Y ahí me había parado a pensar por primera vez en Perséfone desde que Sabrae me había perdonado. En mi alegría inmensa y en el permiso que me había dado a mí mismo para abrir los ojos y ver el mundo maravilloso que había a mi alrededor, lo brillante de la luz y la variedad de los colores, curiosamente había apartado a un rincón oscuro la presencia de Perséfone, como si fuera el recuerdo de un pecado cuya penitencia había sido más dura que el resto.
               Y sí que la había notado algo apagada, casi ausente. Se reía de mis bromas y se sentaba a mi lado en el comedor, pero ya no lo hacía con la libertad con que lo había hecho en Mykonos. Ni siquiera recordaba la última vez que me había tocado el brazo, cosa que siempre hacía, y ahora se cuidaba muy mucho de mantener mínimo un paso entre nosotros, desterrando para siempre esa costumbre de hablarnos con las caras prácticamente pegadas.
               Ya no era mi Perséfone. En la euforia que había sentido por recuperar a la reina de mi Olimpo, mi luna y mis estrellas, me había olvidado de la reina del Hades, de la que había representado todo lo bueno de Mykonos durante años. O, al menos, ya no lo era conmigo. Puede que con los demás se comportara como siempre, pero a mí me trataba con un cuidado que no era propio de ella, de nosotros. Era antinatural. Conocía su cuerpo casi tan bien como el de Sabrae, y ella conocía el mío casi tan bien como Sabrae, y sin embargo me trataba con la cordialidad de un amigo reciente en lugar de la cercanía que siempre habíamos tenido.
               Era como si cada roce supusiera el peligro de volver a la playa en la que habíamos perdido la virginidad juntos y no quisiera arriesgarse a que yo perdiera a Sabrae por regresar al pasado por error.
               -Hostia, pues… la verdad es que sí.
               -¿Ves?-dijo Sabrae, dándose una palmada en las piernas-. Lo sabía. Yo me sentiría igual que ella de haber pasado algo así, pero está en nuestra mano detenerlo. Pedirle que te acompañe es la manera perfecta de que se perdone también a sí misma. En eso se parece bastante a ti; veis lo peor de vosotros y lo mejor de los demás, aunque sean monstruos y vosotros dos soles. Nada mejor que un sol para calentar e iluminar de nuevo a otro-sonrió, orgullosa de la comparación-. Creo que os vendría bien esto. Así la relación volvería a fluir. Sé que la quieres mucho y que es importante para ti. Detestaría que vuestra relación se resintiera por esto, y más aún cuando ella es la única ancla que tienes ahora mismo ahí, a tu disposición.
               -Tú también estás a mi disposición, mi luna. Sabes que sé que puedo llamarte si lo necesito. Y que me ayudarás más de lo que puede ayudarme nadie.
               -Ya, sí, lo sé, mi sol. Pero también sé que puedes llegar a ser muy obstinado y no querer pedir ayuda. Si hay alguien ahí que te vea y que sepa que necesitas un empujoncito aunque tú no te atrevas a pedirlo, pues… será mejor.
               Asentí con la cabeza.
               -Siempre y cuando tú te sientas cómodo, claro. ¿Te parece bien pedírselo?
               ¿Me parecía bien? No me sentía con derecho a sacar a Perséfone de su rutina después de todo lo que había hecho por mí, pero Sabrae tenía razón. Perséfone también podía machacarse mucho si se lo proponía, y lo muchísimo que me quería suponía que se estaría auto flagelando de una manera bestial por lo que casi había pasado por algo que ella creía que era su culpa. Desde el principio había estado más que dispuesta a cargar con las culpas de un beso que no debería haber tenido más trascendencia de la que tuvo, y todo por un simple error en los cálculos de cada uno, un malentendido minúsculo que había crecido hasta convertirse en una montaña.
               Quería que mi amiga volviera a ser mi amiga, la de siempre: la que se reía a carcajadas y se apoyaba en mi hombro cuando estaba cansada y se acurrucaba contra mi pecho cuando había brisa marina y jugueteaba con mi pelo, apartándomelo de los ojos cuando le apetecía que nos quedáramos solos pero no quería admitirlo ante los demás, así que así lo sabía yo. En realidad, todos en el grupo se habían dado cuenta de lo que significaba que Perséfone jugara con mi pelo.
               Puede que ya no viniera nada detrás, pero no quería renunciar a ese gesto de complicidad. Echaba de menos que no tuviera miedo de mirarme y de decirme con los ojos lo que no quería que los demás escucharan, y estaba seguro de que había muchas cosas que Perséfone me habría comentado así de haber podido.
               -Pues… creo que no volverá a pasar nada de este calibre, así que me parece buena idea.
               -Yo lo sé. Estoy segura de ello. Confío en ti, mi amor. Sé a quién le he entregado mi corazón, y no podría merecérselo más. Si borraran mi existencia y sólo me dejaran conservar una cosa, sería lo que siento por ti. No tengo derecho a quitártelo. Y tú te mereces conservarlo siempre.
               Sonreí y me relamí los labios.
               -Sabes que tú y yo tendremos muchos hijos algún día, ¿verdad, bombón?
               -Lo quiero por escrito-ronroneó, y me reí.
               -Mañana te llegará, tranqui. Si me lo devuelves firmado, tendremos trato.
               -No voy a leerme ni la letra más grande, ya no te cuento la pequeña.
               Habíamos colgado sin concretar cuándo volveríamos a llamarnos, pero estaba tranquilo como sólo puedes estarlo cuando sabes que tienes una misión. Nada más terminar de hablar con mi novia había ido derecho a ver a lo más parecido a una ex que tengo, y ahora que tenía los ojos bien abiertos, pude notar la cautela con que Perséfone me trataba, conteniendo todos y cada uno de sus gestos como si no supiera cuál sería el desencadenante de una nueva catástrofe.
               -Hola, Pers. He estado hablando con Sabrae sobre lo que ha pasado y hemos llegado a la conclusión de que nos vendría bien pasar un poco de tiempo juntos para volver a conectar como lo hacíamos antes, así que… ¿qué te parece si le pido a Valeria que vengas con nosotros en la próxima expedición que hagamos?-había entrelazado las manos tras la espalda como un explorador inglés del siglo XVII-. Creo que sería muy fructífero para ti, y así evitarás que cuestionen mi sexualidad porque podré engraparme a ti cuando caiga la noche, ruja algún león en la distancia y yo me cague vivo. Así que, ¿cómo lo ves?
               -Esto… ¿Sabrae lo ve bien?
               -Ha sido idea suya. Pero no pienses que es porque yo no quería-añadí al ver su cara-. Considéralo también una oportunidad para pedirte disculpas.
               -¿Disculpas? ¿A mí? ¿Por qué? Al, tú no has hecho nada…
               -Estás tratando de alejarte de mí y yo no he hecho nada hasta ahora para impedirlo. Es porque soy gilipollas, tranquila, no porque no me importes. Supongo que aquí llevas mucha ropa en comparación a Mykonos. Ya sabes. Bragas y tal. Prometo que a partir de ahora te miraré más-dije, girándome-. Te dejo para que te lo pienses un rato y decidas, ¿vale? Pero me gustaría mucho que vinieras. Ah-me detuve y me volví para mirarla-. Y no te tomes lo de la ropa como una invitación para desnudarte. Soy un hombre comprometido. Casado informalmente, me atrevería a decir. Sí-asentí profundamente con la cabeza y me encogí de hombros-, ya ves. Quién me ha visto y quién me ve. Pero que me pirre mi novia no quiere decir que sea de piedra; creo que todavía puedo empalmarme si veo un par de tetas. Y con el trastorno de ansiedad galopante que sufro, igual se me cruzan los cables y decido que he vuelto a ponerle los tochos a Sabrae. Y Sabrae es muy bajita. No puede ir por ahí con unos cuernos de caribú. Bastante hace cargando con el peso de ser la única hija relevante de Zayn y Sherezade Malik como para que le salga chepa ahora porque yo me empalmo viendo un par de tetas.
 
Mientras la “única hija relevante” de Zayn y Sherezade Malik se hincha a helado en su casa, yo tengo a decenas de personas acampando a las puertas de mi hotel al otro lado del océano, Alec.
 
Tu hermana es tan jodidamente relevante que incluso estando de tour y en su puto spinoff eres incapaz de andar pendiente de lo que hace, Scott. Vete a llorarles a esas fans que tanto te quieren y reza por que tu hermana pequeña no te las quite.
               Perséfone había venido a verme a mi cabaña justo después de comer; no había hecho mención a mi proposición mientras estábamos en el comedor, y yo no quería presionarla, aunque preferiría que me dijera que sí. Luca había tratado de sonsacarme información en los baños mientras nos lavábamos los dientes, porque decía que habíamos estado un poco raros en la comida, pero yo había sido como una tumba por primera vez en mi vida.
               Bueno, quizá sí que hubiera sido más discreto en el pasado cuando las cosas que tenía que callarme implicaban a mis amigos, pero teniendo en cuenta que me afectaba directamente y que yo era un elemento decisivo en la decisión de Perséfone, tienes que reconocer que hice un gran trabajo manteniendo el pico cerrado.
               -Hola. ¿Sigue en pie tu oferta?-preguntó sin rodeos, apoyándose con el codo en la puerta de la cabaña y mordiéndose el labio mientras esperaba por mi contestación. Luca y yo nos miramos y el italiano, por primera vez en su vida (y esto sí que lo digo con el convencimiento de que estoy diciendo una verdad absoluta) cerró la boca y se fue sin más. Perséfone se hizo a un lado para dejarlo que pasara y dio un paso vacilante en el umbral de la puerta, que todavía no había atravesado. Parecía no querer quitarme la opción de echarla si quería.
               Asentí con la cabeza.
               -Te dije que podías tomarte un tiempo para pensártelo. ¿Ya te has decidido?
               Perséfone cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, observando el movimiento con una caída de ojos que hacía que cualquier chaval de Mykonos cayera rendido a sus pies. Era muy divertido verla en acción cuando hacía eso, sobre todo porque sabía que, al final, el que se la llevaría a la cama era yo, y el pobre desgraciado al que hubiera escogido como víctima no tendría más remedio que hacerse una paja para aliviarse.
               -Tengo dudas-confesó, y yo me acerqué a ella, le puse una mano en la cintura y la empujé suavemente dentro de la cabaña. Me observó con ojos asustados cuando cerré la puerta tras ella, pero no tenía miedo de mí: tenía miedo de sí misma. Por eso no había vuelto a estirar la mano en mi dirección desde que  Sabrae me había perdonado: porque no sabía cuán lejos iba a querer llegar su mano y si sería lo bastante fuerte como para detenerla.
               -Solucionémoslas-le propuse sin quitarle la mano de la cintura. Perséfone no se movió, pero por la forma en que su cuerpo se inclinó ligeramente hacia el contacto entre los dos y la forma en que sus ojos llamearon, supe que estaba luchando contra sus instintos. Y yo sabía lo malo que podía llegar a ser eso.
               No tenía que sentirse mal estando conmigo. Ella no había hecho nada malo. Sabrae y yo lo teníamos claro: ahora que me había convencido de que yo tampoco tenía culpa, no había culpables en lo que nos había pasado. Teníamos que hacer que Perséfone lo entendiera también.
               -Antes tú siempre respondías cuando yo te tocaba la cintura-dije en voz baja, acercándome un poco más a ella, atravesando esa barrera silenciosa que Pers nos había impuesto a ambos desde el martes.
               -Antes no tenías novia-contestó, y, a pesar suyo, dio un paso hacia mí y me puso las manos en los brazos. Se quedó mirado mi pecho, incapaz de levantar la vista y dejarme ver qué le pasaba-. Te echo de menos.
               -Pues eres la única que lo hace porque quiere. Estoy aquí. Sabrae no me impide seguir teniendo amigas, ¿sabes? Que tú y yo nos enrolláramos en casa no quiere decir que lo nuestro sea sólo sexo. Va mucho más allá.
               -Sí, pero me reconocerás que el sexo se volvió una parte muy importante de nuestra amistad, Al-dijo por fin, levantando la vista y mirándome con fiereza-. Y no estoy segura de si sabremos ser amigos sin follar.
               Sus ojos cayeron en picado unos segundos hacia mi boca, y se mordió el labio cuando yo la entreabrí para coger aire. Vale. Tranquilo, Whitelaw. Ahora no estás en un combate de boxeo. Es más bien una partida de ajedrez.
               -Pers, te conozco desde que era un crío, y empezamos a follar hace poco. ¿De verdad piensas que si se acaba lo uno también tiene que acabarse lo otro?
               -¿Cuánto le contaste a Sabrae sobre nosotros?
               -Todo.
               Puede que no lo hubiera hecho como debía, que no la hubiera puesto sobre aviso como ella se merecía ni necesitaba, pero, al final, Sabrae había terminado enterándose de todo lo que nos concernía a Perséfone y a mí.
               Pers parecía confundida.
               -¿Y aun así a ella no le parece mal que me vaya contigo?
               -¿Qué diferencia hay entre que estemos en la sabana y que compartamos campamento?
               -¡Que dormiremos juntos!-protestó, separándose de mí y pasándose una mano por el pelo-. Que estaremos prácticamente solos y que hay muchas emociones en juego ahí fuera y… yo no quiero volver a ponerte en la situación en la que te he puesto estas semanas.
               -Pers, ya te paré los pies una vez. Créeme, soy capaz de volver a hacerlo. Y ahora estaré más atento y no bajaré la guardia contigo, si eso es lo que te preocupa.
               Espero.
                -Eso es precisamente lo que me preocupa: que no bajes la guardia conmigo-respondió, abrazándose a sí misma. Me quedé muy quieto mientras procesaba lo que acababa de decirme, la implicación que eso tenía, lo que había escrito entre líneas, y entonces dije:
               -Pers, le hice una promesa a Saab que no pienso romper. No voy a tener nada con ninguna chica mientras esté aquí. Eso te incluye a ti.
               -No lo digo por eso-sacudió la cabeza-. No pienso volver a tocarte de esa manera, es sólo que… no me gusta lo que noto entre nosotros. Nunca habíamos estado así. Yo estaba tranquila cuando tú estabas cerca. No tenía que pensar lo que decía porque sabía que no te iba a molestar. Me sentía guapa y sexy y poderosa y no me daba vergüenza nada de lo que hacía o decía porque sabía que a ti te gustaba.
               -Sigues siendo guapa y sexy y poderosa y a mí me sigue gustando lo que haces, Pers. Es sólo que ahora hay otra chica en mi vida que hace cosas que me…
               Si lo digo le voy a romper el corazón.
               Pero es que Sabrae no se merece que minimice el impacto que tiene en mí.
               -… me encantan.
               Perséfone siguió mirándome, evaluándome, buscando dentro de mí a un chico que ya no estaba allí. Se había ido para entregarse a la única diosa a la que había conocido. Perséfone había sido una reina y entendía que le costara renunciar al poder que tenía sobre mí, pero sólo le brindaba la oportunidad de retirarse con deportividad. No había nada que luchar; había perdido desde el mismo momento en que probé el sabor del placer de Sabrae. Sabrae y yo le estábamos dando la ocasión de irse con su dignidad intacta, pero si decidía seguir en el ring a pesar de todo… por mucho que me doliera, yo sabía dónde descansaban mis lealtades. Sabía quién era la chica en la que pensaba cuando me masturbaba y la mujer con la que quería envejecer, y ya no era ella.
               Por favor, le suplicaron mis ojos, no me obligues a perderte. Sabes que te quiero muchísimo, pero estoy enamorado de ella, y te perderé si tengo que hacerlo con tal de tenerla conmigo. No te cambies de nombre. No te conviertas en Eurídice, Pers.
               -A esto precisamente es a lo que me refiero. Antes nos decíamos las cosas sin dar rodeos porque no nos íbamos a hacer daño.
               No te conviertas en Eurídice, porque yo no voy a bajar al infierno a por ti. Sólo bajaría por Sabrae.
               Perséfone se llevó una mano al corazón.
               -Me alegro de corazón de lo que te ha pasado con Sabrae. Creo que eres la persona que más se merece encontrar el amor de todos a los que conozco. Lo que no me gusta es que eso haya hecho que estemos tan lejos.
               -No estamos lejos-repliqué, aunque había un par de metros entre nosotros. Para lo que solíamos ser, hablando pegados y estando literalmente unidos, sí que estábamos lejos. Pero lo estábamos porque queríamos. Podíamos salvar la distancia con un par de pasos.
               Yo di uno.
               -No estamos lejos-repetí, hundiendo un poco los hombros, los ojos fijos en los de ella. Perséfone siguió mirándome largo y tendido-. Ven conmigo-le pedí, extendiendo la mano.
               No sabía si me refería a ahora mismo o a la expedición, a las dos cosas o a otra completamente distinta. Perséfone parpadeó.
               -Por favor, Pers.
               Se relamió los labios. Yo di un pequeño paso hacia ella y ella dio un pequeño paso hacia atrás, salvando las distancias.
               -Es que me da miedo-dijo por fin.
               -Sabes que no dejaré que te pase nada. Voy a seguir cuidando de ti igual que lo he hecho siempre.
               -No me da miedo eso-replicó, y se le llenaron los ojos de lágrimas-. Me da miedo las ganas que tengo de estar contigo y que mi primera reacción cuando me ofreciste que te acompañara fuera saltarte encima y decirte que sí, que por supuesto. Yo no vine a Etiopía para recuperar el tiempo que no íbamos a estar juntos en Mykonos, Al, pero desde que llegaste es en lo único en lo que pienso. En lo único. Incluso aun sabiendo que tienes novia yo…-se calló y se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, sorbiendo por la nariz-. A mí me… me sigue apeteciendo estar cerca de ti por si te cansas de…-jadeó-. De esperarla. Y decides que no puedes más. Quiero que sea conmigo con la que estés si tienes que estar con alguna de nosotras. Sé que es ruin y es mezquino y me siento una mierda porque te hizo muchísimo daño lo que yo te hice pero aun así no puedo evitar querer estar lo más cerca posible de ti. Y estoy tratando de asumirlo y me obligué a mí misma a hablar con Sabrae para que te perdonara porque no podía dejar que rompiera contigo por algo en lo que tú no tuviste ninguna culpa pero… creo que una parte de mí siempre va a estar esperando su oportunidad. Y creo que tú sabes que una parte de mí siempre va a estar esperando su oportunidad. Y los dos sabemos que vas a hacer lo imposible porque esa oportunidad nunca llegue, porque Sabrae te ha dado todo lo que yo no he sido capaz y la ves once meses al año y… y no tardó dieciocho putos años en darse cuenta de lo que le pasaba contigo.
               Perséfone cerró los ojos, se llevó la muñeca a la nariz y se dio la vuelta. Negó con la cabeza, su coleta igual que un péndulo que le acariciaba la espalda, y yo me di cuenta de lo que pasaba.
               De lo que le había pasado a Bey.
               ­-Estás enamorada de mí.
               Perséfone tomó aire y asintió despacio.
               -Menudo cliché-escupió-, ¿eh? Amigos de la infancia que follan con regularidad y al final ella se enamora de él, pero sólo se da cuenta cuando él se echa novia y siente celos por primera vez en su vida. Qué original.
               -A ver, muñeca, no te ofendas, pero te llamas Perséfone-contesté, avanzando hacia ella y poniéndole una mano en el hombro-. Estabas destinada a tener la historia más repetida del mundo.
               Perséfone me miró atravesado y escupió:
               -Eres gilipollas.
               -Culpa tuya por haber tardado tanto en darte cuenta, nena. Supongo que tiene mucho que ver el hecho de que tengo una polla grande y además sé cómo usarla-me encogí de hombros-. Es una combinación que os genera amnesia a todas las mujeres.
               Perséfone sonrió y se puso un poco roja cuando yo le limpié las lágrimas.
               -Si te sirve de consuelo, yo también estoy enamorado de ti. Pero no te hagas ilusiones, que también lo estoy de Jordan y el pobre es subnormal profundo. Sabrae me ha enseñado que podemos enamorarnos de muchas personas a la vez y no tiene que ser de la misma forma ni como se entiende en las pelis. Claro que estemos un poco incómodos ahora, Pers: tenemos que acostumbrarnos a estar solos en un sitio y no arrancarnos la ropa, pero creo que vamos a ser capaces. Lo entenderé si decides quedarte para cuidar de ti, pero… creo que Sabrae se dio cuenta de lo que te pasaba hace tiempo. ¿Sabes? Se puso celosísima de ti en Mykonos porque… bueno, creyó que habías sido mi primera novia y llevaba básicamente pavoneándose por toda Inglaterra meses porque es ella la que ostenta ese título, y odia quedar mal. Y yo al principio no lo entendía, porque siempre he creído que he separado muy bien lo que hago porque quiero a la gente y lo que hago porque soy básicamente un mandril en celo que encima es guapo y puede tirarse a prácticamente todo lo que se mueve porque gracias a esta cara-dije, haciendo un gesto con la mano que la abarcaba-, prácticamente todo lo que se mueve se deja. Si a eso le añadimos mi amplísima experiencia y que me gusta más comer coños que a las gacelas de este sitio comer hierba pues…-puse los brazos en jarras-, tienes la combinación perfecta para ser el fuckboy original. Y eso a Sabrae le daba igual. Pero yo contigo no lo era. Y Sabrae lo sabía. Y eso ya no le dio tan igual. Creo que por eso le afectó lo que nos pasó, ¿sabes? Porque ella sabe lo que te pasa y sabe lo mucho que te quiero yo y… tú eres la única que puede hacer que yo rompa la promesa que ella sí que me pidió que le hiciera. Antes de marcharme de Inglaterra, me dijo que hiciera lo que se me antojara pero que, por favor, no me enamorara de ninguna otra. No le importa compartir mi cuerpo, pero mi corazón es otra historia.
               Le puse una mano en la mejilla y se la acaricié con el pulgar.
               -Probablemente no debería decirte esto porque soy terriblemente guapo y arraso por donde paso, pero… mi corazón está a salvo contigo, Pers. No tienes que preocuparte de tener cuidado conmigo porque, siendo descuidada, tú y yo siempre hemos estado bien. Pero si crees que te va a hacer mal y necesitas salvar las distancias, yo lo entenderé. Aunque te echaré muchísimo de menos ahí fuera, igual que ya lo hago. No tienes por qué tener cuidado conmigo. Sigues siendo bienvenida en mi casa, aunque ahora la comparta con un italiano bocazas. No tienes que quedarte a la puerta ni evitar tocarme si te apetece. Salvo el rabo, claro.
               -Tocarte el rabo es lo más divertido-respondió. La miré con gesto cansado.
               -Sabrae hace kick boxing.
               -Lo digo de manera metafórica.
               -Ah. ¡Ah! Pues de eso nada, guapa. He tenido que irme a otro continente para que Mary Elizabeth me lo deje de tocar un poco, así que no pienso permitirte que le tomes el relevo tú.
               Perséfone se colgó de mi hombro bueno, los brazos cruzados y un gesto coqueto en la mirada.
               -Intenta impedírmelo.
               Y se había descolgado de mí para contonearse hacia la puerta con esa chulería que ya era más propia de la Perséfone con la que yo había crecido. La agarré de la mano y ella se volvió, pero no se apartó. Ya era algo.
               -¿Vendrás conmigo?
               -Me lo tengo que pensar-contestó, altiva.
               -Por favor. ¿Quién me protegerá de los orangutanes rabiosos?
               Perséfone parpadeó.
               -En África no hay orangutanes, Alec.
               -¿Ves? Estoy perdidísimo. O vienes conmigo o me terminará empalando un impala.
               Perséfone se me quedó mirando.
               -¿Lo pillas? Empalando. Un impala.
               Perséfone apartó unos ojos como platos y me soltó la mano.
               -Nop. No estoy enamorada de ti. Sólo de tu polla. Fue un placer conocerla-me guiñó un ojo y echó a andar con paso enérgico fuera de la cabaña, y yo me colgué del umbral.
               -¿Vas a venir o no, Perséfone? ¡A mí no me puedes dejar así! ¡Tengo ansiedad!
               -¡Y un cuento terrible!
               -¿Qué os pasa?-preguntó Luca, que se había quedado con la oreja pegada a la cabaña con la esperanza de entender algo de mi conversación con Perséfone en griego-. ¿No os ibais a reconciliar? ¡Tío! Dijiste que podía follármela si quisiera. ¡Peleándote con ella no me ayudas! ¿Y si me coge asco por tu culpa?
               -Yo a ti no podría cogerte asco en mi vida, Luca-tonteó Perséfone, y Luca la miró con ojos como platos, y luego a mí con gesto suplicante, así que suspiré, cogí mis cosas y les dejé la cabaña para ellos dos solos.
               Parecían tan contentos cuando salieron de la cabaña una hora después que ni siquiera la bronca que les echó Valeria por estar incumpliendo sus horarios les afectó, y le habría tomado el pelo a Perséfone con si sus reticencias tenían algo que ver con el italiano de no haberla visto tan nerviosa.
               -Mira que si crees que os va a causar problemas no me importa quedarme y… bueno. Evitarlos-dijo la Perséfone de mi presente, retorciéndose las manos con nerviosismo, de pie junto al todoterreno.
               -Tú lo que quieres es que me pisotee un elefante y que Sabrae se quede libre para quitármela, ¿eh? ¿Te has enterado de que le gustan las mujeres también y has decidido que será una buena primera experiencia lésbica si ha conseguido domar al potro más salvaje de Gran Bretaña?
               -¿Quién dice que fuera a ser mi primera experiencia lésbica?-soltó Perséfone, y yo me giré y la miré con la boca abierta. Alzó la barbilla y arqueó las cejas, y te juro que me dieron ganas de pegarle.
               -¿Te has follado a una tía y no me llamaste para que lo presenciara?
               -A una no. A dos-alzó las manos a la altura de sus hombros en el gesto de la victoria-. Y no te llamé porque fue a principios de abril.
               -De puta madre, Perséfone. Yo en coma y tú festejándolo haciendo el trenecito. Es que paso de tu puta cara, tía. Eres una hija de puta. Ahora soy yo el que no quiere que vengas. Si Sabrae pregunta, le diré que me has pegado mononucleosis o algo así-bramé, ajustando la última correa de malos modos y cerrando una puerta con más fuerza de la necesaria.
               -¿Alec?
               -Ni me hables.
               -Estoy de coña.
               -Más te vale.
               Perséfone soltó una risita y se acercó de nuevo a mí, salvando la distancia que yo había puesto entre nosotros. Todo rastro de broma se borró de su cara, y volvía a ser la chica preocupada que se había acercado con cautela a mí, acostumbrándose a un cuerpo que no era suyo del todo.
                -Entonces, ¿seguro que creéis que es una buena idea que…?-empezó, y yo le puse la mano en la boca y abrí mucho los ojos.
               -Si no quieres venir porque crees que aquí serás de más ayuda, adelante, aunque yo de ti me lo pensaría mucho antes de cambiarle los planes a última hora a Valeria. Ahora, si lo que te preocupa es cómo lo llevaremos… nos va a venir bien, Pers. Necesitamos pasar tiempo juntos para acostumbrarnos a nuestra nueva situación. Hace mucho que no estamos los dos solos simplemente porque sí—le di un golpecito con la cadera y ella me quitó la mano de su cara-. ¿Quién sabe? Igual descubrimos que hasta nos gusta la compañía del otro.
               -A mí ya me gusta tu compañía.
               -Me había quedado claro. Por las noches en vela en Mykonos, y tal-bromeé, y ella puso los ojos en blanco. La situación con ella era prácticamente idéntica a la situación con Bey, con el minúsculo detalle de que creo que era aún demasiado pronto para tomarle el pelo a Pers con ese enamoramiento entre los dos que no había llegado a cuajar. Bey lo había llevado mucho mejor que ella e, incluso, se permitía hacerse bromas sobre ese asunto, pero la verdad de mi amiga era aún demasiado reciente como para no escocer.
               No obstante, que prefiriera respetar su situación sentimental y sus tiempos manejando sus sentimientos no significaba que fuera a dejar de tomarle el pelo; entonces sí que dejaríamos de ser nosotros. Y era a nosotros a los que ambos necesitábamos. Estábamos demasiado lejos de casa y en circunstancias demasiado nuevas como para ponernos a experimentar.
               -Se echan de menos-reconoció, encogiéndome de hombros y pellizcándome la mandíbula con toda la mano. Me aparté de ella haciendo una mueca y Perséfone se rió-. ¿Entonces…?
               -Madre mía, chica, eres más pesada que una vaca en brazos. Sí. Quiero que vengas. Hala, ya me he humillado ante ti. ¿Contenta?
               -Iré entonces a por mis cosas-canturreó, dando un brinco y alejándose a toda velocidad en dirección a su cabaña. No me sorprendió ver que volvía con una bolsa del tamaño de las de deporte que yo llevaba al gimnasio, mientras que yo había metido lo que creía que necesitaría durante la expedición en una pequeña bolsa de tela que habría puesto histérica a Sabrae de haber tratado de convencerla que la llevara para dar un paseo por la tarde.
               -¿Y si entramos en una librería y me enamoro de alguna saga? ¿¡Dónde la metería entonces!?
               Me encantaría ver la cara de mi chica si viera lo que yo consideraba mis indispensables de supervivencia: una camiseta, tres mudas de calzoncillos (se suponía que volveríamos la noche siguiente, pero Luca me había aconsejado que fuera prudente y metiera de más), una cantimplora, la cámara de fotos, y unas cuantas fotos de Sabrae que había fotocopiado de extranjis en el ordenador de Mbatha la noche anterior para que no se me estropearan las originales, y que tenía pensado sentarme a mirar de madrugada a la luz de la hoguera cuando me acordara de Sabrae por lo fea que me parece la Vía Láctea tras haberla visto a ella desnuda (sí, estaba decidido a ser el novio a distancia mejor considerado en toda la historia).
               Mientras ayudaba a Perséfone a meter sus cosas en el camión (me pareció notar un secador de pelo y me entraron ganas de preguntarle dónde coño pretendía enchufarlo), Luca se acercó a nosotros con gesto triste.
               -No me gusta que me marginen. ¿Por qué no puedo ir con vosotros?
               -Porque te mareas viendo la sangre-respondió Perséfone.
               -Porque nos cortarías el rollo-dije yo mientras ella hablaba, y ella me miró y se rió, y se rió un poco más fuerte cuando Luca me fulminó con la mirada.
               -Voy a entrar en la cabaña y te voy a esconder las fotos.
               -Haz eso y te mato-respondí muy serio. Mis fotos eran algo importante, lo que me ataba con casa y me hacía sentir que, por muy lejos que estuviera, seguían estando conmigo y yo seguía ocupando sus pensamientos. No solía ser muy celoso de mis cosas (excepto si se trataba de la tonta de mi hermana), pero ahora que tenía tan poco, quería protegerlo lo más posible.
               Luca se echó a reír, decidiendo que iba a echarme mucho de menos durante esos días, y yo descubrí que también iba a echarlo de menos a él. No llevábamos mucho tiempo juntos y desde luego no me unía algo a él como lo que me unía a Jordan, pero en general me había tratado bien, y después de superar los celos que no sabía que no debía tenerme había sido bueno conmigo y me había cuidado sin tener obligación. Sabía que Valeria pretendía que las parejas que se formaban en las cabañas fueran como uña y carne e hicieran la estancia más amena, y por eso rara vez separaba sus tareas, para que la amistad fraguara mejor. No pude evitar preguntarme si me perdería lo que Perséfone tenía con su compañera de cabaña o lo que los demás tenían con los suyos por irme a vivir aventuras, pero si algo tenía que aprender en este viaje era a escuchar mis preocupaciones un poco menos y creer un poco más que me pasarían cosas buenas.
               Así que di un paso, estreché con fuerza al italiano entre mis brazos, y le dije:
               -Disfruta de mis postres por mí, ¿vale?
               -Descuida, lo haré. Tened cuidado.
               Perséfone se acercó a él y también le dio un abrazo, depositando un sonoro beso en su mejilla. Luca me miró con intención y yo puse los ojos en blanco.
               -Tranquilo. No le diré nada de que esta mañana me desperté con Odalis haciéndonos compañía en la cabaña.
               -No había otra-Perséfone puso los ojos en blanco y Luca la miró escandalizado.
               -¡No le hagas caso, amore! Está de broma. ¿A que sí, Alec? Dile a esta bellissima creatura que estás de broma. No he estado con nadie más, te lo juro.
               -Eres un cuentista.
               -Me da a mí que esos son los que te gustan, Pers.
               Perséfone puso los ojos en blanco, sacudió la cabeza, se despidió de su compañera de cabaña con un abrazo muy estrecho y se subió al todoterreno. Yo hice lo propio, y nos giramos para mirar por el espejo trasero a la chica, que agitaba la mano en el aire a modo de despedida, y a Luca, que ya le estaba ofreciendo sus servicios de consuelo. El cabrón no perdía el tiempo, aunque no podía juzgarlo. Yo era mil veces peor que él en mi época.
               Íbamos en varios coches que se separarían a mitad de camino para cubrir el mayor radio posible, y todos se detuvieron frente a la barrera que marcaba el límite del campamento para entregarle a Valeria las listas con las provisiones que nos llevábamos y que ella pudiera dar cuenta de quién salía y cuándo se suponía que iba a volver.
                -Killian al volante-murmuró para sí mientras tomaba notas-, Sandra de veterinaria titular y Perséfone de veterinaria auxiliar. Alec como apoyo… vale-dijo, y se apoyó en la ventanilla de Perséfone, que mi amiga ya había bajado para que corriera un poco el aire-. Como es el primer viaje para vosotros dos, cubriréis una zona más pequeña y volveréis antes. Haced todo lo que Killian os diga. Si os manda estar callados, os calláis. Si os manda descansar, descansáis. Si os manda agacharos, os agacháis. Sandra está al mando en lo que respecta a los animales; la decisión de dejar a alguno porque sería más complicado salvarlo es suya y solo suya, ¿entendido?-miró a Perséfone, que asintió con la cabeza-. Bien. Sed prudentes y cuidad de vuestro equipo. Quiero veros las caritas mañana por la noche-Valeria sonrió con la expresión nostálgica de una madre que despide a sus hijos por enésima vez un domingo, después de que se vengan a pasar el fin de semana a casa durante el curso universitario. Recordé que mamá estaría en su misma situación conmigo si no fuera porque yo me había venido al voluntariado, y no pude evitar sentir una punzada en el corazón. La carta que me había escrito conjuntamente con Mimi estaba aún en mi mesita de noche, esperando por mi contestación. Habían sido unos días demasiado intensos y yo apenas había tenido tiempo o ganas para pensar en otra cosa que no fuera Sabrae, pero no sólo mi novia estaba pendiente de mí.
               -Que tengáis buen viaje-continuó diciendo Valeria, sacándome de mi abstracción-. Killian, cuídame a los niños.
                -Siempre-sonrió el conductor, que también era soldado. Había estado custodiando las barreras un par de veces desde que yo llegué, y siempre me había preguntado adónde iban tantos soldados si rotaban tanto en las barreras de la entrada del campamento. Killian metió la marcha y el todoterreno arrancó con un rugido, salpicando grava hacia atrás mientras se incorporaba a la carretera.
               Sandra se espatarró un poco en su asiento y bajó la ventanilla, de manera que su pelo de color castaño apagado, quemado por el sol, empezó a bailar sobre su cabeza.
               -Nos ha tocado el límite del valle-dijo con cansancio y su marcado acento español. Killian bufó su confirmación.
               -Sabía que no te gustaría el destino esta vez.
               -Es de lo más aburrido que tenemos como destino, aunque sé que a ellos les viene bien empezar suave-murmuró, y miró por el retrovisor-. ¿Qué tal vais, chicos? ¿Emocionados?
               -Tengo ganas-dije yo.
               -Yo estoy un poco nerviosa-admitió Perséfone.
               -No tienes por qué. El trabajo es más fácil de lo que parece. Tenemos un par de manadas a las que visitar hoy; a veces hacemos las curas directamente en el campo. Es menos invasivo. Te gustará, ya lo verás.
               Estuvimos casi dos horas zigzagueando por el límite del bosque hasta que, por fin, Killian tomó un camino que nos llevó derechos a la sabana. Contuve el aliento cuando vi de nuevo la extensión de pasto dorado que se extendía allí hasta donde alcanzaba la vista, con las motitas de las sombras de los animales en la distancia, sólo los mayores osando superar la barrera de la hierba de oro, mientras que tanto depredadores como presas se ocultaban en ella. Killian redujo la velocidad, llevando el coche en perpendicular al sol, mientras se acercaba más y más a un pequeño bosque de menos de diez árboles en los que había…
               Se me pusieron los pelos de punta.
               Jirafas.
               Jirafas en libertad.
               Sandra abrió el techo del todoterreno y se puso en pie en su asiento, enfocando con sus prismáticos en dirección a las sombras alargadas que se movían con tranquilidad de un lado a otro.
               -Un poco a las once, Killian-dijo, y Killian corrigió automáticamente el rumbo, su piel de bronce resplandeciendo por el sol y el sudor. A Perséfone le corrían gotitas de sudor por el cuello, y yo notaba ya la espalda empapada por culpa de los asientos de cuerpo del todoterreno, pero nada de eso nos importó a ninguno en cuanto el coche redujo la velocidad hasta detenerse-. Pers, pásame el estetoscopio.
               -¿Y yo qué hago?-pregunté mientras Perséfone obedecía, abría la bolsa con los materiales de veterinaria y empezaba a revolver en busca de algo con que auscultarlas.
               -¿Ves esa de ahí? La que está un poco hinchada-señaló a una que estaba paciendo… o lo que coño hicieran las jirafas en las copas de los árboles, a unos veinte metros de nosotros. Ninguna de ellas se había molestado por nuestra presencia; a lo sumo, unas cuantas habían girado la cabeza para observar ese curioso animal escandaloso que se les había acercado-. Está preñada. Hemos venido a comprobar que todo vaya en orden y que su cría está sana. Para eso, Perséfone y yo necesitamos auscultarla.
               -Vale… pero sigo sin saber qué tiene eso que ver conmigo.
               -Ya ves que son muy altas; no puedo hacerlo desde el suelo. Necesito que Killian y tú la acerquéis hasta el coche para que pueda alcanzarle el vientre desde el techo.
               -¿CÓMO DICES?
               -No grites, Alec-gruñó Killian-. Podrías asustarlas.
               -¿Cómo se supone que voy a atraer a un bicho que mide cinco metros para que me siga? No comen carne. ¿No comen carne, verdad, Perséfone?-dije, girándome hacia ella, que las miraba embobada.
               -Son bastante sociables y están acostumbradas a nosotros. Coge unas cuantas hojas de palmera del remolque, acércate despacio a ella y verás cómo viene.
               -Será una broma.
               -Las jirafas no suponen ningún desafío, pero entiendo que te den miedo. Son muy grandes y pueden tener mala leche si las enfadas, pero no suelen enfadarse. Aunque si prefieres volver al campamento…
               Eso me cabreó. ¿Tener miedo yo de unos bichos que usaban sus cuellos kilométricos a modo de látigo, a las que no les llegaba ni a la rodilla y que podrían partirme en dos de una coz si lo quisieran? Pf. Vaya cosa.
               -Ni de broma. Son herbívoras, ¿no? Como mucho, me arrancarán un mechón de pelo pensando que es alguna hierba exótica o algo así, y ya está. Vaya cosa. Miedo-me burlé, bajándome del todoterreno de un salto y yendo hasta el remolque, en el que Killian ya estaba revolviendo-. No me jodas. De unos… ¿¡para qué necesitas eso!?-grité al ver que Killian cogía un revólver, y una jirafa relinchó. O bufó. No sé muy bien cómo se dice lo que hacen las jirafas, pero el caso es que hizo un ruido bastante intimidante, teniendo en cuenta que lo hizo a cinco metros del suelo.
               -¡Que no grites, Alec, o las pondrás nerviosas! Es precisamente por si alguna se cabrea.
               -¿Y les vas a pegar un tiro? Mira el tamaño de esos bíceps. Seguro que las balas les rebotan.
               -Son balas de fogueo.
               -Ah, genial, me quedo mucho más tranquilo.
               -Están en peligro de extinción y de ti hay otros ocho mil millones de especímenes, Alec, así que yo de ti tendría cuidado acercándome a ellas.
               Miré a Perséfone, que me sonrió a modo de disculpa.
               -Yo te espero en el coche.
               -Me cago en mi puta madre…
               Cogí las hojas de palmera y rodeé el coche con Killian a mi lado. Él también llevaba sus propias ramas, la pistola colgada del cinto. Genial. Ya podía desenfundar como el puto Harry El Sucio como las jirafas se encabronaran.
               Ir a un campamento a enseñar a leer a niños africanos en situación de pobreza es de salvador blanco, ¿no te parece?, escuché a Sabrae en mi cabeza mientras echaba a andar despacio en dirección a los animales. Salvador blanco mis cojones. Un crío del África subsahariana no va a cambiarme de código postal de una patada.
               Killian dio un par de pasos para colocarse por delante de mí, avanzando con cautela pero sin miedo. Varias de las jirafas posaron sus enormes ojos en nosotros, y parpadearon despacio mientras rumiaban. Vi que había un par de ellas tumbadas, y una de ellas se levantó.
               -Eso no va a ser necesario-dije por lo bajo, y Killian se rió. La jirafa a por la que íbamos, al menos, parecía por la labor de venir con nosotros. Ya debía de conocer el modus operandi, porque en cuanto se dio cuenta de que íbamos hacia ella, dejó de estirarse y se giró para mirarnos. Inclinó un poco la cabeza y fue bastante humillante, la verdad. No estoy acostumbrado a ser el retaco del lugar; eso se lo dejo a Sabrae.
               -Enséñale la hoja-dijo Killian, levantando su rama de palmera, y yo lo imité. La jirafa parpadeó despacio y empezó a caminar hacia nosotros.
               Al igual que otras  tres.
               -Killian...-dije.
               -Tranquilo. No van a hacernos nada. Ya nos conocen.
               -Eso será a ti, a mí no me han hecho la presentaciones.
               -Ya les caes bien-respondió.
               -Sí, eso se nota-contesté cuando una de ellas me quitó una de las hojas de palmera de las manos mientras retrocedía. La jirafa preñada levantó la cabeza y miró a Sandra, que también sostenía una hoja de palmera en las manos. Echó a andar entre nosotros y Killian y yo nos apartamos rápidamente y oh, tío. Si ver cómo su rodilla me pasaba por encima no fue una cura de humildad, entonces no la voy a tener en mi vida.
               Me quedé mirando cómo la jirafa se acercaba dócilmente al coche y, mientras Perséfone sostenía la hoja que acababa de pasarle Sandra bien en alto, para mantenerla entretenida, Sandra le pasaba el estatoscopio por el vientre y musitaba cosas en voz baja.
               -Hola, Caramelo-sonrió Killian cuando se nos acercó otra jirafa; concretamente la que estaba tumbada y se había incorporado-. Vaya. Sandra, Caramelo ya ha tenido a su cría.
               Resultó que Caramelo, a la que Killian llevaba visitando desde el principio de su embarazo, había tenido a su cría hacía apenas unos días, y se había levantado para hacernos el honor de presentarnos a la pequeñina.
               Bueno… “pequeñina”. El animalito en cuestión era más alto que yo. La cría de Caramelo era juguetona y curiosa, y caminó junto a su madre hasta que vio a esos dos seres extraños que éramos Killian y yo: entonces, se lanzó a un suave y gracioso trote que no se correspondía con su edad (al igual que su estatura) y se plantó frente a nosotros. Frente a mí. Me olfateó con sus fosas nasales gigantescas, me rodeó mientras me observaba, y luego trató de comerse mi camiseta. Su madre, que disfrutaba de las cosquillas de Killian en la barriga, le dio un suave toque con la pata para que me dejara en paz, y la cría decidió que no le gustaba el algodón tratado con sustancias químicas, pero sí una buena hoja de palmera. Se la tendí y la cogió con una lengua larga como ella sola, devorando con impaciencia los bordes de las hojas. Cuando casi se hubo terminado la rama, la solté y dejé que siguiera dándole cuenta. Tenía el corazón acelerado y no estaba seguro de ser capaz de caminar, pero quería tocarla. Quería saber cómo se sentía su piel bajo mis dedos.
               -¿Puedo tocarla?
               -No estamos en un zoo, Alec. Puedes hacer lo que ella te deje que hagas.
               Di un paso vacilante hacia ella. Y luego, otro. La cría no se inmutó, sino que siguió rumiando. Con otro paso más, la tenía al alcance de la mano. Extendí el brazo y…
               Guau.
               Guau.
               Tenía la piel caliente y suave, y como había tocado su cuello, podía notar el latir robusto de su corazón. Subí por su cuello hasta tocarle los cuernos, más duros y a la vez recubiertos de un pelo prácticamente esponjoso. Era raro. Era raro y bonito y especial y no podía creerme que eso me estuviera pasando a mí. Me había hecho amigo de una jirafa bebé.
               La cría me olfateó con curiosidad, y cerró los ojos cuando hundí los dedos justo en el pelaje de su nuca larguísima, haciéndole cosquillas en el cuero cabelludo. Bajé hasta su lomo y seguí palpando esos músculos blanditos que pronto se volverían de acero con el ejercicio, y ella y las demás dejaron de darme miedo. Seguía teniéndoles un profundo respeto, pues eran animales salvajes que podrían matarme sin pestañear si se les antojaba, pero ya no me daban miedo. Tenían una mirada curiosa y pura en la que no había ningún tipo de maldad, sólo preguntas en una lengua que yo no hablaba pero que sí entendía, porque yo también era extranjero en esta situación y para mí también era la primera vez que vivía lo que estaba viviendo.
               Me alegré infinitamente de que Sabrae me hubiera convencido de que fuera a ese campamento y no a otro, de que pidiera colaborar con animales en vez de con personas, porque ellos no conocían la maldad. Cazadores y cazados lo hacían por supervivencia, pero no eran crueles ni se regodeaban el dolor que ocasionaban. Cada uno cumplía con su papel y tenía una función en esta enorme rueda de la vida, y aunque se suponía que nunca debíamos conocernos, en ocasiones surgía la magia y dos caminos inesperados se cruzaban, como el mío y el de esta cría.
               Escuché pasos a mi espalda, y cuando me giré, todavía con ambas manos en el cuerpo de la jirafa, vi que Sandra y Perséfone se acercaban a nosotros. La cría dio un par de pasos al ver la decisión con la que venían, pero se tranquilizó cuando yo le acaricié entre los hombros y bajo la cabeza.
               -Shh… No te preocupes. Son amigas mías. Vienen a conocerte y ver que estás bien.
               Perséfone me entregó un par de hojas de palmera más, que fui desbrozando para que la cría estuviera entretenida durante más tiempo, y procedió a auscultarla y medirla junto con Sandra. Tomaron nota de su estado de salud, que era óptimo (menos mal) y, después de ese rato de trabajo, tocó un poco de ocio: le dieron mimos y la hicieron trotar tras ellas para conseguir una última rama de palmera. Otra jirafa adulta se acercó para observarme, y cuando bajó la cabeza hacia mí, me atreví a levantar la mano y acariciarle el morro. Por Dios, pero qué suave. Estaba hecho del más puro de los terciopelos: podría pasarme la vida acariciándolos.
               Mientras las veterinarias se ocupaban de examinar a la manada en busca de algún ejemplar enfermo que necesitara curación, Killian se acercó al coche, extendió un mapa en su capó y se puso a calcular la nueva ruta en dirección a nuestra siguiente parada. Y yo… bueno, yo me dediqué a acariciar a todas las jirafas que pude, divirtiéndome a base de colarme entre sus patas y hacer que la cría siguiera el camino que yo estaba marcando. Las adultas nos miraban con curiosidad y una cierta apatía, como si yo también fuera parte de la manada y estuvieran resignadas a aguantar a un par de jóvenes sinvergüenzas en lugar de a uno solo.
               Tuvieron que convencerme para que me metiera en el coche, y les costó más que convencerme para que saliera. La cría de jirafa vino hasta la puerta y me miró con una expresión suplicante en sus ojos negros. No quería renunciar tan pronto a su recién descubierto compañero de travesuras.
               -Volveré mañana-le prometí. Dio un paso hacia mí-. Por favor, no hagas esto más difícil de lo que ya es. Mañana volveré, te lo prometo-dio otro paso más y frotó su cuello con el mío-. Ay, Caramelito.
               -¿Caramelito?-preguntó Killian.
               -Tiene sentido. Es la cría de Caramelo, así que… Caramelito-Sandra asintió con la cabeza y se rió cuando yo le abracé el cuello a la jirafa. Escuché a Perséfone hacernos una foto y me di cuenta de que pretendía crear tantos recuerdos que no sería suficiente ni con esa tarjeta de memoria ni con diez como aquella.
               -Vamos. Mañana volveré. Mañana nos vemos. Adiós. Adiós-dije, dándome la vuelta con el corazón en un puño y acercándome al coche. Escuché el ruido sordo de las pezuñas de Caramelito a mi espalda y me volví-. Caramelito, por favor. Vuelve con tu madre. Me estás matando.
               Caramelito se quedó quieta y dejó que yo entrara en el coche, y entonces, cuando éste arrancó, metió la cabeza dentro y volvió a acariciarme el pecho con el mentón. Y yo me eché a llorar, porque ya no podía más. Quería quedarme con ella para siempre.
               -Dejadme aquí-les pedí.
               -¿Es una broma?
               -No puedo separarme de ella.
               -Alec… tenemos que seguir. Hay muchos animales que nos necesitan-trató de razonar Sandra, pero yo no quería abandonar a Caramelito.
               -¿Y si nos la llevamos al campamento? Allí podremos cuidarla.
               A Perséfone le estaba costando horrores aguantarse la risa.
                -Una jirafa adulta come cerca de 60 kilos de hojas al día, Alec. ¿De dónde crees que las va a sacar?
               -Hay árboles de sobra.
               -¿Siempre ha sido así?-preguntó Killian, que sabía que Pers y yo nos conocíamos desde la más tierna infancia.
               -Siempre lo ha tenido dentro, pero creo que su novia le ha enseñado a canalizarlo.
               -Sí-gemí, abrazándome a la cabeza de Perséfone-. Sí, Sabrae dice que lloro por todo porque soy Piscis, pero que no debo luchar contra mis lágrimas o me ahogaré.
               -Valeria te escogió por tu aura pura y porque pensaba que te llevarías bien con los animales, pero creo que si supiera que eres capaz de hacer que te persigan te habría pedido que te quedaras en casa.
               -Vamos, Caramelito, hora de ir con tu mamá-dije, cogiéndola de los cuernos y empujándola suavemente para que no se enganchara al retroceder-. Mañana volveré y jugaremos un poco más.
               Finalmente Killian puso el coche en marcha de nuevo, una vez Caramelito se había apartado lo suficiente del coche como para que no corriera peligro. Me quedé mirando por el cristal trasero cómo la criatura se iba haciendo más pequeña a medida que nos alejábamos, con el corazón absolutamente destrozado por cómo se quedó mirándome en la distancia. Luego regresó con su madre y eso me supuso un poco de alivio.
               La siguiente vez que paramos yo dije que no quería volver a bajarme del coche, que con un disgusto así por viaje ya tenía bastante, pero Perséfone me convenció de que no había ido a África sólo para hacer el típico safari que hacía la gente “de mi nacionalidad”, fuera lo que fuera lo que eso quisiera significar. Como si los griegos no hicieran también safaris.
               Así nos pasamos el día: atravesando la sabana, esquivando baches, Perséfone aprendiendo de lo que decía Sandra y yo muy atento a cada gesto de Killian, que vigilaba el horizonte en busca de alguna señal de peligro en forma de furtivos. Si bien no nos cruzamos con ninguno, lo cual no dejaba de ser un buena noticia, sí que tuvimos que detenernos varias veces a recoger o desmantelar trampas que habían hecho para capturar a algún pobre animal indefenso. Incluso hubo un momento en el que nos encontramos a una hiena atrapada en un cepo, rodeada por sus congéneres que corrían en círculos, y estuvimos más de dos horas para tratar de alejarlas antes de poder soltarla. Killian tuvo que hacer uso de su pistola para que Sandra y Perséfone pudieran curarla mientras yo sujetaba al animal, que no dejaba de revolverse y trataba de zafarse de unas manos que, en lugar de amigas, le parecían invasivas. Cuando las chicas hubieron terminado, conté hasta tres para retirarnos a la vez, y dimos un brinco al unísono para alejarnos de la hiena, cuyo mordisco podía matarnos en el momento o al transmitirnos una enfermedad. Tuvimos la suerte de que el animal estuviera tan asustado por verse superado en número que sólo salió corriendo sin cobrarse su venganza, y Killian nos dio uno de los muchos geles antibacterianos que había repartidos por el coche para limpiarnos las manos después de haber estado en contacto con ella.
               -¿No es un poco racista que nos limpiemos después de haber estado con la hiena pero no con Caramelito?-pregunté, y Killian me miró de reojo.
               -¿Me vas a hablar tú de lo que es racista y lo que no, niño?-replicó, y yo me quedé callado y seguí frotándome las manos porque sí, vale. Puede que tuviera mucho que aprender de la sabana, pero también tenía que aprenderlo de cómo afrontar las cuestiones sobre mis privilegios ahora que ya no tenía a Sabrae para guiarme y evitar que dijera algo inapropiado. Puede que eso también fuera parte de mi senda de crecimiento personal en el voluntariado, reflexioné mientras atravesábamos la estepa.
               También vivimos nuestro primer momento duro aquel día. El sol estaba a punto de empezar a teñir el cielo de melocotón cuando, en una pausa para que el motor descansara bajo ese calor abrasador, escuchamos los quejidos de una cría de gacela. Perséfone y yo nos apresuramos, pero Sandra y Killian fueron más cautos que nosotros, seguramente gracias a la experiencia acumulada con el tiempo. Perséfone y yo teníamos esperanzas de haber pasado por alto alguna manada; ellos ya sabían que las manadas de herbívoros no se desplazaban en grupos pequeños, precisamente, que pudieras no ver.
               Algo que era difícil de digerir pero que teníamos que aprender cuanto antes era que no podíamos llegar siempre a todo. Había cadáveres que alcanzaríamos y de los que sólo podríamos constatar que no había sido un animal el que los había producido, sino la mano del hombre; otras veces llegábamos a las trampas, pero era tarde y ya estaban cerradas, habiendo hecho un daño que, a diferencia del de la hiena, no podía repararse.
               Aquella fue una de esas veces. Los balidos nos llevaron al otro lado de una pequeña colina en la que estaba tirada una gacela, que miraba en todas direcciones y trataba de incorporarse para caer al poco, junto a un pequeño charquito de sangre que aún resplandecía con la rabia con que sólo puedo hacerlo la que mana de una herida. Perséfone se arrodilló ante ella y la sostuvo contra sus brazos, examinándola, mientras yo, que ya había descubierto mi verdadero propósito, hacerle de apoyo a Killian, me quedaba de pie oteando el horizonte en busca de algo que pudiera hacernos daño. De quien le había hecho daño a la gacela.
               -Tranquila. Tranquila. Ya estoy aquí. Vamos a ayudarte. Vamos a…
               Perséfone vio que le faltaba una pezuña en el mismo momento en que yo vi el cepo cerrado, con algo oscuro junto a él. Estaba pensado para animales más grandes, posiblemente un león, quizá un rinoceronte, así que no debería haberle hecho daño a la gacela y sólo nos habríamos tenido que ocupar de quitarlo de en medio, y ya estaría. Pero no: la gacela había tenido doble mala suerte, porque nosotros habíamos llegado tarde y, para colmo, ella había pisado justo el centro del cepo en el apoyo de un salto, exactamente en el punto que lo hacía saltar. Había sido instantáneo: le había segado una pata dos dedos por encima de la pezuña. Ni siquiera sus reflejos habían sido lo suficientemente rápidos.
               -Sandra. ¡Sandra!-gritó Perséfone, girándose para mirar a su mentora y echándose a temblar con la gacela aún en brazos. Ni animal ni humana parecían capaces de aceptar el destino de la pobre criatura-. Pásame las ventas. Podemos pararle la hemorragia. La llevaremos de vuelta a casa y la curaremos. Alec-me llamó, y yo no pude dejar de responder a su llamada. Me incliné y cogí al pequeño animal en brazos, sopesando su ligereza, la potencia en unos músculos que parecían rellenos de plumas. La gacela trató de revolverse, y tanto Perséfone como yo teníamos su sangre en la ropa.
               -No podemos curarla, Perséfone-dijo Sandra, dando un par de pasos hacia nosotros y poniéndole una mano en el hombro. Perséfone se echó a temblar, los ojos llenos de lágrimas-. Le falta una parte de una pata.
               A mí también me falta una parte, no pude evitar pensar. Ese pedacito de pulmón que me habían quitado todavía se hacía notar, y me pareció injusto que yo tuviera una oportunidad más de vivir, que hubieran luchado tanto por mí, y nosotros no fuéramos a hacerlo por esta criatura que tenía el mismo derecho a caminar por este mundo que yo, si no más. Después de todo, su especie no asesinaba por deporte ni se dejaba de responsabilizar de muchas de las muertes que ocasionaba. La mía sí.
               -Podemos ponerle un cabestrillo. Podemos hacerle algo para que…
               -Perséfone-Sandra la agarró por los hombros, obligándola a mirarla-. Jamás volverá a correr.
               Killian apartó la vista y vigiló nuestras espaldas. Todavía tenía el revólver en el cinturón, pero ahora había cogido también un rifle, que sostenía con las dos manos mientras controlaba cada detalle de su campo de visión. Tenía las piernas separadas y estaba en modo soldado.
               Me pregunté si podría llegar un día en que no volviera al campamento, y si merecía la pena no volver a ver a Sabrae. Tenía que regresar con ella; ella no sobreviviría a mi ausencia eterna. Mi madre, mi hermana, mi abuela o mi padrastro tampoco sobrevivirían. Tenía que volver con todos ellos.
               Pero no podía dejar atrás esto. No podía dejar de ayudar a seres que te limpiaban en lo más profundo con simplemente mirarte. La gacela tenía los ojos puestos en mí, y juraría que incluso me estaba suplicando clemencia.
               -Ojalá hubiéramos tenido más tiempo para prepararos para esto, pero por cada animal que salvamos, por cada animal que traemos, hay dos para los que hemos llegado tarde. Hoy hemos tenido la inmensa suerte de que todo nos haya salido bien hasta ahora. Lo mejor que podemos hacer por ella es recoger el cepo, dejarla de nuevo en el suelo y alejarnos rápido para que otros terminen con su sufrimiento.
               -¡¡Pero podemos curarla!! Podría vivir con nosotros en el campamento. ¡Yo podría cuidarla!
               -Tú te vas en septiembre.
               -Yo la cuidaría después que ella-dije, dando un paso para ponerme al lado de Perséfone, que me miró con una adoración en esa mirada cargada de lágrimas que me hizo saber que me habría dado un morreo de haber estado yo soltero. Por eso necesitaba hacer esta expedición: para darse cuenta de todo lo que podía controlarse sin tan siquiera proponérselo.
               -Lo que podemos ofrecerle no sería vida, Perséfone. Sé razonable, por favor. Ha nacido para correr, y por desgracia unos malnacidos le han quitado la habilidad de hacerlo. Su vida ya no tiene sentido, Pers. Los humanos ya le hemos hecho bastante daño. Tenemos que dejarla donde estaba y dejar que la naturaleza siga su curso.
               -Le duele. No puedo dejarla aquí. Voy a hacer un juramento…
               -Tú aún eres libre de ese juramento. Yo ya lo he hecho. Juré protegerla y cuidar para mejorar su calidad de vida, pero no la tendrá encerrada en una jaula. Alguien que nace trotando preferiría morir a estar cojo de por vida. No tiene ninguna posibilidad. Pero otros pueden beneficiarse de esto tan terrible que le ha pasado.
               Perséfone me miró.
               -Alec, por favor…
               Killian agachó la cabeza. Detestaría tener que ordenármelo, pero lo haría si Perséfone le obligaba. Y yo le obedecería, porque si no jamás me dejarían volver. Y yo ya no podía quedarme en el campamento, haciendo barcos, levantando edificios y ayudando a limpiar. Sabrae me había convencido de que necesitaba venir aquí porque había todo un mundo que yo no había explorado aún, un mundo que me estaba esperando y que me había recibido con las puertas abiertas. El campamento ya no sería suficiente.
               Además, en el fondo, mis mejores momentos siempre han sido obedeciendo órdenes. Las de Sergei, las de mi madre, las de Sabrae… mi vida va mejor cuando dejo que la dirijan otras personas.
               Killian se dio la vuelta y puso los ojos en mí. Los ojos de un soldado que está por encima en la cadena de mando. Yo le devolví una mirada dócil, casi sumisa. Una mirada de un recluta que sólo quiere mejorar el mundo, y que ya no es tan arrogante como para pensar que su visión del progreso es la única que existe.
               Perséfone nos miró a ambos. Se le aceleró la respiración.
               -Si la dejamos morirá.
               -Y su muerte dará vida a otros seres que la necesitan igual que ella a los demás.
               Perséfone tomó aire y lo soltó muy despacio.
               -Está protegida-repitió en un susurro cansado.
               -Pero ya es tarde para ella, corazón. Lo único que podemos hacer para que su dolor no sea en vano es devolverla al pasto y esperar que la cacen pronto.
               -Podrían pasar incluso horas. ¿Debemos dejar que sufra así?
               -Es muy poco probable. Seguro que algún depredador ya ha olido su herida y estará de camino.
               -¿Y si la devoran aún viva? Sabes que algunos depredadores lo hacen.
               -No podemos meternos en eso, Perséfone-Sandra abrió las manos-. Lo siento.
               Perséfone jadeó.
               -¿Y si la matamos nosotros?-pregunté, y Sandra me miró por primera vez. Killian, sin embargo, se sacó la pistola del cinto y me la tendió. La gacela hiperventilaba en mi brazo, pero ya había dejado de revolverse, como si estuviera entendiendo nuestra conversación y se hubiera resignado a su cruel destino-. No. Así no. Y yo no. No he venido aquí a pegar tiros.
               -Ni yo me alisté para desperdiciar balas que son para furtivos en gacelas. Además, si le disparamos-se guardó la pistola en el cinto-, todos los animales en un radio de un kilómetro saldrán huyendo de aquí, y puede que quien le haya hecho esto se vea atraído por el ruido y la encuentre. Y entonces se convertirá en un bolso de los que les gustan tanto a las mujeres de vuestras naciones-añadió, acusador.
               -¿No tienes algún sedante?-le dije a Sandra, que volvió a negar con la cabeza.
               -No para esto. Matarla conllevaría una dosis muy alta, y podría envenenar a sus cazadores. Además… dejarla sin vida supondría reducir mucho las posibilidades de que la devoren.
               -¿Qué quieres decir?
               -Sólo las hienas son carroñeras. A lo sumo algunos leones. Pero los guepardos, por ejemplo, que también están en peligro de extinción-añadió, mirando a Perséfone, que agachó la cabeza avergonzada-, no se la comerán si la encuentran muerta.
               Perséfone se mordió los labios y, después de un instante en silencio, acarició al animal en la cabeza, justo entre sus duros y ásperos cuernos, y acercó sus frentes. Perséfone cerró los ojos un segundo, y luego se separó de ella. Miré a Killian, que asintió con la cabeza, y entonces dejé a la pequeña en el suelo. Ésta volvió a balar y a gimotear, suplicando que nos la lleváramos con ella. Perséfone dio un paso hacia ella, inclinándose para recogerla, pero Killian pronunció un “no” autoritario e incontestable. Perséfone se quedó quieta y lo miró.
               -Nos vamos-ordenó. Recogí el cepo y le obedecí. Entramos en el coche en silencio, y Killian arrancó y se alejó rápidamente de allí. Dado que estaba al otro lado del montículo, no pude ver si algún animal iba a por ella, aunque juraría que vi el lomo esbelto de lo que sólo podía ser un guepardo apresurándose en su dirección pasados unos minutos.
               Killian detuvo el coche al poco y apagó el motor. Sandra no había dicho absolutamente nada, al igual que yo o él. Perséfone se había pasado llorando todo el viaje.
               -Si no podéis con esto-al menos mi idioma tenía el consuelo ahora de la ambigüedad, y aunque yo sabía que lo decía por Perséfone esta vez, bien podía también ir por mí- sois libres de quedaros en el campamento y servir a la comunidad con otras acciones. Necesitamos veterinarios aquí fuera y también a gente capaz de hacer lo que tú has hecho hoy-me miró-, pero si vais a hacer que perdamos un tiempo precioso para salvar vidas tratando de convenceros para que seáis fuertes y que hagáis vuestro trabajo, vuestro sitio no está aquí. Y será mejor que no ocupéis algo que otras personas podrían llenar mejor que vosotros.
               -Tener aprecio por la vida no es de ser débil-dije, y Killian inclinó la cabeza.
               -Y yo no he dicho lo contrario. Pero lo que acabáis de hacer no es de tener aprecio por la vida. Es tener aprecio por vuestra conciencia. Esto no es un juego: hay cosas muy valiosas en juego, cosas que son incompatibles entre sí a veces, y entre las que hay que tomar decisiones difíciles. Si tenéis que elegir entre el bienestar de un animal o el vuestro propio, elegís al animal. Para eso estáis aquí. No para dormir bien por las noches, no para haceros fotos con las que presumir con vuestros amigos, y desde luego, no para ir de safari inmersivo con un guía local. Para eso, haber elegido un año sabático de los que se toman los niños ricos en mi pueblo. Habéis tomado una decisión muy noble decidiendo venir aquí a ayudarnos, y agradecemos mucho que nos tendáis vuestras manos, pero que sea para colaborar, no para hacernos todo más difícil. Tener la conciencia tranquila está muy bien, pero habéis venido a una guerra con gente cuya conciencia ni siquiera existe. Vuestro deber es minorar el daño que hacen.
               -Si entendéis lo que hacemos como una rueda a la que le faltan trocitos que tenemos que ir reponiendo todo se hace más fácil. Renunciando a salvarla hemos salvado a otros animales-consoló Sandra-. Es menos duro cuando lo piensas así.
               -¿Ahora vamos a cogernos de las manos y nos vamos a poner a cantar El ciclo sin fin? Lo digo porque entonces igual uso el comodín de la llamada para que cante mi novia por mí.
               Perséfone sonrió.
               -¿Nunca te has preguntado por qué en todos los países El rey león es un referente? Porque habla de África pero también de Europa, de Asia, de América y de Oceanía. Habla de la sabana igual que lo hace del mar o de los acantilados blancos de tu país. Habla de la única verdad que es universal y que trasciende más allá de las historias de un pueblo o incluso de una especie. Todos estamos conectados. Cada vida tiene impacto en las que le rodean y todas tienen impacto en esa vida. Estamos aquí por los millones de sacrificios como ése que se han hecho a lo largo de la historia, y el mundo seguirá gracias a nuestros propios sacrificios también. Sí, aunque te parezca una chorrada, la vida que es un ciclo que no tiene fin. Algunos quieren interrumpirlo, alterarlo. Y nuestra misión es impedírselo. No intervenimos cuando algo es natural. Sólo corregimos los cambios en el rumbo que otros tratan de provocar con mala intención.
               Perséfone me miró de reojo, estirando la mano en mi dirección. Yo no dudé en cogérsela y darle un suave apretón que le decía que estaba ahí. Que siempre estaría ahí.
               Ella me lo devolvió, como diciendo “y yo también”.
               -Nuestro trabajo, el tuyo y el mío, Perséfone-Sandra miró a mi amiga-, es poner las cosas en una balanza y elegir la que más peso tiene. Sé que muchas veces no es fácil, pero sólo cuando piensas en el largo plazo y no sólo en lo más inmediato es cuando ves la solución correcta.
               Sandra miró a Killian, que le sostuvo la mirada y suspiró.
               -En mi pueblo tenemos un dicho. Ts’ehāyi t’ilawani sibwali. Quiere decir algo así como “el sol ya ha dibujado su sombra”.
               -¿Y qué significa?-preguntó Perséfone.
               -Significa que hay momentos de tu vida que te definen y que sellan tu destino sin importar qué hagas. Las jirafas, los leones, los elefantes, hipopótamos; incluso los lémures proyectan sombras alargadas cuando el sol se pone. Esas sombras pueden matarlos o salvarlos, y no hay absolutamente ninguna manera de revertirlas, porque no puedes obligar al sol a levantarse de nuevo. El sol ya la había dibujado para la gacela cuando pisó el cepo. Por mucho que nosotros intentáramos salvarla, sería como ponerle focos desde distintos ángulos. Su verdadera sombra seguiría siendo la del sol, y por muy tenue que la volviéramos, o incluso que intentáramos taparla, ya habría marcado la hierba a su alrededor.
               Me pasé la lengua por las muelas, pensativo. Era un dicho precioso y también muy ilustrativo. ¿Cuántas veces había dibujado el sol mi sombra? ¿La había dibujado cuando mi madre conoció a mi padre? ¿La había dibujado cuando él amenazó con matarme y ella se animó a salvarse gracias a eso? ¿La había dibujado cuando conocí a Sabrae? ¿O cuando me había acostado con ella? ¿La había dibujado cuando tuve mi accidente?
               ¿Y cuando había hecho la reserva del voluntariado?
               Supongo que de eso se trata la vida, después de todo. De luces y de sombras y de todo lo que hay en medio. Soles que se ponen, lunas que se levantan, estrellas que dibujan el camino y los desvíos que tomas de éste porque hace miles de años que tu gente dejó de saber leer los mapas de las constelaciones. Las pirámides de Giza estaban alineadas con una constelación que para Tutankamón había marcado el norte, pero ahora sólo eran tres puntos más en la maraña del horizonte.
               -Creo que por hoy está bien, Kil-dijo Sandra después de un instante de silencio, poniéndole una mano en el brazo-. Mañana nos espera un duro día por delante.
               Killian asintió con la cabeza y arrancó de nuevo el coche, dirigiéndonos de memoria a una zona recogida, con árboles rodeando una zona sin hierba que sólo podía ser un sitio usual de acampada. Entre los cuatro descargamos los trastos de acampada y montamos las tiendas, hicimos una pequeña hoguera y nos calentamos la cena.
               -Montaré la primera guardia-dijo Killian, incorporándose y estirando las piernas mientras hacía girar su cuello para destensarse los músculos.
               -Despiértame en cuatro horas-le pidió Sandra.
               -De acuerdo.
               Sandra se rió, metiéndose en la tienda de campaña y cerrando su cremallera.
               -No sé por qué te lo digo, si nunca lo haces.
               Lo único que se vio de Killian en la noche fue su sonrisa. Perséfone nos dio las buenas noches a todos, me dio un beso, y se metió en su propia tienda de campaña. Killian se paseó por el claro, vigilante.
               -Has sido valiente hoy-dijo, sin embargo. Me lo quedé mirando mientras recogía los utensilios de cocina.
                -¿Por haber sostenido en brazos a una gacela herida?
               -Por no haber dudado en saltar encima de la hiena para proteger a las chicas. Nunca antes había tenido un novato que no se pusiera a lloriquear estando cerca de su primer depredador.
               -He venido aquí para eso, ¿no? Para protegerlas y dejar que hicieran bien su trabajo. No podrían curarla si les arrancaba un brazo.
               Killian siguió con su paseo sin mirarme.
               -¿Por qué estás aquí?
               -Porque Valeria decidió que esto podría dárseme bien.
               Y me alegro la de Dios de que lo haya decidido, por cierto.
               -No. Me refiero a por qué estás en mi país-me miró por fin-. Mírate. Eres el típico chico que las tiene a todas locas en casa. Seguro que eras virgen la última vez que dormiste solo, ¿verdad?
               -No me lo monto mal, la verdad.
               Killian apoyó el rifle en el suelo y apoyó la mejilla en el cañón, algo que dudo que fuera recomendable salvo que el arma estuviera descargada.
               -Entonces, ¿qué hace un chico guapo, exitoso y valiente como tú no aprovechando su año sabático para correrse la juerga padre en todos los sitios pijos de las capitales del mundo? ¿Qué tenemos en Etiopía que ofrecerte que no pueda hacerlo París, Berlín o Viena?
               -Unos atardeceres preciosos. Naturaleza salvaje y… la oportunidad de aprender a ser valiente. Porque yo no lo era en casa. No realmente.
               Killian alzó las cejas e hizo sobresalir un poco su labio inferior.
               -Entonces, aprendes muy rápido.
               Se dio la vuelta, de forma que su espalda quedó iluminada por la luz de la hoguera.
               -O tal vez te subestimes terriblemente.
               No contesté. ¿Tan evidente era? Habría creído que sólo era una chorrada de alguien que se creía más sabio por ser mayor, pero había demasiada gente a mi alrededor diciéndome siempre lo mismo como para que yo no le diera un poco de crédito.
               Siguiendo sus instrucciones, apagué la hoguera y me quité la ropa. Le di las buenas noches y me metí en mi tienda, tumbado boca arriba con un brazo bajo la cabeza. Empecé a juguetear con mis colgantes, preguntándome qué estaría haciendo Sabrae en ese momento, si ya estaría dormida o si estaría de fiesta o estaría viendo una peli o masturbándose pensando en mí. Mañana mismo le escribiría otra carta; me daba igual que fuera a tardar en llegarle porque puede que la pillara en Estados Unidos o que eso rompiera nuestro ritmo de correspondencia y la volviera un completo caos. Quería contarle con pelos y señales todo lo que había pasado ese día, lo que había vivido y aprendido, y cómo, después de correr con una jirafa, someter a una hiena y sostener en brazos a una gacela, en lo único en lo que pensaba cuando caía la noche y se hacía  el silencio y ya no había que vigilar el horizonte era en ella.
               En ella y en sus ojos y en la manera en que se achinaban cuando sonreía; en ella y en sus labios y en cómo se volvían un poco más carnosos cuando se reía; en ella y en sus curvas y en lo profundas que eran cuando se quitaba la ropa y ya no había nada encorsetándola; en ella y en sus piernas y en lo bien que se sentían cuando me las pasaba por las caderas mientras la embestía; en ella y en sus tetas y en cómo se bamboleaban cuando me cabalgaba como una amazona; en ella y en su entrepierna y en lo deliciosa que era cuando derramaba su placer en mi lengua, lo apretada que estaba cuando se corría conmigo dentro y me exprimía la polla porque necesitaba más de mí; en ella y en su voz y en cómo sonaba cuando decía mi puto nombre acompañado de jadeantes síes que, joder, me llevaban a las putas estrellas sólo con…
               Estaba en calzoncillos, a más de veinte grados, cubierto de sudor y cachondo perdido. La última vez que había estado así, estábamos en Mykonos y yo no había dudado en despertarla para follármela. Incluso le había separado las piernas mientras aún dormía y había empezado a comerle el coño para despertarla, y había sido lo mejor que había hecho en mis 18 años de existencia.
               Ella ya se había corrido después de que yo me fuera. Ahora era mi turno. Llevaba dos semanas sin cascármela; todo un récord. Sin contar el lapso de abstinencia sexual absoluta que había supuesto el accidente, no había estado tanto tiempo sin hacerme una paja desde los once años.
               Así que me llevé la mano a la entrepierna, me saqué la polla, que tenía dura como una pierna, y cerré los dedos en torno a ella. Joder, qué gusto. ¿Siempre se había sentido así? ¿Y Sabrae era todavía mejor? Nada, de locos. Me piraría en el próximo avión sólo para follármela, decidido.
               Empecé a mover la mano arriba y abajo, arriba y abajo, recorriendo mi envergadura, pensando en ella, en su boca, en su lengua, sus dientes, sus pezones frotándose contra mis pectorales, sus nalgas impactando contra mis muslos cuando me la follaba a lo perrito, su pelo en mi muñeca, y su voz, su voz, su voz.
               -Alec, sí. Sí, joder, Alec. Sí. Eres tan grande. Me follas tan bien, Alec… sí… Alec…
               -¿Alec?-preguntó Perséfone al otro lado de la tela de la tienda de campaña. Me detuve en seco y me mordí el labio para controlar mi respiración. Joder, debía de haber estado montando un escándalo si Perséfone había venido a quejarse.
               -Lo siento, ¿te he despertado?
               -No, no puedo dormir. ¿Y tú?
               -Eh, algo así.
               -¿Puedo pasar?
               Me quedé mirando mi rabo enhiesto en la oscuridad. Me lo guardé con un suspiro.
               -Claro.
               Perséfone abrió la cremallera y se inclinó para mirarme a la luz de la luna.
               -¿Qué hacías?
               -Pues mira, me estaba haciendo lo que viene siendo una buena manola, ¿y tú?
               Perséfone se echó a reír.             
               -¿Vuelvo en otro momento?
               -Joder, definitivamente se ha acabado, ¿no? Creo que nunca te he dicho que me la estaba cascando y tú no me has respondido que si no prefería acabar dentro de ti.
               -Jódete. No haberte echado novia.
               -No tuve elección, Pers. El sol ya ha dibujado mi sombra en ese aspecto-me encogí de hombros y me hice a un lado para dejarla pasar. Perséfone se metió dentro y cerró la cremallera.
               -Procurad no hacer mucho ruido; Sandra necesita descansar-dijo Killian al otro lado, y los dos le hicimos un corte de manga.
               -¿Estás bien?-pregunté en voz baja, y Perséfone asintió.
               -Sí, es sólo que… me parecía raro estar tan cerca y no dormir juntos. ¿No es un poco raro?
               -Sí, creo que sí.
               Perséfone jugueteó con el colgante que me había regalado; los de Sabrae estaban fuera de límites aún.
               -¿Te meterás en problemas por dormir conmigo en bolas?
               -No estoy en bolas, querida. Llevo los gayumbos puestos. He abierto la puerta a gente con esta misma ropa.
               -A Sabrae le hará ilusión saber, entonces, que te guardas las joyas de la corona a buen recaudo.
               -Salvo cuando la reina anda cerca, por si acaso le apetece inspeccionarlas. Ya me entiendes.
               Perséfone se rió.
               -Gracias.
               -¿Por?
               -Por todo.
               -¿Podrías ser un poco más específica? ¿Por la manera tan guay en la que te desvirgué y que te ha convertido en una adicta al sexo? ¿Por cargar con el peso de la comedia de tu vida en mi espalda? ¿Por ser el tío más guapo de este continente?
               -Por haberme defendido hoy así. Creo que eso también me daba miedo… que las cosas no fueran como antes porque tú ya tienes a quién defender.
               Me incorporé para mirarla desde arriba.
               -Pers, que yo esté con Sabrae no va a hacer que tú y yo dejemos de ser amigos, ¿cómo te lo tengo que decir?
               -Ella lo pasó mal por mi culpa, y lo justo sería que yo pagara por ello, pero tú…
               -Hija de mi vida, para lo poco que duró el pico, bien que lo estás explotando. Vamos a ver…
               -No lo digo por eso. Lo digo por lo de Mykonos. Si estuvisteis mal allí por mi culpa y aun así tú me defiendes…
               -Eh, eh, eh. Mis errores son mi culpa. Le quité importancia a nuestra historia a Sabrae y vino y me mordió en el culo, así que me estuvo al pelo. No es culpa tuya, ¿vale?
               Perséfone asintió con la cabeza, mordiéndose el labio.
               -Entonces, ¿vamos a estar bien?
               Me lo pensé un momento. ¿Estaríamos bien?
               -¿Sabes? Creo que sí. Sólo tenemos que acostumbrarnos a esto. Y si se te hace muy duro, siempre podemos buscar un poco de alivio haciendo un trío con Sabrae.
               Perséfone se echó a reír de nuevo.
               -Me parece bien.
               -Es broma.
               -Ya me lo parecía.
               -¿Nos podemos dormir ya, por favor?
               -Vale.
               Perséfone me robó la almohada, cosa que ya hacía sin contemplaciones cuando yo todavía podía arrancarle el clítoris de un mordisco, así que imagínate ahora, y se acurrucó junto a mí. Y no sé si era porque tenía toda la sangre en la polla o porque tenía las imágenes de Sabrae follándome aún en la cabeza, pero el caso es que dije:
               -¿Pers?
               -¿Sí?
               -En realidad, no es broma. O sea, es broma si no quiere Sabrae. Si Sabrae quiere, ya estamos tardando, vamos. ¿Qué haces el 17 de octubre?
               -¿Qué día es?
               -Miércoles.
               -Tendré clase.
               -Pues te la saltas. Follarte a tu casi ex novio y su novia es más importante que el aparato respiratorio de los gatos.
               -Porque tú lo digas, chaval.
               -Coño ya. Dame mi almohada. Joder. ¿Vas a seguir jodiéndome incluso cuando ya no pueda correrme en ti?
               -Sí-respondió, robándome de nuevo la almohada y pegándome un coletazo. La madre que la parió. Definitivamente, tengo un tipo. Ella, Sabrae y Bey son idénticas en trescosas:
               La primera, están buenísimas.
               La segunda, son listísimas.
               Y la tercera, son unas auténticas hijas de puta.
                



             
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2 comentarios:

  1. Bueno es que me duele el corazón con lo bonita que es Sabrae de verdad y lo muchísimo que Alec la merece me dan ganas de llorar.
    Me ha puesto super soft la escena de la sabana y los animales y es que no puedo esperar a que Africa comienza a influir en Alec poco a poco.
    Siguiendo con Persefone entiendo a la ponre chiquilla yo tmb estaría esperando a lo q pille pero bueno, mientras antes la hagas volver a casa mejor :)
    No paso por alto el guiño al 17 de octubre y que me muero de ganas que se reencuentren ya la madre que me pario

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  2. Qué MARAVILLA de cap! Comento por partes
    - Alec siendo la persona más graciosa del mundo me ha dado la vida, necesitaba verle así.
    - La conversación por teléfono me ha puesto súper contenta, adoro que estén bien.
    - “Si borraran mi existencia y sólo me dejaran conservar una cosa, sería lo que siento por ti. No tengo derecho a quitártelo. Y tú te mereces conservarlo siempre.” A ti te parece normal escribir esto? Porque a mí no. Osea como le va a decir eso?
    - EEEEE Scott haciendo acto de presencia en la novela porque Alec le está insultando??? MI COSA FAVORITA. Por favor hazlo más.
    - Estaba bastante claro que Perséfone estaba enamorada de Alec, pero bueno creo que van a conseguir llevarlo bien y mantener la amistad.
    - Alec con Caramelito ha sido la cosa más adorable que he leído en mi vida.
    - Me ha hecho gracia el final, porque la verdad es que Alec tiene un tipo clarísimo jajajajaj
    Deseando leer el siguiente cap!! <3

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