Ha estado desnuda.
Ha estado desnuda y yo lo he sabido
mientras lo estaba. Ha estado desnuda. Ha estado desnuda y yo lo he sabido mientras lo estaba. Ha estado desnuda. Ha
estado desnuda y…
Era en lo único en que podía pensar, lo único que sabía, lo único que me interesaba de ese mundo cargado de unos estímulos que mis sentidos estaban ignorando. Seguía recluido en aquella habitación de hotel que había creado en mi cabeza basándome en la que habíamos ocupado durante mi última noche en casa, también la última noche en la que le había escuchado hacer esos ruidos y no había sido capaz de concentrarme lo suficiente como para grabármelos a fuego en la cabeza. Suerte que ella, en su infinita bondad, me había hecho un regalo con el que yo ni siquiera me había atrevido a contar cuando cogí el avión que me había separado de ella, y que debería haberse dado la vuelta en pleno vuelo en cuanto el piloto se percatara de la absoluta aberración que estaba haciendo: separarnos.
Estaba aún peor que cuando había salido de la discoteca y había agarrado el teléfono: mi piel me picaba más, el calor que se me adhería al cuerpo se había vuelto insoportable, y sin embargo…
… sin embargo, estaba sonriéndole como un puto gilipollas al suelo, todavía con el auricular en la oreja y a pesar de los pitidos que indicaban que se había cortado la línea y que Sabrae y yo ya no íbamos a volver a oírnos el uno al otro hasta, ¿cuándo? Cada vez me parecía más difícil aguantar hasta el cumpleaños de Tommy. Joder, me parecía imposible aguantar hasta la mañana siguiente, cuando saliera el primer avión con destino a Londres. Todo lo que le había dicho sobre acercarse a mí, todo lo que le había dicho sobre correr para encontrarnos, no era más que la manifestación de mis esperanzas más profundas. Necesitaba volver a verla, quería volver a verla, me moría por volver a verla. Verla contenta, esperándome en la terminal, riéndose cuando me saltara los controles de las aduanas y la abrazara tan fuerte que ya sería imposible que nos separáramos, no importaba la burocracia que tratara de retenerme en Etiopía; verla vestida con sus mejores galas, caminando a mi lado en la terminal; verla a mi lado en el metro, acurrucándose contra mí y besándome y diciéndome que me había echado terriblemente de menos y que me prohibía marcharme (y yo, que soy muy obediente, haría de sus deseos mi propósito vital); verla desnuda.
Debajo de mí.
Con los ojos cerrados, la espalda arqueada, sus preciosísimas tetas al aire, balanceándose al ritmo de unas embestidas que le arrancaban jodida música de lo más profundo de la garganta. Si el mundo entero se iba a enamorar de la voz de Sabrae, deberían dar gracias de que ella les dejara seguir con sus vidas no gimiendo en ninguna canción, porque entonces ya no caerían rendidos a sus pies, sino que estarían completamente hechizados, desesperadamente a su merced como me tenía a mí.
-A-a-a-le-e-ec.
Dieciocho años. Me había pasado dieciocho putos años respondiendo a una palabra que no era mi nombre, siendo anónimo sin saberlo, hasta que ella me bautizó.
-Te quiero.
Dieciocho años. Dieciocho años haciendo el imbécil: saliendo de fiesta, enrollándome con tías, follándome a todo lo que se me ponía por delante, todo para poder aprender a satisfacerla y que ella me permitiera vivir por fin. Había tenido toda mi transición hasta la edad adulta para prepararme para lo que era escuchar a la chica de la que estás enamorado, la chica que convierte miles de kilómetros en apenas centímetros, la chica que consigue que medio mundo no sea nada, gemir que te quiere mientras se corre.
Yo ya no era Piscis. Sabrae acababa de convertirme en Leo, porque acababa de hacer de este día el de mi nacimiento. La suerte que tenía ahora era que ya la tenía desde el principio, y no tenía por qué conformarme con esperarla durante aquellos años en los que yo no sabía que la estaba buscando hasta que la encontré.
Repetiría esas dos palabras en bucle el resto de mi vida. Te quiero. Me las había dicho desnuda, desesperada, ansiosa por mí, dándose placer a sí misma de la misma manera en que lo había hecho la primera vez que alcanzó el orgasmo. Saberme el dueño de su placer ya era más que suficiente para que creyera que me merecía el lugar que ocupaba en el mundo, pero saber que ella me había elegido de entre todos los demás para enamorarse de mí me hacía creerme un puto rey. Un dios. Me sentía sentado en un trono por encima de los demás, flotando entre las nubes, esperando que lo que me daba sentido y me había puesto allí regresara en cualquier momento a mi lado y les diera luz a mis sombras.
Me sentía a reventar, y decidí que me merecía un premio por cómo lo había hecho. Lo cierto es que me había esmerado con ella; ahora entendía por qué Zayn citaba a Freddie Mercury hablando de cómo hacía las cosas que hacía en el escenario: “cuando estoy delante de ellos, no puedo desafinar”. Algo así me sucedía a mí con mi preciosa Saab: cuando la tenía entre los dedos, no podía dejar de acariciarla, de obligarla a disfrutar de su cuerpo. Lo conocía tan bien o mejor incluso que al mío: sus curvas, sus lunares, sus pliegues y esas cicatrices de las que se avergonzaba en secreto, ya que su madre había intentado hacer que amara sus estrías como lo que eran: la prueba de que el cielo había luchado con toda su artillería, relámpagos incluidos, por retenerla. Sus preciosos pechos, redonditos, turgentes, y tan generosos que me era imposible no darles un bocado cada vez que los veía. Su clítoris, siempre anhelante, deseoso de mis atenciones y también de las de ella. Su sexo.
Joder. No había palabras para describir su sexo más que todo. Era el paraíso y era el infierno, era una zona neutral y un campo de batalla, mi perdición y mi hogar; un sitio nuevo, cargado de sorpresas, y a la vez ancestral, lleno de magia y colmado de una energía que no encontrabas en ningún otro lugar.
Era en lo único en que podía pensar, lo único que sabía, lo único que me interesaba de ese mundo cargado de unos estímulos que mis sentidos estaban ignorando. Seguía recluido en aquella habitación de hotel que había creado en mi cabeza basándome en la que habíamos ocupado durante mi última noche en casa, también la última noche en la que le había escuchado hacer esos ruidos y no había sido capaz de concentrarme lo suficiente como para grabármelos a fuego en la cabeza. Suerte que ella, en su infinita bondad, me había hecho un regalo con el que yo ni siquiera me había atrevido a contar cuando cogí el avión que me había separado de ella, y que debería haberse dado la vuelta en pleno vuelo en cuanto el piloto se percatara de la absoluta aberración que estaba haciendo: separarnos.
Estaba aún peor que cuando había salido de la discoteca y había agarrado el teléfono: mi piel me picaba más, el calor que se me adhería al cuerpo se había vuelto insoportable, y sin embargo…
… sin embargo, estaba sonriéndole como un puto gilipollas al suelo, todavía con el auricular en la oreja y a pesar de los pitidos que indicaban que se había cortado la línea y que Sabrae y yo ya no íbamos a volver a oírnos el uno al otro hasta, ¿cuándo? Cada vez me parecía más difícil aguantar hasta el cumpleaños de Tommy. Joder, me parecía imposible aguantar hasta la mañana siguiente, cuando saliera el primer avión con destino a Londres. Todo lo que le había dicho sobre acercarse a mí, todo lo que le había dicho sobre correr para encontrarnos, no era más que la manifestación de mis esperanzas más profundas. Necesitaba volver a verla, quería volver a verla, me moría por volver a verla. Verla contenta, esperándome en la terminal, riéndose cuando me saltara los controles de las aduanas y la abrazara tan fuerte que ya sería imposible que nos separáramos, no importaba la burocracia que tratara de retenerme en Etiopía; verla vestida con sus mejores galas, caminando a mi lado en la terminal; verla a mi lado en el metro, acurrucándose contra mí y besándome y diciéndome que me había echado terriblemente de menos y que me prohibía marcharme (y yo, que soy muy obediente, haría de sus deseos mi propósito vital); verla desnuda.
Debajo de mí.
Con los ojos cerrados, la espalda arqueada, sus preciosísimas tetas al aire, balanceándose al ritmo de unas embestidas que le arrancaban jodida música de lo más profundo de la garganta. Si el mundo entero se iba a enamorar de la voz de Sabrae, deberían dar gracias de que ella les dejara seguir con sus vidas no gimiendo en ninguna canción, porque entonces ya no caerían rendidos a sus pies, sino que estarían completamente hechizados, desesperadamente a su merced como me tenía a mí.
-A-a-a-le-e-ec.
Dieciocho años. Me había pasado dieciocho putos años respondiendo a una palabra que no era mi nombre, siendo anónimo sin saberlo, hasta que ella me bautizó.
-Te quiero.
Dieciocho años. Dieciocho años haciendo el imbécil: saliendo de fiesta, enrollándome con tías, follándome a todo lo que se me ponía por delante, todo para poder aprender a satisfacerla y que ella me permitiera vivir por fin. Había tenido toda mi transición hasta la edad adulta para prepararme para lo que era escuchar a la chica de la que estás enamorado, la chica que convierte miles de kilómetros en apenas centímetros, la chica que consigue que medio mundo no sea nada, gemir que te quiere mientras se corre.
Yo ya no era Piscis. Sabrae acababa de convertirme en Leo, porque acababa de hacer de este día el de mi nacimiento. La suerte que tenía ahora era que ya la tenía desde el principio, y no tenía por qué conformarme con esperarla durante aquellos años en los que yo no sabía que la estaba buscando hasta que la encontré.
Repetiría esas dos palabras en bucle el resto de mi vida. Te quiero. Me las había dicho desnuda, desesperada, ansiosa por mí, dándose placer a sí misma de la misma manera en que lo había hecho la primera vez que alcanzó el orgasmo. Saberme el dueño de su placer ya era más que suficiente para que creyera que me merecía el lugar que ocupaba en el mundo, pero saber que ella me había elegido de entre todos los demás para enamorarse de mí me hacía creerme un puto rey. Un dios. Me sentía sentado en un trono por encima de los demás, flotando entre las nubes, esperando que lo que me daba sentido y me había puesto allí regresara en cualquier momento a mi lado y les diera luz a mis sombras.
Me sentía a reventar, y decidí que me merecía un premio por cómo lo había hecho. Lo cierto es que me había esmerado con ella; ahora entendía por qué Zayn citaba a Freddie Mercury hablando de cómo hacía las cosas que hacía en el escenario: “cuando estoy delante de ellos, no puedo desafinar”. Algo así me sucedía a mí con mi preciosa Saab: cuando la tenía entre los dedos, no podía dejar de acariciarla, de obligarla a disfrutar de su cuerpo. Lo conocía tan bien o mejor incluso que al mío: sus curvas, sus lunares, sus pliegues y esas cicatrices de las que se avergonzaba en secreto, ya que su madre había intentado hacer que amara sus estrías como lo que eran: la prueba de que el cielo había luchado con toda su artillería, relámpagos incluidos, por retenerla. Sus preciosos pechos, redonditos, turgentes, y tan generosos que me era imposible no darles un bocado cada vez que los veía. Su clítoris, siempre anhelante, deseoso de mis atenciones y también de las de ella. Su sexo.
Joder. No había palabras para describir su sexo más que todo. Era el paraíso y era el infierno, era una zona neutral y un campo de batalla, mi perdición y mi hogar; un sitio nuevo, cargado de sorpresas, y a la vez ancestral, lleno de magia y colmado de una energía que no encontrabas en ningún otro lugar.