No pegué ojo en toda la noche que le siguió a esa tarde
en la que debería haber encontrado en la voz de Saab el consuelo que necesitaba
para lo mierda que estaba siendo el voluntariado. Después de hablar con ella
por teléfono y que nuestra llamada se viera interrumpida de esa manera tan
grosera por Valeria, que no necesitaba demostrarme de más modos que no sentía
ningún tipo de aprecio por mi persona, había regresado al santuario de las
mujeres con la cabeza tan en la Luna que Nedjet había terminado por enviarme de
vuelta al campamento un par de horas antes.
-Si aparte de calcular puntos de soporte para las vigas maestras y vigilar en qué momento pasa alguna de las mujeres por un sitio en el que pueda vernos o escucharnos también tengo que estar pendiente de que no te caiga un tronco encima y te deje peor de lo que ya estás, casi prefiero que te vuelvas con Valeria-gruñó Nedjet. Yo me lo había quedado mirando sin entender a qué coño se refería. Sí, vale, me había puesto como una fiera con Valeria cuando me colgó el teléfono, aunque entendía que llevaba demasiado tiempo acaparando su oficina y tenía cosas más importantes que hacer que esperar a la puerta a que yo terminara de charlar con mi novia, y sólo por la forma en que le había gritado Valeria me había mandado de una patada en el culo de vuelta al santuario, pero hasta ese momento me había sentido relativamente útil.
Luego Nedjet me había señalado el tablón que había estado clavando a otro con hasta cinco clavos más de los necesarios y me había dado cuenta de que, sí, vale… puede que no estuviera muy fino con mi trabajo, y que lo mejor sería dar un paso atrás, siquiera para que Nedjet pudiera concentrarse en sus cosas, pero eso sólo me había dado más tiempo para retroalimentarme. Ir a la cabaña y quedarme completamente solo no había ayudado tampoco a mi tranquilidad, y para cuando Luca llegó de sus tareas, dispuesto a pegarse una ducha, cenar y meterse en la cama a roncar como una moto, yo ya tenía el cerebro a mil revoluciones por minuto considerando todas las situaciones a las que se debía de estar enfrentando Sabrae por cumplir esas promesas que yo mismo había incumplido durante la llamada.
No podía decirle que me llamara cuando quisiera porque me habían prohibido volver a la sabana por haber ido a verla; eso sólo serviría para que se martirizara todavía más por todo lo que había pasado. Podía decirme todo lo que quisiera sobre lo segura que estaba de la decisión que había tomado y de lo bueno que yo era para ella, en lo mucho que le estaban fallando sus padres al no darle el apoyo que necesitaba cuando más lo necesitaba (algo en lo que, por cierto, estábamos de acuerdo), pero yo había escuchado el dolor en su voz cuando me había confesado que echaba de menos a su madre. A su madre, y no a la persona con la que ahora convivía.
Cualquiera que las conociera sabía que eran inseparables. Sherezade había sido durante mucho tiempo la piedra angular en la vida de Sabrae; por mucho que Scott fuera ese sol que ahora me tocaba a mí, por ser el que iluminaba sus días y le daba el calorcito que necesitaba para que no se le helaran los huesos en el frío del invierno que podía llegar a ser la adolescencia femenina, Sherezade había sido siempre esa guía que marcaba en qué dirección caminar. Yo era perfectamente consciente de que le debía mucho a Sherezade; no sólo por haber encontrado a Sabrae en todo el mundo, haberla querido desde el momento en que posó los ojos en ella y haberla criado como lo había hecho, sino porque la había cultivado como a la más hermosa, audaz y poderosa de todas las flores que podías encontrarte en un jardín botánico especializado en belleza. Si Sabrae era como era, era porque Sherezade la había hecho así, y si yo me había enamorado de ella, y ella de mí, era porque Sherezade había interpretado a la perfección su papel de madre concienciada que no iba a dejar que a su hija se la comieran los miedos que asaltan a todas las niñas cuando pasan a ser chicas. Sabrae era segura de sí misma y de su valía, era sabia y también curiosa, todo porque Sherezade había alimentado desde pequeña ese lado de ella, y había hecho que brillara con una luz con la que no lo hacían ninguna de las chicas con las que yo me había cruzado a lo largo de mi vida.
Cada poco tiempo, además, se preocupaba de retocar su obra maestra con pequeños gestos que iban desde decirle que estaba guapísima en los días en que Sabrae decidía equivocarse y buscar malos ángulos en el espejo; le decía que era lista cuando le costaba un poco más que los demás resolver un ejercicio; y le decía que era valiente cuando se retraía en su interior, escondiéndose de una sociedad que la tenía tomada con ella por representar todo lo que no cumplía con sus cánones: no era blanca, ni cristiana, ni heterosexual. Ni siquiera era hombre, y ya por eso no se merecía que la perdonaran, o eso trataban de hacerle creer. Pero Sherezade siempre había estado ahí para ella, susurrándole al oído una verdad que se escondía en los añicos de luz solar de una calle infectada por las sombras de la multitud: era suficiente. Era perfecta. Era todo lo buena que podía serlo nadie.
Era Sabrae Malik. Algo único e irrepetible y que se merecía ser celebrado.
Y no aislado en un rincón de su casa porque no siempre había satisfecho esas expectativas durante quince segundos, porque se había permitido ser joven durante quince segundos, porque había deseado ser egoísta durante quince segundos.
Porque, durante quince segundos, mi estancia en Etiopía había sido demasiado para soportarla. Demasiado para que Sabrae fuera valiente, para que se sintiera suficiente, para creer que había esperanza y que lo que los demás decían de ella no era lo que la definía, sino lo que ella era.
Sí, Saab necesitaba a Sherezade más de lo que le gustaría admitir en estos momentos, y desde luego todavía más si no nos tenía ni a Scott ni a mí a su lado. Este año sería muy jodido para ella, y no podía permitirse perder energías fingiendo que no le importaba que su madre hubiera marcado las distancias entre las dos, o que no le ofreciera ese hombro sobre el que llorar que tanto necesitaba por mi culpa. Y me preocupaba que ella, terca como una mula, agotara todas sus energías intentando convertirse en una chica que no tiene una relación muy estrecha con su madre y se le olvidara reservarse para sobrevivir a mi ausencia.
Y todo, ¿para qué?, me pregunté a mí mismo, solo las estrellas y la Luna para contestarme. Para nada. No; peor que para nada. Para sufrir. Para que nuestras ausencias nos comieran vivos sin que nosotros pudiéramos hacer nada para impedirlo.
Tengo consuelo sabiendo que eres feliz, me había dicho. Y yo, como el puto cobarde que soy, no me había atrevido a decirle que no era feliz en Etiopía y que, si las cosas en su casa estaban como estaban, iba a pasarme el resto del voluntariado, fueran diez meses o fueran diez horas, comiéndome la cabeza pensando en lo que le había hecho a Sabrae con su familia. Ella me había pedido que me marchara de nuevo al campamento en un contexto radicalmente distinto al que estaba viviendo; no tenía toda la información, y era culpa mía, era yo quien se la estaba negando. Además, estaba incumpliendo una de las promesas más importantes que nos habíamos hecho en el proceso, la que servía de base de toda nuestra relación y sobre la que se asentaban nuestros sentimientos, la confianza que nos teníamos y que nos permitía echarnos de menos sin miedo: no estaba siendo sincero con ella.
Ni siquiera sabía si era tan imbécil como para decirme que la estaba protegiendo, porque no sabía a qué obedecía aquel instinto que me había dicho “cállate”: ¿me preocupaba que ella cambiara de opinión si yo le decía que su sacrificio era en vano con respecto a mí, o con respecto a su madre? ¿O me preocupaba que ella me pidiera volver entonces y yo le obedeciera? ¿O que no me lo permitieran? ¿O conservar esperanzas de que las cosas acabarían mejorando y sentirme un egoísta que sólo pensaba en sí mismo cuando estaba clara la solución a los problemas que Sabrae y yo teníamos? Podría regresar a Inglaterra, matricularme en la universidad que no me hubiera inadmitido (si es que la había) y estudiar por la mañana y trabajar por la tarde. Mis padres nos echarían una mano; quizá incluso dejarían que Sabrae y yo nos quedáramos una temporada en casa mientras buscábamos algo a lo que mudarnos. Por supuesto, sabía que no pararíamos de enfrentarnos a obstáculos, pero si yo me sentía impotente en Etiopía era, precisamente, porque no tenía a Sabrae conmigo para animarme a luchar y motivarme lo suficiente para darlo todo de mí y así poder ganar.
“Ya sé que no te doy todo lo que te mereces, pero, joder, Sabrae, me mato intentándolo” le había dicho por teléfono. Sabía que me mataría incluso más por conseguir sacarla adelante, a ella y a mí, si me ponían contra la espada y la pared y hacían que la situación dependiera exclusivamente de mí.
Me di la vuelta en la cama y suspiré. ¿Qué pasaría si no era suficiente? Quizá pudiera conseguir algo mínimamente decente después de tiempo estudiando, y luego le tocaría el turno a Sabrae (sus padres no serían tan cabrones de impedirle el acceso a los ahorros que habían guardado para la universidad, ¿verdad?), y ella se labraría un futuro brillante con su propio esfuerzo, algo que no le debería a nadie más que a sí misma. Pero irse de casa supondría que ya no habría más navidades en familia, nada de cumpleaños multitudinarios, ni de vacaciones en las que hubiera que reservar habitaciones pegadas para facilitar el paso de unas a otras.
¿Sabrae podría quererme si le permitía dejar de ser ella?
¿Seguiría siendo mía si dejaba de ser de su familia?
-Si aparte de calcular puntos de soporte para las vigas maestras y vigilar en qué momento pasa alguna de las mujeres por un sitio en el que pueda vernos o escucharnos también tengo que estar pendiente de que no te caiga un tronco encima y te deje peor de lo que ya estás, casi prefiero que te vuelvas con Valeria-gruñó Nedjet. Yo me lo había quedado mirando sin entender a qué coño se refería. Sí, vale, me había puesto como una fiera con Valeria cuando me colgó el teléfono, aunque entendía que llevaba demasiado tiempo acaparando su oficina y tenía cosas más importantes que hacer que esperar a la puerta a que yo terminara de charlar con mi novia, y sólo por la forma en que le había gritado Valeria me había mandado de una patada en el culo de vuelta al santuario, pero hasta ese momento me había sentido relativamente útil.
Luego Nedjet me había señalado el tablón que había estado clavando a otro con hasta cinco clavos más de los necesarios y me había dado cuenta de que, sí, vale… puede que no estuviera muy fino con mi trabajo, y que lo mejor sería dar un paso atrás, siquiera para que Nedjet pudiera concentrarse en sus cosas, pero eso sólo me había dado más tiempo para retroalimentarme. Ir a la cabaña y quedarme completamente solo no había ayudado tampoco a mi tranquilidad, y para cuando Luca llegó de sus tareas, dispuesto a pegarse una ducha, cenar y meterse en la cama a roncar como una moto, yo ya tenía el cerebro a mil revoluciones por minuto considerando todas las situaciones a las que se debía de estar enfrentando Sabrae por cumplir esas promesas que yo mismo había incumplido durante la llamada.
No podía decirle que me llamara cuando quisiera porque me habían prohibido volver a la sabana por haber ido a verla; eso sólo serviría para que se martirizara todavía más por todo lo que había pasado. Podía decirme todo lo que quisiera sobre lo segura que estaba de la decisión que había tomado y de lo bueno que yo era para ella, en lo mucho que le estaban fallando sus padres al no darle el apoyo que necesitaba cuando más lo necesitaba (algo en lo que, por cierto, estábamos de acuerdo), pero yo había escuchado el dolor en su voz cuando me había confesado que echaba de menos a su madre. A su madre, y no a la persona con la que ahora convivía.
Cualquiera que las conociera sabía que eran inseparables. Sherezade había sido durante mucho tiempo la piedra angular en la vida de Sabrae; por mucho que Scott fuera ese sol que ahora me tocaba a mí, por ser el que iluminaba sus días y le daba el calorcito que necesitaba para que no se le helaran los huesos en el frío del invierno que podía llegar a ser la adolescencia femenina, Sherezade había sido siempre esa guía que marcaba en qué dirección caminar. Yo era perfectamente consciente de que le debía mucho a Sherezade; no sólo por haber encontrado a Sabrae en todo el mundo, haberla querido desde el momento en que posó los ojos en ella y haberla criado como lo había hecho, sino porque la había cultivado como a la más hermosa, audaz y poderosa de todas las flores que podías encontrarte en un jardín botánico especializado en belleza. Si Sabrae era como era, era porque Sherezade la había hecho así, y si yo me había enamorado de ella, y ella de mí, era porque Sherezade había interpretado a la perfección su papel de madre concienciada que no iba a dejar que a su hija se la comieran los miedos que asaltan a todas las niñas cuando pasan a ser chicas. Sabrae era segura de sí misma y de su valía, era sabia y también curiosa, todo porque Sherezade había alimentado desde pequeña ese lado de ella, y había hecho que brillara con una luz con la que no lo hacían ninguna de las chicas con las que yo me había cruzado a lo largo de mi vida.
Cada poco tiempo, además, se preocupaba de retocar su obra maestra con pequeños gestos que iban desde decirle que estaba guapísima en los días en que Sabrae decidía equivocarse y buscar malos ángulos en el espejo; le decía que era lista cuando le costaba un poco más que los demás resolver un ejercicio; y le decía que era valiente cuando se retraía en su interior, escondiéndose de una sociedad que la tenía tomada con ella por representar todo lo que no cumplía con sus cánones: no era blanca, ni cristiana, ni heterosexual. Ni siquiera era hombre, y ya por eso no se merecía que la perdonaran, o eso trataban de hacerle creer. Pero Sherezade siempre había estado ahí para ella, susurrándole al oído una verdad que se escondía en los añicos de luz solar de una calle infectada por las sombras de la multitud: era suficiente. Era perfecta. Era todo lo buena que podía serlo nadie.
Era Sabrae Malik. Algo único e irrepetible y que se merecía ser celebrado.
Y no aislado en un rincón de su casa porque no siempre había satisfecho esas expectativas durante quince segundos, porque se había permitido ser joven durante quince segundos, porque había deseado ser egoísta durante quince segundos.
Porque, durante quince segundos, mi estancia en Etiopía había sido demasiado para soportarla. Demasiado para que Sabrae fuera valiente, para que se sintiera suficiente, para creer que había esperanza y que lo que los demás decían de ella no era lo que la definía, sino lo que ella era.
Sí, Saab necesitaba a Sherezade más de lo que le gustaría admitir en estos momentos, y desde luego todavía más si no nos tenía ni a Scott ni a mí a su lado. Este año sería muy jodido para ella, y no podía permitirse perder energías fingiendo que no le importaba que su madre hubiera marcado las distancias entre las dos, o que no le ofreciera ese hombro sobre el que llorar que tanto necesitaba por mi culpa. Y me preocupaba que ella, terca como una mula, agotara todas sus energías intentando convertirse en una chica que no tiene una relación muy estrecha con su madre y se le olvidara reservarse para sobrevivir a mi ausencia.
Y todo, ¿para qué?, me pregunté a mí mismo, solo las estrellas y la Luna para contestarme. Para nada. No; peor que para nada. Para sufrir. Para que nuestras ausencias nos comieran vivos sin que nosotros pudiéramos hacer nada para impedirlo.
Tengo consuelo sabiendo que eres feliz, me había dicho. Y yo, como el puto cobarde que soy, no me había atrevido a decirle que no era feliz en Etiopía y que, si las cosas en su casa estaban como estaban, iba a pasarme el resto del voluntariado, fueran diez meses o fueran diez horas, comiéndome la cabeza pensando en lo que le había hecho a Sabrae con su familia. Ella me había pedido que me marchara de nuevo al campamento en un contexto radicalmente distinto al que estaba viviendo; no tenía toda la información, y era culpa mía, era yo quien se la estaba negando. Además, estaba incumpliendo una de las promesas más importantes que nos habíamos hecho en el proceso, la que servía de base de toda nuestra relación y sobre la que se asentaban nuestros sentimientos, la confianza que nos teníamos y que nos permitía echarnos de menos sin miedo: no estaba siendo sincero con ella.
Ni siquiera sabía si era tan imbécil como para decirme que la estaba protegiendo, porque no sabía a qué obedecía aquel instinto que me había dicho “cállate”: ¿me preocupaba que ella cambiara de opinión si yo le decía que su sacrificio era en vano con respecto a mí, o con respecto a su madre? ¿O me preocupaba que ella me pidiera volver entonces y yo le obedeciera? ¿O que no me lo permitieran? ¿O conservar esperanzas de que las cosas acabarían mejorando y sentirme un egoísta que sólo pensaba en sí mismo cuando estaba clara la solución a los problemas que Sabrae y yo teníamos? Podría regresar a Inglaterra, matricularme en la universidad que no me hubiera inadmitido (si es que la había) y estudiar por la mañana y trabajar por la tarde. Mis padres nos echarían una mano; quizá incluso dejarían que Sabrae y yo nos quedáramos una temporada en casa mientras buscábamos algo a lo que mudarnos. Por supuesto, sabía que no pararíamos de enfrentarnos a obstáculos, pero si yo me sentía impotente en Etiopía era, precisamente, porque no tenía a Sabrae conmigo para animarme a luchar y motivarme lo suficiente para darlo todo de mí y así poder ganar.
“Ya sé que no te doy todo lo que te mereces, pero, joder, Sabrae, me mato intentándolo” le había dicho por teléfono. Sabía que me mataría incluso más por conseguir sacarla adelante, a ella y a mí, si me ponían contra la espada y la pared y hacían que la situación dependiera exclusivamente de mí.
Me di la vuelta en la cama y suspiré. ¿Qué pasaría si no era suficiente? Quizá pudiera conseguir algo mínimamente decente después de tiempo estudiando, y luego le tocaría el turno a Sabrae (sus padres no serían tan cabrones de impedirle el acceso a los ahorros que habían guardado para la universidad, ¿verdad?), y ella se labraría un futuro brillante con su propio esfuerzo, algo que no le debería a nadie más que a sí misma. Pero irse de casa supondría que ya no habría más navidades en familia, nada de cumpleaños multitudinarios, ni de vacaciones en las que hubiera que reservar habitaciones pegadas para facilitar el paso de unas a otras.
¿Sabrae podría quererme si le permitía dejar de ser ella?
¿Seguiría siendo mía si dejaba de ser de su familia?