domingo, 8 de septiembre de 2024

Veintiocho veranos.

Recuerdo perfectamente la noche del 7 al 8 de septiembre de 2014; era la noche de mi mayoría de edad, y la última noche antes de iniciar mi etapa universitaria, una etapa en la que sentía que me habían cortado las alas y que, preveía, sería exactamente como me la habrían previsto en el instituto, cuando fui al orientador a pedirle consejo sobre cómo perseguir mis sueños por aquel entonces (y de cuya renuncia perjuraba en entradas que criticaban la madurez después del descubrimiento) y me dijo que enfermaría y seguramente no llegaría a acabarla. A pesar de que todo el mundo me decía que mis 18 iban a ser geniales, que iba a estar orgullosísima de poder hacer por fin lo que quisiera (jaja), yo los cumplí llorando. Mi decimoctavo cumpleaños era el último día antes de embarcarme en lo que sería la peor pesadilla de cualquier hijo que ha crecido escuchando a sus padres asegurar que le dejarán estudiar lo que quiera, pero que ahora tenía que limitarse a mirar a solas ese post-it a modo de receta que le había dado el orientador en el que ponía “Erika necesita hacer teatro (de momento)”, como si fuera eso lo que yo quisiera o como si fuera aquella la duración que mis sueños debían tener. “De momento”. Ese “de momento” se terminaba el 8 de septiembre de 2014, y para mí se acababa también el mundo.

               Diez años después, el 8 de septiembre de 2024, el reloj ha tocado las doce de la noche mientras yo estaba tranquila, sana, viva, y por encima de todo, contenta: contenta por haber escapado de ese destino, contenta por poder ser feliz, contenta por el futuro que veo frente a mí y el empuje que voy a encontrar en el año que he tenido. Cumplir los 27 me amedrentaba bastante por ser esa edad en la que muchas estrellas se apagaban, y aunque creo que no me paré demasiado a pensar en ello mientras los tenía, supongo que me daba un poco de miedo convertirme en una estrella fugaz que ni siquiera había tenido la oportunidad de brillar, de disfrutar de ese brillo, ni de conectar con otras formando una constelación con la que se guíen los marinos. Qué equivocada estaba; mis 27 han sido una edad genial: al día siguiente de cumplirlos, me fui a Menorca de nuevo, esta vez armada con aletas y unas gafas de buceo para poder ver ese fondo marino que hace que no tenga nada que envidiarle a las Maldivas. Tras unas semanas complicadas en el trabajo en las que ni siquiera reservar el coche sobre el que llevaba puesto el ojo durante meses conseguía arrancarme la ilusión, llegaba una llamada que yo estaba esperando y que me daba la oportunidad de ir a trabajar a mi casa. ¡A mi casa! La oportunidad de echar de menos el conducir después de haber descubierto que me encantaba.

               El 1 de octubre de mis 27 también volví a ver a Louis, el que supuestamente iba a ser mi primer concierto en solitario y que acabó siendo el tercero (con Louis perdí un miedo que ahora me alegra muchísimo haber superado por las experiencias increíbles que me ha permitido vivir), y con el que escuchar Where do broken hearts go en directo, al fin, después de casi nueve años de cantarla a gritos en el coche, fuera el precio más rebajado que nadie había pagado nunca por confirmar las sospechas de que quienes creía sus amigas no lo eran tanto.

               Mis 27 han sido una edad en la que un sueño loco, que jamás en mi vida me atreví siquiera a albergar por lo surrealista que era (más, incluso, que sostener en mis manos el primer Oscar que le entregarían a Leonardo DiCaprio), y que se cumplió por la inmensa suerte que tengo de ser asturiana: ver con mis indignos ojos miopes a Meryl Streep no una, sino DOS veces en persona. Esperarla de pie en la noche, o más tarde bajo la lluvia, me hizo recordar aquella frase que escribí cuando tenía 17 años y hablé de lo que era haber visto a One Direction por primera vez: no son píxeles, son células. Convertir a Meryl en células después de años admirándola en la gran pantalla, de que fuera sin saberlo el foco que me guiaba cuando me subía al escenario del Palacio Valdés, fue un regalo que nunca pensé que se me haría y que por tanto jamás pensé siquiera en pedir.

               Mis 27 también me trajeron mi primer coche nuevecito de paquete; aunque ya había comprado uno de segunda mano, hay algo particularmente especial en el primer coche en el que eres la que toma las decisiones: color, propulsión (híbrido, que el climate change is real and it’s happening right now), interiores… eres un adulto funcional, pero sin las complicaciones de haberlo logrado teniendo hijos. Hacer la peregrinación con el coche a Covadonga para poder presumirlo en redes en la publicación de fin de año de Instagram ha sido una de las cosas más pseudoinfluencers que he hecho en mi vida, pero también de las más divertidas.

               Mis 27 fueron la edad en la que cumplí de nuevo con el reto de lectura de Goodreads después de eones sin llegar a ese tope bastante modesto que me marco todos los años, y que al ritmo que voy con este, también volveré a cumplir. Fueron la edad en la que hice nuevas amigas con las que compartir preocupaciones de la oposición, dudas y también momentos de animarnos las unas a las otras, probando mi teoría de que los opositores somos compañeros salvo en el tiempo que dura el examen, nada más. Fueron la edad de pasear a casa con compañeras de trabaja que ahora llamo amigas, de descubrir restaurantes nuevos en mi propia ciudad, de enamorarme del sushi, de leer con la televisión encendida gracias a la magia que es la cancelación de ruido en unos auriculares.

               Fueron la edad en la que me reencontré con amigas: primero en enero, entre musical y musical, con cenas largas en las que la noche es joven hablando de Sabrae; y después, en el Eras tour: ahí me esperaban amigas que no había visto nunca, que hacía un año no tenía; amigas que había visto por cámara mientras estudiábamos juntas, y amigas que había desvirtualizado después de años siendo amigas en el CCME de 2019.

               Fueron la edad del entretenimiento: el musical de Peter Pan, del Fantasma de la Ópera, de Chicago… de Aladdín, y del sueño que supuso ver alfombras volando de verdad a metros de mí.

               Fueron la edad del Eras Tour: de hacer pulseras de cuentas simplemente para regalárselas a desconocidas, de pensar un outfit que finalmente me dejé en casa y con el que me habría asado en el Bernabéu; de posar para fotos con las manos haciendo un corazón y de reconectar con la cría que fui en 2009, viendo a Taylor Lautner entregarle un premio a Taylor Swift y cantar You belong with me en el Nokia con el que estaba grabando ese momento. Las colas virtuales improvisadas y la mañana desperdiciada por mis nervios antes de que finalmente consiguiera acceder a comprar las entradas con tan sólo 800 personas delante en una de las tres pantallas con las que me conectaba a Ticketmaster y los asientos que logramos bien se merecen la experiencia que fue el ser sólo una chica el 29 de mayo de 2024.

               Mis 27 han sido una edad de ser feliz, de ser libre (¡y no perderme en la oscuridad!), pero también de cuidarme y defenderme. De conocer Sevilla y redescubrir Puerto Banús, de permitirme por fin un descanso con la novela sin tener miedo de que suponga que no volveré a abrir el Word. Aunque confieso que me he malacostumbrado a no tener que escribir los findes, también he descubierto que echo demasiado de menos a Alec y Sabrae cuando no los tengo entre mis dedos como para tenerles miedo a mis descansos. Una edad de cuidarme y de tratar de encontrar el equilibrio entre estudiar, escribir, y el darme mi espacio para disfrutar de un poco más de tiempo libre.

               Las últimas semanas de mis 27 he tenido un cambio de mentalidad con la que ahora puedo estudiar como se supone que debo hacerlo si quiero garantizarme las tardes libres. Y, aunque eche de menos, aunque a veces me cueste concentrarme porque añoro conversaciones en las que ahondo todavía más en el mundo de mis personajes, y a veces me distraiga preguntándome por qué no podemos volver a ser amigas cuando ya habíamos cruzado la línea de lectora-escritora, me gusta lo que veo delante de mí. Me gusta la mujer en la que me estoy convirtiendo, lo que prometen mis 28. Poco a poco estoy luchando por no depender tanto de los demás, por no decepcionarme tanto y no creerme tan especial, por darles a los demás un espacio que también necesito yo misma y por no tener un optimismo que raye en la bobería, porque cuando tienes la cabeza por encima de las nubes casi nadie está dispuesto a subir al Everest para darte un beso, así que no tienes por qué sentirte sola, sino comprender y apreciar los sacrificios que los demás hacen por ti.

               Y hacer tú los propios. Estoy tan ansiosa por enamorarme de mis 28, incluso aunque no me sucedan tantas cosas geniales como en mis 27 y mis 26, que no puedo esperar a ver lo que me depara este año que ahora se abre para mí. Ya no tengo miedo al futuro que me estoy labrando, ni me duermo llorando por las noches, pensando en lo que vendrá.

               Y, lo mejor de todo, es que en las últimas he descubierto que sí. Hay gente dispuesta a subir al Everest para darme un beso. Sólo espero que les gusten las vistas desde allí.



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