Escribo esto cumpliendo con el calendario en un año en el que he hecho de todo, menos cumplir con el calendario; o, si no, que se lo digan a Sabrae (sí, definitivamente no puedo formular una frase completa sin hacerle mención, aunque creo que es porque es tan parte de mí como yo lo soy de ella).
2024 ha sido un año de sorpresas
en el que era casi imposible que superara a 2023, pero el agravio comparativo
no le hace tanto daño como una podría esperar del año posterior al mejor año de
su vida. He incumplido el calendario en más ocasiones de las que podría contar,
pero como dice Taylor Swift, sinceramente, cariño, ¿quién está contando? Porque
yo, desde luego, no. Lo cual no quiere decir que no sea consciente de que debo
hacerlo, pero tengo una mentalidad positiva y la cabeza me ha hecho ese “clic”
del que le hablo a mis amigas cuando me cuentan metas que tienen y que no saben
muy bien cómo conseguir.
Empecé enero devorando libros y poniéndome
muy por delante del plan de las estadísticas del reto de lectura de Goodreads,
acurrucada bajo mi batamanta y mi manta (porque una amante del invierno y el
frío nunca puede tener suficientes mantas) y devorando comedias románticas de
Ali Hazelwood que me hicieron entender por qué los clichés son clichés: precisamente
porque funcionan. Me convertí en un cliché con patas aprovechando mis Navidades
de libertad antes de las que sabía que serían unas en las que tendría que
esforzarme (a pesar de que estos días no lo estoy haciendo como debería, pero
confío en el poder de la barrera psicológica del cambio de año y en los cambios
que ya he notado en mi propia forma de pensar), aislada del mundo con unos
auriculares con cancelación de ruido que me hicieron entender exactamente por qué hay gente que simplemente
es incapaz de salir sin ellos a la calle. Después, cuando se me acabaron esas
vacaciones que me cogí cuando no debería por culpa de mi trabajo, me fui a Madrid
de nuevo. Supongo que podríamos llamarlo “mi refugio”, dada la cantidad de
veces que he bajado a Madrid y cómo allí siempre he sido feliz, y precisamente
por ello a la mínima oportunidad que se me presenta ya pienso en volver a bajar.
Esta vez iba a ver no uno, sino dos musicales; el de Aladdín, uno de mis preferidos y que hace que me duela el corazón
al pensar que puede que lo quiten en serio; y El Fantasma de la ópera, del que no sabía absolutamente nada y cuya
puesta en escena me impresionó. Nunca me ha caído encima una lámpara de araña
sin que me guste la experiencia, aunque, sinceramente, espero que no se repita.
Entre medias, tocó de nuevo ver a una amiga, y pasarnos horas y horas hablando
de Sabrae y redescubriendo lo mucho que
me gusta lo que hago.
Febrero fue un mes tranquilo en el que apenas publiqué capítulos para poder ponerme al día con el nuevo libro de SJM, que me decepcionó bastante, la verdad. Sin embargo, ni el mes ni la pausa con Sabrae estaban perdidos, porque con ella descubrí una de mis nuevas obsesiones: la saga de Alas de sangre. Escribo estas líneas después de leer un par de horitas al sol, poniéndome al día con la saga y fijándome en detalles que me hacen entender un poco mejor a la gente del millón de teorías del Sarahverso porque cuando ya sabes lo que pasa en una historia recoges muchos más detalles y ves claramente el camino que la autora te iba marcando. Debo decir, eso sí, que el hecho de que ya sepa lo que pasa en Alas de sangre y Alas de hierro no influye en absoluto en lo mucho que me engancha esta historia y en la necesidad que tengo de más, simplemente más. ¿Una protagonista femenina que se sobrepone al dolor constante con el que vive y se enamora del chico-malo-que-en-realidad-no-es-en-absoluto-tan-malo y que se ha inspirado en Rhysand, pero es más guapo y también más sinvergüenza, y para colmo tiene un dragón? ¿Dónde tengo que firmar?
Marzo se inició con una comida de
mi antiguo trabajo en la que empecé a valorar más mi tiempo que mis
compromisos, y en la que decidí empezar a poner unos límites que este año
tendré que reforzar una y mil veces, pero todo sea por la recompensa. Abril fue
la antesala típica de cuando tienes un viaje importante y los días anteriores
no quieres hacer nada para que no te quede nada a medias, y luego, por fin,
llegó mayo.
Mayo, en el que apenas publiqué porque estaba demasiado ocupada descubriendo Sevilla, enamorándome de nuevo de Puerto Banús (y de tostadoras de Dolce & Gabbana que definitivamente no seré capaz de superar en la vida) y viéndola a Ella, con mayúscula inicial. Puede que Taylor no sea mi artista preferida, pero sí una de las que más me ha marcado a lo largo de mi vida y de las más longevas en mis reproductores de música, así que verla en persona fue un sueño que ni siquiera sabía que tenía hecho realidad. Hacerlo, además, en compañía de amigas, unas recientes y otras de hace años, lo hizo todo mucho más especial. Los momentos antes de que el concierto empezara, en los que pensaba de verdad que alguien iba a salir a decirnos que nos fuéramos a casa porque a Taylor se le había olvidado que finalmente empezaba en Madrid el 29 de mayo en lugar del 30, fueron de los más intensos y angustiosos que he vivido este año. La mañana de febrero en que anunciaron aprisa y corriendo que salían las entradas de Taylor, en la que yo apenas pude trabajar de los nervios, en que mis amigas del trabajo me notaban como un conejo desquiciado y que terminó con ese número 800 y pico en la cola de Ticketmaster del iPad bien mereció la pena en el momento en que la vi salir, con mi body de Lover preferido y saludándonos, saludándome en español. Además, me hizo ver que los conciertos compartidos son todavía más divertidos, porque tienes amigas lo bastante generosas como para renunciar a enfocar todo el rato a Taylor a cambio de inmortalizarte a ti dando el mejor espectáculo del mundo mientras suena Don’t blame me; amigas que se descojonan con tus chillidos al no ser capaz de identificar Snow on the beach hasta que no llega al estribillo y piensas que de verdad va a salir Lana, o amigas con las que puedes rajar de que Taylor haya tenido la osadía de no anunciar rep tv en el Bernabéu a pesar de que todo eran señales y todo encajaba. Amigas a las que viste por primera vez hace este año cinco años, también en una tanda de conciertos; y amigas a las que has visto por primera vez en este concierto, compartiendo habitación incluso antes de que hayan pasado 12 horas desde que os abrazasteis por primera vez. Una cosa importantísima que he aprendido a lo largo de los años, y que interioricé definitivamente, es que tu propia compañía debe encantarte, y que no hay nada de malo en estar sola, pero María, Ana, Rocío, vosotras habéis hecho que recuerde que las vivencias compartidas son mucho mejores que estando sola. Porque no hay nada de malo en ir a conciertos sola, y es horrible y algo de lo que me he alejado al fin lo de quedarme en casa porque no tengo quien me acompañe a los planes, pero cuando hay alguien a quien cogerle la mano, sonreírle y rodearle los brazos mientras le das a la niña que una vez fuiste exactamente lo que ella quería hay una magia en el ambiente que simplemente no alcanzas sola. Así que, gracias.
Junio fue la sesión de recuperación
perfecta para lo que sería una segunda ronda genial: julio me permitió hacer el
primer roadtrip con mis amigos en una
excursión de un día hasta Santander, mi ciudad favorita en el mundo y un
rinconcito en el que me encantaría tener mi propia parcelita de cotidianidad un
día. El 13 de julio marcado en la agenda como el día en que mi amiga Luci
podría canjear el vale que le hice de excursión por su cumpleaños es una página
que revisito de vez en cuando, cuando echo de menos reírme lo que me reí como
ese día, amenazando a mis amigos con dejarlos allí cuando me tomaban el pelo y
comportándome como una guiri a sólo doscientos kilómetros de casa. Lo único que
me faltó fue bañarme en la playa, pero eso para otro día.
Y, entonces, como siempre, llegó
el Celsius. Pero éste no era un Celsius cualquiera: me permitió conocer a uno
de los escritores más importantes de mi infancia, Christopher Paolini, a quien
le debo, entre otras, mi pasión por la literatura y mi adoración absoluta por
los dragones. Él fue el primero en poner los dragones en mi foco de atención, y
mis primeras historias se basaban en cosas que había escrito él. Dios, si incluso
saqué el nombre de Sabrae de Eragon; así
de importante ha sido en mi vida, y por eso me enorgullezco tanto de haber
conseguido sacarle una sonrisa cuando me reconoció entre el público en la
última de las charlas en las que participó. Gracias al Celsius, además, me di
cuenta de las buenas compañeras y amigas que tengo en el trabajo y de los
favores que me hacen, favores que tengo muy presentes y que no me importa
devolver con creces, sin poner la casilla al cero.
Agosto, de nuevo como dijo
Taylor, se derramó como una botella de vino; para mí fue ese pistoletazo de
salida para tomarme mi oposición en serio, y me dediqué a cambiar los apuntes
de arriba abajo para adaptarlos a lo que me piden para lograr mis objetivos. Por
primera vez desde que empecé a opositar, me veía luchando por mi plaza. Espero ser
como Alice y que mis visiones se cumplan, porque incluso entonces me di cuenta
de lo que tenía que hacer para fijar mejor los conocimientos: hacer caso del clic y dejar de ponerme a mí por delante
de mi yo del futuro. Quiero hacer que se sienta orgullosa, y no mirar atrás y
lamentar el tiempo perdido en lamentos y en creer que yo no puedo, porque no es
así. Sólo debo confiar un poco más en mis capacidades y dejar un poco más a un
lado mi suerte; no porque quiera renunciar a ella, ni mucho menos, sino porque
quizá no sea tan afortunada como pensaba y sí más trabajadora de lo que he
reconocido a lo largo de los años.
Septiembre tiene ese color
turquesa propio de las aguas de Menorca, cálidas y preciosas y llenas de vida,
que he ido descubriendo un poco más a lo largo de este año y de la que me he
enamorado un poquito más de cada vez. Menorca no sólo está hecha de sol
radiante, arena sedosa y agua cristalina, sino también de la felicidad de tener
el estómago saciado y aun así notar que adelgazo porque no soy capaz de dejar
de comportarme como una sirena. El año pasado, Menorca me salvó. Me dio la oportunidad
perfecta para huir de una situación que me horrorizaba y, ahora, sólo tenía que
disfrutar.
O eso pensaba yo, hasta que a Zayn
le dio por decir de un día para otro que se iba de tour. Compré mi entrada en
un extraño impulso propio de un bamboleo emocional al que mi naturaleza
indecisa ya debería tenerme acostumbrada, pero que sepa cómo soy no quiere decir
que me lo haga más fácil. Me acosté el 18 de septiembre pensando que no iba a
comprar nada porque era demasiado para organizar, y el 19 me levanté diciendo
que iba a, por lo menos, intentarlo. Y lo conseguí en un golpe de suerte que sí
que reconozco que no es cosa mía.
A finales de septiembre volví a
ver a mis amigos, celebré mi cumpleaños y me tocó prepararme para despedirme de
una de ellos porque se iba a vivir a otra provincia, pero ni entonces está lo
bastante lejos como para que sienta que la distancia importa.
El otoño se hizo omnipresente en
octubre, con un toque de atención en un examen de cuyo suspenso me
responsabilizo en un 50%, pero que me ha hecho ver con más claridad qué es lo
que tengo que hacer: no dormirme en los laureles. Mañana empezará la carrera en
serio.
Y, luego, noviembre. Un mes que
no me dio ni tiempo a esperar con ansia; antes de que pudiera darme cuenta, estaba
cantando en voz baja Style o Heated para no ponerme a chillar durante
las turbulencias en el avión. Es increíble cómo Zayn puede hacerme hacer cosas que
no haría ni aunque me apuntaran con una pistola, como subirme a un avión en el
que sé que va a haber turbulencias. Sorprendentemente, gracias a él superé un
poco mi miedo adquirido a volar. Supongo que es marca personal suya lo de
hacerme superar cosas: en 2016 fue mi odio hacia él con Pillowtalk y luego Like I
would, dándome al Scott perfecto; ahora, en 2024, ha sido mi miedo a volar
a finales de año por los temporales que puede haber. Debo decir que su
concierto estuvo bien, lo disfruté y me lo pasé bien, pero me esperaba más:
entre lo corto que fue y las canciones escogidas, sentía que mis expectativas
no se habían cumplido y que quizá, si hubiera tenido más información, habría
enfocado este viaje de manera diferente, o puede que no lo hubiera hecho. Aun así,
me alegro de haber ido, porque estoy segura de que me arrepentiría.
Y más aún después del 16 de
octubre, que todavía sigo procesando y que una parte de mí se niega a creer. Y
mira que hemos tenido publicaciones de los cuatro, (¡los cuatro, Zayn incluido!),
mira que hemos visto a Louis, Niall, Zayn y Harry de negro llegando al funeral,
y mira que he visto docenas de veces “Liam Payne 1993-2024, love you bro”
proyectado en la gira de Zayn, pero… sigue sin parecerme real. Sigue sin
parecerme verdad. Sigo en ese estado del que pensé que empezaba a salir cuando
escribía la entrada de despedida de Liam: simplemente soy incapaz de procesar
que alguien que estuviera en One Direction pueda morirse. Para mí, los cinco
son tan inmortales como la propia banda: como no se acabó de manera oficial,
está ahí, latente, igual que la fuerza de un volcán dormido en un archipiélago,
esperando una señal que lo despierte y le haga poner el mundo patas arriba. Entre
los papeles con que estudio escribí su nombre y “ot5 siempre”, y aun así se me
antoja imposible pensar que Liam ya no esté. Que One Direction se haya acabado.
Que no vaya a volverlo a ver nunca, que no se pueda redimir del monstruo en el que
se terminó convirtiendo. Que las amigas que he recuperado con su muerte no van
a hacer que el tiempo retroceda y traerlo a él también de vuelta.
Aun así, a pesar de ese
manchurrón en octubre, creo que puedo decir que 2024 también ha sido un buen
año. Un año más tranquilo que 2023, sin duda; quiero pensar, también, que un
año de transición. Quiero pensar que el viaje a Londres que hice a finales del
mes pasado, en el que creía que tendría más de todo (más luces, más Mind of mine) pero que terminó
compensándose entre una cosa y otra y siendo bueno, es una buena metáfora de lo
que ha sido este año. Quizá incluso ni le haga justicia, porque diría que he
disfrutado de 2024 más de lo que lo hice en Londres, y eso que tampoco es que
me lo pasara mal allí.
Si tengo que quedarme con algo de
este año, o extraer algún aprendizaje, es que no debo acomodarme. Que, de
verdad, los sueños no funcionan si tú no trabajas. La buena noticia es que
siento que estoy en un punto de ánimo en el que no lo estaba en años pasados,
en que tengo ganas de que sea mañana para estrenar mi agenda nueva (por primera
vez en 5 años, no de Mr Wonderful), y ponerme a sudar, trabajar y merecerme
conseguir mis objetivos. Si hay algo que destaque es que, precisamente, en
2024, el año posterior al que yo llamé “el año de Sabrae” va a hacer ahora dos
años, es que le he perdido el miedo a darle un respiro a la novela. Los meses
en que apenas publiqué y con que he sentido ganas de volver a abrir el Word han
sido la prueba perfecta (que ni siquiera sabía que estaba haciendo) de que
necesito y puedo parar. Como le dije
a mi amiga Paula, que lleva leyéndome desde que empecé Chasing the Stars, y siendo mi amiga en un punto intermedio, y
todo Sabrae, siempre me había dado un
poco de miedo tomarme vacaciones o bajar el ritmo por si acaso dejaba de subir
capítulos. Pero lo cierto es que en diciembre me di cuenta de que podía
convertir Sabrae de nuevo en un hobby y no un trabajo, para poder
sentirme obligada por lo que realmente debo hacer, como es estudiar.
2025 va a ser un año intenso, en
el que espero estar a la altura de las circunstancias. Espero que me cambie la
vida en el mejor de los sentidos, y estoy dispuesta a esforzarme para ello. Así
que 2024 ha sido el respiro perfecto para tomar impulso y lanzarme a la
piscina, para volver a ser yo, para recuperar mi tiempo, para aprender a
luchar. Después de todo, mi animal mitológico favorito no es el dragón por
nada: es hora de dejar de ser la princesa y pasar a ser el dragón de mi propia historia.
Se acabó el acomodarse. Voy a pasar a la acción.
2024, gracias, ¡adiós! 2025,
¡allá voy!
Libros leídos: 18.
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