lunes, 24 de marzo de 2014

Campeón.

¿Me creería alguien si dijera que la esencia de mi presa llegó volando hasta mí, y que cuando la percibí, me limité a perseguirla como un sabueso? ¿Me creería alguien si decía que casi había olfateado al ángel y había seguido su rastro, como un carroñero seguiría el rastro de sangre, inconfundiblemente procedente de una herida mortal, de un animal al que le quedaba poco tiempo disfrutando de nuestro mundo?
¿Me creerían si les decía que había desarrollado dotes más propias de una rastreadora experimentada que de una runner?
¿O lo achacarían a que estaba en una simulación?
No lo sabía, y no tenía interés alguno en averiguarlo. De repente me apetecía terriblemente estar en la Edad Media, y tener como única arma una espada. La sangre venía bien en ocasiones. Te hacía fuerte, o al menos eso nos enseñaban. En nuestro entrenamiento muchas veces nos hacían sangrar para que nos acostumbrásemos al olor empalagoso de la sangre, a su sabor metálico, a su brillo escarlata que pretendía competir con el sol. Nos daba un subidón impresionante ver sangre, casi como le darían a los vampiros de las novelas que se habían hecho famosas a principios de milenio, pero era un subidón diferente: el subidón del que sabe que está a punto de ganar la batalla, y que pugna aún más por alzarse con la copa tan ansiada y perseguida.
Además, podías hacer mucho más daño con una espada que con una bala. Las posibilidades eran infinitas: desde ensartar a alguien, hasta arrancarle un brazo, pasando por atravesarle la cabeza. Un agujero en el pecho no podía competir con el fuego que te destrozaba por dentro. Y la espada sería el mechero.
Azuzada por esa esencia que voló hasta mí, esencia que se parecía en exceso a la sangre, apreté aún más el paso. Ahora ya no estaba entrenando: estaba en una caza en toda regla, y me preparaba para luchar. Mi corazón latía enloquecido, pero ya no era de cansancio, sino de rabia, e, incluso, lo contrario a lo primero: expectación. Ansia. Deseo.
Casi lujuria.
Estaba enloquecida, apenas era capaz de reconocerme a mí misma.
Y por eso me lancé a la carrera con más ímpetu de lo que había hecho en mi vida: porque por una vez era completamente Kat, había olvidado a Cyntia, ella se había quedado atrás, muy lejos. El personaje y la historia que se escondía detrás de aquella piel de hombros limpios, sin un solo tatuaje, se había desvanecido en el aire, y ahora lo sustituía la esencia que yo estaba persiguiendo.
Kat sería fuerte.
Kat destrozaría.
Kat vencería.
Kat sería eterna mientras Cyntia se perdía en la oscuridad, cada vez más y más pequeña, pegándose más y más a la pared y deseando fundirse con ella. Llegaría un momento en el que lo conseguiría.
Y ese momento podía ser, perfectamente, este.
No lo pillé desprevenido. Era imposible. Primero, porque era un ángel, y segundo, porque era una simulación. Se suponía que las cosas habían de ponérseme difíciles, al menos ese era el trato. Yo sufría mil y una heridas para aprender a curarlas, y luego despertaba viendo que estaba intacta e ilesa. Así sería más fácil que llegara de una pieza a casa el día en que los juegos de guerra se convirtieran en batallas de verdad.
Estaba de pie, ante mí, con las alas desplegadas, contemplando un gran salto al vacío que no haría más que cargarle la fuerza de sus preciosos y monstruosos miembros, esperando a que llegara. En el fondo deseaba la batalla tanto (o más) que yo.
Mis pulmones se llenaron de aire, mis ojos enloquecieron y se cegaron con su visión. Ahora sólo tenía al ángel frente a mí, todo lo demás se había desvanecido, y tardaría mucho tiempo en volver.
Me llevé la mano a la espalda, y comencé a deslizar la pistola con una mueca asesina en la boca, semejante a la sonrisa de un lobo. Estudié a mi enemigo mientras éste aún me daba la ventaja de darme la espalda. Había mirado al suelo, auscultándome por el rabillo del ojo y decidiendo que no era lo suficientemente buena como para merecer que se girara. Pobre. No sabía lo que le esperaba.
Reparé en su constitución fuerte, en su piel oscura, curtida por el sol, acostumbrada a bañarse en él como lo hacían las antiguas ninfas en los ríos, peinándose unos cabellos kilométricos, dorados, por los que miles de chicas estarían dispuestas a matar. Sus brazos estaban hinchados por un ejercicio que había hecho hacía poco, sus piernas, tensas. En el fondo no le era tan indiferente como pretendía hacerme creer. Quería hacerme daño tanto, o más, de lo que yo quería hacérselo a él. Pero fingía que no era así, para que yo atacara a lo loco. De lo cual tenía ganas. Muchísimas ganas.
Sin embargo, sabía contenerme y esperar al momento propicio.
Su pelo, corto y negro, apenas se dejaba inmutar por la brisa envalentonada de la cima de los edificios. Estaba allí, quieto, único rastro de la pregunta inquisitiva que rebotaba en las paredes del interior de mi enemigo. ¿Quién era yo? ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cuánto le llevaría derrotarme antes de poder largarse para ir un rato con las putitas que, de seguro, le estaban esperando en casa, tal vez hipnotizadas para servir sus crueles fines sin rechistar?
¿Podría ser yo una de esas?
Le quité el seguro a mi pistola, y lo encañoné.
-Date la vuelta-ordené con una voz exageradamente de ultratumba. No parecía yo. No sonaba como yo. No era yo.
Intuí la sonrisa que le cruzó el rostro, motita de polvo en el haz de una linterna que se hace monstruosamente grande en la pared a la que alumbras.
Una de sus manos pasó de estar colgando, impasible, a un lado de su costado, a apoyarse en su cadera. Fue entonces cuando reparé en que tenía una pierna de más, la tercera mucho más tiesa y delgada que las anteriores.
-No puedo creerlo-le dije al aire, y alcé la mirada a un sol despampanante que representaba a mi controladora. Sí, había escuchado mis deseos y los había llevado a cabo. Estaba armado con una espada.
Lo cual lo hacía todo más interesante, porque todo se volvía mil veces más peligroso.
-¿Cuál es tu nombre?-preguntó el pájaro, de piel de cuervo y alas de cisne, girándose y estudiándome. Odié la mueca de satisfacción al comprobar la diferencia de tamaño entre nosotros. Si se trataba de peso y estatura, llevaba las de ganar.
Pero mi arma era mejor que la suya.
Punto para mí.
-Llámame Muerte-respondí, sonriendo y lanzándome hacia él. Se esperaba, lógicamente, mi reacción enloquecida, cosa que no hubiera sucedido en la vida real. Me recibió con los brazos abiertos y las palmas sujetando un muro invisible entre nosotros. Un muro que rompí. Me cogió con sus manazas y me lanzó al suelo ipso facto, sin darme tiempo a reaccionar. Choqué estrepitosamente contra el suelo de la azotea, y escuché el crujido de algún hueso virtual.
No, me dije. No son tan fuertes. No rompen huesos así. Yo estoy preparada para esto.
Me levanté de un brinco, ignorando un dolor punzante en el pecho, y volví a la carga. Se me había caído la pistola, pero aún llevaba otra con la que disparar.
Quería freírle la cara, al mamón. Y mi puntería no era demasiado buena cuando estaba en movimiento. Es por eso que quería acercarme al máximo antes de disparar. Si me salpicaba con su sangre, tanto mejor. Victoria sucia.
Esperó mi llegada de nuevo con los brazos abiertos. Seguramente la programadora aún no hubiera podido ponerle un modo de proceder mejor. Me daba lo mismo. Aunque fuera un ángel virtual, seguía siendo un ángel. Serviría para aplacar mi furia, al menos de momento, hasta que encontrara algo mejor, más real, con lo que cebarme.
Justo cuando estaba a escasos centímetros de sus dedos metálicos, me lancé al suelo como los nadadores profesionales que se tiran sin temor alguno al agua de la piscina. De cabeza. Con las manos por delante.
Pasé entre sus piernas abiertas y alcancé mi pistola con la yema de los dedos. La sujeté en el momento en que mi oponente me agarraba un pie y me levantaba en el aire, arrastrándome con él.
Sabía que no podía hacer eso.
Louis me lo había dicho: les costaba muchísimo despegar si llevaban a alguien cargado. Bastante tenían con su peso propio, como para encima llevar sobrecarga.
Louis me lo había dicho.
Louis.
Su nombre se hizo hueco en mi mente como un tren en un túnel que le era pequeño: dolió. Dolió en exceso, tanto que me hizo perder la concentración y soltar la pistola. El arma cayó girando en el aire, dando vueltas enloquecida, para chocar y dispararse contra un cristal que no había hecho nada malo.
Contemplé al ángel, vi cómo ascendía por el cielo de la misma manera que yo ascendía por la pared de un edificio: con seguridad, como quien sabe que ha nacido para eso y que eso es lo que ha de hacer hasta que no pueda hacer nada más.
El sol ardía en mi cara y me impedía ver poco más que una sombra negra recortándose contra todo lo oscuro.
Y la sombra se inclinó cual guadaña y me estudió. Observó mis facciones, decidiendo que era bonita, muy bonita (tenía ego, era mi punto débil, y los ángeles encontraban los puntos débiles como los runners encontrábamos los maletines que se nos encargaba transportar). Vi algo blanco nacer entre la negrura, y me estremecí de pies a cabeza... o de cabeza a pies, dado que estaba dada la vuelta.
Se despidió de mí agitando la mano.
Y soltó la que me sujetaba.
Mi caída me recordó mucho al típico sueño en el que estás cayendo, y no terminas de caer. Estás encerrado en una trampilla sin fondo, y tú caes y caes, y nunca llegas al final, jamás llegas a espachurrarte contra el suelo ni poner fin a ese sufrimiento que es el estar viendo cómo tu cuerpo se cree que puede convertirse en un paracaídas, y se echa para atrás y para atrás, sufriendo los gastos psicológicos y físicos que eso conlleva. Tú te retuerces en tu caída, pero, ¿de qué sirve? Con un poco de suerte, pierdes velocidad. Con mucha mala suerte, la ganas, y tu sufrimiento aumenta.
Yo, por suerte, no estaba en una pesadilla.
Y mis manos chocaron contra el borde de un edificio mientras mi cuerpo seguía obedeciendo la ley más simple y poderosa del universo: la de la gravedad.
El golpe frenó mi caída, no lo suficiente como para que pudiera sujetarme allí, pero sí lo bastante como para que encontrara dónde agarrarme.
Las tuberías digitales y medio pixeladas servirían. Pegué mis manos a ellas, sintiendo cómo comenzaban a arder por la velocidad, y tiré de mi cuerpo volador hasta pegarlo contra la pared. Puse los dos pies alrededor de la tubería y mi velocidad fue disminuyendo poco a poco.
Caí de culo en el suelo.
La subida no fue fácil, teniendo en cuenta las ampollas que habían surgido debajo de mis guantes sin dedos. Pero mereció la pena.
Jodía mucho despertarse en la sala del simulador empapado en sudor y con la mente acelerada porque no era capaz de comprender que hubiera pasado un segundo entre la situación de tensión y muerte en la que se empezaba a deshacer, y la tranquilidad de la base.
Los simuladores acabarían por volvernos locos.
Rabiosa, busqué la manera de subir hacia la azotea. El ángel, tan seguro de su victoria, ni se había molestado en contemplar cómo moría. Seguramente tuviera ganas de volver a casa y ya lo estuviera haciendo.
La tubería parecía una buena opción, de no ser porque yo tenía orgullo, y me recordaba la casi derrota a la que me acababan de someter.
Tardé apenas un minuto en encontrar una ruta alternativa, y casi cuatro en llegar arriba de nuevo.
La azotea estaba vacía, con la única excepción de mi fiel pistola esperando por mí.
Miré en derredor y, hasta que no vi la sombra negra alejándose de mí, no sentí que el aire fuese aire, y no agua envenenada.
Molesta porque me hubieran dado por muerta mucho antes de estar siquiera fuera de mi estado consciente, pegué un tiro al aire.
Vi cómo el ángel se giraba.
-¡Sorpresa, putita!-bramé con toda mi fuerza pulmonar; de nuevo aquella voz desconocida para mí.
Apenas veía el cuerpo del ángel, de modo que su cara fue algo imposible para mí. Sin embargo, pude ver perfectamente la furia ciega que se instaló en él cuando descubrió que su orgía deprimente tendría que posponerse unos minutos más.
Tal vez para siempre, si yo no jugaba limpio.
Y estaba decidida a no jugar limpio.
Se lanzó a por mí como un bólido, mientras yo me limitaba a esperarle con los brazos en la espalda y una sonrisa de cazadora, la misma que había tenido anteriormente, instalada en mi boca y negándose a abandonarme.
Cuando estuvo lo bastante cerca de mí, apunté y disparé. La bala izquierda le dio en el pecho; esa fue la que lo mató.
La bala derecha le dio en un ala. Esa fue la que más le dolió.
Herido y con un motor deshabilitado, comenzó a girar sobre sí mismo y se estrelló contra el suelo, dejando un reguero de sangre tras de sí. Fui hasta él. Le costaba respirar; la bala estaba en su pecho, inundando sus pulmones con la sangre y haciendo que se ahogara. Debía de ser horrible el hecho de que el propio líquido que te mantenía con vida y sin el cual no podías vivir se volviera contra ti. A mí no me gustaría tener que probar eso en mis propias carnes.
Caminé sobre él, y le puse un pie en la garganta. Contemplé la súplica rastrera de sus ojos convertirse en una plegaria de llorica.
-No tengo el gusto de saber tu nombre-murmuré, sonriendo y enseñándole a su frente la hermosa oscuridad del cañón de mi pistola.
Ahora había un orgullo indecible en sus ojos. Sonrió.
Dijo un nombre. No era el de mi pájaro del averno.
Pero para mí sonó tan parecido a “Louis” como si lo hubiera nombrado a él.
Un volcán explotó en mí. El mismo que apretó el gatillo e hizo al ángel pasar al otro barrio, a reclamar unas alas espirituales.
Asentí con la cabeza, diciendo que ya había acabado, y que quería salir de mi ensoñación a todo aquel que quisiera escucharme.
Mientras la ciudad se desvanecía a mi alrededor, perdiéndose en un abanico de líneas rectas, paralelas y perpendiculares entre sí, tuve tiempo para inclinarme hacia el ángel y estudiar la bolita de plata, surcada por líneas de azul luminoso, que llevaba colgada del pecho.

La gemela de la que la yo real llevaba aún metida dentro del sujetador.

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