sábado, 8 de marzo de 2014

Fuego.

Esperar a que se hiciera de noche fue mucho más doloroso y aburrido de lo que había creído que sería.
Una parte de mí, la parte traidora, la parte cobarde, se negaba en redondo a escalar el edificio y aparecer en la azotea, donde sabía que nadie podría vernos, y hacer lo que tenía que hacer.
Es horrible cuando una parte de ti se niega en redondo a hacer lo correcto, y te convence de que lo que está mal, si te hace sentir bien, no o está tanto.
Y es horrible que esa misma parte de ti devore a todo lo demás, como un cáncer que se expande por el interior de tu cuerpo, prendiendo fuego a tus entrañas mientras tú no puedes hacer más que boquear, buscando oxígeno donde no lo hay, pidiendo combustible para el fuego que intentas apagar.
Es horrible cuando esa parte se va haciendo más poderosa, por mucho que tú intentes impedir su escalada hacia el trono.
Y es horrible que llegue a convencerte, aunque sea unos momentos.
Lo es porque yo antes no era así.
Antes luchaba hasta el límite de mis fuerzas, y estaba convencida de que si me arrancaban la cabeza mi cuerpo aún pelearía hasta que la última gota de energía vital permaneciera en mí, estuviera como estuviera: decapitada, desmembrada... no importaría. Era una persona fuerte, había nacido y me habían educado para serlo.
Sin embargo, ahora, Louis me había hecho débil. Había llegado a lugares en los que nunca antes había estado nadie, había encendido cosas que siempre habían estado apagadas, y había apagado las que llevaban una eternidad iluminando la cueva azabache de mi cabeza.
Las cosas por las que sufría ahora no eran, ni de lejos, parecidas a las que me habían hecho sufrir antes de conocerlo.
Por eso debía acabar con él, con el yo que había construido a su antojo, sin pedir permiso, entrando como una tromba de agua que sorprende a una ventana mal cerrada. Como los huracanes que hacía con sus alas cada vez que se separaba del suelo.
Le odiaba por ello.
Y, muy a mi pesar, le quería.
Pero lo nuestro no podía ser. Ni podía, ni debía.
Eso era lo que pululaba por mi cabeza: un enjambre de pensamientos zumbado al unísono, no dejándome pensar, ni dejándome traslucir la verdad. Ni siquiera sentándome en un rincón de mi habitación, cerrando los ojos, cruzando las piernas e imaginando que mi mente era un pulpo de luz celeste con infinitos tentáculos que se anclaba a la tierra, tratando de meditar, logré apartarlo de mi mente. En mi luz mental había sombras que yo no podía ignorar, y él era esas sombras. No me gustaba que fuera una sombra.
La sombra te persigue hasta la superficie del sol, y sólo desaparece cuando tú lo has hecho... o cuando las has abrazado.
Llamaron a mi puerta varias veces, y en todas les ordené que se fueran sin preguntar quiénes eran ni qué querían. No me apetecía nada aguantar a los demás. No podía llevar a cabo ninguna misión, por insignificante que fuera. Mi lucha interna no me lo permitía.
Ni siquiera dejé que Taylor entrara, cosa que él pareció respetar.
-¿Cyn? ¿Estás aquí?
Asentí con la cabeza, sintiendo el hilo de la armonía con el mundo debilitándose hasta casi romperse. Fruncí el ceño.
-¿Cyn?-ahora se movía el pomo de mi puerta. Abrí los ojos. El hilo de la armonía se rompió. Chasqueé la lengua.
-Estoy aquí.
-¿Puedo entrar?
Me froté la cara y sacudí la cabeza. Me desaté el pelo y lo volví a anudar con fuerza en mi trenza de siempre.
-Estoy meditando.
-¿Que estás qué?
Casi ningún runner meditaba, y yo rara vez lo hacía, a pesar de lo mucho que ayudaba. Cuando meditabas te alejabas del mundo y conseguías una perspectiva de la que casi nadie gozaba cuando se estaba en la calle. No podías pensar, tan sólo reaccionabas: reaccionabas a un vacío saltando y salvándolo, reaccionabas a los disparos alejándote de la policía en zigzag, reaccionabas a un muro inexpugnable buscando dónde apoyarte y escalándolo.
Acción y reacción, eso era todo.
En ocasiones, no era reaccionar lo que necesitabas, sino más bien lo contrario. Necesitabas poner los problemas frente a ti, sentarte a observarlos, y descubrir todos sus detalles.
Con los ojos cerrados era cuando mejor observabas todo; lo había descubierto en mi pequeño cese, cuando me tenía que enfrentar a los aprendices y no había nada que pudiera hacer para poner un poco de adrenalina en mi vida. Yo misma creaba problemas para mantener mi cordura, y yo misma los resolvía antes de que me comieran la cabeza y me volvieran totalmente loca.
-Meditando-repetí, escupiendo las palabras, no sin antes saborearlas. En ocasiones las frases eran como chicles: disfrutabas un momento del sabor en tu boca, recelando de compartirlo con el mundo, y luego las expulsabas casi como si no pensaras en ello porque habían perdido el sabor.
-¿Te encuentras bien?
Chasqueé la lengua, puse los ojos en blanco y me levanté de un salto, con la habilidad que me habían enseñado a tener allí. Me acerqué a la puerta y me apoyé en ella, con los ojos fijos en la manilla, pidiéndole que no le dejara entrar, que no tirara de ella, que no luchara por entrar. Temía que el ambiente de mi habitación se perdiera si abría la puerta.
-Sí, sólo... tengo mucho en lo que pensar. Lo que ha pasado es... demasiado.
. Un pequeño silencio al otro lado de la puerta. Podía oír a Taylor pensando más allá del muro de madera falsa que nos separaba.
-De... acuerdo. Estaré en la Base, por si me necesitas.
-Está bien-atajé. Me quedé muy quieta, temiendo respirar, y conteniendo la respiración, hasta que finalmente escuché el roce de su ropa y de su cuerpo con la pared y la puerta al marcharse. Suspiré aliviada, eché un vistazo por la ventana y volví a mi asiento.
No pude recuperar la conexión de mi meditación: el hilo de la armonía estaba hecho trizas, y no había manera de anudarlo de nuevo.
Además, el sol cada vez estaba más bajo en el cielo. Se me agotaba el tiempo.
De modo que desistí de mis intentos de tranquilizarme y subí a la azotea sin planear nada. La parte de mí cobarde, la parte de mí traidora, me convenció de que lo mejor sería no llamar a Louis. No saqué la pluma, sino que observé el cielo anaranjado, las nubes arrastrándose penosamente por la cúpula celeste que se parecía más a un bello infierno.
El viento me azotaba la cara, mis pensamientos volaban lejos, con alas propias: se alejaban de aquella ciudad, se internaban en el territorio desconocido, en la suciedad de la naturaleza, en el peligro de los árboles, en la dureza de los suelos sin asfalto, irregulares... en el pánico que producía la libertad del campo en un alma cosmopolita, acostumbrada a que los árboles se dominen y se presenten en parterres bien cuidados, y no a que sean ellos los que condicionen todo su ambiente.
Realmente esperaba que no llegara.
Llegué a creer de verdad que no me estaría vigilando.
Qué estúpida era.
Lo lógico era que hiciera lo que de hecho estaba haciendo: vigilando desde lejos con la tecnología que le facilitaban, esperando el momento idóneo para seguir cumpliendo con su misión. Al fin y al cabo, los dos éramos lo mismo: soldados bien entrenados, que dejaban todo en un segundo plano para que su misión tuviera un buen solo, bajo los focos, siendo el centro absoluto d atención. Nada más de lo que estuviéramos haciendo en ese momento importaba: sólo el entonces, sólo la luz roja que indicaba que empezaba el baile, sólo las sirenas que avisaban de las bombas al caer.
Se presentó en silencio, surgiendo entre las sombras con sus alas argentinas, dejándome ver que mi desastre se acercaba a toda velocidad, queriendo sin pretenderlo hacer que el miedo me helara la sangre.
Me odié a mí misma cuando dejé que lo consiguiera.
No moví ni un músculo desde que lo vi alzarse en el cielo, recortándose como una motita de polvo y ir enfocándose cada vez más y más, a medida que se acercaba a su objetivo con parsimonia. Sus alas recortaban el cielo cada vez más y más luminoso. Sí, definitivamente aquello se parecía demasiado al averno como para que las cosas fueran una coincidencia.
Describió un par de arcos, felicitándose a sí mismo por lo que acababa de conseguir, se balanceó en un columpio invisible que sólo podían utilizar los de su calaña, y luego estabilizó su vuelo. Rodeó la Base con habilidad y rapidez, tal y como había hecho el día en que nos conocimos...
… o, ¿debería decir el día en que me cazó?
Sentí, más que vi, cómo se alzaba majestuoso por el cielo, impulsado por aquellas abominaciones tan hermosas, y cómo flotaba un segundo hasta posarse cual mariposa en el suelo, justo detrás de mí.
¿No iba a saludarme, siquiera?
Cerré los ojos, esperando una palabra que nunca llegó. Sabía que me pasaba algo: no era tan estúpido como para no darse cuenta de que su hechizo se había roto. De no haberlo hecho, yo habría corrido hacia él, a refugiarme en aquellos brazos en los que yo me sentía tan cómoda (y en los que me volvería a sentir si me acercaba a él, siquiera si lo miraba ya, pues me había sobrestimado y aún no estaba lista para hundirme en el mar de sus ojos y luchar para no ahogarme en las promesas de mentira que había allí).
-Has venido-susurré contra el viento, y confié en que éste hiciera de mensajero entre nosotros.
-Sentí que me necesitabas-se limitó a responder. No sabes cuánto, murmuró algo en mi cabeza a lo que intenté acallar, sin éxito. Pero conseguí bajarle el volumen-. ¿Llevas la pluma?-inquirió, pero yo sabía que no era una pregunta. No quería cabrearme, y no quería recordarme lo que yo ya sabía y arriesgarse a la erupción volcánica.
-Sí-espeté, odiando ese monosílabo, y notando de repente la punta dura de la pluma clavándose en mi piel. Apreté los puños y bajé la cabeza, contemplando las marcas amarillas que a duras penas se entreveían a través de la luz.
-¿Qué pasa?
-Esto está mal-gruñí, embelesada ante lo que estaba viendo en mis manos: absolutamente nada.
-¿Ya empezamos con...?-se decidió a iniciar su perorata. Yo me giré. Su rostro estaba desfigurado en una muestra de fastidio, que, sin embargo, no le restaba atractivo. Había alzado una ceja, las comisuras de su boca colgaban de sus labios, enmarcados en aquella barba chocolate que llevaba varios días pidiendo a gritos que la afeitaran.
O que la besaran.
Depende de cómo te tuviera atrapada en sus redes.
-He visto lo que nos hacéis.
Sus cejas se acercaron hasta casi juntarse. Se llevó la mano a la nuca y se rascó, dándose el aspecto del niño inocente que no era. No.
No necesitabas tener alas de murciélago para ser un demonio. Ni tus alas tenían por qué ser negras.
Incluso los ángeles más hermosos podían llegar a ser demonios.
-¿Qué os hacemos?-murmuró, rasgando la noche con sus palabras, cargadas de cinismo e incredulidad. El cinismo me fue indiferente (empezaba a entender sus juegos y me daba cuenta de que estaba acostumbrada a ellos); fue la incredulidad tan bien orquestada lo que me atacó los nervios e hizo que perdiera la poca compostura que aún me quedaba. ¿De verdad creía que era tan gilipollas?
Respiré hondo, conteniendo el fuego que crecía en mi estómago, expandiendo mis entrañas y amenazando con hacerme explotar en una bola ígnea capaz de incendiar toda la ciudad y reducir sus varios kilómetros cuadrados a cenizas. Sólo quedarían recuerdos de ella si yo no me controlaba. Y, por mucho asco que le tuviera a aquellos edificios majestuosos, tenía que admitir que lo enfermo e incorrecto de ella hacía que sintiera una especie de ternura, como el pájaro que termina añorando su jaula cuando le abren la puerta y lo dejan libre. La ciudad era bonita, lo que no era bonito era lo que algunos habían hecho de ella. Las gentes de la ciudad eran buenas, lo que no era bueno era el poder que las controlaba y sometía al yugo que, en teoría, se había eliminado completamente a finales del milenio pasado... y que seguía más presente que nunca.
-Lo que nos hacéis a las runners. Supongo que sólo a las chicas. No creo que sea coincidencia que me haya encontrado con otras dos sin ver a ninguna ángel femenina seduciendo a uno de los nuestros. Supongo que somos más fáciles de engañar, ¿verdad?
Negó ligeramente con la cabeza. No podía creerse que lo hubiera pillado trenzando la red que estaba preparando para mí. Me guardé la sonrisa triunfante, porque en el fondo me jodía tener razón, y que no tuviera la caradura de seguir intentando engañarme.
Me hubiera dejado llevar por la corriente con gusto si aquello implicara poder seguir viéndole, y que lo nuestro continuara, dado que, aunque era una mentira, era la mentira que mejor me había hecho sentir en toda mi vida. Lo que mejor me había hecho en toda mi existencia resultaba ser falso, y a mí no me importaba que lo fuera, siempre y cuando los efectos secundarios continuaran.
-No sé de qué...
-¿Qué? ¿Qué no sabes? ¿De qué estoy hablando? ¿De qué manera me he enterado? ¿De qué manera he visto cómo has hecho lo que has hecho conmigo?
-Cyntia...
-No me llames así. Mejor dicho... no me llames-salvé la distancia que nos separaba en un par de pasos, y me quedé clavada en el suelo a escasos centímetros de él. Mi respiración agitada levantaba mi pecho, y hacía que rozara su piel y deseara abrazarle y convencerme de que las cosas estaban bien como estaban, de que podría mirar hacia otro lado y hacer como que lo que había pasado había sido un sueño. Una pesadilla.
-Pero, Cyn, ¿qué ha pasado?
-Me he dado cuenta de lo que haces. De lo que eres-señalé sus alas. Por su rostro cruzó una sonrisa divertida, cargada de sarcasmo, con tanto veneno que desató una llamarada más poderosa que las demás en mi interior.
-Creía que era evidente que soy un ángel.
Mi mano fue más rápida que yo. Le solté un tortazo antes incluso de darme cuenta de que era justo eso lo que quería y necesitaba. Sólo cuando su rostro se giró y noté el ardor en mi mano procesé lo que había pasado, y me di cuenta del inciso tan sutil que se esparció entre los dos a modo de un perfume caro, de esos que llevaban los de la clase alta a algunas de las fiestas en las que me había colado; esos que no notabas hasta que casi te habías ido y llegabas a otro lugar con un olor diferente. Era entonces cuando lo valorabas.
Fue entonces cuando valoré la fuerza que tenía y mi capacidad para dominar la situación, para dominarme a mí... y las pocas ganas que tenía de hacerlo.
-No hablo de que seas un ángel, o de que seas gilipollas. Créeme, se te nota en la cara. Lo que no creía era que fueras un hijo de puta de tal calibre, Louis... das asco.
Se me quedó mirando fijamente, sus ojos zafiro enredándose en los míos, su alma alada tirando de la mía y haciéndola flotar. Me aferré al suelo con todo lo que tenía, incluso con cosas con las que nunca pensé que podría coger nada.
-Quita esa cara de Don Juan-amenazé, levantando el dedo como si fuera a volver a pegarle. No me apetecía nada. El haberme dado cuenta del contacto entre nosotros, aunque minúsculo, había causado estragos en mí-. Odio saber que las usas con todas porque sabes que te funciona.
-Contigo es con la única con la que quiero utilizarla.
Lo fulminé con la mirada.
-En serio, Louis. Estoy hablando en serio. Necesito que te vayas, necesito que me devuelvas todo lo que me has quitado. A cambio yo te devolveré lo que me has dado. Es lo justo, ¿no? Sobre todo teniendo en cuenta que no lo quiero, y aún hay gente sufriendo escasez en este mundo cuyo cielo tú surcas como si fueras el amo y señor y todo el mundo estuviera atado a ti irrevocablemente.
Me observaba con perspicacia.
-Ojalá supieras cuánto me odio por haberme dejado atrapar por ti. Ojalá supieras cuánto me detesto por haberme dejado engañar como tantas otras antes que yo y tantas después. Ojalá supieras cuánto asco me doy porque no puedo soportar la idea de que haya otras a las que has perseguido antes, como no puedo soportar que yo no sea un parón en tu vida y que a partir de mí no querrás ir tras ninguna otra. Toda mi vida he adorado las rutinas y me ha gustado vivir en ellas. Y, por primera vez, quisiera romper con todo y que las cosas cambiaran, que hubiera un parón que destrozara todo lo establecido y... hacer que lo reconsiderara todo-bajé la mirada, estudié nuestros pies casi unidos. Podía pisarlo si me lo planteaba, tan sólo tenía que mover un poco mi pie y el daño aumentaría...-. Eso es lo que me has dado.
Sus ojos eran ahora diamantes a través de lo que nada podía verse. Sólo belleza, transparencia en la opacidad, lo cual decía mucho en su contra y en favor de la voz de mi cabeza que había tomado posesión de todo mi cuerpo, lo que me recordaba que no estaba bien.
-Tienes que irte. Lo que sea que hayamos tenido, está muerto, ¿vale? Has perdido. Puede que consiguieras que mi misión fracasara, pero la tuya no ha salido muy bien parada-murmuré, dando un paso atrás y cruzándome de brazos, fingiendo una fortaleza de la que carecía, o al menos en ese instante-. Tienes que irte.
Él dio un paso, creí que hacia mí, pero luego siguió caminando hacia el borde de la azotea. Iba a saltar, abrir las alas, y desaparecer en la noche sin que yo pudiera hacer nada para impedirlo o vengarme.
¿Por qué le odiaba tanto cuando no estaba y le perdonaba todo en cuanto sus ojos se cruzaban con los míos? ¿Por qué seguía teniendo ese influjo en mi incluso cuando yo me percataba de sus poderes y hacía lo posible por combatirlos? Dolía, mucho.
Me retorcía cosas en el pecho que habían estado hibernando toda mi vida.
-Yo no pretendía hacerte daño-se limitó a decir, bajando la mirada, mostrándome el perfil de su rostro recortado contra el cielo, en el que la oscuridad estaba ganando la batalla a la luz aterciopelada como la piel de un melocotón.
-Lo has hecho-susurré, abrazándome a mí misma. Cuando pensé en mis actos y mis movimientos más tarde, quise matarme por haberme mostrado tan débil. Parecía la típica colegiala de las series de principios de milenio, y no la mujer adulta, fuerte e independiente que no tenía miedo de asesinar si había algo interponiéndose entre ella que yo era. Louis me cambiaba hasta el punto de no poder reconocerme a mí misma cuando estábamos uno junto a otro-. Pero... ha sido un dolor... bonito. Prometo darte una oportunidad para huir limpiamente. No te dispararé la primera vez que te vea.
Noté algo húmedo deslizándose por mis mejillas, algo que correteó hasta las comisuras de mis labios... y sabía salado. Una parte de mí frunció el ceño mientras la otra acogía a la primera lágrima con un gesto de humanidad, pues no podía asimilar aquella extraña lluvia que, de momento, sólo me afectaba a mí.
La lluvia no era tan salada.
-No puedo decir lo mismo de mis acompañantes... si es que los llevo-murmuré, agachando la cabeza. La trenza bailó junto a mi rostro. Volví a mirarme las manos.
Cuando alcé los ojos, Louis ya no estaba allí.
Con la llegada de la luna, había desaparecido, dejándome sola con mis pensamientos, haciendo que la reina de la noche y la mensajera de los amantes fuera el micrófono en el que escuché mi corazón rompiéndose.
Porque aquello estaba mal.
Porque en realidad era una traidora.
Porque me dolía.

Porque me daba asco pero, a la vez... el hecho de saber que no volvería a sentirlo como antes no me dejaba ni respirar.

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