Esperar a que se hiciera
de noche fue mucho más doloroso y aburrido de lo que había creído
que sería.
Una parte de mí, la
parte traidora, la parte cobarde, se negaba en redondo a escalar el
edificio y aparecer en la azotea, donde sabía que nadie podría
vernos, y hacer lo que tenía que hacer.
Es horrible cuando una
parte de ti se niega en redondo a hacer lo correcto, y te convence de
que lo que está mal, si te hace sentir bien, no o está tanto.
Y es horrible que esa
misma parte de ti devore a todo lo demás, como un cáncer que se
expande por el interior de tu cuerpo, prendiendo fuego a tus entrañas
mientras tú no puedes hacer más que boquear, buscando oxígeno
donde no lo hay, pidiendo combustible para el fuego que intentas
apagar.
Es horrible cuando esa
parte se va haciendo más poderosa, por mucho que tú intentes
impedir su escalada hacia el trono.
Y es horrible que llegue
a convencerte, aunque sea unos momentos.
Lo es porque yo antes no
era así.
Antes luchaba hasta el
límite de mis fuerzas, y estaba convencida de que si me arrancaban
la cabeza mi cuerpo aún pelearía hasta que la última gota de
energía vital permaneciera en mí, estuviera como estuviera:
decapitada, desmembrada... no importaría. Era una persona fuerte,
había nacido y me habían educado para serlo.
Sin embargo, ahora,
Louis me había hecho débil. Había llegado a lugares en los que
nunca antes había estado nadie, había encendido cosas que siempre
habían estado apagadas, y había apagado las que llevaban una
eternidad iluminando la cueva azabache de mi cabeza.
Las cosas por las que
sufría ahora no eran, ni de lejos, parecidas a las que me habían
hecho sufrir antes de conocerlo.
Por eso debía acabar
con él, con el yo que había construido a su antojo, sin pedir
permiso, entrando como una tromba de agua que sorprende a una ventana
mal cerrada. Como los huracanes que hacía con sus alas cada vez que
se separaba del suelo.
Le odiaba por ello.
Y, muy a mi pesar, le
quería.
Pero lo nuestro no podía
ser. Ni podía, ni debía.
Eso era lo que pululaba
por mi cabeza: un enjambre de pensamientos zumbado al unísono, no
dejándome pensar, ni dejándome traslucir la verdad. Ni siquiera
sentándome en un rincón de mi habitación, cerrando los ojos,
cruzando las piernas e imaginando que mi mente era un pulpo de luz
celeste con infinitos tentáculos que se anclaba a la tierra,
tratando de meditar, logré apartarlo de mi mente. En mi luz mental
había sombras que yo no podía ignorar, y él era esas sombras. No
me gustaba que fuera una sombra.
La sombra te persigue
hasta la superficie del sol, y sólo desaparece cuando tú lo has
hecho... o cuando las has abrazado.
Llamaron a mi puerta
varias veces, y en todas les ordené que se fueran sin preguntar
quiénes eran ni qué querían. No me apetecía nada aguantar a los
demás. No podía llevar a cabo ninguna misión, por insignificante
que fuera. Mi lucha interna no me lo permitía.
Ni siquiera dejé que
Taylor entrara, cosa que él pareció respetar.
-¿Cyn? ¿Estás aquí?
Asentí con la cabeza,
sintiendo el hilo de la armonía con el mundo debilitándose hasta
casi romperse. Fruncí el ceño.
-¿Cyn?-ahora se movía
el pomo de mi puerta. Abrí los ojos. El hilo de la armonía se
rompió. Chasqueé la lengua.
-Estoy aquí.
-¿Puedo entrar?
Me froté la cara y
sacudí la cabeza. Me desaté el pelo y lo volví a anudar con fuerza
en mi trenza de siempre.
-Estoy meditando.
-¿Que estás qué?
Casi ningún runner
meditaba, y yo rara vez lo hacía, a pesar de lo mucho que ayudaba.
Cuando meditabas te alejabas del mundo y conseguías una perspectiva
de la que casi nadie gozaba cuando se estaba en la calle. No podías
pensar, tan sólo reaccionabas: reaccionabas a un vacío saltando y
salvándolo, reaccionabas a los disparos alejándote de la policía
en zigzag, reaccionabas a un muro inexpugnable buscando dónde
apoyarte y escalándolo.
Acción y reacción, eso
era todo.
En ocasiones, no era
reaccionar lo que necesitabas, sino más bien lo contrario.
Necesitabas poner los problemas frente a ti, sentarte a observarlos,
y descubrir todos sus detalles.
Con los ojos cerrados
era cuando mejor observabas todo; lo había descubierto en mi pequeño
cese, cuando me tenía que enfrentar a los aprendices y no había
nada que pudiera hacer para poner un poco de adrenalina en mi vida.
Yo misma creaba problemas para mantener mi cordura, y yo misma los
resolvía antes de que me comieran la cabeza y me volvieran
totalmente loca.
-Meditando-repetí,
escupiendo las palabras, no sin antes saborearlas. En ocasiones las
frases eran como chicles: disfrutabas un momento del sabor en tu
boca, recelando de compartirlo con el mundo, y luego las expulsabas
casi como si no pensaras en ello porque habían perdido el sabor.
-¿Te encuentras bien?
Chasqueé la lengua,
puse los ojos en blanco y me levanté de un salto, con la habilidad
que me habían enseñado a tener allí. Me acerqué a la puerta y me
apoyé en ella, con los ojos fijos en la manilla, pidiéndole que no
le dejara entrar, que no tirara de ella, que no luchara por entrar.
Temía que el ambiente de mi habitación se perdiera si abría la
puerta.
-Sí, sólo... tengo
mucho en lo que pensar. Lo que ha pasado es... demasiado.
. Un pequeño silencio al
otro lado de la puerta. Podía oír a Taylor pensando más allá del
muro de madera falsa que nos separaba.
-De... acuerdo. Estaré
en la Base, por si me necesitas.
-Está bien-atajé. Me
quedé muy quieta, temiendo respirar, y conteniendo la respiración,
hasta que finalmente escuché el roce de su ropa y de su cuerpo con
la pared y la puerta al marcharse. Suspiré aliviada, eché un
vistazo por la ventana y volví a mi asiento.
No pude recuperar la
conexión de mi meditación: el hilo de la armonía estaba hecho
trizas, y no había manera de anudarlo de nuevo.
Además, el sol cada vez
estaba más bajo en el cielo. Se me agotaba el tiempo.
De modo que desistí de
mis intentos de tranquilizarme y subí a la azotea sin planear nada.
La parte de mí cobarde, la parte de mí traidora, me convenció de
que lo mejor sería no llamar a Louis. No saqué la pluma, sino que
observé el cielo anaranjado, las nubes arrastrándose penosamente
por la cúpula celeste que se parecía más a un bello infierno.
El viento me azotaba la
cara, mis pensamientos volaban lejos, con alas propias: se alejaban
de aquella ciudad, se internaban en el territorio desconocido, en la
suciedad de la naturaleza, en el peligro de los árboles, en la
dureza de los suelos sin asfalto, irregulares... en el pánico que
producía la libertad del campo en un alma cosmopolita, acostumbrada
a que los árboles se dominen y se presenten en parterres bien
cuidados, y no a que sean ellos los que condicionen todo su ambiente.
Realmente esperaba que
no llegara.
Llegué a creer de
verdad que no me estaría vigilando.
Qué estúpida era.
Lo lógico era que
hiciera lo que de hecho estaba haciendo: vigilando desde lejos con la
tecnología que le facilitaban, esperando el momento idóneo para
seguir cumpliendo con su misión. Al fin y al cabo, los dos éramos
lo mismo: soldados bien entrenados, que dejaban todo en un segundo
plano para que su misión tuviera un buen solo, bajo los focos,
siendo el centro absoluto d atención. Nada más de lo que
estuviéramos haciendo en ese momento importaba: sólo el entonces,
sólo la luz roja que indicaba que empezaba el baile, sólo las
sirenas que avisaban de las bombas al caer.
Se presentó en
silencio, surgiendo entre las sombras con sus alas argentinas,
dejándome ver que mi desastre se acercaba a toda velocidad,
queriendo sin pretenderlo hacer que el miedo me helara la sangre.
Me odié a mí misma
cuando dejé que lo consiguiera.
No moví ni un músculo
desde que lo vi alzarse en el cielo, recortándose como una motita de
polvo y ir enfocándose cada vez más y más, a medida que se
acercaba a su objetivo con parsimonia. Sus alas recortaban el cielo
cada vez más y más luminoso. Sí, definitivamente aquello se
parecía demasiado al averno como para que las cosas fueran una
coincidencia.
Describió un par de
arcos, felicitándose a sí mismo por lo que acababa de conseguir, se
balanceó en un columpio invisible que sólo podían utilizar los de
su calaña, y luego estabilizó su vuelo. Rodeó la Base con
habilidad y rapidez, tal y como había hecho el día en que nos
conocimos...
… o, ¿debería decir
el día en que me cazó?
Sentí, más que vi,
cómo se alzaba majestuoso por el cielo, impulsado por aquellas
abominaciones tan hermosas, y cómo flotaba un segundo hasta posarse
cual mariposa en el suelo, justo detrás de mí.
¿No iba a saludarme,
siquiera?
Cerré los ojos,
esperando una palabra que nunca llegó. Sabía que me pasaba algo: no
era tan estúpido como para no darse cuenta de que su hechizo se
había roto. De no haberlo hecho, yo habría corrido hacia él, a
refugiarme en aquellos brazos en los que yo me sentía tan cómoda (y
en los que me volvería a sentir si me acercaba a él, siquiera si lo
miraba ya, pues me había sobrestimado y aún no estaba lista para
hundirme en el mar de sus ojos y luchar para no ahogarme en las
promesas de mentira que había allí).
-Has venido-susurré
contra el viento, y confié en que éste hiciera de mensajero entre
nosotros.
-Sentí que me
necesitabas-se limitó a responder. No sabes cuánto, murmuró
algo en mi cabeza a lo que intenté acallar, sin éxito. Pero
conseguí bajarle el volumen-. ¿Llevas la pluma?-inquirió, pero yo
sabía que no era una pregunta. No quería cabrearme, y no quería
recordarme lo que yo ya sabía y arriesgarse a la erupción
volcánica.
-Sí-espeté, odiando
ese monosílabo, y notando de repente la punta dura de la pluma
clavándose en mi piel. Apreté los puños y bajé la cabeza,
contemplando las marcas amarillas que a duras penas se entreveían a
través de la luz.
-¿Qué pasa?
-Esto está mal-gruñí,
embelesada ante lo que estaba viendo en mis manos: absolutamente
nada.
-¿Ya empezamos
con...?-se decidió a iniciar su perorata. Yo me giré. Su rostro
estaba desfigurado en una muestra de fastidio, que, sin embargo, no
le restaba atractivo. Había alzado una ceja, las comisuras de su
boca colgaban de sus labios, enmarcados en aquella barba chocolate
que llevaba varios días pidiendo a gritos que la afeitaran.
O que la besaran.
Depende de cómo te
tuviera atrapada en sus redes.
-He visto lo que nos
hacéis.
Sus cejas se acercaron
hasta casi juntarse. Se llevó la mano a la nuca y se rascó, dándose
el aspecto del niño inocente que no era. No.
No necesitabas tener
alas de murciélago para ser un demonio. Ni tus alas tenían por qué
ser negras.
Incluso los ángeles más
hermosos podían llegar a ser demonios.
-¿Qué os
hacemos?-murmuró, rasgando la noche con sus palabras, cargadas de
cinismo e incredulidad. El cinismo me fue indiferente (empezaba a
entender sus juegos y me daba cuenta de que estaba acostumbrada a
ellos); fue la incredulidad tan bien orquestada lo que me atacó los
nervios e hizo que perdiera la poca compostura que aún me quedaba.
¿De verdad creía que era tan gilipollas?
Respiré hondo,
conteniendo el fuego que crecía en mi estómago, expandiendo mis
entrañas y amenazando con hacerme explotar en una bola ígnea capaz
de incendiar toda la ciudad y reducir sus varios kilómetros
cuadrados a cenizas. Sólo quedarían recuerdos de ella si yo no me
controlaba. Y, por mucho asco que le tuviera a aquellos edificios
majestuosos, tenía que admitir que lo enfermo e incorrecto de ella
hacía que sintiera una especie de ternura, como el pájaro que
termina añorando su jaula cuando le abren la puerta y lo dejan
libre. La ciudad era bonita, lo que no era bonito era lo que algunos
habían hecho de ella. Las gentes de la ciudad eran buenas, lo que no
era bueno era el poder que las controlaba y sometía al yugo que, en
teoría, se había eliminado completamente a finales del milenio
pasado... y que seguía más presente que nunca.
-Lo que nos hacéis a
las runners. Supongo que sólo a las chicas. No creo que sea
coincidencia que me haya encontrado con otras dos sin ver a ninguna
ángel femenina seduciendo a uno de los nuestros. Supongo que somos
más fáciles de engañar, ¿verdad?
Negó ligeramente con la
cabeza. No podía creerse que lo hubiera pillado trenzando la red que
estaba preparando para mí. Me guardé la sonrisa triunfante, porque
en el fondo me jodía tener razón, y que no tuviera la caradura de
seguir intentando engañarme.
Me hubiera dejado llevar
por la corriente con gusto si aquello implicara poder seguir
viéndole, y que lo nuestro continuara, dado que, aunque era una
mentira, era la mentira que mejor me había hecho sentir en toda mi
vida. Lo que mejor me había hecho en toda mi existencia resultaba
ser falso, y a mí no me importaba que lo fuera, siempre y cuando los
efectos secundarios continuaran.
-No sé de qué...
-¿Qué? ¿Qué no
sabes? ¿De qué estoy hablando? ¿De qué manera me he enterado? ¿De
qué manera he visto cómo has hecho lo que has hecho conmigo?
-Cyntia...
-No me llames así.
Mejor dicho... no me llames-salvé la distancia que nos separaba en
un par de pasos, y me quedé clavada en el suelo a escasos
centímetros de él. Mi respiración agitada levantaba mi pecho, y
hacía que rozara su piel y deseara abrazarle y convencerme de que
las cosas estaban bien como estaban, de que podría mirar hacia otro
lado y hacer como que lo que había pasado había sido un sueño. Una
pesadilla.
-Pero, Cyn, ¿qué ha
pasado?
-Me he dado cuenta de lo
que haces. De lo que eres-señalé sus alas. Por su rostro cruzó una
sonrisa divertida, cargada de sarcasmo, con tanto veneno que desató
una llamarada más poderosa que las demás en mi interior.
-Creía que era evidente
que soy un ángel.
Mi mano fue más rápida
que yo. Le solté un tortazo antes incluso de darme cuenta de que era
justo eso lo que quería y necesitaba. Sólo cuando su rostro se giró
y noté el ardor en mi mano procesé lo que había pasado, y me di
cuenta del inciso tan sutil que se esparció entre los dos a modo de
un perfume caro, de esos que llevaban los de la clase alta a algunas
de las fiestas en las que me había colado; esos que no notabas hasta
que casi te habías ido y llegabas a otro lugar con un olor
diferente. Era entonces cuando lo valorabas.
Fue entonces cuando
valoré la fuerza que tenía y mi capacidad para dominar la
situación, para dominarme a mí... y las pocas ganas que tenía de
hacerlo.
-No hablo de que seas un
ángel, o de que seas gilipollas. Créeme, se te nota en la cara. Lo
que no creía era que fueras un hijo de puta de tal calibre, Louis...
das asco.
Se me quedó mirando
fijamente, sus ojos zafiro enredándose en los míos, su alma alada
tirando de la mía y haciéndola flotar. Me aferré al suelo con todo
lo que tenía, incluso con cosas con las que nunca pensé que podría
coger nada.
-Quita esa cara de Don
Juan-amenazé, levantando el dedo como si fuera a volver a pegarle.
No me apetecía nada. El haberme dado cuenta del contacto entre
nosotros, aunque minúsculo, había causado estragos en mí-. Odio
saber que las usas con todas porque sabes que te funciona.
-Contigo es con la única
con la que quiero utilizarla.
Lo fulminé con la
mirada.
-En serio, Louis. Estoy
hablando en serio. Necesito que te vayas, necesito que me devuelvas
todo lo que me has quitado. A cambio yo te devolveré lo que me has
dado. Es lo justo, ¿no? Sobre todo teniendo en cuenta que no lo
quiero, y aún hay gente sufriendo escasez en este mundo cuyo cielo
tú surcas como si fueras el amo y señor y todo el mundo estuviera
atado a ti irrevocablemente.
Me observaba con
perspicacia.
-Ojalá supieras cuánto
me odio por haberme dejado atrapar por ti. Ojalá supieras cuánto me
detesto por haberme dejado engañar como tantas otras antes que yo y
tantas después. Ojalá supieras cuánto asco me doy porque no puedo
soportar la idea de que haya otras a las que has perseguido antes,
como no puedo soportar que yo no sea un parón en tu vida y que a
partir de mí no querrás ir tras ninguna otra. Toda mi vida he
adorado las rutinas y me ha gustado vivir en ellas. Y, por primera
vez, quisiera romper con todo y que las cosas cambiaran, que hubiera
un parón que destrozara todo lo establecido y... hacer que lo
reconsiderara todo-bajé la mirada, estudié nuestros pies casi
unidos. Podía pisarlo si me lo planteaba, tan sólo tenía que mover
un poco mi pie y el daño aumentaría...-. Eso es lo que me has dado.
Sus ojos eran ahora
diamantes a través de lo que nada podía verse. Sólo belleza,
transparencia en la opacidad, lo cual decía mucho en su contra y en
favor de la voz de mi cabeza que había tomado posesión de todo mi
cuerpo, lo que me recordaba que no estaba bien.
-Tienes que irte. Lo que
sea que hayamos tenido, está muerto, ¿vale? Has perdido. Puede que
consiguieras que mi misión fracasara, pero la tuya no ha salido muy
bien parada-murmuré, dando un paso atrás y cruzándome de brazos,
fingiendo una fortaleza de la que carecía, o al menos en ese
instante-. Tienes que irte.
Él dio un paso, creí
que hacia mí, pero luego siguió caminando hacia el borde de la
azotea. Iba a saltar, abrir las alas, y desaparecer en la noche sin
que yo pudiera hacer nada para impedirlo o vengarme.
¿Por qué le odiaba
tanto cuando no estaba y le perdonaba todo en cuanto sus ojos se
cruzaban con los míos? ¿Por qué seguía teniendo ese influjo en mi
incluso cuando yo me percataba de sus poderes y hacía lo posible por
combatirlos? Dolía, mucho.
Me retorcía cosas en el
pecho que habían estado hibernando toda mi vida.
-Yo no pretendía
hacerte daño-se limitó a decir, bajando la mirada, mostrándome el
perfil de su rostro recortado contra el cielo, en el que la oscuridad
estaba ganando la batalla a la luz aterciopelada como la piel de un
melocotón.
-Lo has hecho-susurré,
abrazándome a mí misma. Cuando pensé en mis actos y mis
movimientos más tarde, quise matarme por haberme mostrado tan débil.
Parecía la típica colegiala de las series de principios de milenio,
y no la mujer adulta, fuerte e independiente que no tenía miedo de
asesinar si había algo interponiéndose entre ella que yo era. Louis
me cambiaba hasta el punto de no poder reconocerme a mí misma cuando
estábamos uno junto a otro-. Pero... ha sido un dolor... bonito.
Prometo darte una oportunidad para huir limpiamente. No te dispararé
la primera vez que te vea.
Noté algo húmedo
deslizándose por mis mejillas, algo que correteó hasta las
comisuras de mis labios... y sabía salado. Una parte de mí frunció
el ceño mientras la otra acogía a la primera lágrima con un gesto
de humanidad, pues no podía asimilar aquella extraña lluvia que, de
momento, sólo me afectaba a mí.
La lluvia no era tan
salada.
-No puedo decir lo mismo
de mis acompañantes... si es que los llevo-murmuré, agachando la
cabeza. La trenza bailó junto a mi rostro. Volví a mirarme las
manos.
Cuando alcé los ojos,
Louis ya no estaba allí.
Con la llegada de la
luna, había desaparecido, dejándome sola con mis pensamientos,
haciendo que la reina de la noche y la mensajera de los amantes fuera
el micrófono en el que escuché mi corazón rompiéndose.
Porque aquello estaba
mal.
Porque en realidad era
una traidora.
Porque me dolía.
Porque me daba asco
pero, a la vez... el hecho de saber que no volvería a sentirlo como
antes no me dejaba ni respirar.
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