Lo
único que impedía que aquel momento fuera perfecto eran las esposas lamiéndome
la piel de las muñecas.
Por
lo demás, nada importaba: ni los cientos de ojos de los ángeles fijos en Perk y
en mí (y, sorprendentemente, más en mí, como si supieran que había conseguido
mi puesto como futura presa en secreto con más facilidad que él); ni las armas
que nos apuntaban y que no vacilarían en escupir nuestra muerte, que volaría
hacia nosotros tan rápido como la luz, ni el hecho de que siguiera encarcelada
y que aquella libertad no fuera más que un oasis, una ilusión, el pequeño
paracaídas que sabes que no funciona pero que aun así hace que te sientas
seguro y te permite tirarte al abismo, abrazando tu destino.
Mientras
recorría bajo la atenta mirada del sol (¡el auténtico sol!) los peldaños que
nos llevarían hacia las azoteas por las que correríamos y probaríamos nuestras
no tan recién adquiridas alas, mi mente vagabundeó por el pasado. No era la
primera vez que estaba allí, ni la primera que me apoyaba en aquella barandilla
para darme impulso; claro que, la primera vez en que lo había hecho, me había
guarecido en las sombras del amanecer, y me había asegurado de no quedarme al
alcance de ninguna cámara de vídeo. Había escaneado el lugar, tanto en planos
como en versión verídica, hasta la saciedad; me había aprendido de memoria cada
escondrijo y cada atajo, cada esquina en la que despistar a un perseguidor, y
había conseguido salir de allí y cumplir la misión con éxito.
Pero
luego había llegado Louis, y todo se había complicado, hasta hacer que la,
supuestamente, única vez que pasaría por aquel lugar se convirtiera en la
primera. Louis había sido el que me había conferido una segunda oportunidad de
pisar aquellas escaleras de metal, y, aun así, en mi pecho florecía un
sentimiento de gratitud casi equivalente a cuando me permitieron entrar a los
runners para vengar a mi hermana y luchar por un mundo mejor, por el mundo que
habíamos tenido anteriormente, y que nos habían arrebatado en mitad de la
noche, con tanto sigilo que ni siquiera nos habíamos dado cuenta de su ausencia
hasta que sus captores ya estaban demasiado lejos, a galaxias de distancia,
mucho más allá de la última frontera que podíamos alcanzar.
Perk
iba delante de mí, medio arrastrado medio ayudado por el tal Blackfire; a mí me
había tocado un guardián un poco más agradable, que no aprovechaba cada
resquicio para empujarme y hacerme daño en cualquier parte del cuerpo. Perk
aguantaba esas pequeñas pullas con la elegancia del prisionero que se sabe
indisponible. Éramos poco menos que imprescindibles, y una herida demasiado
profunda, una caída de un lugar demasiado alto o una bala demasiado certera
serían suficientes para acabar con nosotros.
Me
gustaba pensar que éramos los huéspedes más indeseados y a la vez codiciados de
los pájaros, y así me lo había hecho saber mi ángel de la guarda cuando regresó
de aquella sala, casi una hora después, con el pelo enmarañado y la expresión
de un cachorro abandonado en los ojos.
Sin
embargo, a mí no me dio pena, ni mucho menos rabia.
-Tenía
que hacerlo-se excusó, como si el sexo con una de sus jefas no fuera algo que
yo hubiera barajado en mi mente más de una docena de veces. Era único en su
especie; era normal que todas las mujeres alrededor de él quisieran tener un
pedacito de él para ellas solas. Incluida yo.
No
podía quejarme cuando yo misma había jugado a dos bandas, literal y
metafóricamente.
-No
me importa lo que hayas hecho para conseguir esto, sino lo que hemos
conseguido-repliqué. Él alzó las cejas, con una sorpresa garabateada en el
rostro.
-¿En
serio?
Mi
trenza bailó en mi pecho cuando asentí con la cabeza y lo atraje hacia mí,
decidida a borrar hasta la última huella de aquella zorra de su cuerpo y
reclamarlo como mío.
¿Realmente
no se daba cuenta de que, el lema en el que se había escudado el gobierno para
destruir la esencia de la ciudad, era el mismo que defendíamos nosotros? El fin
justificaba los medios, sin duda. Todas aquellas muertes de policías, los
asesinatos, los cristales de tiendas rotos, los runners caídos, las
conspiraciones y las luchas, todo, había sido por un bien superior: el de
recuperar la ciudad perdía, sucia y peligrosa, pero vital y extraordinaria.
Por
fin, llegamos a nuestro destino: un impresionante campo sin plantas, de un
blanco que peleaba con las alas de Louis. Él se situó a mi lado, del lado
contrario al brazo de los tatuajes, y me dedicó una mirada profunda, la del
maestro que lee su libro un momento antes de disponerse a empezar la lección de
sus pupilos.
Arrastraron
a Perk a mi lado, que se irguió cuan largo era y le dedicó una mirada
desafiante a los que nos rodeaban. Hicieron un círculo con nosotros como
centro, como si de un par de soles en un sistema solar extraño se tratase, y
esperaron.
Y
nosotros, con ellos.
Cambié
el peso de mi cuerpo de un pie a otro; Perk tragó saliva. Mientras tanto, los
ángeles permanecían impasibles, algunos con una sonrisa en los labios, como si
el saber a qué estábamos esperando fuera algo de lo que enorgullecerse, o como
si saber por qué esperábamos
les hiciera superiores a nosotros.
Se escuchó el crujido de una puerta
y el mecanismo de un ascensor ponerse en funcionamiento mientras subía. Deseé,
para mi tristeza, que fuera lo que fuera que estuviéramos esperando, viniera
allí dentro.
Así fue: con el típico silbido que
emitían los ascensores una vez llegaban a su destino, unas puertas plateadas se
abrieron en una esquina del edificio (esquina en la que yo no me había fijado,
pero Perk sí), dejando paso a la misma con la que nos habíamos topado el día anterior.
El sol recién salido arrancaba
destellos de fuego de aquel pelo ígneo, cuyo color era imposible que fuera
natural. Destacaba en su cara blanca y su ropa más blanca aún como lo haría una
nube en el cielo, o como lo hacíamos los dos runners que estábamos allí, con
nuestros pantalones y camiseta negros, nuestros guantes que nos cubrían hasta
medio dedo y los cinturones prestados en que nos habían metido la bolita
plateada, la perla de hielo.
Sus tacones dispararon sonidos
acompasados con los pasos en el suelo de la azotea a medida que se acercó a
nosotros. No fue hasta que atravesó el círculo, que se abrió para recibirla
como se abrían las amebas para fagocitar a algún pobre microbio, cuando me
percaté de la presencia de su coro mudo a su espalda. El coro no llegó a
atravesar el círculo; parecía ser un privilegio exclusivo de nuestra señora del
pelo de fuego.
Se acercó a nosotros y ni siquiera
se molestó en escupir un saludo: me cogió por la mandíbula y me hizo alzar la
cabeza, buscando algo que nunca supe qué era. Luego, le tocó el turno a Perk,
que se resistió un poco al principio, hasta que uno de los ángeles dio un paso
al frente toqueteando el arma con más rabia que intención de advertencia.
Bryce se limitó a sonreír ante ese
patético intento de marcar territorio.
-¿Seguro que los tenéis bien
entrenados?
-No se fía de ti-intercedió Angelica
antes de que Perk pudiera abrir la boca y hacer que nos frieran a tíos a los
dos. Era buen runner, pero un completo gilipollas cuando lo capturaban, se
podía ver a leguas de distancia.
No decía nada bueno de nosotros.
-Hace bien-respondió, sonriendo de
manera aún más amplia y soltándolo por fin. Lo rodeó y le tiró la cabeza hacia
delante-. Una lástima. Si fuera obediente, podría ser el primero de su calaña.
Los ángeles no corearon aquella
declaración con sonrisas, sino con escasísimos gestos de asentimiento entre los
hombres más leales. Otros se revolvieron en su lugar, incómodos ante la
perspectiva de tener ante ellos a los nuevos ángeles, los 3.0 (asumí que el 2.0
era uno, y único).
Y un par de ellos, un glorioso par
de ellos, intercambiaron miradas de incredulidad para luego poner los ojos en
blanco.
Al fin y al cabo, la reina no tenía
del todo contentos a todos sus súbditos. Podríamos usar eso.
Bryce ni siquiera se molestó en
comprobar mi espalda, lo cual decía más de lo que quería: yo no sobreviviría a
todo lo que estaba por pasar. No me daría una segunda oportunidad.
Y tampoco le gustaba la competencia
sexual.
-¿La sincronización es completa?
-En las simulaciones, lo era-asintió
Louis, dando un paso al frente e ignorando deliberadamente los intentos de
amenaza de Blackfire, que le quitó el seguro a su pistola. Bryce sólo parpadeó
al escuchar el ruido.
-Blackfire, por favor. Es Louis.
Estamos entre amigos. Eso no va a ser necesario.
-Lo siento, Bryce.
De haber tenido rabo, se lo habría
metido entre las piernas. De haber tenido orejas, las habría agachado en un
gesto sumiso. Pero era mitad hombre, mitad buitre, no un perro.
No podría librarme de él corriendo a
todo lo que daba, escalando un muro, ni mucho menos de una patada en el hocico.
Aunque el gusto que me daría sería superior al de las patadas de los perros de
la policía.
La pelirroja se volvió hacia sus
vasallos, y les dedicó una radiante sonrisa. Todo estaba controlado: si éramos
útiles, viviríamos; si no, nos mataría sin más dilación. Y punto.
-Hoy, comprobaremos si una alianza
entre antiguos enemigos por el bien de nuestra ciudad es posible. Hoy veremos
si las alas y las piernas rápidas son una buena combinación. Estamos viendo
cómo se hace historia; estamos a un paso del futuro-nos señaló con la mano
abierta, la palma vuelta hacia arriba, como saludando al sol que se iba
desperezando-. Ellos nos ayudarán a desvelar los entresijos de lo que nos
depara el destino: si necesitaremos ser clones, o con ser dioses nos basta.
Alzaron sus armas y sus voces al
cielo en un rugido atronador que ni Angelica, ni Jack ni Louis corearon. Entre
las filas de los de Bryce había ángeles que se habían pasado a nuestro bando,
pero no era momento de demostrarlo. Podrían matarnos a todos, y la esperanza de
la antigua ciudad resurgiendo de nuevo desaparecería con nosotros.
Bryce saboreó los gritos como el
catador que se permite contemplar el vino, cómo resplandece, y olfatearlo, para
captar su aroma, antes de probarlo finalmente.
Con un gesto de la mano, acalló las
voces de la misma manera que las despertó.
Después de permitirse un par de
segundos más de degustación, finalmente ordenó con un hilo de voz, lo suficientemente
débil como para perderse en el susurro del viento, pero no lo bastante para que
a ninguno se nos escapara:
-Dejadlos libres.
Pero, claro, no iban a renunciar a
nosotros fan fácilmente. De manera ceremoniosa, dos ángeles nuevos se acercaron
a nosotros y nos liberaron de las esposas, que se esfumaron en el aire para
dejar paso a cilindros plateados fácilmente transportables.
Bryce se echó a un lado, haciendo un
gesto con la mano por encima de la cabeza para que sus súbditos la siguieran.
-Louis irá con ella; Angelica, con
él. Quiero a su guardia a una distancia prudencial para dejarles libertad… pero
no lo suficiente como para que la intenten tomar.
Fue
de esa forma como se rompió el círculo que había a nuestro alrededor. Pasaron
de ser barreras a simples puertas que se abrían con parsimonia, pero que se
abrían. Perk y yo nos miramos un momento, dimos un par de pasos vacilantes, con
las manos chocando continuamente entre sí, y sus tatuajes rozándome la piel del
brazo que tenía libre. Estudié los míos, el gato contemplando la duda,
adivinándose a duras penas entre las complicadas líneas y figuras que daban
información de quién era y qué hacía, además de a quién pertenecía, a quien
supiera leerla.
Me pregunté si servirían de algo si
alguien nos pillaba entrenando con los ángeles de buena gana y decidía ir a por
nosotros, superándonos en número.
Más confiados, nos echamos un último
vistazo, luego estudiamos el entorno por encima del hombro, asegurándonos de
que las armas que nos apuntaban disminuían en gran medida, hasta casi
desaparecer…
… y echamos a correr como hacía
mucho tiempo que no lo hacíamos.
Escuché el zumbido de los ángeles
despegando del suelo para seguirnos de cerca, como libélulas gigantes
persiguiendo zapateros, un segundo antes de llegar al final de la azotea y
lanzarme más allá. Perk, por otro lado, optó por dejarse caer hasta un saliente
e impulsarse por él para salvar la distancia que había entre el edificio en el
que se nos había concedido el 2º grado y el siguiente.
Escuché murmullos de admiración
cuando mis pies tocaron con gracilidad el borde de aquel edificio que Perk
había considerado imposible alcanzar, se giraron sobre sus talones y me
impulsaron hacia abajo: estaba dispuesta a olvidar mi entrenamiento y ayudar a
Perk a que siguiéramos corriendo. Era mejor darles falsas esperanzas a los
ángeles, hacerles pensar que en el campo éramos diferentes a en los
entrenamientos, y que no nos importaba nuestra supervivencia, sino la de
nuestro compañero, y que estaríamos dispuestos a volver a por ellos. Tal vez
pudiéramos infundir dudas en algún ángel que no hubiera salido demasiado de su
Central y que no tuviera experiencia persiguiéndonos.
Perk aceptó mi mano de buena gana,
con una sonrisa radiante que celebraba el cambio de escenario, y se lanzó en
una carrera precipitada en la que su fluidez venía de esquivar los obstáculos;
yo los aceptaba, jugaba con ellos y usaba los anteriores para salvar mejor los
posteriores.
Fueron los diez minutos más
gloriosos de mi vida, hasta que llegamos al límite que nos tenían permitido y
dos figuras negras nos detuvieron en seco.
-Estamos aquí para probar vuestras
alas, no para daros un paseo-sentenció una de muy malas pulgas, con el ceño
fruncido, y cuyo corte de pelo me recordaba al de Blueberry.
Perk musitó algo entre dientes y se
lanzó a por ellos, pero yo fui más rápida y lo empujé hacia un saliente.
Rompiendo una ventana, aparecimos en unas oficinas. Decidí ignorar el hecho de
que había sido así como había empezado todo este lío.
-Sigue haciendo el gilipollas y
conseguirás que nos maten, y todo esto no habrá valido para absolutamente nada.
Mi compañero gruñó una respuesta, y
me acompañó en mi búsqueda de una salida a cielo abierto. No tardamos en dar
con un ascensor, pero, confiándose más y más con cada paso que daba, Perk le
dio una patada al panel de mandos y me lanzó una mirada inquisitiva mientras
sostenía los cables que por ella pasaban.
-¿Subimos el nivel de la aventura?
Echaba de menos escalar, escalar en
condiciones, escalar como yo sólo sabía, y él lo sabía. Lo veía en mis ojos,
igual que había visto mi expresión cuando nos enfrentamos a los conductos de
ventilación del Cristal.
-Veo que tienes tus ventajas, ¿eh,
Perk?-le guiñé un ojo, le di un codazo y lo aparté yo misma. Arranqué los
cables con las manos (me llevé de premio un par de quemaduras por hacer fuerza,
pero no me importó), y le ayudé a abrir con nuestras propias manos la puerta
del ascensor.
Dimos con un conducto rectangular de
metros y metros de profundidad, iluminado cada dos o tres por un fluorescente
que le daba un aspecto un tanto siniestro.
-Te diría que fueras tú primero,
pero no suelo ser tan caballeroso.
-Ni falta que te hace-repliqué,
pasando de un brinco a la pared contraria, agarrándome a una tubería muy
convenientemente colocada y comenzando el ascenso a la velocidad de la luz. La
única manera que tenía de ser más rápida era con balas amenazando mi integridad
física, pero claro, nadie era perfecto, y yo no podía llamar a mi adrenalina a
conciencia. Bastante tenía con la visión de runner, que me permitía, si me
concentraba, visualizar las cosas más rápido de lo que pasaban (había escuchado
a Wolf jurar una vez que, en uno de esos trances, se había concentrado tanto
que había sido capaz de ver pasar las balas claramente a su alrededor), y debía
dar gracias por saber controlarla tan bien como lo hacía; algunos no tenían esa
suerte.
Di un puñetazo al techo, que se
abrió con un sonoro plop, y la luz
solar naciente volvió a invadir la zona.
Apenas había sacado medio cuerpo del
hueco del ascensor, cuando otros dos ángeles se plantaron ante nosotros.
Eran Louis y Angelica.
-Dejaos de hacer el imbécil y dadles
lo que quieren; cuanto menos tiempo estéis fuera, mejor.
Vi siluetas grisáceas recortarse
contra el suelo mientras me ponía en pie, pero les di poca importancia. Por su
tono casi imperceptible y sus formas difuminadas, supe que estaban demasiado
lejos como para oírnos.
-Esto está bien, ¿no lo veis?
Podríamos llegar lejos si les mostrásemos de qué somos capaces.
Angelica le lanzó una mirada
envenenada a Perk cuando salió a la superficie.
-Te dice que nada de exhibiciones.
Probar las alas, demostrar que eres útil, y volver a la Central.
-No te preocupes por mí, tesoro, sé
cuidar de mí mismo.
Angelica frunció el ceño, pero no
dijo nada. Perk echó a correr en dirección contraria, y yo hice lo propio.
Lo alcancé al minuto, después de un
salto particularmente largo que casi no superó. Por un pelo hubiera tenido que
recurrir a la llamada de su perla y acabar la partida antes de tiempo.
-¿Qué es eso de “tesoro”? ¿Desde
cuándo te permites vacilar a Angelica?
-Desde que me la tiro.
Abrí la boca, incrédula.
-¿Perdona? ¿Después de las charas
del síndrome de Estocolmo? Tú no estás bien de la cabeza, Perk-empecé a botar
sobre los tobillos, negándome a que el calor que había en mis extremidades me
abandonara.
-Cambié de idea. Me he vuelto
hedonista estando aquí. Además, no te confundas, y no te rías de esa manera.
Sólo me la follo; no siento nada por ella, ni ella por mí. Así será más fácil
pegarle un tiro si las cosas no terminan saliendo como queremos. Piensa en
ello, Kat-me adelantó, se dio la vuelta y trotó hacia atrás-. Estamos en
guerra, siempre estaremos en guerra, y no está bien cogerle cariño al que tienes
al otro lado de la pistola. Hace que el gatillo se vuelva duro, y un gatillo
duro es mil veces peor que uno fácil.
Y salió disparado, fuera de mi
alcance, antes de que pudiera abalanzarme sobre él.
Justo cuando creía que no iban a
tener manera de obligarnos a abrir las alas y acabar con ese recreo que no
habíamos tenido en años, me encontré al borde de un edificio que ni siquiera yo
podía ignorar.
Se trataba de uno de los edificios
que se alzaban inmediatamente en la orilla del río, que, canalizado,
serpenteaba por entre la ciudad, haciendo las veces de columna vertebral como
de barrera arquitectónica que impedía la fluidez de nuestro grupo.
Perk se sentó al borde, con los pies
colgando. Habría comido una manzana y habría tirado el corazón al río de
tenerla a mano.
-¿Cuánto crees que duraríamos si
tuviéramos alas en la Base?-espetó de repente.
Me giré en redondo para ver si había
ángeles cerca, pero los más próximos eran de fiar.
-Mucho más de lo que hacemos.
Seríamos eternos.
Alzó la mirada.
-No, Kat, digo… cuánto duraríamos nosotros con alas en la Base. Cuánto
tardarían en matarnos. Cuánto tardarían en dejarse convencer por lo que parece
que somos.
-Y, ¿qué parece que somos?
-Unos traidores.
Miré un momento el río, recordando
aquel momento en el que toda mi vida dio un giro de 180 grados.
Y, entonces, lo vi claro.
Yo no había traicionado a nadie. No
tenía de qué avergonzarme.
El traidor era Louis.
Yo defendía un fin; él, en teoría,
defendía otro. Pero, al acercarse a mí, había cambiado sus intenciones.
Había cambiado sus fines, y sus
medios dejaban de tener sentido.
-Podemos defender la esencia de los
runners con alas a la espalda. Lo que defendemos está lejos de excluir a nadie;
de eso se encarga el Gobierno.
-No van a verlo así.
-Me da igual cómo lo vean, Perk.
Estoy cansada de avanzar a saltos. Un saltamontes va rápido, sí, pero no tiene
nada que hacer contra un abismo. Una libélula, en cambio, tiene todas las de
ganar. Los dos son bichos, los dos son insignificantes, pero uno huye de las
tormentas y la otra, las aprovecha. Se avecina tormenta, y yo no quiero seguir
escondiéndome.
Caminé hacia el borde hasta estar en
el filo: el más ligero movimiento me decantaría hacia un lado o hacia otro; la
muerte o la vida, el cielo o el infierno, el asfalto o el techo, el río o la
tierra.
-Elige, Perk. No debería serte
difícil. Puedes ser un traidor útil o un héroe mártir. De uno se habla por
siempre; al otro lo olvidan… pero porque su sacrificio lo permite.
Y me balanceé hacia delante, confiando
en que se abrieran mis alas.
Escuché el zumbido de Louis
siguiéndome de cerca, preparado para cogerme en cuanto algo saliera mal.
Lo último que vi antes de entrar en
pánico, y así conseguir abrir las alas, fue a Perk negando con la cabeza, y
finalmente empujándose hacia delante con sus brazos.
Y una cabellera sorprendentemente
rubia más allá del río, en la otra orilla, contemplando cómo caía con la
incredulidad grabada en el rostro de Blondie con tanta perfección que la
distinguía a pesar de no ser más que una mota de polvo, un trocito de purpurina
dorada en un mar de algodón.