jueves, 9 de julio de 2015

Londres y el Wireless; el Wireless, Margarita y Tutankamón.

El sábado pasado me embarqué en mi primer viaje al extranjero sola, sin adultos que me cuidaran ni que decidieran las rutinas del viaje por mí, teniendo en cuenta (o no, dependiendo) de lo que yo quisiera hacer.
Y creo que ha sido una de las mejores experiencias de mi vida.
Y esto fue así no sólo por el destino (Londres, a la que llevaba queriendo volver varios años) y lo que me esperaba allí (el Wireless Festival, en el que vería en directo por fin a Nicki y escucharía Bang Bang), sino por todo lo que este viaje significó para mí: pasé de ser una chiquilla que prefiere pasar la pelota al tejado ajeno y que otro le saque las castañas del fuego, a una mujer independiente que puede  preguntar por la calle cuando está perdida, que llega a los hoteles en los que ha reservado una habitación a su nombre, y que se sabe mover por el metro de una ciudad desconocida a pesar de haber subido anteriormente una vez nada más.
Y es que viajar con un amigo de tu misma edad hace que los dos maduréis y aprendáis a ser independientes, aunque os estéis pagando todo el viaje con el dinero que os han ido dando poco a poco nuestros padres.
Todo empieza el sábado a las 3 de la tarde: pasamos el control del aeropuerto y estamos casi una hora esperando para subir al avión; luego, otra dentro de éste hasta que finalmente despega. Cuando aterrizamos en Stansted, corremos por el aeropuerto hasta encontrar el tren en el que fuimos años atrás para llegar a la terminal. Y otro cuarto de hora, o quizá 20 minutos, esperando para enseñar los pasaportes, demostrar que no eres un terrorista, y que realmente puedas decir que estás en Inglaterra (porque los aeropuertos, y más las zonas en las que meten a los turistas extranjeros, son más tierra de nadie que otra cosa). Corremos hacia la estación de autobuses, yo abro la maleta y tardo 3 minutos en volverla a cerrar (está rebelde), finalmente preguntamos porque no vemos buses por ningún lado y nos indican la dirección correcta; llegamos a la parada… y a esperar otra hora.
Nos subimos al bus, e invertimos 2 horas (en las que Jose y yo sólo nos callamos para escuchar unas pocas canciones, y descubrir que en Inglaterra “censuran” a Pitbull, lo cual me hace pensar que puede que sean más decentes de lo que parecen) en llegar a nuestra parada. Allí, no encontramos el metro, y tenemos que preguntar otra vez. Cuando por fin llegamos a la estación, no sabemos en qué andén tenemos que coger el tren. Preguntamos (dos veces, soy una pesada) dónde tenemos que cogerlo, después de que la mala hostia volcánica que hay en mí haga que casi le dé una bofetada a Jose para que me deje pensar (porque él, cuando se agobia habla, y yo, cuando me agobio, necesito silencio y golpear algo), y, por fin, nos subimos al tren. Sorprendentemente, lo que más me preocupaba es lo que menos nos llevó: llegamos a hotel en apenas cinco minutos, dejamos las maletas y vamos a cenar y a investigar un poco. Son casi las once de la noche.

 Al día siguiente, invertimos una hora en pasear por Hyde Park, el parque al lado de nuestro hotel, así como el centro comercial que hay en la misma calle (y que, por cierto, es precioso por dentro; estas cosas, cómo no, no las puede haber en España). Después, cogemos unos bocadillos y vamos a la aventura, a Finsbury Park, que ni siquiera sale en el callejero que  hemos pedido en el hotel.
Seguimos a la masa de gente que abarrota el metro, porque sabemos que van al Wireless incluso antes de que nos lo confirmen subiéndose en el mismo tren que nosotros: las coronas de flores, los tatuajes de purpurina, las gafas de sol y la ropa brillante sólo pueden indicar que vas a un festival. Y no nos equivocamos: seguimos a una chica con el pelo azul que se sube a un tren que nos deja en Finsbury Park, donde hay gente esperándonos en cada esquina para asegurarse de que no nos perdemos (otra vez, algo que es impensable e imposible de ver en España). Corremos por las calles, nos encontramos un Lidl, lo señalamos, y entramos en el parque, donde nos cachearán después de a una chica a la que le encuentran marihuana (la chavala es tonta y la lleva metida donde el tabaco de liar, como si no fueran a olérselo) y finalmente nos dejarán pasar. Vamos directamente al escenario principal, nos sentamos en el suelo, comemos (a eso de la 1) y, justo cuando estamos terminando los bocadillos, sale el primer artista, al cual no conozco. La gente se empieza a apelotonar; estamos en quinta fila o una cosa así. Luego, descanso; la gente se va. Sale Charli XCX. Ni dios canta sus canciones a pesar de que ella nos invita, y pone cara de extrañeza mientras abre los brazos y sólo un puñado de personas consiguen sacar de su boca sus letras, y descubro que, para haber trabajado con tanta gente, o no gusta o la conocen muy pocos. Sólo nos motivamos con Boom Clap y I Don’t Care I love it, gritamos “power, power” cuando ella grita “pussy pussy” después de ordenárnoslo… y se va casi como llegó. Salen otros dos artistas; los negros que se habían ido mientras actuaba Charli vuelven y cantan sus canciones a voz en grito; yo sólo me sé un par de Clean Bandit, pero poco importa.
A continuación, en teoría, sale Jessie. Pero lo hace con casi 40 minutos de retraso después de los abucheos de la gente, que no da un duro porque salga ya (tal y como me dice la amiga de una chica clavada a Kirsten Durst). Por fin, Jessie sale se sienta en un trono (“sólo pedí una silla y me dan esto”, asegura ella) y arranca a cantar. Yo canto los estribillos mientras Jose canta las canciones enteras, los coros, las baterías y la guitarra; todo eso mientras graba, y yo me pregunto cómo alguien puede hacer tantas cosas a la vez en un día tan soleado (por cierto, mientras escribo esto me está pelando la frente, así que Jose, si estás leyendo esto, tenías razón, me he quemado ¬n¬). Son las 7 de la tarde, la hora exacta en la que tiene que cantar Nicki… y suena Bang Bang. Le doy una hostia a Jose en el brazo mientras él se tapa la boca con la mano y le grito “seguro que ha llegado tarde a posta, y saca a Nicki ahora”, y, cuando llega la parte de su rap, Jessie brama: “¡damas y caballeros, NICKI MINAJ!” y el Wireless explota, y mis cuerdas vocales y pulmones con él, literalmente, de euforia. Pero, claro, esa Nicki Minaj es la del verano pasado, está encerrada en un disco y ni siquiera tiene cara. Jose y yo nos miramos, gritamos “será hija de puta”, y rapeamos a todo lo que nos da la voz. No recuerdo haber rapeado mejor esos versos en mi vida, y seguramente no lo volveré a hacer; seguro que es la adrenalina.
Pero entonces empieza la pesadilla: cuando Jessie abandona el escenario, una oleada de gente llega desde atrás, y nos empieza a empujar intentando llegar a las primeras filas. Me empujan contra un montón de gente, casi me caigo varias veces, así que por fin salimos del mogollón, renunciando a nuestra preciosa tercera fila y echando a perder las 6 horas de pie por las que mi rodilla chillaba de dolor. Salimos afuera, buscamos agua, y volvemos para colocarnos en las puertas: después de que nos anuncien que han perdido contacto con Nicki después de saber que se dirigía hacia aquí, nos quedamos sentados hasta que sale David Guetta. Es entonces cuando nos levantamos, nos acercamos a las vallas, y Jose dice que a las 9 y 20 nos vamos si ella no sale, pero yo me niego: él ha visto a Jessie y yo no he visto a Nicki, y aunque he escuchado Bang Bang, sé que no me perdonaré nunca el haberme marchado sin que termine el festival y haber agotado mis posibilidades de verla.
Y menos mal, porque en la última canción, Hey mama, sale ella. Y si el Wireless casi explota cuando Jessie la anunció, ahora, directamente, implosiona lo menos 47 veces. Nicki sonríe y grita: “is da uk in da madafucking building?” y todo el mundo grita. Y ella lo repite como si nadie hubiera contestado: “i said IS THE UK IN DA MADAFUCKIN BUILDIN!!!!!!????” y estoy segura de que Isabel II de Inglaterra está gritando también desde Buckingham palace: Reino Unido tiene ahora dos reinas.
Empieza con Feeling myself, en la que yo hago los mismos movimientos que en el vídeo para delicia de las negras que tengo al lado, que dan palmas cuando sacudo mi culo de blanca que intenta moverse como negra; luego cambia a Only, rapea un poco de Monster y empieza The night is still Young. Le cambio el primer verso a “Myx Moscato ERIKA Imma myx it”, porque no he pagado las entradas para quedarme con ganas de hacer cosas, y ella alza la mano cuando dice “so make sure the stars is what you aim for”, y yo miro en dirección a lo que señala su mano en las grandes pantallas… y hay una estrella exactamente donde apuntaría su dedo corazón. Y el primer “minajesty” de la noche se me pasa por la cabeza.
Pero detiene la canción en el segundo estribillo, sólo para pedir perdón por llegar tarde “por culpa del puto tiempo” (sí, ya), y nos da las gracias por estar ahí, nos dice que nos quiere y que aprecia el esfuerzo que hemos tenido que hacer para poder estar allí. Ahí decido que no hay una puta ama más grande que ella mientras el aire se llena de gritos de “queen” “queen Nicki” “queen of rap” “i love you” “da boss” y “Minajesty”, a los que yo tengo que unirme. La gente aplaude y se vuelve loca, y yo siento que me está hablando directamente a mí: “gracias por quedarte, gracias por las horas de pie, gracias por la sed, gracias por pasar hambre, gracias por recorrer en avión el doble de distancia que tiene de largo tu país por venir a verme”. Y yo me doy cuenta de que no se la puede querer más, de que es única en su especie y de la suerte que tengo de poder decir que, por una vez, Nicki, como One Direction, no son píxeles, sino células, por muy pequeñitas que las haya visto.
Y sigue adelante después de pedirnos que gritemos por nosotros, con Anaconda. Y vuelvo a mover el culo como si hubiera nacido negra y me fuera imposible quemarme por culpa del sol, y las negras de al lado me miran de vez en cuando porque soy graciosa bailando, y sigue con Superbass, para cambiar un verso y decir “you know i really got a thing for English boys”, pero nadie parece darse cuenta porque nadie chilla; los italianos que tuve al lado y nosotros no somos los únicos extranjeros en el Wireless. Y finalmente acaba con Starships, con el que salta todo el mundo, yo incluida porque para eso llevo un top de deportes, y finalmente lanza un beso, grita un “peace out”, y los ñus del Rey León toman posesión de nuestro cuerpo y todos salimos en masa en dirección a los metros, no sin antes echar un último vistazo a un escenario más parecido a un trono que a otra cosa.
Llegamos al hotel muertos de cansancio: cogemos una hamburguesa y un helado en el McDonalds y nos sentamos en la terraza, para decirnos el uno al otro que el concierto y el estar allí cenando nos está prestando por la vida [lo que quiere decir, por si no has tenido la suerte de nacer en esta bella tierra mía que es Asturias, quiere decir que estamos disfrutando, o más que disfrutando, porque nuestro “prestar” tiene una fuerza que “disfrutar” no].

Y llega el día en el que vamos de compras: primero nos dirigimos a Kings Cross por exigencias mías, ya que Jose no ha visto las películas de Harry Potter (mal) y por tanto no tiene ni idea de qué hablo cuando protesto de que en las pelis sacan la parte delantera de Kings Cross, pero la lateral de St. Pancras. Nos metemos en Kings Cross y yo busco la tienda de Harry Potter, recordando las instrucciones mi amiga Cris para encontrarla… y allí está, o al menos la pared con el andén 9 ¾, que tiene una cola kilométrica y a la que Jose observa sin poder creérselo. “No querrás hacerte una foto, ¿eh?” “Quería, pero ni de coña hago esa cola”. Me acerco discretamente a una esquina, le hago una foto a la pared con medio carrito fuera, y nos metemos en la tienda para llevarme la decepción de mi vida: una estantería, una estantería nada más para Harry Potter. No compro nada y nos vamos de allí, en dirección a St Pancras y la Biblioteca. Nos encontramos un edificio precioso que creemos que es la biblioteca, pero luego, mirando el mapa, descubrimos que sigue siendo St. Pancras. La biblioteca es un edificio situado al lado, hecho de ladrillo, feo como él solo, idéntico a mi putísima facultad.  Me pongo de muy mala hostia y me voy sin hacerle fotos.
Volvemos al metro y, después de que Jose se encuentre con una amiga (joder, fíjate si es casualidad, deberíamos haber comprado la lotería o algo) que nos cuenta qué tal fue su experiencia en todo el Wireless, nos metemos en un tren rumbo a Westminster. Nos bajamos y, si no andamos con cuidado, chocamos con el Big Ben. Nos hacemos unas fotos, paseamos, llegamos a una plaza en la que están representados los 4 poderes que gobiernan Inglaterra (legislativo, ejecutivo, judicial, y eclesiástico), y nos dirigimos a los jardines de la reina para comer como hicimos en el viaje a Canterbury años atrás. Hacemos panorámicas, yo casi me como a una señora (de hecho lo hice, pero solté el “sorry” que lleva todo el mundo en la boca en ese país, puse cara de tristeza y me fui al igual que ella), un pelícano nos intenta mojar sin éxito, empieza a llover, o mejor dicho a orbayar [=lloviznar], lo justo y necesario para que guarde la cámara, el móvil, y saque la chaqueta. Y entonces, para, y vamos a Buckingham Palace, donde no empleamos 45 minutos en ver cómo sale una furgoneta con el correo (cosa que hicimos en el viaje de Canterbury), para seguir nuestro camino en dirección a Covent Garden. Que, por cierto, ya no tiene tiendas de ropa, de modo que vamos a Candem (a donde, en un principio, yo no quería ir), y en el que finalmente acabo gastándome como dos millones de euros (aproximadamente 1,7 millones de libras). Después de cargar como un animal con las compras, volvemos al hotel y preparamos la maleta. Y, ¡sorpresa! La maleta cierra, de modo que no voy a tener que dejar mi inversión tirada en el aeropuerto o en el hotel.
Esos somos yo y mi culo sexy.

Después de nuestra última noche en el hotel, bajamos a desayunar y dejamos las maletas en la misma sala, y a mí me da la impresión de que no vamos a volver a verlas y mejor me despido de ellas y les digo que ha sido un placer compartir esos pocos días con ellas. Nos metemos en el metro y vamos hacia la Torre de Londres y el Tower Bridge (habíamos pensado en ir el día anterior caminando desde Westminster, pero no habíamos mirado el mapa y nos pareció que caminar la distancia de 5 paradas de metro era un poco exagerado). Después de cruzar el puente y hacer varias fotos de la Torre de Londres con los edificios modernos de fondo, entre los que tengo que hacer mención al que tiene forma de bala y que sale en el vídeo de With Ur Love de Cher, volvemos a meternos en el metro en dirección al Museo Británico. Allí nos dedicamos a dar vueltas sin rumbo fijo, yo haciendo fotos y Jose pululando detrás de mí, deseando en silencio que deje de hacer el subnormal porque seguramente todo esté publicado en la web, hasta que nos dirigimos por fin a las salas de Grecia, Roma y Egipto, no sin antes hacerle una foto a un moái y asegurar que la voy a subir a Instagram acompañada del emoji correspondiente (cosa que todavía no he hecho). Vamos de un lado para otro buscando a Tutankamón porque estoy empeñada en que está ahí (update: está en El Cairo, o sea, en Egipto, o sea, en ÁFRICA), para terminar desistiendo y saliendo de allí por el mismo sitio por el que entramos, pasando al lado del guardia que nos preguntó si éramos novios y por qué llevaba yo las cosas de las dos (“porque soy su esclava”, le contesté). Y, después de comer en el parque de al lado del museo, nos metemos una penúltima vez en el metro y nos dirigimos hacia el Museo de historia natural, al que nos tiene que ayudar una inglesa a llegar.

Entramos a lo grande, con el esqueleto de un dinosaurio recibiéndonos y, después de dar vueltas sin un rumbo fijo, finalmente encontramos unos paneles en los que informaban de las zonas del museo (verde, roja, naranja y azul) y de lo que hay en cada zona. Seguimos las flechas, porque no vamos a pagar 1 libra por un triste mapa, hasta la sala de los dinosaurios, y BOOM, Erika se vuelve súper loca haciendo fotos y mirándolo todo. Hasta que encuentro un Tiranosaurio, y ya no puedo contener los grititos internos y suelto una exclamación (algo que rima con “cocer”), y me dispongo a sacar la cámara para grabar al animal, que siempre creí que sería más grande de lo que en realidad había allí representado. Y sí, he dicho grabar, porque el Tiranosaurio/Margarita resulta ser una criatura mecánica que mueve la cabeza, las manitas y las fauces, y parpadea y ruge mientras finge mirarte.
Después de eso nos metemos en la sala de los mamíferos, en la que te puedes encontrar todo tipo de animales: desde zorros hasta ballenas, pasando por elefantes, leopardos y manatíes. Después, le toca el turno a la sala de los invertebrados y los peces, en las cuales hay un calamar gigante que me recuerda al de Hogwarts (siempre hay referencias a Harry Potter si sabes verlas). Tras eso, le toca el turno al Darwin Center, que prometía más de lo que da: creíamos que íbamos a ver cientos de mariposas y demás insectos, libres y volando, y sólo hay vitrinas y vitrinas que se extienden alrededor de 7 pisos desde lo que, en teoría, hay unas vistas geniales (lo cual podría ser verdad si no hubiese árboles tapándolo todo). Decepcionados, decidimos agotar la zona azul metiéndonos en la sala de la biología humana, en la que probamos todas las atracciones y de la que salimos justo cuando están cerrando el museo: nos lo estábamos pasando tan bien que ni siquiera nos enteramos de que habían avisado de que se cerraba. Salimos de allí y nos dirigimos al norte, vamos a cruzar Hyde Park para recoger las maletas y dirigirnos a la estación de autobuses.
Pero la salida del metro está en otro sitio, y tardamos casi media hora en encontrar la estación. Después de comprar para comer, nos sentamos en una escultura que parece más un banco, y nos echan a la media hora; decidimos entonces irnos a unas escaleras, porque se conoce que los ingleses son gente seria y no se sientan, con lo que conseguimos que nos vuelvan a echar a los quince minutos o una cosa así. Entonces, decidimos ir a cenar, acabando en un restaurante decorado como los típicos americanos de los años 70/80, en el que tomo el perrito caliente que siempre acabo devorando cuando voy al extranjero.
Volvemos a la parada del bus, nos encontramos con dos asturianos, y ya no nos separamos de ellos hasta el avión. Antes de entrar en la terminal, yo abro la maleta para sacar la cámara y poder llevarla en la mano para presentarla, con la suerte de que la maleta vuelve a tener su momento de rebeldía y me hace perder 20 minutos de mi vida luchando desesperadamente por cerrarla, con todo el aeropuerto mirándome porque no tengo vergüenza por montar semejante escándalo a las dos de la madrugada. Finalmente, el asturiano que nos acompaña consigue cerrarme la maleta, y abren el control para entrar a la terminal, con la suerte de que la bandeja con nuestras cosas pita (será por los kilos de cocaína que metí en la funda del móvil, mmm), y tenemos que esperar a que se aseguren de que a) no somos terroristas y b) no somos camellos. Después vamos hacia la sala de espera, que es inmensa, y nos pasamos allí 3 horas y media, hasta que finalmente nos indican la puerta a la que tenemos que ir, de forma que vamos corriendo.

Ya en el avión, nos separamos definitivamente de nuestros compañeros asturianos y vamos a nuestros asientos. Un borracho que no sabe dónde se tiene que sentar nos entretiene cuando le contesta mal a una azafata, luego ésta lo manda a su sitio, para que luego venga otra a por él y le amenace con echarlo; se tiene que levantar un amigo de éste para convencer a la tripulación de que se comportará. Finalmente despegamos, con el señor a bordo, y yo voy dando cabezaditas sin descansar realmente.
Cuando por fin aterrizamos, después de que los chiquillos que van de viaje de estudios de detrás chillen que les encanta España nada más ver las fábricas de Avilés (¡las fábricas de Avilés! ¿qué coño tendrán de bonito las fábricas de Avilés?) y suelten que gracias a Dios no hemos chocado con los Alpes (ole ahí, los Alpes), finalmente bajamos del avión, enseñamos el pasaporte (se ve que ahora soy británica y necesito enseñar el pasaporte para entrar en mi puñetero país), y Jose y yo nos despedimos con un “taluego”, porque a buen entendedor pocas palabras bastan.
Llego a casa a las 11 y me echo a dormir. No me despertaré hasta las 6 y media; me iré a la cama de nuevo a las 12 y dormiré hasta las 10 y media. El resto, bueno, es historia que se está escribiendo aún.

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