Ni siquiera sé cómo empezar esto. No es que lo vayas a
leer nunca; al fin y al cabo, no sabías leer. Al fin y al cabo, ya no estás. Ahora
no eres más que polvo de estrellas, pero hasta la partícula más minúscula de
todo el Universo no deja de serlo, con lo que eso no es para nada despreciable.
“Estamos hechos de polvo de estrellas”, como dicen, ¿no?
Jamás podría expresar por palabras lo que pasé la madrugada
del 6 de febrero, y a lo largo de todo el día siguiente. Ahora ya estoy un poco
mejor. Por fin he podido entender que no es un adiós de nuestras formas, pero
no uno de nuestros átomos. Seguiremos encontrándonos cuando yo no sea más que
un recuerdo también, y ése es mi mayor consuelo. Que sigues conmigo,
rodeándome, animándome como lo hacías sin siquiera pretenderlo, a pesar de que
yo ya no pueda volver a tocarte.
Supongo que es por eso por lo que no quiero que mamá y
papá tiren tus cosas. Sé que es una tontería, pero me alegra saber que en ese
cajón está tu collar, que en aquella alacena están los platos en los que
comías. Confieso que ahora, más que nunca, le tengo miedo a perder la memoria:
te estaría perdiendo a ti. Y, aunque seas una parte de mí, me duele más el
hecho de perderte que de perderme. Es por eso que quiero que nos quedemos con
tu camita, o que Ivan no se lleve al pueblo de Merche las cosas que usabas. Quiero
poder verlas, de vez en cuando. Acordarme de que una vez viví un sueño de
verdad. De que tuve suerte.
Y de que me tuve que despertar a las 4 y 12 de la
madrugada de una vez por todas. De cómo me arrodillé delante de ti en el sofá,
cómo te cerré los ojos porque los tenías un poquito entreabiertos, cómo te
acaricié el lomo como tanto te gustaba y te di un beso en el hocico, como te
dejabas siempre porque me gustaba más a mí que a ti.
Te trajo papá en brazos a casa, apenas eras una bolita de
pelo a la que le costaba horrores pasar a la terraza porque tu barriga daba con
el escalón. Ahora que lo pienso, es natural que fuera él quien te envolviera en
una manta y te sacara de casa, exactamente igual que te metió.
Has vivido bien, mi amor. Has conseguido que sonriéramos cuando
llegaste y que llorásemos cuando te fuiste. Has sido por el que más he llorado,
y no me avergüenza decirlo: las lágrimas derramadas por las cosas puras que se
van están hechas del néctar de los dioses. No son un desperdicio.
Todavía me asoman en los ojos, y sé por qué son. Por
todas las cosas que me hiciste vivir, porque verte llegar por primera vez a
casa en brazos de papá fue la imagen más bonita que mis ojos captarán jamás. Sigo
sin querer tener hijos, por cierto. Espero que no te parezca mal.
Y tú sigues sin hijos. Y a mí me sigue pareciendo mal.
Prometo no olvidar todo lo que pasamos juntos, las veces
que me hiciste sonreír, y las veces que me hiciste preocuparme. Preocuparme,
como cuando se te atragantó el hueso de filete, y tuve que meter la mano para
sacártelo (me habría dado algo si te me hubieras muerto con sólo 6 meses). Preocuparme,
como cuando vomitabas, hasta el punto de que a mí también empezaban a darme
arcadas.
Pero, gracias a los dioses, me preocupaste una vez por
cada 100 mil veces que me hiciste sonreír.
Cuando llegaste a casa y te dio por tirar de las cortinas
y morder el cable del home cinema. Se ve que te gustaba el dorado.
Como cuando estaban echando un documental de osos en la
tele, y cuando uno salió de plano, tú te bajaste del sofá y miraste detrás de
ésta, para ver dónde se había metido.
Como cuando brincabas y chillabas como loco en cuanto
alguien decía “pelotas”. Sabías que era de jugar.
Como cuando te
daban las venadas, y corrías por todo el prado a una velocidad que asustaba.
Cuando Ivan llegaba a casa y te volvías loco; sabías que
significaba que nos íbamos a Aces.
Cuando vinieron los amigos de tío, y te pasaste la tarde
entera jugando con ellos, o cuando vinieron mis primos y se quedaron alucinados
con cómo encontrabas las pelotas que habíamos perdido a base de rastrear.
Cuando eras pequeño, y en cuanto estirábamos una mano en
tu dirección ya empezabas a mover las patas traseras. Mamá decía que tendríamos
que llevarte al metro para que tocarasla guitarra con ellas, y consiguieras
unos ahorros.
Cuando te dábamos de comer, y te emocionabas demasiado y
nos hacías daño con los dientes, y te lo decíamos, y la próxima vez lo cogías
más despacio.
Cuando no te dejábamos coger los palitos de los dientes,
y tú te quedabas sentado esperando a que te dijéramos “venga, cógelos”, y dabas
un brinco y salías corriendo al jardín.
Cuando te volvías literalmente loco al escuchar “¿quieres
comer?” o “¿vamos a dar una vuelta?”, justo después de girar la cabeza en una y
otra dirección.
Cuando ponías cara de pena, sentado delante de mí cuando
yo estaba en el sofá, para que yo me levantara y te hiciera un sitio.
Cuando no nos dejabas escuchar el timbre porque te ponías
a ladrar como loco, o cuando tú eras el timbre, y ya empezabas a saludar a mamá
cuando volvía de trabajar incluso antes de que ella abriese la puerta del
ascensor.
Cuando te daba por rebozarte en el prado, y decíamos que
estabas “ganando la cebada”.
Cuando te sentabas a la puerta de casa a esperar a que
papá volviese del tren.
Cuando eras el único que bajaba corriendo la cuesta hacia
el apeadero para ir a buscarme, o cuando te asomabas a mirar la veiga como si
estuvieras protagonizando El Rey León.
Cuando te ponías boca arriba, y parecías una personita
peluda, durmiendo en el sofá.
Cuando les ladrabas a los cangrejos que íbamos a comer,
porque era evidente que eran siervos del diablo y había que echarlos de casa.
Cuando te agobiabas porque no dejábamos de achucharte. Tienes
que entenderlo, toda tu vida fuiste más suave que un peluche.
Cuando me mirabas y yo decía “Qué guapo es este perro”, o
la retahíla de adjetivos que me inspiraban tus ojos. Lindo. Listo. Bellísimo.
O cómo te llamaba. Noblesín. Napia. Pequeñito. Chiquitín.
A pesar de que, puesto de pie, fueras tan alto como yo.
Cuando subías en tu primer invierno a mi cama, y te
acurrucabas a mis pies, y yo apenas podía moverme y casi no descansaba. Pero no
importa, me hacía ilusión.
El primer día que pasaste en casa, cuando te metí debajo
de las sábanas y tú te quedaste dormido en dos segundos (y dormías bien,
créeme, Ivan decía que entrabas en K.O.). Y te tuve que bajar porque me daba
muchísimo miedo aplastarte.
Cuando Ivan y yo hicimos que te subieras a la mesa de
Aces, y empezaste a ladrar desde allí al llegar mamá y papá.
Cuando fuimos por
primera vez a Aces, y te dijimos que nada de salir de la finca, y te dimos una
balón de baloncesto, y cuando la pelota
se fue al camino, tú te quedaste sentado, esperando, bien por permiso, o bien
por que alguien fuera a devolvértela.
Cuando huías, todo ofendido, cuando intentaba hacernos
una selfie. Hijo, qué quieres. Podríamos haber conseguido más que con la de los
Oscar.
Cuando vimos los Oscar juntos. Mis primeros Oscar, y los
únicos que tendremos los dos. Y tú te fuiste ofendido cuando ganó Patricia
Arquette, justo la que yo no quería que ganase, porque no la conocía.
Me hacías sonreír con tu alegría cuando llegábamos de
viaje, corriendo de un lado para otro, ladrando para asegurarse de que todo el
mundo supiera que volvíamos a estar todos juntos. Parecía que hubieran pasado 5
años, y no una semana.
Cómo correteabas para que te sacásemos, o te diésemos de
comer, y cómo te sentabas en cuanto alguien empezaba a prepararte la cena.
Tus giros de cabeza, a un lado a otro, cuando alguien te
hablaba.
Cuando guiñabas un ojo. Estoy convencida de que lo hacías
a posta, aunque quisieras fingir que no.
Aquella vez que te dije “no puedo tirarte el palo, Noble.
Está muy lejos”. Y tú lo cogiste y me lo pusiste al lado de la mano.
Cuando ibas a coger las naranjas, y nos las dejabas a la
puerta de casa, hasta que mamá se daba cuenta y te reñía, y tú entonces corrías
al jardín otra vez con las orejas orientadas hacia atrás. Cuando estábamos
sentados y nos las dejabas en las piernas para que te la tirásemos.
Cuando me protegías y te ponías entre alguien a quien no
conocíamos y yo.
Cuando te ponías celoso porque acariciaba a otro perro y
venías todo ofendido a reclamar mis atenciones, como diciendo “ella es mía,
búscate a otra humana”.
Cuando eras el primero en darme un beso de buenos días,
porque corrías a mi habitación en cuanto sonaba el despertador.
Cuando llorabas de felicidad y te metías entre mis piernas
cuando llegaba del instituto, o la universidad.
Cuando íbamos de excursión, y corrías por la veiga, o te
metías en el río y no había quien te sacara. Dios, hace ya dos años que no
vamos al río.
Cuando tirabas la comida que te daba mamá, porque no te
fiabas de que no hubiera una pastilla escondida entre las dos rosquillas. Y luego,
después de que rodasen, ya recuperabas la confianza.
Aquella vez en que, estando con Ivan en un rally, un amigo suyo te ofreció un trozo de empanada, y tú cogiste el resto de aquella porque, ¿quién se puede conformar con un trocito nada más, pudiendo tenerla entera?
Cuando teníamos que darle la vuelta al cubo de la basura, porque, contra todo pronóstico, te encantaba el marisco (va a ser verdad eso de que los perros se parecen a sus dueños), y no te importaba meter la cabeza entera en el cubo para darte un manjar.
Cuando no sabías si salir de paseo o quedarte en casa para comer las sobras del pollo asado que sabías que te esperaban. Jamás podré volver a comer pollo sin que se me rompa un poquito el corazón.
Cuando te acordabas de buelita, e ibas a su habitación
cuando hablábamos de ella, a pesar de que la viste muy poco, y la última vez,
en el hospital, cuando tenías 5 meses.
Cómo corrías detrás del panadero, y le ladrabas, y dabas
vueltas y vueltas por la finca porque no podías salir a morderlo. Bueno, a
morderlo no, pero tú ya me entiendes.
Por cierto, ahora a papá también le cae mal. Tú y yo
siempre fuimos los sabios.
Cuando era verano y te dábamos los restos de helado, y
luego, un heladito entero para ti solo. Era irresponsable, vale, pero era
graciosísimo verte comer, la cara que ponías, lo despacio que lo hacías para
que no se rompiera.
Cuando me cogías las zapatillas, y me enseñabas que las
tenías, y luego salías corriendo, y parecía que tuviéramos un caballo garañón
en casa más que un pastor alemán precioso.
Cuando te dábamos las botellas de agua para que salieras
a destrozarlas porque te encantaba el ruido que hacían.
Cuando subías en las noches de tormenta, temblando, y te
tumbabas entre la cama de mamá y la mía y nos dormíamos acariciándote.
Cuando subías corriendo al coche, no fuera a ser que te
dejábamos allí.
Cuando huías del aparato de medir la fuerza pulmonar de
buelita, como si te fuera a hacer algo, pero luego, curiosamente, sólo la
dejabas a ella cogerte en brazos.
Cómo te ofendía que te cogieran en brazos.
O cuando te quedabas con papá en el pueblo y mamá y yo
veníamos a Avilés, y hablábamos por Skype, y tú mirabas detrás de la pantalla
del ordenador, a ver por qué nos veías y nos oías, pero no podías olernos ni
tocarnos.
Creo que todavía te oigo en el viento, tus uñitas
rascando el azulejo cuando te levantas. Entrando a casa corriendo, porque están
tirando voladores, y a ti eso no te gusta.
Arrancando naranjas del árbol, para que alguien juegue
contigo.
Paseando por la acera de la que vienes a casa, para
comprobar que estamos todos, y volver a salir.
Suspirando en medio de la noche, porque qué vida más
atareada llevas. O bostezando en pleno día, porque para nada duermes 20 horas
de 24.
Hicimos tantas cosas juntos, y todas las que nos quedaban
por hacer. Me duele en el alma haber pensado este mismo viernes “el próximo fin
de semana, lo grabo mientras corre por aquí”. Parece mentira que no hace ni un
año que escribiera una entrada para tu cumpleaños, diciendo que estabas “en la
mitad de tu vida”. Jamás una equivocación mía me había dolido tanto, y jamás
posponer algo ha estado tan mal. Todas las fotos que tengo tuyas me parecen
pocas; los vídeos, son una miseria.
Pero lo único que lamento realmente es no haberte llevado
a ver el mar.
Tú me has enseñado lo que es querer de verdad. Lo que es tener ganas de llegar a casa, porque sabes que hay alguien esperándote con impaciencia.
Y no puedo estarte mas agradecida.
Ojalá fuera cristiana para pensar que sigues vivo en algún sitio. Te quiero mucho mi Noblesín, gracias por estos casi 7 años que nos has dado. Siento no haber estado a tu lado mientras te apagabas, ni haber podido llorar la última vez que te acaricié, ya sin que tú te enteraras, pero ten por seguro que yo nunca, JAMÁS, voy a olvidarte.
Eres y seguirás siendo la luz de mis días, pequeño. Ahora eres otra vez polvo de estrellas; una razón más para adorar a las constelaciones.
Te adoro. Te quiero. Gracias por todo. Ahora nos toca estar un ratito separados, pero no pasa nada. Te haré estar orgulloso.
Como yo lo estoy de ti. ❤