Les gusta ser públicos.
Pero más les gusta lo privado.
Pasear de la mano por las alfombras rojas es un
privilegio ganado a pulso, pero cuando la alfombra es la de casa, blanca, o
cuando ni siquiera es, y se permiten cogerse de la mano, se sienten como
dioses.
Les encanta verse trabajar en directo a cada uno. Echar un
vistazo entre bastidores, captar la atención del que está actuando, robarle una
sonrisa, conseguir que le invite a compartir escenario.
Pero no hay nada como la emoción del momento después de
que el último foco se apague, el último grito finalmente quede sumido en el
silencio, y los aplausos ya no son más que ecos en la distancia.
Qué apetecibles son las bocas después de cantar. Qué
apetecibles son los cuerpos cuando en
ellos aún late el calor del baile.
Es por eso que siempre se besan antes y después de cada
actuación. Les gusta comprobar la diferencia en su ser, que permanece
imperturbable y a la vez eternamente cambiante, igual que un río, cuyo curso no
suele variar, pero cuyas gotas de agua no son, jamás, las mismas.
Hay gente que son afluentes, pero ellos son el Nilo. Son fuertes;
una cultura entera está dedicada sólo a ellos. Y lo adoran.
Hoy, ha sido uno de esos días mágicos en los que dos
corrientes de agua se unen para desembocar juntas y engrandecer a un océano ya
de por sí enorme. Ella se lo recrimina, con una sonrisa en los labios cuya luz
le hace pensar a él que bien podría leer bajo ella.
-Desafinaste a posta.
Él se ríe, sonríe, y vuelve a probar el pintalabios de
cereza de ella. Habían llegado a un acuerdo, tiempo atrás, cuando el Nilo era
poco más que un reguero al que cualquier guijarro podía hacer peligrar. Si él
necesitaba apoyos, ella aparecería, igual que la Luna se pone delante de la
Tierra para recibir el impacto de un asteroide.
Y así había sido, y él no había podido dejar de perder la
noción del tiempo al verla volver dando brincos, los rizos agitándose con sus
movimientos, como un halo de esperanza chocolate, cobre y oro; la risa en la
boca, el cuerpo listo para más espectáculo aún, su piel tan descubierta en
aquella noche, tan sólo tapada por el sencillo pero glorioso vestuario
consistente en poco más que un sujetador y unas bragas negras, de cuero,
terminado en una falda que le aportaba más sensualidad.
-Somos dioses juntos, ¿o no lo recuerdas?
Claro que lo recuerda. Todos los días, al levantarse. Todas
las noches, al irse a la cama, y añadir a la “lista de cosas que haces antes de
dormir”, el darle un beso.
Se sienta en sus rodillas, se desliza hasta que los ojos
de ella están a la altura de los de él. Vuelve a saborear el éter de su boca;
en sus ojos hay una pregunta cuya respuesta conocen desde hace tiempo.
Empiezan a desnudarse, con la urgencia de quien va a
hacer el amor, disfrutando del susurro de la ropa deslizándose por los cuerpos.
Y piensan, “¿Qué he hecho yo para merecer tanta felicidad?”.
Y piensan, “¿cómo puedo hacer que dure para siempre?”.
Y saben que lucharán por hacer de lo interminable su
rutina, de la eternidad un voto.
Él juega con el colgante de ella, una pequeña estrella
colmada de diamantes colgada de una cadena tan fina que, con los mismos
movimientos del cuello de ella, podrían romperse.
Y la mira largo y tendido; él es Miguel Ángel, y ella, su
David. Sus manos recorren su cuerpo como el mejor orfebre crea el jarrón
perfecto.
El colgante no puede competir con sus ojos, a pesar de
ser lo único que lleva puesto.
Ella mueve suavemente las caderas; cada una de las
células de ambos se encoge de expectación. Cierran los ojos, se recorren la
cara con la yema de los dedos, susurran sus nombres que, curiosamente, son las
palabras más hermosas en labios del otro.
-Te voy a escribir un disco entero.
Ella sacude la cabeza, divertida.
-Estás loco.
-Eres arte visual. Haré que entres también por los oídos.
-Ya entro por los oídos-contesta ella, dulcemente. Lo besa
en la mejilla, se acerca a su oído, y le susurra exactamente lo que él quiere
oír.
Qué afortunado hay que ser para conseguir, siquiera,
imaginarse lo que ellos tienen. Dos galaxias que rotan alrededor de la otra
hasta acabar colisionando y formar un microcosmos, más grande que la suma de
las partes, que resplandece en el cielo nocturno con más fuerza que el sol.
Qué bueno es vivir, cuando puedes verlos cerrando los
ojos.
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