jueves, 5 de mayo de 2016

Layla.

¿Sorprendida, perra? Apuesto a que pensabas que habías visto lo último de mí.
¡Es broma! Aunque, si te soy sincera, yo también estoy sorprendida de haber vuelto tan pronto. Sí, sigue siendo mayo. No, no he dejado la universidad. Sí, estoy estudiando para mis exámenes. Lo cual no me implica de estar todo el puto día con ansiedad porque lo que quiero hacer es escribir. Pero, ¡aaaamiga! Llega la noche, y cuando antes me pasaba dos horas viendo películas, ahora tecleo como una loca.
No puedo prometerte regularidad, porque no sé cómo estaré de agobiada la semana que viene, cuando ya tendré hecho un examen. Quiero garantizarte el capítulo del día 11, que para algo ese día es sagrado, pero no sé si te puedo dar una garantía del 100%. Dejémosla en un 75.
Y para el resto... sé paciente. Y deséame suerte. Créeme, la voy a necesitar.
¡Ah, y otra cosa! ¡Sigue dejándome comentarios! ¡A d o r o saber qué es lo que piensas, mi pequeño melocotón aframbuesado!


               Termino de barrer la parte trasera de la tienda mientras mi relevo llega a ocupar mi sitio. Es una chica de primer año de universidad, que ha venido a Londres con la esperanza de participar en algún musical. Aunque sea de figurante, da lo mismo. El caso es probar la miel de los escenarios y, con un poco de suerte, fundar su propia colmena.
               Me sonríe con calidez mientras le paso la escoba, y por un momento la llego a envidiar. Van a tratarla mal, sí, probablemente, pero las caras de confundirán las unas con las otras, y podrá dormir bien por la noche. El agotamiento la ayudará. En cambio, yo…
               Me quito el delantal, lo levanto sobre mi cabeza, pronuncio el nombre de mi jefe para captar su atención, y lo dejo encima de la barra, ante sus ojos. Él asiente, muy serio, pero me dice que me divierta. No suelo pedirle los días libres, ni tampoco salir antes, pero la verdad es que hoy me apetece cambiar de aires. Dejar el aire viciado del centro y la atmósfera cargada de contaminación acústica para irme a las afueras, disfrutar del relativo silencio y lo puro de los barrios de los suburbios.
               No me sonríe porque le estoy haciendo perder dinero, pero me dice que me lo pase bien porque se alegra de que tenga vida más allá del bar. Lo cual no casa muy bien con sus intereses, pero tengo un algo especial que hace  que todo el mundo se sienta atraído por mí. El problema es que, después, no son capaces de abandonarme. Y yo no quiero ser la primera en tener que decir adiós. Lleva toda la carga de la palabra: sufres por ser el que tiene el poder de revocar la despedida, y por el sufrimiento que sabes que le estás causando a la otra persona.
               Cojo el metro, me lo pienso mejor y me bajo dos paradas antes de llegar a casa. Tal vez, si tardo lo suficiente, ya haya salido con sus amigos. Así podré comer algo, ducharme tranquila y elegir qué me pongo vestida sólo con una toalla.
               Las toallas son su perdición.
               Toda yo soy su perdición.
               Me lo recuerda cada vez que me mira, cada vez que nos encontramos, cada vez que me separa las piernas y me hace suya con fuerza. No puede controlarse porque soy preciosa. A pesar de que soy demasiado alta, parezco un espárrago, él me desea y me quiere de todas formas.
               Me deja marcas para recordármelo. Marcas en sitios en las que las puedo esconder, porque está mal visto que me marque, pero lo hace porque me quiere. Excepto cuando se pasa y me duele de verdad. Él, en realidad, no quiere hacerme daño. Me adora. Le hago perder el control, tanto en la cama como fuera de ella.
               El nudo en el estómago tarda un poco más en formárseme. En lugar de aparecer cuando doblo la esquina de mi edificio o al meter la llave en el portal, decide aparecer, por fin, cuando marco el número del piso dentro del ascensor. Es tarde, seguro que ya no está en casa.
               Si papá y mamá me vieran… iba a matar a mamá de un disgusto.
               Empujo la puerta despacio, sin hacer ruido. Soy una damisela en apuros que va a salir de su alcoba, a intentar escapar del castillo en el que la custodia un dragón.
               Tomo aire, lo suelto, y meto la llave en la puerta. La empujo despacio y escucho ruidos. Por favor, que se esté calzando para salir.
               -¿Nena? ¿Eres tú?
               ¿Quién iba a ser, si no? Sólo él y yo tenemos las llaves.
               El susurro de unos vaqueros al subirse. Se levanta de la silla de su escritorio y se me revuelven las tripas. Se estaba masturbando.
               Le gusta el porno con asiáticas. Aunque me asegura que más le gusto yo.

               En ocasiones como ésa, deseo que se vaya a Japón y alguna mafia lo coja como conejillo de indias para una nueva práctica de tortura. Una práctica que resulte letal, aunque, claro, eso no lo saben seguro hasta que la prueban en alguien.
               Una parte de mí se siente mal por desear ser una viuda feliz.
               Se acerca y me da un beso; todavía se le nota la erección en los pantalones. Se los sube un poco; tiene la costumbre de hacerlo prácticamente desnudo. Sólo se deja los calzoncillos, y todo porque yo una vez le planté cara y le dije que hiciera el favor. Esa silla a veces también la usaba yo para hacer trabajos.
               Tuvimos una bronca inmensa. Me tiró al suelo y me dio un par de patadas; estaba borracho y no sabía lo que hacía. O eso me decía a mí. Eso me decía yo también a mí misma; estaba borracho y no sabía lo que hacía.
               Nunca estaba sobrio.
               Nunca sabía lo que hacía.
               Estuve varios días después de nuestra “reconciliación” en los que me dolía a horrores sentarme. Tuve suerte: al menos fue en la época de prácticas, cuando nos tocaba dibujar los músculos que nos enseñaban los profesores en los cadáveres extraídos de la morgue de la universidad.
               Hasta él se dio cuenta de que se había pasado haciéndomelo fuerte. Cuando nos despertamos y había una mancha de sangre entre los dos, en lugar de comentar casi con asco “ya te ha venido la regla”, me preparó el desayuno. Y me lo trajo a la cama. Se esmeró más que de costumbre, y me besó y me pidió perdón y me aseguró que nunca, jamás, me lo volvería a hacer así. Me reprochó que no le hubiera dicho que me estaba haciendo daño.
               Si le reprochara cada vez que me hacía daño, llevaría medio año teniendo contacto sexual exclusivamente con su mano.
               -Por mí, no pares-susurro, dejando que me bese, y devolviéndole un poco el beso. Me acuerdo de cuando fuimos a París. Y no puedo evitar sonreír.
               Todavía no era un monstruo, o yo no lo consideraba tal, o por lo menos lo escondía, cuando pasamos una semana en Francia.
               Creo que era porque estábamos en Wolverhampton.
               Me devuelve la sonrisa, me acaricia entre las piernas (yo me estremezco, un poco de placer, un poco de rabia de permitir que me haga eso) y se dirige de vuelta al ordenador. Reanuda la reproducción, se la saca y empieza a frotarse. La chica grita como me apetecería gritarle a mí.
               -Ponte los cascos, Chris-bufo, él pone los ojos en blanco, pero asiente.
               Cierro la puerta de la cocina para no escuchar cómo mueve su mano, pero es inevitable oír su gemido cuando por fin acaba. Deja los cascos encima de la mesa y viene en mi busca.
               Menos mal que se había saciado después de que yo terminara aprisa y corriendo mi sándwich de atún.
               -¿Qué tal el día?
               -Bien. Hoy ha vuelto la ancianita del latté con espuma de oso. Su marido evoluciona bien.
               Una anciana menuda, de pelo blanco pero aun así voluminoso, llevaba varias semanas yendo a la cafetería con una puntualidad digna de un reloj suizo. Siempre se pedía lo mismo, y a poder ser, siempre se sentaba en la misma mesa. Lo único que variaba era el periódico que abría, que en ocasiones se convertía en una revista del corazón. Nunca de moda, nunca de cine. Del corazón.
               Iba porque su marido había caído enfermo y las enfermeras del hospital le pedían amablemente (o eso decía ella, tal cual veía a la gente que hacía Enfermería, no serían amables en toda su vida) que saliera fuera unos minutos. El primer día la tuvieron fuera una hora. El segundo, hora y diez minutos. Al tercero, decidió bajar y tomarse algo.
               -¿Te ha dicho qué tiene el hombre?
               -No me acuerdo.
               Sí que me acuerdo. Es del corazón. Arritmias, pero de las preocupantes. Especialmente en alguien de su edad. Me lo callo porque no me apetece darle detalles de la vida de esa señora. Con que conozca cada cosa que hago yo, es más que suficiente.
               -¿Te ha dejado propina?
               -Sí, cinco libras.
               En realidad son diez. Me gusta sentarme con ella y explicarle lo poco que he aprendido estos dos años de Medicina. Le ayuda mucho tener a alguien a quien no le importe explicarle las cosas un millón de veces, que no mire el reloj mientras habla con ella porque tiene pacientes que atender. Pacientes con cáncer, con alzhéimer, con párkinson. Pacientes por los que van a hacer muy poco, porque son ancianos, y si algo sobra en este planeta, son precisamente seres humanos.
               Le miento a mi novio porque se ha convertido en costumbre. No le digo que a veces lo odio, sino que le quiero. No le digo que estoy furiosa con él; le digo que son las hormonas, la píldora me las altera.
               No le digo que no quiero acostarme con él porque me repugna el simple hecho de pensar en tenerlo dentro; le digo que estoy cansada.
               -Poco a poco vas a ir juntando para ese coche que querías.
               -Sí-sonrío porque, por lo menos, le importa un poco el planeta. Me acaricia la mano. Noto cómo me observa los pechos. Por favor, que no se le endurezca otra vez-. Hoy es viernes, ¿recuerdas?
               -Sí-asiente vagamente-. Voy a ir con los chicos a la bolera.
               “La bolera” es como llama a ir de strippers. A follarse a otra tía que no soy yo. Al menos ella tiene la suerte de que se ponga condón. No puede  arriesgarse a dejar preñada a una vulgar fulana y que ella se plante en nuestra puerta como lo hizo Sherezade con Zayn (sólo que Sherezade no era ninguna vulgar fulana), obligándolo a encargarse del crío y a soportar la miríada de broncas que eso me daría derecho a echarle.
               Pero, claro, hasta lo que yo sé, él le tiene alergia al látex. Es mejor que yo tome la píldora; más efectiva, y me viene bien.
               Nos viene bien a los dos.
               Podemos follar donde sea sin preocuparnos de parar para protegernos.
               En el fondo, las tías con las que se enrolla me dan envidia. No llegan a sentir su piel. Yo sí.
               -¿Te acuerdas de que me invitó Eleanor a su casa? La cena es hoy-informo. Y me empequeñezco. A pesar de todo, me hago minúscula a su lado. Asiente vagamente.
               -Ah, sí; ya no me acordaba de que los habías visto el lunes. Eleanor Tomlinson y… ¿cómo se llamaba el otro? ¿Sky Malik?
               -Scott. Malik. Pero él no creo que esté.
               -Ya-asiente-. Tenían un hijo, ¿no? Los Tomlinson, digo.
               -Dos-corrijo, y me odio a mí misma. Dan es pequeño, no se merece que Chris ponga el ojo también en él.
               -¡Dos! No me habías dicho que eran dos.
               -Son cuatro.
               -¿Cómo se llama el segundo?
               -Daniel. Dan. Nadie lo llama Daniel, igual que a Tommy nadie lo llama Thomas.
               -¿Te parece guapo?
               -Tiene diez años.
               -Daniel, no; Thomas.
               -Es como mi hermano.
               -Cersei y Jaime Lannister eran hermanos. Eso no les impidió tener tres críos.
               -Esto no es una serie, Chris. En el caso de que quisiera a Tommy, lo haría como a un hermano.
               -¿Y él? Tú eres preciosa-ni siquiera me halaga el cumplido, porque no es un cumplido, sino una acusación-. ¿Qué opina él de ti?
               -Lo mismo.
               -Mejor, porque eres mía.
               Cuando empezamos a salir, me lo decía con dulzura. La primera vez que me masturbé pensando en nosotros, llegué al orgasmo imaginándomelo diciendo que yo era suya. Y ahora me presiona la piel como si de un moratón contra el que no paro de darme se tratara.
               -¿O no?-me levanta la cara. Lo hace con la mano izquierda. La que no está sucia. Asiento despacio.
               -Sí, Chris, soy tuya.
               Mis semanas se basan en darle la razón. Los fines de semana, en hacer como que estoy bien con él. Sí, Chris, soy tuya. Sí, Chris, el polvo ha estado muy bien. Sí, Chris, estoy agotada.
               No, mamá, de verdad que no me importa volver a Londres de noche. No, papá, no tengo mucho que estudiar, puedo quedarme un poco más en casa. No, Rob, por supuesto que te echo de menos.
               Me acaricia el costado; ojalá fuera un mutante y me aplastara las costillas contra el pulmón. Tendría una muerte horrible, ahogada en mi propia sangre, pero por lo menos conseguiría gritar lo suficiente como para que él se pudriera en la cárcel una temporada.
               -Tengo que ir preparándome-anucio, llevando el plato con las migas y el vaso intacto de agua al fregadero.
               -Ya lo friego yo.
               -Gracias.
               Por lo menos hace la comida y las tareas de la casa que nos habíamos repartido. Habíamos dejado las cosas claras al principio de nuestra convivencia: yo sólo podría encargarme del baño y de pasar la aspiradora. La comida y el resto tendrían que ir por su cuenta. Yo salgo de clase a las 4, y él tiene unos turnos de poco más de 6 horas que le permiten llegar a la 1 y tirarse a la bartola el resto del día.
               -¿Lay?
               Me vuelvo.
               -No se te ocurra acariciarte sin estar yo presente.
               Sonrío.
               -Claro que no.
               Llevo sin hacerlo desde que empezó a hacerme daño cuando nos acostamos. El sexo ha pasado de ser un premio a una especie de castigo que a veces consigo disfrutar, como cuando eres pequeño y te encierran en tu habitación sin tele, pero encuentras un libro para colorear. Mejor es ver la tele, pero peor es ponerte a mirar por la ventana.
               Echo el pestillo del baño y respiro tranquila. Me desnudo rápidamente, estiro el chándal de andar por casa en el toallero para que se caliente con la estufa y me meto en la ducha. Vuelvo a respirar tranquila al darme cuenta de que estoy  encerrada, yo sola.
               La única forma que tendría de entrar sería echando la puerta abajo.
               Conseguí rehuir el espejo cuando me introduje en la ducha, pero lavarte el pelo y enjabonarte mientras a la vez ignoras los cardenales que te convierten en una especie de dálmata bípedo es un poco más complicado. Me paso la esponja muy despacio por encima de ellos, engañándome a mí misma y haciéndome creer que desaparecen un poco gracias al jabón, como si fueran manchas de suciedad. En el fondo, lo son: manchas de la suciedad del alma de mi novio, el que nunca estaba sobrio y nunca sabía lo que hacía.
               El jabón sólo los oculta, como una capa de maquillaje; la que me había negado a llevar una vez que me dio en la cara. Sus amigos preguntaron por ello, y él se murió de vergüenza; la única vez que le daba vergüenza hacerme algo. Me preguntó si no podría tapármelo con maquillaje, y yo le respondí que mis habilidades con éste no llegaban a tanto, y que la próxima vez tendría que pegarme en un sitio que llevara oculto, no en un lugar que va al descubierto siempre.
               Había tomado buena nota de ello.
               Salgo de la ducha, abandonando lo reconfortante del agua ardiendo, y me miro en el espejo. A pesar de que mi piel brilla y de mi cuerpo bien cuidado, aunque no igual de proporcionado, tengo una pinta pésima. La sombra de unas ojeras en los ojos, el pelo pesado cayendo en picado por mi espalda… y los moratones.
               De todos los colores.
               Unos negros, los más recientes; otros, violáceos, los que están en la edad adulta, y los últimos, amarillentos, difuminándose por fin, pero que siguen doliendo.
               Y no olvidemos las marcas de los mordiscos en el pecho.
               Le encantan mis tetas.
               Desearía no tenerlas.
               Me paso la toalla por el pelo, estrujándomelo, y me pongo el chándal, que está calentito gracias a la estufa. Cuando me da por usar la cabeza, surgen ideas geniales. Me cepillo el pelo despacio y me lo hago a un lado. Dejaré que se seque para que se me manifiesten los rizos de mi familia paterna. Si me paso el secador, se me queda el pelo liso como en casa de mi madre.
               No me pongo sujetador, y eso será clave.
               Salgo del armario, le digo a Chris que ya he acabado, y me dirijo al armario. Saco un par de vestidos, otro par de jerséis y unos vaqueros.
               No puedo llevar la camisa que tenía pensada, porque me hace demasiado escote, y se me van a notar las marcas.
               Mientras me la pego al cuerpo y decido si me gusta cómo me queda, no sé por qué, me acuerdo de Scott. Cogiéndole la mano a Eleanor cuando cree que yo no los veo.
               Como si yo fuera gilipollas, o estuviera ciega, o no viera la forma en que él la mira. Ni siquiera Chris me miraba así cuando empezamos a salir. Ni siquiera papá y mamá se miraban así, y eso que no he conocido a dos personas más enamoradas la una de la otra.
                También me acuerdo de la sonrisa de Eleanor al sacar yo el top blanco de la bolsa. La mirada de media milésima de segundo que le dirigió a él. La sonrisa intentando ser imperceptible de él.
               Estoy segura de que ya se han acostado.
               Y estoy casi segura de que, cuando lo hacen, Scott también la muerde. Pero Scott nunca va a hacerla sangrar.
               Ella nunca va a tener que gritar de dolor.
               Tampoco se lo merece. Ella no es gilipollas. Se ha buscado uno bueno, no como yo.
               -¿Vas a llevar ese?
               Chris se ha materializado en la puerta como lo haría un mago en un torneo de Quidditch. Sacudo la cabeza.
               -Tiene mucho escote.
               -Estoy de acuerdo-asiente. Sólo él puede morderme, y sólo él puede contemplar mis mordiscos. Da un paso hacia mí.
               De repente, me doy cuenta de que no llevo puesto sostén. Y él también. Me observa el pecho con seriedad, y en sus ojos aparece algo que no me gusta un pelo.
               -Voy a bajar al centro comercial, a comprar una barra de labios. Se me ha acabado. ¿Quieres algo?
               Eres estúpida, Layla. Estúpida, estúpida, estúpida.
               Sonríe con la sonrisa del lobo feroz cuando le dice a Caperucita que sus dientes son para comerla mejor.
               -A ti.
               Se acerca hacia mí y reclama mi boca. Yo lo aparto despacio.
               -Venga, Chris, no tengo tiempo para esto, tengo que ir a comprar.
               -Yo iré a por ello.
               -No sabes qué-contengo un gemido cuando mete su mano por mi camiseta y me pellizca un pezón. Está muy sensible. Tiene la mano helada, y mi piel arde por la ducha de agua hirviendo- color… llevo.
               Su otra mano baja por mi cadera y me aprieta el culo. Tengo que hacer que pare antes de que empiece a empalmarse.
               -Deja ese absurdo trabajo tuyo. Tu ausencia me vuelve loco.
               Que yo no esté le vuelve loco a él, pero tener que estar en casa, dispuesta a que me monte cuando le apetece, me volvería loca a mí.
               -Necesitamos ahorrar.
               -Yo trabajaré-aparta la ropa de encima de la cama; la tira al suelo-. Haré doble turno. Espérame en casa. Espérame desnuda.
               -Cogeré frío.
               Se echa a reír. La verdad es que la contestación ha tenido gracia.
               -Chris, ahora no, no me apetece… estoy cansada.
               Me empuja suavemente hacia la cama. Me dejo caer, pero me escurro entre sus brazos. Se acerca hacia mí y me coge el elástico de los pantalones.
               -Eres tan preciosa.
               -Chris, de verdad, no me hace gracia esta actitud tuya. Estoy cansada-mis intentos de ponerme firme nunca funcionan, pero yo no voy a dejar de acudir a ellos. Tal vez algún día tenga suerte.
               -Vamos, nena. No te hagas la estrecha conmigo.
               Dale lo que quiere y te dejará en paz, empieza la voz de mi mente, la misma que me dice que me calle porque sabe que la hostia está al caer. La que me insta a cubrirme la cabeza con las manos cuando él me tira al suelo. La que hace que me muerda la lengua cuando tiene una botella de cerveza en la mano y varias, vacías, en el suelo.
               Pero no me da la puta gana dejarme hacer hoy. Me merezco un descanso. No he hecho nada malo. Sólo quiero estar tranquila.
               Lo empujo a un lado y él se lo toma como si me acabara de poner encima de él. Sonríe, termina de tirar de mis pantalones y se lanza hacia mi camiseta.
               -¡CHRIS! ¡EN SERIO! ¡QUE NO!
               Se detiene y me mira.
               -Tú a mí no me gritas. Me da igual quién sea tu padre.
               Otra vez. Ni que me presentara como Bond, James Bond. Payne, Layla Payne. Dios.
               -Estoy cansada-repetí, como si fuera sordo. En realidad, lo que es, es gilipollas. Y un cabrón.
               -No hace falta que te muevas; sólo déjate hacer.
               Me echo a reír, y aprovecha mi momento de debilidad para quitarme la camiseta. Bufo y le doy una bofetada.
               Y me suelta a mí otra.
               -Haz el favor de comportarte.
               Me arde la cara, pero llevo mi mano a las suyas y las aparto constantemente.
               Me gana la partida, porque es más fuerte que yo. También es más alto. El único más alto que yo de mi promoción en el instituto. Creo que fue por eso por lo que me fijé en él. O alguna de las causas principales.
               Me besa el vientre mientras me sujeta las manos. Me arden los ojos, pero no voy a consentir que me vea llorar. Que me preñe. Que me mate. Que me viole. Que me asfixie. Que me haga lo que quiera, pero ya estoy cansada de llorar por este hijo de puta.
               Aparto la vista cuando se quita los bóxer, me termina de desnudar a mí, y se frota un poco para asegurarse de que está lo suficientemente duro como para domarme. Me recorre un estremecimiento de anticipación. Él se lo toma como uno de pura excitación.
               Trago saliva; por favor, que acabe pronto, por favor, que acabe pronto. Cierro instintivamente las piernas, aun a sabiendas de que eso es peor. Me las separa con los brazos, aunque no abusa de fuerza. Está disfrutando.
               -Dios, nena, me la pones tan dura cuanto te resistes…
               Todo porque una vez habíamos jugado a hacer eso. Y yo había disfrutado, todo hay que decirlo. Pero ahora ya no jugamos, ahora estamos en la liga profesional, y esto acaba sucediendo cada semana. Incluso apostaría con mis amigas qué día iba a suceder, si me atreviera a contárselo. Sabían muchas cosas de lo que había en casa; por eso se ofrecían constantemente en planes que no les hacían ilusión.
               Me molesta muchísimo cuando entra en mí y empieza a embestirme como si me odiara (seguramente lo hacía en el fondo de su corazón, pues de lo contrario no me estaría haciendo esto), me besa, me muerde, hace lo que quiere con mi cuerpo mientras yo me quedo tendida, esperando. Repaso las lecciones que mejor me sé de memoria, la tabla de multiplicar del 12, los elementos químicos por el orden en que aparecían en la tabla, y luego alfabético.
               Se me retuerce el estómago cuando se derrama en mí. Cualquier día lo conseguirá. Cualquier día la píldora fallará. Yo me quedaré embarazada.
               Sólo espero tener los huevos que tuvo Erika cuando era más joven que yo y dar el último paso. Abrirme las muñecas y encerrarme en el baño. Eso sí, por favor, por favor, con más suerte que ella.
               Las endorfinas del sexo le impiden ver que yo no me he movido, que mi respiración se mantiene tranquila, que no estoy para nada excitada, por mucho que él diga que estoy súper húmeda (hecho aleatorio y muy divertido: el 99% del tiempo en que un chico nos dice que “estamos súper húmedas”, en realidad se debe a los flujos que produce nuestro cuerpo para impedir que las bacterias pasen más allá de donde tienen permitido; lo que nos diga, haga y produzca un chico tiene que ver bastantes menos veces de las que ellos se creen), que probablemente lo note dentro incluso pasada la media noche, cuando esté volviendo en metro a casa sin ningunas ganas de llegar y me encuentre sola en el vagón. Nadie coge mi línea, no en mi dirección. Soy un pez que nada hacia el mar en la época de desove; cuando todos los demás remontan el río y salvan cataratas, yo me dejo llevar por la corriente.
               -¿Lay?-reclama mi atención. Sus manos se vuelven dulces. Hasta un violador tiene las manos dulces si así lo desea-. ¿Has llegado?
               -Sí-miento, pero él sabe que no es así.
               -Podemos seguir hasta que llegues.
               No voy a llegar en mi puta vida contigo.
               Mejor dicho: no voy a llegar en mi puta vida. Por tu culpa.
               Hace dos semanas de que tomé conciencia de que me lleva violando sistemáticamente prácticamente desde que nos mudamos a Londres. Aunque no sé si podemos considerarlo una violación; a veces, yo también consigo disfrutar. A veces, yo también me corro. Y él me devora, literalmente, envalentonado porque he accedido a someterme un poco más.
               -No hace falta.
               -Dame un segundo-replica, sale de mí (¡dulce victoria!) y empieza a manosearme. Los ojos vuelven a arderme, pero no voy a llorar. Los cierro y me imagino que es el chico que se sienta en una esquina a tomar un café cortado, pero ponle una gotita de leche, ¿eh, guapa? Que coja el mismo color que tu pelo.
               Me imagino un centenar de caras. Todas me sonríen. Ninguna tiene la expresión lobuna de la que está realmente a mi lado. Encima de mí. Entre mis muslos. Besándome la cara interna de las rodillas.
               Me susurra cosas dulces, cosas que contrastan con lo que me está haciendo. Se lo agradezco, en el fondo se lo agradezco, porque el chico que se sienta en la esquina también me las diría. Me sonríe por encima de sus gafas cuando le llevo la taza, se las empuja un poco por encima de la nariz, se acaricia los rizos cortos, se las quita, se mesa un poco la barba negra, frunce el ceño y se acerca la taza a los labios.
               No sé cómo se llama, pero el último nombre que le pongo va a ser Chris.
               Y, sin embargo, es el que tengo que gritar cuando me lo imagino.
               Sus manos llegan a mi sexo. Ojalá sólo fueran ellas. Siento cómo vuelve a concentrarse encima de mí.
               Me imagino al chico siguiéndome al baño. Ahora toca saber si me lo va a hacer fuerte.
               No, me lo hace despacio.
               Me muerdo el labio y me lo imagino lo mejor que puedo mientras mi novio, el que siempre está borracho y nunca sabe lo que hace, vuelve a cebarse conmigo. Arqueo la espalda y él lo interpreta como que me está haciendo disfrutar. Así, en realidad, lo siento un poco menos.
               Me susurra que me quiere; me lo dice mientras sigue violándome despacio. No sólo violan en callejones oscuros de noche y te intentan echar la culpa porque eres una temeraria al llevar minifalda; también te violan en tu dormitorio, en tu propia cama, y se lavan las manos porque terminas corriéndote con ellos. Tu cuerpo es joven y te traiciona. El mío ya no, en ocasiones. También se está cansando. Toda yo está cansada.
               Lo suficiente como para no poder terminar con esto yo sola.
               Sigue manoseándome, me agarra de las caderas y se ayuda para empujarme. Yo gimo. Me está empezando a gustar. El chico del café es fuerte a pesar de su pinta intelectual. Busca mi boca y yo accedo a que nuestras lenguas se junten; no siento su barba a pesar de que es la típica que llevan los chicos de mi edad.
               Eso rompe la ilusión. Me echo a temblar y sé que tengo que jugármelo todo a una carta. Grito su nombre y doy una sacudida.
               Él gime y se detiene.
               Me acaricia el costado con el pulgar, subiendo hasta mi lengua. Se detiene en mis pechos antes, eso sí.
               -Te adoro, nena.
               El chico del bar no me llamaría nena jamás. No quiero que nadie vuelva a llamarme “nena”.
               Sale de mí, se pone los bóxers y se la guarda. Y yo puedo volver a mirarlo. A los ojos. Preguntándome cuándo empezaron a torcerse las cosas. En qué momento se convirtió en lo que es ahora, dejó de ser dulce para convertirse en este monstruo de las galletas que devora todo lo que tiene al alcance de la mano.
               -Nos vemos de noche, ¿quieres? Si vuelves pronto, llámame y paso a recogerte.
               Tengo la ligera sospecha de que, si algún día lo llamo, acabaré participando en una orgía cuyo objetivo principal seré exclusivamente yo.
               Me tapo con la sábana mientras termina de vestirse, me besa la frente y me acaricia mis larguísimas piernas. Antes me encantaban. Ahora ya no tanto; las maldice cada vez que las separa y se mete entre ellas.
               -Te quiero-dice, y menos mal que lo hace en inglés, porque si lo hiciera en la lengua de mi madre, no sabría decir si el objeto de esa oración soy yo, o el “exprimir hasta matarte” es algo implícito que tengo que deducir yo.
               Asiento, coge la chaqueta y se va cerrando la puerta suavemente. No le conviene dar un portazo. Yo me levanto y me dirijo al espejo del armario que se enfrenta a la cama. Recuerdo la primera vez que nos enrollamos allí, el morbo que me dio verme mientras me poseía.
               Si alguna vez me veo mientras está encima de mí, sé que me acabaré volviendo loca.
               Me paso las manos por el cuerpo, estudiando los estragos que ha hecho en mí. Sólo dos mordiscos nuevos. Tengo las piernas un poco adormecidas. Otro tanto los brazos. Las rodillas están ligeramente rojas.
               Me doy la vuelta y observo con muchísima atención la ligerísima curva de mi vientre. Quiero ser madre algún día. Quiero tener hijos, darles el pecho, criarlos, ver cómo crecen ante mis ojos y llorar la primera vez que vayan al colegio y se separen de mí, como mamá dice que lloró papá el día en que yo me puse mi mochila de las Bratz y fui con los demás niños.
               El problema es que hay que tener relaciones para ser madre. Y dudo bastante que nunca, jamás, pueda volver a acostarme con alguien después de todo el repudio que le estoy cogiendo al sexo “gracias a Chris”.
               Me acaricio despacio el vientre, imaginándome que se me abultan las entrañas por un niño que bajo ningún concepto puede ser de él. Me lo llevaré por delante si hace falta, pero no puedo poner a otro como él en el mundo.
               No me voy a poder acostar con nadie cuando lo deje.
               Si es que consigo dejarle, y no exploto antes, y él me termina matando.
               Me siento en el suelo. En una esquina de la habitación está tirado uno de sus cinturones. Pienso en el chico del café. En la anciana de los periódicos. Seguro que todos tienen alguien que les quiere. Seguro que ellos se merecen algo bueno.
               Yo, no. De lo contrario, no estaría pasando todo lo que estoy pasando. Todo ocurre por una razón. El karma existe.
               Lo noto en mi interior, formándose como un huracán a lo lejos, mar adentro. Y lo dejo fluir, rompo mi promesa por primera vez esa noche, y me echo a llorar por él. En un momento dado, me doy cuenta de que aún tengo su semilla dentro de mí.
               Un poquito se me escurre entre las piernas.
               Me incorporo de un brinco, me meto en la ducha, me baño una segunda vez, y, justo cuando pienso que lo he superado, me encuentro en la cocina, con una píldora en la mano. Ya he tomado una por la mañana.
               Pero no podemos arriesgarnos.
               Me la meto en la boca y me bebo un vaso de agua.


No creo que sea bueno acostumbrarse a tenerles envidia a todas y cada una de las personas que te rodean cuando vas de fiesta. Vale, sí, ese chico tiene un buen culo y, guau, qué voz más potente la de ésa del karaoke.
               Yo estoy empezando a hacerlo.
               Paso de largo una inmensa cola para entrar a una discoteca, una de las más pijas de la ciudad. Saco las llaves del coche del bolso y me meto dentro; todos ellos tienen la esperanza de irse a casa acompañados, y para mí eso es poco menos que una de mis mayores desgracias.
               Me vibra el móvil, yo miro las notificaciones sin desbloquearlo. Son las de la universidad, diciendo que van a estar por tal barrio, por si me quiero pasar. Claro que quiero, lo que no quiero es aguantar la movida que vendrá después, si es que finalmente me voy un rato con ellas. Dios me libre de llegar a casa después que él.
               No quiero pedirle días libres a mi jefe porque me tenga que quedar metida en la cama, escuchando unas disculpas que no valen nada, mientras me infla a bombones de chocolate y me asegura que eso no volverá a pasar. Hasta que a mí se me ocurra volver a salir de fiesta, al menos.
               Me alegro de haberme metido en el coche en cuanto lo arranco y me recibe con un ronroneo y el aire acondicionado puesto a todo lo que da. Me incorporo despacio a la circulación; salgo con tiempo de sobra. Doy un rodeo evitando las obras y finalmente cojo la circunvalación en dirección a casa de los Tomlinson.
               En un desvío, me toca detenerme en un semáforo, y aprovecho para comprobar que tengo el maquillaje en perfecto estado. Ni rastro de la chica que rompe sus promesas y se echa a llorar, desnuda, en el suelo de su habitación. La muchacha que se toma dos píldoras en un día porque no soporta pensar en que una falle ha muerto. Está incinerada y sus cenizas se han esparcido por todos los cuerpos de agua que hay en el mundo: desde el charco más minúsculo hasta las aguas del Océano Pacífico.
               Dejo el coche en la acera con un rápido movimiento del volante, me aseguro de que no se vaya a ningún sitio, y apago el motor. Cuando salgo, con una bolsa de papel en la mano, veo que hay una pequeña figura a la ventana, escondiéndose del interior a través de unas cortinas que le hacen de fondo en su exhibición hacia el exterior. Dan me saluda con la mano y sonríe.
               No me importaría esperar una década a que se hiciera mayor, me sorprendo pensando.
               Sale corriendo, dejándome sola observando la ventana. Oigo una voz. Femenina. Gritando. En español.
               -¡DANIEL!-cuando le habla en español, Erika pronuncia el nombre haciendo la palabra aguda. Cuando se dirige a él en inglés, lo pronuncia a la inglesa; la palabra se vuelve esdrújula-. ¿ADÓNDE VAS?
               Su hijo le responde en español, también.
               -¡Layla ya está aquí!
               Lo mejor de todo es que seguramente a él tampoco le importe esperar a crecer.
               -¿Qué te tengo dicho de la puerta?
               -¿Que no la puedo abrir?
               -Cuando piquen, si ves que no nos movemos, nos avisas-gruñe. Es asturiana, no dice “cuando llamen a la puerta”. Dice “cuando piquen”, porque lo que sobra de lluvia en Asturias, se tiene que ahorrar de algún otro modo.
               -Jooooooooo.
               Llamo al timbre y, como es el amor de  mi vida, se arriesga a un enfrentamiento con su madre y se abalanza sobre la puerta.
               -¡Layla!-brama, como si llevara años sin verme. Y eso que vine la semana pasada.
               -¡Dan!-replico yo, cogiéndolo en brazos y haciéndole un gesto a Erika para que lo deje estar. Es bueno sentir el cuerpo de un hombre que no me da asco entre los brazos por una vez. Aunque no sea un hombre, sino un hombrecito.
               Le planto un beso en la mejilla y él se pone rojo, rojo, como un tomate.
               -Te he echado de menos.
               -¿Todo este tiempo? ¿Has pensado en mi sonrisa, y en mi forma de caminar?-me burlo de él, y él sonríe. Protesta cuando lo dejo en el suelo y recojo a Astrid, a la que también le planto un beso en la mejilla.
               -¿Cómo estás, princesa?
               -Genial, ahora que estás aquí.
               Pero serán zalameros.
               Qué ricos.
               Erika me estrecha entre sus brazos.
               -Cuando quieras, te los regalo. Tengo otros dos. Será por trabajo.
               Ash se pone de morros; apartarla de Tommy es acabar con ella. Necesita que él le dé un beso de buenas noches y le haga cosquillas en los pies más que necesita respirar.
               Dan, en cambio, se convertiría en mi hijo adoptivo al que no le llevo ni 10 años gustoso. Alza las manos al aire y celebra la victoria de una batalla que nadie sabía que estaba teniendo lugar.
               Louis se asoma a la puerta de la cocina.
               -¿Cómo estás, Lay?
               -Genial-contesté, acariciándoles la cabeza a sus hijos. Aún no tengo ni 20 años pero me comporto como una anciana.
               -Estás muy guapa.
               -Gracias.
               -Está guapa siempre, Louis.
               -Sí, para ser hija de Liam, es bastante guapa. Puede que sea bastarda.
               -Alba. Con otro. Que no sea Liam. Claro-asiente la española, poniendo sus ojos en blanco-. Ya. Sería como yo con otro que no fueras tú, y eso es bast…
               -Logan Lerman-contesta Louis. Erika sopesa un momento las posibilidades.
               -Bueno, yo nunca dije que fuera la fiel de las tres.
               Louis sacude la cabeza y se mete de nuevo en la cocina. Erika recoge a su hija y le da un beso también.
               -Para que conste, Logan y yo sólo somos amigos. Le asesoro en papeles. No le ha ido mal desde que se junta conmigo.
               Desde que acertó más Oscars el año en que Leonardo DiCaprio ganó el suyo que Vanity Fair (¡¡Vanity Fair!!), no había quien le tosiera en el tema películas.
               No podía parecerme mejor.
               -¿Tommy y El?
               -Tom se está duchando. Eleanor... quién sabe. Lleva unos días rarísima.
               Vaya, vaya, ¿los mismos que con Scott?
               -Espero que lleves calzado cómodo, porque te quieren llevar de fiesta-anuncia.
               -Ya veremos; empiezo con los exámenes y todo eso…
               -Mañana es sábado, y los sábados son sagrados-sentencia la matriarca de la casa, y sus hijos asienten. Sí, los sábados son sagrados en una casa cuya líder es atea.
               Los sábados son sagrados si te permiten escapar de tu infierno personal, y es lo que suelo hacer yo: cojo el primer tren al norte y me detengo en Wolverhampton, donde papá y Rob me esperan en el andén, ajenos a que me están salvando de un fin de semana condenada a estar metida en la cama, satisfaciendo los deseos de otro y ahogando los míos. Mamá espera en casa, preparando el plato que le he dicho el día anterior que me apetece tomar.
               Me percato de las miradas nerviosas de los dos chiquillos en dirección a la bolsa que se balancea en mis manos. Me pongo de rodillas, le exijo un beso a Dan, que no se hace de rogar, y le tiendo la bolsa. Astrid, de repente, odia estar en los brazos de su madre. Hace que la suelte y aterriza en el suelo antes incluso de que Erika pueda defenderla, o siquiera advertirle el peligro al que se somete por ser tan temeraria.
               Unos nos enamoramos de lobos con piel de cordero, y otros saltan de los brazos de sus madres para examinar los regalos que tu pseudo prima te ha traído este fin de semana. Cada uno mete la pata para lamentarse años más tarde como quiere.
               -No tenías que traerles nada-protesta Erika en español. Yo me limito a encogerme de hombros.
               -Pero es que quería hacerlo.
               -¿Dan? ¿Ash? ¿Qué se dice?-incita mientras los dos críos se reparten las galletas y golosinas que les he comprado de camino. Siempre recuerdo la primera vez que me dejaron a cargo de los pequeños; Tommy y Eleanor me hicieron compañía mientras me ponía mi mejor piel de niñera y los paseaba por media ciudad; la que yo conocía y tenía controlada. Se empeñaron en meterse en una tienda de golosinas, y un Tommy casi preadolescente se había obcecado en que iba a pagar él, “que para algo son mis hermanos y para algo soy el hombre a cargo”.
               Yo no le consideraba un hombre; él no consideraba hombres a los chicos que tenían su edad en aquel momento, pero siempre nos creemos mayores de lo que somos hasta que terminamos siendo efectivamente mayores, sentándonos en una esquina de la cafetería más cercana al hospital al que está nuestro marido y sonriéndole a la camarera que sabe escuchar, y que disfruta de ese saber.
               Entonces, nuestros amigos empiezan a morir con 85 años. Pero no entendemos por qué, ¡eran tan jóvenes! Les quedaba media vida por delante. Nada en este mundo es justo.
               Los jóvenes nos creemos mayores; los ancianos se creen jóvenes, y los niños desean crecer y probar cosas de mayores, las mismas cosas que los adultos están hartos de hacer. Nos tragamos rutinas y rutinas con la esperanza de que la siguiente sea mejor que la anterior. Y acaba siéndolo... cuando se termina, y tú vives acostumbrado a tener cada minuto contabilizado.
               Te aburren los veranos porque no tienes nada que hacer, pero durante el curso suplicas que llegue el verano.
               -¡Gracias!-celebran ambos, abrazándose a mis piernas y negándose a dejarme ir.
               -Pelotas-murmura Erika, riéndose. Una melena castaña se asoma por el hueco del pasillo.
               -¡Lay!
               -¡El!
               Llevamos apenas unos días sin vernos, pero es como si se hubieran convertido en una eternidad. Baja las escaleras apresuradamente y se lanza a mis brazos. Yo la levanto del suelo; es mi hermana pequeña, la que mis padres nunca pudieron darme. Le beso la cabeza y ella sonríe. Nos separan sólo 4 años, pero son suficientes como para que nos detestemos la una a la otra por ser demasiado parecidas. En realidad, Eleanor y yo no nos parecemos en prácticamente nada.
               -¿Has conocido a Diana?
               -Aún no-replica una voz que yo conozco a nuestra espalda. Una rubia se acerca a nosotros sacudiendo las caderas y sonriendo como si fuera la dueña y señora de todo el continente. Se agita el pelo, que le cae a un lado, y me dedica una sonrisa que, si no vale un millón de dólares, no vale nada.
               Se pone de puntillas para darme dos besos cuando Eleanor nos “presenta”. En realidad, ya nos conocemos, pero nunca nos habíamos visto más allá de cuando ella tenía 8 años.
               Las dos hemos cambiado muchísimo; ella tiene el doble de años ahora, y yo he dejado atrás mi ciudad. Vivo sola, lucho por sacar adelante mis estudios, y quiero postergar en la medida de lo posible mi vuelta a casa en la misma medida en que ella quiere regresar a su ciudad que nunca duerme.
               Es preciosa, una mezcla perfecta entre su madre y su padre. La elegancia que heredó de la española y los rasgos distintivos de su padre; especialmente los ojos, la forma de mirar.
               Vuelvo a estar sentada de pequeña frente a la pantalla del ordenador, viendo a un Harry al que ahora mismo supero en edad darse a conocer al mundo. Pero ella no tiene esa inocencia que tenía él cuando dijo su nombre, de dónde era y cuál era su ocupación.
               Sus ojos me escanean como lo harían en un aeropuerto si me consideraran sospechosa de portar algún tipo de arma. Se fija en mis piernas, mis kilométricas piernas.
               -Menudas piernas.
               -Lo sé-respondo, y suspiro. La voz de Chris resuena en mi cabeza, “menudas piernas, nena”. Contengo a duras penas un escalofrío. Y junto las rodillas.
               Siempre que pienso en él, me da la impresión de que mis rodillas nunca llegarán a estar suficientemente juntas.
               Eleanor alza las cejas, Erika nos deja para que nos vayamos conociendo. Se mete en la cocina después de decirles a los chiquillos que nos inviten a algo, que, por favor, no sean egoístas.
               Astrid tiende en nuestra dirección una galleta mientras Dan se termina una caja de regalices y pone a nuestra disposición una bolsa de gominolas. Corazones de dos colores: naranja y rosa. Mis favoritos.
               Pero niego con la cabeza. No quiero llenarme y dejar de probar la deliciosa comida que nos espera.
               -¿Caminas erguida?-pregunta Diana, dándose golpecitos en la barbilla mientras estudia minuciosamente mis tobillos. ¿Todas las neoyorquinas son así, o sólo ella? ¿Es un comportamiento adquirido o le viene por genética? ¿No se parecerá más, en realidad, a su tía?
               -¿Qué?
               -Que si llevas la espalda recta. Al caminar. Es mejor para las piernas. Y para la espalda. Y bastante más estético.
               -Nunca me he fijado en cómo camino.
               Diana asiente despacio, llevando la cabeza adelante y atrás al tiempo que la hace ascender y descender.
               -¿Podrías… ir hasta… la puerta, por ejemplo?
               -Dime por favor que no le estás haciendo una prueba-Eleanor se vuelve hacia ella, con los ojos en blanco. Diana se encoge de hombros, sin mirarla siquiera.
               -Es guapa. Tiene buenas piernas-vaya, es la primera vez que alguien no me confunde con una jirafa mutante. O que, si lo hace, no lo considera un defecto.
               Movida más por curiosidad que por no buscarme un conflicto apenas retomado el contacto con la americana, hago lo que me pide. Asiente con satisfacción.
               -Te daré el número de mi agencia. ¿Has desfilado alguna vez?
               -Claro que no.
               Yo desfilando es el último de los escenarios que me podría imaginar para mi futuro profesional. Sólo está por detrás de coger un micrófono y agradecer el gramófono dorado que los entendidos en el campo han decidido darme.
               -Pues deberías. Tienes buen cuerpo. Un culo que ya quisieran para muchas de bikinis. Y el pecho es perfecto para Victorias Secret. Yo tengo un poco mucho-se encoge de hombros-, pero me hacen un hueco porque en esa casa por fin han entendido que hay chicas que necesitan usar sujetador porque tienen tetas y no quieren ir pisándoselas, no porque apenas tengan y quieran aparentar estar bien servidas.
               Sinceramente, no sé si me está insultando o me está haciendo un cumplido. Probablemente las dos cosas al mismo tiempo.
               -¿Haces deporte?
               -Salgo a correr-explico. Eleanor simplemente espera a que me arme de valor para soltarlo, y finalmente, lo hago-. E hice baloncesto estando en el instituto.
               Diana ni siquiera parpadea. Bien podría haberle dicho que hacía submarinismo o que fui a la Luna. Si le sorprende, o si no le sorprende en absoluto, queda bastante más allá de la máscara inescrutable que es su cara. Ni un solo gesto condescendiente, ni un mínimo pensamiento intuido más allá de su mirada, “sí, claro que hiciste baloncesto, y más te vale ser buena dado que probablemente le dieras al aro de la canasta con la frente si te acercabas demasiado”.
               -Procura no engordar. Estás perfecta. Haré que te llamen en una semana.
               -Estoy estudiando-informo, porque me apetece más tener un cerebro bien amueblado que un apartamento con sillas más caras que mi alquiler de dos años colocadas estratégicamente para no fastidiar el feng shui.
               Y porque sé lo que nos pasará a Chris y a mí si yo empiezo a desfilar. A recibir ropa cara. A aparecer en anuncios de lencería.
               Convertirá mi vida en un infierno si yo me atrevo a dar el paso de hacer de la suya un paraíso.
               -Pues lo dejas. No vas a ser guapa siempre; en cambio, la ciencia siempre va a estar ahí. Lleva siglos ahí; estoy segura de que pueden esperarte.
               Ayudadas por mi estatura, mis cejas alcanzan la estratosfera y hacen que los satélites pierdan un par de segundos la conexión con sus sedes terráqueas.
               Diana se echa a reír.
               -Es broma, muchas estudian mientras desfilan. No cogen tantos trabajos, y punto. Seguro que tú no lo necesitas para comer.
               Se da la vuelta, se mete las manos en los bolsillos de unos vaqueros que han sido fabricados específicamente para realzarle las curvas y sube las escaleras con la gracilidad de una mariposa entrando en un nido de libélulas.
               Eleanor y yo observamos cómo el pelo se le balancea de un lado a otro mientras desaparece en dirección a la buhardilla.
               -¿Ha ido a…?
               -Ahora ahí vive ella-explica.
               Observamos un momento la trampilla por la que ha desaparecido la americana.
               -¿Siempre es así?
               -La primera impresión es bastante… chocante. Pero luego la conoces, y es un auténtico amor.
               Chris también es un auténtico amor. Incluso cuando no me apetece que me lo haga. Me besa y me convence, me dice que no está enfadado y que entiende que yo esté un poco confundida. Me pide con cariño que le dé una oportunidad de aclararme las ideas.
               Llevo meses sin parar de darle oportunidades de aclararme las ideas, y lo hace. No quiero que me vuelva a tocar. Pero se lo digo tan pocas veces, y en momentos tan malos, casi siempre cuando está a punto de entrar en mí…
               Es normal que no escuche. Si yo no me hago oír, no puedo echarle la culpa de que no note que estoy intentando decirle algo.
               Eleanor me lleva al sofá, se sienta a mi lado, con los pies apuntando en mi dirección y las rodillas pegadas a las mías, y me pregunta por la semana. Me pregunta por el bar; no sabía que trabajaba allí. Quiere saber cómo conseguí el trabajo, si sé de algún sitio en el que estén buscando camareras (“Yo también quiero conseguir unos ahorros… para el verano, ya sabes”, me lo dice y yo pienso que es mentira; seguramente son para el invierno, no para el verano, pero seguramente no quiere tener una vía de escape de la que se supone que debería ser su guarida), si me pagan bien, si la gente es buena, si no echo de menos tener tiempo para mí misma, si no echo de menos estar con mi novio (y yo le digo que sí, porque es la verdad, echo de menos a mi novio, el novio al que dejé en Wolverhampton cuando hice las maletas y me vine con Chris a la capital), si se me hace duro estar tan lejos de mi familia, si como bien, si la universidad es complicada, si de verdad me parece bien que quiera tomar el camino largo y hacerse respetar…
               -Edúcate-la corto, en medio de una pregunta-. No dejes que nadie te diga lo que tienes que hacer. Asegúrate de conseguir la mínima cultura como para tomar tus propias decisiones con un buen criterio. Que nadie te pague las facturas. Pierde la vida antes que la independencia.
               Qué irónico.
               Pierde la vida antes que la independencia.
               Son las típicas frases que suenan bien y son imposibles de cumplir las que más éxito tienen en las campañas publicidades. Simplemente, hazlo. Nada es imposible.
               -No te parece bien-murmura con tristeza. Y yo niego con la cabeza.
               -Por supuesto que me parece bien si a ti te parece bien, pero, El… no le cierres las puertas a la universidad tan pronto, ¿quieres? Tienes toda una vida para triunfar en lo que te gusta. Pero la etapa universitaria, quieras que no, solamente es una.
               Evidentemente, hay gente mayor en la universidad. Pero ya están contaminadas por el mundo exterior, se dejan engañar por las series de médicos y llegan creyendo controlar mucho acerca de todo cuando en realidad no tienen ni idea ni nada. Son casos perdidos que tardan el doble de lo que tardaría incluso el alumno más torpe de nuestra edad. Tu cerebro no absorbe lo mismo con 20 años que con 40.
               Y luego está, por supuesto, el hecho de que, por mucho que intentemos que se integren y ellos integrarse, no son como nosotros. No encajan igual de bien.
               -El caso es que no sé qué es lo que haría si no canto-se encoge de hombros, apoyando el codo en el sofá.
               -Hay un millar de posibilidades. Incluso puedes estudiar más despacio mientras trabajas. Como hizo Emma Watson.
               Observa en silencio la chimenea, que debe de haberse encendido hace poco.
               -Eres lista, y la gente lista nunca termina de encontrar sus fronteras, ni de encajar del todo.
               Sus ojos vuelven hacia mí. Son inmensos. Me recuerdan a los de una gacela. Pero más bonitos.
               -¿Y tú? ¿Cómo te encuentras tú?
               -Yo no llegaré nunca a los niveles que tú pasaste hace años, El.
               -Eres lista. No te quites eso. No te anules. Scott dice que anularnos es lo peor que podemos hacer.
               Scott. Lo dice de una forma diferente, como si lo estuviera besando a él cuando pronuncia su nombre. Paladea la palabra como lo haría un catador con un vino que se ha abierto sólo para que él lo pruebe.
               Ha sabido elegir bien. Scott es de esos típicos sabios de la calle que todo el mundo conoce, pero que muy pocas personas tienen el placer de contar entre sus amigos. Es de los sabios por naturaleza, de los que observan y entienden sin necesidad de preguntar. A él sí que le va a ir bien en la vida.
               Y se lo merece. Desde luego, más que los que se terminan deslomando en la biblioteca con la esperanza de aprenderse un folio. Cuando enfrentas talento y esfuerzo, el talento siempre va a terminar saliéndose con la suya. No es lo mismo pasarse dos años puliendo una estatua siendo un aprendiz, que eliminar lo sobrante de tu Piedad personal siendo Miguel Ángel. La verdad se pierde en cuanto das los primeros retoques y vacilas por primera vez.
               Y el arte y lo bueno es verdad, no técnica.
               Siento cómo me arden los moratones, especialmente los de la cadera, cuando confieso casi sin querer:
               -Llevo demasiado tiempo haciendo el gilipollas como para pensar que soy un poco lista. Siquiera por inercia.
               Eleanor frunce el ceño y me acaricia la mano.
               -¿Lay?
               Me echo a reír. Odio la expresión preocupada en su rostro.
               -No te preocupes, mujer. Estoy un poco melancólica porque mañana vuelvo a casa y veo a mi hermano, eso es todo.
               Chris desata una tormenta en mí. Lleva lloviendo a cántaros en mi interior demasiado tiempo como para que yo pueda volver a marearme, o eso creo, y justo cuando me parece que las náuseas se han ido para no volver, mi barco vuelve a zozobrar, y yo vuelvo a perder el equilibrio, y la cabeza vuelve a darme vueltas.
               Me pide que le cuente alguna historia sobre mis clientes, y le hablo de la ancianita. Cuando me pregunta qué tiene su marido, no le miento y le digo que no lo sé. Le suelto el nombre científico para la enfermedad (que he buscado en mis manuales después de que ella me diera un nombre medio inventado y me describiera con voz entrecortada los síntomas) y le explico en qué consiste. Porque estoy cansada de mentirle a esa familia, y quiero compensar mis embustes con verdades, por insignificantes que sean.
               Y porque parece realmente interesada y preocupada por ese hombre al que no conoce de nada, cuyo nombre ni siquiera sabe. Es un sol. Un pequeño sol que observa con preocupación el proceso de formación de sus planetas, que espera con ansia que en alguno se desarrolle vida inteligente que mande al espacio misiones de investigación, con la esperanza de que, tal vez, se descifren algunos de los dilemas con los que ha nacido.
               Así sabrá qué hay más allá del espacio bañado por su luz. Qué hay de las tierras más allá de las que alcanza a ver.
               Ella siente mi verdad, cómo mis palabras le acarician los oídos según entran. Y me lo cuenta. Y es tan feliz…
               -Scott y yo estamos saliendo.
               Sé que han hablado de ocultarlo. No decírselo a nadie. ¿Por qué, si no, iban a sentarse en la esquina más apartada de mi bar, cuando el día invita a ponerte al sol? ¿Por qué se apartarían como se apartaron cuando me vieron entrar?
               La manera de decírmelo es la de la chica que ya ha hecho el amor con el chico con el que quiere pasar el resto de su vida. En mi interior, sentí una punzada de envidia. Pero no podía hacer otra cosa que no fuera alegrarme por ella.
               Después de años viendo cómo lo adoraba en silencio, a sus espaldas, por fin tenía la oportunidad de ver los efectos que tiene en alguien que tu amor platónico cambie la dirección de su mirada y te encuentre ahí.
               -Lo sé, cariño-susurro, acariciándole la mano. Si fuera propensa a llorar, estaría llorando. Se la ve tan feliz…
               -Es incluso mejor de lo que esperaba.
               -Me alegro muchísimo por ti.
               -Lo quiero con locura, Lay. Y él… creo que se está enamorando de mí-se sonroja un poco, mi pobre niña- Y no sabes cómo me trata. No ha habido emperatriz en este mundo a la que la hayan tratado así de bien.
               -Scott y tu hermano en ese sentido son dos bizcochos.
               Se muerde una uña y agacha la mirada. Veo cómo lo ve, siento cómo lo siente, oigo cómo lo escucha.
               -Dudo que Tommy sepa lo bueno que puede llegar a ser.
               Tommy y él son hermanos. No comparten sangre, pero son dos gotas de agua. Puedes ver cómo se sincronizan y piensan lo mismo de la misma manera en que los has visto crecer. Cómo se peleaban por hacerles trenzas a las chicas, por jugar con ellas, por asegurarse de que sus padres les habían dado un beso de buenas noches y las habían colocado en brazos de Morfeo antes que a ellos…
               Cuando un chico es buen hermano, también es un buen novio. Por eso yo me preocupo tantísimo de darle buen ejemplo a Rob.
               Porque yo no tengo cuñados, ni cuñadas.
               -Y, ¿qué tal con él?
               -Diana lo detesta. Ella también lo sabe. Tommy no. Scott no quiere que se lo contemos todavía-asiento despacio-, pero… tendrías que ver el efecto que tengo en él, Lay. Es… no sé. Es difícil de explicar. Le encanta cuando digo su nombre. Cuando… hace que no me controle-murmura, consciente de que sus hermanos pueden oírnos, y estos temas no son propios para la conversación de unos niños.
               -Y ahora estáis aprovechando el tiempo perdido.
               Se echa a reír suavemente. Entiendo a la perfección por qué alguien querría guardarla en una cajita de cristal y colocarla en algún museo y cobrar porque la gente la vea. Es un animal precioso, un ser hermoso hasta en su última molécula…
               Brilla con luz propia como mis amigas decían que brillaba yo cuando Chris y yo nos acosamos por primera vez.
               La magia del principio es la más poderosa que hay, y lo que intentaban hacer en Hogwarts no era más que una motita de polvo a su lado.
               -Nunca pensé que me fuera a sentir así, que me fueran a pasar estas cosas.
               -La suerte, joven, favorece a los audaces-cité a alguien cuyo nombre no recordaba y cuyo idioma llevaba muerto mil años, momificado en todas las lenguas habladas por Europa.
               Es una pescadilla que se muerde la cola: no puedes tener suerte si no eres valiente, y no puedes ser valiente si no tienes suerte.
               Aparté esos pensamientos de mi mente, la estreché entre mis brazos, me reconforté en su calor corporal, y le di un beso en la mejilla.
               -Espera, ¿tengo que pedirle permiso para darte un beso? ¿No se pondrá celoso?
               -Eres boba-responde, y me lo devuelve y se aprieta un poco más contra mí. Tommy nos silba, nos dice que nos vayamos a un hotel.
               -Con mi hermana pequeña, debería darte vergüenza aprovecharte de su juventud así, Lay.
               Eleanor sonríe a pesar de todo. Se le está cerrando una puerta en las narices, pero no podría importarle menos. Scott le ha dado alas.
               Bien puede entrar por la ventana.
               Tommy me aprieta la mano, y, aunque fui la persona más joven en verlo en el hospital cuando nació, en sus ojos tiene la mirada de un hermano mayor. Siento que nada puede hacerme daño si lo tengo a él cerca. Nos ocuparemos juntos de las cosas de las que no me puedo ocupar yo sola.
               Erika abre la puerta de la cocina. Anuncia, sorprendida, que Louis no ha quemado la cena, y que vayamos entrando para cenar.
               Los dos hermanos mayores me tiran de la mano. Le digo algo a Tommy que le hace gracia, me rodea la cintura y me planta un beso en la mejilla.
               Tiene su mano encima de mi moratón.
               La sensación de que es mi hermano mayor desaparece.
               Pero no mi sonrisa.
               A este paso, algún día Erika protestará porque la actriz popular de turno me ha quitado mi merecida estatuilla.

               Eso, si los moratones no terminan por devorar todo mi cuerpo. 

22 comentarios:

  1. Dios mío, que agonía de capítulo. No me esperaba nada esto. Que tristeza por Dios.

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    1. Si te soy sincera, he disfrutado escribiéndolo por lo sorprendente que es lo distinto que es del resto de la historia. Tengo muchísimas ganas de que vayáis conociendo los demás

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  2. Has descrito la situación tan bien que he llegado a sentirme en la piel de Layla...
    Espero que no tarde mucho en deshacerse de ese gran hijo de perra

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    1. Aw dios, qué honor ♥ a mí se me hizo muy fácil escribir este capítulo a pesar de que es con diferencia el más duro que me he puesto a producir hasta ahora.
      Cruzad los dedos por que consiga mandarlo a la mierda pronto

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  3. Joder, me ha dado tanta pena Layla....
    Me ha encantado que hayas tratado un tema como este y sobre todo que lo hayas hecho tan bien. Me ha llegado a entrar uno que otro escalofrío, que horrible de verdad...

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  4. No he podido evitar imaginarme la reacción de la gran Sabrae cuando se entere de lo que ese hijo de puta le está haciendo a Layla. Si a Simón le dibujo una sonrisa en la cara con una navaja a este lo descuartiza vivo

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    1. Ya sabéis cómo es Sabrae ;D aunque es posible que otro personaje os sorprenda gratamente dentro de poco

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  5. Has tratado el tema del maltrato y de la relación tóxica tan bien que me han llegado a entrar escalofríos. Ojalá las mujeres que sufren esto supiesen hacerle frente a estos hijos de puta.
    Como siempre, mi más sincera enhorabuena maestra.

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  6. Una vez más me quito el sombrero por la forma en la que eres capaz de atravesarme el corazón con capítulos como estos.

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  7. Si pudiese aplaudir con las orejas te juro que también los haría. Pedazo de capítulo tia. A tus pies.

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  8. ADORO TU FORMA DE ESCRIBIR JODER. ME TRANSMITES TANTÍSIMO CON TAN SÓLO UN CAPÍTULO PUFFF
    SACA UN LIBRO YA

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  9. Dios mío, creía que no podia haber otra personaje al que le tuviese más asco que a Simón. Obviamente me equivoca. Espero que Layla de deshaga de ese puto maltratador cuanto antes.
    Un capítulo atrapantey super bien escrito como siempre Eri. Enhorabuena reina.

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    1. Soy muy mala con mis chicas, a los chicos los trato tan bien... Quitando al cabrón de Simon y al cabrón olímpico de Chris, claro.
      Muchísimas gracias vida <33

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  10. (Yo voy a hacer un dos por uno en los comentarios porque en el capitulo anterior se me olvido comentar vale? Vale.)

    CAP. ANTERIOR: ALSJÑAEUJEEUVJDFAJL!!!! No se si me he vuelto diabetica o si me ha reventado el pancreas directamente!! Te juro que el momento de la explosión cuando Zayn lo enfrenta y al fin admite estar enamorado es tan <3 <3 <3 que me colapso. Aparte de eso, me encanta cuando le llama 'mi amor', porque yo me lo imagino diciendoselo en ingles y te juro que se me caen las bragas *emoji carita con ojos corazon*. SCELEANOR 4EVAH(?)

    ESTE CAP.: Casi lloro... la forma en la que tratas el tema es tan... no tengo ni palabras (y es dificil que yo no tenga palabras eeh). Layla me da tantisima pena... de verdad, nadie se merece eso. Espero, espero de verdad que al final tenga la fuerza para contarlo y que vayan en plan mafia rusa a cargarse al tio, con Sabrae de cabecilla en plan Lara Croft para asegurarse de que, por lo menos, lo dejan eunuco. No puedo esperar para saber mas de la vida de este dulce trocito de pan que ha resultado ser Layla <3
    Gracias por los capitulos, a tus pies:)

    (P.D.: llevo varios caps queriendotelo decir pero no quiero que suene raro: Bulbasaur es amor <3)

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    1. Ay Olatz, de verdad que te como la cara eh
      Capítulo anterior: DIOS ES QUE ME IMAGINO EXACTAMENTE ASÍ A ZAYN CON SUS HIJOS ESPECIALMENTE CON SCOTT PORQUE SE ADORAN MUTUAMENTE AUNQUE SEAN MUY DUROS EL UNO CON EL OTRO QUIERO MORIRME SON MI OTP FILIAL MÁXIMA
      Yo lo de "mi amor" me lo imagino tanto en inglés como en español y me encanta cómo suena en ambas lenguas porque en español es como súper cuqui y en inglés me recuerda a Louis un montón y BUENO ME ESTALLA EL PULMÓN.

      Este cap: A mí también me da muchísima pena Layla, es un pobre melocotón, tenemos que protegerla a toda costa. Tal vez pronto se vaya solucionando todo y la vida le empiece a sonreír como le sonríe ella.
      Bulbasaur y yo te mandamos besotes♥

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  11. Ay Eri :( no cambio de opinión sobre ti pero me has roto el corazoncito. Pobre Layla y toda la mierda que tiene que aguantar por culpa de semejante cabrón. Ojalá le plante cara y lo humille de la misma forma que él la humilla a ella.
    Como siempre, enhorabuena por el capitulazo (aunque sea tan triste) pero la forma de escribir chapó!!

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    1. Muchísimas gracias María guapa ♥ crucemos los dedos para que se libre de él pronto <3

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  12. Voto porque vayan todos a hacerle un recorrido al cabrón este por el instituto al igual que hicieron con Simón pero que este no se escape... Enserio vivo cada capítulo...

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    1. Cualquier cosa que se les ocurra hacerle es poco.
      Aw, me alegro de que te gusten los capítulos corazón ♥

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