Dicen que las posibilidades de
que te mates en un accidente de avión son menores que el morir porque te caiga
en la cabeza una maceta según vas paseando por la calle.
Hay gente que lo consideraría no tener nada de suerte,
pero, ¿no es precisamente tener muchísima
suerte el burlar de aquella manera a la estadística, y estar en un avión
destinado a caerse, o en la trayectoria de una maceta según se precipitaba
hacia el suelo?
La gente que la palmaba en los accidentes de avión
tenía suerte.
El que no tenía suerte era yo.
Menudo puto añito llevaba, y eso que apenas llevábamos
dos semanas.
Creí que el volver al instituto contribuiría a que los
ánimos se calmaran un poco, yo me sintiera algo mejor, y tuviera una
distracción para no pensar en ella, pero me equivocaba. Alá me había puesto en
este planeta para hacerme sufrir, estaba claro.
Aunque me la cruzaba bastante menos por los pasillos,
y había empezado a ir con Sabrae al instituto, y volver de éste, zumbando antes
de que yo apareciera, todavía el universo se las apañó para hacer que nos
encontráramos dos veces.
El pobre Tommy no sabía qué hacer conmigo, y por más
que yo intentaba fingir que estaba bien, no podía engañarlo. Se me había
terminado el cupo de mentiras precisamente cuando más lo necesitaba.
A ver, lo cierto es que me restringía bastante mi
comportamiento pseudo depresivo, y me lo pasaba bien con los chicos cuando
salíamos, y también cuando estábamos entre clase y clase o en el recreo, pero
Tommy notaba que mis carcajadas duraban un poco menos, y que prestaba menos
atención en clase.
Si hubiera seguido un par de días más, cómo me sentía
se habría reflejado incluso en mi rendimiento en matemáticas, la única área
donde me desenvolvía siempre bien, pasara lo que pasase.
Tommy me dio una palmada en el cuello cuando entró la
profesora de Historia, yo lo miré, le sonreí con cansancio, un poco
reconfortado por el cariño que había en sus ojos, y protesté cuando me pellizcó
la mejilla al susurro de:
-Pero qué rico eres-era lo que me hacía mi abuela; yo
no lo soportaba, él sabía que no lo soportaba, y por eso lo hacía.
Pasaron apenas diez minutos desde que la profesora se
sentó, se mesó el pelo mientras pasaba lista, leyendo nuestros nombres sin
molestarse en levantar la mirada para ver si alzábamos la mano o dábamos alguna
señal no sonora de que “Knowles, Tamika” era Tam, “Malik, Scott” era yo,
“Tomlinson, Thomas” era Tommy, “Whitelaw, Alec” era Al, o “Belfort, Jordan” era
Jordan. Porque, sí, siempre se lo saltaba, y Jordan siempre tenía que levantar
la mano, soltar:
-No me has mencionado.
-Ay, sí, perdona-asentía la profesora, y Jordan
espetaba:
-¿Es porque soy negro?-y toda la clase se echaba a
reír.
Entonces, la profesora sonreía, nos mandaba callar,
diciendo que íbamos atrasadísimos en el programa, y procedía a darnos un somero
resumen del temario antes de pasarse cerca de media hora contándonos anécdotas
sobre su vida.
Nos estaba contando el origen de la revolución rusa
cuando Alec la interrumpió, diciendo que era mentira que habían sacado a la
familia real del zar a los jardines para proceder a su ejecución: los habían
matado en el Palacio de Invierno; si no, no tendría sentido lo de la leyenda de
Anastasia, la princesa a la que los revolucionarios no habían asesinado y que
se suponía que podría salir de las sombras en cualquier momento y reclamar el
trono de Rusia.
Aunque tuviera, según nuestros cálculos, cerca de 160
años.
La profesora se frotó la cara, quitándose las gafas.
Estaba acostumbrada a que le hicieran preguntas, e incluso a que alguien le
discutiera la versión oficial (estábamos en la edad), pero solía defenderse con
elegancia, machacándonos con hechos.
No era el caso. La abuela de Alec era rusa, así que él
podía discutírselo mejor que los demás.
Estaban enzarzados en una especie de discusión-debate
cuando llamaron a la puerta.
-Mira, Al, la KGB viene a buscarte-se burló Logan, y
Alec le tiró un bolígrafo, el único material que traía a clase desde hacía
varios meses.
Se trataba de una de la conserje, Kate.
-Hola, Lucy. Perdona que te moleste. Vengo a por
Scott, tengo que llevármelo al despacho del director-dijo, buscándome entre la
multitud-. Malik-se apresuró a añadir, al ver que me miraba con Scott Austin,
mi tocayo que se sentaba en última fila, en la esquina contraria a la clase.
No era ninguna novedad que lo llamaran al despacho del
director: su grupo se metía en mil veces más movidas que el nuestro.
-¿Está aquí?-carraspeó Kate, después de comprobar el
post-it que traía con el número de mi clase. Me levanté, y ella clavó los ojos
en mí. Susurró algo parecido a “sí, claro, tú eres Scott”.
Sí, claro, yo soy Scott. Malik. No soy clavado a mi
padre a mi edad por nada.
Tommy arrastró la silla y comenzó a incorporarse. La
profesora ni se inmutó. Nunca habíamos ido al despacho de director solos;
siempre nos metíamos en las mismas movidas, nos caían las mismas broncas y nos
aplicaban los mismos castigos. En realidad, el estar metidos en una clase
durante todo el recreo no era un castigo si estábamos juntos, pero
sospechábamos que nadie quería hacerse cargo de un estudiante en una clase si
ya había otro metido en la contigua, bajo la vigilancia de un colega.
Lucy se frotó la cara de nuevo, asintió con la cabeza
y empezó a decirnos que volviéramos derechitos a clase después de hablar con el
director.
Pero Kate la interrumpió.
-En realidad-se puso coloradísima-, sólo vengo a por
Scott. Nadie me ha dicho nada de traerme a Tommy. Es más, específicamente se me
ha dicho que sólo tengo que buscar a
Scott.
Tommy y yo nos miramos un momento. Sentí cómo huía
toda la sangre de mi rostro, mientras él también me miraba, sin entender.
Toda la clase se quedó en silencio mientras me subía
al avión que se iba a precipitar al suelo desde 20.000 pies de altitud, en una
caída libre tan angustiosa como duradera.
Ninguno de nosotros cayó en la cuenta de por qué me
llamaban sólo a mí. Por la expresión de Kate, no parecía que me fueran a
ofrecer una beca. ¿Se había muerto alguno de mis abuelos? Eso no tenía sentido;
me permitirían ir con Tommy. Tenía que ser otra cosa. Iba para que me echaran
una bronca, pero, ¿qué había hecho yo, que Tommy no hubiera hecho también?
Me levanté y me encaminé hacia la puerta, cuando Kate
me detuvo.
-Puede que quieras llevarte tus cosas.
Un murmullo se levantó entre la gente mientras yo me
la quedaba mirando, procesando sus palabras, como si me hubiera hablado en un
idioma que me costaba comprender, y, acompañado de los susurros, me giré
mecánicamente, metí las cosas en la mochila y me la cargué al hombro. Miré a
Tommy una última vez, él me apretó la muñeca, dándome ánimos. Me estaba
dedicando la típica mirada de “ánimo”, “luego me lo cuentas”, y “tranquilo”,
todo a la vez.