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Entré en su habitación aguantando la respiración, como
haces cuando visitas por primera vez un monumento que has visto miles de veces en
las películas. Con la misma anticipación que encontrándome por primera vez bajo
la Torre Eiffel, entré en la habitación de Alec, con un paso ligeramente
vacilante que delataba lo importante que consideraba ese momento para mí.
En
cierto sentido, era un santuario. Atravesar la puerta de su habitación y entrar
en uno de los pocos rincones en los que podía ser él mismo, sin tener que
cubrirse con ninguna máscara ni levantar ninguna barrera, era un momento
especial que yo sabía que no se repetiría. Y saber que me ofrecía un vistazo a
su alma, los últimos rincones íntimos a los que yo no había podido acceder,
despertaba algo en mi interior que deseé que jamás se durmiera de nuevo.
Por
eso entré conteniendo la respiración, saboreando el momento… y, cuando inhalé,
no pude evitar sonreír. Por supuesto, su habitación emitía el mismo aroma a
lavanda que impregnaba su olor de forma tan sutil que era difícil
identificarlo, y por la misma razón, eliminarlo. Daba igual que Alec cambiara
de colonia, que acabara de salir de la ducha o que estuviera en el gimnasio: su
presencia siempre evocaba ese olor a campo de lavandas que podía transportarse
a la campiña con sólo cerrar los ojos y concentrarte.
Ese
olor hacía que le conociera un poco mejor: por fin podía saber de dónde venían
esos toques que él no podía disimular ni aunque quisiera, de dónde sacaban sus
abrazos esa esencia floral tan impropia de alguien como él, de quien esperabas
que oliera más bien a sexo, drogas y rock n’ roll que a una flor de pétalos
pequeños y crecimiento en comuna. Su habitación olía a limpio, pero no el
limpio propio de la esterilización de un hospital, ni el limpio apresurado de
un hotel en el que se fumiga todo con un ambientador agradable pero impersonal:
olía al limpio de hogar, el mismo que te incita a saltar sobre tu cama y hundir
la cara en ella cuando le has puesto sábanas limpias, el mismo que te hace
descansar y relajarte después de un duro día de instituto, batallando con el
mundo exterior y también con el interior.
Miré
a mi alrededor, intentando no pensar en la tensión que manaba de Alec, que
estaba tan cerca de mí que podía sentir su calor corporal como si fuera unas
brasas que se iban apagando poco a poco. La habitación era cuadrada, pero más
grande de lo que esperaba; lo poco que había visto de ella en la infinidad de
videomensajes que Alec me había enviado no le hacía justicia a su tamaño. No
pude evitar sonreír al pensar en esa palabra, “tamaño”. Claramente, era una de
las palabras que usaría si me obligaran a definirlo en el espacio que ocupa un
tweet. Él era alto, fuerte, estaba bien dotado, y además su habitación era
grande. Todo tenía su consonancia.
Las
paredes estaban pintadas de un blanco muy cuidado que me hizo sospechar que le
habían dado una nueva capa recientemente (¿en verano, quizá?), y noté cómo se
me encendían las mejillas al imaginarme a Alec ocupándose de su habitación,
cubriendo sus muebles con sábanas y pasando rodillos empapados de pintura
blanca por las paredes y el techo, haciendo que unas gotitas blancas se le
cayeran encima, salpicando sus vaqueros de talle bajo, en el que se verían las
líneas de sus caderas, y los músculos bronceados por el sol que su camiseta de
tirantes dejaría ver (o, ¿por qué no?, podría pintar sin camiseta, mmm… me gustaría verlo) de pequeñas
estrellas de distintos tamaños y densidades, pero todas del mismo tono níveo.
Y, en
contraposición, los muebles eran negros o grises, como yo ya sabía por lo poco
que había visto de su habitación en los videomensajes. El armario, el
escritorio, una cómoda, una caja al lado de una cómoda que yo no sabía muy bien
qué era, la pequeña pera de boxeo que colgaba de una esquina…
…
incluso la cama.
Pero
no quería mirarla todavía, o lo empujaría encima.
Cada
segundo que pasaba conmigo en silencio, plantada en la puerta de su habitación,
ponía a mi chico más y más nervioso. Recordé cómo me había sentido yo cuando
entró en la mía, las ganas de que abriera la boca y lo mucho que se regodeó en
hacerme sufrir. A cada instante que pasaba yo encontraba un nuevo defecto en mi
habitación, que ni siquiera había podido preparar decentemente, y ahora las
tornas estaban cambiadas y era él el examinado y no yo.
Me
apetecía hacérselo pasar un poco mal, porque Alec era muy bueno
devolviéndomelas. Sabía vengarse de mí como nadie que yo conociera podía
hacerlo, y esas venganzas nunca eran frías, al contrario de lo que decían, ni
tampoco silenciosas.
Así
que, con la mala intención de hacer que Alec sufriera un poco, di un par de
pasos para introducirme en su habitación, miré en derredor y extendí
ligeramente los dedos cuando giré sobre mí misma, estudiándolo todo.
-Vaya-observé,
divertida, y escuché en mi voz un timbre travieso que no pretendía aportarle,
pero que esperaba que él no pasara por alto-. ¿Has hecho limpieza?-pregunté,
alzando una ceja y clavando los ojos directamente en él, que se apoyó en el
marco de la puerta, cruzó los pies y los brazos y respondió con una ceja
arqueada, en tono casual:
-No.