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No podía creerme lo bien que me había salido la tarde
hasta entonces. Vale que había tenido que improvisar un poco con el tema del
beso de Duna, pero por lo demás, todo me estaba saliendo a pedir de boca.
Confiaba en que Sabrae disfrutaría más estando con su hermana más pequeña que
si la llevaba a hacer algo más de pareja, un poco menos estandarizado. Quería
demostrarle que me importaba, que la conocía y que no tenía pensado rendirme
tan fácil como parecía que había querido hacerlo hacía unas semanas. El tío
pesimista que había decidido que simplemente no se la merecía había
desaparecido, y yo no tenía pensado salir en su busca.
Había sido un puto genio ideando el plan,
aunque esté feo que yo lo diga. Sabía lo importante que era el día de San
Valentín para Sabrae (y mentiría si dijera que no lo era también para mí) por
lo detallista y romántica que era ella, así que había planeado de manera
minuciosa lo que haríamos esa tarde: la llevaría a algún sitio bonito, puede
que al Jardín Botánico (ése en el que cenarían mis padres, pero sin comida
incluida); después, iríamos a ver una peli en los iglús (en los que había que
reservar hora por Internet para ese día), improvisando un picnic con quesos y
frutas y puede que un poco de champán, si conseguía encontrar alguna botella a
un precio razonable o me armaba de valor para robarla en el súper. Nos
besaríamos bajo una película que le dejaría escoger, y que veríamos en la
cúpula del iglú, y luego iríamos a hacer el amor a mi casa, que estaría
convenientemente vacía gracias a los planes de entrenamiento de mi hermana por
un lado, y la costumbre de mis padres de ir al Jardín Botánico cada San
Valentín por otro.
Ya
tenía todo eso pensado cuando salió el tema con Scott y Tommy, y jamás en mi
vida había tenido un momento de lucidez como el que tuve en el momento en que
se me ocurrió que puede que Tommy pudiera hacernos la cena, el único
interrogante que aún tenía sin despejar. Cuando él me dijo que no iba a ser
posible porque ya tenía planes, conseguí convencerme a mí mismo de que no
pasaba nada, que todo lo demás estaba genial.
Y,
luego, Sherezade había conseguido que Scott regresara al instituto y habíamos
pasado la tarde con Sabrae y sus hermanas mientras Zayn se follaba a su mujer
en todos los rincones de la casa. Pude ver cómo sonreía mi chica cuando estaba
con sus hermanas, incluso cuando la fastidiaban tanto que sólo podía esbozar
muecas de puro fastidio. Aun así, estaba feliz. Nada le gustaba más que estar
con Scott, Shasha y Duna, siendo total y absolutamente hermanos, con todo lo
que eso implicaba. Dicen que a los niños que nacen en una familia numerosa, o
les encanta o detestan a sus hermanos; estaba claro qué era lo que le sucedía a
Sabrae.
De
modo que, cuando Duna soltó un suspiro de satisfacción mientras la arropábamos
y dijo que aquel había sido el mejor día de su vida (porque no habíamos parado
de prestarle atención), yo vi claro mi futuro. Cristalino, diría yo. La única
manera de darle el mejor San Valentín de la historia a Sabrae era haciendo que
lo disfrutara como había disfrutado en familia, demostrándole que la entendía y que valoraba la relación
que tenía con sus hermanos; incluso hasta la envidiaba. Qué no daría yo porque
Aaron no fuera un hijo de puta, y tener alguien más con quien cuidar de Mimi, y
también hacerla de rabiar.
Me
había tocado reorganizarme a la velocidad del rayo, pero había merecido la
pena: se tragó con patatas la mentirijilla que le conté de que tenía que doblar
(lo cual no sería mentira si, de no ser extremadamente previsor, y puede que un
poco ansioso, no le hubiera suplicado de rodillas a Chrissy que me cubriera
incluso después de que en administración me dijeran que iban a tramitar mi
petición de día libre de forma preferente –eso sí, después de sobornarlas con
bollos de crema de la receta secreta de Pauline-), de modo que no podríamos
pasar más que la noche juntos, así que su cara cuando le entregué la cesta con
todas mis cartas resplandeció como una estrella al comprender que sí tenía algo preparado. Y su sonrisa
viendo lo bien que se lo pasaba Duna estando conmigo valía mil veces lo que
todo el dinero del mundo: dejaría que un camión con ácido me atropellara y
volcara su contenido sobre mí por aquella sonrisa, si eso me garantizara verla
de nuevo. ¡Y todavía me había dado las gracias por lo que estaba haciendo por
Duna, como si quien tuviera que agradecer algo fuera ella y no yo!
Increíble.
Por desgracia, la parte en la que estábamos con Duna y yo no podía dejar de
hacer las cosas bien ni aunque intentara que éstas se torcieran se había
acabado. Abajo planes románticos: ahora sólo estaríamos solos,
intercambiaríamos regalos (que, por Dios, esperaba que fueran suficiente y no
la decepcionaran; esto de salir con un chaval al que le pagan un sueldo de
mierda por jugarse la vida cada día en el asfalto londinense puede que no sea tan
glamuroso como parece, si no puede permitirse diamantes), veríamos una peli y
yo me esforzaría en hacerle alcanzar el mayor número de orgasmos posible antes
de dormirnos, agotados, sudorosos y acurrucados, en mi cama.
Bueno,
por lo menos teníamos la novedad de cambiar de postura. Pero la cutrez de pedir
una pizza o cenar comida recalentada no la íbamos a evitar: la reserva de los
Jardines de Kew se pagaba por adelantado, y francamente, tampoco soy tan mal
hijo como para hacer que mi madre renuncie a una noche especial con su marido
porque tiene un hijo que es soberanamente inútil y no es capaz de hacer aunque
sea un mísero filete. Y ni de coña iba a pedirle a Sabrae que cocinara: aquél
era su día, era mi princesa y tenía pensado consentirla
en todo lo que pudiera. Si me
pidiera que la llevara a cuestas porque estaba cansada, le dolían los pies, o
simplemente no le apetecía caminar, yo la llevaría a cuestas. Joder, haría el
puto Camino de Santiago cargando con ella si se le antojaba. No era capaz de
decirle que no.
Por
eso me extrañó tantísimo cuando llegamos a casa y me encontré con las luces de
la cocina encendidas, algo de lo que jamás se había olvidado mi madre.
-Qué
raro…-murmuré para mis adentros-. Mamá nunca se deja ninguna luz encendida.
-¿No
están tus padres?-inquirió Sabrae con inocencia; debía de pensar que me la
traía a casa para una cena formal con sus suegros. Por su tono sospeché que se
emocionaba pensando en que me tenía solo para ella, como si mis padres
quisieran ver cómo lo hacíamos. No es que me molestara hacerlo cuando había
gente en casa (me había acostumbrado a concentrarme en mi compañera de cama y
nada más cuando habíamos ido a Chipre y mis amigos estaban al otro lado de la
pared), pero eso de poder hacer todo el ruido que nos diera la gana me atraía
más de lo que estaba dispuesto a admitir.
-No-respondí
yo, dejando las llaves en la bandejita del vestíbulo y quitándome la chaqueta.
Acaricié a Trufas, deseando que el
conejo pudiera hablar para entender qué pasaba, porque tenía todo el vello de
la nuca erizado, intuyendo que algo no iba bien-. Tenemos la casa para nosotros
solos unas horas; se han ido a cenar a los jardines de Kew.
Fue
entonces cuando noté el olor a comida y escuché el sonido de la placa de
inducción trabajando a plena potencia, y una palabra me atravesó la mente.
Mimi. No podía creérmelo. Mi hermana sabía
lo importante que era para mí tener la casa libre, y, además, no había
terminado su clase de baile. Por un instante, me asusté: ¿de verdad había
cancelado su sesión de baile intensivo y había decidido que le apetecía hacer
de chef sólo por joderme? ¿Dónde estaba nuestra intimidad, entonces? No es que
mi hermana no me hubiera demostrado con anterioridad que haría lo que fuera por
joderme una buena noche con Sabrae, pero… me cago en la puta, esto era pasarse
incluso si se trataba de ella.
-Jo,
¡qué guay!-exclamó Sabrae, sonriente, ajena a que acabábamos de perder la poca
intimidad que nos quedaba. Igual deberíamos hacer eso para la próxima.
-Sí-murmuré,
distraído-. Eh… estaría bien-respondí sin apenas escuchar lo que Sabrae me
decía, y entonces, eché a andar hacia la cocina, dispuesto a montarle un pollo
a Mary Elizabeth de aquí te espero. Puede que Sabrae se enfadara conmigo por
poner a mi hermana en su sitio, pero es que me tenía hasta los cojones, la
niñata caprichosa ésa, todo el día haciendo lo que le daba la gana.
Escuché
los pasos de Sabrae detrás de mí, a una prudente distancia, seguramente
intuyendo la erupción. Abrí la puerta.
Y me
encontré con Tommy y Diana en mi cocina, revoloteando de un lado a otro la
americana, Tommy muy tranquilo en su lugar. Él fue el primero en darse cuenta
de que el dueño legítimo de la casa en la que se encontraba había llegado.
-¡Hola,
pareja!-saludó, al tiempo que Diana soltaba una risita. Abrí la boca,
estupefacto: a mi cerebro le costaba sumar dos y dos.
Pero,
cuando consiguió completar tan complicada operación, me giré y miré a Sabrae.
Por supuesto. Por puto supuesto.
Sabrae era la inteligente de los dos: yo no tenía nada que hacer a su lado,
pues me daba mil vueltas. Era evidente que ya había pensado en algo con lo que
mejorar nuestra noche: lo único que teníamos garantizado era una cena conjunta,
y evidentemente una reina como ella no iba
a conformarse con la primera sugerencia que a un lerdo como yo se le pasara por
la cabeza.
-¡Sorpresa!-proclamó
mi chica, abriendo los brazos-. ¿Qué? ¿Pensabas que eras el único que podía
tener preparado algo especial para hoy?
Se me
aceleró el corazón; tanto, que podría habérseme salido del pecho,
pulverizándome las costillas. Pues claro que
Sabrae tendría algo preparado, y claro que ella me daría una sorpresa incluso
mejor que la que yo le había dado a ella. Una sonrisa boba me atravesó la cara,
y Sabrae soltó una risita al comprobar la ilusión que me hacía saber que el día
que yo quería que fuera perfecto, iba a serlo gracias a ella.
Puede
que no fuera más que un niñato que jugaba demasiado a menudo con juguetes de
mayores, que se metía en problemas más frecuentemente de lo que a su madre le
gustaría, que tenía un historial por el que muchos niñatos como yo matarían y
del que podía llegar a avergonzarme, porque eso no haría más que hacerme
indigno de Sabrae, pero, desde luego, no soy gilipollas. Jamás en mi vida lo he
sido. Y cuando miro a Sabrae, sé que mi sitio está a su lado. Lo supe en ese
momento, presa de una de esas revelaciones espontáneas en que te ves desde
fuera y descubres la suerte que tienes: puede que yo no fuera un hombre aún, y
que la mujer a la que amaba aún no era una mujer, pero yo yal a quería como un
adulto y ella me amaba de la misma manera: siendo incapaces de concebir nuestra
vida el uno sin el otro, pasando el Día de los Enamorados por primera vez
juntos, como estábamos destinados a estar hasta nuestro último aliento.
Y
nuestro primer San Valentín iba a ser inmejorable. Suerte que los dos éramos
muy tozudos y no nos rendíamos fácilmente.
La
tomé de la cintura y pegué mi frente a la suya, emborrachándome de ella,
colocándome con su perfume a fruta de la pasión, que bien podía tomar el nombre
“fruta de lo que siente Alec cuando está con Sabrae”.
-Eres
la mejor, Sabrae.
-Tengo
que estar a la altura-ronroneó, echándome los brazos al cuello, jugando con el
nacimiento de mi pelo. Para. Para, o te
hago un hijo ahora mismo. Se puso de puntillas para darme un beso en los
labios que me supo a puta gloria. Supongo que así es como se siente uno lo
eligen para interpretar al novio de su actriz favorita por pura potra: flotando
en una nube, en una película en la que los sentimientos son cien veces más
intensos.
¿Ella?
¿A la altura? ¿De mí? No me hagas
reír. En lo único que la supero es en estatura. En todo lo demás, Sabrae me
gana por goleada. Si yo soy la superficie del mar, Sabrae es cada constelación
del firmamento, reflejándose en mí y haciéndome mil veces más interesante.
-Me
apeteces tanto-jadeé con absoluta
desesperación. Todo mi cuerpo le pertenecía; mi mente, mi corazón, mi alma. Ella era la que había creado mi
alma. Estaba hecha de la misma materia de la que estaban hechos sus besos. Si
tenía esperanza de salvarme e ir al cielo (si éste existía), sería todo gracias
a ella.
-Me
apeteces-contestó con una sonrisa modulándole la voz, porque soy el cabrón con
más suerte de toda la puta historia.
-Bueno,
bueno, bueno, ¡entiendo que los sentimientos están a flor de piel, y tal,
pero…! Tommy y yo llevamos toda la tarde deslomándonos; estaría feo que no
dejarais hueco para lo que os hemos preparado-bromeó Diana, apartándose el pelo
dorado del hombro. Tenía unas facciones perfectas, unas curvas de escándalo,
las medidas exactas para definir la belleza… y sin embargo yo no podía mirarla
más de dos segundos seguidos porque Sabrae estaba en la misma habitación que
ella, así que Diana era una distracción donde Sabrae era la atracción
principal.
Sabrae
rió por lo bajo y luchó por separarse de mí, pero yo no estaba por la labor.
Quería adorar a mi creadora con todo lo que yo era. Me apetecía consentirla.
Quería darle placer, que gimiera mi nombre, pues hasta que no lo hiciera, yo
sería anónimo. No existía mientras estábamos separados.
-¿En
serio, Alec? ¿Justo delante de mi ensalada?-me recriminó Tommy, y Sabrae se
rió, ruborizándose. Acaricié el ligero tono de color que apareció en sus
mejillas.
-Delante
del mundo entero, si hace falta. Que se enteren hasta en el cielo de que no
pienso dejar escapar a esta chica.
Buena suerte intentando quitármela, tíos del
mundo. Moriré luchando por ella si es necesario, reté a toda la humanidad,
recordando de repente que mi competencia era doble. Así que doble era mi suerte
cuando, de todos los pares de labios del mundo, sin distinción entre chicos y
chicas, los que Sabrae elegía para besar eran los míos.
Me
acarició los hombros y exhaló un jadeo antes de separarse, riéndose de nuevo.
-Perdón,
chicos. Es que llevamos toda la tarde comiéndonos solamente con los ojos,
porque no queríamos iniciar a mi hermana en el mundo del sexo haciendo que
presenciara un espectáculo pornográfico a la tierna edad de 8 años-explicó
Sabrae, mordiéndose los labios, recogiendo mi beso con sus dientes para
saborearlo en sus papilas gustativas.
-Espera,
¿qué? ¿Habéis estado con Duna?-preguntó Diana, frunciendo el ceño, y Sabrae
asintió. Tommy me miró a los ojos y pegó un silbido.
-Guau,
Al. Tus filias nunca dejarán de sorprenderme.
-Cierra
el pico, Tommy. ¿No pensarás de verdad que Duna ha sido la protagonista de la
tarde cuando Sabrae estaba presente?
-Bueno,
a decir verdad, un poco sí que lo ha sido-comentó Sabrae, entrelazando sus
dedos con los míos y mirándome desde abajo, haciendo que mi cerebro se
desconectara un instante. G u a u. Me
está tocando. Esta diosa me está tocando-. Alec le ha robado su primer beso.
-Ay,
¡pero qué tierno!-ronroneó Diana, dando una palmada con la que juntó sus manos.
-Por
qué será que no me extraña que Alec se aproveche de niñitas-Tommy puso los ojos
en blanco y se echó a reír, pero su risa duró poco al darle Diana un codazo en
las costillas.
-“Robar”
es una palabra muy fuerte, bombón. Me lo dio voluntariamente.
-Ya,
¿igual que te dio voluntariamente la parte de arriba de su bikini aquella chica
a la que luego te tiraste en el resort de Chipre?-quiso saber Tommy, y yo me
volví hacia él.
-¿Qué
culpa tengo yo de que mi moreno griego vuelva locas a las mujeres y toda ropa
que lleven, por poca que sea, les sobre, Tommy?
-Tienes
un morro que te lo pisas-Tommy se echó a reír.
-Creo
que conozco esa sensación-musitó Sabrae, abrazándose a mi brazo y dándome un
beso en el hombro-. Y eso que no te he visto moreno, moreno.
-Yo,
definitivamente, sé de qué sensación está hablando Alec-ronroneó Diana,
inclinada en la isla de mi cocina, mirándole con descaro el culo a Tommy. Se
llevó el pulgar a los labios y se mordisqueó la uña, poniendo cara de niña
buena cuando los ojos de mi amigo se encontraron con los suyos.
-¿Es
que te has quedado con ganas de más?-rió Tommy-. ¿Tengo que recordarte que he
tenido que hacer la cena yo solo porque
tú no eras capaz de levantarte del sofá?
-Oh,
sí, por favor, recuérdamelo, inglés-coqueteó Diana en una voz sensual que puede
que me pusiera algo cachondo. Aunque en mi defensa (y de mi enamoramiento
también) diré que, si Sabrae usara ese tono conmigo, me correría al instante.
Pero, joder, que tampoco soy de piedra: Diana está muy buena y sabe ser sexy.
-Espera,
espera, ¿qué habéis hecho en mi sofá, exactamente?-inquirí sin poder frenarme,
y Diana y Sabrae se miraron antes de echarse a reír. Tommy, por el contrario,
contuvo una sonrisa, caminó hacia mí y respondió:
-Al…
a ver cómo te explico el proceso de diversión de los mayores…
-¿Te
has follado a tu novia en mi sofá?
-“Follar”
es una palabra muy fuerte, Alec-rió Tommy.
-Adecuada-sonrió
Diana, mirándose las uñas-, pero fuerte-saltó del taburete en el que estaba
sentada y caminó hacia nosotros como una gatita. Miré a ese par, alucinando.
¿Les había dado tiempo a prepararnos la cena a Sabrae y a mí y echar un polvo en mi sofá? Tommy era
un puto crack. Quería ser como él de mayor. No por sus artes amatorias, ni
mucho menos; de eso iba más que sobrado. No; lo que quería era aprender a
gestionarme el tiempo como lo hacía él, y de paso, ser capaz de freír un huevo
sin empezar a sudar.
-¡Mirad
qué cara! Creo que a Alec le está dando algo. ¿Te acompañamos al hospital,
Saab?-rió Tommy, pero ella agitó la mano en el aire.
-Yo
me ocupo de él, chicos. Creo que ya hemos estado acompañados durante demasiado
tiempo.
-Guau,
realmente las indirectas te vienen de familia, ¿eh?-rió Diana, dándole una
palmada en el pecho a Tommy-. Definitivamente es hora de que nos vayamos, T-y
le susurró algo al oído que yo no pude escuchar, pero por la forma en que sus
labios rozaron de forma erótica el lóbulo de la oreja de mi amigo, no tuve
dudas de que Diana le estaba proponiendo repetir lo que habían hecho en el
salón de mi casa. Los ojos de mi amigo chispearon y me miró.
-Eh,
¿vais a usar ese sofá en los próximos… treinta segundos?-preguntó, con ese
brillo aún en el fondo de su mirada.
-Mira
que eres sinvergüenza, Tommy-me eché a reír, negando con la cabeza. Tommy abrió
los brazos y nos estrechamos el uno al otro-. Así que estabas ocupado, ¿eh?-le
susurré al oído, y él se rió.
-Técnicamente,
no es mentira. Ya tenía una reserva. En ningún momento me preguntaste si ibas a
disfrutarla.
-Tienes
un morro que te lo pisas, chaval-puse los ojos en blanco y me lo pasé bomba
poniéndolo celoso con Diana, abrazándola un poco más fuerte y bajando la mano
por su cintura un pelín más de lo que debería.
Con
lo que yo no contaba es con que él se tomaría la revancha con Sabrae. La
estrechó entre sus brazos como si hiciera mucho tiempo que no la veía, y ni
corto ni perezoso, la sujetó por la cintura. Sabrae rió, le pasó las piernas
por las caderas y soltó un gritito adorable de sorpresa cuando Tommy la hizo
girar sobre sí mismo. Me apeteció matarlo.
Y no
debería apetecerme matar a uno de mis amigos, pero así iban las cosas.
-Gracias
por la cena, T.
-Anda,
calla, boba. No es nada; lo que sea por mi hermanita preferida. Pero no se lo
digas a Eleanor-se llevó la mano a los labios y sonrió. Le guiñó un ojo y Sabrae
asintió con la cabeza-. Que lo paséis bien-añadió, mirándome también a mí-. Y
no dejes que te la meta sin gomita, ¿eh?-soltó, a lo que Sabrae respondió con
una nueva carcajada-. Que lo último que necesitamos es que te entre los dos
pongáis otro bicho como él sobre la faz de la tierra.
-O
que te pegue algo-añadió Diana, y me miró-. No es nada personal, Al.
-Tranqui,
Didi. Si no se me ha caído la polla a cachos a estas alturas de la película, es
porque tengo una chorra de la virgen.
-¿Qué
va a pegarle? Si no le ha pegado la estupidez con todo el tiempo que pasan
juntos, es porque Sabrae tiene unos anticuerpos como culturistas.
-Y…
¡ha llegado el momento de que te pires de mi puta casa, Tommy!-anuncié, yendo a
abrirle la puerta con una reverencia. Él hizo pucheros.
-¿No
hay propina para el chef?
-Todavía
vas para casa calentito. Anda, tira, que libras-ordené, pero Sabrae trotó hacia
él y le plantó un sonoro beso en la mejilla. Tommy cerró los ojos, disfrutando
del contacto.
-Aprende
a dar las gracias, chaval-me dio un manotazo en el pecho con el dorso de la
mano y le rodeó la cintura a Diana.
-Ya
que entre tú y Sabrae hay tanto feeling, ¿qué
os parece si hacemos intercambio de parejas? ¿Hace, Diana?-pregunté, y la
americana me miró por encima del hombro de Tommy.
-No
seré yo quien rechace una aventura, Al.
-Vas
guapo si te piensas que vas a soportar que le ponga la mano encima a Sabrae-se
burló Tommy, a lo que Sabrae respondió a toda velocidad.
-¿Quién
ha dicho nada de que seas tú con
quien yo me vaya, Tommy?
-¡Oh!
¡Qué vacilada te acaba de meter!-aullé, y Tommy puso los ojos en blanco.
-Que
folléis bien. Procura aguantar más de tres minutos.
-Lo
mismo te digo, hermano-le di una palmada en el hombro a modo de despedida y él
miró a Diana a los ojos.
-Yo
lo tengo jodido, pero me esforzaré.
Le
dio un beso en la frente que hizo las delicias de la americana, y se la llevó
de mi calle a toda hostia mientras yo cerraba la puerta y me quedaba, por fin,
solo con Sabrae. Me volví para mirarla y ella arqueó una ceja.
-Ya
te vale, Al. Me acabas de chafar un polvo con Diana.
-¿Me
dejarías plantado el día de los enamorados?-ronroneé, acercándome a ella. Trufas decidió que era un buen momento
para frotarse contra los pies de Sabrae. A
la cola, bola de pelo; yo estaba primero.
-No
digas tonterías. No soy tan mala: te dejaría mirar.
Y,
tras decir aquello, se giró sobre sus talones, se apartó el pelo de los hombros
y echó a andar en dirección a la cocina. Me eché a reír, sin tener más remedio
que seguirla.
-Tengo
que reconocer que sabes cómo dar una sorpresa, Saab-comenté cuando me reuní con
ella frente a la encimera: le estaba echando un vistazo al guiso de Tommy, que
olía que alimentaba. Se me estaba haciendo la boca agua con el aroma de las
especias mezclándose en el ambiente.
-Tengo
de quién aprender-respondió ella. Sabrae removió el interior de una de las
ollas con una cuchara de madera, se la llevó a la boca y cerró los ojos. Se
estremeció de pies a cabeza y, después de relamerse, me tendió la cuchara para que
yo probara también la salsa, que estaba en su punto exacto de todo: sal,
tomate, orégano, picante…-. ¿Qué te parece? ¿Te gusta el punto de sal?
-Dios
me libre de hacerle nada a un plato
que haya pasado con las manos de Tommy, Saab. Sólo conseguiría joderlo.
-Sólo
me aseguraba de que estaba perfecto-sonrió, colocando la tapa en la olla y
dejando la cuchara sobre un plato manchado de tomate.
-¿Sabes?
Yo también había hablado con Tommy para que viniera a hacernos la cena, y me
dijo que no podía. Que no me la iba a hacer bajo ninguna circunstancia. ¿No te
parece gracioso que los dos hayamos pensado lo mismo?
Sabrae
sonrió.
-Sí,
bueno, es que en nuestro primer San Valentín no podíamos tener una cena
cutre-se encogió de hombros y dio un paso hacia mí, pegando sus caderas a las
mías-. Además, yo creo que es normal. Hay sentimientos entre nosotros-me dio un
toquecito en la nariz-, y las grandes mentes piensan igual-se puso de puntillas
para darme un piquito que sabía a la salsa de Tommy y al amor de Sabrae, y no
pude evitar sonreír. Definitivamente, aquel era mi sabor preferido en el mundo.
O, bueno, puede que uno de ellos. A fin de cuentas, tu plato favorito tiene
muchas variantes; de la misma forma que tu zumo preferido suele venir derivado
de la fruta que más te gusta, como también sucede con el helado, el ingrediente
secreto para que yo decidiera que algo me encantaba era Sabrae. Ya podía ser el
aroma que desprendía su cuerpo recién duchada, con la colonia del champú y su
perfume aplicado en la piel, todavía frescos; el sonido de su voz recién
levantada o el calorcito que desprendía su cuerpo cuando se acurrucaba a mi
lado en la cama; todo eso me encantaba, y todo eso giraba sobre el mismo punto:
Sabrae.
-La
verdad es que tenía ciertas dudas sobre si Tommy se prestaría a hacerlo, pero
ya sabes que es un amor. Me daba un poco de cosa por si tenía planes con Diana,
pero enseguida me dijo que no había inconveniente, siempre y cuando se la
pudiera traer. Supuse que no te importaría-me miró con una sonrisa-, así que
acepté. Además, me imagino que para ti será un aliciente imaginarte a Diana
desnuda en tu sofá, ¿mm?-me guiñó un ojo.
-¿Prefieres
que sea un romántico y te mienta o que sea sincero y me cargue un poco el
momento?-me reí.
-No
pasa nada, Al. Ya hemos hablado de esto. Además, yo también tengo ojos en la
cara, y bastante sensibles a la belleza femenina, además-se llevó una almendra
que yo no sabía de dónde había sacado a la boca y se encogió de hombros-. Si no
fuera… bueno, hoy, puede que incluso le hubiera puesto ojitos a Diana para que
le dijera a Tommy que se fuera a casa solo.
-Pobrecito.
¿No sería mejor que esperara abajo y, por lo menos, cenara con
nosotros?-pregunté, y Sabrae se echó a reír de nuevo.
-Cómo
han cambiado las cosas-sonrió, negando con la cabeza-. Yo pidiéndole a Tommy
que me cocine una cena para compartir contigo
el día de San Valentín.
-Ya
iba siendo hora de que abrieras los ojos y te dieras cuenta del partidazo que
estoy hecho-me chuleé, apoyándome en la encimera. Sabrae me azotó en la cara
con un paño de cocina y yo bufé.
-No
lo digo por ti, bobo. ¿A que no sabías que estuve pillada un tiempo por Tommy?
-¿Tú? ¿Por Tommy? Qué asco, Sabrae. Si sois como hermanos. Sería como si yo me
pillara… no sé. Por Jordan. Bueno, si Jordan fuera una chica.
-Eres
hetero, lo pillamos-Sabrae levantó las manos como si estuviera en un coro
góspel-. Pues sí. Tommy era muy bueno conmigo, y yo tenía las hormonas
revolucionadas, y…
-No
sé si me gusta la dirección que está tomando esta conversación-musité. Sabrae
me miró, esbozó una sonrisa culpable y se relamió los labios-. Ay, mi madre.
¿Os morreasteis?-asintió con la cabeza-. ¿¡Lo sabe Scott!?
-Fue
una cosita sin importancia.
-Ah,
bueno, me dejas mucho más tranquilo.
Viendo la tendencia que tienes a la exageración, seguro que no le entregaste tu
virginidad. Porque no le entregaste
tu virginidad, ¿verdad?-la miré, perspicaz, y Sabrae puso los ojos en blanco.
-Era
una cría. Y fue sólo un piquito de nada. No tuvo más importancia que el piquito
que tú le has dado a Duna a esta tarde.
-Perdona-hinché
el pecho como un pavo-. He sido el primer beso de Duna Malik, la hija pequeña
de Zayn y Sherezade Malik. Eso no es algo de lo que todo el mundo pueda
presumir. He marcado un antes y un después en su vida; no te atrevas a compararme con Tommy.
-Es
cierto. A veces se me olvida que Tommy es el primer chico del que me enamoré.
Sí: él es más importante en mi vida que tú, Al, definitivamente.
-Buen
intento-respondí, pegándome a ella y acorralándola contra la esquina de la
encimera. Sabrae se echó hacia atrás, pero la sonrisa juguetona que le curvaba
la boca me indicaba que se lo estaba pasando en grande-, pero me juego lo que
quieras a que no es en Tommy en quien piensas cuando estás cachonda y te
apetece masturbarte, igual que tampoco fue en Tommy en quien pensaste cuando te
tocaste por primera vez. Incluso cuando me odiabas, yo te importaba más que él.
-¿Estás
celoso?-se rió ella, con mi boca a centímetros de la suya.
-¿No
debería?
-Lo
que no debería es estar poniéndome tan zorra como me estoy poniendo viendo que
te dan celos de Tommy, Al, pero…-jadeó, y yo sonreí.
-Vaya
lo que te gusta jugar conmigo, ¿eh?-Sabrae asintió con la cabeza y yo me
incliné hacia sus labios. Me ardía el aliento, y todo mi cuerpo estaba en
tensión. Cada célula que me componía quería estar en contacto con ella-. Igual
que te gusta estar conmigo-sonreí, besándole la comisura de la boca y dejando
un reguero de besos, uno por afirmación, en dirección a su oreja-, pasear
conmigo, comer conmigo, morrearte conmigo, frotarte conmigo… follar
conmigo-ronroneé, acariciándole la oreja con los dientes como lo había hecho
Diana con Tommy hacía unos minutos-. Correrte
conmigo-la empotré contra la encimera y Sabrae lanzó una exclamación de
excitada sorpresa. Curvó los dedos como si fueran garras, tratando de clavar
las uñas en el mármol de la encimera, intentando respirar con normalidad.
Apenas le funcionaban los pulmones, lo cual me pareció divertidísimo-. De eso
es de lo que tienes más ganas, ¿verdad? De quedarte afónica de tanto gritar mi
nombre. Porque no te equivoques, nena-me incliné de nuevo hacia su oído-: si he
despejado la casa es porque no pienso permitir que te vayas sin haber chillado.
Y me
abalancé sobre ella como un chacal se abalanzaría sobre una pobre ovejita
indefensa. Sólo que esta ovejita tendría tendencias suicidas, y se entregaría
al chacal en cuerpo y alma. Sabrae jadeó, y me recibió en su boca como agua de
mayo: abrió tanto labios como piernas y me dejó colarme en ambas, explorando
con mi lengua los rincones tan conocidos de su boca mientras llevaba las manos
a su culo y la levantaba en el aire para sentarla sobre la encimera y poder
morrearnos con más comodidad. El golpe sordo que su cuerpo hizo cuando se
volvió a encontrar apoyo me volvió literalmente loco, y me descubrí tirando de
ella y de su sudadera como si estuviéramos en el juego de escalada de educación
física, en el que el primero que ascendiera por la cuerda hasta el techo se
llevaría un premio aún por determinar. Pero con la gloria de ser el primero nos
bastaba, igual que con la gloria de desnudarla también me bastaba.
Y a
ella, parece que también. Tiró de mí para pegarme más a ella, cada centímetro
que nos separaba un insulto, cerró las piernas en torno a mis caderas y exhaló
un gemido cuando empecé a subirle la sudadera. Ella, por su parte, empezó a
desabrocharme la camisa con urgencia, y cuando sus manos temblorosas y
aceleradas no encontraban en mis botones más que obstáculos, creí que me la
abriría con brusquedad, saltándomelos.
-Quiero
follarte-gruñí contra su oído mientras ella me abría la camisa
-Y yo
que me folles-contestó, arañándome la espalda. Me había metido las manos por
dentro de la camisa aún no sé cómo, pero sus uñas en mi piel conseguían que
perdiera todo sentido del decoro. Llegó hasta mis lumbares y empezó a bajarme
los pantalones sin desabrochármelos, lo cual tenía mucho mérito, las cosas como
son, porque tenía un empalme que hacía que necesitara casi una talla más de
pantalones-. Señor, por favor, que tenga condones-gimoteó ella, lanzando una
plegaria a los cielos. Me reí.
-¿Con
qué principiante te piensas que estás, Sabrae?
Como
no era capaz de quitarle su puñetera sudadera, llevé una mano a su entrepierna,
le bajé la bragueta y metí una mano por dentro de sus bragas. Sabrae dio un
brinco y soltó un alarido de placer cuando rocé su clítoris hinchado, pegándome
de nuevo a ella y haciéndonos gemir a ambos por el contacto de nuestros sexos a
demasiadas capas de ropa de distancia. Busqué su boca y ella la mía, y nuestras
lenguas se enredaron mientras ella seguía peleándose con mis pantalones y yo
seguía los pliegues de su sexo en dirección a su entrada.
Y
entonces, empezó a bramar una alarma en la cocina, con el típico ruido de un
reloj despertador antiguo. Los dos pegamos un brinco y miramos, sobresaltados,
el temporizador con forma de huevo que Tommy había dejado sobre la encimera, al
lado de la olla, para indicar en qué momento teníamos que apagar el fuego.
Sabrae estiró la mano, giró el pequeño huevo para apagarlo, y nos miramos un
momento.
Por
lo menos tuvimos la decencia de ponernos rojos. Habíamos estado a punto de
follar en la cocina de mi casa, donde mi madre preparaba con esmero y cariño
cada plato que toda mi familia iba a llevarse a la boca. Era una puta falta de
respeto.
Por
eso, decidí que echaríamos uno rapidito.
Sabrae
carraspeó, sacándome las manos de dentro de los pantalones.
-Disculpa.
Tengo… que… ems…-tosió de nuevo, inclinándose a apagar la cocina de inducción,
y se frotó la cara con las dos manos. Yo me subí los pantalones, le recoloqué
la sudadera. Nos miramos a los ojos.
Y nos
echamos a reír.
-Me
late el corazón a mil-confesó, llevándose una mano al pecho.
-Es
porque soy muy guapo-respondí yo, dándole un beso en la mejilla.
-Sí,
será por eso-concedió, dándome un piquito.
-Cuánta
intensidad, ¿no?-comenté, arqueando las cejas. Creo que nunca habíamos perdido
el control tan rápido, pasando de cero a cien en menos de un segundo. Un minuto
estábamos comportándonos como amigos con atracción, y al siguiente, estábamos
en celo.
-Supongo
que es inevitable-respondió ella, cogiéndome la cara con las manos y dándome un
sonoro beso-. Vamos a cenar, anda. Tommy se ha tomado la molestia de
prepararnos la comida; estaría feo que nos fuéramos directamente a la cama sin
probar bocado.
-Además,
necesitamos reponer fuerzas-asentí, cogiéndola de las caderas y dejándola de
nuevo en el suelo. Sabrae sonrió, me dio un nuevo piquito y se giró para sacar
los cubiertos del cajón. Nos pasamos los siguientes minutos poniendo la mesa,
picándonos entre nosotros, haciéndonos bromas y robándonos mimos cada vez que
se nos presentaba la ocasión. Sabrae exhaló un gemido enternecido cuando
coloqué un par de velas en la mesa, las encendí con el mechero, y puse un
pequeño jarrón con unas flores que mi madre había cogido esa misma mañana
haciendo de centro de mesa, a pesar de que íbamos a sentarnos juntos.
-Qué
bonitas-admiró, acercándose a ellas para llevárselas a la nariz. Cerró los ojos
y esbozó una sonrisa, y yo no pude dejar de pensar que las flores sonríen
cuando se encuentran con sus compañeras. Y Sabrae era la flor más bonita que yo
había visto nunca, especialmente cuando sonreía.
-A mí
sí me van las flores y corazones-expliqué, aludiendo a la escena de Cincuenta sombras de Grey (a la que no
habíamos hecho mucho caso, porque ya estábamos empezando a enrollarnos) en la
que Christian le dice a Anastasia que a él no le van esas cosas. Bueno, pues
resulta que a mí sí. Haber nacido fuckboy
no está reñido con ser un romántico empedernido. Es más: creo que sólo un fuckboy puede apreciar el amor como lo
estaba haciendo yo, porque sólo alguien que experimenta el ardor de un cuerpo
al otro lado de la cama sabe lo especial que es la calidez de una caricia.
Ese
historial de mierda que me hacía indigno de Sabrae era, precisamente, lo que
más me hacía valorarla. Porque cuando conoces a un millón de chicas y sólo una
te hace sentir lo que me hacía sentir ella, sabes que ella es importante,
especial, única. Pensar eso de la primera no tiene mérito: lo que tiene mérito
es que una destaque entre la multitud con la nitidez con que Sabrae lo hacía
por encima de las demás.
-Qué
suerte la mía. Sólo podemos ir hacia arriba, entonces-sonrió, haciéndose una
amplia cola de caballo con la que contener todo su pelo, y colocando una
servilleta sobre su regazo como una señorita. Era una dama de alta cuna
recibiendo las atenciones que se merecía.
Y
como yo soy un maleducado, tuvo que servirse ella misma. Estaba en mi casa, era
mi invitada, y aun así yo no podía superar la maravilla que me producía el
tenerla sentada delante de mí, tan a gusto estando a solas, así que no podía
cumplir con mis deberes de anfitrión.
-¿Te
sirvo?-preguntó, con la cuchara en una mano y extendiendo los dedos hacia mi
plato. Asentí con la cabeza, aturullado.
-Sí,
por favor.
Esbozó
una sonrisita de suficiencia mientras cargaba mi plato con la receta que Tommy
había preparado: patatas asadas… y albóndigas, como las hacía mi madre. Se me
hizo la boca agua en cuanto me fijé en las formas redondas que Sabrae sacaba
del recipiente como si fueran perlas gigantescas. Desde luego, para mí eran
tanto o más valiosas.
-La
próxima vez lo haré mejor-le prometí cuando ella me tendió el plato-. Te
serviré yo.
-¿Quieres
que nos turnemos? No sé cómo les sentará eso a los camareros…-bromeó, y yo me
la quedé mirando con las cejas levantadas.
-¿Te
gustaría ir de restaurante?
-Bueno,
no me importaría. Una vez al año, hacer una cena pija no está mal, ¿no te
parece? Está bien darse un caprichito de vez en cuando. Además, en San
Valentín, siempre está todo mucho más romántico. La verdad es que lo de los
Jardines de Kew sería un planazo, por ejemplo-comentó, desmenuzando una
albóndiga que exhaló una pequeña nube de vapor caliente.
-Sí.
Sería un planazo-asentí, empezando a hacer cálculos y desinflándome a marchas
forzadas. Para empezar, dejaría de trabajar para Amazon en junio, y todos mis
ahorros estarían destinados a mis gastos en el voluntariado, en el que no se me
cubría todo, así que ya podía ir olvidándome de darle un San Valentín tan
especial como éste al año siguiente. A duras penas podría pagarme el avión si
me permitían ir a verla (y eso, reitero, si
me permitían ir a verla, lo cual dudaba bastante; el voluntariado en un
continente distinto no es como un trabajo a media hora en moto en el que te
puedes tomar el día libre si estás enfermo), y si por un milagro me sobraba
dinero, prefería gastarlo en un regalo material que pudiera recordarle a mí.
Nada de cenas románticas en ningún restaurante; apenas tendría para pipas. Y ni
de broma iba a dejar que pagara Sabrae. Se suponía que tenía que pagar yo, quería pagar yo. Yo era el que
consentía, y ella, la consentida, y no al revés.
Además,
y en el caso de que no me fuera de voluntariado, la cena en los Jardines de Kew
estaba simplemente fuera de mi alcance. No había querido indagar mucho en
cuánto costaba un cubierto justo ese día en alguna de las exclusivas mesas bajo
el invernadero de cristal porque sabía que ni reuniendo todo el dinero
conseguiría una reserva (porque no sólo buscan que les pagues, sino que tengas
un caché que un repartidor de Amazon simplemente no tiene), pero un día, mientras usaba el iPad de Dylan, le había
llegado un correo con la confirmación del cargo de cuenta de la reserva, y yo,
que ya estaba con Sabrae, había entrado a ver lo que costaba y había cerrado el
correo a toda hostia en cuanto vi un cinco seguido de un puto punto.
Cinco.
Mil.
Putísimas.
Libras.
Ni
trabajando todo el año y ahorrando cada maldito penique de los que no se
llevaba Hacienda conseguiría juntar la pasta para el año siguiente. Y puede que
para el siguiente tampoco, porque eso de ahorrar siempre se me ha dado mal, y
más ahora que sentía la urgentísima necesidad de comprarle a Sabrae cualquier
cosa frente a la que se detuviera en un escaparate. Estaba jodido. Nunca iba a
poder darle el estilo de vida que ella se merecía, pero lo peor no era eso: lo
peor era que Sabrae ya conocía ese estilo de vida, así que no iba a
conformarse. A mí, desde luego, me costaba bastante, y eso que era orgulloso
como yo solo y no quería que me lo pagaran mis padres.
Supongo
que una cena romántica en los Jardines de Kew sólo está al alcance de gente con
carreras universitarias, como Dylan o Sherezade, o de artistas internacionales,
como Zayn. No me extrañaría una mierda que mis padres se encontraran con los de
Sabrae en el mismo sitio justo esa noche. Estaba claro que, con nosotros, no se
iban a topar. Yo tendría que conformarme con un trabajo de mierda, de esos poco
cualificados en que te piden el graduado escolar solamente, y con hacer
malabares toda mi vida mientras decidía qué regalo dentro de mi ajustado
presupuesto preferiría Sabrae. Si fuera por voluntad, le regalaría la luna,
pero ahora mismo sólo tenía para un triste paquete de chicles.
-¿Qué
te pasa?-preguntó ella, dejando su tenedor con suavidad sobre el plato y
acariciándome los hombros. Negué con la cabeza.
-No
es nada.
-Sí
es algo. Te ha cambiado la cara. Venga, Al. Cuéntame qué te pasa. Estás rayado
por algo; lo noto.
-Sólo
estaba pensando… no sé cuánto puedo darte.
-¿A
qué te refieres?
-Me
refiero a… estar enamorado es muy guay en las pelis porque no hay problemas de
dinero. Los adolescentes conducen Audis y coches de ese estilo, tienen pasta de
sobra para alquilar una sala de cine entera o pedir toda la carta del
restaurante pijo al que van, pero yo…-torcí la boca, apretando los puños-. Yo
tengo que pedirte que te conformes con comer albóndigas en mi casa porque eso
está simplemente fuera de mi alcance. Me encantaría poder llevarte a los
Jardines de Kew, porque no te mereces menos, Saab. Joder, si por mí fuera,
reservaría todas las mesas para que estuviéramos solos, pero… creo que nunca
voy a poder darte esas cosas. Y yo no quiero que tengas que conformarte con…
bueno, esto-hice un gesto abarcando la mesa, las dos velas, el pequeño jarrón
con las flores caseras, que sí, vale, eran bonitas, pero no podían compararse
con un invernadero; los platos de porcelana que mi madre guardaba a buen recaudo,
pero que no eran nada al lado de los de porcelana china que se encuadraban
entre hileras de cubiertos de plata y oro, frente a los dos guardianes de acero
inoxidable que eran nuestros cuchillos y tenedores… o los vasos de colores, el
zumo de arándanos y la cerveza en vez de un Rioja y champán.
Sabrae
me puso una mano en el brazo y se inclinó hacia mí mientras me acariciaba con
el pulgar.
-Hace
tiempo me dijiste que “conformarse” no tiene sentido en una situación en la que
esté incluida yo. Pues te digo lo mismo que me dijiste entonces. “Conformarse”
y “contigo” son antónimos, Al.
-Pero…-empecé,
pero ella me puso un dedo en los labios.
-No
quiero que pienses que hay manera de mejorar esto, porque yo estoy segura de
que no la hay. No te preocupes por nada; yo no necesito despilfarrar mucho
dinero en romanticismo. Todo lo que yo necesito para tener un momento está
aquí, sentado a mi lado-sonrió, acariciándome el mentón-. El chico que me
acompaña es lo que hace todo especial. Prefiero sentarme en el parque a
compartir un donut o un trozo de pizza contigo a ir a cualquier sitio elegante
de la mano de otra persona que no seas tú.
Se
levantó de la silla y se sentó en mi regazo, pasándome los brazos por el cuello
y hundiendo sus dedos en mi pelo. Me dio un largo y lento beso en los labios
que me alejó de las voces en mi cabeza que me decían que no era suficiente,
porque si no lo fuera, Sabrae no estaría allí, conmigo.
-Tú
eres mi oxígeno. Y también mis estrellas. Por mucho que los astronautas
necesiten pasearse por ellas para poder sentir que su existencia tiene sentido,
sin oxígeno no pueden vivir, pero yo tengo la suerte de que tú seas ambas
cosas. Mis sueños, y el ancla que me mantiene con los pies en la tierra, y que
me impide salir flotando hacia la inmensidad del espacio. Me encantaría hacer
las cosas de las pelis contigo, pero muchas veces son sólo eso: pelis. No son
la realidad. Solo somos niños. Tú un poco menos que yo-se pegó a mí,
abrazándome la cabeza-, pero seguimos siendo niños. Ya tendremos tiempo de
agobiarnos por las cosas que no están a nuestro alcance más adelante. Además… te
olvidas de algo-sonrió altiva.
-¿De
qué?
-Yo
soy una Malik. Valgo mi peso en oro. Y, además, soy feminista. Así que no iba a
dejar que lo pagaras tú todo, guapo-me dio un toquecito en la nariz-. Puede que
tú no puedas llevarme a los Jardines de Kew, a Roma o a la Luna por ahora, pero
yo sí puedo, y desde luego, lo pienso hacer. A ver si te piensas que eres el
único que quiere consentir a su pareja.
-No
es así como yo veo el mundo, Saab.
-Pues
tenemos un problema, sol, porque yo sí veo
el mundo así. Me han enseñado que me merezco todo lo que tengo, y que no pasa
nada por presumir de lo que tengo en los entornos en los que me muevo. Y da la
casualidad de que me muevo por las altas esferas, así que perdona si empiezo a
llevarte a eventos exclusivos, vestido de traje y brindando con champán del
bueno, pero es que yo no soy Hannah Montana; no tengo dos mundos, sólo uno, y
tú formas parte de él-se inclinó para darme un beso en los labios-. Yo sólo
quiero vivir un montón de experiencias contigo. Me da igual lo que hagamos
mientras estemos juntos. Te presumiré igual vayas en traje o en chándal, porque
no es tu aspecto lo que más me gusta de ti, sino lo que escondes aquí dentro-me
puso una mano en el corazón-. La bondad que hay ahí guardada, la misma que te
hace calcular rápidamente cómo puedes consentirme, en lugar de pensar que yo te
puedo consentir a ti.
Le
acaricié la cintura, distraído.
-No
sabes las ganas que tengo de darte lo que mi padre le da a mi madre, o lo que
tu padre le da a tu madre, pero… es muy frustrante querer y no poder. No te
haces idea.
-Sí
que me la hago. Te conozco bien. Me has enseñado voluntariamente partes de ti
que otras personas conocen porque echaron un vistazo sin tu permiso. Por eso sí
lo mucho que te cuesta dejar que te inviten, incluso aunque lo haga yo.
-Sobre todo si lo haces tú, Sabrae.
-Vale,
sobre todo si lo hago yo-respondió, mimosa, frotándose contra mí-. Pero
piénsalo de otra manera: ¿crees que mis padres, o los tuyos, harían algo
distinto si quien pagara fuera el otro? ¿Crees que mi madre no hace esfuerzos
por mi padre? ¿O la tuya por tu padre? Traer el mundo a sus hijos no es el
único regalo que una mujer puede hacerle a un hombre. Hay cosas más materiales
que también les dan.
Me la
quedé mirando desde abajo, un creyente que se encuentra con que su diosa
desciende de los cielos para hablar con él, consolarle en sus penas.
-En
lugar de pensar en si yo me merezco tener que conformarme, piensa en si eres tú quien tiene que conformarse-me
susurró al oído, y luego, se separó de mí para mirarme a los ojos mientras me
acariciaba la nuca-. Igual que yo me merezco que me consientan, tú también.
Igual que quieres consentirme, yo también quiero consentirte a ti. Y que no me
dejes también es conformarme-me sacó la lengua y yo puse los ojos en blanco.
-Hago
lo que puedo, Sabrae, pero ya sabes que me cuesta.
-Sí,
lo sé, y por eso aprecio mucho más el esfuerzo-ronroneó, jugueteando con mi
pelo-. Tienes esta maldita costumbre de preocuparte demasiado… ojalá te
quisieras la décima parte de lo que lo hago yo, o pudieras verte con mis ojos-me
dio un vuelco al corazón; puede que no acabara de declararse del todo, pero sí
me había dicho que me quería. Ojalá te
quisieras la décima parte de lo que lo hago yo. Ojalá te quisieras la décima parte de lo que lo hago yo. Ojalá te quisieras la décima parte de lo que
lo hago yo-. Así te darías cuenta de que mi verdadero lujo eres tú.
-Vale,
pero tienes que admitir que estar en un sitio un poco más glamuroso que mi
comedor también ayudaría.
-O
no. Seguro que a tus padres les invitarían amablemente a abandonar el salón
como a tu madre se le ocurriera cenar sentada en el regazo de Dylan.
Alcé
una ceja.
-¿Quieres
cenar sentada en mi regazo?-repetí, seguro de que no la había oído bien, y
Sabrae esbozó una sonrisa radiante.
-Si
insistes…-y se estiró para coger su tenedor y pinchar una albóndiga. Se llevó
un trocito a la boca y luego me llevó otro a la mía, mientras sus dedos
jugueteaban con los mechones de mi pelo, y juro que jamás había estado así de
feliz, creyéndome bastante, merecedor de ella, sabedor de que la hacía feliz
sin tener que esforzarme, porque con mi presencia era suficiente. Más que
suficiente.
Le
aparté un mechón de pelo de la cara para darle un beso en la mejilla antes de
empezar a comer, y Sabrae sonrió y arrugó la nariz. Trufas aprovechó que estábamos distraídos para subirse de un salto a la mesa de Sabrae y
empezar a roer su pan, pero no podía darnos más igual. Comimos como habíamos
puesto la mesa: charlando, picándonos, y de vez en cuando dándonos besos con
sabor a tomate y orégano. La verdad es que Tommy se había pasado con la receta
de mi madre, mejorando incluso algo que yo pensaba que era perfecto, o puede
que fueran los besos de Sabrae. No estaba seguro de a qué se debía exactamente
que la cena estuviera tan deliciosa; puede que fuera una mezcla de todo, o
algún ingrediente secreto que mi amigo le había echado a la carne para hacerla
incluso más sabrosa. El caso es que me encantó, y cuando le llegó el turno al
postre, el conejo estaba tumbado panca arriba en la mesa, empachado de comer
tanto pan ahora que no había nadie vigilando su dieta.
Sabrae
se limpió con la servilleta, riéndose, mientras yo recogía los platos (la
obligué a quedarse en su sitio, lo cual me costó bastante), y traía un par de
boles para helado. Coloqué una tarrina de helado de maracuyá sobre la mesa, y
Sabrae alzó una ceja.
-¿Esto
es una especie de afrodisíaco, o algo así?-preguntó, y yo me reí.
-¿Acaso
lo necesitamos?-le saqué la lengua y ella sonrió, cogiendo un poco de helado
directamente de la tarrina con la cuchara. Cerró los ojos mientras saboreaba
los toques ácidos de la fruta perdida entre el frío y su sonrisa se amplió un
poco más.
-Creo
que no hay fruta que me guste más que la maracuyá.
-A mí
también-confesé, dándole un beso en la sien-. Me trae buenos recuerdos. Es como
las rosas. Ahora, siempre que veo una, pienso en ti.
-A mí
me pasa igual, ¡y eso que no tengo un invernadero en casa!-echó una mirada en
dirección al invernadero de cristal del jardín, y lanzó un suspiro-. A tu madre
le encantan las plantas, ¿verdad? Creo que es la persona que más flores tiene
de todas las que conozco, y eso que mi madre recibe muchas flores de sus
clientas. Algunas tienen floristerías, ¿sabes?
-Es
que mi madre estudió Botánica-expliqué, y Sabrae alzó las cejas, sorprendida.
-Vaya.
No sabía que tu madre hubiera ido a la Universidad.
-Sí
que fue, pero no la terminó. En realidad, empezó Botánica, pero la tuvo que
dejar porque se quedó embarazada de Aaron y necesitaba trabajar. Supongo que lo
de ser de clase media-baja es genético-sonreí, y Sabrae chasqueó la lengua,
disgustada, acariciándome el pelo-. Eh, no pasa nada. Estoy orgulloso de mis
raíces. Mi madre es una campeona. A pesar de que tuvo que dejar de
matricularse, siguió estudiando. De hecho, estoy bastante seguro de que, si se
presentara a los exámenes de la carrera, los aprobaría y conseguiría el título.
Siguió con el temario a pesar de no estar matriculada porque tenía que
trabajar. Eso sí que es vocación. Tiene que gustarte mucho algo para seguir
sacrificándote por ello incluso cuando no te va a reportar ningún beneficio.
-Como
te pasa a ti con el boxeo-reflexionó ella, y me la quedé mirando. Carraspeé.
-Sí,
bueno. Yo boxeando me relajo, y me mantengo en forma. Es como mi método de
meditación. No sé si sería lo mismo…
-Yo
creo que sí. A mí me pasa eso cuando estoy dibujando. No quiero ser dibujante,
ni mucho menos, pero me transmite mucha paz, y quiero hacerlo lo mejor posible.
Como tú con los guantes o tu madre con sus plantas. Puede que no vaya a usarlas
para nada, pero con tenerlas simplemente ya le basta. Las cosas no tienen por
qué reportarnos ningún beneficio más que tranquilidad-reflexionó-. Es algo que
he aprendido de mi padre. Tiene ansiedad, ¿te lo había contado?-preguntó, y yo
asentí con la cabeza. Sabrae jugueteó con la cuchara-. Cuando era pequeña y le
veía pintando, pensaba que lo hacía porque era parte de su trabajo. Crecí
viendo cómo se grababa cada vez que se le ocurría una canción, y como canta muy
bien, pensaba que todo lo que hacía bien era parte de su fama. Pero siempre me
preguntaba qué hacía con los dibujos, con los graffitis y con todas esas cosas
que pintaba en casa y que luego nunca aparecían por ningún sitio, así que un
día le pregunté, y, ¿sabes lo que me contestó?-hizo una pausa dramática-. Que
no tienes que buscar un por qué para hacer las cosas que te hacen sentir bien.
Y la verdad es que tiene razón. Con que algo te haga feliz, es más que
suficiente.
Le
acarició la tripa a Trufas,
pensativa, bajo mi atenta mirada.
-Eres
súper sabia-admiré, y ella se sonrojó un poco.
-Simplemente
tengo curiosidad-se encogió de hombros, pasándose una mano por el cuello-. Me
gusta saber cosas, simples o complejas, y mejor si poca gente las conoce.
-Sí,
me consta-asentí, pensando en la charla que habíamos tenido el día que nos
encontramos en Camden, cómo me había expuesto su preocupación porque sabía
cosas de mí que nadie más sabía, pero los datos más básicos (como mi color
preferido, por ejemplo) eran un misterio para ella.
-Por
eso no te he dicho que no aún-comentó, poniéndome la mano en el brazo, y yo
fruncí el ceño, sin entender a qué venía aquello, pero dejé que siguiera
hablando-. No tiene nada que ver contigo, Al, de verdad. Simplemente… soy feliz
estando juntos, y ya está. No necesitamos etiquetas.
-Ya,
si lo sé. Lo hemos hablado, ¿recuerdas? Me lo dejaste claro, y estamos de
acuerdo.
-Sólo
quería confirmarlo.
-¿Confirmar?
¿El qué?
-Que seguíamos de acuerdo en eso.
-¿Por
qué no íbamos a seguir de acuerdo? No ha cambiado absolutamente nada desde la
última vez que lo hablamos.
Suspiró,
aliviada.
-Vale.
Es que, bueno… hablé con Scott el otro día, y me dejó bastante claro lo que
opina de… mi postura respecto a lo nuestro.
-Ah,
no me digas. Te soltó un sermón, ¿verdad?-puse los ojos en blanco y Sabrae
frunció el ceño.
-Sí,
¿por qué? ¿Te lo ha contado?
-No,
pero también me lo ha soltado a mí-me reí con amargura, negando con la cabeza-.
El día del despacho. No sé cómo, pero llegó a la conclusión de que no querías
que fuéramos más en serio por cómo me comporto cuando ando cerca de una chica
que no eres tú.
-Sólo
es fachada-respondió, decidida.
-Eso
le dije.
-Eso
no hace menos fuertes tus sentimientos hacia mí.
-Eso
le dije.
-E
incluso si te atrajeran las demás como te atraigo yo, que yo no quiera
formalizarlo no tiene que ver con eso.
-Vaya,
Sabrae, ¿tenías un micrófono en el despacho y estuviste escuchando la
conversación? Porque también le dije
eso.
Sabrae
se mordisqueó los labios, pensativa.
-Hablaré
con mi hermano. Se está metiendo donde no le llaman.
-Sólo
se preocupa por nosotros. Por los dos, de manera individual. Tú eres su hermana
y yo soy uno de sus mejores amigos. Con razón Tommy no quería verlo cerca de
Eleanor-me reí con sorna-. Está en una posición un poco jodida.
-Aun
así, no tiene derecho a meter las narices entre nosotros-declaró Sabrae con
determinación-. Lo que pase entre nosotros sólo nos atañe a nosotros dos.
Trufas se despertó de repente y se
incorporó de un brinco. Sabrae lo miró.
-Así
es, bichito-asintió con la cabeza y Trufas
la analizó con atención, decidiendo si iba en serio o si se estaba marcando un
farol, si le estaba riñendo o felicitando por no ser una marmota las
veinticuatro horas del día, y sólo veintitrés. Trufas saltó al regazo de Sabrae y, tras hartarse de mimos de ésta,
finalmente se bajó al suelo y brincó en dirección al salón, donde le escuché
tirar el mando de la televisión al suelo cuando se puso a mordisquear las
revistas de la mesa. Quien diga que los conejos son animales tranquilos no ha
conocido a este puto demonio. Prefería mil veces tener que lidiar con una
manada de cabras puestas de cocaína a tener que cuidar a Trufas por la noche, cuando se le cruzaban los cables (puede que
fuera un conejo lobo y la salida de la luna le afectara más de lo que cabía
esperar) y se volvía completamente loco. Le afectaba muchísimo cuando Mimi no
pasaba las noches en casa, y había que tener un cuidado increíble con él.
Cuando
fui a quitarle la última edición de Vogue de las fauces, Trufas empezó a correr en círculos por el salón.
-Da
gracias de que no tenga una pistola de dardos tranquilizantes, puto
gordo-gruñí, decidiendo que, para la próxima noche que quisiera pasar a solas
con Sabrae, tenía que pedirle a Mimi que se llevara al demonio que tenía por
mascota con ella. Jodido monstruito.
Trufas se puso en pie sobre sus patas
traseras, atento a lo que acababa de decirle. Por un momento, pensé que se
comportaría como un animal al que le funcionan las neuronas correctamente. Y
luego, salió escopetado hacia las escaleras. Las subió de dos en dos, chocó en
el penúltimo escalón, se cayó rodando a la planta baja, y probó con el otro
tramo de escaleras. Me miró desde arriba, esperando que lo siguiera.
-No
quiero jugar, Trufas.
Trufas empezó a correr en círculos en el
pasillo que conectaba los dos tramos de escalera. Se levantó de nuevo sobre sus
patas traseras, con las orejas alzadas y los ojos negros clavados en mí.
-Vete
a la habitación de Mimi a dormir, Trufas-le
dije. Trufas parpadeó. Se acercó al
borde del pasillo, coló la cabeza por entre los barrotes de la barandilla, y
olfateó el aire-. Trufas. Céntrate.
Mimi-silabeé despacio para que me entendiera-. Dormir. Vamos, venga, hombre.
Trufas clavó sus ojos en mí, parpadeó,
meneó la nariz, agachó las orejas, y coló todo su cuerpo por entre la
barandilla. Noté que se me ponían los huevos de corbata. Si se caía al suelo,
se mataría. Y si se le moría el conejo mientras yo estaba cuidándolo, Mimi me
mataría. Además, claro, del disgusto que me daría a mí. Puede que fuera un puto
sociópata, pero era un puto sociópata suave y cariñoso.
-¿Qué
haces? Te vas a caer, ¡échate para atrás!
Trufas parpadeó. Sabrae se asomó a la
puerta de la cocina, curiosa. Trufas
la miró un instante, y después, volvió a mirarme a mí. Se encogió un momento,
aovillándose con la vista al frente, y luego, la madre que lo parió, pegó un
brinco. Saltó al vacío como el paracaidista que lleva a su espalda dos
paracaídas, solo que él era un puto conejo que estaba para encerrar.
-¡TRUFAS!-chillé, corriendo hacia el punto
en el que calculé que caería y abriendo los brazos para cogerlo. Sabrae se
quedó clavada en el sitio, sin saber qué hacer, observando con fascinación la
parábola que dibujó el conejo en el aire antes de, gracias a Dios, caer en mis
brazos-. ¡PUTÍSIMO ANIMAL! ¿ES QUE ESTÁS MAL DE LA CABEZA?-le reñí,
enganchándolo de la piel del cuello y levantándolo en el aire ante mí-. ¡SI
LLEGO A SABER QUE TE IBAS A CONVERTIR EN UN JODIDO SUICIDA, TE HABRÍA DEJADO EN
LA TIENDA PARA QUE ALGÚN FABRICANTE DE AMIGOS SE HUBIERA HECHO UNOS GUANTES
CONTIGO!-lo estreché contra mi pecho, sintiendo cómo el nudo de mi garganta se
iba deshaciendo poco a poco. Trufas
gimoteó, acusando la presión de mis brazos; consiguió escurrirse hacia mi
hombro y, de ahí, tirarse al suelo. Se empotró contra mis piernas antes de
echar a correr escaleras arriba, y Sabrae me miró.
-No
hablo conejo, pero creo que está intentando decirte algo.
-La
próxima vez, que me mordisquee los calcetines, como hacen los animales
normales.
-Dicen
que las mascotas se parecen a sus dueños.
-¿Estás
llamando anormal a mi hermana, Sabrae?
-No-respondió
ella, en tono de listilla-. Te lo estoy llamando a ti-y se metió en la cocina
con la cabeza bien alta. Bufé, negué con la cabeza y, cuando Trufas se acercó de nuevo a la
barandilla de las escaleras, levanté las manos, le dije “vale, vale, ¡ya voy!”
y subí con cuidado. No me fiaba de que no le diera por volver a saltar, y ahora
no había nadie para salvarle esa vida que para él no valía una mierda.
Por
suerte, cuando llegué arriba, Trufas
brincó y trotó dócilmente hacia la habitación de mi hermana. Cuando vio que no
iba tras él, salió en mi busca. Empujé la puerta de la habitación de Mimi, y me
lo encontré subiendo y bajando de la cama como si estuviera en una clase de
aeróbic. Mimi se había dejado algo sobre la cama, algo que Trufas había tirado en uno de sus triples saltos mortales. Mientras
el conejo se sentaba en la almohada, dejándosela perdida de pelos, me acerqué a
la cama para recolocar lo que quiera que fuera aquello.
Entonces,
reparé en que había un folio doblado al lado de la caja. Imbécil, podía leerse en él. No debería, pero me di por aludido y
cogí el folio, intuyendo que sería una nota. Miré a Trufas.
-Qué
simpática tu dueña, ¿eh? Le salvo la vida a la bola de pelo desquiciada que
tiene por mascota, y mira cómo me lo paga.
Abrí
el folio como si fuera una postal y leí la nota que Mimi había escrito con su
letra redondeada, grande y bonita en su interior.
Iba a volver a robarte los condones por si
esta noche triunfo, pero luego he pensado que Sabrae no se merece que la
convenzas para hacerlo sin protección…
-Pero, ¿qué obsesión tiene
todo el mundo con que yo no me pongo condones?-le pregunté a Trufas, que empezó a revolcarse en la
almohada-. Si soy el primer interesado en no tener críos tan pronto.
… así que, para evitarle al mundo el tremendo
sufrimiento que sería un mini tú, y de paso pedirte disculpas por lo de la
última vez, te he cogido esto. No lo abras estando solo. Lo sabré. Trufas
me lo contará.
Tu fantástica, preciosa,
listísima, talentosísima hermana (que no te mereces).
-No,
sí, ya te digo yo que no me merezco este sufrimiento que es compartir techo
contigo-gruñí, cogiendo la caja y rasgando el papel de regalo. Trufas bufó-. ¿Qué? ¿Vas a arrastrarme
escaleras abajo? Sólo me estoy asegurando de que no sea algo que explote. Pero
qué cojones hago dándole explicaciones a un maldito conejo…-musité, rasgando el
papel. No pude evitar sonreír cuando vi la marca Durex en la parte de caja que
quedó libre. Además, traía el precinto de garantía, así que Mimi no habría
agujereado los condones.
Miré
al conejo, que se estaba rascando una oreja.
-Te
parecía que era hora de intercambiar regalos, ¿no? ¿Es eso?
Trufas dejó de patalear con su inmensa
pata trasera y se me quedó mirando.
-Vale.
Captado. Vamos a por el regalo de Sabrae, venga-le insté, y no necesitó que se
lo dijera dos veces. Me persiguió hacia mi habitación, se arrebujó en el cojín
mientras yo abría el armario y sacaba la bolsa de papel con un lazo que me
habían puesto en la tienda donde le había cogido el regalo a Sabrae, y se
levantó para seguirme escaleras abajo cuando vio que abandonaba mi habitación.
Cuando
llegué al comedor, me encontré con que Sabrae se me había adelantado en el tema
de los regalos. Había dejado la enorme bolsa de tela que se había traído de su
casa sobre la mesa, con las asas anudadas imitando un lazo. Mientras yo me
peleaba con Trufas, había retirado
todos los platos de la mesa, dejando sólo las velas y el pequeño jarrón con las
flores.
-Mi
momento favorito del día, ¡hora de los regalos!-festejó, y yo me reí.
-¿No
decías que no eras materialista?
-No
seas bobo. Me muero de ganas por ver la cara que pones cuando veas qué te he
regalado.
-Déjame
adivinar, ¿es una muñeca hinchable?
-¿Cabría
una muñeca hinchable en esta bolsa, Alec?-preguntó con cierto fastidio.
-Si
no tiene aire, yo diría que sí.
-Pues
no es una muñeca hinchable, siento decepcionarte.
-Vaya.
Yo que me había hecho ilusiones después de la conversación de la
yogurtería…-comenté-. Por cierto, adivina quién te quiere mucho-señalé,
lanzándole la caja de condones, que cogió al vuelo.
-¿Tú?
-Aparte
de mí, quiero decir.
Sabrae
rasgó el papel y sonrió al leer el contenido de la caja: doce condones de la
gama Intense Orgasmic, con la caja
negra y un dibujo en rosa y azul. Sabrae sonrió.
-Qué
detalle de parte de tu hermana.
-¿Sabes
qué es lo mejor? Que seguro que se murió de vergüenza mientras los compraba.
Imaginarme su cara de “me quiero morir”, sabiendo cómo es, me hace más ilusión
que los condones en sí.
-Probablemente
se los haya comprado Eleanor. Es la misma gama que usa Scott-reflexionó Sabrae,
haciendo girar la caja en sus dedos.
-Así
que condones con efecto especial, ¿eh? No me esperaba menos de tu hermano. Típico
de él usar truquitos en la cama.
-Tú
también usas truquitos.
-¿Como
por ejemplo…?
-Sabrae-Sabrae
se puso rígida, hundiendo la voz varias octavas-. Mírame a los ojos. Quiero ver
cómo te corres-y se echó a reír, histérica.
-Yo
no hablo así-protesté-. Pareces un camionero incubando cáncer de garganta.
-Sí
hablas así. Cuando estás cachondo, sí. Ya te grabaré.
-Sí,
hombre. Que te crees tú que te voy a dejar que nos hagas un sex tape. Seguro que lo subes a Pornhub,
no me dices nada y te quedas con todos los beneficios.
-¿Tan
evidente es mi plan sin fisuras?
-Las
grandes mentes piensan igual-le recordé, y ella sonrió. Cogió la bolsa y me la
tendió con una carita de ilusión que me dio ganas de comérmela a besos. Cuando
me senté y deshice el nudo de las asas de la bolsa, Sabrae juntó las palmas de
las manos y pegó el dorso de los dedos a su boca, mordisqueándose la sonrisa.
En el
interior de la bolsa había una caja envuelta en papel de regalo rojo, con un
gran lazo amarillo rojo en su tapa, todo muy rollo navideño que no me
disgustaba, la verdad. Deshice el lazo de la tapa y la retiré.
Y,
entonces, las paredes de la caja se abrieron como los pétalos de una flor. En
su interior, había otra caja un poco más pequeña, ahora blanca, con un lazo
azul en su parte superior. En las paredes de la caja que ahora se habían
abierto, había varios folios que conformaban un mensaje.
¡Hola, Al! He pensado que, ya que tienes
raíces rusas, te parecerá divertido un regalo como una matrioshka. Y dentro de
las matrioshkas siempre hay algo escondido, así que mira en la tapa de la caja
que acabas de abrir.
Sabrae soltó una risita
cuando yo le di la vuelta y me encontré con una lámina dorada pegada con celo
en su interior, combinando con el lazo. Lo despegué y sostuve la lámina frente
a mí: se trataba de una imitación de los billetes dorados de Willy Wonka de la
película Charlie y la fábrica de
chocolate, con un sello de autenticidad incluido. En aquel billete, sin
embargo, había escrito con tinta negra, en la caligrafía de Sabrae “Vale por un
abrazo cuando estés triste”.
Levanté
la vista y la miré.
-Sigue
abriendo tu regalo-me instó antes de que pudiera decirle nada, así que obedecí.
Levanté la tapa de la caja y, como esperaba, las paredes de la caja se abrieron
de nuevo, revelando tres fotos que Sabrae había impreso en formato Polaroid
(una foto de nuestras sombras en el parque, haciendo el tonto en la cola de una
atracción, y de ella con mi chaqueta de boxeador) y pegado con cuatro tiras de
celo, amén de otro billete dorado, esta vez un “Vale por una peli de miedo para
acurrucarnos mucho”.
Y,
dentro, otra caja. Levanté la tapa y lo mismo: tres fotos (de nuestras manos
entrelazadas, de Sabrae en el restaurante Imperium, y mía en el mismo lugar), y
otro vale, “por un beso cuando yo esté de morros y no quiera dártelo”.
Otra
caja más. Tres fotos (una captura de pantalla del vídeo que había subido a sus
historias de Instagram cantando, desnudos en la bañera; una foto de nuestras
sombras mientras nos abrazábamos, y de los yogures que habíamos tomado cuando
fuimos a Camden), y otro vale. “Vale por un postre para chuparse los dedos”.
Y
otra caja más. Tres fotos (yo apartándola para que no me hiciera una foto
mientras fumaba después de hacerlo, su silueta en el invernadero de mi madre, y
ella sonriendo a cámara en el reflejo del espejo del baño de las chicas en la
discoteca del baño de Jordan, con la ropa que llevaba la primera vez que probé
sus labios y su delicioso sabor) y otro vale. “Vale por una fantasía sexual,
sin prejuicios”. Sonreí.
-Creo
que éste lo voy a canjear pronto-comenté, y Sabrae se rió.
Retiré
la tapa de la caja y me encontré con otra más, acompañada de tres fotos (una selfie que nos habíamos hecho escuchando
a The Weeknd, una foto con Trufas y
yo dándole un buen bocado a uno de sus brownies en mi cama) y un vale más.
“Vale por un viaje de fin de semana, adonde tú quieras”. En la tapa de la caja
que acababa de asomar, había una etiqueta anudada que rezaba ¡Ya casi estás!
Tiré de la tapa y la caja se
abrió, mostrándome tres fotos (la foto que nos habían hecho en Nochevieja,
donde yo la agarraba de la cintura de una forma en que dos archienemigos como
se suponía que éramos, a efectos de mi madre, no se agarraban; Sabrae con mi
sudadera de Whitelaw 05 y los dos besándonos en su cama, la noche en que nos
vimos desnudos completamente por primera vez), un pequeño sobre cerrado del
tamaño de los vales (supuse que éste sería muy gordo, tipo “Vale por un trío
con la chica que tú elijas”). Y, en el lugar que habían ocupado antes las
cajas, ahora había un paquete de regalices, una grulla de origami en tonos anaranjados, y una foto enmarcada de nosotros dos.
La reconocí en el momento por ser una de mis fotos favoritas; estábamos
tumbados en el suelo mirando a cámara, sonrientes, con el pelo de Sabrae
haciéndole de aureola como si fuera un ángel, y en nuestros rostros se reflejaban
las luces de una puesta de sol que habíamos visto en un iglú.
Me la
quedé mirando con una sonrisa tonta en los labios, y ella se mordió la suya.
-Puedes
abrir el sobre-me indicó, y yo obedecí. Lo despegué con cuidado de la pared de
la caja y lo abrí.
¿Recuerdas
cuando dije que sería algo gordo, tipo “vale por una orgía”, o algo así? Bueno,
pues era algo gordísimo.
“Vale
por un «Te quiero», no como contestación a uno que me digas tú, antes de que te
lo diga por primera vez”.
Levanté
la vista y la miré.
-Sabrae…
-Aún
hay más.
-¿Más?
¿Qué más puede haber que un te quiero tuyo?-pregunté, y ella simplemente señaló
el sobre con los ojos chispeantes de felicidad. Me fijé entonces en que no
estaba vacío: aparte del vale, había un folio doblado con cuidado. Lo extraje y
leí en voz alta su contenido.
-Yo,
Alec Theodore Whitelaw, le pagaré a Sabrae Gugulethu Malik la cantidad
resultante de la mitad del presupuesto del viaje, porque soy un puñetero
orgulloso incapaz de aceptar un regalo que cueste más de tres libras. En
Londres, a (fecha). Firmado: Alec Theodore Whitelaw, Sabrae Gugulethu Malik.
Sabrae
ya había estampado su firma sobre la línea de puntos. Agité el papel en el
aire.
-¿Qué
es esto?
-Es
un pagaré.
-Me
he dado cuenta. Es muy formal.
-Gracias.
Le he copiado el formulario a mi madre-explicó-. Bueno, ahora tienes que seguir
las instrucciones que están abajo del todo, en letra pequeña.
Leí
lo que ponía en unas letras minúsculas, que casi costaba leer, y me reí.
Resultó que la primera caja estaba envuelta en papel de regalo porque escondía
algo en su interior, así que me tocaba romperlo. Así lo hice, y me encontré con
otra carta de Sabrae, escrita con muchísimo cariño.
“Querido
Alec (mi Sol),
Estos
meses contigo han sido una montaña rusa de emociones. No he sufrido tanto por
nadie como he sufrido contigo, ni tampoco he sido tan feliz con nadie como lo
soy contigo. Desde que tengo uso de razón, tú siempre has estado ahí, formando
parte de mis recuerdos buenos y de mis recuerdos malos a partes iguales. Por
eso me alivia pensar que ya tenemos un historial asentado, que no podemos vivir
el uno sin el otro y que no vamos a tener que hacerlo nunca.
Eres
una persona increíble. Lo sé porque rara vez las personas increíbles se dan
cuenta de lo especiales que son. Tienen a minusvalorarse, a decir que lo que
hacen es lo que haría cualquiera, cuando no es así. La bondad pura y absoluta,
la bondad como la que tú tienes, es muy escasa en este mundo, como una flor que
crece en el desierto; y yo me siento tremendamente afortunada de poder estar a
tu lado y disfrutar de esa bondad. Ojalá algún día pueda despertarme a tu lado
y ver que a no te odias como lo haces, que ya no luchas contigo mismo con esa
fiereza con que lo haces sin darte cuenta, sino que te quieres y te admiras de
la manera en que lo hago yo, la manera en que tú te mereces.
Me
has enseñado muchísimo, y no en el sentido literal de la palabra. Contigo estoy
aprendiendo lo que creo que no podría aprender ni en mil vidas. Poquitas
palabras en ruso, apenas un par en griego, métodos de boxeo y tradiciones
extranjeras que tú haces que sean un símbolo de hogar, porque son parte de ti,
y tú eres mi casa. Pero también me has enseñado a no juzgar un libro por sus
tapas, a que sólo acercándote de veras a una persona puedes saber cómo es
realmente, y a amar. A amar y a llorar de alegría y felicidad y a luchar contra
viento y marea; ese sentimiento poderoso capaz de sacar planetas de sus órbitas
si se le pone a prueba de manera suficiente. Me has abierto todo un mundo de
posibilidades, en todos los sentidos: es como si, antes de conocerte, de
conocerte de verdad, viviera en una burbuja opaca que me impidiera ver,
oír, tocar, oler, saborear. La primera vez que te besé, supe al instante que mi
vida había cambiado, pero no lo trascendente que era ese cambio (en ese momento
me di cuenta de que me gustaba ese gilipollas que pensaba que eras, nada más).
Lo que nunca había imaginado es que todo lo que estaba buscando en un compañero
estaba ahí, justo a mi lado.
Supongo
que pensarás que soy una hipócrita por decirte que lo tienes todo, y sin
embargo negarte la única cosa que me has pedido, y la verdad es que tienes
razón. Estás en tu derecho a pensar que soy una ilusa, una tonta, y no te
equivocarías: me he pasado la vida creyendo que no merecías la pena, que las
chicas que se peleaban por ti eran estúpidas, cuando en realidad, la única
estúpida soy yo. Porque lo cierto es que nadie que te conozca podría decir una
mala palabra sobre ti sin estar mintiendo descaradamente.
La
realidad es que estoy total, absoluta, irremediable y profundamente enamorada
de ti. Te quiero como quieren en las películas, pero durante más de dos horas;
te quiero como quieren en los libros, pero de forma visible y tangible. Te
quiero por todo lo que eres, todo lo que sé que vas a ser (el dueño de tu vida,
de tu subconsciente, de tu amor propio; un novio, un marido, un padre increíble
de alguien que, espero, tenga relación directa conmigo), pero, sobre todo, por
lo que no eres ni jamás serás: producto de tus genes, esclavo de tus traumas,
la historia repetida. Ante ti se abren dos caminos a cada paso que das: el del
amor y el del odio, y tú nunca, jamás, has vacilado en tomar el primero. Por
eso protesto cuando me dices que tienes suerte de estar conmigo: porque sé que
la afortunada soy yo.
Me
has enseñado que la familia es más que la sangre y la gente que está contigo
todos los días desde que eres pequeña: a la familia también la eliges, también
la vas construyendo poco a poco, y yo quiero pensar que la mía ha crecido desde
que estamos juntos. No sólo te aporto a ti a mi vida (que ya eres muchísimo),
sino también el amor que me haces sentir, tanto manando de mí como manando de
ti.
Créeme
si te digo que me cuesta muchísimo pedirte que te quedes conmigo, porque soy
egoísta y quiero tenerte cerca siempre. Créeme si te digo que me muero de ganas
por decirte lo que siento, y por eso te he hecho ese vale, porque necesito una
vía de escape y tú te mereces dejar de esperar, aunque sólo sea una vez. Te
mereces elegir cuándo, dónde y cómo quieres que te diga todo lo que siento. Has
hecho mi mundo infinitamente más grande, así que lo justo es que puedas escoger
dónde quieres que yo reúna la valentía suficiente para decirte que te quiero
sin desmoronarme por los meses en que no podré hacerlo; supongo que sólo me
estoy acostumbrando al silencio. Así que por eso te lo digo por carta: te
quiero, te quiero, te quiero. Muchísimas gracias por este día. Me da igual el
plan que tengamos, siempre que sea contigo.
Pero,
ahora que lo pienso, puede que nos merezcamos algo especial. Desde luego, tú te
lo mereces. Por eso, quiero que desmontes la foto que te acabo de regalar.
Me
apeteces, hoy, ayer, mañana y siempre,
Tu
Sabrae.”
Me la
quedé mirando con lágrimas en los ojos. Apenas podía respirar con normalidad.
Definitivamente, esta chiquilla tenía un don con las palabras.
-Sabrae…
yo… gracias-jadeé, limpiándome las lágrimas con el dorso de las manos. Ella
jadeó.
-Cariño…
no llores. Y no me las des; aún no. Primero, tienes que abrir tu último
regalo-sonrió, acariciándome la cabeza y dándome un beso en ella. Estiré una
mano temblorosa en dirección a la fotografía enmarcada de los dos, y retiré la
parte trasera.
Había
un último folio, éste impreso en blanco y negro, doblado varias veces para que
cupiera dentro del marco de la foto.
Y
casi me desmayo cuando lo abro.
Déjame
ponerte en situación: The Weeknd sacaba disco en unas semanas, así que el tour
reglamentario de lanzamiento era inminente. Sabrae y yo ya habíamos hablado de
ir al primer concierto que hiciera en Londres, y estábamos bien atentos para
cuando anunciaran las fechas (que yo esperaba que fueran antes de que me fuera
de voluntariado; y si no, con dos cojones, volvería en un viaje relámpago para
que ese individuo me bendijera los oídos en vivo y en directo) poder pillar
entradas a la velocidad del rayo; ahí sí que no me importaba que Zayn usara sus
influencias. Pero, antes de su tour, The Weeknd iba a actuar en algunos
festivales por los que, se sospechaba, no pasaría con su gira de conciertos
propia.
Y el
primero de ellos era en Barcelona. Donde, casualmente, Sabrae ya había
reservado entradas.
-¿Qué
me dices?-preguntó -. ¿Vamos a ver a The Weeknd a Barcelona?-esbozó una tímida
sonrisa y yo me levanté, la estreché entre mis brazos, y me eché a llorar a
lágrima viva. Ahora lo entendía todo. La
charla sobre que tenía que aceptar que de vez en cuando pagase ella y yo fuera
el consentido, el pagaré… todo. Todo había sido ella preparándome para ese
momento, cuando debía poner mis ganas de irme de viaje con ella por encima de
mi orgullo.
-Te
quiero-gimoteé como un niño-, te quiero, te quiero, te quiero.
-Yo
también te quiero, Al-ronroneó, acariciándome el cuello y la espalda como la
mejor novia del mundo que era. Porque puede que no lo fuera oficialmente, pero
le daba mil vueltas en cuanto a estatus sentimental a Diana, Eleanor, o
cualquier otra chica que estuviera emparejada. La carta había sido preciosa, lo
de las entradas ya era espectacular, y ella… ella no era de este mundo.
-Joder…
eres de lo que no hay, tía-me eché a reír, emocionado. Me temblaba todo el
cuerpo. ¡Iba a ver a The Weeknd con Sabrae! No se me ocurría mejor plan, de
veras que no. Había pasado noches en vela pensando en cómo haría si The Weeknd
venía a Londres para cuando yo estuviera en Etiopía, y Sabrae me había quitado
un enorme peso de encima de un plumazo-. ¿Cuánto tiempo hace que las tienes?
-Sacaron
una nueva remesa hace un par de semanas-explicó-. Le pedí a papá que hablara
con su mánager para conseguir dos. Todo el festival está agotado.
-Joder,
me muero, en serio. Te puto adoro, Sabrae, te puto adoro-le cogí la cara entre las manos y la estreché entre mis
brazos. Sabrae rió por lo bajo y se entregó a mi beso-. Joder. Qué manía tienes
con hacerme quedar mal siempre.
-Calla,
exagerado.
-Es
la verdad. Tú vas y me pillas entradas para literalmente el mejor cantante que
ha pisado nunca este país, y…
-Cuidado,
chaval, es con la hija de Zayn con
quien estás hablando-me recordó, dándome un codazo.
-Lo
siento, nena, pero los hechos son los hechos. The Weeknd es superior.
-Las
entradas están a mi nombre; a ver si me da por ir con Amoke, al final…
-No
me harías eso, ¿verdad que no, amor?-supliqué con desesperación, y ella se rió
y negó con la cabeza.
-No,
bobo. Por supuesto que no-me acarició el pelo una vez más y yo me la quedé
mirando.
-Joder,
Sabrae… eres consciente de que vamos a tener hijos juntos, ¿verdad?-solté, y
ella se puso colorada.
-Bueno,
¡será si yo quiero! Todo depende de cómo te portes hoy. La verdad es que ibas
bastante bien, pero… ya veremos cómo se desarrolla la noche.
-Jamás
había visto a nadie decir “dame mi puto regalo, gilipollas” con la elegancia
con que acabas de hacerlo tú-me reí, limpiándome las lágrimas con el dorso de
la mano y acercándole la bolsa. Sabrae parpadeó.
-Oh,
no. Yo me refería a cuando nos fuéramos a la cama. Sinceramente, Al, el regalo
me da igual. Yo lo que quería era hacerte un regalo yo a ti. Sabía que no ibas a poder rechazármelo-se encogió de
hombros-. Hoy, no.
-Bueno.
Aun así, abre el tuyo.
Sabrae
se sentó tras murmurar un dócil “de acuerdo”, tumbó la bolsa y deshizo el nudo.
-Antes
de que lo abras…-empecé cuando ella sacó un paquetito dorado del interior-. Quiero
que sepas que soy perfectamente consciente de que mi regalo es una mierda al
lado del tuyo.
-Esto
no es una competición, Alec. Además, seguro que me encanta.
-Ya,
bueno, yo sólo… no quiero que te decepciones-me pasé una mano por el pelo-. Porque,
a ver. Bueno, ya hemos hablado de esto, pero… yo no tengo las posibilidades a
las que estás acostumbrada. Créeme, lo lamento mucho, pero de momento, es así. Voy
a esforzarme al máximo…
-Alec…
-Te
rogaría que te callaras-espeté, y Sabrae arqueó las cejas.
-¿Perdona?
-Llevo
toda la semana perfeccionando este puñetero discurso en las notas del móvil y
aprendiéndomelo de memoria, y quedaría un poco cutre si ahora sacara el
teléfono y me pusiera a leértelo, así que… cierra la boca y escucha dos
segundos, Sabrae.
Sabrae
se rió, asintió con la cabeza, se reclinó en el asiento, se pasó una cremallera
imaginaria por los labios y se cruzó de brazos, expectante.
-Vale,
eh… ¿por dónde iba? Joder. He perdido el hilo. Me he quedado en blanco. Hostia,
Sabrae, tía. Ya te vale. Bueno, pues… eh… que no puedo llevarte a esos sitios
tope elegantes a los que Scott lleva a Eleanor o Tommy a Diana, vaya. Ojalá pudiera
llevarte a restaurantes en los que tardas más en leer el nombre del plato que
en comértelo, donde los camareros no hablan nuestro idioma (eso sí, después de
dar unas clases de francés para no parecer un paleto) o… eh… decía algo de un
templo en mi monólogo estelar-jadeé-, pero ahora no me acuerdo.
Sabrae
soltó una carcajada.
-Me
encantas, Alec.
-Esto…
Eh… bueno. Que no te puedo dar todo lo que las chicas queréis, y te mereces,
como… ¡bolsos!-chasqueé los dedos-. Sí. Bolsos más caros que mi moto, o zapatos
de un tacón más alto que mi gemelo, y… eh… diamantes-Sabrae asintió con la
cabeza, concentrada en mis palabras-. Del tamaño de ciruelas. Que, la verdad, a
mí personalmente me parecen pura ostentación, pero oye, cada cual con sus
gustos. Es decir… a ti te gustan los tíos, gracias a Dios; a mí no me van ni un
pelo, pero respeto tu opinión, que es tan válida como cualquier otra. No es que
yo me imagine ni en un millón de años acostándome con un hombre, pero mira, que
no pasa nada, los gays existen y hay que respetarlos. Bueno, mientras no hagan
daño a nadie, porque si un asesino mata a alguien, por mucho que sea gay, pues
tiene que ir a la cárcel, ¿sabes? No vamos a hacernos ahora todos gays para
andar matándonos entre nosotros, ¿te imaginas? Sería la puta jungla. O sea, si
fueran ladrones… pues todavía. El robo no es tan grave como el homicidio, pero
aun así habría que reducir la criminalidad de alguna…
-Alec.
-¿Qué?
-Estaría
encantada de hablar sobre homosexualidad y el sistema penitenciario inglés,
pero… ¿podría abrir mi regalo antes, por favor?
-Ah. ¡Ah!
Ah, sí, claro. Perdona, bombón. Joder, es que estoy nervioso. Y se me ha
olvidado lo que te quería decir. ¿Por dónde iba?
-Diamantes
del tamaño de cerezas.
-Ah,
sí. Cerezas. Deliciosa fruta.
-¡Alec!-Sabrae
se echó a reír.
-Sólo
te tomo el pelo. Pues eso. Queeeeeeee… te quiero un montón. Eres una princesa. Una
puta diosa. Igual hacía alguna relación entre que eres una puta diosa con algún
templo y por eso me suena algo, pero… bueno, vale, iré abreviando-carraspeé, di
una palmada y me dejé las manos unidas, como si rezara, frente a los labios,
como se había quedado Sabrae antes-. Sabrae. Te quiero. Eres… bueno, algo
bonito. Es que no se me ocurre nada, después de lo que tú me has dicho. ¡Que me
has llamado flor del desierto! Eso es muy fuerte. ¿Dónde se te ocurren esas
cosas? Bueno, pues que… espero que te guste mi regalo. Sé que es cutre. Por favor,
no me odies. Ni me juzgues. Soy de clase trabajadora. Qué más quisiera yo que
ser un aristócrata con más nombres que centímetros de polla, pero es lo que
hay. Me explota una multinacional y mis posibilidades son limitadas. Pero,
dentro de las pocas posibilidades que tengo, quiero darte los máximos caprichos.
Así que… espero que te guste. Ale, ya lo puedes abrir.
Sabrae
sonrió, asintió con la cabeza y empezó a rasgar el papel de regalo.
-Si
no te gusta y prefieres otra cosa, como…
-Alec,
ni siquiera he deshecho el lazo. Dale una oportunidad a tu regalo, anda.
-Sólo
quería decirte que también puedo cogerte, si quieres, una pulsera de Pandora.
Es más asequible. Podría ir llenándotela poco a poco… creo que han vuelto a
traer el colgante de la lámpara del genio de Aladdín. Lo cual sería gracioso que tuvieras, porque, bueno… tu
padre trabajó en la banda sonora.
Sabrae
me miró con ojos redondos y una amplia sonrisa, sin mostrarme los dientes. Estaba
haciendo un esfuerzo sobrehumano para no descojonarse de mí.
-Y Aladdín me recuerda mucho a ti. Por… ya
sabes. Todo el rollo ése oriental. Muy… islámico. Ajá. Y, además, palaciego. Como
tú, que eres como mi princesa. Sólo que, bueno, no hay nadie por encima de ti. Es
decir, bueno, sí que la hay: sería mi madre, pero no en modo romántico, sino…
porque tiene más autoridad. Tengo que obedecerla. Ella me parió.
Sabrae
se relamió.
-Igual
es momento de que me calle, ¿verdad?-pregunté, y Sabrae se echó a reír.
-Sí,
quizá sí.
-Vale.
Bien. Captado. Alec, cállate un poquito, tronco-silbé, me metí las manos en los
bolsillos, y Sabrae deshizo el nudo del regalo-. Es que sé que no lo has pasado
bien estas semanas, ¿sabes?-continué sin poder frenarme, y Sabrae se echó a
reír-. Con lo de tu hermano y tal. Así que, bueno, quiero que tengas algo que
te recuerde a mí. Además…
-Alec.
-Dime.
-¿Te
puedo hacer una pregunta?
-Claro
que sí.
-Si
estás así de nervioso haciéndome un regalo, ¿cómo crees que te vas a poner
cuando le pidas matrimonio a alguien?
Abrí la
boca, la cerré, la volví a abrir y vomité a toda velocidad:
-Para
empezar, Sabrae, me parece insultante
que pienses que le voy a pedir matrimonio a “alguien” cuando literalmente te
acabo de decir que quiero tener hijos contigo, o sea es que no
doycréditodeverdadtelodigomeparecealucinantedebesdepensarquelevoyaponerloscuernosaalguiennomeentraenlacabezaenserio.
Te pensarás que soy un sinvergüenza. Manda cojones. Y, bueno, obviando eso…
eres feminista, ¿no? Pues arrodíllate tú, chata. No voy a hacerlo todo yo en
esta puñetera relación. Tócate los cojones. Encima, para una cosa que le pido,
me da calabazas cosa mala, ¡y ahora me habla de matrimonio, con la movida que es!
Alucinante. Y, si no me lo pides y me veo obligado a hacerlo yo, probablemente
me dé un infarto y me quede seco en el sitio, así que tú misma. Ya verás si
quieres tener o no ese cargo de conciencia.
Sabrae
parpadeó despacio.
-Por
favor, dime que no acabo de hablar en ruso.
-No,
no, has hablado en inglés. Es que estoy intentando procesar tanta información
de repente.
-Vale.
Me preocupaba haber hablado en ruso. A veces lo hago, ¿sabes? Cuando me cabreo
o me emborracho. A Jordan le pego más voces en ruso que en inglés, así que si
el pobre no se ha sacado el…
-Al.
-Dime.
-Mira,
voy a abrir ya el regalo. Tú sigue hablando si quieres, ¿vale?
-Vale.
No. Sí. Me callo. Venga. Abre tu regalo. Que lo disfrutes-entrelacé las manos
por detrás de la espalda y me balanceé en los pies, talón, punta, talón, punta.
-Eres
monísimo-sonrió Sabrae, rasgando el papel-. ¿Te ponías así de nervioso en los
combates de boxeo?
-No,
porque sabía que esos hijos de puta no tenían ni una oportunidad conmigo.
-Yo
tampoco-sonrió ella.
-Tú
sí.
-Mido
metro y medio, Alec.
-Pero
tú me puedes romper el corazón. Ellos no. Perforármelo con una costilla,
puede-reflexioné-. Pero rompérmelo, nunca. Aunque eso sería técnicamente
romper, ¿no?-pregunté, y Sabrae empezó a rasgar el papel de regalo-. ¿Te
imaginas la putada de que te rompan el corazón y encima te lo perforen con una
costilla? Joder, no querría estar en la piel de quien…-me quedé callado cuando Sabrae
sacó la cajita de la joyería. Abrió la boca, estupefacta, al reconocer la
marca. Tragué saliva y casi me atraganto y me muero. Por favor, que le guste. Por favor, que le guste. Por favor, que le
guste.
Sabrae abrió cuidado la caja,
que crujió entre sus dedos, y sonrió. Acarició el terciopelo en el que reposaba
su regalo con la yema de los dedos y se mordió el labio.
Y entonces,
frunció el ceño.
-Es
un colgante-constató, y yo me quise morir.
-Sí.
¿Por? No te gusta-decidí, y ella levantó los ojos, alarmada.
-No,
sí que me gusta. ¡Me encanta! Es precioso. De cadena fina, como a mí me gustan,
y plata, mi preferida. Lo que pasa…
-¿QUÉ
PASA?-chillé más asustado de lo que debería, y Sabrae y Trufas pegaron un bote.
-Es
que… lleva una S-comentó, girándolo para que yo lo viera, como si no le hubiera
dado el coñazo a la dependienta hasta que me encontró una S perfecta: simple,
elegante, definida. Nada enrevesado ni hortera; mi chica no era así.
-Sí,
claro.
-Es
que… me gustaría más que llevara una A.
-¿Una
A? ¿Por qué una A? Ninguna de tus iniciales es la A, Sabrae.
-¿Cómo
te llamas?-respondió ella, arqueando una ceja.
-¿Yo?
Theodore-solté, pensando que se había olvidado de mi segundo nombre.
-No,
coño, Alec, cómo te llamas.
-¡Ah!
Alec Theodore Whitelaw. Joder, si querías mi nombre completo sólo tenías que
decirlo. Hay que especificar un poco, nena.
-Dios
mío, Alec, ¡¿cuál es tu nombre de pila?!
-Alec.
¿Se te ha olvidado? Pues bien que lo gimes-respondí sin poder contenerme, y Sabrae
puso los ojos en blanco-. Espera, espera. ¿Quieres mi inicial?
-¡PUES
CLARO! ¡Anda que… pareces tonto, Alec!
-¡BUENO,
CHICA, ¿YO QUÉ COÑO SÉ? ¡ERES LA PRIMERA NOVIA QUE TENGO, NO SÉ COMO FUNCIONA
ESTO DE LAS JOYAS! ¡YO ME FIJÉ EN QUE TE HABÍA GUSTADO ESA, FUI A LA JOYERÍA Y
LES PEDÍ LA S PORQUE ES TU PUTA INICIAL! ¿CÓMO IBA A SABER YO QUE QUERÍAS LA A?
¡PODRÍAS HABER QUERIDO LA X, YA PUESTOS! ¡NO TE JODE!
Sabrae
se puso en pie y me cogió el rostro entre las manos, riéndose.
-Una
cosa que tienes que aprender: los novios les regalan a las novias cosas
relacionadas con ellos, y no con
ellas. ¿Vale?
-Pero,
¿por qué? Es decir, ¿y si rompemos? Te recordaría a mí. Y yo quiero que lleves
algo encima relacionado conmigo aunque las cosas entre nosotros se tuerzan. Una
A te recordaría demasiado a mí, pero puedes olvidarte de que te he regalado el
colgante.
Sabrae
se rió.
-No
se me va a olvidar quién me lo ha regalado, créeme. Eres adorable. Además… yo
no quiero un regalo que tenga relación conmigo, sino contigo. Así que mañana
vamos y lo cambiamos, ¿vale? Y cuando la dependienta me pregunte si no me ha
gustado, le diré que sí, que me ha encantado, pero que mi novio en funciones es
un poco tonto-se puso de puntillas para darme un beso en los labios.
-Joder.
Tú me has regalado entradas para The Weeknd, y yo un puto colgante que ni
siquiera te gusta. Soy un máquina.
-Por
Dios, Alec, ¡que sí me gusta, coño! La única que es una máquina aquí soy yo. Te
he hecho una tontería mientras tú…
-¿Cómo
que tontería? ¡Hola! ¿Hay alguien en casa?-le hablé directamente a su frente-.
¡Que me has hecho un regalo curradísimo, y encima entradas para The Weeknd!
¿Qué tengo que hacer para agradecértelo, Sabrae? ¿Comerte el coño? Porque lo
haré-esbocé una sonrisa oscura y Sabrae puso los ojos en blanco.
-Yo
no te he regalado las entradas para The Weeknd, sólo te he hecho un adelanto. Tú,
en cambio…-acarició el colgante-. ¿Cuánto te ha costado?
-Qué
poca clase tienes, Sabrae. Menos mal que soy pobre y no puedo llevarte a los
Jardines de Kew, porque fijo que te pondrías a chupar las cabezas de las gambas.
-Me
sabe mal si es cara, por favor, Al. Cualquier cosa me sirve. Un detallito es
suficiente, de veras.
-Mentira.
Te mereces lo mejor, Sabrae, y yo te lo voy a dar en la medida de lo posible.
-Te has
gastado muchísimo dinero hoy-gimió.
-Ey.
Es cosa mía, ¿vale? Yo trabajo y yo decido en qué me gasto el dinero. El dinero
es para gastarlo, a fin de cuentas. Es mi primer San Valentín, y tú eres la
primera, y espero que mi última, chica. No puedo ir en modo ahorro. No quiero ir en modo ahorro. Me apetece
consentirte. Eso también es un regalo para mí, y no sólo el colgante.
Sabrae
lo acarició, pensativa.
-¿Quieres
probártelo?
-Lo
voy a cambiar por una A, Alec.
-¿Te
he preguntado yo eso, niña? ¿Te lo quieres probar, sí, o no?
-¿Para
qué?
-Para
concederme a mí el capricho de ponerte un puñetero colgante, hija.
Sabrae
rió entre dientes, suspiró y asintió con la cabeza. Se apartó la coleta a un
lado mientras yo abría el enganche, le pasaba el colgante por el cuello y lo
cerraba en su nuca. Le di un beso en el punto en que su pelo hacía un triángulo
y Sabrae se miró en la cámara de su móvil.
-Te
queda genial.
-Me
quedaría mejor una A.
-Dios
mío, que venga la policía de la zoofilia, que me estoy tirando a una mula-bufé,
y Sabrae se echó a reír, acariciándose con la yema de los dedos su inicial. Sonrió.
-¿Estrenamos
los regalos?-preguntó, alcanzando los condones que nos había comprado Mimi. O Eleanor.
Quién sabe. Sonreí, y le di un beso en el hombro.
-Ya
pensaba que no me lo ibas a pedir-ronroneé, acercando la mano a los billetes
dorados que Sabrae me había hecho como si fuera una persona, con dos dedos haciendo
de piernas, y ella se echó a reír cuando los barajé y extraje el que más
utilidad tendría con mayor brevedad: el de la fantasía sexual, sin prejuicios. Sus
ojos chispearon.
-¿Qué
tienes pensado?
-¿De
momento? Quitarte la ropa.
Y me la llevé escaleras arriba, mientras Trufas se quedaba en la planta de abajo,
dormitando en el sofá.
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ME CAEN LAS LAGRIMAS SOLO CON ESCRIBIR EL COMENTARIO Y HACE UNA HORA CASI QUE TERMINE EL CAPÍTULO. NO SUPERO NI CREO QUE SUPERE EN UN FUTURO PRÓXIMO LA CARTA DE SABRAE TIA, HE LLORADO UN MONTÓN Y LUEGO CON ALEC RAYANDOSE POR NO ESTAR A LA ALTURA MIRA ME HA DADO UN MAL LE QUIERO DAR UN BESO Y ARROPARLO HASTA QUE SE DUERMA. Me ha encantado todo el momento cena y lo pareja que son y como lo demuestran cada capítulo ultimamente, mi yo de hace unos meses que deseaba leer como eran domésticos se reboza en el fango como un cerdito.
ResponderEliminarMencion especial a LA FRASE del capítulo que me ha hecho chillar y reírme como una desquiciada
“-Dios mío, que venga la policía de la zoofilia, que me estoy tirando a una mula-bufé”