domingo, 9 de febrero de 2020

Las grandes mentes piensan igual.


¡Toca para ir a la lista de caps!

No podía creerme lo bien que me había salido la tarde hasta entonces. Vale que había tenido que improvisar un poco con el tema del beso de Duna, pero por lo demás, todo me estaba saliendo a pedir de boca. Confiaba en que Sabrae disfrutaría más estando con su hermana más pequeña que si la llevaba a hacer algo más de pareja, un poco menos estandarizado. Quería demostrarle que me importaba, que la conocía y que no tenía pensado rendirme tan fácil como parecía que había querido hacerlo hacía unas semanas. El tío pesimista que había decidido que simplemente no se la merecía había desaparecido, y yo no tenía pensado salir en su busca.
                Había sido un puto genio ideando el plan, aunque esté feo que yo lo diga. Sabía lo importante que era el día de San Valentín para Sabrae (y mentiría si dijera que no lo era también para mí) por lo detallista y romántica que era ella, así que había planeado de manera minuciosa lo que haríamos esa tarde: la llevaría a algún sitio bonito, puede que al Jardín Botánico (ése en el que cenarían mis padres, pero sin comida incluida); después, iríamos a ver una peli en los iglús (en los que había que reservar hora por Internet para ese día), improvisando un picnic con quesos y frutas y puede que un poco de champán, si conseguía encontrar alguna botella a un precio razonable o me armaba de valor para robarla en el súper. Nos besaríamos bajo una película que le dejaría escoger, y que veríamos en la cúpula del iglú, y luego iríamos a hacer el amor a mi casa, que estaría convenientemente vacía gracias a los planes de entrenamiento de mi hermana por un lado, y la costumbre de mis padres de ir al Jardín Botánico cada San Valentín por otro.
               Ya tenía todo eso pensado cuando salió el tema con Scott y Tommy, y jamás en mi vida había tenido un momento de lucidez como el que tuve en el momento en que se me ocurrió que puede que Tommy pudiera hacernos la cena, el único interrogante que aún tenía sin despejar. Cuando él me dijo que no iba a ser posible porque ya tenía planes, conseguí convencerme a mí mismo de que no pasaba nada, que todo lo demás estaba genial.
               Y, luego, Sherezade había conseguido que Scott regresara al instituto y habíamos pasado la tarde con Sabrae y sus hermanas mientras Zayn se follaba a su mujer en todos los rincones de la casa. Pude ver cómo sonreía mi chica cuando estaba con sus hermanas, incluso cuando la fastidiaban tanto que sólo podía esbozar muecas de puro fastidio. Aun así, estaba feliz. Nada le gustaba más que estar con Scott, Shasha y Duna, siendo total y absolutamente hermanos, con todo lo que eso implicaba. Dicen que a los niños que nacen en una familia numerosa, o les encanta o detestan a sus hermanos; estaba claro qué era lo que le sucedía a Sabrae.
               De modo que, cuando Duna soltó un suspiro de satisfacción mientras la arropábamos y dijo que aquel había sido el mejor día de su vida (porque no habíamos parado de prestarle atención), yo vi claro mi futuro. Cristalino, diría yo. La única manera de darle el mejor San Valentín de la historia a Sabrae era haciendo que lo disfrutara como había disfrutado en familia, demostrándole que la entendía y que valoraba la relación que tenía con sus hermanos; incluso hasta la envidiaba. Qué no daría yo porque Aaron no fuera un hijo de puta, y tener alguien más con quien cuidar de Mimi, y también hacerla de rabiar.
               Me había tocado reorganizarme a la velocidad del rayo, pero había merecido la pena: se tragó con patatas la mentirijilla que le conté de que tenía que doblar (lo cual no sería mentira si, de no ser extremadamente previsor, y puede que un poco ansioso, no le hubiera suplicado de rodillas a Chrissy que me cubriera incluso después de que en administración me dijeran que iban a tramitar mi petición de día libre de forma preferente –eso sí, después de sobornarlas con bollos de crema de la receta secreta de Pauline-), de modo que no podríamos pasar más que la noche juntos, así que su cara cuando le entregué la cesta con todas mis cartas resplandeció como una estrella al comprender que sí tenía algo preparado. Y su sonrisa viendo lo bien que se lo pasaba Duna estando conmigo valía mil veces lo que todo el dinero del mundo: dejaría que un camión con ácido me atropellara y volcara su contenido sobre mí por aquella sonrisa, si eso me garantizara verla de nuevo. ¡Y todavía me había dado las gracias por lo que estaba haciendo por Duna, como si quien tuviera que agradecer algo fuera ella y no yo!
               Increíble. Por desgracia, la parte en la que estábamos con Duna y yo no podía dejar de hacer las cosas bien ni aunque intentara que éstas se torcieran se había acabado. Abajo planes románticos: ahora sólo estaríamos solos, intercambiaríamos regalos (que, por Dios, esperaba que fueran suficiente y no la decepcionaran; esto de salir con un chaval al que le pagan un sueldo de mierda por jugarse la vida cada día en el asfalto londinense puede que no sea tan glamuroso como parece, si no puede permitirse diamantes), veríamos una peli y yo me esforzaría en hacerle alcanzar el mayor número de orgasmos posible antes de dormirnos, agotados, sudorosos y acurrucados, en mi cama.
               Bueno, por lo menos teníamos la novedad de cambiar de postura. Pero la cutrez de pedir una pizza o cenar comida recalentada no la íbamos a evitar: la reserva de los Jardines de Kew se pagaba por adelantado, y francamente, tampoco soy tan mal hijo como para hacer que mi madre renuncie a una noche especial con su marido porque tiene un hijo que es soberanamente inútil y no es capaz de hacer aunque sea un mísero filete. Y ni de coña iba a pedirle a Sabrae que cocinara: aquél era su día, era mi princesa y tenía pensado consentirla en todo lo que pudiera. Si me pidiera que la llevara a cuestas porque estaba cansada, le dolían los pies, o simplemente no le apetecía caminar, yo la llevaría a cuestas. Joder, haría el puto Camino de Santiago cargando con ella si se le antojaba. No era capaz de decirle que no.
               Por eso me extrañó tantísimo cuando llegamos a casa y me encontré con las luces de la cocina encendidas, algo de lo que jamás se había olvidado mi madre.
               -Qué raro…-murmuré para mis adentros-. Mamá nunca se deja ninguna luz encendida.
               -¿No están tus padres?-inquirió Sabrae con inocencia; debía de pensar que me la traía a casa para una cena formal con sus suegros. Por su tono sospeché que se emocionaba pensando en que me tenía solo para ella, como si mis padres quisieran ver cómo lo hacíamos. No es que me molestara hacerlo cuando había gente en casa (me había acostumbrado a concentrarme en mi compañera de cama y nada más cuando habíamos ido a Chipre y mis amigos estaban al otro lado de la pared), pero eso de poder hacer todo el ruido que nos diera la gana me atraía más de lo que estaba dispuesto a admitir.
               -No-respondí yo, dejando las llaves en la bandejita del vestíbulo y quitándome la chaqueta. Acaricié a Trufas, deseando que el conejo pudiera hablar para entender qué pasaba, porque tenía todo el vello de la nuca erizado, intuyendo que algo no iba bien-. Tenemos la casa para nosotros solos unas horas; se han ido a cenar a los jardines de Kew.
               Fue entonces cuando noté el olor a comida y escuché el sonido de la placa de inducción trabajando a plena potencia, y una palabra me atravesó la mente. Mimi. No podía creérmelo. Mi hermana sabía lo importante que era para mí tener la casa libre, y, además, no había terminado su clase de baile. Por un instante, me asusté: ¿de verdad había cancelado su sesión de baile intensivo y había decidido que le apetecía hacer de chef sólo por joderme? ¿Dónde estaba nuestra intimidad, entonces? No es que mi hermana no me hubiera demostrado con anterioridad que haría lo que fuera por joderme una buena noche con Sabrae, pero… me cago en la puta, esto era pasarse incluso si se trataba de ella.
               -Jo, ¡qué guay!-exclamó Sabrae, sonriente, ajena a que acabábamos de perder la poca intimidad que nos quedaba. Igual deberíamos hacer eso para la próxima.

               -Sí-murmuré, distraído-. Eh… estaría bien-respondí sin apenas escuchar lo que Sabrae me decía, y entonces, eché a andar hacia la cocina, dispuesto a montarle un pollo a Mary Elizabeth de aquí te espero. Puede que Sabrae se enfadara conmigo por poner a mi hermana en su sitio, pero es que me tenía hasta los cojones, la niñata caprichosa ésa, todo el día haciendo lo que le daba la gana.
               Escuché los pasos de Sabrae detrás de mí, a una prudente distancia, seguramente intuyendo la erupción. Abrí la puerta.
               Y me encontré con Tommy y Diana en mi cocina, revoloteando de un lado a otro la americana, Tommy muy tranquilo en su lugar. Él fue el primero en darse cuenta de que el dueño legítimo de la casa en la que se encontraba había llegado.
               -¡Hola, pareja!-saludó, al tiempo que Diana soltaba una risita. Abrí la boca, estupefacto: a mi cerebro le costaba sumar dos y dos.
               Pero, cuando consiguió completar tan complicada operación, me giré y miré a Sabrae. Por supuesto. Por puto supuesto. Sabrae era la inteligente de los dos: yo no tenía nada que hacer a su lado, pues me daba mil vueltas. Era evidente que ya había pensado en algo con lo que mejorar nuestra noche: lo único que teníamos garantizado era una cena conjunta, y evidentemente una reina como ella no iba a conformarse con la primera sugerencia que a un lerdo como yo se le pasara por la cabeza.
               -¡Sorpresa!-proclamó mi chica, abriendo los brazos-. ¿Qué? ¿Pensabas que eras el único que podía tener preparado algo especial para hoy?
               Se me aceleró el corazón; tanto, que podría habérseme salido del pecho, pulverizándome las costillas. Pues claro que Sabrae tendría algo preparado, y claro que ella me daría una sorpresa incluso mejor que la que yo le había dado a ella. Una sonrisa boba me atravesó la cara, y Sabrae soltó una risita al comprobar la ilusión que me hacía saber que el día que yo quería que fuera perfecto, iba a serlo gracias a ella.
               Puede que no fuera más que un niñato que jugaba demasiado a menudo con juguetes de mayores, que se metía en problemas más frecuentemente de lo que a su madre le gustaría, que tenía un historial por el que muchos niñatos como yo matarían y del que podía llegar a avergonzarme, porque eso no haría más que hacerme indigno de Sabrae, pero, desde luego, no soy gilipollas. Jamás en mi vida lo he sido. Y cuando miro a Sabrae, sé que mi sitio está a su lado. Lo supe en ese momento, presa de una de esas revelaciones espontáneas en que te ves desde fuera y descubres la suerte que tienes: puede que yo no fuera un hombre aún, y que la mujer a la que amaba aún no era una mujer, pero yo yal a quería como un adulto y ella me amaba de la misma manera: siendo incapaces de concebir nuestra vida el uno sin el otro, pasando el Día de los Enamorados por primera vez juntos, como estábamos destinados a estar hasta nuestro último aliento.
               Y nuestro primer San Valentín iba a ser inmejorable. Suerte que los dos éramos muy tozudos y no nos rendíamos fácilmente.
               La tomé de la cintura y pegué mi frente a la suya, emborrachándome de ella, colocándome con su perfume a fruta de la pasión, que bien podía tomar el nombre “fruta de lo que siente Alec cuando está con Sabrae”.
               -Eres la mejor, Sabrae.
               -Tengo que estar a la altura-ronroneó, echándome los brazos al cuello, jugando con el nacimiento de mi pelo. Para. Para, o te hago un hijo ahora mismo. Se puso de puntillas para darme un beso en los labios que me supo a puta gloria. Supongo que así es como se siente uno lo eligen para interpretar al novio de su actriz favorita por pura potra: flotando en una nube, en una película en la que los sentimientos son cien veces más intensos.
               ¿Ella? ¿A la altura? ¿De ? No me hagas reír. En lo único que la supero es en estatura. En todo lo demás, Sabrae me gana por goleada. Si yo soy la superficie del mar, Sabrae es cada constelación del firmamento, reflejándose en mí y haciéndome mil veces más interesante.
               -Me apeteces tanto-jadeé con absoluta desesperación. Todo mi cuerpo le pertenecía; mi mente, mi corazón, mi alma. Ella era la que había creado mi alma. Estaba hecha de la misma materia de la que estaban hechos sus besos. Si tenía esperanza de salvarme e ir al cielo (si éste existía), sería todo gracias a ella.
               -Me apeteces-contestó con una sonrisa modulándole la voz, porque soy el cabrón con más suerte de toda la puta historia.
               -Bueno, bueno, bueno, ¡entiendo que los sentimientos están a flor de piel, y tal, pero…! Tommy y yo llevamos toda la tarde deslomándonos; estaría feo que no dejarais hueco para lo que os hemos preparado-bromeó Diana, apartándose el pelo dorado del hombro. Tenía unas facciones perfectas, unas curvas de escándalo, las medidas exactas para definir la belleza… y sin embargo yo no podía mirarla más de dos segundos seguidos porque Sabrae estaba en la misma habitación que ella, así que Diana era una distracción donde Sabrae era la atracción principal.
               Sabrae rió por lo bajo y luchó por separarse de mí, pero yo no estaba por la labor. Quería adorar a mi creadora con todo lo que yo era. Me apetecía consentirla. Quería darle placer, que gimiera mi nombre, pues hasta que no lo hiciera, yo sería anónimo. No existía mientras estábamos separados.
               -¿En serio, Alec? ¿Justo delante de mi ensalada?-me recriminó Tommy, y Sabrae se rió, ruborizándose. Acaricié el ligero tono de color que apareció en sus mejillas.
               -Delante del mundo entero, si hace falta. Que se enteren hasta en el cielo de que no pienso dejar escapar a esta chica.
               Buena suerte intentando quitármela, tíos del mundo. Moriré luchando por ella si es necesario, reté a toda la humanidad, recordando de repente que mi competencia era doble. Así que doble era mi suerte cuando, de todos los pares de labios del mundo, sin distinción entre chicos y chicas, los que Sabrae elegía para besar eran los míos.
               Me acarició los hombros y exhaló un jadeo antes de separarse, riéndose de nuevo.
               -Perdón, chicos. Es que llevamos toda la tarde comiéndonos solamente con los ojos, porque no queríamos iniciar a mi hermana en el mundo del sexo haciendo que presenciara un espectáculo pornográfico a la tierna edad de 8 años-explicó Sabrae, mordiéndose los labios, recogiendo mi beso con sus dientes para saborearlo en sus papilas gustativas.
               -Espera, ¿qué? ¿Habéis estado con Duna?-preguntó Diana, frunciendo el ceño, y Sabrae asintió. Tommy me miró a los ojos y pegó un silbido.
               -Guau, Al. Tus filias nunca dejarán de sorprenderme.
               -Cierra el pico, Tommy. ¿No pensarás de verdad que Duna ha sido la protagonista de la tarde cuando Sabrae estaba presente?
               -Bueno, a decir verdad, un poco sí que lo ha sido-comentó Sabrae, entrelazando sus dedos con los míos y mirándome desde abajo, haciendo que mi cerebro se desconectara un instante. G u a u. Me está tocando. Esta diosa me está tocando-. Alec le ha robado su primer beso.
               -Ay, ¡pero qué tierno!-ronroneó Diana, dando una palmada con la que juntó sus manos.
               -Por qué será que no me extraña que Alec se aproveche de niñitas-Tommy puso los ojos en blanco y se echó a reír, pero su risa duró poco al darle Diana un codazo en las costillas.
               -“Robar” es una palabra muy fuerte, bombón. Me lo dio voluntariamente.
               -Ya, ¿igual que te dio voluntariamente la parte de arriba de su bikini aquella chica a la que luego te tiraste en el resort de Chipre?-quiso saber Tommy, y yo me volví hacia él.
               -¿Qué culpa tengo yo de que mi moreno griego vuelva locas a las mujeres y toda ropa que lleven, por poca que sea, les sobre, Tommy?
               -Tienes un morro que te lo pisas-Tommy se echó a reír.
               -Creo que conozco esa sensación-musitó Sabrae, abrazándose a mi brazo y dándome un beso en el hombro-. Y eso que no te he visto moreno, moreno.
               -Yo, definitivamente, sé de qué sensación está hablando Alec-ronroneó Diana, inclinada en la isla de mi cocina, mirándole con descaro el culo a Tommy. Se llevó el pulgar a los labios y se mordisqueó la uña, poniendo cara de niña buena cuando los ojos de mi amigo se encontraron con los suyos.
               -¿Es que te has quedado con ganas de más?-rió Tommy-. ¿Tengo que recordarte que he tenido que hacer la cena yo solo porque tú no eras capaz de levantarte del sofá?
               -Oh, sí, por favor, recuérdamelo, inglés-coqueteó Diana en una voz sensual que puede que me pusiera algo cachondo. Aunque en mi defensa (y de mi enamoramiento también) diré que, si Sabrae usara ese tono conmigo, me correría al instante. Pero, joder, que tampoco soy de piedra: Diana está muy buena y sabe ser sexy.
               -Espera, espera, ¿qué habéis hecho en mi sofá, exactamente?-inquirí sin poder frenarme, y Diana y Sabrae se miraron antes de echarse a reír. Tommy, por el contrario, contuvo una sonrisa, caminó hacia mí y respondió:
               -Al… a ver cómo te explico el proceso de diversión de los mayores…
               -¿Te has follado a tu novia en mi sofá?
               -“Follar” es una palabra muy fuerte, Alec-rió Tommy.
               -Adecuada-sonrió Diana, mirándose las uñas-, pero fuerte-saltó del taburete en el que estaba sentada y caminó hacia nosotros como una gatita. Miré a ese par, alucinando. ¿Les había dado tiempo a prepararnos la cena a Sabrae y a mí y echar un polvo en mi sofá? Tommy era un puto crack. Quería ser como él de mayor. No por sus artes amatorias, ni mucho menos; de eso iba más que sobrado. No; lo que quería era aprender a gestionarme el tiempo como lo hacía él, y de paso, ser capaz de freír un huevo sin empezar a sudar.
               -¡Mirad qué cara! Creo que a Alec le está dando algo. ¿Te acompañamos al hospital, Saab?-rió Tommy, pero ella agitó la mano en el aire.
               -Yo me ocupo de él, chicos. Creo que ya hemos estado acompañados durante demasiado tiempo.
               -Guau, realmente las indirectas te vienen de familia, ¿eh?-rió Diana, dándole una palmada en el pecho a Tommy-. Definitivamente es hora de que nos vayamos, T-y le susurró algo al oído que yo no pude escuchar, pero por la forma en que sus labios rozaron de forma erótica el lóbulo de la oreja de mi amigo, no tuve dudas de que Diana le estaba proponiendo repetir lo que habían hecho en el salón de mi casa. Los ojos de mi amigo chispearon y me miró.
               -Eh, ¿vais a usar ese sofá en los próximos… treinta segundos?-preguntó, con ese brillo aún en el fondo de su mirada.
               -Mira que eres sinvergüenza, Tommy-me eché a reír, negando con la cabeza. Tommy abrió los brazos y nos estrechamos el uno al otro-. Así que estabas ocupado, ¿eh?-le susurré al oído, y él se rió.
               -Técnicamente, no es mentira. Ya tenía una reserva. En ningún momento me preguntaste si ibas a disfrutarla.
               -Tienes un morro que te lo pisas, chaval-puse los ojos en blanco y me lo pasé bomba poniéndolo celoso con Diana, abrazándola un poco más fuerte y bajando la mano por su cintura un pelín más de lo que debería.
               Con lo que yo no contaba es con que él se tomaría la revancha con Sabrae. La estrechó entre sus brazos como si hiciera mucho tiempo que no la veía, y ni corto ni perezoso, la sujetó por la cintura. Sabrae rió, le pasó las piernas por las caderas y soltó un gritito adorable de sorpresa cuando Tommy la hizo girar sobre sí mismo. Me apeteció matarlo.
               Y no debería apetecerme matar a uno de mis amigos, pero así iban las cosas.
               -Gracias por la cena, T.
               -Anda, calla, boba. No es nada; lo que sea por mi hermanita preferida. Pero no se lo digas a Eleanor-se llevó la mano a los labios y sonrió. Le guiñó un ojo y Sabrae asintió con la cabeza-. Que lo paséis bien-añadió, mirándome también a mí-. Y no dejes que te la meta sin gomita, ¿eh?-soltó, a lo que Sabrae respondió con una nueva carcajada-. Que lo último que necesitamos es que te entre los dos pongáis otro bicho como él sobre la faz de la tierra.
               -O que te pegue algo-añadió Diana, y me miró-. No es nada personal, Al.
               -Tranqui, Didi. Si no se me ha caído la polla a cachos a estas alturas de la película, es porque tengo una chorra de la virgen.
               -¿Qué va a pegarle? Si no le ha pegado la estupidez con todo el tiempo que pasan juntos, es porque Sabrae tiene unos anticuerpos como culturistas.
               -Y… ¡ha llegado el momento de que te pires de mi puta casa, Tommy!-anuncié, yendo a abrirle la puerta con una reverencia. Él hizo pucheros.
               -¿No hay propina para el chef?
               -Todavía vas para casa calentito. Anda, tira, que libras-ordené, pero Sabrae trotó hacia él y le plantó un sonoro beso en la mejilla. Tommy cerró los ojos, disfrutando del contacto.
               -Aprende a dar las gracias, chaval-me dio un manotazo en el pecho con el dorso de la mano y le rodeó la cintura a Diana.
               -Ya que entre tú y Sabrae hay tanto feeling, ¿qué os parece si hacemos intercambio de parejas? ¿Hace, Diana?-pregunté, y la americana me miró por encima del hombro de Tommy.
               -No seré yo quien rechace una aventura, Al.
               -Vas guapo si te piensas que vas a soportar que le ponga la mano encima a Sabrae-se burló Tommy, a lo que Sabrae respondió a toda velocidad.
               -¿Quién ha dicho nada de que seas con quien yo me vaya, Tommy?
               -¡Oh! ¡Qué vacilada te acaba de meter!-aullé, y Tommy puso los ojos en blanco.
               -Que folléis bien. Procura aguantar más de tres minutos.
               -Lo mismo te digo, hermano-le di una palmada en el hombro a modo de despedida y él miró a Diana a los ojos.
               -Yo lo tengo jodido, pero me esforzaré.
               Le dio un beso en la frente que hizo las delicias de la americana, y se la llevó de mi calle a toda hostia mientras yo cerraba la puerta y me quedaba, por fin, solo con Sabrae. Me volví para mirarla y ella arqueó una ceja.
               -Ya te vale, Al. Me acabas de chafar un polvo con Diana.
               -¿Me dejarías plantado el día de los enamorados?-ronroneé, acercándome a ella. Trufas decidió que era un buen momento para frotarse contra los pies de Sabrae. A la cola, bola de pelo; yo estaba primero.
               -No digas tonterías. No soy tan mala: te dejaría mirar.
               Y, tras decir aquello, se giró sobre sus talones, se apartó el pelo de los hombros y echó a andar en dirección a la cocina. Me eché a reír, sin tener más remedio que seguirla.
               -Tengo que reconocer que sabes cómo dar una sorpresa, Saab-comenté cuando me reuní con ella frente a la encimera: le estaba echando un vistazo al guiso de Tommy, que olía que alimentaba. Se me estaba haciendo la boca agua con el aroma de las especias mezclándose en el ambiente.
               -Tengo de quién aprender-respondió ella. Sabrae removió el interior de una de las ollas con una cuchara de madera, se la llevó a la boca y cerró los ojos. Se estremeció de pies a cabeza y, después de relamerse, me tendió la cuchara para que yo probara también la salsa, que estaba en su punto exacto de todo: sal, tomate, orégano, picante…-. ¿Qué te parece? ¿Te gusta el punto de sal?
               -Dios me libre de hacerle nada a un plato que haya pasado con las manos de Tommy, Saab. Sólo conseguiría joderlo.
               -Sólo me aseguraba de que estaba perfecto-sonrió, colocando la tapa en la olla y dejando la cuchara sobre un plato manchado de tomate.
               -¿Sabes? Yo también había hablado con Tommy para que viniera a hacernos la cena, y me dijo que no podía. Que no me la iba a hacer bajo ninguna circunstancia. ¿No te parece gracioso que los dos hayamos pensado lo mismo?
               Sabrae sonrió.
               -Sí, bueno, es que en nuestro primer San Valentín no podíamos tener una cena cutre-se encogió de hombros y dio un paso hacia mí, pegando sus caderas a las mías-. Además, yo creo que es normal. Hay sentimientos entre nosotros-me dio un toquecito en la nariz-, y las grandes mentes piensan igual-se puso de puntillas para darme un piquito que sabía a la salsa de Tommy y al amor de Sabrae, y no pude evitar sonreír. Definitivamente, aquel era mi sabor preferido en el mundo. O, bueno, puede que uno de ellos. A fin de cuentas, tu plato favorito tiene muchas variantes; de la misma forma que tu zumo preferido suele venir derivado de la fruta que más te gusta, como también sucede con el helado, el ingrediente secreto para que yo decidiera que algo me encantaba era Sabrae. Ya podía ser el aroma que desprendía su cuerpo recién duchada, con la colonia del champú y su perfume aplicado en la piel, todavía frescos; el sonido de su voz recién levantada o el calorcito que desprendía su cuerpo cuando se acurrucaba a mi lado en la cama; todo eso me encantaba, y todo eso giraba sobre el mismo punto: Sabrae.
               -La verdad es que tenía ciertas dudas sobre si Tommy se prestaría a hacerlo, pero ya sabes que es un amor. Me daba un poco de cosa por si tenía planes con Diana, pero enseguida me dijo que no había inconveniente, siempre y cuando se la pudiera traer. Supuse que no te importaría-me miró con una sonrisa-, así que acepté. Además, me imagino que para ti será un aliciente imaginarte a Diana desnuda en tu sofá, ¿mm?-me guiñó un ojo.
               -¿Prefieres que sea un romántico y te mienta o que sea sincero y me cargue un poco el momento?-me reí.
               -No pasa nada, Al. Ya hemos hablado de esto. Además, yo también tengo ojos en la cara, y bastante sensibles a la belleza femenina, además-se llevó una almendra que yo no sabía de dónde había sacado a la boca y se encogió de hombros-. Si no fuera… bueno, hoy, puede que incluso le hubiera puesto ojitos a Diana para que le dijera a Tommy que se fuera a casa solo.
               -Pobrecito. ¿No sería mejor que esperara abajo y, por lo menos, cenara con nosotros?-pregunté, y Sabrae se echó a reír de nuevo.
               -Cómo han cambiado las cosas-sonrió, negando con la cabeza-. Yo pidiéndole a Tommy que me cocine una cena para compartir contigo el día de San Valentín.
               -Ya iba siendo hora de que abrieras los ojos y te dieras cuenta del partidazo que estoy hecho-me chuleé, apoyándome en la encimera. Sabrae me azotó en la cara con un paño de cocina y yo bufé.
               -No lo digo por ti, bobo. ¿A que no sabías que estuve pillada un tiempo por Tommy?
               -¿Tú? ¿Por Tommy? Qué asco, Sabrae. Si sois como hermanos. Sería como si yo me pillara… no sé. Por Jordan. Bueno, si Jordan fuera una chica.
               -Eres hetero, lo pillamos-Sabrae levantó las manos como si estuviera en un coro góspel-. Pues sí. Tommy era muy bueno conmigo, y yo tenía las hormonas revolucionadas, y…
               -No sé si me gusta la dirección que está tomando esta conversación-musité. Sabrae me miró, esbozó una sonrisa culpable y se relamió los labios-. Ay, mi madre. ¿Os morreasteis?-asintió con la cabeza-. ¿¡Lo sabe Scott!?
               -Fue una cosita sin importancia.
               -Ah, bueno, me dejas mucho más tranquilo. Viendo la tendencia que tienes a la exageración, seguro que no le entregaste tu virginidad. Porque no le entregaste tu virginidad, ¿verdad?-la miré, perspicaz, y Sabrae puso los ojos en blanco.
               -Era una cría. Y fue sólo un piquito de nada. No tuvo más importancia que el piquito que tú le has dado a Duna a esta tarde.
               -Perdona-hinché el pecho como un pavo-. He sido el primer beso de Duna Malik, la hija pequeña de Zayn y Sherezade Malik. Eso no es algo de lo que todo el mundo pueda presumir. He marcado un antes y un después en su vida; no te atrevas a compararme con Tommy.
               -Es cierto. A veces se me olvida que Tommy es el primer chico del que me enamoré. Sí: él es más importante en mi vida que tú, Al, definitivamente.
               -Buen intento-respondí, pegándome a ella y acorralándola contra la esquina de la encimera. Sabrae se echó hacia atrás, pero la sonrisa juguetona que le curvaba la boca me indicaba que se lo estaba pasando en grande-, pero me juego lo que quieras a que no es en Tommy en quien piensas cuando estás cachonda y te apetece masturbarte, igual que tampoco fue en Tommy en quien pensaste cuando te tocaste por primera vez. Incluso cuando me odiabas, yo te importaba más que él.
               -¿Estás celoso?-se rió ella, con mi boca a centímetros de la suya.
               -¿No debería?
               -Lo que no debería es estar poniéndome tan zorra como me estoy poniendo viendo que te dan celos de Tommy, Al, pero…-jadeó, y yo sonreí.
               -Vaya lo que te gusta jugar conmigo, ¿eh?-Sabrae asintió con la cabeza y yo me incliné hacia sus labios. Me ardía el aliento, y todo mi cuerpo estaba en tensión. Cada célula que me componía quería estar en contacto con ella-. Igual que te gusta estar conmigo-sonreí, besándole la comisura de la boca y dejando un reguero de besos, uno por afirmación, en dirección a su oreja-, pasear conmigo, comer conmigo, morrearte conmigo, frotarte conmigo… follar conmigo-ronroneé, acariciándole la oreja con los dientes como lo había hecho Diana con Tommy hacía unos minutos-. Correrte conmigo-la empotré contra la encimera y Sabrae lanzó una exclamación de excitada sorpresa. Curvó los dedos como si fueran garras, tratando de clavar las uñas en el mármol de la encimera, intentando respirar con normalidad. Apenas le funcionaban los pulmones, lo cual me pareció divertidísimo-. De eso es de lo que tienes más ganas, ¿verdad? De quedarte afónica de tanto gritar mi nombre. Porque no te equivoques, nena-me incliné de nuevo hacia su oído-: si he despejado la casa es porque no pienso permitir que te vayas sin haber chillado.
               Y me abalancé sobre ella como un chacal se abalanzaría sobre una pobre ovejita indefensa. Sólo que esta ovejita tendría tendencias suicidas, y se entregaría al chacal en cuerpo y alma. Sabrae jadeó, y me recibió en su boca como agua de mayo: abrió tanto labios como piernas y me dejó colarme en ambas, explorando con mi lengua los rincones tan conocidos de su boca mientras llevaba las manos a su culo y la levantaba en el aire para sentarla sobre la encimera y poder morrearnos con más comodidad. El golpe sordo que su cuerpo hizo cuando se volvió a encontrar apoyo me volvió literalmente loco, y me descubrí tirando de ella y de su sudadera como si estuviéramos en el juego de escalada de educación física, en el que el primero que ascendiera por la cuerda hasta el techo se llevaría un premio aún por determinar. Pero con la gloria de ser el primero nos bastaba, igual que con la gloria de desnudarla también me bastaba.
               Y a ella, parece que también. Tiró de mí para pegarme más a ella, cada centímetro que nos separaba un insulto, cerró las piernas en torno a mis caderas y exhaló un gemido cuando empecé a subirle la sudadera. Ella, por su parte, empezó a desabrocharme la camisa con urgencia, y cuando sus manos temblorosas y aceleradas no encontraban en mis botones más que obstáculos, creí que me la abriría con brusquedad, saltándomelos.
               -Quiero follarte-gruñí contra su oído mientras ella me abría la camisa
               -Y yo que me folles-contestó, arañándome la espalda. Me había metido las manos por dentro de la camisa aún no sé cómo, pero sus uñas en mi piel conseguían que perdiera todo sentido del decoro. Llegó hasta mis lumbares y empezó a bajarme los pantalones sin desabrochármelos, lo cual tenía mucho mérito, las cosas como son, porque tenía un empalme que hacía que necesitara casi una talla más de pantalones-. Señor, por favor, que tenga condones-gimoteó ella, lanzando una plegaria a los cielos. Me reí.
               -¿Con qué principiante te piensas que estás, Sabrae?
               Como no era capaz de quitarle su puñetera sudadera, llevé una mano a su entrepierna, le bajé la bragueta y metí una mano por dentro de sus bragas. Sabrae dio un brinco y soltó un alarido de placer cuando rocé su clítoris hinchado, pegándome de nuevo a ella y haciéndonos gemir a ambos por el contacto de nuestros sexos a demasiadas capas de ropa de distancia. Busqué su boca y ella la mía, y nuestras lenguas se enredaron mientras ella seguía peleándose con mis pantalones y yo seguía los pliegues de su sexo en dirección a su entrada.
               Y entonces, empezó a bramar una alarma en la cocina, con el típico ruido de un reloj despertador antiguo. Los dos pegamos un brinco y miramos, sobresaltados, el temporizador con forma de huevo que Tommy había dejado sobre la encimera, al lado de la olla, para indicar en qué momento teníamos que apagar el fuego. Sabrae estiró la mano, giró el pequeño huevo para apagarlo, y nos miramos un momento.
               Por lo menos tuvimos la decencia de ponernos rojos. Habíamos estado a punto de follar en la cocina de mi casa, donde mi madre preparaba con esmero y cariño cada plato que toda mi familia iba a llevarse a la boca. Era una puta falta de respeto.
               Por eso, decidí que echaríamos uno rapidito.
               Sabrae carraspeó, sacándome las manos de dentro de los pantalones.
               -Disculpa. Tengo… que… ems…-tosió de nuevo, inclinándose a apagar la cocina de inducción, y se frotó la cara con las dos manos. Yo me subí los pantalones, le recoloqué la sudadera. Nos miramos a los ojos.
               Y nos echamos a reír.
               -Me late el corazón a mil-confesó, llevándose una mano al pecho.
               -Es porque soy muy guapo-respondí yo, dándole un beso en la mejilla.
               -Sí, será por eso-concedió, dándome un piquito.
               -Cuánta intensidad, ¿no?-comenté, arqueando las cejas. Creo que nunca habíamos perdido el control tan rápido, pasando de cero a cien en menos de un segundo. Un minuto estábamos comportándonos como amigos con atracción, y al siguiente, estábamos en celo.
               -Supongo que es inevitable-respondió ella, cogiéndome la cara con las manos y dándome un sonoro beso-. Vamos a cenar, anda. Tommy se ha tomado la molestia de prepararnos la comida; estaría feo que nos fuéramos directamente a la cama sin probar bocado.
               -Además, necesitamos reponer fuerzas-asentí, cogiéndola de las caderas y dejándola de nuevo en el suelo. Sabrae sonrió, me dio un nuevo piquito y se giró para sacar los cubiertos del cajón. Nos pasamos los siguientes minutos poniendo la mesa, picándonos entre nosotros, haciéndonos bromas y robándonos mimos cada vez que se nos presentaba la ocasión. Sabrae exhaló un gemido enternecido cuando coloqué un par de velas en la mesa, las encendí con el mechero, y puse un pequeño jarrón con unas flores que mi madre había cogido esa misma mañana haciendo de centro de mesa, a pesar de que íbamos a sentarnos juntos.
               -Qué bonitas-admiró, acercándose a ellas para llevárselas a la nariz. Cerró los ojos y esbozó una sonrisa, y yo no pude dejar de pensar que las flores sonríen cuando se encuentran con sus compañeras. Y Sabrae era la flor más bonita que yo había visto nunca, especialmente cuando sonreía.
               -A mí sí me van las flores y corazones-expliqué, aludiendo a la escena de Cincuenta sombras de Grey (a la que no habíamos hecho mucho caso, porque ya estábamos empezando a enrollarnos) en la que Christian le dice a Anastasia que a él no le van esas cosas. Bueno, pues resulta que a mí sí. Haber nacido fuckboy no está reñido con ser un romántico empedernido. Es más: creo que sólo un fuckboy puede apreciar el amor como lo estaba haciendo yo, porque sólo alguien que experimenta el ardor de un cuerpo al otro lado de la cama sabe lo especial que es la calidez de una caricia.
               Ese historial de mierda que me hacía indigno de Sabrae era, precisamente, lo que más me hacía valorarla. Porque cuando conoces a un millón de chicas y sólo una te hace sentir lo que me hacía sentir ella, sabes que ella es importante, especial, única. Pensar eso de la primera no tiene mérito: lo que tiene mérito es que una destaque entre la multitud con la nitidez con que Sabrae lo hacía por encima de las demás.
               -Qué suerte la mía. Sólo podemos ir hacia arriba, entonces-sonrió, haciéndose una amplia cola de caballo con la que contener todo su pelo, y colocando una servilleta sobre su regazo como una señorita. Era una dama de alta cuna recibiendo las atenciones que se merecía.
               Y como yo soy un maleducado, tuvo que servirse ella misma. Estaba en mi casa, era mi invitada, y aun así yo no podía superar la maravilla que me producía el tenerla sentada delante de mí, tan a gusto estando a solas, así que no podía cumplir con mis deberes de anfitrión.
               -¿Te sirvo?-preguntó, con la cuchara en una mano y extendiendo los dedos hacia mi plato. Asentí con la cabeza, aturullado.
               -Sí, por favor.
               Esbozó una sonrisita de suficiencia mientras cargaba mi plato con la receta que Tommy había preparado: patatas asadas… y albóndigas, como las hacía mi madre. Se me hizo la boca agua en cuanto me fijé en las formas redondas que Sabrae sacaba del recipiente como si fueran perlas gigantescas. Desde luego, para mí eran tanto o más valiosas.
               -La próxima vez lo haré mejor-le prometí cuando ella me tendió el plato-. Te serviré yo.
               -¿Quieres que nos turnemos? No sé cómo les sentará eso a los camareros…-bromeó, y yo me la quedé mirando con las cejas levantadas.
               -¿Te gustaría ir de restaurante?
               -Bueno, no me importaría. Una vez al año, hacer una cena pija no está mal, ¿no te parece? Está bien darse un caprichito de vez en cuando. Además, en San Valentín, siempre está todo mucho más romántico. La verdad es que lo de los Jardines de Kew sería un planazo, por ejemplo-comentó, desmenuzando una albóndiga que exhaló una pequeña nube de vapor caliente.
               -Sí. Sería un planazo-asentí, empezando a hacer cálculos y desinflándome a marchas forzadas. Para empezar, dejaría de trabajar para Amazon en junio, y todos mis ahorros estarían destinados a mis gastos en el voluntariado, en el que no se me cubría todo, así que ya podía ir olvidándome de darle un San Valentín tan especial como éste al año siguiente. A duras penas podría pagarme el avión si me permitían ir a verla (y eso, reitero, si me permitían ir a verla, lo cual dudaba bastante; el voluntariado en un continente distinto no es como un trabajo a media hora en moto en el que te puedes tomar el día libre si estás enfermo), y si por un milagro me sobraba dinero, prefería gastarlo en un regalo material que pudiera recordarle a mí. Nada de cenas románticas en ningún restaurante; apenas tendría para pipas. Y ni de broma iba a dejar que pagara Sabrae. Se suponía que tenía que pagar yo, quería pagar yo. Yo era el que consentía, y ella, la consentida, y no al revés.
               Además, y en el caso de que no me fuera de voluntariado, la cena en los Jardines de Kew estaba simplemente fuera de mi alcance. No había querido indagar mucho en cuánto costaba un cubierto justo ese día en alguna de las exclusivas mesas bajo el invernadero de cristal porque sabía que ni reuniendo todo el dinero conseguiría una reserva (porque no sólo buscan que les pagues, sino que tengas un caché que un repartidor de Amazon simplemente no tiene), pero un día, mientras usaba el iPad de Dylan, le había llegado un correo con la confirmación del cargo de cuenta de la reserva, y yo, que ya estaba con Sabrae, había entrado a ver lo que costaba y había cerrado el correo a toda hostia en cuanto vi un cinco seguido de un puto punto.
               Cinco.
               Mil.
               Putísimas.
               Libras.
               Ni trabajando todo el año y ahorrando cada maldito penique de los que no se llevaba Hacienda conseguiría juntar la pasta para el año siguiente. Y puede que para el siguiente tampoco, porque eso de ahorrar siempre se me ha dado mal, y más ahora que sentía la urgentísima necesidad de comprarle a Sabrae cualquier cosa frente a la que se detuviera en un escaparate. Estaba jodido. Nunca iba a poder darle el estilo de vida que ella se merecía, pero lo peor no era eso: lo peor era que Sabrae ya conocía ese estilo de vida, así que no iba a conformarse. A mí, desde luego, me costaba bastante, y eso que era orgulloso como yo solo y no quería que me lo pagaran mis padres.
               Supongo que una cena romántica en los Jardines de Kew sólo está al alcance de gente con carreras universitarias, como Dylan o Sherezade, o de artistas internacionales, como Zayn. No me extrañaría una mierda que mis padres se encontraran con los de Sabrae en el mismo sitio justo esa noche. Estaba claro que, con nosotros, no se iban a topar. Yo tendría que conformarme con un trabajo de mierda, de esos poco cualificados en que te piden el graduado escolar solamente, y con hacer malabares toda mi vida mientras decidía qué regalo dentro de mi ajustado presupuesto preferiría Sabrae. Si fuera por voluntad, le regalaría la luna, pero ahora mismo sólo tenía para un triste paquete de chicles.
               -¿Qué te pasa?-preguntó ella, dejando su tenedor con suavidad sobre el plato y acariciándome los hombros. Negué con la cabeza.
               -No es nada.
               -Sí es algo. Te ha cambiado la cara. Venga, Al. Cuéntame qué te pasa. Estás rayado por algo; lo noto.
               -Sólo estaba pensando… no sé cuánto puedo darte.
               -¿A qué te refieres?
               -Me refiero a… estar enamorado es muy guay en las pelis porque no hay problemas de dinero. Los adolescentes conducen Audis y coches de ese estilo, tienen pasta de sobra para alquilar una sala de cine entera o pedir toda la carta del restaurante pijo al que van, pero yo…-torcí la boca, apretando los puños-. Yo tengo que pedirte que te conformes con comer albóndigas en mi casa porque eso está simplemente fuera de mi alcance. Me encantaría poder llevarte a los Jardines de Kew, porque no te mereces menos, Saab. Joder, si por mí fuera, reservaría todas las mesas para que estuviéramos solos, pero… creo que nunca voy a poder darte esas cosas. Y yo no quiero que tengas que conformarte con… bueno, esto-hice un gesto abarcando la mesa, las dos velas, el pequeño jarrón con las flores caseras, que sí, vale, eran bonitas, pero no podían compararse con un invernadero; los platos de porcelana que mi madre guardaba a buen recaudo, pero que no eran nada al lado de los de porcelana china que se encuadraban entre hileras de cubiertos de plata y oro, frente a los dos guardianes de acero inoxidable que eran nuestros cuchillos y tenedores… o los vasos de colores, el zumo de arándanos y la cerveza en vez de un Rioja y champán.
               Sabrae me puso una mano en el brazo y se inclinó hacia mí mientras me acariciaba con el pulgar.
               -Hace tiempo me dijiste que “conformarse” no tiene sentido en una situación en la que esté incluida yo. Pues te digo lo mismo que me dijiste entonces. “Conformarse” y “contigo” son antónimos, Al.
               -Pero…-empecé, pero ella me puso un dedo en los labios.
               -No quiero que pienses que hay manera de mejorar esto, porque yo estoy segura de que no la hay. No te preocupes por nada; yo no necesito despilfarrar mucho dinero en romanticismo. Todo lo que yo necesito para tener un momento está aquí, sentado a mi lado-sonrió, acariciándome el mentón-. El chico que me acompaña es lo que hace todo especial. Prefiero sentarme en el parque a compartir un donut o un trozo de pizza contigo a ir a cualquier sitio elegante de la mano de otra persona que no seas tú.
               Se levantó de la silla y se sentó en mi regazo, pasándome los brazos por el cuello y hundiendo sus dedos en mi pelo. Me dio un largo y lento beso en los labios que me alejó de las voces en mi cabeza que me decían que no era suficiente, porque si no lo fuera, Sabrae no estaría allí, conmigo.
               -Tú eres mi oxígeno. Y también mis estrellas. Por mucho que los astronautas necesiten pasearse por ellas para poder sentir que su existencia tiene sentido, sin oxígeno no pueden vivir, pero yo tengo la suerte de que tú seas ambas cosas. Mis sueños, y el ancla que me mantiene con los pies en la tierra, y que me impide salir flotando hacia la inmensidad del espacio. Me encantaría hacer las cosas de las pelis contigo, pero muchas veces son sólo eso: pelis. No son la realidad. Solo somos niños. Tú un poco menos que yo-se pegó a mí, abrazándome la cabeza-, pero seguimos siendo niños. Ya tendremos tiempo de agobiarnos por las cosas que no están a nuestro alcance más adelante. Además… te olvidas de algo-sonrió altiva.
               -¿De qué?
               -Yo soy una Malik. Valgo mi peso en oro. Y, además, soy feminista. Así que no iba a dejar que lo pagaras tú todo, guapo-me dio un toquecito en la nariz-. Puede que tú no puedas llevarme a los Jardines de Kew, a Roma o a la Luna por ahora, pero yo sí puedo, y desde luego, lo pienso hacer. A ver si te piensas que eres el único que quiere consentir a su pareja.
               -No es así como yo veo el mundo, Saab.
               -Pues tenemos un problema, sol, porque yo veo el mundo así. Me han enseñado que me merezco todo lo que tengo, y que no pasa nada por presumir de lo que tengo en los entornos en los que me muevo. Y da la casualidad de que me muevo por las altas esferas, así que perdona si empiezo a llevarte a eventos exclusivos, vestido de traje y brindando con champán del bueno, pero es que yo no soy Hannah Montana; no tengo dos mundos, sólo uno, y tú formas parte de él-se inclinó para darme un beso en los labios-. Yo sólo quiero vivir un montón de experiencias contigo. Me da igual lo que hagamos mientras estemos juntos. Te presumiré igual vayas en traje o en chándal, porque no es tu aspecto lo que más me gusta de ti, sino lo que escondes aquí dentro-me puso una mano en el corazón-. La bondad que hay ahí guardada, la misma que te hace calcular rápidamente cómo puedes consentirme, en lugar de pensar que yo te puedo consentir a ti.
               Le acaricié la cintura, distraído.
               -No sabes las ganas que tengo de darte lo que mi padre le da a mi madre, o lo que tu padre le da a tu madre, pero… es muy frustrante querer y no poder. No te haces idea.
               -Sí que me la hago. Te conozco bien. Me has enseñado voluntariamente partes de ti que otras personas conocen porque echaron un vistazo sin tu permiso. Por eso sí lo mucho que te cuesta dejar que te inviten, incluso aunque lo haga yo.
               -Sobre todo si lo haces tú, Sabrae.
               -Vale, sobre todo si lo hago yo-respondió, mimosa, frotándose contra mí-. Pero piénsalo de otra manera: ¿crees que mis padres, o los tuyos, harían algo distinto si quien pagara fuera el otro? ¿Crees que mi madre no hace esfuerzos por mi padre? ¿O la tuya por tu padre? Traer el mundo a sus hijos no es el único regalo que una mujer puede hacerle a un hombre. Hay cosas más materiales que también les dan.
               Me la quedé mirando desde abajo, un creyente que se encuentra con que su diosa desciende de los cielos para hablar con él, consolarle en sus penas.
               -En lugar de pensar en si yo me merezco tener que conformarme, piensa en si eres quien tiene que conformarse-me susurró al oído, y luego, se separó de mí para mirarme a los ojos mientras me acariciaba la nuca-. Igual que yo me merezco que me consientan, tú también. Igual que quieres consentirme, yo también quiero consentirte a ti. Y que no me dejes también es conformarme-me sacó la lengua y yo puse los ojos en blanco.
               -Hago lo que puedo, Sabrae, pero ya sabes que me cuesta.
               -Sí, lo sé, y por eso aprecio mucho más el esfuerzo-ronroneó, jugueteando con mi pelo-. Tienes esta maldita costumbre de preocuparte demasiado… ojalá te quisieras la décima parte de lo que lo hago yo, o pudieras verte con mis ojos-me dio un vuelco al corazón; puede que no acabara de declararse del todo, pero sí me había dicho que me quería. Ojalá te quisieras la décima parte de lo que lo hago yo. Ojalá te quisieras la décima parte de lo que lo hago yo. Ojalá te quisieras la décima parte de lo que lo hago yo-. Así te darías cuenta de que mi verdadero lujo eres tú.
               -Vale, pero tienes que admitir que estar en un sitio un poco más glamuroso que mi comedor también ayudaría.
               -O no. Seguro que a tus padres les invitarían amablemente a abandonar el salón como a tu madre se le ocurriera cenar sentada en el regazo de Dylan.
               Alcé una ceja.
               -¿Quieres cenar sentada en mi regazo?-repetí, seguro de que no la había oído bien, y Sabrae esbozó una sonrisa radiante.
               -Si insistes…-y se estiró para coger su tenedor y pinchar una albóndiga. Se llevó un trocito a la boca y luego me llevó otro a la mía, mientras sus dedos jugueteaban con los mechones de mi pelo, y juro que jamás había estado así de feliz, creyéndome bastante, merecedor de ella, sabedor de que la hacía feliz sin tener que esforzarme, porque con mi presencia era suficiente. Más que suficiente.
               Le aparté un mechón de pelo de la cara para darle un beso en la mejilla antes de empezar a comer, y Sabrae sonrió y arrugó la nariz. Trufas aprovechó que estábamos distraídos para  subirse de un salto a la mesa de Sabrae y empezar a roer su pan, pero no podía darnos más igual. Comimos como habíamos puesto la mesa: charlando, picándonos, y de vez en cuando dándonos besos con sabor a tomate y orégano. La verdad es que Tommy se había pasado con la receta de mi madre, mejorando incluso algo que yo pensaba que era perfecto, o puede que fueran los besos de Sabrae. No estaba seguro de a qué se debía exactamente que la cena estuviera tan deliciosa; puede que fuera una mezcla de todo, o algún ingrediente secreto que mi amigo le había echado a la carne para hacerla incluso más sabrosa. El caso es que me encantó, y cuando le llegó el turno al postre, el conejo estaba tumbado panca arriba en la mesa, empachado de comer tanto pan ahora que no había nadie vigilando su dieta.
               Sabrae se limpió con la servilleta, riéndose, mientras yo recogía los platos (la obligué a quedarse en su sitio, lo cual me costó bastante), y traía un par de boles para helado. Coloqué una tarrina de helado de maracuyá sobre la mesa, y Sabrae alzó una ceja.
               -¿Esto es una especie de afrodisíaco, o algo así?-preguntó, y yo me reí.
               -¿Acaso lo necesitamos?-le saqué la lengua y ella sonrió, cogiendo un poco de helado directamente de la tarrina con la cuchara. Cerró los ojos mientras saboreaba los toques ácidos de la fruta perdida entre el frío y su sonrisa se amplió un poco más.
               -Creo que no hay fruta que me guste más que la maracuyá.
               -A mí también-confesé, dándole un beso en la sien-. Me trae buenos recuerdos. Es como las rosas. Ahora, siempre que veo una, pienso en ti.
               -A mí me pasa igual, ¡y eso que no tengo un invernadero en casa!-echó una mirada en dirección al invernadero de cristal del jardín, y lanzó un suspiro-. A tu madre le encantan las plantas, ¿verdad? Creo que es la persona que más flores tiene de todas las que conozco, y eso que mi madre recibe muchas flores de sus clientas. Algunas tienen floristerías, ¿sabes?
               -Es que mi madre estudió Botánica-expliqué, y Sabrae alzó las cejas, sorprendida.
               -Vaya. No sabía que tu madre hubiera ido a la Universidad.
               -Sí que fue, pero no la terminó. En realidad, empezó Botánica, pero la tuvo que dejar porque se quedó embarazada de Aaron y necesitaba trabajar. Supongo que lo de ser de clase media-baja es genético-sonreí, y Sabrae chasqueó la lengua, disgustada, acariciándome el pelo-. Eh, no pasa nada. Estoy orgulloso de mis raíces. Mi madre es una campeona. A pesar de que tuvo que dejar de matricularse, siguió estudiando. De hecho, estoy bastante seguro de que, si se presentara a los exámenes de la carrera, los aprobaría y conseguiría el título. Siguió con el temario a pesar de no estar matriculada porque tenía que trabajar. Eso sí que es vocación. Tiene que gustarte mucho algo para seguir sacrificándote por ello incluso cuando no te va a reportar ningún beneficio.
               -Como te pasa a ti con el boxeo-reflexionó ella, y me la quedé mirando. Carraspeé.
               -Sí, bueno. Yo boxeando me relajo, y me mantengo en forma. Es como mi método de meditación. No sé si sería lo mismo…
               -Yo creo que sí. A mí me pasa eso cuando estoy dibujando. No quiero ser dibujante, ni mucho menos, pero me transmite mucha paz, y quiero hacerlo lo mejor posible. Como tú con los guantes o tu madre con sus plantas. Puede que no vaya a usarlas para nada, pero con tenerlas simplemente ya le basta. Las cosas no tienen por qué reportarnos ningún beneficio más que tranquilidad-reflexionó-. Es algo que he aprendido de mi padre. Tiene ansiedad, ¿te lo había contado?-preguntó, y yo asentí con la cabeza. Sabrae jugueteó con la cuchara-. Cuando era pequeña y le veía pintando, pensaba que lo hacía porque era parte de su trabajo. Crecí viendo cómo se grababa cada vez que se le ocurría una canción, y como canta muy bien, pensaba que todo lo que hacía bien era parte de su fama. Pero siempre me preguntaba qué hacía con los dibujos, con los graffitis y con todas esas cosas que pintaba en casa y que luego nunca aparecían por ningún sitio, así que un día le pregunté, y, ¿sabes lo que me contestó?-hizo una pausa dramática-. Que no tienes que buscar un por qué para hacer las cosas que te hacen sentir bien. Y la verdad es que tiene razón. Con que algo te haga feliz, es más que suficiente.
               Le acarició la tripa a Trufas, pensativa, bajo mi atenta mirada.
               -Eres súper sabia-admiré, y ella se sonrojó un poco.
               -Simplemente tengo curiosidad-se encogió de hombros, pasándose una mano por el cuello-. Me gusta saber cosas, simples o complejas, y mejor si poca gente las conoce.
               -Sí, me consta-asentí, pensando en la charla que habíamos tenido el día que nos encontramos en Camden, cómo me había expuesto su preocupación porque sabía cosas de mí que nadie más sabía, pero los datos más básicos (como mi color preferido, por ejemplo) eran un misterio para ella.
               -Por eso no te he dicho que no aún-comentó, poniéndome la mano en el brazo, y yo fruncí el ceño, sin entender a qué venía aquello, pero dejé que siguiera hablando-. No tiene nada que ver contigo, Al, de verdad. Simplemente… soy feliz estando juntos, y ya está. No necesitamos etiquetas.
               -Ya, si lo sé. Lo hemos hablado, ¿recuerdas? Me lo dejaste claro, y estamos de acuerdo.
               -Sólo quería confirmarlo.
               -¿Confirmar? ¿El qué?
                -Que seguíamos de acuerdo en eso.
               -¿Por qué no íbamos a seguir de acuerdo? No ha cambiado absolutamente nada desde la última vez que lo hablamos.
               Suspiró, aliviada.
               -Vale. Es que, bueno… hablé con Scott el otro día, y me dejó bastante claro lo que opina de… mi postura respecto a lo nuestro.
               -Ah, no me digas. Te soltó un sermón, ¿verdad?-puse los ojos en blanco y Sabrae frunció el ceño.
               -Sí, ¿por qué? ¿Te lo ha contado?
               -No, pero también me lo ha soltado a mí-me reí con amargura, negando con la cabeza-. El día del despacho. No sé cómo, pero llegó a la conclusión de que no querías que fuéramos más en serio por cómo me comporto cuando ando cerca de una chica que no eres tú.
               -Sólo es fachada-respondió, decidida.
               -Eso le dije.
               -Eso no hace menos fuertes tus sentimientos hacia mí.
               -Eso le dije.
               -E incluso si te atrajeran las demás como te atraigo yo, que yo no quiera formalizarlo no tiene que ver con eso.
               -Vaya, Sabrae, ¿tenías un micrófono en el despacho y estuviste escuchando la conversación? Porque también le dije eso.
               Sabrae se mordisqueó los labios, pensativa.
               -Hablaré con mi hermano. Se está metiendo donde no le llaman.
               -Sólo se preocupa por nosotros. Por los dos, de manera individual. Tú eres su hermana y yo soy uno de sus mejores amigos. Con razón Tommy no quería verlo cerca de Eleanor-me reí con sorna-. Está en una posición un poco jodida.
               -Aun así, no tiene derecho a meter las narices entre nosotros-declaró Sabrae con determinación-. Lo que pase entre nosotros sólo nos atañe a nosotros dos.
               Trufas se despertó de repente y se incorporó de un brinco. Sabrae lo miró.
               -Así es, bichito-asintió con la cabeza y Trufas la analizó con atención, decidiendo si iba en serio o si se estaba marcando un farol, si le estaba riñendo o felicitando por no ser una marmota las veinticuatro horas del día, y sólo veintitrés. Trufas saltó al regazo de Sabrae y, tras hartarse de mimos de ésta, finalmente se bajó al suelo y brincó en dirección al salón, donde le escuché tirar el mando de la televisión al suelo cuando se puso a mordisquear las revistas de la mesa. Quien diga que los conejos son animales tranquilos no ha conocido a este puto demonio. Prefería mil veces tener que lidiar con una manada de cabras puestas de cocaína a tener que cuidar a Trufas por la noche, cuando se le cruzaban los cables (puede que fuera un conejo lobo y la salida de la luna le afectara más de lo que cabía esperar) y se volvía completamente loco. Le afectaba muchísimo cuando Mimi no pasaba las noches en casa, y había que tener un cuidado increíble con él.
               Cuando fui a quitarle la última edición de Vogue de las fauces, Trufas empezó a correr en círculos por el salón.
               -Da gracias de que no tenga una pistola de dardos tranquilizantes, puto gordo-gruñí, decidiendo que, para la próxima noche que quisiera pasar a solas con Sabrae, tenía que pedirle a Mimi que se llevara al demonio que tenía por mascota con ella. Jodido monstruito.
               Trufas se puso en pie sobre sus patas traseras, atento a lo que acababa de decirle. Por un momento, pensé que se comportaría como un animal al que le funcionan las neuronas correctamente. Y luego, salió escopetado hacia las escaleras. Las subió de dos en dos, chocó en el penúltimo escalón, se cayó rodando a la planta baja, y probó con el otro tramo de escaleras. Me miró desde arriba, esperando que lo siguiera.
               -No quiero jugar, Trufas.
               Trufas empezó a correr en círculos en el pasillo que conectaba los dos tramos de escalera. Se levantó de nuevo sobre sus patas traseras, con las orejas alzadas y los ojos negros clavados en mí.
               -Vete a la habitación de Mimi a dormir, Trufas-le dije. Trufas parpadeó. Se acercó al borde del pasillo, coló la cabeza por entre los barrotes de la barandilla, y olfateó el aire-. Trufas. Céntrate. Mimi-silabeé despacio para que me entendiera-. Dormir. Vamos, venga, hombre.
               Trufas clavó sus ojos en mí, parpadeó, meneó la nariz, agachó las orejas, y coló todo su cuerpo por entre la barandilla. Noté que se me ponían los huevos de corbata. Si se caía al suelo, se mataría. Y si se le moría el conejo mientras yo estaba cuidándolo, Mimi me mataría. Además, claro, del disgusto que me daría a mí. Puede que fuera un puto sociópata, pero era un puto sociópata suave y cariñoso.
               -¿Qué haces? Te vas a caer, ¡échate para atrás!
               Trufas parpadeó. Sabrae se asomó a la puerta de la cocina, curiosa. Trufas la miró un instante, y después, volvió a mirarme a mí. Se encogió un momento, aovillándose con la vista al frente, y luego, la madre que lo parió, pegó un brinco. Saltó al vacío como el paracaidista que lleva a su espalda dos paracaídas, solo que él era un puto conejo que estaba para encerrar.
               TRUFAS!-chillé, corriendo hacia el punto en el que calculé que caería y abriendo los brazos para cogerlo. Sabrae se quedó clavada en el sitio, sin saber qué hacer, observando con fascinación la parábola que dibujó el conejo en el aire antes de, gracias a Dios, caer en mis brazos-. ¡PUTÍSIMO ANIMAL! ¿ES QUE ESTÁS MAL DE LA CABEZA?-le reñí, enganchándolo de la piel del cuello y levantándolo en el aire ante mí-. ¡SI LLEGO A SABER QUE TE IBAS A CONVERTIR EN UN JODIDO SUICIDA, TE HABRÍA DEJADO EN LA TIENDA PARA QUE ALGÚN FABRICANTE DE AMIGOS SE HUBIERA HECHO UNOS GUANTES CONTIGO!-lo estreché contra mi pecho, sintiendo cómo el nudo de mi garganta se iba deshaciendo poco a poco. Trufas gimoteó, acusando la presión de mis brazos; consiguió escurrirse hacia mi hombro y, de ahí, tirarse al suelo. Se empotró contra mis piernas antes de echar a correr escaleras arriba, y Sabrae me miró.
               -No hablo conejo, pero creo que está intentando decirte algo.
               -La próxima vez, que me mordisquee los calcetines, como hacen los animales normales.
               -Dicen que las mascotas se parecen a sus dueños.
               -¿Estás llamando anormal a mi hermana, Sabrae?
               -No-respondió ella, en tono de listilla-. Te lo estoy llamando a ti-y se metió en la cocina con la cabeza bien alta. Bufé, negué con la cabeza y, cuando Trufas se acercó de nuevo a la barandilla de las escaleras, levanté las manos, le dije “vale, vale, ¡ya voy!” y subí con cuidado. No me fiaba de que no le diera por volver a saltar, y ahora no había nadie para salvarle esa vida que para él no valía una mierda.
               Por suerte, cuando llegué arriba, Trufas brincó y trotó dócilmente hacia la habitación de mi hermana. Cuando vio que no iba tras él, salió en mi busca. Empujé la puerta de la habitación de Mimi, y me lo encontré subiendo y bajando de la cama como si estuviera en una clase de aeróbic. Mimi se había dejado algo sobre la cama, algo que Trufas había tirado en uno de sus triples saltos mortales. Mientras el conejo se sentaba en la almohada, dejándosela perdida de pelos, me acerqué a la cama para recolocar lo que quiera que fuera aquello.
               Entonces, reparé en que había un folio doblado al lado de la caja. Imbécil, podía leerse en él. No debería, pero me di por aludido y cogí el folio, intuyendo que sería una nota. Miré a Trufas.
               -Qué simpática tu dueña, ¿eh? Le salvo la vida a la bola de pelo desquiciada que tiene por mascota, y mira cómo me lo paga.
               Abrí el folio como si fuera una postal y leí la nota que Mimi había escrito con su letra redondeada, grande y bonita en su interior.
               Iba a volver a robarte los condones por si esta noche triunfo, pero luego he pensado que Sabrae no se merece que la convenzas para hacerlo sin protección…
               -Pero, ¿qué obsesión tiene todo el mundo con que yo no me pongo condones?-le pregunté a Trufas, que empezó a revolcarse en la almohada-. Si soy el primer interesado en no tener críos tan pronto.
               así que, para evitarle al mundo el tremendo sufrimiento que sería un mini tú, y de paso pedirte disculpas por lo de la última vez, te he cogido esto. No lo abras estando solo. Lo sabré. Trufas me lo contará.
               Tu fantástica, preciosa, listísima, talentosísima hermana (que no te mereces).
               -No, sí, ya te digo yo que no me merezco este sufrimiento que es compartir techo contigo-gruñí, cogiendo la caja y rasgando el papel de regalo. Trufas bufó-. ¿Qué? ¿Vas a arrastrarme escaleras abajo? Sólo me estoy asegurando de que no sea algo que explote. Pero qué cojones hago dándole explicaciones a un maldito conejo…-musité, rasgando el papel. No pude evitar sonreír cuando vi la marca Durex en la parte de caja que quedó libre. Además, traía el precinto de garantía, así que Mimi no habría agujereado los condones.
               Miré al conejo, que se estaba rascando una oreja.
               -Te parecía que era hora de intercambiar regalos, ¿no? ¿Es eso?
               Trufas dejó de patalear con su inmensa pata trasera y se me quedó mirando.
               -Vale. Captado. Vamos a por el regalo de Sabrae, venga-le insté, y no necesitó que se lo dijera dos veces. Me persiguió hacia mi habitación, se arrebujó en el cojín mientras yo abría el armario y sacaba la bolsa de papel con un lazo que me habían puesto en la tienda donde le había cogido el regalo a Sabrae, y se levantó para seguirme escaleras abajo cuando vio que abandonaba mi habitación.
               Cuando llegué al comedor, me encontré con que Sabrae se me había adelantado en el tema de los regalos. Había dejado la enorme bolsa de tela que se había traído de su casa sobre la mesa, con las asas anudadas imitando un lazo. Mientras yo me peleaba con Trufas, había retirado todos los platos de la mesa, dejando sólo las velas y el pequeño jarrón con las flores.
               -Mi momento favorito del día, ¡hora de los regalos!-festejó, y yo me reí.
               -¿No decías que no eras materialista?
               -No seas bobo. Me muero de ganas por ver la cara que pones cuando veas qué te he regalado.
               -Déjame adivinar, ¿es una muñeca hinchable?
               -¿Cabría una muñeca hinchable en esta bolsa, Alec?-preguntó con cierto fastidio.
               -Si no tiene aire, yo diría que sí.
               -Pues no es una muñeca hinchable, siento decepcionarte.
               -Vaya. Yo que me había hecho ilusiones después de la conversación de la yogurtería…-comenté-. Por cierto, adivina quién te quiere mucho-señalé, lanzándole la caja de condones, que cogió al vuelo.
               -¿Tú?
               -Aparte de mí, quiero decir.
               Sabrae rasgó el papel y sonrió al leer el contenido de la caja: doce condones de la gama Intense Orgasmic, con la caja negra y un dibujo en rosa y azul. Sabrae sonrió.
               -Qué detalle de parte de tu hermana.
               -¿Sabes qué es lo mejor? Que seguro que se murió de vergüenza mientras los compraba. Imaginarme su cara de “me quiero morir”, sabiendo cómo es, me hace más ilusión que los condones en sí.
               -Probablemente se los haya comprado Eleanor. Es la misma gama que usa Scott-reflexionó Sabrae, haciendo girar la caja en sus dedos.
               -Así que condones con efecto especial, ¿eh? No me esperaba menos de tu hermano. Típico de él usar truquitos en la cama.
               -Tú también usas truquitos.
               -¿Como por ejemplo…?
               -Sabrae-Sabrae se puso rígida, hundiendo la voz varias octavas-. Mírame a los ojos. Quiero ver cómo te corres-y se echó a reír, histérica.
               -Yo no hablo así-protesté-. Pareces un camionero incubando cáncer de garganta.
               -Sí hablas así. Cuando estás cachondo, sí. Ya te grabaré.
               -Sí, hombre. Que te crees tú que te voy a dejar que nos hagas un sex tape. Seguro que lo subes a Pornhub, no me dices nada y te quedas con todos los beneficios.
               -¿Tan evidente es mi plan sin fisuras?
               -Las grandes mentes piensan igual-le recordé, y ella sonrió. Cogió la bolsa y me la tendió con una carita de ilusión que me dio ganas de comérmela a besos. Cuando me senté y deshice el nudo de las asas de la bolsa, Sabrae juntó las palmas de las manos y pegó el dorso de los dedos a su boca, mordisqueándose la sonrisa.
               En el interior de la bolsa había una caja envuelta en papel de regalo rojo, con un gran lazo amarillo rojo en su tapa, todo muy rollo navideño que no me disgustaba, la verdad. Deshice el lazo de la tapa y la retiré.
               Y, entonces, las paredes de la caja se abrieron como los pétalos de una flor. En su interior, había otra caja un poco más pequeña, ahora blanca, con un lazo azul en su parte superior. En las paredes de la caja que ahora se habían abierto, había varios folios que conformaban un mensaje.
               ¡Hola, Al! He pensado que, ya que tienes raíces rusas, te parecerá divertido un regalo como una matrioshka. Y dentro de las matrioshkas siempre hay algo escondido, así que mira en la tapa de la caja que acabas de abrir.
               Sabrae soltó una risita cuando yo le di la vuelta y me encontré con una lámina dorada pegada con celo en su interior, combinando con el lazo. Lo despegué y sostuve la lámina frente a mí: se trataba de una imitación de los billetes dorados de Willy Wonka de la película Charlie y la fábrica de chocolate, con un sello de autenticidad incluido. En aquel billete, sin embargo, había escrito con tinta negra, en la caligrafía de Sabrae “Vale por un abrazo cuando estés triste”.
               Levanté la vista y la miré.
               -Sigue abriendo tu regalo-me instó antes de que pudiera decirle nada, así que obedecí. Levanté la tapa de la caja y, como esperaba, las paredes de la caja se abrieron de nuevo, revelando tres fotos que Sabrae había impreso en formato Polaroid (una foto de nuestras sombras en el parque, haciendo el tonto en la cola de una atracción, y de ella con mi chaqueta de boxeador) y pegado con cuatro tiras de celo, amén de otro billete dorado, esta vez un “Vale por una peli de miedo para acurrucarnos mucho”.
               Y, dentro, otra caja. Levanté la tapa y lo mismo: tres fotos (de nuestras manos entrelazadas, de Sabrae en el restaurante Imperium, y mía en el mismo lugar), y otro vale, “por un beso cuando yo esté de morros y no quiera dártelo”.
               Otra caja más. Tres fotos (una captura de pantalla del vídeo que había subido a sus historias de Instagram cantando, desnudos en la bañera; una foto de nuestras sombras mientras nos abrazábamos, y de los yogures que habíamos tomado cuando fuimos a Camden), y otro vale. “Vale por un postre para chuparse los dedos”.
               Y otra caja más. Tres fotos (yo apartándola para que no me hiciera una foto mientras fumaba después de hacerlo, su silueta en el invernadero de mi madre, y ella sonriendo a cámara en el reflejo del espejo del baño de las chicas en la discoteca del baño de Jordan, con la ropa que llevaba la primera vez que probé sus labios y su delicioso sabor) y otro vale. “Vale por una fantasía sexual, sin prejuicios”. Sonreí.
               -Creo que éste lo voy a canjear pronto-comenté, y Sabrae se rió.
               Retiré la tapa de la caja y me encontré con otra más, acompañada de tres fotos (una selfie que nos habíamos hecho escuchando a The Weeknd, una foto con Trufas y yo dándole un buen bocado a uno de sus brownies en mi cama) y un vale más. “Vale por un viaje de fin de semana, adonde tú quieras”. En la tapa de la caja que acababa de asomar, había una etiqueta anudada que rezaba ¡Ya casi estás!
               Tiré de la tapa y la caja se abrió, mostrándome tres fotos (la foto que nos habían hecho en Nochevieja, donde yo la agarraba de la cintura de una forma en que dos archienemigos como se suponía que éramos, a efectos de mi madre, no se agarraban; Sabrae con mi sudadera de Whitelaw 05 y los dos besándonos en su cama, la noche en que nos vimos desnudos completamente por primera vez), un pequeño sobre cerrado del tamaño de los vales (supuse que éste sería muy gordo, tipo “Vale por un trío con la chica que tú elijas”). Y, en el lugar que habían ocupado antes las cajas, ahora había un paquete de regalices, una grulla de origami en tonos anaranjados, y una foto enmarcada de nosotros dos. La reconocí en el momento por ser una de mis fotos favoritas; estábamos tumbados en el suelo mirando a cámara, sonrientes, con el pelo de Sabrae haciéndole de aureola como si fuera un ángel, y en nuestros rostros se reflejaban las luces de una puesta de sol que habíamos visto en un iglú.
               Me la quedé mirando con una sonrisa tonta en los labios, y ella se mordió la suya.
               -Puedes abrir el sobre-me indicó, y yo obedecí. Lo despegué con cuidado de la pared de la caja y lo abrí.
               ¿Recuerdas cuando dije que sería algo gordo, tipo “vale por una orgía”, o algo así? Bueno, pues era algo gordísimo.
               “Vale por un «Te quiero», no como contestación a uno que me digas tú, antes de que te lo diga por primera vez”.
               Levanté la vista y la miré.
               -Sabrae…
               -Aún hay más.
               -¿Más? ¿Qué más puede haber que un te quiero tuyo?-pregunté, y ella simplemente señaló el sobre con los ojos chispeantes de felicidad. Me fijé entonces en que no estaba vacío: aparte del vale, había un folio doblado con cuidado. Lo extraje y leí en voz alta su contenido.
               -Yo, Alec Theodore Whitelaw, le pagaré a Sabrae Gugulethu Malik la cantidad resultante de la mitad del presupuesto del viaje, porque soy un puñetero orgulloso incapaz de aceptar un regalo que cueste más de tres libras. En Londres, a (fecha). Firmado: Alec Theodore Whitelaw, Sabrae Gugulethu Malik.
               Sabrae ya había estampado su firma sobre la línea de puntos. Agité el papel en el aire.
               -¿Qué es esto?
               -Es un pagaré.
               -Me he dado cuenta. Es muy formal.
               -Gracias. Le he copiado el formulario a mi madre-explicó-. Bueno, ahora tienes que seguir las instrucciones que están abajo del todo, en letra pequeña.
               Leí lo que ponía en unas letras minúsculas, que casi costaba leer, y me reí. Resultó que la primera caja estaba envuelta en papel de regalo porque escondía algo en su interior, así que me tocaba romperlo. Así lo hice, y me encontré con otra carta de Sabrae, escrita con muchísimo cariño.
               “Querido Alec (mi Sol),
               Estos meses contigo han sido una montaña rusa de emociones. No he sufrido tanto por nadie como he sufrido contigo, ni tampoco he sido tan feliz con nadie como lo soy contigo. Desde que tengo uso de razón, tú siempre has estado ahí, formando parte de mis recuerdos buenos y de mis recuerdos malos a partes iguales. Por eso me alivia pensar que ya tenemos un historial asentado, que no podemos vivir el uno sin el otro y que no vamos a tener que hacerlo nunca.
               Eres una persona increíble. Lo sé porque rara vez las personas increíbles se dan cuenta de lo especiales que son. Tienen a minusvalorarse, a decir que lo que hacen es lo que haría cualquiera, cuando no es así. La bondad pura y absoluta, la bondad como la que tú tienes, es muy escasa en este mundo, como una flor que crece en el desierto; y yo me siento tremendamente afortunada de poder estar a tu lado y disfrutar de esa bondad. Ojalá algún día pueda despertarme a tu lado y ver que a no te odias como lo haces, que ya no luchas contigo mismo con esa fiereza con que lo haces sin darte cuenta, sino que te quieres y te admiras de la manera en que lo hago yo, la manera en que tú te mereces.
               Me has enseñado muchísimo, y no en el sentido literal de la palabra. Contigo estoy aprendiendo lo que creo que no podría aprender ni en mil vidas. Poquitas palabras en ruso, apenas un par en griego, métodos de boxeo y tradiciones extranjeras que tú haces que sean un símbolo de hogar, porque son parte de ti, y tú eres mi casa. Pero también me has enseñado a no juzgar un libro por sus tapas, a que sólo acercándote de veras a una persona puedes saber cómo es realmente, y a amar. A amar y a llorar de alegría y felicidad y a luchar contra viento y marea; ese sentimiento poderoso capaz de sacar planetas de sus órbitas si se le pone a prueba de manera suficiente. Me has abierto todo un mundo de posibilidades, en todos los sentidos: es como si, antes de conocerte, de conocerte de verdad, viviera en una burbuja opaca que me impidiera ver, oír, tocar, oler, saborear. La primera vez que te besé, supe al instante que mi vida había cambiado, pero no lo trascendente que era ese cambio (en ese momento me di cuenta de que me gustaba ese gilipollas que pensaba que eras, nada más). Lo que nunca había imaginado es que todo lo que estaba buscando en un compañero estaba ahí, justo a mi lado.
               Supongo que pensarás que soy una hipócrita por decirte que lo tienes todo, y sin embargo negarte la única cosa que me has pedido, y la verdad es que tienes razón. Estás en tu derecho a pensar que soy una ilusa, una tonta, y no te equivocarías: me he pasado la vida creyendo que no merecías la pena, que las chicas que se peleaban por ti eran estúpidas, cuando en realidad, la única estúpida soy yo. Porque lo cierto es que nadie que te conozca podría decir una mala palabra sobre ti sin estar mintiendo descaradamente.
               La realidad es que estoy total, absoluta, irremediable y profundamente enamorada de ti. Te quiero como quieren en las películas, pero durante más de dos horas; te quiero como quieren en los libros, pero de forma visible y tangible. Te quiero por todo lo que eres, todo lo que sé que vas a ser (el dueño de tu vida, de tu subconsciente, de tu amor propio; un novio, un marido, un padre increíble de alguien que, espero, tenga relación directa conmigo), pero, sobre todo, por lo que no eres ni jamás serás: producto de tus genes, esclavo de tus traumas, la historia repetida. Ante ti se abren dos caminos a cada paso que das: el del amor y el del odio, y tú nunca, jamás, has vacilado en tomar el primero. Por eso protesto cuando me dices que tienes suerte de estar conmigo: porque sé que la afortunada soy yo.
               Me has enseñado que la familia es más que la sangre y la gente que está contigo todos los días desde que eres pequeña: a la familia también la eliges, también la vas construyendo poco a poco, y yo quiero pensar que la mía ha crecido desde que estamos juntos. No sólo te aporto a ti a mi vida (que ya eres muchísimo), sino también el amor que me haces sentir, tanto manando de mí como manando de ti.
               Créeme si te digo que me cuesta muchísimo pedirte que te quedes conmigo, porque soy egoísta y quiero tenerte cerca siempre. Créeme si te digo que me muero de ganas por decirte lo que siento, y por eso te he hecho ese vale, porque necesito una vía de escape y tú te mereces dejar de esperar, aunque sólo sea una vez. Te mereces elegir cuándo, dónde y cómo quieres que te diga todo lo que siento. Has hecho mi mundo infinitamente más grande, así que lo justo es que puedas escoger dónde quieres que yo reúna la valentía suficiente para decirte que te quiero sin desmoronarme por los meses en que no podré hacerlo; supongo que sólo me estoy acostumbrando al silencio. Así que por eso te lo digo por carta: te quiero, te quiero, te quiero. Muchísimas gracias por este día. Me da igual el plan que tengamos, siempre que sea contigo.
               Pero, ahora que lo pienso, puede que nos merezcamos algo especial. Desde luego, tú te lo mereces. Por eso, quiero que desmontes la foto que te acabo de regalar.
               Me apeteces, hoy, ayer, mañana y siempre,

               Tu Sabrae.”
               Me la quedé mirando con lágrimas en los ojos. Apenas podía respirar con normalidad. Definitivamente, esta chiquilla tenía un don con las palabras.
               -Sabrae… yo… gracias-jadeé, limpiándome las lágrimas con el dorso de las manos. Ella jadeó.
               -Cariño… no llores. Y no me las des; aún no. Primero, tienes que abrir tu último regalo-sonrió, acariciándome la cabeza y dándome un beso en ella. Estiré una mano temblorosa en dirección a la fotografía enmarcada de los dos, y retiré la parte trasera.
               Había un último folio, éste impreso en blanco y negro, doblado varias veces para que cupiera dentro del marco de la foto.
               Y casi me desmayo cuando lo abro.
               Déjame ponerte en situación: The Weeknd sacaba disco en unas semanas, así que el tour reglamentario de lanzamiento era inminente. Sabrae y yo ya habíamos hablado de ir al primer concierto que hiciera en Londres, y estábamos bien atentos para cuando anunciaran las fechas (que yo esperaba que fueran antes de que me fuera de voluntariado; y si no, con dos cojones, volvería en un viaje relámpago para que ese individuo me bendijera los oídos en vivo y en directo) poder pillar entradas a la velocidad del rayo; ahí sí que no me importaba que Zayn usara sus influencias. Pero, antes de su tour, The Weeknd iba a actuar en algunos festivales por los que, se sospechaba, no pasaría con su gira de conciertos propia.
               Y el primero de ellos era en Barcelona. Donde, casualmente, Sabrae ya había reservado entradas.
               -¿Qué me dices?-preguntó -. ¿Vamos a ver a The Weeknd a Barcelona?-esbozó una tímida sonrisa y yo me levanté, la estreché entre mis brazos, y me eché a llorar a lágrima viva.  Ahora lo entendía todo. La charla sobre que tenía que aceptar que de vez en cuando pagase ella y yo fuera el consentido, el pagaré… todo. Todo había sido ella preparándome para ese momento, cuando debía poner mis ganas de irme de viaje con ella por encima de mi orgullo.
               -Te quiero-gimoteé como un niño-, te quiero, te quiero, te quiero.
               -Yo también te quiero, Al-ronroneó, acariciándome el cuello y la espalda como la mejor novia del mundo que era. Porque puede que no lo fuera oficialmente, pero le daba mil vueltas en cuanto a estatus sentimental a Diana, Eleanor, o cualquier otra chica que estuviera emparejada. La carta había sido preciosa, lo de las entradas ya era espectacular, y ella… ella no era de este mundo.
               -Joder… eres de lo que no hay, tía-me eché a reír, emocionado. Me temblaba todo el cuerpo. ¡Iba a ver a The Weeknd con Sabrae! No se me ocurría mejor plan, de veras que no. Había pasado noches en vela pensando en cómo haría si The Weeknd venía a Londres para cuando yo estuviera en Etiopía, y Sabrae me había quitado un enorme peso de encima de un plumazo-. ¿Cuánto tiempo hace que las tienes?
               -Sacaron una nueva remesa hace un par de semanas-explicó-. Le pedí a papá que hablara con su mánager para conseguir dos. Todo el festival está agotado.
               -Joder, me muero, en serio. Te puto adoro, Sabrae, te puto adoro-le cogí la cara entre las manos y la estreché entre mis brazos. Sabrae rió por lo bajo y se entregó a mi beso-. Joder. Qué manía tienes con hacerme quedar mal siempre.
               -Calla, exagerado.
               -Es la verdad. Tú vas y me pillas entradas para literalmente el mejor cantante que ha pisado nunca este país, y…
               -Cuidado, chaval, es con la hija de Zayn con quien estás hablando-me recordó, dándome un codazo.
               -Lo siento, nena, pero los hechos son los hechos. The Weeknd es superior.
               -Las entradas están a mi nombre; a ver si me da por ir con Amoke, al final…
               -No me harías eso, ¿verdad que no, amor?-supliqué con desesperación, y ella se rió y negó con la cabeza.
               -No, bobo. Por supuesto que no-me acarició el pelo una vez más y yo me la quedé mirando.
               -Joder, Sabrae… eres consciente de que vamos a tener hijos juntos, ¿verdad?-solté, y ella se puso colorada.
               -Bueno, ¡será si yo quiero! Todo depende de cómo te portes hoy. La verdad es que ibas bastante bien, pero… ya veremos cómo se desarrolla la noche.
               -Jamás había visto a nadie decir “dame mi puto regalo, gilipollas” con la elegancia con que acabas de hacerlo tú-me reí, limpiándome las lágrimas con el dorso de la mano y acercándole la bolsa. Sabrae parpadeó.
               -Oh, no. Yo me refería a cuando nos fuéramos a la cama. Sinceramente, Al, el regalo me da igual. Yo lo que quería era hacerte un regalo yo a ti. Sabía que no ibas a poder rechazármelo-se encogió de hombros-. Hoy, no.
               -Bueno. Aun así, abre el tuyo.
               Sabrae se sentó tras murmurar un dócil “de acuerdo”, tumbó la bolsa y deshizo el nudo.
               -Antes de que lo abras…-empecé cuando ella sacó un paquetito dorado del interior-. Quiero que sepas que soy perfectamente consciente de que mi regalo es una mierda al lado del tuyo.
               -Esto no es una competición, Alec. Además, seguro que me encanta.
               -Ya, bueno, yo sólo… no quiero que te decepciones-me pasé una mano por el pelo-. Porque, a ver. Bueno, ya hemos hablado de esto, pero… yo no tengo las posibilidades a las que estás acostumbrada. Créeme, lo lamento mucho, pero de momento, es así. Voy a esforzarme al máximo…
               -Alec…
               -Te rogaría que te callaras-espeté, y Sabrae arqueó las cejas.
               -¿Perdona?
               -Llevo toda la semana perfeccionando este puñetero discurso en las notas del móvil y aprendiéndomelo de memoria, y quedaría un poco cutre si ahora sacara el teléfono y me pusiera a leértelo, así que… cierra la boca y escucha dos segundos, Sabrae.
               Sabrae se rió, asintió con la cabeza, se reclinó en el asiento, se pasó una cremallera imaginaria por los labios y se cruzó de brazos, expectante.
               -Vale, eh… ¿por dónde iba? Joder. He perdido el hilo. Me he quedado en blanco. Hostia, Sabrae, tía. Ya te vale. Bueno, pues… eh… que no puedo llevarte a esos sitios tope elegantes a los que Scott lleva a Eleanor o Tommy a Diana, vaya. Ojalá pudiera llevarte a restaurantes en los que tardas más en leer el nombre del plato que en comértelo, donde los camareros no hablan nuestro idioma (eso sí, después de dar unas clases de francés para no parecer un paleto) o… eh… decía algo de un templo en mi monólogo estelar-jadeé-, pero ahora no me acuerdo.
               Sabrae soltó una carcajada.
               -Me encantas, Alec.
               -Esto… Eh… bueno. Que no te puedo dar todo lo que las chicas queréis, y te mereces, como… ¡bolsos!-chasqueé los dedos-. Sí. Bolsos más caros que mi moto, o zapatos de un tacón más alto que mi gemelo, y… eh… diamantes-Sabrae asintió con la cabeza, concentrada en mis palabras-. Del tamaño de ciruelas. Que, la verdad, a mí personalmente me parecen pura ostentación, pero oye, cada cual con sus gustos. Es decir… a ti te gustan los tíos, gracias a Dios; a mí no me van ni un pelo, pero respeto tu opinión, que es tan válida como cualquier otra. No es que yo me imagine ni en un millón de años acostándome con un hombre, pero mira, que no pasa nada, los gays existen y hay que respetarlos. Bueno, mientras no hagan daño a nadie, porque si un asesino mata a alguien, por mucho que sea gay, pues tiene que ir a la cárcel, ¿sabes? No vamos a hacernos ahora todos gays para andar matándonos entre nosotros, ¿te imaginas? Sería la puta jungla. O sea, si fueran ladrones… pues todavía. El robo no es tan grave como el homicidio, pero aun así habría que reducir la criminalidad de alguna…
               -Alec.
               -¿Qué?
               -Estaría encantada de hablar sobre homosexualidad y el sistema penitenciario inglés, pero… ¿podría abrir mi regalo antes, por favor?
               -Ah. ¡Ah! Ah, sí, claro. Perdona, bombón. Joder, es que estoy nervioso. Y se me ha olvidado lo que te quería decir. ¿Por dónde iba?
               -Diamantes del tamaño de cerezas.
               -Ah, sí. Cerezas. Deliciosa fruta.
               -¡Alec!-Sabrae se echó a reír.
               -Sólo te tomo el pelo. Pues eso. Queeeeeeee… te quiero un montón. Eres una princesa. Una puta diosa. Igual hacía alguna relación entre que eres una puta diosa con algún templo y por eso me suena algo, pero… bueno, vale, iré abreviando-carraspeé, di una palmada y me dejé las manos unidas, como si rezara, frente a los labios, como se había quedado Sabrae antes-. Sabrae. Te quiero. Eres… bueno, algo bonito. Es que no se me ocurre nada, después de lo que tú me has dicho. ¡Que me has llamado flor del desierto! Eso es muy fuerte. ¿Dónde se te ocurren esas cosas? Bueno, pues que… espero que te guste mi regalo. Sé que es cutre. Por favor, no me odies. Ni me juzgues. Soy de clase trabajadora. Qué más quisiera yo que ser un aristócrata con más nombres que centímetros de polla, pero es lo que hay. Me explota una multinacional y mis posibilidades son limitadas. Pero, dentro de las pocas posibilidades que tengo, quiero darte los máximos caprichos. Así que… espero que te guste. Ale, ya lo puedes abrir.
               Sabrae sonrió, asintió con la cabeza y empezó a rasgar el papel de regalo.
               -Si no te gusta y prefieres otra cosa, como…
               -Alec, ni siquiera he deshecho el lazo. Dale una oportunidad a tu regalo, anda.
               -Sólo quería decirte que también puedo cogerte, si quieres, una pulsera de Pandora. Es más asequible. Podría ir llenándotela poco a poco… creo que han vuelto a traer el colgante de la lámpara del genio de Aladdín. Lo cual sería gracioso que tuvieras, porque, bueno… tu padre trabajó en la banda sonora.
               Sabrae me miró con ojos redondos y una amplia sonrisa, sin mostrarme los dientes. Estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para no descojonarse de mí.
               -Y Aladdín me recuerda mucho a ti. Por… ya sabes. Todo el rollo ése oriental. Muy… islámico. Ajá. Y, además, palaciego. Como tú, que eres como mi princesa. Sólo que, bueno, no hay nadie por encima de ti. Es decir, bueno, sí que la hay: sería mi madre, pero no en modo romántico, sino… porque tiene más autoridad. Tengo que obedecerla. Ella me parió.
               Sabrae se relamió.
               -Igual es momento de que me calle, ¿verdad?-pregunté, y Sabrae se echó a reír.
               -Sí, quizá sí.
               -Vale. Bien. Captado. Alec, cállate un poquito, tronco-silbé, me metí las manos en los bolsillos, y Sabrae deshizo el nudo del regalo-. Es que sé que no lo has pasado bien estas semanas, ¿sabes?-continué sin poder frenarme, y Sabrae se echó a reír-. Con lo de tu hermano y tal. Así que, bueno, quiero que tengas algo que te recuerde a mí. Además…
               -Alec.
               -Dime.
               -¿Te puedo hacer una pregunta?
               -Claro que sí.
               -Si estás así de nervioso haciéndome un regalo, ¿cómo crees que te vas a poner cuando le pidas matrimonio a alguien?
               Abrí la boca, la cerré, la volví a abrir y vomité a toda velocidad:
               -Para empezar, Sabrae, me parece insultante que pienses que le voy a pedir matrimonio a “alguien” cuando literalmente te acabo de decir que quiero tener hijos contigo, o sea es que no doycréditodeverdadtelodigomeparecealucinantedebesdepensarquelevoyaponerloscuernosaalguiennomeentraenlacabezaenserio. Te pensarás que soy un sinvergüenza. Manda cojones. Y, bueno, obviando eso… eres feminista, ¿no? Pues arrodíllate tú, chata. No voy a hacerlo todo yo en esta puñetera relación. Tócate los cojones. Encima, para una cosa que le pido, me da calabazas cosa mala, ¡y ahora me habla de matrimonio, con la movida que es! Alucinante. Y, si no me lo pides y me veo obligado a hacerlo yo, probablemente me dé un infarto y me quede seco en el sitio, así que tú misma. Ya verás si quieres tener o no ese cargo de conciencia.
               Sabrae parpadeó despacio.
               -Por favor, dime que no acabo de hablar en ruso.
               -No, no, has hablado en inglés. Es que estoy intentando procesar tanta información de repente.
               -Vale. Me preocupaba haber hablado en ruso. A veces lo hago, ¿sabes? Cuando me cabreo o me emborracho. A Jordan le pego más voces en ruso que en inglés, así que si el pobre no se ha sacado el…
               -Al.
               -Dime.
               -Mira, voy a abrir ya el regalo. Tú sigue hablando si quieres, ¿vale?
               -Vale. No. Sí. Me callo. Venga. Abre tu regalo. Que lo disfrutes-entrelacé las manos por detrás de la espalda y me balanceé en los pies, talón, punta, talón, punta.
               -Eres monísimo-sonrió Sabrae, rasgando el papel-. ¿Te ponías así de nervioso en los combates de boxeo?
               -No, porque sabía que esos hijos de puta no tenían ni una oportunidad conmigo.
               -Yo tampoco-sonrió ella.
               -Tú sí.
               -Mido metro y medio, Alec.
               -Pero tú me puedes romper el corazón. Ellos no. Perforármelo con una costilla, puede-reflexioné-. Pero rompérmelo, nunca. Aunque eso sería técnicamente romper, ¿no?-pregunté, y Sabrae empezó a rasgar el papel de regalo-. ¿Te imaginas la putada de que te rompan el corazón y encima te lo perforen con una costilla? Joder, no querría estar en la piel de quien…-me quedé callado cuando Sabrae sacó la cajita de la joyería. Abrió la boca, estupefacta, al reconocer la marca. Tragué saliva y casi me atraganto y me muero. Por favor, que le guste. Por favor, que le guste. Por favor, que le guste.
               Sabrae abrió cuidado la caja, que crujió entre sus dedos, y sonrió. Acarició el terciopelo en el que reposaba su regalo con la yema de los dedos y se mordió el labio.
               Y entonces, frunció el ceño.
               -Es un colgante-constató, y yo me quise morir.
               -Sí. ¿Por? No te gusta-decidí, y ella levantó los ojos, alarmada.
               -No, sí que me gusta. ¡Me encanta! Es precioso. De cadena fina, como a mí me gustan, y plata, mi preferida. Lo que pasa…
               -¿QUÉ PASA?-chillé más asustado de lo que debería, y Sabrae y Trufas pegaron un bote.
               -Es que… lleva una S-comentó, girándolo para que yo lo viera, como si no le hubiera dado el coñazo a la dependienta hasta que me encontró una S perfecta: simple, elegante, definida. Nada enrevesado ni hortera; mi chica no era así.
               -Sí, claro.
               -Es que… me gustaría más que llevara una A.
               -¿Una A? ¿Por qué una A? Ninguna de tus iniciales es la A, Sabrae.
               -¿Cómo te llamas?-respondió ella, arqueando una ceja.
               -¿Yo? Theodore-solté, pensando que se había olvidado de mi segundo nombre.
               -No, coño, Alec, cómo te llamas.
               -¡Ah! Alec Theodore Whitelaw. Joder, si querías mi nombre completo sólo tenías que decirlo. Hay que especificar un poco, nena.
               -Dios mío, Alec, ¡¿cuál es tu nombre de pila?!
               -Alec. ¿Se te ha olvidado? Pues bien que lo gimes-respondí sin poder contenerme, y Sabrae puso los ojos en blanco-. Espera, espera. ¿Quieres mi inicial?
               -¡PUES CLARO! ¡Anda que… pareces tonto, Alec!
               -¡BUENO, CHICA, ¿YO QUÉ COÑO SÉ? ¡ERES LA PRIMERA NOVIA QUE TENGO, NO SÉ COMO FUNCIONA ESTO DE LAS JOYAS! ¡YO ME FIJÉ EN QUE TE HABÍA GUSTADO ESA, FUI A LA JOYERÍA Y LES PEDÍ LA S PORQUE ES TU PUTA INICIAL! ¿CÓMO IBA A SABER YO QUE QUERÍAS LA A? ¡PODRÍAS HABER QUERIDO LA X, YA PUESTOS! ¡NO TE JODE!
               Sabrae se puso en pie y me cogió el rostro entre las manos, riéndose.
               -Una cosa que tienes que aprender: los novios les regalan a las novias cosas relacionadas con ellos, y no con ellas. ¿Vale?
               -Pero, ¿por qué? Es decir, ¿y si rompemos? Te recordaría a mí. Y yo quiero que lleves algo encima relacionado conmigo aunque las cosas entre nosotros se tuerzan. Una A te recordaría demasiado a mí, pero puedes olvidarte de que te he regalado el colgante.
               Sabrae se rió.
               -No se me va a olvidar quién me lo ha regalado, créeme. Eres adorable. Además… yo no quiero un regalo que tenga relación conmigo, sino contigo. Así que mañana vamos y lo cambiamos, ¿vale? Y cuando la dependienta me pregunte si no me ha gustado, le diré que sí, que me ha encantado, pero que mi novio en funciones es un poco tonto-se puso de puntillas para darme un beso en los labios.
               -Joder. Tú me has regalado entradas para The Weeknd, y yo un puto colgante que ni siquiera te gusta. Soy un máquina.
               -Por Dios, Alec, ¡que sí me gusta, coño! La única que es una máquina aquí soy yo. Te he hecho una tontería mientras tú…
               -¿Cómo que tontería? ¡Hola! ¿Hay alguien en casa?-le hablé directamente a su frente-. ¡Que me has hecho un regalo curradísimo, y encima entradas para The Weeknd! ¿Qué tengo que hacer para agradecértelo, Sabrae? ¿Comerte el coño? Porque lo haré-esbocé una sonrisa oscura y Sabrae puso los ojos en blanco.
               -Yo no te he regalado las entradas para The Weeknd, sólo te he hecho un adelanto. Tú, en cambio…-acarició el colgante-. ¿Cuánto te ha costado?
               -Qué poca clase tienes, Sabrae. Menos mal que soy pobre y no puedo llevarte a los Jardines de Kew, porque fijo que te pondrías a chupar las cabezas de las gambas.
               -Me sabe mal si es cara, por favor, Al. Cualquier cosa me sirve. Un detallito es suficiente, de veras.
               -Mentira. Te mereces lo mejor, Sabrae, y yo te lo voy a dar en la medida de lo posible.
               -Te has gastado muchísimo dinero hoy-gimió.
               -Ey. Es cosa mía, ¿vale? Yo trabajo y yo decido en qué me gasto el dinero. El dinero es para gastarlo, a fin de cuentas. Es mi primer San Valentín, y tú eres la primera, y espero que mi última, chica. No puedo ir en modo ahorro. No quiero ir en modo ahorro. Me apetece consentirte. Eso también es un regalo para mí, y no sólo el colgante.
               Sabrae lo acarició, pensativa.
               -¿Quieres probártelo?
               -Lo voy a cambiar por una A, Alec.
               -¿Te he preguntado yo eso, niña? ¿Te lo quieres probar, sí, o no?
               -¿Para qué?
               -Para concederme a mí el capricho de ponerte un puñetero colgante, hija.
               Sabrae rió entre dientes, suspiró y asintió con la cabeza. Se apartó la coleta a un lado mientras yo abría el enganche, le pasaba el colgante por el cuello y lo cerraba en su nuca. Le di un beso en el punto en que su pelo hacía un triángulo y Sabrae se miró en la cámara de su móvil.
               -Te queda genial.
               -Me quedaría mejor una A.
               -Dios mío, que venga la policía de la zoofilia, que me estoy tirando a una mula-bufé, y Sabrae se echó a reír, acariciándose con la yema de los dedos su inicial. Sonrió.
               -¿Estrenamos los regalos?-preguntó, alcanzando los condones que nos había comprado Mimi. O Eleanor. Quién sabe. Sonreí, y le di un beso en el hombro.
               -Ya pensaba que no me lo ibas a pedir-ronroneé, acercando la mano a los billetes dorados que Sabrae me había hecho como si fuera una persona, con dos dedos haciendo de piernas, y ella se echó a reír cuando los barajé y extraje el que más utilidad tendría con mayor brevedad: el de la fantasía sexual, sin prejuicios. Sus ojos chispearon.
               -¿Qué tienes pensado?
               -¿De momento? Quitarte la ropa.
                Y me la llevé escaleras arriba, mientras Trufas se quedaba en la planta de abajo, dormitando en el sofá.




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1 comentario:

  1. ME CAEN LAS LAGRIMAS SOLO CON ESCRIBIR EL COMENTARIO Y HACE UNA HORA CASI QUE TERMINE EL CAPÍTULO. NO SUPERO NI CREO QUE SUPERE EN UN FUTURO PRÓXIMO LA CARTA DE SABRAE TIA, HE LLORADO UN MONTÓN Y LUEGO CON ALEC RAYANDOSE POR NO ESTAR A LA ALTURA MIRA ME HA DADO UN MAL LE QUIERO DAR UN BESO Y ARROPARLO HASTA QUE SE DUERMA. Me ha encantado todo el momento cena y lo pareja que son y como lo demuestran cada capítulo ultimamente, mi yo de hace unos meses que deseaba leer como eran domésticos se reboza en el fango como un cerdito.
    Mencion especial a LA FRASE del capítulo que me ha hecho chillar y reírme como una desquiciada
    “-Dios mío, que venga la policía de la zoofilia, que me estoy tirando a una mula-bufé”

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