domingo, 16 de febrero de 2020

Tú, yo, la lujuria y nada más.


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La gente que dice que el misionero es una postura  sobrevalorada, aburrida, y vainilla, es porque no la ha hecho con Sabrae. Bueno, vale, vainilla puede que lo sea un poco, pero realmente no tiene nada de malo empezar suave si luego vas a terminar como una puta fiera. A fin de cuentas, los Lamborghini salen mucho más rápido que los aviones, y eso no quita de que los aviones sean los que alcanzan más velocidad y te llevan más lejos, y sobre todo más arriba, no sé si me entiendes.
               El caso es que no podía dejar de pensar en lo que me había dicho sobre cambiar un poco de posturas, innovar un poco, esa tarde. Cada vez que ella se daba la vuelta, y mis ojos bajaban rápidamente a mirarle el culo (porque las costumbres son muy poderosas, yo soy un adolescente y Sabrae está buenísima), mi cerebro se desconectaba y reproducía en bucle la conversación. Quiero probarlo por detrás. Quiero innovar. Quiero jugar un poco. Quiero explorar. Quiero descubrir cosas nuevas. Así sonaba su voz en mi cabeza, la banda sonora perfecta de unas imágenes que me desfilaban por delante de los ojos sin estar realmente ahí: Sabrae desnuda delante de mí por primera vez, Sabrae mirándome a los ojos y mordiéndose el labio mientras me metía dentro de ella, Sabrae clavando las uñas en el tapiz de la mesa de billar mientras yo le comía el coño con toda la necesidad y la sed del mundo, Sabrae de rodillas frente a mí, con el agua de las duchas de los vestuarios del gimnasio cayéndole por los hombros mientras me acariciaba la polla… Sabrae de rodillas frente a mí en mi habitación, metiéndose mi polla hasta el esófago mientras se metía los dedos para darse placer, demasiado cachonda como para esperar a que llegara su turno.
               Y tenía su culo en primer plano porque la había invitado a subir las escaleras delante de mí, en parte por caballerosidad y en parte porque no soy imbécil y no pienso privarme de mirarle el culo a mi chica hasta hartarme (lo cual no pasará nunca). Así que me moría de ganas de llevármela a mi habitación. Primero, porque nunca habíamos pasado un San Valentín juntos, de  manera que yo no podía saber lo especial que era este día para ella y no me esperaba que se pusiera así de contenta, y segundo, porque nunca la había visto tan contenta y tan dispuesta como lo estaba entonces.
               Vale, lo del colgante había sido un poco cagada. Tenía razón: debería haberle regalado mi puta inicial, pero yo no estaba de esas cosas y, además, ¿qué pasaría, si… bueno, nos pasaba algo? Yo no quería que dejara de llevar algo que le había regalado yo sólo porque tenía relación directa conmigo, aunque supongo que en eso consiste tener una relación: en saltar continuamente de un avión y confiar en que se te abrirá el paracaídas antes de pegarte la Gran Hostia.
               Pero bueno, tampoco es que lo del colgante me quitara el sueño (tenía la esperanza de que me lo quitaran otras cosas que tenían más relación con ella) porque sabía que le había hecho ilusión. Incluso aunque fuera una cagada porque no era un regalo de San Valentín como Dios manda, yo sabía que le había hecho ilusión sólo el detalle, y que tenía muchas ganas de que llegara el momento en que nos fuéramos a la cama para hacerlo de nuevo. Llevábamos un tiempo sin hacerlo, así que ya se notaban las ganas; y no te voy a mentir, cuando dicen que el amor está en el aire, tienen razón. Pocas veces había sentido la llamada de la naturaleza de manera tan apremiante como ese día, en que los sentimientos estaban a flor de piel y todas las parejas procuraban estar juntas. Lo que me extrañaba era que la tasa de natalidad en Noviembre no se disparara por culpa de este mes.
               Pero en fin, a lo importante: el misionero.
               El hueco que hay entre sus piernas es mi lugar favorito en el mundo, y cuando estamos con el misionero pasa algo muy pero que muy interesante. El caso es que cuando yo estoy encima, y ella está debajo, si se lo hago lo suficientemente bien (y no “bien” de tío estándar, sino “bien” teniéndome en cuenta a solamente), a Sabrae le gusta. Mucho. Quiero decir, más de lo que le suele gustar. Es una criatura física, mi chica. Un animal de contacto, y hay pocas posturas en las que haya tanto contacto como en el misionero. Así que cuando si yo estoy especialmente inspirado en el polvo, ella se vuelve loca, y lo que hace es pasarme las piernas por las caderas y cerrarlas en torno a mí, como si no quisiera que hubiera ni un milímetro de espacio entre nosotros.
               Me dirige ella con las caderas; toma el control en cierta medida, y joder, cuando lo hace, Dios… literalmente me mete entre sus piernas, y es como si yo me rodeara de ella, total y absolutamente. Es como si tuvieras una visita guiada sólo para ti por tu iglesia favorita en el mundo sin nada que estropee el diseño que hizo el arquitecto en su día: ni cables, ni luces, ni turistas, ni nada. Simplemente estáis tú, el templo, y la diosa que seguro que está ahí… y que de hecho está, porque está jadeando, está gimiendo, te está arañando la espalda y te está acompañando con las caderas de una manera que…
               -Me cago en la puta-farfullé por lo bajo, recordando la última vez que Sabrae había hecho su truquito con las piernas y yo las había pasado canutas para aguantar más de un minuto así. Me voy a correr sólo de pensarlo, pensé.
               Sabrae se dio la vuelta y me miró con una sonrisa divertida en los labios.
               -¿Qué pasa?-inquirió con suavidad, en el mismo tono que había usado Diana con Tommy poco antes de marcharse, y un escalofrío me recorrió la columna vertebral. No pude evitar recorrerla de arriba abajo, perderme en sus curvas, marearme en cada una de ellas. Incluso vestida con vaqueros, playeros y sudadera, en lo que viene siendo un atuendo informal y cómodo con el que se supone que no  buscas estar preciosa, Sabrae lo estaba. Me daban ganas de arrancarle la ropa a bocados y poseerla en aquellas mismas escaleras, pues estaba convencido de que no llegaríamos a mi habitación.
               -Tu culo-bombón, respondí, subiendo un escalón más y poniéndome a la altura de sus ojos. La diferencia de estatura entre nosotros hacía que nos fuera difícil tener un momento de conexión equilibrada como el que estábamos teniendo ese momento, por lo que era más especial. No es que cuando nos mirábamos a los ojos yo no sintiera nada, pero cuando lo hacíamos estando al mismo nivel, era otro rollo-. Definitivamente, no es de este mundo-le metí una mano en el bolsillo trasero del pantalón y la empujé hacia mí. Sabrae soltó una risita adorable y me pasó los brazos por los hombros, apoyando los codos en ellos.
               -Como toda yo-contestó, jugueteando con el espacio que había entre nuestras bocas: ahora aumentaba, ahora disminuía. Me estaba volviendo loco.
               -Tú lo has dicho, nena-ronroneé, buscando sus labios como un oasis en el desierto. Sabrae jadeó en mi boca y me rodeó la cabeza con los brazos. Me gustaba que estuviéramos a la misma altura mientras nos morreábamos: así yo no corría peligro de que me diera tortícolis.
               Nos enrollamos en las escaleras durante lo que a mí me pareció un instante, pero debió de ser una eternidad, pues en el fondo de mi conciencia escuché el reloj del salón tocar una vez, y eso que apenas había dejado de reverberar su eco cuando Sabrae y yo empezamos a subir las escaleras. Quince minutos de reloj metiéndole la lengua en el esófago a mi chica; estaba hecho un puto campeón.
               -Vamos a tu habitación-coqueteó, agarrándome de la camisa y tirando de mí, como si necesitara convencerme o algo por el estilo. Las mujeres son tope divertidas-. Tengo algo que enseñarte.
               -Y yo me muero por verlo-asentí, visualizando su cuerpo desnudo en mi mente. Para mí, ya era como si se hubiera quitado la ropa. Mi madre me había hecho bien en dos sentidos: me había dado una polla grande con la que hacer gritar a las chicas, y una imaginación bien vívida con la que pasármelo bien yo. Imagínate la combinación.
               Sabrae sonrió mordisqueándose los labios y tiró de mí para llevarme escaleras arriba. Abrió la puerta de mi habitación con el talón, dándole una patadita, y me acarició el pelo.
               -Tengo otra sorpresa para ti-anunció, y yo alcé las cejas. Dio un paso atrás para separarse de mí y poder estudiar mi cara todo lo que quisiera, pero sin deshacer el vínculo sagrado de nuestras manos unidas-. Verás, he hecho un poco de trampa este San Valentín.
               -¿Ah, sí? ¿Cómo es eso?
               -Sí. Resulta que me he concedido un caprichito un poco caro-comentó, y yo alcé las cejas. Por un instante se me pasó por la cabeza que hubiera contratado a una prostituta para hacer un trío y estuviera a punto de llegar, pero luego me di cuenta de que es con Sabrae con quien estaba en la habitación: el trabajo sexual quedaba fuera de toda frontera de moralidad.
               Además, las putas caras de Londres tenían cosas más importantes que hacer que ir a casa de un arquitecto para ver cómo su hijastro se enrollaba con la hija de un cantante internacionalmente conocido.
               -Ajá.
               -Verás… estoy muy orgullosa de los regalos hechos a mano que te he hecho, porque me parece que son más especiales que si simplemente te hubiera comprado algo, como… no sé, un reloj. Estoy encantada con mi colgante, que conste-añadió, llevándose una mano al cuello y toqueteando la pequeña S de platino-. Esto no es una crítica. Simplemente me apetecía ponerme creativa, y sabía que tú lo agradecerías. Además… tú también has hecho un gran esfuerzo con lo de hoy, y lo aprecio mucho. Creo que una parte de mí ya lo sabía, y por eso pensé: “Sabrae, tienes que ir a lo grande. O vas duro o te vas a casa”.
               -Nada de irse a casa-contesté, rodeándola con la cintura y pegándola a mí. Le di un beso en los labios y froté mi nariz con la suya, y Sabrae rió.
               -No. Nada de irse a casa. La noche no ha hecho más que empezar. Pero no me distraigas, so cenutrio-instó, dándome un manotazo para que me alejara de ella-. Estaba en medio de un discursito muy chulo, que puede que yo también traiga preparado de casa. ¿Por dónde iba?
               -Por lo de ir duro. Que, si me permites la observación, suena jodidamente prometedor.
               -Oh, sí. Ir duro-ronroneó-. Exacto. Gracias. Pues el caso es que pensé “chica, es tu oportunidad de deslumbrar. No pasa nada porque seas un poco extra de vez en cuando”. Además, si te hago muchos regalos hoy, tampoco puedes quejarte-arqueó una ceja y yo puse los ojos en blanco.
               -Hablas de mí recibiendo regalos como si fuera un puto suplicio.
               -Es que es un puto suplicio hacerte regalos, Alec, porque no quieres que te inviten a nada.
               -Porque me gusta sentirme económicamente independiente, Saab.
               -Ya, y a mí me gusta sentir que te he tratado como te mereces: como un puto rey.
               -Lo dices como si nunca antes te hubieras arrodillado ante mí-me burlé, y ella me dio un puñetazo en el brazo.

               -¡Cállate! Lo digo en serio. ¿Vas a dejarme hablar, o no?-asentí con la cabeza y ella sonrió-. Vale. A ver si es verdad. Pues el caso es que… los regalos personales están muy bien, combatir el consumismo es genial, y las manualidades son uno de mis hobbies preferidos, pero…
               -Salir con un pobre no es tan glamuroso como tú te pensabas, ¿eh?-me burlé, y ella frunció el ceño.
               -Alec, yo no salgo contigo por dinero-contestó con severidad, como si lo hubiera dicho en serio. Nos ha jodido. Podría haber elegido a cualquier otro de su círculo social: mocosos que les pedían 100 libras semanales a sus padres sin pudor alguno, sin pensar en que ya abonaban el coste de la matrícula del instituto y sus actividades extraescolares sin rechistar; hijos de amigos famosos de su padre, que cobraban por subir fotos a Instagram… pero se había quedado conmigo. Por supuesto que a Sabrae no le interesaba la pasta-. Bastante tengo yo por los dos… bueno, tenemos en casa. Mis padres, en realidad. En ese sentido, no nos vamos a preocupar ninguno-se encogió de hombros-. Pero lo he estado pensando, y he llegado a la conclusión de que un poco de lujo nunca va a estar de más. Lo que hace a un rey no son sólo los súbditos arrodillándose ante él, sino también su corona. Y su corona está hecha de oro.
               La miré a los ojos, expectante, y ella parpadeó despacio mientras se quitaba la sudadera, sin romper el contacto visual. Debajo de ella, llevaba una camiseta blanca que me hizo babear. No porque se le intuyera la lencería de encaje por debajo, sino por otra cosa: la camiseta le llegaba hasta la cintura, no hasta las caderas, por lo que había una franja de piel de color chocolate mezclada con miel entre los vaqueros y la camiseta…
               … y esa franja de piel estaba adornada por una cadena dorada que descendía del interior de la prenda, pasando por entre sus pechos y abriéndose como un abanico justo sobre su ombligo, para rodear su cintura y desaparecer al otro lado.
               Joyería corporal. A eso se refería con el lujo. ¿Qué mejor regalo nos hacían las chicas a los tíos, que lencería cara y adornos que sólo íbamos a ver en la intimidad de la alcoba? Se me puso dura con sólo ver la fina cadenita de oro acariciando la piel de Sabrae.
               -¿Dónde está mi regalo?-coqueteé, y ella sonrió.
               -Desenvuélvelo tú mismo.
               No necesité que me lo dijera dos veces. Salvé la distancia que nos separaba, posé mis labios sobre los suyos y, mientras Sabrae me recibía en su boca con el entusiasmo de una ciudad ocupada a la que están liberando, metí la mano por debajo de su camiseta y, acariciándole los pechos sobre el sujetador con las manos, le quité la camiseta. Abrí los ojos y la miré desde arriba, sólo para comprobar que la cadena se unía en su pecho, formando dos óvalos que rodeaban su busto y lo dividían en dos mitades.
               Se me secó la boca al ver el sujetador push up que llevaba puesto (no es que lo necesitara, ni mucho menos; mi chica tenía unas tetas perfectas), que era de un suave tono melocotón que no hacía más que favorecer el moreno de su piel. El color del cielo cuando amanecía, el color de sus besos cuando llevábamos mucho tiempo sin vernos, de la sensación que me embargaba cuando estaba dentro de ella y nos mirábamos a los ojos mientras lo hacíamos. Mi color favorito.
               Sabrae se mordió el labio cuando me separé de ella para poder mirarla mejor. Aún llevaba puestos sus pantalones y sus zapatillas, pero de cintura para arriba, estaba prácticamente desnuda, y por lo tanto, era vulnerable. Había un cierto miedo en su mirada, como si temiera no ser suficiente. No se daba cuenta de que quien no iba a estar nunca a la altura del otro era yo, y no ella.
               -Estás preciosa-susurré, volviendo a buscar su boca,  y ella exhaló un suspiro de alivio. Llevé mis manos a la cinturilla de sus vaqueros y le desabroché el botón. Le bajé la cremallera y, muy despacio, hice que sus pantalones lamieran sus piernas hasta llegar a los tobillos. La descalcé con cuidado y terminé de desnudarla, dejándola solo con sus braguitas a juego con su sujetador y aquella cadena de oro que me estaba llevando por la calle de la amargura-. Pero una pregunta, Saab. ¿Por qué dices que has hecho trampa?
               -Porque la cadena es para mí. Es decir… la llevo yo-explicó, y yo sonreí desde abajo.
               -No te equivoques, mujer. Igual que te pones tus mejores tangas cuando sabes que vamos a vernos, no te has puesto la cadenita para ti. Tu ropa interior y la cadena son mis regalos.
               -Pero me las voy a quedar yo-advirtió, y yo me reí, la pegué a mí y le besé el ombligo.
               -Sí, de la misma manera que te quedas tus tangas cuando terminamos de hacerlo-respondí, dejando un reguero de besos desde su ombligo hasta su clítoris. Sabrae se estremeció de pies a cabeza cuando mis labios tocaron ese punto tan sensible de su cuerpo; incluso a través de la tela de sus bragas, la sensación era muy placentera-. ¿Y dices que yo soy el rey? Porque si lo soy, es por lo mismo que el duque de Edimburgo: por follarme a la reina-la miré a los ojos, esbozando una sonrisa oscura, y entonces, dándole un adelanto de lo que le esperaba esa noche, pasé la punta de mi lengua por los pliegues de su anatomía, saboreando su humedad a través de la tela de sus bragas. Sabrae contuvo un gemido y arqueó la espalda, con la respiración acelerada, mientras yo apartaba a un lado la tela húmeda y descubría su sexo sonrosado y floreciente, abriéndose para mí. El aroma de su excitación se hundió en mis fosas nasales, dándome un latigazo de placer directamente en mi miembro, que protestó por la cantidad de ropa que me cubría mientras a ella la cubría tan poca.
               -No me provoques, Alec, por favor-gimoteó mientras mis dedos masajeaban sus labios mayores y el corazón se adentraba por entre sus pliegues-. Tú no sólo… oh, Dios mío…
               -Yo no sólo, ¿qué, Sabrae? Termina la frase-la insté mientras movía mi dedo se movía en su interior, abriendo sus paredes-. Estoy en ascuas-ronroneé, dándole un suavísimo mordisquito en el clítoris que le arrancó un gemido, esta vez a plena potencia.
               -Tú no sólo… te follas a la reina-respondió, y yo la miré desde abajo.
               -Oh, sí, cierto-me reí-. También me la como cuando estoy hambriento, y la verdad es que lo que estoy viendo me está abriendo mucho el apetito.
               -No-respondió, tozuda, intentando resistirse, como si no me hubiera puesto una mano en la cabeza para dirigir mi cara hacia su sexo-. Me refiero a que… ay, madre, eso sienta tan bien-farfulló cuando encontré un punto especialmente sensible dentro de ella, y se mordió el labio.
               -Me lo suelen decir-me burlé.
               -Quiero decir que tú… no… tú no sólo has conseguido follarte a la reina-soltó de sopetón, tan rápido que me costó entenderla-. También has hecho que la reina te quiera.
               Me quedé quieto y la miré, arrodillado frente a ella, completamente vestido frente a ella, casi desnuda, y sin embargo, era yo el que estaba en un escalafón inferior (porque estar por  encima de Sabrae era imposible).
               -Guau-sonreí-. Ya van dos veces que me lo dices en menos de una hora. Realmente hoy es mi día de suerte, ¿verdad?
               Sabrae hizo un gesto con la mano para que me pusiera en pie, seguramente muy a pesar de su sexo, y yo me incorporé. Me miró desde abajo, con la diferencia de altura notándose de nuevo, esta vez a mi favor.
               -Yo sólo quiero que sepas que creo que, si soy una reina, es porque tú eres el rey-se declaró, y yo sonreí. Era lo más cercano a un “te quiero” espontáneo que iba a robarle antes de que se decidiera a decírmelo por fin, quién sabía cuándo, o me lo canjeara por mi vale.
               -Acaba con la tanda de regalos. Abre el último-la insté, y sus ojos chispearon por la sorpresa.
               -¿Hay otro más?
               -Sí-respondí, desabotonándome la camisa-. Soy yo.
               Me dedicó una sonrisa torcida y dio un paso hacia mí para terminar lo que yo había empezado. Se relamió cuando me abrió la camisa al completo y deslizó los dedos por mis hombros, haciendo que cayera por mi espalda en dirección al suelo. Sentí que el aire entre nosotros cambiaba, cargándose de electricidad, en el momento en que ella empezó a desnudarme. Ahora que teníamos el mismo número de prendas (mis pantalones y calzoncillos frente a sus bragas y sujetador), la cosa se ponía interesante para ambos, y no sólo para mí. La agarré de la cintura y ella soltó una risita cuando la cargué con mis brazos, llevándola hasta la cama y dejándola caer en el centro. Se revolvió un instante, mirándome con ojos brillantes de deseo mientras yo me desabrochaba los pantalones y me los quitaba sin dejar de mirarla.
               -Nunca me das lo que quiero en un momento-me recriminó, refiriéndose a que yo rara vez me quitaba los calzoncillos a la vez que los pantalones pero, ¿qué podía decir? Me gustaba montar un buen espectáculo, y no hay nada como la anticipación para poner a tono a cualquiera. No tiene el mismo efecto que una chica te vea la polla dos segundos después de quitarte los pantalones, que cuando lo hace después de haber intuido su silueta en los calzoncillos. Son dos mundos completamente separados, y yo sé bien con cuál me quiero quedar.
               -Es que entonces, esto no tendría gracia-respondí, inclinándome hacia ella y besándola larga y profundamente. Sabrae saboreó mi boca como si fuera un helado en un día de calor abrasador, me acarició la nuca y me pasó un pie por las piernas, invitándome a que me acercara más a ella. Le separé las rodillas con las piernas, hincándome de rodillas frente a su cuerpo, y no dejé de mirarla mientras me inclinaba hacia la caja de condones. Joder, cada segundo que pasaba estaba más preciosa; era como si su belleza fuera luminosa, y con cada movimiento del segundero de mi despertador, brillase un poco más. La cadena de oro era un río de luz que lamía su cuerpo, recordándome a los adornos con los que en Asia se mejoraba la porcelana, rompiendo los jarrones para unir sus partes con pegamento lacado en gotitas de sol.
               Sabrae se quitó el sujetador, y no pude contener una sonrisa cuando lo deslizó a un lado, tímida a la par que orgullosa, mientras sus preciosos senos me saludaban, contentos de verme, aunque no tanto como yo. Me quité los calzoncillos y ella levantó las caderas para ayudarme a quitarle las bragas; le besé la cara interna de una rodilla mientras rasgaba el paquetito del condón.
               Tenía la piel erizada por la excitación y la anticipación que tan a mi favor jugaba, y su pecho subía y bajaba al compás de su respiración acelerada. La cadena emitía los destellos de una constelación lejana en su piel de bombón con praliné, las curvas de su cuerpo estaban más acentuadas ahora que sus pechos obedecían a la gravedad, libres de toda prisión, y su pelo formaba la aureola de ébano propia de una virgen. Entendí mientras la veía, desnuda, preparada y enjoyada para mí, toda plata, oro y bronce, por qué las primeras divinidades habían sido femeninas. Nadie que viera a Sabrae como la estaba viendo yo, desnuda y feliz, podía defender que no había un ser  superior en el universo, ni que ella no fuera su favorita.
               -No sé qué he hecho para merecerme esto-susurré, acariciándole la cara. Ella me rodeó la muñeca con los dedos y sonrió.
               -Nacer-fue su respuesta, simple, clara y directa, como debían serlo los mandamientos. No robarás, no matarás. No pondrás en duda mi existencia cuando me veas, desnuda en tu cama, haciéndote creer en Dios.
               Me puse el condón y planeé sobre ella, con la punta de mi miembro tan cerca de su entrada que ya estábamos disfrutando de nuestro contacto mutuo.
               -¿Cómo quieres que te lo haga?-pregunté, dándole un piquito y luego besando sus pechos, prestándole toda la atención que se merecían a sus pezones.
               -Como te salga-se encogió de hombros y me acarició la espalda, jugueteando con mis músculos como una niña que está decidiendo qué pedirse para Navidad en su juguetería preferida. Las yemas de sus dedos desataban tormentas en mi interior, a pesar de que me rozaban con la sutileza de un patinador sobre hielo.
               -Ya sabes cómo me va a salir-respondí, acariciándole la nariz con la mía, y ella me devolvió las caricias de la misma manera. No lo confesaría ni bajo tortura en presencia de mis amigos, pero me encantaba cuando hacíamos eso. Creo que en el Polo Norte se saludan así, frotando las narices, y me parecía que no había nada más puro que compartir por un momento el oxígeno con la otra persona.
               -Pues así es como me apetece-ronroneó Sabrae, abriendo las piernas y acariciándome el cuello. Me dio un beso en los labios y, obedientemente, sabedora de que me gustaba y mucho verla, me miró a los ojos mientras yo me hundía en ella.
               Y fue genial.
               Lo hicimos despacio, como mandaba el día y también nuestro humor. A fin de cuentas, no puedes hacerle regalos románticos a tu chica (aunque tú no tengas ni puta idea de cómo tienes que proceder, y termines metiendo la pata de forma más o menos moderada) y luego follártela como un cabrón. Hay momentos para hacer el amor, y momentos para follar, y ese polvo era de esos en los que haces el amor. En los que las caricias son tan importantes como los empellones. En los que lo que te gusta es la cercanía, y no el placer que te produce el sexo. En los que la intimidad ocupa el lugar que le corresponde al morbo.
               Sabrae me acariciaba las piernas con los pies, recordándome lo que podía hacerme que a mí tanto me gustaba (no era tonta y se daba cuenta de cómo me ponía cuando me encerraba entre sus piernas), me daba besitos en la punta de la nariz, en los labios, las mejillas o cualquier parte de mi cuerpo que se le pusiera a tiro, se reía cuando yo le daba mordisquitos para hacerle cosquillas y me hundía las manos en el pelo o las perdía por mi espalda. Yo, por mi parte, me dedicaba a adorarla con todo lo que era y tenía: mis ojos, mis labios, mi lengua, mis manos, mis piernas y, por supuesto, mi sexo. La estaba haciendo disfrutar de forma lenta, como en un paseo sin rumbo en el que lo único que quieres es disfrutar de los sonidos de los pájaros cantando en los árboles, así que no te importa la posibilidad de perderte en el bosque. Mi vientre se rozaba un poco con el suyo mientras nos movíamos, sus pestañas acariciaban las mías cuando la besaba, y su boca celebraba con jadeos cuando mis manos descendían hasta sus pechos. La agarré de las caderas, le di un beso en la mejilla, y cerré los ojos mientras me concentraba en estar ahí para ella.
               Sabrae cerró las piernas en torno a mis caderas, haciéndome llegar más profundo.
               -Me alegro de que me adoptaran-me confesó al oído.
               -¿Qué?
               -Me alegro de que me adoptaran-repitió, un poco más alto y también más jadeado. Estaba a punto de llegar al orgasmo-. Era la manera más rápida en que podría encontrarte también a ti.
               -¿La más rápida?
               -Sí. Porque estoy segura de que, en este mundo y en todos los demás, lo único que no podría cambiar es que nos terminaríamos encontrando. Y acabaríamos así-susurró, acariciándome los brazos-. Así es como tienen que ser las cosas.
               Me separé un poco para mirarla.
               -¿Tan segura estás?-me reí, lo cual tuvo un efecto curioso en nuestra unión, y Sabrae asintió con la cabeza.
               -De la misma forma que tú eres un rey porque yo soy una reina, yo soy una Malik porque tú eres un Whitelaw.
               Me quedé parado, mirándola. Sabrae sonrió, mordisqueándose el labio. ¿Significaba aquello lo que creía que significaba? Toda su vida se basaba en su familia. Si habíamos pasado la tarde con Duna, era porque lo que más le gustaba a Sabrae de ser ella es que era Sabrae Malik, con todo lo que eso implicaba. Y ahora, estaba enlazando su existencia también con la mía. Nuestro pasado no importaba; el apellido con el que habíamos nacido no importaba, ni tampoco nuestra genética. Nadie me entendía como me entendía Sabrae, y nadie podía conseguir que yo me abriera como lo hacía con Sabrae precisamente por esa misma razón: porque, de todas las personas que conocía, ella era la única que había pasado por lo mismo que yo. Lo que nos pertenecía por derecho de nacimiento se nos había arrebatado, por suerte para mí, y no sabíamos si por suerte o por desgracia para ella. Los dos habíamos tenido un acontecimiento trascendental en nuestra infancia que nos había convertido en quienes éramos ahora: a ella la habían dejado en un capazo frente a la puerta de un orfanato, y a mí mi madre me había cogido en brazos y había salido corriendo del piso que compartía con mi padre. Los dos habíamos dejado toda una vida atrás.
               Mis primeros años de vida no podían ser más distintos a los de Sabrae, y sin embargo había algo que me ataba a ella de una forma en que ni siquiera le ataba a Scott. Puede que él fuera su hermano, que la hubiera encontrado, pero yo era mucho más: era ella en versión masculina, el reflejo que la miraba desde un espejo que hacía una versión un poco diferente de ti mismo.
               Que sacara el tema de su adopción mientras lo hacíamos me indicaba lo a gusto que se sentía conmigo. Todos sus miedos habían quedado atrás. Ya no había dudas, ni tampoco existían barreras entre nosotros. Yo era el puerto seguro al que ella podía acudir cuando se avecinaba una tormenta, la persona a la que llamar cuando necesitaba desahogarse o descargar el peso de la corona. Ella para mí era tierra firme después de meses de travesía, la única persona capaz de hacer callar a mis demonios cuando me recordaban de quién era hijo y de quién no, a quién me parecía y a quién no.
               Su adopción era tabú con todo el mundo menos conmigo. Eso valía más que un millón de “te quieros”, porque yo no tenía el monopolio de esa frase, pero sí de aquel tema.
               -Te quiero-susurré, pegando mi frente a la suya y cerrando los ojos-. Muchísimo.
               -Me apeteces-me contestó-. Muchísimo-me acarició la parte baja de la espalda, distraída, y fue todo lo que necesitamos los dos. Terminamos a la vez, reforzando aún más nuestra complicidad. Nos dejamos llevar en un dulce orgasmo que compartido sabía incluso mejor. No fue el más intenso de nuestras vidas, pero sí uno de los más bonitos y de aquellos con los que más cariño recordaríamos. Lo relacionaríamos con los mensajes encriptados, la tarde de atracciones con Duna, la cena preparada por Tommy y las joyas que se había puesto en su cuerpo y que yo ahora no dejaría de relacionar conmigo, aunque de forma egoísta. Tenía razones de sobra para recordarme, aunque esté feo que yo lo diga. Y ella podía decir lo mismo. Por mucho que llevara el diente de tiburón colgado del cuello recordándome mis orígenes (Grecia y Perséfone), lo que verdaderamente me marcaba ahora era su anillo colgado de mi cuello. El colgante de la S pequeñita que yo le había regalado dominaba sobre la cadena de oro de la misma forma que su anillo se ponía por encima del diente de tiburón.
               Creo que por eso había elegido su inicial y no la mía, aunque fuera de manera inconsciente, cuando le cogí el regalo. Porque por mucho que le pusiera mi nombre completo al cuello y Sabrae lo llevara el resto de sus días, si yo no hacía nada para merecérmelo, ella no me recordaría… igual que yo ya no pensaba en Perséfone cuando jugueteaba con el diente de tiburón, sino en el gesto de fascinada atención de Sabrae mientras le explicaba la historia que había tras él.
               No es el momento, el lugar ni el regalo. Es la persona que te lo hace y lo que significa para ti.
               Y si necesitas que te diga que Sabrae significaba (y significa) muchísimo para mí, es que tienes un problema de déficit de atención.
               Rodé en la cama para ponerme a su lado y dejarla respirar tranquila y reponer fuerzas, y Sabrae no tardó ni un segundo en tumbarse sobre mi pecho. Yo no tardé ni medio en rodearle el cuerpecito con los brazos y darle un beso en la cabeza.
               -¿Te ha gustado?-pregunté, aunque ya sabía la respuesta igual que sabía que me quería. Pero quería que me lo dijera.
               -Ha sido muy bonito. La manera perfecta de terminar San Valentín-comentó, dándome un piquito, y yo le di un toquecito en la nariz.
               -Eh… aún nos quedan unas cuantas horas. Confiaba en que no fuéramos a terminarlo así. Tengo varios vales que gastar-bromeé, pasándome una mano tras la cabeza, y Sabrae se echó a reír.
               -Yo también tenía esa esperanza, pero… ya me entiendes-se incorporó un poco sobre mi pecho y me guiñó un ojo-. Entonces, ¿te ha gustado tu regalo, que también es un poco regalo para mí?
               -¿Y a ti? ¿Qué te ha parecido tu regalo?
               -Inmejorable-ronroneó, apartándome el pelo de la cara.
               -Mm, te recordaré lo que acabas de decirme cuando niegues que me llamas mentalmente Don Perfecto.
               -Si te dijera cómo te llamo mentalmente, seguramente saldrías corriendo.
               -Sería una novedad interesante, correr sin ti en vez de contigo-comenté, y ella me sacó la lengua. Se tumbó boca arriba sobre mi pecho y entrelazó su mano con la mía.
               -No puedo contigo, Al.
               -Pues te las apañas bastante bien.
               -Qué remedio me queda-sonrió mirando al techo. Nos tomamos mutuamente el pelo, perfectamente conscientes de lo pillados que estábamos. Nos besamos, nos dimos mimos, y yo le pregunté qué quería hacer. Si quería acostarse a dormir, por mí perfecto, le dije. No me cansaría de ella nunca, pero después de lo que me había dicho, tenía la tranquilidad de saber que tendría años y años para disfrutarla.
               -No te vas a librar de mí tan fácilmente-replicó, sagaz-. Además, tengo una legión de seguidores que mantener que están deseosos de saber qué tal ha ido mi día, y qué es lo que me has regalado. Por suerte, tengo el guapo subido, así que…-se estiró hacia su teléfono y yo me eché a reír.
               -¿Quieres volverlos locos? Ponte una de mis camisetas.
               -Yo había pensado otra cosa. ¿Me prestarías tu chaqueta de boxeador?-pidió, poniéndome ojitos, y yo hice un gesto con la mano dándole luz verde.
               -Sírvete.
               Sabrae soltó un chillido de celebración mientras se quedaba de rodillas a mi lado en la cama. Dio un par de palmadas y se levantó de un brinco, para dejarse caer de nuevo sobre la  alfombra a un lado de la cama. Se echó el pelo hacia atrás, colocándoselo tras las orejas, y tiró suavemente del cajón en el que tenía guardados todos mis recuerdos de mis días de gloria. Frunció el ceño mientras retiraba de forma concienzuda, con mucho cuidado, todo lo que había encima de la chaqueta, como si cada foto, diploma o medalla fuera el mayor de los tesoros, una reliquia tan delicada que el mero contacto con el aire podía hacer que se deshiciera.
               La miré con una devoción difícil de disimular mientras sacaba con cuidado la chaqueta, tras abrir el papel de seda en el que yo siempre la guardaba para que no le afectaran la humedad ni las cosas que tenía encima (a pesar de que la guardaba en una caja de cartón), y la cogía con la yema de los dedos para estirarla frente a sus ojos. Sabrae la estudió con ojos brillantes, con un respeto casi reverencial, y yo sentí un nuevo impulso de saltar sobre ella y volver a poseerla. Te das cuenta de lo que te quieren con los pequeños detalles, con la atención que te prestan. Y yo me di cuenta viendo el cuidado con el que Sabrae sacaba mi chaqueta, con la misma ceremonia con la que lo hacía yo, pero para mí no tenía mérito: había vivido demasiadas cosas con ella, tenía impregnada la gloria de subirse al ring, una gloria que nada tiene que ver con el resultado final, sino con la valentía de presentarse ante un público que va a clamar por que te rompan cada hueso de tu cuerpo. Con Sabrae, sin embargo, la cosa cambiaba: para ella, la chaqueta era poco más que un accesorio, un complemento de una versión de mí mismo a la que jamás había tenido acceso, y quizá nunca lo tuviera. La chaqueta era el fantasma del boxeador que yo había sido, de los gritos de la gente coreando mi nombre, de cada golpe que había recibido y cada gancho que había dado.
               Cosas que Sabrae jamás había visto, pero que sabía que a mí me importaban, y sólo por eso las respetaba. Porque lo que fuera importante para mí lo era para ella, igual que lo que era importante para ella también lo era para mí.
               Sabrae se pasó la chaqueta por los hombros, metió los brazos por las mangas y se agitó el pelo. Guardó de nuevo las cosas en el cajón y se puso en pie, completamente desnuda en la parte frontal de su cuerpo. Se me hizo la boca agua viéndola mientras se jugueteaba con el cordón de la chaqueta, decidiendo si se lo ataba o no. Se colocó la cadena de oro con cuidado, y después de un instante de vacilación, finalmente convirtió mi chaqueta en una bata improvisada de color blanco y azul. Mi estómago se encogió de pura hambre mientras mi corazón daba un triple salto mortal, y cuando me miró y me guiñó el ojo, pensé sinceramente que aquella sería la última vez que podría respirar.
               -¿Me prestas tu móvil?-preguntó, y yo asentí con la cabeza, lo desbloqueé y se lo tendí. Me recosté en la cama, considerando seriamente la posibilidad de tocarme mientras ella se dirigía hacia el espejo de mi  habitación, a pesar de que ya estaba más que satisfecho. Pero es que no lo puedo evitar: soy un puto adicto al azúcar que está a reventar después de una comilona pero que prefiere morir a renunciar a un postre.
               -Sabes que no voy a dejarte que borres las fotos después de enviártelas, ¿verdad?-ronroneé cuando ella se sentó frente al espejo y empezó a posar, con el cuidado de una diva que está acostumbrada a las cámaras y hace suyo cualquier ángulo. No estaba enseñando nada; sus fotos eran elegantes y a la vez tremendamente provocativas (aunque puede que sólo me lo parecieran a mí, porque a fin de cuentas yo sabía que no llevaba nada puesto debajo, y normalmente a las boxeadoras tampoco se les ve nada más que los zapatos cuando se anudan la chaqueta como lo estaba haciendo Sabrae), y sospechaba que alguna incluso terminaría en sus redes sociales. Sin embargo, soy una persona optimista, y confiaba en que hubiera alguna versión especial que sólo pudiera disfrutar yo.
               Sabrae me miró por encima del hombro, deslizándose la capucha, que le quedaba enorme, por ese círculo de su piel.
               -¿Y quién dice que voy a intentar borrarlas?-preguntó, desanudándose el lazo y dejando que sus curvas asomaran por la abertura de la chaqueta. Se me puso dura al momento, a pesar de que Sabrae todavía no estaba enseñando nada, pero creo que era precisamente por eso por lo que yo no podía dejar de pensar en nada que no fueran sus tetas y sus partes íntimas. Sentía el sabor de su sexo en mis papilas gustativas, y eso enviaba corrientes eléctricas hacia mi entrepierna que me hacían unas cosquillas muy pero que muy agradables. No me malinterpretes: yo soy el primero que envía una foto completa de su polla si se la piden y que no tiene miedo de presumir de cuerpo, que para algo me lo trabajo a conciencia y además me pertenece por entero, y a lo largo de mi vida jamás he protestado si una chica decide que está aburrida y cachonda y quiere mostrarme en qué parte de su cuerpo quiere que me corra (si son las tetas, mejor que mejor), entregándome con entusiasmo a cualquier sesión de sexting que se me presente, especialmente si hay nudes de por medio. Ya no digamos si se trata de Sabrae, que tiene un cuerpo de escándalo y sabe muy bien cómo calentarme con sólo una fotografía.
               Pero, de vez en cuando, a uno le apetece que lo vayan calentando poco a poco. A fuego lento es como se hacen los mejores guisos, y Sabrae me estaba cocinando con tanto cuidado  que sospeché que estaría sabrosísimo en cuanto se decidiera a probarme.
               Probarme…
               Me la imaginé dándole la espalda al espejo como lo había estado cuando me la chupó la primera vez que estuvo en mi casa, cuando estábamos tan cachondos que nos follamos como si quisiéramos hacernos daño, sólo que esta vez en el espejo se reflejaría mi dorsal en lugar de su espalda y los hoyuelos que tenía justo debajo de los lumbares, una señal de que tenía mejores orgasmos.
               Empecé a masturbarme. No lo podía evitar. Ni quedándome manco sería capaz de dejar las manos quietas imaginándome sus labios rodeando mi polla y su lengua moviéndose en círculos, regalándome sensaciones que su vagina, por mucho que me encantara, no podía regalarme. Me llevé una mano a la polla, que tenía dura como una piedra, y empecé a acariciármela muy despacio, arriba y abajo, mientras con la otra me rascaba la nuca de forma inconsciente, mirando a Sabrae mientras ella continuaba con su sesión de fotos, aparentemente ajena a mí, hasta que sonrió y se volvió.
               -¿No te ha gustado el orgasmo que acabo de darte?-preguntó, y yo me eché a reír, haciendo un poco más de presión en mi erección y moviéndome de manera más descarada, tratando de seducirla de una forma un pelín basta.
               -Es que me gusta más lo que estoy viendo ahora.
               Estábamos estableciendo contacto visual a través del espejo, así que no nos estábamos mirando técnicamente a los ojos. Sin embargo, pocas veces había sentido que hubiera tan pocas barreras entre nosotros como esa vez. Sabrae entreabrió los labios como hacía cuando jadeaba, seguramente para provocarme, y no pudo controlar las comisuras de su boca por mucho tiempo: se curvaron en una sonrisa mientras se decidía a hacer lo que hizo a continuación.
               Deslizó los dedos con sensualidad por el borde de la chaqueta, y lenta, muy lentamente, la abrió. Me mostró sus pechos desnudos, sus pezones endurecidos por el frío y la excitación, y yo sentí que mi polla protestaba. Quiero estar dentro de ella, o pasearme por esas tetas. Lo que tú quieras, pero haz que se acerque a nosotros.
               Con los ojos fijos en mí, lenta, muy lentamente, Sabrae siguió bajando una mano y la llevó a su entrepierna. Sonrió cuando yo gemí en voz alta, imaginándome la sensación de mis dedos rodeando su humedad.
               Sabrae levantó ligeramente las caderas. Separó aún más las rodillas, y sacando el culo como las bailarinas de twerk en los programas de televisión, se deslizó lentamente hacia abajo, frotándose contra su mano mientras me miraba con una sonrisa provocadora. Tenía las piernas lo suficientemente abiertas como para que yo pudiera estar penetrándola entonces mismo. Tenía la espalda lo suficientemente encorvada como para que yo pudiera morderle las tetas mientras frotaba mi polla contra su punto G, y la base de mi miembro presionaba su clítoris.
                Sabrae empezó a mover la mano lenta, muy lentamente. Entreabrió los labios y dejó escapar un jadeo que me sonó a música celestial.
               -¿Ahora ya no te haces fotitos?-la provoqué, y ella cerró los ojos.
               -¿Es que quieres que me fotografíe mientras me toco, Al?
               -Sí. Quiero pruebas de esto, para cuando piense que me está fallando la memoria. Joder, te pediría que me dejaras grabarte, si no supiera que me mandarías a la mierda-me eché a reír, moviendo la mano en círculos en torno a mi polla, que sólo quería hundirse en su humedad y pasárselo en grande abriéndose hueco en sus caderas.
               -Tengo el día un poco tonto; igual hasta te digo que sí-confesó-. Me pone demasiado cachonda verte así.
               -Qué casualidad, porque a mí me pone cachondísimo verte en bolas mientras llevas mi chaqueta. Y hacerte dedos con ella puesta, ya ni te cuento. A ver si sobrevives a los períodos de abstinencia con ella puesta.
               Los ojos de Sabrae se oscurecieron.
               -A ver si sobrevives tú-replicó, llevándose la mano que había tenido contra su sexo a la boca, y metiéndose el dedo que hasta hacía un segundo había estado en su interior en ella.
               Sentí que mi polla protestaba y escupía algo que deseé que no fuera semen, porque me corriera antes de follármela como un puto semental desquiciado, no me lo perdonaría nunca.
               -¿Qué haces, Sabrae?-gruñí con voz oscura, rota, irreconocible. Ven a la cama ya.
               -Me doy placer a mí misma-contestó, sonriendo con lascivia-. Me debes un orgasmo con esta chaqueta, pero está claro que no te interesa dármelo ahora.
               -Ven a la cama-ordené.
               -Pídemelo por favor.
               -Ven a la cama ya, Sabrae-ordené, sintiéndome a punto de acabar. Sabrae sonrió.
               -Suplícame.
               -Estás mal de la cabeza si crees que puedes resistirte mucho tiempo-repliqué, abriendo las mantas y mostrándole mi cuerpo desnudo. Sabrae sonrió, se sentó sobre su culo y arqueó una ceja.
               -Con aguantar un poco más que tú, me basta.
               Y, entonces, separó las piernas, mostrándome el reflejo de su sexo mojado, hinchado y abierto para mí. Seguía masajeándose el clítoris en círculos, pero por la forma en que lo hacía, yo sabía que no se estaba dando placer. No del todo, al menos. Sólo me estaba calentando. Me estaba poniendo en mi sitio.
               El único problema es que la necesitaba para ponerme en mi sitio, porque mi sitio estaba debajo de ella. Con ella sentada en mi polla o en mi cara, lo mismo me daba, pero debajo de ella.
               -Si me levanto de esta cama, te voy a follar tan fuerte contra el suelo que no vas a poder andar en una semana-le advertí.
               -Andar está sobrevalorado-rió, y yo no lo soporté más. Enganché la caja de condones de la que me levantaba, saqué uno a la velocidad el rayo, lo abrí, me lo puse y le di a Sabrae la vuelta. La acorralé contra el espejo y me clavé en su interior, recibiendo el alivio que merecía.
               -¡OH!-gritó Sabrae, sonriendo, asintiendo con la cabeza y cerrando automáticamente sus piernas en torno a mis caderas. Me hundió las uñas en la espalda y jadeó, ofreciéndome sus tetas para que yo me las comiera mientras la embestía como un loco. Si yo era un jinete, ella era mi yegua, y estábamos en una carrera contrarreloj en la que íbamos muy pillados de tiempo, así que yo la espoleaba como un loco, marcándole el ritmo que quería que llevara con las caderas y los pies. Le comí la boca y Sabrae no se quedó atrás, mordiéndome los labios y acompañándome con las caderas como la puta diosa que era. Cuando se movía así, conseguía que se me olvidara que yo era el tercer o cuarto chico con el que se acostaba: follaba como si tuviera años de experiencia, con compañeros sexuales tan dispares como las que tenía yo a mis espaldas.
               Se corrió en menos de dos minutos, pero yo no le di tregua: mientras todo su cuerpo se aferraba al mío, seguí castigando su coño con mi polla, arrastrándola a un nuevo orgasmo más intenso que el anterior. Su cadena de oro me arañaba en el pecho, sus uñas me hacían daño en la espalda y la nuca, pero yo no atendía a razones. Si terminaba el polvo magullado, bien; si lo hacía con un par de huesos rotos, de puta madre. Sólo quería darle todo el placer que pudiera, y conseguirlo yo.
               -Dios mío, sí, así me gusta, sí, así-jadeaba ella.
               -¿Te gusta así, eh? Joder, qué bien lo haces, nena-jadeaba yo mientras le sobaba las tetas y le comía la boca, y Sabrae tuvo otro orgasmo con el que me clavó las uñas, cerró las piernas con fuerza en torno a mí, y me obligó a quedarme quieto, bien clavado en ella mientras se estremecía y gritaba:
               -¡DIOS MÍO, SÍ!
               -De Dios, nada. Alec-respondí, agarrándola de la mandíbula y haciendo que me mirara-. Es Alec quien te está follando así.
               Le lamí los labios y Sabrae se estremeció.
               -Quiero más-lloriqueó, y yo miré mi reflejo en el espejo. Esbocé una sonrisa oscura ante la idea que se me acababa de pasar por la cabeza.
               -¿Quieres más?-repetí, y ella asintió con la cabeza, moviéndose en torno a mí.
               -Tú no te has corrido.
               -Y lo haré. En tu boca-contesté, tirándole del labio inferior hacia abajo con el pulgar-. ¿Quieres probar cosas nuevas? Probemos cosas nuevas, nena. Ven-salí de ella, que protestó, y la cogí de la mano para levantarla. Me quité el condón y lo tiré al suelo-. Siéntate en mi puta cara, bombón, que nos lo vamos a pasar bien tú y yo.
               -Pero has dicho que…-empezó, atontada, y luego abrió los ojos como platos cuando yo la miré con intención-. Oh.
               Oh, sí. Oh es lo que te voy a hacer gritar.
               Me tumbé en la cama y ella gateó hasta mí; me dejó colocarle las piernas a ambos lados de mi cabeza y yo empecé a salivar como cuando ves limones en cuanto vi su sexo a unos centímetros de mi boca.
               -Vale por una mamada no tengo, lo siento-ronroneé, acariciándome la polla.
               -Porque no lo necesitas. Yo siempre tengo ganas de comerte la polla-respondió ella, jadeante.
               -A ver si es verdad-respondí, abriéndole los pliegues mientras ella se inclinaba hacia delante-. Démosle emoción a esto. El primero que se corra, pierde.
               -¿Qué hay en juego?
               -Elegir postura.
               -Me parece bien.
               -A la de tres. Una, dos…-y no dije tres, sino que la agarré de los muslos y tiré de ella para que se me sentara encima. Sabrae aulló de sorpresa y placer cuando mi lengua recorrió la totalidad de su sexo y empezó a moverse involuntariamente.
               -¡Eres un tramposo!
               -Quiero ganar, Sabrae.
               Cuando sus manos y sus labios llegaron a mi polla, pensé que sería yo el que perdería.
               El quid de la cuestión en el 69 es que, a pesar de ser una de las posturas más famosas y también morbosas, no es para principiantes. Los dos empezáis con muchas ganas, pero luego uno queda desatendido porque el otro lo está haciendo muy bien, así que no es de extrañar que Sabrae empezara a lo grande, metiéndosela hasta el fondo e incluso teniendo que contener una arcada (que puede que me hiciera quererla un poco más), para terminar siendo incapaz de concentrarse en darme poco más que besitos en la punta.
               Porque no es por fardar, pero como coños que alucinas. Y más cuando siento que hay una competición que quiero ganar. No llegué a la cima del boxeo en mi franja de edad por ceder fácilmente, sino por mi espíritu competitivo que me empujaba a levantarme, a no tirar la toalla, a mejorar. Cuando una tía tarda mucho en correrse cuando le comes el coño, la culpa no es de ella por ser una frígida, sino tuya por ser un imbécil que ni siquiera sabe mover la lengua como debería. Durante años, las clases de sexología se basaban en que los tíos necesitábamos un par de caricias, mientras que las tías ni con una hora masturbándose eran capaces de llegar al orgasmo. Luego, sales al mundo real y piensas que es así, que lo importante es durar y no hacerlo bien, aguantar todo lo que puedas en un ritmo que te resulte cómodo en lugar de darlo todo de ti durante el tiempo necesario para que ella llegue al orgasmo.
               Porque llegan. Oh, hermano, siempre llegan, si aprendes a comer coños. Y yo tenía una puta matrícula de honor en eso. ¿Qué digo matrícula? Era yo quien daba las clases, el catedrático, la eminencia.
               Así que Sabrae, pobrecita mía, en realidad no tenía ninguna posibilidad. En el momento en que la hice sentarse sobre mí, me proclamé como campeón, porque por mucho que tuviera un talento natural y una predisposición genética (con unos labios como los suyos tienes que ser una fiera chupándola sí o sí), la experiencia y el trabajo duro siempre ganan al talento, y yo iba sobrado de las dos cosas, especialmente de la primera.
               Aunque debo decir que se defendió como una campeona. Pocas chicas me habían dado tanta guerra en esa postura como lo hizo ella, que incluso se la metió en la boca justo antes de llegar al orgasmo. Por un momento incluso pensé que me la terminaría mordiendo, porque cuando te corres realmente pierdes el control de tu cuerpo (no uses los dientes, que la tenemos, pensé cuando noté que se la metía de nuevo en la boca, a pesar de que necesitaba a) respirar y b) gritar como una loca.
                 Pensaba dejar que se relajara apartándome de ella para romperse a gusto, pero viendo que seguía en modo guerrera y quería más, continué estimulándola mientras acababa. Incluso la sujeté por las piernas para impedir que ella misma me apartara, a lo cual protestó.
               -No hables con la boca llena-le recriminé, riéndome, y Sabrae se sacó mi polla de la boca y tomó una gran bocanada de aire.
               -Dame un respiro, chico-me instó, jadeante, casi sin aliento, la pobre-. Que ya estoy que no puedo más y tú podrías aguantar otros veinte asaltos. ¿Cómo lo haces?
               -No me he corrido…
               -Lo sé. Estoy en ello, pero empiezo a dudar de tu heterosexualidad.
               -… y además, soy medio cíborg.
               -Eso explicaría por qué pareces una máquina enchufada a la corriente. A ver si se te descargan un poco las pilas, chico-chasqueó la lengua y negó con la cabeza-. Dame una oportunidad.
               Me eché a reír, asentí con la cabeza y le di un besito en la nalga. Le pregunté si necesitaba que me pusiera de alguna manera, y me dijo que, con que no la distrajera más, se daba por satisfecha. Tengo que decir que mejoraba con cada día que pasaba; la mamada de hoy era mejor que la de ayer, pero peor que la de mañana. Tenía un instinto innato que le decía cómo tenía que tocarme y cómo debía moverse, al margen de que me prestaba atención de verdad cuando le indicaba qué era lo que me gustaba y qué no (o qué me gustaba menos, porque no había nada que me hiciera Sabrae que no me gustara). Terminé corriéndome en su boca, para no perder la costumbre, y ella se quedó sentada a mi lado, con una sonrisa triunfal en la boca y las mejillas rojas por el esfuerzo.
               -¿Hemos acabado?
               -¿Sigo teniendo pulso?-pregunté, y ella me cogió la mano y me colocó dos dedos en la muñeca. Me eché a reír ante su gesto de concentración; Sabrae siseó para poder escuchar los latidos desbocados de mi corazón, y después, asintió con la cabeza.
               -El paciente presenta un ritmo cardíaco acelerado, pero su excelente forma física nos hace pensar que está fuera de peligro.
               -¿Cuál es el diagnóstico, doctora?
               -Que el paciente ha ganado una apuesta, y además, está como un tren-ronroneó, tumbándose a mi lado y rodeándome una pierna con la suya. Me miró desde abajo y aleteó con las pestañas-. Por favor, dime que no quieres probar una postura jodidísima, porque estoy perdiendo la sensibilidad en las piernas.
               -Vaya, gracias, nena-me reí, dándole un beso en la sien. Le acaricié la espalda, el valle de su columna vertebral, con el pulgar-. Creo que deberíamos dejar lo de las posturas jodidísimas para cuando te saques el cursillo de contorsionista. Hay una sección especial en el Kamasutra que sólo lo pueden hacer los integrantes del Circo del Sol, y yo no quiero morirme sin probar todas las posturas que existen, ¿sabes?
               -Sé benévolo conmigo, por favor. Sólo soy una chiquilla.
               Alcé las cejas.
               -¿Las chiquillas piden que se las metas hasta el fondo?
               -Las que son un poco golfas sí-soltó una risita adorable y yo le llené la cara de besitos de mariposa. Sabrae rodó para colocarse sobre su espalda cuando yo empecé a besarla.
               -¿Te apetece una más? ¿Crees que la resistirás?-se relamió los labios y asintió con la cabeza-. Vale. Probemos una cosa. Date la vuelta.
               Me miró con ojos como platos, que casi se le salían de las órbitas.
               -Alec, no sé si estoy preparada para tener sexo anal.
               -¿Quién ha dicho nada de sexo anal? Estás tú guapa si te piensas que podemos hacerlo ahora, estando los dos así de cansados. Ni siquiera sé cómo va a salir esto, pero… por probar, que no falte. Date la vuelta. Te prometo que no voy a equivocarme de agujero.
               Sus cejas se juntaron haciendo un valle mientras fruncía los labios.
               -¿Acabas de usar la palabra “agujero” de verdad?
               -Vamos a ver, Sabrae: abajo tienes agujeros, no fincas urbanizables-espeté, y ella arqueó las cejas y se mordió el labio para no echarse a reír-. Date la vuelta, venga-le di una palmada en la cadera y ella se giró hasta quedar de costado-. Dios mío, qué tozuda eres, hija mía. ¿Tanto te cuesta hacer lo que te dicen a la primera?
               -Puede que lo que quiera es que me sigas dando azotes-coqueteó en tono sensual, y yo puse los ojos en blanco.
               -Jesús, qué cruz tengo que soportar contigo, Sabrae. No está escrito. Tengo el cielo ganado.
               -Puede, pero no por lo que tú te piensas-me dio un toquecito en el brazo y me guiñó el ojo, y si no estoy confundido, creo que se refería a mi manera de follar. Sí, la verdad. El cielo no era muy interesante porque los ángeles no tienen sexo, así que ya me dirás cómo matas el tiempo durante toda la eternidad si no tienes opción a echar ni siquiera un polvo, pero el estatus que te concede el acceder al cielo, de persona ilustre que merece la salvación, eso me interesaba. En el infierno estarían deseando que me atropellara un coche que se hubiera saltado un semáforo para ir a darle vidilla, pero seguro que si existía un dios, me obligaría a quedarme bien cerquita de su lado a modo de castigo por lo mal que me había portado en vida. Las viejas costumbres no se pierden.
               Me estiré de nuevo a por la caja de condones y rompí un nuevo paquetito. Miré la figura de Sabrae, la forma en que su espalda se ondulaba como la superficie del mar cuando se acercaba a tierra, subiendo en sus hombros, descendiendo en sus lumbares y volviendo a subir en su culo. Le di un beso en el omóplato tras apartarle el pelo de la cara.
               -¿Confías en mí?-pregunté, y Sabrae se giró y me miró de reojo.
               -Sí.
               -Vale-le separé las piernas y le acaricié la entrepierna aún mojada. Lo bueno de haberle practicado un cunnilingus hacía poco era que estaba más lubricada y abierta, con lo que esto tendría que ser más fácil-. Si no te gusta, dímelo y paramos, ¿vale? Está bien probar, pero sólo para disfrutar. ¿Entendido?
               -Entendido.
               -Y si te hago daño avísame inmediatamente, ¿vale?
               -Que sí, papi-puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza. Entrelazó sus manos sobre la almohada y tomó aire cuando sintió que yo me colocaba en su entrada. Lenta, muy lentamente, empecé a hundirme en ella.
               Tengo que confesar que no me gustó. No porque no estuviera disfrutándolo (oh, créeme, lo estaba disfrutando de lo lindo), sino porque precisamente había demasiada fricción, lo cual me hacía sospechar que Sabrae no lo estaba pasando bien. Ya había probado a hacerlo por detrás más veces de las que podía contar, y la sensación era increíble porque llegabas más al fondo, había más fricción, pero también tenías que tener en cuenta muchos factores: entre ellos, destaca el tamaño de la chica. Y Sabrae era la más pequeñita de todas con las que lo había probado así. Chrissy, la estrella en este campo, tenía la misma estatura que yo, y no era precisamente menuda, así que por eso no teníamos que preocuparnos.
               Sin embargo, ahora, me estaban viniendo a la mente las mismas sensaciones que cuando me había hundido en ella por primera vez, en aquel sofá de la discoteca de Jordan, cuando no nos conocíamos en ese sentido y Sabrae pensaba que yo no aceptaba un no.
               -Relájate, bombón-la insté, entrando en ella despacio. Lo de la discoteca había sido un problema de nervios, no estaba lo suficientemente excitada. Ahora, sin embargo, la cosa cambiaba. Estaba excitada de sobra, pero puede que estuviera nerviosa porque no sabía qué iba a pasar.
               -Ya estoy relajada-contestó, pero tenía los nudillos blancos de tanta fuerza que estaba haciendo intentando mantener las manos juntas para así no echarlas atrás y empujarme lejos de ella con tanto ímpetu que me hiriera en mi orgullo-. Tú sigue.
               Por eso no me gustaba esta postura. Porque no podía verle la cara ni adivinar qué se le pasaba por la cabeza.
               -Pues relájate un poco más. Me está costando un poco entrar.
               -Siempre te…-dejó escapar un jadeo con todo el cuerpo en tensión-cuesta… un poco entrar.
               Puse los ojos en blanco y me retiré de ella.
               -¿Qué te acabo de decir, Sabrae?
               -¿Y yo?-protestó, girándose para mirarme-. Que sigas. Venga.
               Volvió a tumbarse boca abajo con las manos entrelazadas y vi cómo se mordisqueaba el labio. No le gustaba pero no quería que yo me privara de eso, y todo, ¿por qué? Porque le había dicho que hacerlo así molaba y que lo disfrutabas de lo lindo. De nuevo, se sacrificaba por mí, pero no tenía por qué hacerlo. Esto era sexo, algo que teníamos que disfrutar ambos, en que ninguno tuviera que ceder. Una cosa era compartir la posición dominante en la pareja, y otra aguantar una postura que te molestaba sólo porque al otro se supone que le daba más placer.
               -Vale-cedí, porque era más terca que una mula, y cuando se le metía entre ceja y ceja algo era imposible sacarla de allí. Estaba convencido de que, si yo no insistía, sería capaz de bajar a la cocina a buscar un calabacín para demostrarme hasta dónde llegaba su aguante-, vamos a probar con lubricante, ¿te parece bien?
               -Eh… vale-concedió, no demasiado convencida. Me incliné a por el lubricante de parejas que habíamos cogido en nuestra primera noche en mi casa y me vertí un poco del líquido rosa en la mano, notando cómo la palma empezaba a calentárseme. Unté a conciencia la entrepierna de Sabrae, que arqueó la espalda y dejó escapar un jadeo.
               -¿Estás bien?
               -Sí.
               -¿Lista?
               -Sí.
               -¿Seguro?
               -Alec-puso los ojos en blanco y chasqueó la lengua.
               -Sólo me cercioraba. Vale. Probamos otra vez, ¿de acuerdo?
               Fue distinto entonces. Me hundí con más facilidad en su interior; seguía encontrando resistencia, pero no tanta. Sin embargo, Sabrae seguía con las manos unidas, los pálidos, la cabeza gacha y el labio mordido. Sentí cómo llegaba hasta el fondo y ella dejó escapar un nuevo gemido. Salí despacio de ella hasta que sólo la punta de mi pene estaba en su vagina.
               -Otra vez-pidió.
               -Sabrae…-empecé, pero ella me cortó exigiéndome:
               -Otra vez.
               Empezó a hiperventilar cuando me hundí de nuevo en ella, y entonces… las paredes de su sexo se contrajeron, Sabrae se clavó las uñas en el dorso de la mano, y se le escapó un gemido.
               -Dios mío...-se estremeció de pies a cabeza y se quedó quieta de repente, con los pies ligeramente contraídos.
               -¿Estás bien?
               -Me acabo de correr-confesó, respirando con dificultad.
               -Pero, ¿qué dices?-me eché a reír, lo que hizo que Sabrae se tensara de nuevo-. Anda, que… sólo te he embestido dos veces.
               -Pues ya ves. Así es muy intenso-susurró, pasándose una mano por la cara y apartándose el pelo de ella. Dejó caer las manos sobre la almohada y bufó.
               -¿Quieres seguir?
               -Sí, por Dios, por favor, Alec-pidió, y empezó a moverse a mi alrededor, haciéndome creer que sí que lo había disfrutado. Contoneó sus caderas en círculos, haciéndome llegar a rincones insospechados, y un gruñido nació en mi pecho-. Pero no sé cuánto voy a aguantar así.
               -Todo lo que quieras-respondí, poniéndole las manos en las caderas, pensando “allá vamos” y abandonándome a ella.
               Resultó que tenía más aguante del que los dos pensábamos. Le di otro orgasmo más antes de que nos termináramos de volver locos, embistiéndonos como animales en celo (estábamos en la postura más típica después del perrito, ahora que lo pienso) y gruñendo, gimiendo, jadeando y soltando obscenidades como si estuviéramos en una peli porno. Sabrae me acompañaba con las caderas y gruñía cuando yo le daba azotes en el culo, tan excitada que no podía bajar de los doscientos decibelios. Hubo un momento en que se incorporó y pegó su espalda a mi pecho, rodeándome las piernas con las suyas, y yo pensé que me moriría. Seguí embistiéndola en ese ángulo delicioso en el que llegaba a todo su ser, mientras le manoseaba los pechos y le comía la boca, le mordía la oreja y le lamía el cuello, poseyéndola como ningún hombre ha poseído jamás a una mujer.
               Vi por el rabillo del ojo nuestro reflejo en el espejo, y me las apañé para girarnos y quedarnos mirándolo frente a frente.
               -Sabrae…-gemí, alargando la última vocal de su nombre. Ella no paraba de soltar palabras inconexas. Así. Alec. Por favor. Deprisa. Profundo. Fuerte. Fóllame. Joder. Dios-. Sabrae. Míranos-ella abrió los ojos y a duras penas consiguió orientar la cara hacia el espejo.
               Pero, cuando lo hizo, empezó a estremecerse de pies a cabeza. Me cogió una mano, con la que la estaba sujetando para que no se me escapara y, mientras le estimulaba el clítoris y la penetraba, Sabrae me llevó hacia su cuello. No hizo falta que me dijera en voz alta para qué me estaba dando permiso.
               -Eres mía-gruñí con posesividad, rodeando su cuello con mis dedos, sintiendo su pulso acelerado en las yemas y en la palma, y apretando. Sabrae exhaló un jadeo ahogado y asintió con la cabeza, toda curvas, perfección, sexualidad, placer-. Sólo mía.
               -Sí-gimió, sometida a mí, todo ángulos, imperfección, sexualidad, placer-. Sólo tuya. Fó… lla… me…-silabeó, cerrando los ojos y pegando la nuca a mi hombro. Su cuerpo sufrió un último latigazo con el que también envalentonó al mío, y antes de que nos diéramos cuenta, nos estábamos corriendo a la vez, en un orgasmo increíble y arrasador que nos hizo perder el sentido a ambos. Nos desorientamos completamente: no sabíamos quiénes éramos, dónde estábamos, cómo nos llamábamos. Sólo sabíamos que los del espejo éramos nosotros, copulando como putas bestias en celo que sólo habían nacido para procrear. El cuerpo de Sabrae resplandecía por el sudor y el orgasmo, y su cadena de oro me recordaba que era una diosa a la que yo había nacido para adorar.
               Nos quedamos quietos un rato: mi mano ya no le apretaba el cuello, así que podía recuperar el aliento. Yo no podía dejar de mirar nuestro reflejo en el espejo: mientras Sabrae cerraba los ojos, yo tenía los ojos fijos en los del chico que me miraba desde él. El chaval que la había conseguido, de entre todas las personas en el mundo. Aún tenía la polla en el interior de la diosa que tenía entre los brazos: podía ver su vello púbico mezclándose con el de ella. Tenía las mejillas coloradas por el esfuerzo, el pelo le caía sobre los ojos, húmedo de sudor, y el cuerpo le brillaba como si se hubiera echado una capa de aceite de bebé.
               El brillo de un buen polvo. El brillo de haberse corrido dos veces la misma noche.
               Sabrae abrió los ojos, sintió mi mirada en el espejo y estableció contacto visual conmigo. Sonrió con timidez.
               -Ha estado de cine, ¿verdad?-me acarició el costado con una mano.
               -Me has dejado estrangularte-respondí, y ella se volvió para mirarme, así que yo bajé la vista y la miré directamente a los ojos, apreciando las motitas oscuras en su mar de chocolate.
               -Necesitabas dejarte llevar. Y quería probar cómo se sentía todo. Sentía que nos faltaba algo, hasta que… bueno… era lo que faltaba para que terminaras de someterme.
               -No sé si debería decírtelo, pero me ha encantado hacerlo.
               -Y a mí que lo hagas. Le he cogido el gusto. A eso, y a muchas otras cosas esta noche-se llevó la mano a su colgante de la S que debería ser una A y sonrió de una forma adorable. Se inclinó para darme un beso en los labios mientras sus dedos se perdían en mi pelo-. Gracias. Es el San Valentín más completo y perfecto de la historia. Me gusta que no dejemos de ser nosotros.
               -Nunca hemos dejado de ser nosotros.
               -Sí, pero cuando follamos guarro somos un poquito más nosotros que cuando nos ponemos ñoños, ¿no crees? Así empezó todo-ronroneó, mimosa, juntando nuestras frentes-. Tú, yo, la lujuria, y nada más.
               -Suena a tatuaje-respondí, frotando mi nariz con la suya y dándole un beso en los labios. Le acaricié las piernas de arriba abajo, llegado al límite de la chaqueta de boxeador, en la que apenas había pensado desde que se sentó en mi cara. Sabrae se recogió el pelo con una mano y se intentó quitar la chaqueta, por temor a ensuciarla. Le dije que no pasaba nada, que la habíamos ensuciado entre los dos, y que podía lavarse perfectamente. Ella sonrió, me besó de nuevo y se sentó a lo indio a mi lado, acariciándome la cara. Me fijé en que le había apretado tanto el cuello que aún se notaba el lugar donde habían estado mis dedos.
               Fue entonces cuando supe que lo necesitaba. Viendo que era capaz de hacerle daño, porque puedes hacerle daño a todo el mundo, y sin embargo no se lo haría nunca. Era el momento perfecto: con mi chaqueta de boxeador sobre los hombros, mis colores en su piel, la cadena de oro de la realeza y el sudor del placer que le había dado poseyéndola, Sabrae era más mía que nunca. Y también más preciosa.
               Así que me incliné hacia la mesita de noche, donde había dejado los vales, y le entregué el que me interesaba. “Vale por un «Te quiero»”, decía, “no como contestación a uno que me digas tú, antes de que te lo diga por primera vez”. Para mí era el momento perfecto, pero para Sabrae, lo sería probablemente cuando volviera de África. Gracias a aquel pequeño trozo de papel dorado plastificado, yo podía hacer que los dos fuéramos felices.
               Se lo tendí y Sabrae lo miró.
               -¿Estás seguro? Es un vale de un solo uso.
               -Quiero escucharlo ahora-asentí, firme pero tierno, apartándole un mechón de pelo de la cara y dejando que mi mano reposara allí. Sabrae sonrió, se inclinó hacia mí, me miró a los ojos, y me hizo el hombre más feliz del mundo diciéndome:
               -Te quiero, Alec Theodore Whitelaw.
               Me sentía en una nube, y ella también. Sus ojos refulgieron con ilusión cuando vio mi sonrisa escalar hasta mis ojos, empapando cada fibra de mi ser. Qué bien sonaba un te quiero de sus labios. Era la frase más bonita del mundo, y más aún si la acompañaba de mi nombre completo, para que no hubiera ningún género de dudas de que era a mí a quien se lo dedicaba.
               -Yo también te quiero, Sabrae Gugulethu Malik.
               Me incliné para besarla, saboreando el te quiero que acababa de dedicarme directamente de sus labios, y juro que aquel beso me supo más dulce que nada que hubiera probado antes. Los sentimientos de Sabrae hacia mí eran el azúcar que necesitaba para vivir, el polen que llevaba espolvoreado sobre la piel como la abejita melífera que era, dispuesto a convertirla en mi reina si ella me lo permitía.
               El dulce beso se convirtió en dos, y luego en tres, y antes de que nos diéramos cuenta nos estábamos embrollando el uno en el otro, enrollándonos con lentitud, con la tranquilidad de quien sabe que tiene todo el tiempo por delante para disfrutar de una vida al lado de la persona que más le importa en el mundo. A pesar de que estábamos entregándonos al otro con todo nuestro ser, la verdad es que aquellos besos no tenían la pasión de los que habíamos compartido mientras lo hacíamos. Podíamos apartarnos rápidamente del precedente que sentábamos en la cama incluso cuando seguíamos sentados en la cama; supongo que decía mucho de nosotros que folláramos como animales y luego nos pusiéramos tiernos, haciéndolo con rabia y luego declarándonos con tranquilidad.
                Sabrae me puso una mano en el pecho para conseguir que nos separáramos. Seguramente temía que termináramos haciéndolo una vez más.
               -Tenemos que ducharnos-comentó, mordiéndose el labio mientras me miraba a los ojos en un ataque de timidez. Yo le pasé la mano por el cuello, despegando un par de rizos azabache que se le habían quedado adheridos a la piel.
               -A mí se me ocurre algo mejor: ¿qué te parece si vamos al baño del piso inferior, y nos damos un baño de espuma? Eso que es romántico y eso sí que no lo has hecho antes-ronroneé como el niño mimado que le suplica a su madre por un juguete, y Sabrae se echó a reír. Me acarició la espalda y asintió con la cabeza.
               -Está bien, pero antes me gustaría hacerme un par de fotos más. Ahora que me veo guapa; guapa nivel “no quiero enseñarle estas fotos a nadie”-se echó a reír y yo me uní a sus carcajadas, porque era tan evidente a qué se debía el brillo de su piel y de sus ojos que nadie dudaría de lo que había estado haciendo cinco minutos antes de hacerse las fotos-. ¿Cuándo tengo que devolverte la chaqueta?
               -No hay prisa-respondí, quitándome el condón y mirándola embobado mientras ella volví a levantarse y se colocaba frente al espejo.  Esta vez, posó dada la vuelta, para que se viera mejor su (mi) dorsal, y yo me tumbé en la cama cuan largo era,  porque era tan perfecta que mirarla me consumía todas las fuerzas, así que no podía mantenerme erguido-. ¿Sabes? Podrías disfrazarte de boxeadora en Halloween. Te veo muy encantada con ese vestuario.
               -Yo ya soy boxeadora, Al-respondió, capturando un mechón de pelo entre los dedos, sacando la lengua y tomándose una nueva foto.
               -Me refiero a profesional, como yo lo fui. Te dejo mi chaqueta; te queda demasiado bien. Aunque, claro…-le dediqué una sonrisa maligna-. La dorsal no te corresponde, pero se me ocurren un par de ideas para que se te ajuste.
               -Podríamos coser la mía por encima-contestó, echándose a reír.
               -O cambiarte el apellido-repliqué. Sabrae se giró sobre sus talones y yo alcé las cejas e incliné la cabeza a un lado, atrayéndola para que se sentara en la cama.
               -¿Me estás proponiendo matrimonio en San Valentín? Eso sí que es ñoño.
               Yo me incorporé para acariciarle los muslos con más comodidad.
                -Ni siquiera somos novios de manera oficial-le recordé-. Literalmente tengo que darte vales para que me digas que me quieres.
               -Un vale. No he hecho más y no es reembolsable. Pero no me cambies de tema. ¿Eso que acabo de escuchar es una proposición, o no?-entrelazó las manos de nuevo, como  había hecho cuando probábamos la nueva postura, y estiró los dedos índice unidos, de manera que formó con sus manos una especie de pistola, cuyo cañón estaba pegado a la punta de su nariz.
               -Será lo que tú quieras que sea, nena-susurré, acariciándole el costado y arrancándole un nuevo estremecimiento. Sabrae sonrió.
               -Ahora mismo, lo único que me apetece es meterme en la bañera olímpica ésa que tenéis en el piso de abajo, acurrucarme contra ti y atiborrarme a bombones mientras la espuma nos va devorando.
               Supongo que en eso consistía San Valentín, ¿no? En darse tantos mimos que terminaríamos empalagando incluso a nuestra audiencia más fiel, esa que se sentaría frente a la tele cada noche si tuviéramos un reality que documentara nuestras vidas. La verdad es que no me quejaba si tenía que pasar el resto de 14 de febrero de mi vida de esa guisa, tan pegado a Sabrae que seríamos inseparables y nuestros límites se difuminarían. Es más, incluso me molestaba haber desperdiciado otros 16 san valentines no estando con ella, pero supongo que para valorar un diamante, primero tienes que distinguirlo del simple cristal.
               Me la llevé de la mano escaleras abajo, y Trufas ni siquiera se escandalizó con mi desnudez. Sabrae, que era una dama, me pidió que le entregara la toalla que le había comprado hacía unas semanas para cuando quisiera ducharse, y bajó envuelta como una actriz de cine en una comedia romántica en la que hace de antagonista perfecta de la pobre protagonista, una chica más torpona y menos agraciada que ella. Buscamos unos bombones y nos los dimos de comer, sentados ya desnudos sobre la superficie fría de la bañera mientras ésta se iba llenando, riéndonos y besándonos bajo la atenta mirada de Trufas, que se había acurrucado en un cojín de la esquina por si acaso había suerte y se nos caía de casualidad algún bombón.
               El pobre animal no tuvo suerte ese día, porque la estaba acaparando toda yo. Cuando Sabrae se metió en el agua, hundiéndose como la estatua de un templo de la Atlántida, yo me acerqué a ella y empezamos a besarnos con tanta intensidad que supe que volveríamos a hacerlo, como efectivamente sucedió. Estábamos cansados, vale, había sido un día largo, vale, pero también éramos jóvenes y estábamos enamorados y desnudos. La atracción que había entre nosotros casi resultaba visible, así que era de esperar que terminara hundiéndome en ella, y acabáramos San Valentín así.
               El reloj dio las doce de la noche, marcando el fin de uno de los mejores días de mi vida (o puede que el mejor; a fin de cuentas Sabrae no me decía que me quería todos los días en aquella época) conmigo dentro de ella, su boca en la mía, sus manos en mi espalda y las suyas en mis caderas, mientras nos movíamos suavemente al ritmo de unas olas que habíamos creado nosotros como si fuéramos titanes marinos.
               Trufas se había marchado hacía tiempo, aproximadamente cuando apartamos los bombones para no tirarlos al agua y vio que aquella noche no iba a tener ningún aperitivo dulce, así que disfrutábamos de una muy merecida intimidad. El pequeño monstruito se había portado de fábula, y me aseguraría de que recibiera su recompensa en forma de zanahoria gigante al día siguiente, pero de momento…
               … mierda. Había hablado demasiado. Apenas se habían disipado los ecos de la duodécima campanada en la casa, se escuchó el sonido de una pieza de cerámica rompiéndose al otro lado de la pared. Sabrae hundió los dedos en mis brazos y abrió los ojos cuando yo me separé de ella para mirar hacia la puerta del baño. Si Trufas había tirado algo, podía ser peligroso para sus patitas. Tenía tendencia a volverse chiflado a intervalos regulares, y si le estaba dando uno de sus ramalazos desquiciados, probablemente se pusiera a brincar sobre los cristales y se los terminara clavando en sus zarpas.
               Pero es que estaba tan a gusto dentro de Sabrae…
               Trufas empezó a estornudar de forma muy ruidosa, emitiendo unos sonidos que yo nunca le había escuchado hacer. Sabrae frunció el ceño.
               -¿Deberíamos… ir a ver qué tal está?
               Yo estaba a punto de responderle cuando el protagonista de nuestras preocupaciones entró derrapando a toda velocidad en el baño y se puso a correr en círculos alrededor de la bañera. Se quedó quieto un par de veces, levantándose sobre sus patas traseras como sus primos silvestres que otean el horizonte para descubrir algún peligro, y luego volvió a correr en círculos por el baño, saltando incluso contra las paredes.
               -Yo diría que está bastante bien-comenté-. Un poco hiperactivo, pero nada fuera de lo común cuando se trata de…
               Sabrae, Trufas y yo escuchamos un nuevo sonido procedente del otro lado de la pared, de algo chocando contra una puerta. El ruido sordo de una bolsa cayéndose al suelo. Trufas se detuvo en seco. Sabrae se quedó helada. Yo me quedé helado.
               Pasos. Se oían pasos.
               -Quédate aquí-le dije a Sabrae mientras salía del agua, entendiendo por fin a qué se debía la histeria del conejo. Trataba de avisarme de algo. Si fuera un perro, ladraría, pero como no podía emitir muchos sonidos (y no es que yo hiciera mucho caso a sus chillidos), Trufas se convertía en un coche de carreras cuando quería atraer mi atención.
               -Ten cuidado-susurró, angustiada, y yo me llevé un dedo a los labios. Trufas trotó hasta mis pies y me miró desde abajo con mirada angustiada. Alguien había entrado en casa y podría secuestrarlo, o peor: podría guisarlo para la comida del domingo. No te preocupes, pequeño. No dejaré que eso pase.
               Me envolví una toalla a la cintura, quité una de las barras de las toallas del lavamanos, y abrí la puerta del baño lo justo para poder pasar por ella. Lamenté no tener nada mejor con lo que defenderme que una estúpida barra metálica de apenas 30 centímetros de largo, porque la experiencia como boxeador no basta si hay ladrones en tu casa armados de cuchillos. Por mucho que hayas aprendido a esquivar ganchos, tarde o temprano te terminas comiendo uno. Y la única forma de evitar que me abrieran en canal era siendo rápido y dando el primer golpe.
               Por lo menos contaba la ventaja de que conocía mi casa mejor que el intruso, que era tan torpe que incluso había encendido la luz del vestíbulo. Y también estaba el factor sorpresa, ése que se me escapó de las manos cuando Trufas se abalanzó sobre el intruso, que se había agachado para recoger la bolsa con la que pretendía llevarse la pasta y las joyas de mi madre, olvidándose de que era un conejo en lugar de un puto jaguar.
               -Maldito animal-gruñí por lo bajo, y justo cuando pensé que Trufas se abalanzaría sobre la figura para morderle un dedo, saltó sobre ella con las patas estiradas, como hacía cuando quería que lo cogieras al vuelo y le hicieras arrumacos. Volvió a estornudar, tan seguido que pensé…
               Un momento. Aquello no eran estornudos. Era el sonido de una nariz sorbiendo los mocos.
               -Trufi-dijo una voz familiar, tan familiar como que era la voz por la que yo me apellidaba Whitelaw, y mi madre no estaba muerta-. Has venido a verme-jadeó mi hermana, poniéndose en pie y hundiendo la cara en el lomo del conejo, que había cerrado los ojos y se retorcía en los brazos de mi hermana. Caminé hacia ella.
               -¿Sabes el putísimo susto que me has dado, Mary Elizabeth? ¿Es que estás mal de la puta cabeza? Si ese dichoso conejo no se me hubiera adelantado, ahora tu cerebro tendría ventilación gracias a mí-ladré-. ¿Tanto te costaba avisar de que ya habías…?-me quedé callado cuando mi hermana me miró. Tenía los ojos rojos, el pelo enmarañado, y las rodillas temblorosas. Tosió, jadeó y sorbió de nuevo por la nariz, levantando la vista para mirarme a través de su flequillo despeinado. Ése era el sonido que había confundido con estornudos.
               Pero no fue eso lo que me preocupó. Podría haberse resfriado por la tarde y estar incubando un catarro.
               No, lo que me preocupó fueron las líneas negras que descendían por sus mejillas, cataratas que nacían en sus ojos y bajaban hasta su mentón, y la línea borrosa de su pintalabios, que incluso salpicaba en su nariz. No es que sea un monstruo que se preocupe más del aspecto de su hermana que de su estado anímico, sino que yo tenía un detalle que tú no tienes aún: todo el maquillaje de mi hermana era waterproof. Como lo usaba también para muchos de sus bailes, y terminaba sudando, lo compraba de esa manera para estar siempre perfecta.
               Así que si tenía el rímel corrido era porque llevaba llorando horas.
               -Perdón. No quería molestaros a ti y a Sabrae. Seguid como si no estuviera.
               -Mimi, ¿qué te pasa?
               -Nada-mintió, recogiendo su bolso con una mano adormecida, que no le respondía del todo bien-. Estoy bien.
               -Mimi-respondí con tristeza, y ella me miró. Sus ojos se anegaron de nuevo en lágrimas, dejó caer su bolso, y echó a correr hacia mí, en busca de uno de esos abrazos míos que la hacían sentir protegida como en ningún otro lugar en el mundo.
               Porque así es como estaba cuando estaba conmigo: protegida mejor que en ningún otro lugar en el mundo.




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1 comentario:

  1. Termino de leer el capítulo más salida que el pico de la plancha pero todo ok.
    Me ha encantado de arriba abajo y sobre todo el momento del cuello y no puedo obviar que Sabrae le ha dicho te quiero por primera vez y solo de imaginárselos se me han llenado los ojillos de lágrimas.

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