El
caso es que no podía dejar de pensar en lo que me había dicho sobre cambiar un
poco de posturas, innovar un poco, esa tarde. Cada vez que ella se daba la
vuelta, y mis ojos bajaban rápidamente a mirarle el culo (porque las costumbres
son muy poderosas, yo soy un adolescente y Sabrae está buenísima), mi cerebro se desconectaba y reproducía en bucle la
conversación. Quiero probarlo por detrás. Quiero innovar. Quiero jugar un poco.
Quiero explorar. Quiero descubrir cosas nuevas. Así sonaba su voz en mi cabeza,
la banda sonora perfecta de unas imágenes que me desfilaban por delante de los
ojos sin estar realmente ahí: Sabrae desnuda delante de mí por primera vez,
Sabrae mirándome a los ojos y mordiéndose el labio mientras me metía dentro de
ella, Sabrae clavando las uñas en el tapiz de la mesa de billar mientras yo le
comía el coño con toda la necesidad y la sed del mundo, Sabrae de rodillas
frente a mí, con el agua de las duchas de los vestuarios del gimnasio cayéndole
por los hombros mientras me acariciaba la polla… Sabrae de rodillas frente a mí
en mi habitación, metiéndose mi polla hasta el esófago mientras se metía los
dedos para darse placer, demasiado cachonda como para esperar a que llegara su
turno.
Y
tenía su culo en primer plano porque la había invitado a subir las escaleras
delante de mí, en parte por caballerosidad y en parte porque no soy imbécil y
no pienso privarme de mirarle el culo a mi chica hasta hartarme (lo cual no
pasará nunca). Así que me moría de ganas de llevármela a mi habitación.
Primero, porque nunca habíamos pasado un San Valentín juntos, de manera que yo no podía saber lo especial que
era este día para ella y no me esperaba que se pusiera así de contenta, y
segundo, porque nunca la había visto tan contenta y tan dispuesta como lo
estaba entonces.
Vale,
lo del colgante había sido un poco cagada. Tenía razón: debería haberle
regalado mi puta inicial, pero yo no estaba de esas cosas y, además, ¿qué
pasaría, si… bueno, nos pasaba algo? Yo no quería que dejara de llevar algo que
le había regalado yo sólo porque tenía relación directa conmigo, aunque supongo
que en eso consiste tener una relación: en saltar continuamente de un avión y
confiar en que se te abrirá el paracaídas antes de pegarte la Gran Hostia.
Pero
bueno, tampoco es que lo del colgante me quitara el sueño (tenía la esperanza
de que me lo quitaran otras cosas que tenían más relación con ella) porque
sabía que le había hecho ilusión. Incluso aunque fuera una cagada porque no era
un regalo de San Valentín como Dios manda, yo sabía que le había hecho ilusión
sólo el detalle, y que tenía muchas ganas de que llegara el momento en que nos
fuéramos a la cama para hacerlo de nuevo. Llevábamos un tiempo sin hacerlo, así
que ya se notaban las ganas; y no te voy a mentir, cuando dicen que el amor
está en el aire, tienen razón. Pocas veces había sentido la llamada de la
naturaleza de manera tan apremiante como ese día, en que los sentimientos
estaban a flor de piel y todas las parejas procuraban estar juntas. Lo que me
extrañaba era que la tasa de natalidad en Noviembre no se disparara por culpa
de este mes.
Pero
en fin, a lo importante: el misionero.
El
hueco que hay entre sus piernas es mi lugar favorito en el mundo, y cuando
estamos con el misionero pasa algo muy pero que muy interesante. El caso es que cuando yo estoy encima, y ella está
debajo, si se lo hago lo suficientemente bien (y no “bien” de tío estándar,
sino “bien” teniéndome en cuenta a mí solamente),
a Sabrae le gusta. Mucho. Quiero decir, más de lo que le suele gustar. Es una
criatura física, mi chica. Un animal de contacto, y hay pocas posturas en las
que haya tanto contacto como en el misionero. Así que cuando si yo estoy
especialmente inspirado en el polvo, ella se vuelve loca, y lo que hace es
pasarme las piernas por las caderas y cerrarlas en torno a mí, como si no
quisiera que hubiera ni un milímetro de espacio entre nosotros.
Me
dirige ella con las caderas; toma el control en cierta medida, y joder, cuando lo hace, Dios… literalmente me mete entre sus
piernas, y es como si yo me rodeara de ella, total y absolutamente. Es como si
tuvieras una visita guiada sólo para ti por tu iglesia favorita en el mundo sin
nada que estropee el diseño que hizo el arquitecto en su día: ni cables, ni
luces, ni turistas, ni nada. Simplemente estáis tú, el templo, y la diosa que
seguro que está ahí… y que de hecho está, porque está jadeando, está gimiendo,
te está arañando la espalda y te está acompañando con las caderas de una manera
que…
-Me
cago en la puta-farfullé por lo bajo, recordando la última vez que Sabrae había
hecho su truquito con las piernas y yo las había pasado canutas para aguantar
más de un minuto así. Me voy a correr
sólo de pensarlo, pensé.
Sabrae
se dio la vuelta y me miró con una sonrisa divertida en los labios.
-¿Qué
pasa?-inquirió con suavidad, en el mismo tono que había usado Diana con Tommy
poco antes de marcharse, y un escalofrío me recorrió la columna vertebral. No
pude evitar recorrerla de arriba abajo, perderme en sus curvas, marearme en
cada una de ellas. Incluso vestida con vaqueros, playeros y sudadera, en lo que
viene siendo un atuendo informal y cómodo con el que se supone que no buscas estar preciosa, Sabrae lo estaba. Me
daban ganas de arrancarle la ropa a bocados y poseerla en aquellas mismas
escaleras, pues estaba convencido de que no llegaríamos a mi habitación.
-Tu
culo-bombón, respondí, subiendo un escalón más y poniéndome a la altura de sus
ojos. La diferencia de estatura entre nosotros hacía que nos fuera difícil
tener un momento de conexión equilibrada como el que estábamos teniendo ese
momento, por lo que era más especial. No es que cuando nos mirábamos a los ojos
yo no sintiera nada, pero cuando lo hacíamos estando al mismo nivel, era otro
rollo-. Definitivamente, no es de este mundo-le metí una mano en el bolsillo
trasero del pantalón y la empujé hacia mí. Sabrae soltó una risita adorable y
me pasó los brazos por los hombros, apoyando los codos en ellos.
-Como
toda yo-contestó, jugueteando con el espacio que había entre nuestras bocas:
ahora aumentaba, ahora disminuía. Me estaba volviendo loco.
-Tú
lo has dicho, nena-ronroneé, buscando sus labios como un oasis en el desierto.
Sabrae jadeó en mi boca y me rodeó la cabeza con los brazos. Me gustaba que estuviéramos
a la misma altura mientras nos morreábamos: así yo no corría peligro de que me
diera tortícolis.
Nos
enrollamos en las escaleras durante lo que a mí me pareció un instante, pero
debió de ser una eternidad, pues en el fondo de mi conciencia escuché el reloj
del salón tocar una vez, y eso que apenas había dejado de reverberar su eco
cuando Sabrae y yo empezamos a subir las escaleras. Quince minutos de reloj
metiéndole la lengua en el esófago a mi chica; estaba hecho un puto campeón.
-Vamos
a tu habitación-coqueteó, agarrándome de la camisa y tirando de mí, como si
necesitara convencerme o algo por el estilo. Las mujeres son tope divertidas-.
Tengo algo que enseñarte.
-Y yo
me muero por verlo-asentí, visualizando su cuerpo desnudo en mi mente. Para mí,
ya era como si se hubiera quitado la ropa. Mi madre me había hecho bien en dos
sentidos: me había dado una polla grande con la que hacer gritar a las chicas,
y una imaginación bien vívida con la que pasármelo bien yo. Imagínate la
combinación.
Sabrae
sonrió mordisqueándose los labios y tiró de mí para llevarme escaleras arriba.
Abrió la puerta de mi habitación con el talón, dándole una patadita, y me
acarició el pelo.
-Tengo
otra sorpresa para ti-anunció, y yo alcé las cejas. Dio un paso atrás para separarse
de mí y poder estudiar mi cara todo lo que quisiera, pero sin deshacer el
vínculo sagrado de nuestras manos unidas-. Verás, he hecho un poco de trampa
este San Valentín.
-¿Ah,
sí? ¿Cómo es eso?
-Sí.
Resulta que me he concedido un caprichito un poco caro-comentó, y yo alcé las
cejas. Por un instante se me pasó por la cabeza que hubiera contratado a una
prostituta para hacer un trío y estuviera a punto de llegar, pero luego me di
cuenta de que es con Sabrae con quien estaba en la habitación: el trabajo
sexual quedaba fuera de toda frontera de moralidad.
Además,
las putas caras de Londres tenían cosas más importantes que hacer que ir a casa
de un arquitecto para ver cómo su hijastro se enrollaba con la hija de un
cantante internacionalmente conocido.
-Ajá.
-Verás…
estoy muy orgullosa de los regalos hechos a mano que te he hecho, porque me
parece que son más especiales que si simplemente te hubiera comprado algo,
como… no sé, un reloj. Estoy encantada con mi colgante, que conste-añadió,
llevándose una mano al cuello y toqueteando la pequeña S de platino-. Esto no
es una crítica. Simplemente me apetecía ponerme creativa, y sabía que tú lo
agradecerías. Además… tú también has hecho un gran esfuerzo con lo de hoy, y lo
aprecio mucho. Creo que una parte de mí ya lo sabía, y por eso pensé: “Sabrae,
tienes que ir a lo grande. O vas duro o te vas a casa”.
-Nada
de irse a casa-contesté, rodeándola con la cintura y pegándola a mí. Le di un
beso en los labios y froté mi nariz con la suya, y Sabrae rió.
-No.
Nada de irse a casa. La noche no ha hecho más que empezar. Pero no me
distraigas, so cenutrio-instó, dándome un manotazo para que me alejara de
ella-. Estaba en medio de un discursito muy chulo, que puede que yo también
traiga preparado de casa. ¿Por dónde iba?
-Por
lo de ir duro. Que, si me permites la observación, suena jodidamente
prometedor.
-Oh,
sí. Ir duro-ronroneó-. Exacto. Gracias. Pues el caso es que pensé “chica, es tu
oportunidad de deslumbrar. No pasa nada porque seas un poco extra de vez en
cuando”. Además, si te hago muchos regalos hoy, tampoco puedes quejarte-arqueó
una ceja y yo puse los ojos en blanco.
-Hablas
de mí recibiendo regalos como si fuera un puto suplicio.
-Es
que es un puto suplicio hacerte
regalos, Alec, porque no quieres que te inviten a nada.
-Porque
me gusta sentirme económicamente independiente, Saab.
-Ya,
y a mí me gusta sentir que te he tratado como te mereces: como un puto rey.
-Lo
dices como si nunca antes te hubieras arrodillado ante mí-me burlé, y ella me
dio un puñetazo en el brazo.
-¡Cállate!
Lo digo en serio. ¿Vas a dejarme hablar, o no?-asentí con la cabeza y ella
sonrió-. Vale. A ver si es verdad. Pues el caso es que… los regalos personales
están muy bien, combatir el consumismo es genial, y las manualidades son uno de
mis hobbies preferidos, pero…
-Salir
con un pobre no es tan glamuroso como tú te pensabas, ¿eh?-me burlé, y ella
frunció el ceño.
-Alec,
yo no salgo contigo por dinero-contestó con severidad, como si lo hubiera dicho
en serio. Nos ha jodido. Podría haber elegido a cualquier otro de su círculo
social: mocosos que les pedían 100 libras semanales a sus padres sin pudor
alguno, sin pensar en que ya abonaban el coste de la matrícula del instituto y
sus actividades extraescolares sin rechistar; hijos de amigos famosos de su
padre, que cobraban por subir fotos a Instagram… pero se había quedado conmigo.
Por supuesto que a Sabrae no le interesaba la pasta-. Bastante tengo yo por los
dos… bueno, tenemos en casa. Mis padres, en realidad. En ese sentido, no nos
vamos a preocupar ninguno-se encogió de hombros-. Pero lo he estado pensando, y
he llegado a la conclusión de que un poco de lujo nunca va a estar de más. Lo
que hace a un rey no son sólo los súbditos arrodillándose ante él, sino también
su corona. Y su corona está hecha de oro.
La
miré a los ojos, expectante, y ella parpadeó despacio mientras se quitaba la
sudadera, sin romper el contacto visual. Debajo de ella, llevaba una camiseta
blanca que me hizo babear. No porque se le intuyera la lencería de encaje por
debajo, sino por otra cosa: la camiseta le llegaba hasta la cintura, no hasta
las caderas, por lo que había una franja de piel de color chocolate mezclada
con miel entre los vaqueros y la camiseta…
… y
esa franja de piel estaba adornada por una cadena dorada que descendía del
interior de la prenda, pasando por entre sus pechos y abriéndose como un
abanico justo sobre su ombligo, para rodear su cintura y desaparecer al otro
lado.
Joyería
corporal. A eso se refería con el lujo. ¿Qué mejor regalo nos hacían las chicas
a los tíos, que lencería cara y adornos que sólo íbamos a ver en la intimidad
de la alcoba? Se me puso dura con sólo ver la fina cadenita de oro acariciando
la piel de Sabrae.
-¿Dónde
está mi regalo?-coqueteé, y ella sonrió.
-Desenvuélvelo
tú mismo.
No
necesité que me lo dijera dos veces. Salvé la distancia que nos separaba, posé
mis labios sobre los suyos y, mientras Sabrae me recibía en su boca con el
entusiasmo de una ciudad ocupada a la que están liberando, metí la mano por debajo
de su camiseta y, acariciándole los pechos sobre el sujetador con las manos, le
quité la camiseta. Abrí los ojos y la miré desde arriba, sólo para comprobar
que la cadena se unía en su pecho, formando dos óvalos que rodeaban su busto y
lo dividían en dos mitades.
Se me
secó la boca al ver el sujetador push up que
llevaba puesto (no es que lo necesitara, ni mucho menos; mi chica tenía unas
tetas perfectas), que era de un suave tono melocotón que no hacía más que
favorecer el moreno de su piel. El color del cielo cuando amanecía, el color de
sus besos cuando llevábamos mucho tiempo sin vernos, de la sensación que me
embargaba cuando estaba dentro de ella y nos mirábamos a los ojos mientras lo
hacíamos. Mi color favorito.
Sabrae
se mordió el labio cuando me separé de ella para poder mirarla mejor. Aún
llevaba puestos sus pantalones y sus zapatillas, pero de cintura para arriba,
estaba prácticamente desnuda, y por lo tanto, era vulnerable. Había un cierto
miedo en su mirada, como si temiera no ser suficiente. No se daba cuenta de que
quien no iba a estar nunca a la altura del otro era yo, y no ella.
-Estás
preciosa-susurré, volviendo a buscar su boca,
y ella exhaló un suspiro de alivio. Llevé mis manos a la cinturilla de
sus vaqueros y le desabroché el botón. Le bajé la cremallera y, muy despacio,
hice que sus pantalones lamieran sus piernas hasta llegar a los tobillos. La
descalcé con cuidado y terminé de desnudarla, dejándola solo con sus braguitas
a juego con su sujetador y aquella cadena de oro que me estaba llevando por la
calle de la amargura-. Pero una pregunta, Saab. ¿Por qué dices que has hecho
trampa?
-Porque
la cadena es para mí. Es decir… la llevo yo-explicó, y yo sonreí desde abajo.
-No
te equivoques, mujer. Igual que te pones tus mejores tangas cuando sabes que
vamos a vernos, no te has puesto la cadenita para ti. Tu ropa interior y la cadena son mis regalos.
-Pero
me las voy a quedar yo-advirtió, y yo me reí, la pegué a mí y le besé el
ombligo.
-Sí,
de la misma manera que te quedas tus tangas cuando terminamos de
hacerlo-respondí, dejando un reguero de besos desde su ombligo hasta su
clítoris. Sabrae se estremeció de pies a cabeza cuando mis labios tocaron ese
punto tan sensible de su cuerpo; incluso a través de la tela de sus bragas, la sensación
era muy placentera-. ¿Y dices que yo soy el rey? Porque si lo soy, es por lo
mismo que el duque de Edimburgo: por follarme a la reina-la miré a los ojos,
esbozando una sonrisa oscura, y entonces, dándole un adelanto de lo que le
esperaba esa noche, pasé la punta de mi lengua por los pliegues de su anatomía,
saboreando su humedad a través de la tela de sus bragas. Sabrae contuvo un
gemido y arqueó la espalda, con la respiración acelerada, mientras yo apartaba
a un lado la tela húmeda y descubría su sexo sonrosado y floreciente,
abriéndose para mí. El aroma de su excitación se hundió en mis fosas nasales,
dándome un latigazo de placer directamente en mi miembro, que protestó por la
cantidad de ropa que me cubría mientras a ella la cubría tan poca.
-No
me provoques, Alec, por favor-gimoteó mientras mis dedos masajeaban sus labios
mayores y el corazón se adentraba por entre sus pliegues-. Tú no sólo… oh, Dios
mío…
-Yo
no sólo, ¿qué, Sabrae? Termina la frase-la insté mientras movía mi dedo se
movía en su interior, abriendo sus paredes-. Estoy en ascuas-ronroneé, dándole
un suavísimo mordisquito en el clítoris que le arrancó un gemido, esta vez a
plena potencia.
-Tú
no sólo… te follas a la reina-respondió, y yo la miré desde abajo.
-Oh,
sí, cierto-me reí-. También me la como cuando estoy hambriento, y la verdad es
que lo que estoy viendo me está abriendo mucho
el apetito.
-No-respondió,
tozuda, intentando resistirse, como si no me hubiera puesto una mano en la
cabeza para dirigir mi cara hacia su sexo-. Me refiero a que… ay, madre, eso
sienta tan bien-farfulló cuando
encontré un punto especialmente sensible dentro de ella, y se mordió el labio.
-Me
lo suelen decir-me burlé.
-Quiero
decir que tú… no… tú no sólo has conseguido follarte a la reina-soltó de
sopetón, tan rápido que me costó entenderla-. También has hecho que la reina te
quiera.
Me
quedé quieto y la miré, arrodillado frente a ella, completamente vestido frente
a ella, casi desnuda, y sin embargo, era yo el que estaba en un escalafón
inferior (porque estar por encima de
Sabrae era imposible).
-Guau-sonreí-.
Ya van dos veces que me lo dices en menos de una hora. Realmente hoy es mi día
de suerte, ¿verdad?
Sabrae
hizo un gesto con la mano para que me pusiera en pie, seguramente muy a pesar
de su sexo, y yo me incorporé. Me miró desde abajo, con la diferencia de altura
notándose de nuevo, esta vez a mi favor.
-Yo
sólo quiero que sepas que creo que, si soy una reina, es porque tú eres el
rey-se declaró, y yo sonreí. Era lo más cercano a un “te quiero” espontáneo que
iba a robarle antes de que se decidiera a decírmelo por fin, quién sabía
cuándo, o me lo canjeara por mi vale.
-Acaba
con la tanda de regalos. Abre el último-la insté, y sus ojos chispearon por la
sorpresa.
-¿Hay
otro más?
-Sí-respondí,
desabotonándome la camisa-. Soy yo.
Me
dedicó una sonrisa torcida y dio un paso hacia mí para terminar lo que yo había
empezado. Se relamió cuando me abrió la camisa al completo y deslizó los dedos
por mis hombros, haciendo que cayera por mi espalda en dirección al suelo.
Sentí que el aire entre nosotros cambiaba, cargándose de electricidad, en el
momento en que ella empezó a desnudarme. Ahora que teníamos el mismo número de
prendas (mis pantalones y calzoncillos frente a sus bragas y sujetador), la cosa
se ponía interesante para ambos, y no sólo para mí. La agarré de la cintura y
ella soltó una risita cuando la cargué con mis brazos, llevándola hasta la cama
y dejándola caer en el centro. Se revolvió un instante, mirándome con ojos
brillantes de deseo mientras yo me desabrochaba los pantalones y me los quitaba
sin dejar de mirarla.
-Nunca
me das lo que quiero en un momento-me recriminó, refiriéndose a que yo rara vez
me quitaba los calzoncillos a la vez que los pantalones pero, ¿qué podía decir?
Me gustaba montar un buen espectáculo, y no hay nada como la anticipación para
poner a tono a cualquiera. No tiene el mismo efecto que una chica te vea la
polla dos segundos después de quitarte los pantalones, que cuando lo hace
después de haber intuido su silueta en los calzoncillos. Son dos mundos
completamente separados, y yo sé bien con cuál me quiero quedar.
-Es
que entonces, esto no tendría gracia-respondí, inclinándome hacia ella y
besándola larga y profundamente. Sabrae saboreó mi boca como si fuera un helado
en un día de calor abrasador, me acarició la nuca y me pasó un pie por las
piernas, invitándome a que me acercara más a ella. Le separé las rodillas con
las piernas, hincándome de rodillas frente a su cuerpo, y no dejé de mirarla
mientras me inclinaba hacia la caja de condones. Joder, cada segundo que pasaba
estaba más preciosa; era como si su belleza fuera luminosa, y con cada
movimiento del segundero de mi despertador, brillase un poco más. La cadena de
oro era un río de luz que lamía su cuerpo, recordándome a los adornos con los
que en Asia se mejoraba la porcelana, rompiendo los jarrones para unir sus
partes con pegamento lacado en gotitas de sol.
Sabrae
se quitó el sujetador, y no pude contener una sonrisa cuando lo deslizó a un
lado, tímida a la par que orgullosa, mientras sus preciosos senos me saludaban,
contentos de verme, aunque no tanto como yo. Me quité los calzoncillos y ella
levantó las caderas para ayudarme a quitarle las bragas; le besé la cara
interna de una rodilla mientras rasgaba el paquetito del condón.
Tenía
la piel erizada por la excitación y la anticipación que tan a mi favor jugaba,
y su pecho subía y bajaba al compás de su respiración acelerada. La cadena
emitía los destellos de una constelación lejana en su piel de bombón con
praliné, las curvas de su cuerpo estaban más acentuadas ahora que sus pechos
obedecían a la gravedad, libres de toda prisión, y su pelo formaba la aureola
de ébano propia de una virgen. Entendí mientras la veía, desnuda, preparada y
enjoyada para mí, toda plata, oro y bronce, por qué las primeras divinidades
habían sido femeninas. Nadie que viera a Sabrae como la estaba viendo yo,
desnuda y feliz, podía defender que no había un ser superior en el universo, ni que ella no fuera
su favorita.
-No
sé qué he hecho para merecerme esto-susurré, acariciándole la cara. Ella me
rodeó la muñeca con los dedos y sonrió.
-Nacer-fue
su respuesta, simple, clara y directa, como debían serlo los mandamientos. No
robarás, no matarás. No pondrás en duda mi existencia cuando me veas, desnuda
en tu cama, haciéndote creer en Dios.
Me
puse el condón y planeé sobre ella, con la punta de mi miembro tan cerca de su
entrada que ya estábamos disfrutando de nuestro contacto mutuo.
-¿Cómo
quieres que te lo haga?-pregunté, dándole un piquito y luego besando sus
pechos, prestándole toda la atención que se merecían a sus pezones.
-Como
te salga-se encogió de hombros y me acarició la espalda, jugueteando con mis
músculos como una niña que está decidiendo qué pedirse para Navidad en su
juguetería preferida. Las yemas de sus dedos desataban tormentas en mi
interior, a pesar de que me rozaban con la sutileza de un patinador sobre
hielo.
-Ya
sabes cómo me va a salir-respondí, acariciándole la nariz con la mía, y ella me
devolvió las caricias de la misma manera. No lo confesaría ni bajo tortura en
presencia de mis amigos, pero me encantaba cuando hacíamos eso. Creo que en el
Polo Norte se saludan así, frotando las narices, y me parecía que no había nada
más puro que compartir por un momento el oxígeno con la otra persona.
-Pues
así es como me apetece-ronroneó Sabrae, abriendo las piernas y acariciándome el
cuello. Me dio un beso en los labios y, obedientemente, sabedora de que me
gustaba y mucho verla, me miró a los ojos mientras yo me hundía en ella.
Y fue
genial.
Lo
hicimos despacio, como mandaba el día y también nuestro humor. A fin de
cuentas, no puedes hacerle regalos románticos a tu chica (aunque tú no tengas
ni puta idea de cómo tienes que proceder, y termines metiendo la pata de forma
más o menos moderada) y luego follártela como un cabrón. Hay momentos para
hacer el amor, y momentos para follar, y ese polvo era de esos en los que haces
el amor. En los que las caricias son tan importantes como los empellones. En
los que lo que te gusta es la cercanía, y no el placer que te produce el sexo.
En los que la intimidad ocupa el lugar que le corresponde al morbo.
Sabrae
me acariciaba las piernas con los pies, recordándome lo que podía hacerme que a
mí tanto me gustaba (no era tonta y se daba cuenta de cómo me ponía cuando me
encerraba entre sus piernas), me daba besitos en la punta de la nariz, en los
labios, las mejillas o cualquier parte de mi cuerpo que se le pusiera a tiro,
se reía cuando yo le daba mordisquitos para hacerle cosquillas y me hundía las
manos en el pelo o las perdía por mi espalda. Yo, por mi parte, me dedicaba a
adorarla con todo lo que era y tenía: mis ojos, mis labios, mi lengua, mis
manos, mis piernas y, por supuesto, mi sexo. La estaba haciendo disfrutar de
forma lenta, como en un paseo sin rumbo en el que lo único que quieres es
disfrutar de los sonidos de los pájaros cantando en los árboles, así que no te
importa la posibilidad de perderte en el bosque. Mi vientre se rozaba un poco
con el suyo mientras nos movíamos, sus pestañas acariciaban las mías cuando la
besaba, y su boca celebraba con jadeos cuando mis manos descendían hasta sus
pechos. La agarré de las caderas, le di un beso en la mejilla, y cerré los ojos
mientras me concentraba en estar ahí para
ella.
Sabrae
cerró las piernas en torno a mis caderas, haciéndome llegar más profundo.
-Me
alegro de que me adoptaran-me confesó al oído.
-¿Qué?
-Me
alegro de que me adoptaran-repitió, un poco más alto y también más jadeado.
Estaba a punto de llegar al orgasmo-. Era la manera más rápida en que podría
encontrarte también a ti.
-¿La
más rápida?
-Sí.
Porque estoy segura de que, en este mundo y en todos los demás, lo único que no
podría cambiar es que nos terminaríamos encontrando. Y acabaríamos así-susurró,
acariciándome los brazos-. Así es como tienen que ser las cosas.
Me
separé un poco para mirarla.
-¿Tan
segura estás?-me reí, lo cual tuvo un efecto curioso en nuestra unión, y Sabrae
asintió con la cabeza.
-De
la misma forma que tú eres un rey porque yo soy una reina, yo soy una Malik
porque tú eres un Whitelaw.
Me
quedé parado, mirándola. Sabrae sonrió, mordisqueándose el labio. ¿Significaba
aquello lo que creía que significaba? Toda su vida se basaba en su familia. Si
habíamos pasado la tarde con Duna, era porque lo que más le gustaba a Sabrae de
ser ella es que era Sabrae Malik, con
todo lo que eso implicaba. Y ahora, estaba enlazando su existencia también con
la mía. Nuestro pasado no importaba; el apellido con el que habíamos nacido no
importaba, ni tampoco nuestra genética. Nadie me entendía como me entendía
Sabrae, y nadie podía conseguir que yo me abriera como lo hacía con Sabrae
precisamente por esa misma razón: porque, de todas las personas que conocía,
ella era la única que había pasado por lo mismo que yo. Lo que nos pertenecía
por derecho de nacimiento se nos había arrebatado, por suerte para mí, y no
sabíamos si por suerte o por desgracia para ella. Los dos habíamos tenido un
acontecimiento trascendental en nuestra infancia que nos había convertido en
quienes éramos ahora: a ella la habían dejado en un capazo frente a la puerta
de un orfanato, y a mí mi madre me había cogido en brazos y había salido
corriendo del piso que compartía con mi padre. Los dos habíamos dejado toda una
vida atrás.
Mis
primeros años de vida no podían ser más distintos a los de Sabrae, y sin
embargo había algo que me ataba a ella de una forma en que ni siquiera le ataba
a Scott. Puede que él fuera su hermano, que la hubiera encontrado, pero yo era
mucho más: era ella en versión masculina, el reflejo que la miraba desde un
espejo que hacía una versión un poco diferente de ti mismo.
Que
sacara el tema de su adopción mientras lo hacíamos me indicaba lo a gusto que
se sentía conmigo. Todos sus miedos habían quedado atrás. Ya no había dudas, ni
tampoco existían barreras entre nosotros. Yo era el puerto seguro al que ella
podía acudir cuando se avecinaba una tormenta, la persona a la que llamar
cuando necesitaba desahogarse o descargar el peso de la corona. Ella para mí
era tierra firme después de meses de travesía, la única persona capaz de hacer
callar a mis demonios cuando me recordaban de quién era hijo y de quién no, a
quién me parecía y a quién no.
Su
adopción era tabú con todo el mundo menos conmigo. Eso valía más que un millón
de “te quieros”, porque yo no tenía el monopolio de esa frase, pero sí de aquel
tema.
-Te
quiero-susurré, pegando mi frente a la suya y cerrando los ojos-. Muchísimo.
-Me
apeteces-me contestó-. Muchísimo-me acarició la parte baja de la espalda,
distraída, y fue todo lo que necesitamos los dos. Terminamos a la vez,
reforzando aún más nuestra complicidad. Nos dejamos llevar en un dulce orgasmo
que compartido sabía incluso mejor. No fue el más intenso de nuestras vidas,
pero sí uno de los más bonitos y de aquellos con los que más cariño
recordaríamos. Lo relacionaríamos con los mensajes encriptados, la tarde de
atracciones con Duna, la cena preparada por Tommy y las joyas que se había
puesto en su cuerpo y que yo ahora no dejaría de relacionar conmigo, aunque de
forma egoísta. Tenía razones de sobra para recordarme, aunque esté feo que yo
lo diga. Y ella podía decir lo mismo. Por mucho que llevara el diente de
tiburón colgado del cuello recordándome mis orígenes (Grecia y Perséfone), lo
que verdaderamente me marcaba ahora era su anillo colgado de mi cuello. El
colgante de la S pequeñita que yo le había regalado dominaba sobre la cadena de
oro de la misma forma que su anillo se ponía por encima del diente de tiburón.
Creo
que por eso había elegido su inicial y no la mía, aunque fuera de manera
inconsciente, cuando le cogí el regalo. Porque por mucho que le pusiera mi
nombre completo al cuello y Sabrae lo llevara el resto de sus días, si yo no
hacía nada para merecérmelo, ella no me recordaría… igual que yo ya no pensaba
en Perséfone cuando jugueteaba con el diente de tiburón, sino en el gesto de
fascinada atención de Sabrae mientras le explicaba la historia que había tras
él.
No es
el momento, el lugar ni el regalo. Es la persona que te lo hace y lo que significa
para ti.
Y si
necesitas que te diga que Sabrae significaba (y significa) muchísimo para mí,
es que tienes un problema de déficit de atención.
Rodé
en la cama para ponerme a su lado y dejarla respirar tranquila y reponer
fuerzas, y Sabrae no tardó ni un segundo en tumbarse sobre mi pecho. Yo no
tardé ni medio en rodearle el cuerpecito con los brazos y darle un beso en la
cabeza.
-¿Te
ha gustado?-pregunté, aunque ya sabía la respuesta igual que sabía que me
quería. Pero quería que me lo dijera.
-Ha
sido muy bonito. La manera perfecta de terminar San Valentín-comentó, dándome
un piquito, y yo le di un toquecito en la nariz.
-Eh…
aún nos quedan unas cuantas horas. Confiaba en que no fuéramos a terminarlo
así. Tengo varios vales que gastar-bromeé, pasándome una mano tras la cabeza, y
Sabrae se echó a reír.
-Yo
también tenía esa esperanza, pero… ya me entiendes-se incorporó un poco sobre
mi pecho y me guiñó un ojo-. Entonces, ¿te ha gustado tu regalo, que también es
un poco regalo para mí?
-¿Y a
ti? ¿Qué te ha parecido tu regalo?
-Inmejorable-ronroneó,
apartándome el pelo de la cara.
-Mm,
te recordaré lo que acabas de decirme cuando niegues que me llamas mentalmente
Don Perfecto.
-Si
te dijera cómo te llamo mentalmente, seguramente saldrías corriendo.
-Sería
una novedad interesante, correr sin ti en vez de contigo-comenté, y ella me
sacó la lengua. Se tumbó boca arriba sobre mi pecho y entrelazó su mano con la
mía.
-No
puedo contigo, Al.
-Pues
te las apañas bastante bien.
-Qué
remedio me queda-sonrió mirando al techo. Nos tomamos mutuamente el pelo,
perfectamente conscientes de lo pillados que estábamos. Nos besamos, nos dimos
mimos, y yo le pregunté qué quería hacer. Si quería acostarse a dormir, por mí
perfecto, le dije. No me cansaría de ella nunca, pero después de lo que me
había dicho, tenía la tranquilidad de saber que tendría años y años para
disfrutarla.
-No
te vas a librar de mí tan fácilmente-replicó, sagaz-. Además, tengo una legión
de seguidores que mantener que están deseosos de saber qué tal ha ido mi día, y
qué es lo que me has regalado. Por suerte, tengo el guapo subido, así que…-se
estiró hacia su teléfono y yo me eché a reír.
-¿Quieres
volverlos locos? Ponte una de mis camisetas.
-Yo
había pensado otra cosa. ¿Me prestarías tu chaqueta de boxeador?-pidió,
poniéndome ojitos, y yo hice un gesto con la mano dándole luz verde.
-Sírvete.
Sabrae
soltó un chillido de celebración mientras se quedaba de rodillas a mi lado en
la cama. Dio un par de palmadas y se levantó de un brinco, para dejarse caer de
nuevo sobre la alfombra a un lado de la
cama. Se echó el pelo hacia atrás, colocándoselo tras las orejas, y tiró
suavemente del cajón en el que tenía guardados todos mis recuerdos de mis días
de gloria. Frunció el ceño mientras retiraba de forma concienzuda, con mucho
cuidado, todo lo que había encima de la chaqueta, como si cada foto, diploma o
medalla fuera el mayor de los tesoros, una reliquia tan delicada que el mero
contacto con el aire podía hacer que se deshiciera.
La
miré con una devoción difícil de disimular mientras sacaba con cuidado la
chaqueta, tras abrir el papel de seda en el que yo siempre la guardaba para que
no le afectaran la humedad ni las cosas que tenía encima (a pesar de que la
guardaba en una caja de cartón), y la cogía con la yema de los dedos para
estirarla frente a sus ojos. Sabrae la estudió con ojos brillantes, con un
respeto casi reverencial, y yo sentí un nuevo impulso de saltar sobre ella y
volver a poseerla. Te das cuenta de lo que te quieren con los pequeños detalles,
con la atención que te prestan. Y yo me di cuenta viendo el cuidado con el que
Sabrae sacaba mi chaqueta, con la misma ceremonia con la que lo hacía yo, pero
para mí no tenía mérito: había vivido demasiadas cosas con ella, tenía
impregnada la gloria de subirse al ring, una gloria que nada tiene que ver con
el resultado final, sino con la valentía de presentarse ante un público que va
a clamar por que te rompan cada hueso de tu cuerpo. Con Sabrae, sin embargo, la
cosa cambiaba: para ella, la chaqueta era poco más que un accesorio, un
complemento de una versión de mí mismo a la que jamás había tenido acceso, y
quizá nunca lo tuviera. La chaqueta era el fantasma del boxeador que yo había
sido, de los gritos de la gente coreando mi nombre, de cada golpe que había
recibido y cada gancho que había dado.
Cosas
que Sabrae jamás había visto, pero que sabía que a mí me importaban, y sólo por
eso las respetaba. Porque lo que fuera importante para mí lo era para ella,
igual que lo que era importante para ella también lo era para mí.
Sabrae
se pasó la chaqueta por los hombros, metió los brazos por las mangas y se agitó
el pelo. Guardó de nuevo las cosas en el cajón y se puso en pie, completamente
desnuda en la parte frontal de su cuerpo. Se me hizo la boca agua viéndola
mientras se jugueteaba con el cordón de la chaqueta, decidiendo si se lo ataba
o no. Se colocó la cadena de oro con cuidado, y después de un instante de
vacilación, finalmente convirtió mi chaqueta en una bata improvisada de color
blanco y azul. Mi estómago se encogió de pura hambre mientras mi corazón daba
un triple salto mortal, y cuando me miró y me guiñó el ojo, pensé sinceramente
que aquella sería la última vez que podría respirar.
-¿Me
prestas tu móvil?-preguntó, y yo asentí con la cabeza, lo desbloqueé y se lo
tendí. Me recosté en la cama, considerando seriamente la posibilidad de tocarme
mientras ella se dirigía hacia el espejo de mi
habitación, a pesar de que ya estaba más que satisfecho. Pero es que no
lo puedo evitar: soy un puto adicto al azúcar que está a reventar después de
una comilona pero que prefiere morir a renunciar a un postre.
-Sabes
que no voy a dejarte que borres las fotos después de enviártelas,
¿verdad?-ronroneé cuando ella se sentó frente al espejo y empezó a posar, con el
cuidado de una diva que está acostumbrada a las cámaras y hace suyo cualquier
ángulo. No estaba enseñando nada; sus fotos eran elegantes y a la vez
tremendamente provocativas (aunque puede que sólo me lo parecieran a mí, porque
a fin de cuentas yo sabía que no llevaba nada puesto debajo, y normalmente a
las boxeadoras tampoco se les ve nada más que los zapatos cuando se anudan la
chaqueta como lo estaba haciendo Sabrae), y sospechaba que alguna incluso
terminaría en sus redes sociales. Sin embargo, soy una persona optimista, y
confiaba en que hubiera alguna versión especial que sólo pudiera disfrutar yo.
Sabrae
me miró por encima del hombro, deslizándose la capucha, que le quedaba enorme,
por ese círculo de su piel.
-¿Y
quién dice que voy a intentar borrarlas?-preguntó, desanudándose el lazo y
dejando que sus curvas asomaran por la abertura de la chaqueta. Se me puso dura
al momento, a pesar de que Sabrae todavía no estaba enseñando nada, pero creo
que era precisamente por eso por lo
que yo no podía dejar de pensar en nada que no fueran sus tetas y sus partes
íntimas. Sentía el sabor de su sexo en mis papilas gustativas, y eso enviaba
corrientes eléctricas hacia mi entrepierna que me hacían unas cosquillas muy
pero que muy agradables. No me malinterpretes: yo soy el primero que envía una
foto completa de su polla si se la piden y que no tiene miedo de presumir de
cuerpo, que para algo me lo trabajo a conciencia y además me pertenece por
entero, y a lo largo de mi vida jamás he protestado si una chica decide que
está aburrida y cachonda y quiere mostrarme en qué parte de su cuerpo quiere
que me corra (si son las tetas, mejor que mejor), entregándome con entusiasmo a
cualquier sesión de sexting que se me
presente, especialmente si hay nudes
de por medio. Ya no digamos si se trata de Sabrae, que tiene un cuerpo de
escándalo y sabe muy bien cómo calentarme con sólo una fotografía.
Pero,
de vez en cuando, a uno le apetece que lo vayan calentando poco a poco. A fuego
lento es como se hacen los mejores guisos, y Sabrae me estaba cocinando con
tanto cuidado que sospeché que estaría
sabrosísimo en cuanto se decidiera a probarme.
Probarme…
Me la
imaginé dándole la espalda al espejo como lo había estado cuando me la chupó la
primera vez que estuvo en mi casa, cuando estábamos tan cachondos que nos
follamos como si quisiéramos hacernos daño, sólo que esta vez en el espejo se
reflejaría mi dorsal en lugar de su espalda y los hoyuelos que tenía justo
debajo de los lumbares, una señal de que tenía mejores orgasmos.
Empecé
a masturbarme. No lo podía evitar. Ni quedándome manco sería capaz de dejar las
manos quietas imaginándome sus labios rodeando mi polla y su lengua moviéndose
en círculos, regalándome sensaciones que su vagina, por mucho que me encantara,
no podía regalarme. Me llevé una mano a la polla, que tenía dura como una
piedra, y empecé a acariciármela muy despacio, arriba y abajo, mientras con la
otra me rascaba la nuca de forma inconsciente, mirando a Sabrae mientras ella
continuaba con su sesión de fotos, aparentemente ajena a mí, hasta que sonrió y
se volvió.
-¿No
te ha gustado el orgasmo que acabo de darte?-preguntó, y yo me eché a reír,
haciendo un poco más de presión en mi erección y moviéndome de manera más
descarada, tratando de seducirla de una forma un pelín basta.
-Es
que me gusta más lo que estoy viendo ahora.
Estábamos
estableciendo contacto visual a través del espejo, así que no nos estábamos
mirando técnicamente a los ojos. Sin embargo, pocas veces había sentido que
hubiera tan pocas barreras entre nosotros como esa vez. Sabrae entreabrió los
labios como hacía cuando jadeaba, seguramente para provocarme, y no pudo
controlar las comisuras de su boca por mucho tiempo: se curvaron en una sonrisa
mientras se decidía a hacer lo que hizo a continuación.
Deslizó
los dedos con sensualidad por el borde de la chaqueta, y lenta, muy lentamente,
la abrió. Me mostró sus pechos desnudos, sus pezones endurecidos por el frío y
la excitación, y yo sentí que mi polla protestaba. Quiero estar dentro de ella, o pasearme por esas tetas. Lo que tú
quieras, pero haz que se acerque a nosotros.
Con
los ojos fijos en mí, lenta, muy lentamente, Sabrae siguió bajando una mano y
la llevó a su entrepierna. Sonrió cuando yo gemí en voz alta, imaginándome la
sensación de mis dedos rodeando su humedad.
Sabrae
levantó ligeramente las caderas. Separó aún más las rodillas, y sacando el culo
como las bailarinas de twerk en los programas de televisión, se
deslizó lentamente hacia abajo, frotándose contra su mano mientras me miraba con
una sonrisa provocadora. Tenía las piernas lo suficientemente abiertas como
para que yo pudiera estar penetrándola entonces mismo. Tenía la espalda lo
suficientemente encorvada como para que yo pudiera morderle las tetas mientras
frotaba mi polla contra su punto G, y la base de mi miembro presionaba su
clítoris.
Sabrae empezó a mover la mano lenta, muy
lentamente. Entreabrió los labios y dejó escapar un jadeo que me sonó a música
celestial.
-¿Ahora
ya no te haces fotitos?-la provoqué, y ella cerró los ojos.
-¿Es
que quieres que me fotografíe mientras me toco, Al?
-Sí.
Quiero pruebas de esto, para cuando piense que me está fallando la memoria.
Joder, te pediría que me dejaras grabarte, si no supiera que me mandarías a la
mierda-me eché a reír, moviendo la mano en círculos en torno a mi polla, que
sólo quería hundirse en su humedad y pasárselo en grande abriéndose hueco en
sus caderas.
-Tengo
el día un poco tonto; igual hasta te digo que sí-confesó-. Me pone demasiado
cachonda verte así.
-Qué
casualidad, porque a mí me pone cachondísimo verte en bolas mientras llevas mi
chaqueta. Y hacerte dedos con ella puesta, ya ni te cuento. A ver si sobrevives
a los períodos de abstinencia con ella puesta.
Los
ojos de Sabrae se oscurecieron.
-A
ver si sobrevives tú-replicó, llevándose la mano que había tenido contra su
sexo a la boca, y metiéndose el dedo que hasta hacía un segundo había estado en
su interior en ella.
Sentí
que mi polla protestaba y escupía algo que deseé que no fuera semen, porque me
corriera antes de follármela como un puto semental desquiciado, no me lo
perdonaría nunca.
-¿Qué
haces, Sabrae?-gruñí con voz oscura, rota, irreconocible. Ven a la cama ya.
-Me
doy placer a mí misma-contestó, sonriendo con lascivia-. Me debes un orgasmo
con esta chaqueta, pero está claro que no te interesa dármelo ahora.
-Ven
a la cama-ordené.
-Pídemelo
por favor.
-Ven
a la cama ya, Sabrae-ordené,
sintiéndome a punto de acabar. Sabrae sonrió.
-Suplícame.
-Estás
mal de la cabeza si crees que puedes resistirte mucho tiempo-repliqué, abriendo
las mantas y mostrándole mi cuerpo desnudo. Sabrae sonrió, se sentó sobre su
culo y arqueó una ceja.
-Con
aguantar un poco más que tú, me basta.
Y,
entonces, separó las piernas, mostrándome el reflejo de su sexo mojado, hinchado
y abierto para mí. Seguía masajeándose el clítoris en círculos, pero por la
forma en que lo hacía, yo sabía que no se estaba dando placer. No del todo, al
menos. Sólo me estaba calentando. Me estaba poniendo en mi sitio.
El
único problema es que la necesitaba para ponerme en mi sitio, porque mi sitio
estaba debajo de ella. Con ella sentada en mi polla o en mi cara, lo mismo me
daba, pero debajo de ella.
-Si
me levanto de esta cama, te voy a follar tan fuerte contra el suelo que no vas
a poder andar en una semana-le advertí.
-Andar
está sobrevalorado-rió, y yo no lo soporté más. Enganché la caja de condones de
la que me levantaba, saqué uno a la velocidad el rayo, lo abrí, me lo puse y le
di a Sabrae la vuelta. La acorralé contra el espejo y me clavé en su interior,
recibiendo el alivio que merecía.
-¡OH!-gritó
Sabrae, sonriendo, asintiendo con la cabeza y cerrando automáticamente sus
piernas en torno a mis caderas. Me hundió las uñas en la espalda y jadeó,
ofreciéndome sus tetas para que yo me las comiera mientras la embestía como un
loco. Si yo era un jinete, ella era mi yegua, y estábamos en una carrera
contrarreloj en la que íbamos muy pillados de tiempo, así que yo la espoleaba
como un loco, marcándole el ritmo que quería que llevara con las caderas y los
pies. Le comí la boca y Sabrae no se quedó atrás, mordiéndome los labios y
acompañándome con las caderas como la puta diosa que era. Cuando se movía así,
conseguía que se me olvidara que yo era el tercer o cuarto chico con el que se
acostaba: follaba como si tuviera años de experiencia, con compañeros sexuales
tan dispares como las que tenía yo a mis espaldas.
Se
corrió en menos de dos minutos, pero yo no le di tregua: mientras todo su
cuerpo se aferraba al mío, seguí castigando su coño con mi polla, arrastrándola
a un nuevo orgasmo más intenso que el anterior. Su cadena de oro me arañaba en
el pecho, sus uñas me hacían daño en la espalda y la nuca, pero yo no atendía a
razones. Si terminaba el polvo magullado, bien; si lo hacía con un par de huesos
rotos, de puta madre. Sólo quería darle todo el placer que pudiera, y
conseguirlo yo.
-Dios
mío, sí, así me gusta, sí, así-jadeaba ella.
-¿Te
gusta así, eh? Joder, qué bien lo haces, nena-jadeaba yo mientras le sobaba las
tetas y le comía la boca, y Sabrae tuvo otro orgasmo con el que me clavó las
uñas, cerró las piernas con fuerza en torno a mí, y me obligó a quedarme
quieto, bien clavado en ella mientras se estremecía y gritaba:
-¡DIOS
MÍO, SÍ!
-De
Dios, nada. Alec-respondí, agarrándola de la mandíbula y haciendo que me
mirara-. Es Alec quien te está follando así.
Le
lamí los labios y Sabrae se estremeció.
-Quiero
más-lloriqueó, y yo miré mi reflejo en el espejo. Esbocé una sonrisa oscura
ante la idea que se me acababa de pasar por la cabeza.
-¿Quieres
más?-repetí, y ella asintió con la cabeza, moviéndose en torno a mí.
-Tú
no te has corrido.
-Y lo
haré. En tu boca-contesté, tirándole del labio inferior hacia abajo con el
pulgar-. ¿Quieres probar cosas nuevas? Probemos cosas nuevas, nena. Ven-salí de
ella, que protestó, y la cogí de la mano para levantarla. Me quité el condón y
lo tiré al suelo-. Siéntate en mi puta cara, bombón, que nos lo vamos a pasar
bien tú y yo.
-Pero
has dicho que…-empezó, atontada, y luego abrió los ojos como platos cuando yo
la miré con intención-. Oh.
Oh, sí. Oh es lo que te voy a hacer gritar.
Me tumbé en la cama y ella
gateó hasta mí; me dejó colocarle las piernas a ambos lados de mi cabeza y yo
empecé a salivar como cuando ves limones en cuanto vi su sexo a unos centímetros
de mi boca.
-Vale
por una mamada no tengo, lo siento-ronroneé, acariciándome la polla.
-Porque
no lo necesitas. Yo siempre tengo ganas de comerte la polla-respondió ella,
jadeante.
-A
ver si es verdad-respondí, abriéndole los pliegues mientras ella se inclinaba
hacia delante-. Démosle emoción a esto. El primero que se corra, pierde.
-¿Qué
hay en juego?
-Elegir
postura.
-Me
parece bien.
-A la
de tres. Una, dos…-y no dije tres, sino que la agarré de los muslos y tiré de
ella para que se me sentara encima. Sabrae aulló de sorpresa y placer cuando mi
lengua recorrió la totalidad de su sexo y empezó a moverse involuntariamente.
-¡Eres
un tramposo!
-Quiero
ganar, Sabrae.
Cuando
sus manos y sus labios llegaron a mi polla, pensé que sería yo el que perdería.
El
quid de la cuestión en el 69 es que, a pesar de ser una de las posturas más
famosas y también morbosas, no es para principiantes. Los dos empezáis con
muchas ganas, pero luego uno queda desatendido porque el otro lo está haciendo
muy bien, así que no es de extrañar que Sabrae empezara a lo grande,
metiéndosela hasta el fondo e incluso teniendo que contener una arcada (que
puede que me hiciera quererla un poco más), para terminar siendo incapaz de
concentrarse en darme poco más que besitos en la punta.
Porque
no es por fardar, pero como coños que alucinas. Y más cuando siento que hay una
competición que quiero ganar. No
llegué a la cima del boxeo en mi franja de edad por ceder fácilmente, sino por
mi espíritu competitivo que me empujaba a levantarme, a no tirar la toalla, a mejorar. Cuando una tía tarda mucho en
correrse cuando le comes el coño, la culpa no es de ella por ser una frígida,
sino tuya por ser un imbécil que ni siquiera sabe mover la lengua como debería.
Durante años, las clases de sexología se basaban en que los tíos necesitábamos
un par de caricias, mientras que las tías ni con una hora masturbándose eran
capaces de llegar al orgasmo. Luego, sales al mundo real y piensas que es así,
que lo importante es durar y no hacerlo bien, aguantar todo lo que puedas en un
ritmo que te resulte cómodo en lugar de darlo todo de ti durante el tiempo
necesario para que ella llegue al orgasmo.
Porque
llegan. Oh, hermano, siempre llegan, si aprendes a comer coños. Y yo tenía una
puta matrícula de honor en eso. ¿Qué digo matrícula? Era yo quien daba las
clases, el catedrático, la eminencia.
Así
que Sabrae, pobrecita mía, en realidad no tenía ninguna posibilidad. En el
momento en que la hice sentarse sobre mí, me proclamé como campeón, porque por
mucho que tuviera un talento natural y una predisposición genética (con unos
labios como los suyos tienes que ser una fiera chupándola sí o sí), la
experiencia y el trabajo duro siempre ganan al talento, y yo iba sobrado de las
dos cosas, especialmente de la primera.
Aunque
debo decir que se defendió como una campeona. Pocas chicas me habían dado tanta
guerra en esa postura como lo hizo ella, que incluso se la metió en la boca
justo antes de llegar al orgasmo. Por un momento incluso pensé que me la terminaría
mordiendo, porque cuando te corres realmente pierdes el control de tu cuerpo (no uses los dientes, que la tenemos, pensé cuando noté que se la metía de
nuevo en la boca, a pesar de que necesitaba a) respirar y b) gritar como una
loca.
Pensaba dejar que se relajara apartándome de
ella para romperse a gusto, pero viendo que seguía en modo guerrera y quería
más, continué estimulándola mientras acababa. Incluso la sujeté por las piernas
para impedir que ella misma me apartara, a lo cual protestó.
-No hables
con la boca llena-le recriminé, riéndome, y Sabrae se sacó mi polla de la boca
y tomó una gran bocanada de aire.
-Dame
un respiro, chico-me instó, jadeante, casi sin aliento, la pobre-. Que ya estoy
que no puedo más y tú podrías aguantar otros veinte asaltos. ¿Cómo lo haces?
-No
me he corrido…
-Lo
sé. Estoy en ello, pero empiezo a dudar de tu heterosexualidad.
-… y
además, soy medio cíborg.
-Eso
explicaría por qué pareces una máquina enchufada a la corriente. A ver si se te
descargan un poco las pilas, chico-chasqueó la lengua y negó con la cabeza-.
Dame una oportunidad.
Me
eché a reír, asentí con la cabeza y le di un besito en la nalga. Le pregunté si
necesitaba que me pusiera de alguna manera, y me dijo que, con que no la
distrajera más, se daba por satisfecha. Tengo que decir que mejoraba con cada
día que pasaba; la mamada de hoy era mejor que la de ayer, pero peor que la de
mañana. Tenía un instinto innato que le decía cómo tenía que tocarme y cómo
debía moverse, al margen de que me prestaba atención de verdad cuando le
indicaba qué era lo que me gustaba y qué no (o qué me gustaba menos, porque no
había nada que me hiciera Sabrae que no me gustara). Terminé corriéndome en su
boca, para no perder la costumbre, y ella se quedó sentada a mi lado, con una
sonrisa triunfal en la boca y las mejillas rojas por el esfuerzo.
-¿Hemos
acabado?
-¿Sigo
teniendo pulso?-pregunté, y ella me cogió la mano y me colocó dos dedos en la
muñeca. Me eché a reír ante su gesto de concentración; Sabrae siseó para poder
escuchar los latidos desbocados de mi corazón, y después, asintió con la
cabeza.
-El
paciente presenta un ritmo cardíaco acelerado, pero su excelente forma física
nos hace pensar que está fuera de peligro.
-¿Cuál
es el diagnóstico, doctora?
-Que
el paciente ha ganado una apuesta, y además, está como un tren-ronroneó,
tumbándose a mi lado y rodeándome una pierna con la suya. Me miró desde abajo y
aleteó con las pestañas-. Por favor, dime que no quieres probar una postura
jodidísima, porque estoy perdiendo la sensibilidad en las piernas.
-Vaya,
gracias, nena-me reí, dándole un beso en la sien. Le acaricié la espalda, el
valle de su columna vertebral, con el pulgar-. Creo que deberíamos dejar lo de
las posturas jodidísimas para cuando te saques el cursillo de contorsionista.
Hay una sección especial en el Kamasutra que sólo lo pueden hacer los
integrantes del Circo del Sol, y yo no quiero morirme sin probar todas las
posturas que existen, ¿sabes?
-Sé
benévolo conmigo, por favor. Sólo soy una chiquilla.
Alcé
las cejas.
-¿Las
chiquillas piden que se las metas hasta el fondo?
-Las
que son un poco golfas sí-soltó una risita adorable y yo le llené la cara de
besitos de mariposa. Sabrae rodó para colocarse sobre su espalda cuando yo
empecé a besarla.
-¿Te
apetece una más? ¿Crees que la resistirás?-se relamió los labios y asintió con
la cabeza-. Vale. Probemos una cosa. Date la vuelta.
Me
miró con ojos como platos, que casi se le salían de las órbitas.
-Alec,
no sé si estoy preparada para tener sexo anal.
-¿Quién
ha dicho nada de sexo anal? Estás tú guapa si te piensas que podemos hacerlo
ahora, estando los dos así de cansados. Ni siquiera sé cómo va a salir esto,
pero… por probar, que no falte. Date la vuelta. Te prometo que no voy a
equivocarme de agujero.
Sus
cejas se juntaron haciendo un valle mientras fruncía los labios.
-¿Acabas
de usar la palabra “agujero” de verdad?
-Vamos
a ver, Sabrae: abajo tienes agujeros, no fincas urbanizables-espeté, y ella
arqueó las cejas y se mordió el labio para no echarse a reír-. Date la vuelta,
venga-le di una palmada en la cadera y ella se giró hasta quedar de costado-.
Dios mío, qué tozuda eres, hija mía. ¿Tanto te cuesta hacer lo que te dicen a
la primera?
-Puede
que lo que quiera es que me sigas dando azotes-coqueteó en tono sensual, y yo
puse los ojos en blanco.
-Jesús,
qué cruz tengo que soportar contigo, Sabrae. No está escrito. Tengo el cielo
ganado.
-Puede,
pero no por lo que tú te piensas-me dio un toquecito en el brazo y me guiñó el
ojo, y si no estoy confundido, creo que se refería a mi manera de follar. Sí,
la verdad. El cielo no era muy interesante porque los ángeles no tienen sexo,
así que ya me dirás cómo matas el tiempo durante toda la eternidad si no tienes
opción a echar ni siquiera un polvo, pero el estatus que te concede el acceder
al cielo, de persona ilustre que merece la salvación, eso sí me interesaba. En el infierno estarían deseando que me
atropellara un coche que se hubiera saltado un semáforo para ir a darle
vidilla, pero seguro que si existía un dios, me obligaría a quedarme bien
cerquita de su lado a modo de castigo por lo mal que me había portado en vida.
Las viejas costumbres no se pierden.
Me
estiré de nuevo a por la caja de condones y rompí un nuevo paquetito. Miré la
figura de Sabrae, la forma en que su espalda se ondulaba como la superficie del
mar cuando se acercaba a tierra, subiendo en sus hombros, descendiendo en sus
lumbares y volviendo a subir en su culo. Le di un beso en el omóplato tras
apartarle el pelo de la cara.
-¿Confías
en mí?-pregunté, y Sabrae se giró y me miró de reojo.
-Sí.
-Vale-le
separé las piernas y le acaricié la entrepierna aún mojada. Lo bueno de haberle
practicado un cunnilingus hacía poco
era que estaba más lubricada y abierta, con lo que esto tendría que ser más
fácil-. Si no te gusta, dímelo y paramos, ¿vale? Está bien probar, pero sólo
para disfrutar. ¿Entendido?
-Entendido.
-Y si
te hago daño avísame inmediatamente, ¿vale?
-Que
sí, papi-puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza. Entrelazó sus manos sobre
la almohada y tomó aire cuando sintió que yo me colocaba en su entrada. Lenta,
muy lentamente, empecé a hundirme en ella.
Tengo
que confesar que no me gustó. No porque no estuviera disfrutándolo (oh, créeme,
lo estaba disfrutando de lo lindo),
sino porque precisamente había demasiada fricción, lo cual me hacía sospechar
que Sabrae no lo estaba pasando bien. Ya había probado a hacerlo por detrás más
veces de las que podía contar, y la sensación era increíble porque llegabas más
al fondo, había más fricción, pero también tenías que tener en cuenta muchos
factores: entre ellos, destaca el tamaño de la chica. Y Sabrae era la más
pequeñita de todas con las que lo había probado así. Chrissy, la estrella en
este campo, tenía la misma estatura que yo, y no era precisamente menuda, así
que por eso no teníamos que preocuparnos.
Sin
embargo, ahora, me estaban viniendo a la mente las mismas sensaciones que
cuando me había hundido en ella por primera vez, en aquel sofá de la discoteca
de Jordan, cuando no nos conocíamos en ese sentido y Sabrae pensaba que yo no
aceptaba un no.
-Relájate,
bombón-la insté, entrando en ella despacio. Lo de la discoteca había sido un
problema de nervios, no estaba lo suficientemente excitada. Ahora, sin embargo,
la cosa cambiaba. Estaba excitada de sobra, pero puede que estuviera nerviosa
porque no sabía qué iba a pasar.
-Ya
estoy relajada-contestó, pero tenía los nudillos blancos de tanta fuerza que
estaba haciendo intentando mantener las manos juntas para así no echarlas atrás
y empujarme lejos de ella con tanto ímpetu que me hiriera en mi orgullo-. Tú
sigue.
Por
eso no me gustaba esta postura. Porque no podía verle la cara ni adivinar qué
se le pasaba por la cabeza.
-Pues
relájate un poco más. Me está costando un poco entrar.
-Siempre
te…-dejó escapar un jadeo con todo el cuerpo en tensión-cuesta… un poco entrar.
Puse
los ojos en blanco y me retiré de ella.
-¿Qué
te acabo de decir, Sabrae?
-¿Y
yo?-protestó, girándose para mirarme-. Que sigas. Venga.
Volvió
a tumbarse boca abajo con las manos entrelazadas y vi cómo se mordisqueaba el
labio. No le gustaba pero no quería que yo me privara de eso, y todo, ¿por qué?
Porque le había dicho que hacerlo así molaba y que lo disfrutabas de lo lindo.
De nuevo, se sacrificaba por mí, pero no tenía por qué hacerlo. Esto era sexo,
algo que teníamos que disfrutar ambos, en que ninguno tuviera que ceder. Una
cosa era compartir la posición dominante en la pareja, y otra aguantar una
postura que te molestaba sólo porque al otro se supone que le daba más placer.
-Vale-cedí,
porque era más terca que una mula, y cuando se le metía entre ceja y ceja algo
era imposible sacarla de allí. Estaba convencido de que, si yo no insistía,
sería capaz de bajar a la cocina a buscar un calabacín para demostrarme hasta
dónde llegaba su aguante-, vamos a probar con lubricante, ¿te parece bien?
-Eh…
vale-concedió, no demasiado convencida. Me incliné a por el lubricante de
parejas que habíamos cogido en nuestra primera noche en mi casa y me vertí un
poco del líquido rosa en la mano, notando cómo la palma empezaba a
calentárseme. Unté a conciencia la entrepierna de Sabrae, que arqueó la espalda
y dejó escapar un jadeo.
-¿Estás
bien?
-Sí.
-¿Lista?
-Sí.
-¿Seguro?
-Alec-puso
los ojos en blanco y chasqueó la lengua.
-Sólo
me cercioraba. Vale. Probamos otra vez, ¿de acuerdo?
Fue
distinto entonces. Me hundí con más facilidad en su interior; seguía
encontrando resistencia, pero no tanta. Sin embargo, Sabrae seguía con las
manos unidas, los pálidos, la cabeza gacha y el labio mordido. Sentí cómo
llegaba hasta el fondo y ella dejó escapar un nuevo gemido. Salí despacio de
ella hasta que sólo la punta de mi pene estaba en su vagina.
-Otra
vez-pidió.
-Sabrae…-empecé,
pero ella me cortó exigiéndome:
-Otra
vez.
Empezó
a hiperventilar cuando me hundí de nuevo en ella, y entonces… las paredes de su
sexo se contrajeron, Sabrae se clavó las uñas en el dorso de la mano, y se le
escapó un gemido.
-Dios
mío...-se estremeció de pies a cabeza y se quedó quieta de repente, con los pies
ligeramente contraídos.
-¿Estás
bien?
-Me
acabo de correr-confesó, respirando con dificultad.
-Pero,
¿qué dices?-me eché a reír, lo que hizo que Sabrae se tensara de nuevo-. Anda,
que… sólo te he embestido dos veces.
-Pues
ya ves. Así es muy intenso-susurró, pasándose una mano por la cara y
apartándose el pelo de ella. Dejó caer las manos sobre la almohada y bufó.
-¿Quieres
seguir?
-Sí,
por Dios, por favor, Alec-pidió, y
empezó a moverse a mi alrededor, haciéndome creer que sí que lo había disfrutado.
Contoneó sus caderas en círculos, haciéndome llegar a rincones insospechados, y
un gruñido nació en mi pecho-. Pero no sé cuánto voy a aguantar así.
-Todo
lo que quieras-respondí, poniéndole las manos en las caderas, pensando “allá vamos” y abandonándome a ella.
Resultó
que tenía más aguante del que los dos pensábamos. Le di otro orgasmo más antes
de que nos termináramos de volver locos, embistiéndonos como animales en celo
(estábamos en la postura más típica después del perrito, ahora que lo pienso) y
gruñendo, gimiendo, jadeando y soltando obscenidades como si estuviéramos en
una peli porno. Sabrae me acompañaba con las caderas y gruñía cuando yo le daba
azotes en el culo, tan excitada que no podía bajar de los doscientos
decibelios. Hubo un momento en que se incorporó y pegó su espalda a mi pecho,
rodeándome las piernas con las suyas, y yo pensé que me moriría. Seguí
embistiéndola en ese ángulo delicioso en el que llegaba a todo su ser, mientras
le manoseaba los pechos y le comía la boca, le mordía la oreja y le lamía el
cuello, poseyéndola como ningún hombre ha poseído jamás a una mujer.
Vi
por el rabillo del ojo nuestro reflejo en el espejo, y me las apañé para
girarnos y quedarnos mirándolo frente a frente.
-Sabrae…-gemí,
alargando la última vocal de su nombre. Ella no paraba de soltar palabras
inconexas. Así. Alec. Por favor. Deprisa. Profundo. Fuerte. Fóllame. Joder.
Dios-. Sabrae. Míranos-ella abrió los ojos y a duras penas consiguió orientar
la cara hacia el espejo.
Pero,
cuando lo hizo, empezó a estremecerse de pies a cabeza. Me cogió una mano, con
la que la estaba sujetando para que no se me escapara y, mientras le estimulaba
el clítoris y la penetraba, Sabrae me llevó hacia su cuello. No hizo falta que
me dijera en voz alta para qué me estaba dando permiso.
-Eres
mía-gruñí con posesividad, rodeando su cuello con mis dedos, sintiendo su pulso
acelerado en las yemas y en la palma, y apretando. Sabrae exhaló un jadeo
ahogado y asintió con la cabeza, toda curvas, perfección, sexualidad, placer-.
Sólo mía.
-Sí-gimió,
sometida a mí, todo ángulos, imperfección, sexualidad, placer-. Sólo tuya. Fó…
lla… me…-silabeó, cerrando los ojos y pegando la nuca a mi hombro. Su cuerpo
sufrió un último latigazo con el que también envalentonó al mío, y antes de que
nos diéramos cuenta, nos estábamos corriendo a la vez, en un orgasmo increíble
y arrasador que nos hizo perder el sentido a ambos. Nos desorientamos
completamente: no sabíamos quiénes éramos, dónde estábamos, cómo nos
llamábamos. Sólo sabíamos que los del espejo éramos nosotros, copulando como
putas bestias en celo que sólo habían nacido para procrear. El cuerpo de Sabrae
resplandecía por el sudor y el orgasmo, y su cadena de oro me recordaba que era
una diosa a la que yo había nacido para adorar.
Nos
quedamos quietos un rato: mi mano ya no le apretaba el cuello, así que podía
recuperar el aliento. Yo no podía dejar de mirar nuestro reflejo en el espejo:
mientras Sabrae cerraba los ojos, yo tenía los ojos fijos en los del chico que
me miraba desde él. El chaval que la había conseguido, de entre todas las
personas en el mundo. Aún tenía la polla en el interior de la diosa que tenía
entre los brazos: podía ver su vello púbico mezclándose con el de ella. Tenía
las mejillas coloradas por el esfuerzo, el pelo le caía sobre los ojos, húmedo
de sudor, y el cuerpo le brillaba como si se hubiera echado una capa de aceite
de bebé.
El
brillo de un buen polvo. El brillo de haberse corrido dos veces la misma noche.
Sabrae
abrió los ojos, sintió mi mirada en el espejo y estableció contacto visual
conmigo. Sonrió con timidez.
-Ha
estado de cine, ¿verdad?-me acarició el costado con una mano.
-Me
has dejado estrangularte-respondí, y ella se volvió para mirarme, así que yo
bajé la vista y la miré directamente a los ojos, apreciando las motitas oscuras
en su mar de chocolate.
-Necesitabas
dejarte llevar. Y quería probar cómo se sentía todo. Sentía que nos faltaba
algo, hasta que… bueno… era lo que faltaba para que terminaras de someterme.
-No
sé si debería decírtelo, pero me ha encantado hacerlo.
-Y a
mí que lo hagas. Le he cogido el gusto. A eso, y a muchas otras cosas esta
noche-se llevó la mano a su colgante de la S que debería ser una A y sonrió de
una forma adorable. Se inclinó para darme un beso en los labios mientras sus
dedos se perdían en mi pelo-. Gracias. Es el San Valentín más completo y
perfecto de la historia. Me gusta que no dejemos de ser nosotros.
-Nunca
hemos dejado de ser nosotros.
-Sí,
pero cuando follamos guarro somos un poquito más nosotros que cuando nos
ponemos ñoños, ¿no crees? Así empezó todo-ronroneó, mimosa, juntando nuestras
frentes-. Tú, yo, la lujuria, y nada más.
-Suena
a tatuaje-respondí, frotando mi nariz con la suya y dándole un beso en los
labios. Le acaricié las piernas de arriba abajo, llegado al límite de la
chaqueta de boxeador, en la que apenas había pensado desde que se sentó en mi
cara. Sabrae se recogió el pelo con una mano y se intentó quitar la chaqueta,
por temor a ensuciarla. Le dije que no pasaba nada, que la habíamos ensuciado
entre los dos, y que podía lavarse perfectamente. Ella sonrió, me besó de nuevo
y se sentó a lo indio a mi lado, acariciándome la cara. Me fijé en que le había
apretado tanto el cuello que aún se notaba el lugar donde habían estado mis
dedos.
Fue
entonces cuando supe que lo necesitaba. Viendo que era capaz de hacerle daño,
porque puedes hacerle daño a todo el mundo, y sin embargo no se lo haría nunca.
Era el momento perfecto: con mi chaqueta de boxeador sobre los hombros, mis
colores en su piel, la cadena de oro de la realeza y el sudor del placer que le
había dado poseyéndola, Sabrae era más mía que nunca. Y también más preciosa.
Así
que me incliné hacia la mesita de noche, donde había dejado los vales, y le
entregué el que me interesaba. “Vale por un «Te quiero»”, decía, “no como
contestación a uno que me digas tú, antes de que te lo diga por primera vez”.
Para mí era el momento perfecto, pero para Sabrae, lo sería probablemente
cuando volviera de África. Gracias a aquel pequeño trozo de papel dorado
plastificado, yo podía hacer que los dos fuéramos felices.
Se lo
tendí y Sabrae lo miró.
-¿Estás
seguro? Es un vale de un solo uso.
-Quiero
escucharlo ahora-asentí, firme pero tierno, apartándole un mechón de pelo de la
cara y dejando que mi mano reposara allí. Sabrae sonrió, se inclinó hacia mí,
me miró a los ojos, y me hizo el hombre más feliz del mundo diciéndome:
-Te
quiero, Alec Theodore Whitelaw.
Me
sentía en una nube, y ella también. Sus ojos refulgieron con ilusión cuando vio
mi sonrisa escalar hasta mis ojos, empapando cada fibra de mi ser. Qué bien
sonaba un te quiero de sus labios. Era la frase más bonita del mundo, y más aún
si la acompañaba de mi nombre completo, para que no hubiera ningún género de
dudas de que era a mí a quien se lo dedicaba.
-Yo
también te quiero, Sabrae Gugulethu Malik.
Me
incliné para besarla, saboreando el te quiero que acababa de dedicarme
directamente de sus labios, y juro que aquel beso me supo más dulce que nada
que hubiera probado antes. Los sentimientos de Sabrae hacia mí eran el azúcar
que necesitaba para vivir, el polen que llevaba espolvoreado sobre la piel como
la abejita melífera que era, dispuesto a convertirla en mi reina si ella me lo
permitía.
El
dulce beso se convirtió en dos, y luego en tres, y antes de que nos diéramos
cuenta nos estábamos embrollando el uno en el otro, enrollándonos con lentitud,
con la tranquilidad de quien sabe que tiene todo el tiempo por delante para
disfrutar de una vida al lado de la persona que más le importa en el mundo. A
pesar de que estábamos entregándonos al otro con todo nuestro ser, la verdad es
que aquellos besos no tenían la pasión de los que habíamos compartido mientras
lo hacíamos. Podíamos apartarnos rápidamente del precedente que sentábamos en
la cama incluso cuando seguíamos sentados en la cama; supongo que decía mucho
de nosotros que folláramos como animales y luego nos pusiéramos tiernos,
haciéndolo con rabia y luego declarándonos con tranquilidad.
Sabrae me puso una mano en el pecho para
conseguir que nos separáramos. Seguramente temía que termináramos haciéndolo
una vez más.
-Tenemos
que ducharnos-comentó, mordiéndose el labio mientras me miraba a los ojos en un
ataque de timidez. Yo le pasé la mano por el cuello, despegando un par de rizos
azabache que se le habían quedado adheridos a la piel.
-A mí
se me ocurre algo mejor: ¿qué te parece si vamos al baño del piso inferior, y
nos damos un baño de espuma? Eso sí que
es romántico y eso sí que no lo has
hecho antes-ronroneé como el niño mimado que le suplica a su madre por un
juguete, y Sabrae se echó a reír. Me acarició la espalda y asintió con la
cabeza.
-Está
bien, pero antes me gustaría hacerme un par de fotos más. Ahora sí que me veo guapa; guapa nivel “no
quiero enseñarle estas fotos a nadie”-se echó a reír y yo me uní a sus
carcajadas, porque era tan evidente a qué se debía el brillo de su piel y de
sus ojos que nadie dudaría de lo que había estado haciendo cinco minutos antes
de hacerse las fotos-. ¿Cuándo tengo que devolverte la chaqueta?
-No hay
prisa-respondí, quitándome el condón y mirándola embobado mientras ella volví a
levantarse y se colocaba frente al espejo.
Esta vez, posó dada la vuelta, para que se viera mejor su (mi) dorsal, y
yo me tumbé en la cama cuan largo era,
porque era tan perfecta que mirarla me consumía todas las fuerzas, así
que no podía mantenerme erguido-. ¿Sabes? Podrías disfrazarte de boxeadora en
Halloween. Te veo muy encantada con ese vestuario.
-Yo
ya soy boxeadora, Al-respondió, capturando un mechón de pelo entre los dedos,
sacando la lengua y tomándose una nueva foto.
-Me
refiero a profesional, como yo lo fui. Te dejo mi chaqueta; te queda demasiado
bien. Aunque, claro…-le dediqué una sonrisa maligna-. La dorsal no te
corresponde, pero se me ocurren un par de ideas para que se te ajuste.
-Podríamos
coser la mía por encima-contestó, echándose a reír.
-O
cambiarte el apellido-repliqué. Sabrae se giró sobre sus talones y yo alcé las
cejas e incliné la cabeza a un lado, atrayéndola para que se sentara en la
cama.
-¿Me
estás proponiendo matrimonio en San Valentín? Eso sí que es ñoño.
Yo me
incorporé para acariciarle los muslos con más comodidad.
-Ni siquiera somos novios de manera oficial-le
recordé-. Literalmente tengo que darte vales para que me digas que me quieres.
-Un
vale. No he hecho más y no es reembolsable. Pero no me cambies de tema. ¿Eso
que acabo de escuchar es una proposición, o no?-entrelazó las manos de nuevo,
como había hecho cuando probábamos la
nueva postura, y estiró los dedos índice unidos, de manera que formó con sus
manos una especie de pistola, cuyo cañón estaba pegado a la punta de su nariz.
-Será
lo que tú quieras que sea, nena-susurré, acariciándole el costado y
arrancándole un nuevo estremecimiento. Sabrae sonrió.
-Ahora
mismo, lo único que me apetece es meterme en la bañera olímpica ésa que tenéis
en el piso de abajo, acurrucarme contra ti y atiborrarme a bombones mientras la
espuma nos va devorando.
Supongo
que en eso consistía San Valentín, ¿no? En darse tantos mimos que terminaríamos
empalagando incluso a nuestra audiencia más fiel, esa que se sentaría frente a
la tele cada noche si tuviéramos un reality
que documentara nuestras vidas. La verdad es que no me quejaba si tenía que
pasar el resto de 14 de febrero de mi vida de esa guisa, tan pegado a Sabrae
que seríamos inseparables y nuestros límites se difuminarían. Es más, incluso
me molestaba haber desperdiciado otros 16 san valentines no estando con ella,
pero supongo que para valorar un diamante, primero tienes que distinguirlo del
simple cristal.
Me la
llevé de la mano escaleras abajo, y Trufas
ni siquiera se escandalizó con mi desnudez. Sabrae, que era una dama, me pidió
que le entregara la toalla que le había comprado hacía unas semanas para cuando
quisiera ducharse, y bajó envuelta como una actriz de cine en una comedia
romántica en la que hace de antagonista perfecta de la pobre protagonista, una
chica más torpona y menos agraciada que ella. Buscamos unos bombones y nos los
dimos de comer, sentados ya desnudos sobre la superficie fría de la bañera
mientras ésta se iba llenando, riéndonos y besándonos bajo la atenta mirada de Trufas, que se había acurrucado en un
cojín de la esquina por si acaso había suerte y se nos caía de casualidad algún
bombón.
El
pobre animal no tuvo suerte ese día, porque la estaba acaparando toda yo.
Cuando Sabrae se metió en el agua, hundiéndose como la estatua de un templo de
la Atlántida, yo me acerqué a ella y empezamos a besarnos con tanta intensidad
que supe que volveríamos a hacerlo, como efectivamente sucedió. Estábamos
cansados, vale, había sido un día largo, vale, pero también éramos jóvenes y
estábamos enamorados y desnudos. La atracción que había entre nosotros casi
resultaba visible, así que era de esperar que terminara hundiéndome en ella, y
acabáramos San Valentín así.
El
reloj dio las doce de la noche, marcando el fin de uno de los mejores días de
mi vida (o puede que el mejor; a fin de cuentas Sabrae no me decía que me
quería todos los días en aquella época) conmigo dentro de ella, su boca en la
mía, sus manos en mi espalda y las suyas en mis caderas, mientras nos movíamos
suavemente al ritmo de unas olas que habíamos creado nosotros como si fuéramos
titanes marinos.
Trufas se había marchado hacía tiempo,
aproximadamente cuando apartamos los bombones para no tirarlos al agua y vio
que aquella noche no iba a tener ningún aperitivo dulce, así que disfrutábamos
de una muy merecida intimidad. El pequeño monstruito se había portado de
fábula, y me aseguraría de que recibiera su recompensa en forma de zanahoria
gigante al día siguiente, pero de momento…
…
mierda. Había hablado demasiado. Apenas se habían disipado los ecos de la
duodécima campanada en la casa, se escuchó el sonido de una pieza de cerámica
rompiéndose al otro lado de la pared. Sabrae hundió los dedos en mis brazos y
abrió los ojos cuando yo me separé de ella para mirar hacia la puerta del baño.
Si Trufas había tirado algo, podía
ser peligroso para sus patitas. Tenía tendencia a volverse chiflado a
intervalos regulares, y si le estaba dando uno de sus ramalazos desquiciados,
probablemente se pusiera a brincar sobre los cristales y se los terminara
clavando en sus zarpas.
Pero
es que estaba tan a gusto dentro de Sabrae…
Trufas empezó a estornudar de forma muy
ruidosa, emitiendo unos sonidos que yo nunca le había escuchado hacer. Sabrae
frunció el ceño.
-¿Deberíamos…
ir a ver qué tal está?
Yo
estaba a punto de responderle cuando el protagonista de nuestras preocupaciones
entró derrapando a toda velocidad en el baño y se puso a correr en círculos
alrededor de la bañera. Se quedó quieto un par de veces, levantándose sobre sus
patas traseras como sus primos silvestres que otean el horizonte para descubrir
algún peligro, y luego volvió a correr en círculos por el baño, saltando
incluso contra las paredes.
-Yo
diría que está bastante bien-comenté-. Un poco hiperactivo, pero nada fuera de
lo común cuando se trata de…
Sabrae,
Trufas y yo escuchamos un nuevo
sonido procedente del otro lado de la pared, de algo chocando contra una
puerta. El ruido sordo de una bolsa cayéndose al suelo. Trufas se detuvo en seco. Sabrae se quedó helada. Yo me quedé
helado.
Pasos.
Se oían pasos.
-Quédate
aquí-le dije a Sabrae mientras salía del agua, entendiendo por fin a qué se
debía la histeria del conejo. Trataba de avisarme de algo. Si fuera un perro,
ladraría, pero como no podía emitir muchos sonidos (y no es que yo hiciera
mucho caso a sus chillidos), Trufas
se convertía en un coche de carreras cuando quería atraer mi atención.
-Ten
cuidado-susurró, angustiada, y yo me llevé un dedo a los labios. Trufas trotó hasta mis pies y me miró
desde abajo con mirada angustiada. Alguien había entrado en casa y podría
secuestrarlo, o peor: podría guisarlo para la comida del domingo. No te preocupes, pequeño. No dejaré que eso
pase.
Me envolví una toalla a la
cintura, quité una de las barras de las toallas del lavamanos, y abrí la puerta
del baño lo justo para poder pasar por ella. Lamenté no tener nada mejor con lo
que defenderme que una estúpida barra metálica de apenas 30 centímetros de
largo, porque la experiencia como boxeador no basta si hay ladrones en tu casa
armados de cuchillos. Por mucho que hayas aprendido a esquivar ganchos, tarde o
temprano te terminas comiendo uno. Y la única forma de evitar que me abrieran
en canal era siendo rápido y dando el primer golpe.
Por
lo menos contaba la ventaja de que conocía mi casa mejor que el intruso, que
era tan torpe que incluso había encendido la luz del vestíbulo. Y también
estaba el factor sorpresa, ése que se me escapó de las manos cuando Trufas se abalanzó sobre el intruso, que
se había agachado para recoger la bolsa con la que pretendía llevarse la pasta
y las joyas de mi madre, olvidándose de que era un conejo en lugar de un puto
jaguar.
-Maldito
animal-gruñí por lo bajo, y justo cuando pensé que Trufas se abalanzaría sobre la figura para morderle un dedo, saltó
sobre ella con las patas estiradas, como hacía cuando quería que lo cogieras al
vuelo y le hicieras arrumacos. Volvió a estornudar, tan seguido que pensé…
Un momento.
Aquello no eran estornudos. Era el
sonido de una nariz sorbiendo los mocos.
-Trufi-dijo
una voz familiar, tan familiar como que era la voz por la que yo me apellidaba Whitelaw,
y mi madre no estaba muerta-. Has venido a verme-jadeó mi hermana, poniéndose
en pie y hundiendo la cara en el lomo del conejo, que había cerrado los ojos y
se retorcía en los brazos de mi hermana. Caminé hacia ella.
-¿Sabes
el putísimo susto que me has dado, Mary Elizabeth? ¿Es que estás mal de la puta
cabeza? Si ese dichoso conejo no se me hubiera adelantado, ahora tu cerebro
tendría ventilación gracias a mí-ladré-. ¿Tanto te costaba avisar de que ya
habías…?-me quedé callado cuando mi hermana me miró. Tenía los ojos rojos, el
pelo enmarañado, y las rodillas temblorosas. Tosió, jadeó y sorbió de nuevo por
la nariz, levantando la vista para mirarme a través de su flequillo despeinado.
Ése era el sonido que había confundido con estornudos.
Pero no
fue eso lo que me preocupó. Podría haberse resfriado por la tarde y estar
incubando un catarro.
No,
lo que me preocupó fueron las líneas negras que descendían por sus mejillas, cataratas
que nacían en sus ojos y bajaban hasta su mentón, y la línea borrosa de su
pintalabios, que incluso salpicaba en su nariz. No es que sea un monstruo que se
preocupe más del aspecto de su hermana que de su estado anímico, sino que yo tenía
un detalle que tú no tienes aún: todo el maquillaje de mi hermana era waterproof. Como lo usaba también para
muchos de sus bailes, y terminaba sudando, lo compraba de esa manera para estar
siempre perfecta.
Así que
si tenía el rímel corrido era porque llevaba llorando horas.
-Perdón.
No quería molestaros a ti y a Sabrae. Seguid como si no estuviera.
-Mimi,
¿qué te pasa?
-Nada-mintió,
recogiendo su bolso con una mano adormecida, que no le respondía del todo
bien-. Estoy bien.
-Mimi-respondí
con tristeza, y ella me miró. Sus ojos se anegaron de nuevo en lágrimas, dejó
caer su bolso, y echó a correr hacia mí, en busca de uno de esos abrazos míos
que la hacían sentir protegida como en ningún otro lugar en el mundo.
Porque
así es como estaba cuando estaba conmigo: protegida mejor que en ningún otro
lugar en el mundo.
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Termino de leer el capítulo más salida que el pico de la plancha pero todo ok.
ResponderEliminarMe ha encantado de arriba abajo y sobre todo el momento del cuello y no puedo obviar que Sabrae le ha dicho te quiero por primera vez y solo de imaginárselos se me han llenado los ojillos de lágrimas.