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Si la noche con él había sido mano de santo, el mensaje
que me envió había terminado de curarme. Ver la canción que me había dedicado
en bucle hasta que prácticamente podría dibujar cada fotograma con los ojos
cerrados es lo único que hice de mínimo provecho en toda la mañana.
No es
que no me hubiera dedicado a hacer otras cosas, claro. Alec no había podido
recoger la ropa que yo había dejado tirada por la habitación, tratando las
esquinas como si fueran huecos vacíos en un almacén abarrotado, así que ya
tenía tarea para la mañana: mientras la canción se repetía una y otra vez, yo
me dedicaba a ordenar mi habitación, metiendo la ropa de nuevo en el armario a
una lentitud asombrosa. Seguían doliéndome las piernas, aunque no tanto como el
día anterior, y me notaba más cansada y débil de lo que acostumbraba los
domingos por la mañana. Apenas había desayunado, pero mi estómago celebró con
un pequeño brinco (no podíamos permitirnos más ninguno de los dos) cuando
escuchó a papá llamarnos desde el piso de abajo:
-¡A
comer!
Intenté
enfundar mis piernas en unos pantalones de pijama, y después de un par de pasos
en los que me asé de calor y me sentí más oprimida que nunca (más incluso que
cuando había intentado seguir usando unos shorts
del verano pasado, a pesar de que había engordado y casi no podía moverme),
decidí renunciar a mi ropa interior. Me sentí un poco más liberada, aunque no
mucho, y me peleé con el salmón especiado que mamá depositó frente a mí,
cortado especialmente para cada uno de nosotros desde la fuente que papá había
horneado atentamente en el horno. De lo que sí di buena cuenta fue del par de
patatas asadas que me dejaron coger, y antes de darme cuenta, la temperatura de
mis piernas estaba bajando en picado por acción del sorbete de limón que mamá
había preparado el día anterior.
Creí
que estaría lo suficientemente bien como para ocuparme de mis tareas y fregar
los platos, pero después de avanzar lentamente, a ritmo de caracol, en
dirección a la cocina con mi vaso, mi cuchara y mi bol, Shasha me cogió las
cosas con cuidado de las manos y dijo que ella se ocupaba.
-Debes
de verme muy mal.
-Creo
que te está volviendo a subir la fiebre-comentó, y mamá se acercó a mí, me puso
una mano en la frente y, tras un instante de vacilación en el que su instinto
maternal calculó con una exactitud de centésimas mi temperatura corporal,
asintió con la cabeza y me envió escaleras arriba, a que hiciera lo que yo
quisiera, pero descansando todo lo posible. Tampoco es que necesitara ese
último consejo: no tenía ganas de nada más que de tumbarme en la cama (ni
siquiera me metería bajo las mantas) y tratar de dormir. No voy a mentir: sabía
que olía de pena y que tenía el pelo hecho un asco, pero ya había hecho
bastante ordenando mi habitación: sí, me sentía mejor porque ya no vivía entre
caos pero, ¿a qué precio? Lara Jean había ordenado su cuarto en A todos los chicos de los que me enamoré
cuando quería organizar también sus pensamientos, pero su cuerpo estaba
perfectamente. No se encontraba mal, sus glóbulos blancos no luchaban entre sí,
ni su estómago bailaba una conga con cada movimiento que hacía, como estaba
haciendo el mío ahora que estaba lleno.
Así que
en ésa estaba, en intentar relajarme, dejar la mente en blanco y no pensar en
nada, pues pensar implicaba ser consciente de mí misma, y por tanto de mi
malestar, cuando alguien llamó a la puerta, con una voz conocida que yo
adoraba. Apenas podía creérmelo cuando le escuché al otro lado de la pared.
-Servicio
de habitaciones-bromeó conmigo, y yo sonreí.
-¿Alec?
-No.
Soy su gemelo malvado, Caleb-respondió, entrando por fin en mi habitación, y
haciendo que el día se nublara un poco menos esbozando una sonrisa. Jo, qué
guapo era. A veces se me olvidaba lo guapo que podía llegar a ser,
especialmente cuando sonreía y estaba tan relajado como lo hacía ahora: a pesar
de que había pasado la noche conmigo, era como si hiciera años que no lo veía.
Sentí un subidón de dopamina en mi cuerpo nada más verlo, al pensar que, si
estábamos juntos, no podía pasarme nada malo. Ni siquiera mis débiles defensas
podían volverse contra mí.
Estaba
tan embelesada mirándolo que ni me molesté en corregirle: su gemelo malvado
debería llevar su nombre invertido, “Cela”,
en lugar de “Caleb”. Sin embargo, que adoptara un nombre que ya existía (y
que, siendo sincera, se parecía lo suficiente como para pasar por su reflejo)
me bastaba.
Por
Dios, incluso si decía que se llamaba algo completamente distinto a él (como
Jordan, por ejemplo) no me habría molestado en corregirle. Me alegraba
demasiado de que estuviera allí como para ponerle pegas a su presencia.
Y el
colmo fue cuando vi que traía una tacita humeante en la mano. Inconscientemente,
como un bebé que quiere que su persona favorita le cojan en brazos (que es lo
que soy cuando Alec anda cerca: un bebé que quiere que su persona favorita, es
decir, él, le coja en brazos), estiré las manos en dirección hacia la tacita.
Ya me había demostrado que podía ser un enfermero genial, así que estaba
ansiosa por probar su medicina.
Pero,
ante todo, Alec era mi chico, y yo era su chica antes que una enfermita
convaleciente. Por eso se inclinó a darme un suave beso en los labios a modo de
saludo que hizo que mi mundo se pusiera patas arriba, y a la vez, todo encajara
en su lugar. Fue una sensación extraña, como si la gravedad que mantenía unido
el universo se disipara, y sin embargo las cosas continuaran exactamente en el
mismo punto, enlazadas por las mismas conexiones, más ligeras ahora que ya no
había nada empujándolas hacia abajo.
En
cuanto nuestras bocas se tocaron, y más tarde nuestras manos cuando me tendió
la taza de sopa de pollo que tan amablemente su madre me había preparado, una poderosa
energía sanadora barrió todo el malestar de mi cuerpo. Ahora, sólo me
encontraba cansada. Seguía sintiendo las piernas pesadas, pero me notaba con
fuerzas en algún lugar de mi interior que me permitirían soportar una maratón,
aunque fuera a mi ritmo.
No estás enferma; tienes mono de él, susurró
una voz en mi cabeza… lo cual tenía sentido. Si Alec de normal ya era adictivo,
imagínate cuando lo probaba de verdad. En
mi interior había llevado un poco de su esencia, aunque fuera sólo unos
minutos, pero lo que me había hecho era suficiente como para que mi cuerpo se
volviera completa y absolutamente adicto a él. Había un antes y un después de
Alec, todo en mí me lo indicaba: mi buen humor apareciendo sólo cuando lo hacía
él, mis recuerdos del sexo asaltándome cuando menos me lo esperaba, el no poder
sacármelo de la cabeza ni un segundo desde que nos separamos esa mañana. Me iba
a la cama con él, dormía con él, soñaba con él, y se había producido un
desajuste en mi interior cuando no desperté también con él. Pero, por fin, las
piezas volvían a encajar.
Estábamos
juntos de nuevo.