lunes, 11 de mayo de 2020

Terrible y glorioso como un joven dios.


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No, desde luego que no necesité que me lo dijera dos veces. Si ya con el resto de mujeres tenía un oído infalible en lo que se refería a sus síes, con Sabrae era capaz de oír hasta sus pensamientos.
               Pero eso no significaba que no se lo fuera a hacer despacio.
               Quizá en otras ocasiones, Sabrae lamentaba mi historial; mi currículum no era digno de la historia de amor que vivíamos, sino del antagonista que seduce a la virginal protagonista y hace que la relación que mantiene con el protagonista masculino peligre, porque, ¿quién quiere bombones y flores cuando puede tener unos orgasmos increíbles, descubrir un mundo de placer a un cruce de piernas de distancia? Te sorprendería la cantidad de chicas que creen que pueden cambiar a los chicos como mi yo del pasado, pensando que así obtendrían lo mejor de los dos mundos: una fiera en la cama y un caballero en la calle. Sabrae, sin embargo, había pasado su vida detestándome, como si fuera la amiga de la protagonista que siempre apuesta por el galán en lugar del chulo, y que reprende a ésta cuando cae en la tentación.
               Sin embargo, otras veces, Sabrae se comportaba como esa chica virginal ansiosa de que la corrompan, y adoraba que yo hubiera sido uno de los principales reyes de la noche. Eso era lo que esperaba de mí en esa habitación del hotel: descontrol, desfase, excesos. Un sexo tan bueno que él solo bastaría para dar por completo el trío de sexo, drogas, y rock n’ roll.
               Pero había algo con lo que ella no contaba.
               El Alec que había sido hacía unos meses estaba muerto y enterrado, de acuerdo, aunque recurriéramos a la magia negra de vez en cuando para que regresara y nos hiciera disfrutar a ambos. Claro que ese Alec no necesariamente era el príncipe del descontrol; más bien, todo lo contrario. Incluso cuando me había dejado llevar hasta la última de las consecuencias con mis compañeras de polvo, siempre había tenido el control de la relación. Raras veces me había puesto completamente en manos de la otra persona, y si lo hacía, no era sino porque disfrutaba a lo grande dejando que me mangonearan de vez en cuando.
               Sabrae, desde luego, era la chica que más veces me había traído por la calle de la amargura a base de mangonearme. Cada vez que me había puesto en sus manos, el polvo había sido increíble, de los mejores de mi vida, y cuando acabábamos, agotados y sudorosos, yo estaba seguro de que acababa de archivar más material en ese rinconcito de mi cerebro dedicado a los sueños eróticos (o pornográficos, según se mire).
               Claro que ninguna de esas veces había sido mi cumpleaños. Se suponía que haríamos lo que yo quisiera. Y dentro de lo que yo quisiera, se encontraba el hacerla rabiar. En eso consiste también el amor: en querer tanto a una persona que, de vez en cuando, en lugar de concederle cada capricho de forma inmediata, lo que deseas es posponer un poco su satisfacción para conseguir que ésta sea mayor. Tenía la sensación de que ésa sería una de esas noches en las que Sabrae estaba lo suficientemente relajada y excitada como para correrse de aquella forma estruendosa y furiosa como lo había hecho otras veces: a chorro, incapaz de contenerse. ¿Qué mejor regalo que ese?
               Así que iniciábamos mi parte favorita del sexo: los preliminares. (Ja, ja. Es broma. Mi parte favorita del sexo no son los preliminares. Mi parte favorita del sexo es todo, pero ya me entiendes).
               Era la tentación hecha persona, la lujuria hecha mujer. Estaba seguro de que, si mi pecado capital preferido tuviera algún tipo de manifestación física, Sabrae lo sería, y más tal y como estaba entones. En la habitación de hotel de un monocromático blanco, el toque de color lo ponía ella, sentada al borde de la cama con su piel de delicioso caramelo brillando como el chocolate a la taza, y su mono de satén de color rojo me recordaba a la sangre que me bombeaba por todas partes, ardiente. Ni que decir tiene que las cadenas de oro me hacían pensar en una jaula creada para satisfacer las perversiones de algún rey del sexo.
               Todo en ella estaba hecho para que yo me abalanzara a devorarla nada más verla, pero con lo que Sabrae no contaba era con la tensión que había entre nosotros, y que podía volverse en su contra con la misma facilidad con que la estaba manejando a su favor. El aire entre nosotros estaba cargado de electricidad estática, y la tensión sexual que nos anudaba firmemente las miradas podía cortarse con un cuchillo. Por mucho que me hubiera mordisqueado el pulgar, yo ya tenía el mango de la sartén entre los dedos, y estaba a punto de darle la vuelta a la tortilla. Metafórica y literalmente hablando.
               ¿Creía que iba a ponerme cachondo como un mono diciéndome que quería follar de manera explícita? Porque lo había conseguido. Tenía la boca seca, la carne de gallina, y mi erección ya me molestaba en los pantalones: no era ése el tipo de presión que mi polla quería. Sus ojos ardían con unas llamaradas que yo conocía muy bien: era una diosa de fuego, y yo estaba más que dispuesto a quemarme… pero primero, debía soplar en la llama para que ésta se hiciera más fuerte y me consumiera con más alegría.
               La temperatura subía varios grados con cada minuto que pasaba, hasta el punto de que si yo hubiera empezado a arder, no me habría sorprendido lo más mínimo. Me sobraba la ropa, toda la ropa, y a ella también.
               Volví a acariciarle la boca y Sabrae entreabrió los labios.
               -Te lo estás tomando con calma-susurró, y el tono ronco de su voz, que me hacía ver su excitación, me hizo sonreír. La tenía donde quería. Estaba a punto de hacer que perdiera el control: por tanto tratar de atraerme al borde del precipicio, Sabrae se había acercado tanto que  terminaría cayendo antes que yo, obligándome a saltar tras ella para zambullirnos a la vez en las olas de abajo que, embravecidas, hacían las veces del canto de sirena para que te invitaba a saltar del acantilado.
               Tiré despacio de su labio inferior, de manera que la yema de mi dedo rozó sus dientes, y le dediqué una sonrisa torcida. Mi sonrisa de hace unos meses, la sonrisa de Fuckboy®.
               -Estoy pensando qué hago con mi regalo-respondí, y en sus ojos chispeó una estrella de travesura.
               -¿No vas a rasgar el papel de regalo de pura ansia?

               -No creo que te haga gracia que te rasgue el papel de regalo, bombón-ronroneé como un gatito; incluso me habría frotado contra ella si eso hubiera servido para excitarla aún más-. Y aún me queda decidir qué hago contigo. No estuvo bien que me dejaras solo, ya sabes-alcé las cejas e incliné a un lado la cabeza, como los malos en las películas cuando consiguen atrapar al protagonista y se disponen a torturarlo.
               La diferencia radicaba en que a Sabrae iba a encantarle esta tortura.
               -Era por una buena causa.
               -Mm, no sé-reflexioné, mirando en derredor, fingiendo estudiar la habitación. Sin embargo, a pesar de que mis ojos se pasearon por ella, no habría sido capaz de describirla, pues no estaba prestando atención. Los sonidos que captaban mis oídos y las sensaciones que me llegaban desde el extremo final del brazo que tenía en contacto con Sabrae eran más importantes que la información que mis ojos estaban recogiendo-. Es cruel abandonar a un chico el día de sus cumpleaños, y más si son sus dieciocho. Es un momento muy especial en su vida, en el que debería poder elegir con quién quiere pasarlo.
               -Estaba preparando tu último regalo-se excusó-. No te has enfadado conmigo, ¿a que no, papi?-coqueteó, descruzando las piernas y volviéndolas a cruzar con movimiento ágil, propio de una bailarina. No en vano, Sabrae hacía kick boxing, y tenía las piernas lo suficientemente entrenadas en velocidad como para sorprenderme con sus movimientos de pantera. Me acarició la pierna con el pie que tenía más alto, y entrecerró los ojos levemente. Sus dientes volvieron a acercarse a mi dedo, listos para capturarlo de nuevo. No voy a mentir: dudaba que pudiera seguir con la farsa si volvía a chuparme el dedo, es probable que toda mi treta del control se fuera a la mierda y terminara en el suelo, de rodillas frente a ella, jurándole que haríamos todo lo que le apeteciera, punto por punto.
               Huelga decir que el que me llamara “papi” tampoco ayudaba mucho. Al principio no me había molado una mierda que empezara a usar el mote que me había puesto de manera jocosa como yo usaba el bombón, como un apelativo cariñoso más, pero ahora… empezaba a encontrarle morbo, sobre todo porque Shasha sabía que su hermana usaba esa palabra para llamar a dos hombres, y no sólo a su padre.
               -Sí, estoy enfadado-respondí en voz baja pero firme, la propia de un profesor que reprende a su mejor alumna por un comportamiento incorrecto, e inesperado en ella. A Sabrae, no obstante, esto pareció darle alas. A las niñas buenas les gusta que las traten como si fueran chicas malas, de vez en cuando. ¿No decía la canción que las chicas buenas eran en realidad chicas malas a las que aún no habían pillado? Desde luego, a ella se le aplicaba el cuento.
               -¿Y qué vas a hacer para castigarme?-preguntó en un jadeo tan sensual que pensé que, si seguía hablándome así, me correría. Comprendí entonces que estábamos echando un pulso, y yo no tenía pensado ceder ni un milímetro; gracias a Dios, mis brazos eran más fuertes, tenía experiencia y… seamos claros, estaba más que acostumbrado a trabajar bajo presión. Había conseguido manejar a medio Londres estando cachondo perdido, y Sabrae a duras penas era capaz de reprimirse en pleno calentón. Sonreí y me incliné hacia ella.
               -Hacerte suplicar-respondí.
               Sabrae tragó saliva y contuvo el aliento, puede que dándose cuenta de que iba a perder la partida sin que todavía se hubieran terminado de repartir las cartas. Su pie dejó de moverse en mi pierna, arriba y abajo, en cuanto mi mano se deslizó de su mentón, haciendo que mi pulgar abandonara sus labios, y siguió la curva de su cuello en dirección a su hombro. Le acaricié la mandíbula mientras ella me miraba con cara de no haber roto un plato en su vida, pero a pesar del moreno de su piel podía ver que se estaba sonrojando a marchas forzadas. Puede que la diosa de fuego no fuera inmune a sus efectos, después de todo, y también pudiera ser consumida por las llamas.
               Sabrae se removió en su asiento, y vi por el rabillo del ojo cómo apretaba inconscientemente sus muslos; aquello era lo único que me impedía oler su excitación, que se palpaba en el ambiente igual que una tormenta de verano en un día de bochorno. Puse una mano en sus rodillas y la obligué a descruzar las piernas. Sabrae jadeó por lo bajo, entreabrió los labios y emitió un gemido ahogado cuando utilicé una pierna para separarle más las rodillas y me metí entre sus piernas, mi sitio favorito en el mundo.
               -¿Me repites qué era lo que te apetecía que hiciéramos?-jugué con ella como si fuera mi juguete preferido, porque en cierto modo así era. Su cuerpo era mi campo de juegos favorito, y su placer, mi distracción predilecta. Joder, había nacido para verla así: sonrojada, excitada, húmeda, al borde de un colapso del que mi propio cuerpo era el antídoto.
               -Follar-repitió con voz monocorde, y yo sonreí. Le deslicé lenta, lenta, muy lentamente uno de los tirantes del mono por el hombro, haciendo que la tela se deslizara por su piel en una caricia que no tenía nada que envidiarle a las mías. Como los tirantes eran largos y el corte de la prenda era de los que no dejaban mucho a la imaginación, gran parte de la piel de uno de sus pechos quedó al aire. Con la misma lentitud, sabiendo que Sabrae no se movería (y más que dispuesto a reprenderla si lo hacía), llevé los dedos de nuevo por su hombro, esta vez en dirección ascendente, y luego bajé por su clavícula. Buceé por su esternón hasta tocar la tela del mono, y tras pensármelo un instante, decidí dejar que el aire fuera lo que cubriera su pecho izquierdo, el del piercing. Me apetecía ver el pequeño pendiente de alitas refulgiendo bajo las luces del techo, y cuando lo rocé suavemente con el nudillo mientras retiraba la prenda, Sabrae exhaló un gemido ronco que me hizo saber lo profundamente excitada que estaba (como si su pezón duro y su vello erizado no la delataran).
                Sabrae respiraba con dificultad cuando dejé al descubierto su otro pecho. Clavó los ojos en mi entrepierna mientras sus senos se crispaban ligeramente en los pezones por el contraste entre el frío de la habitación y el calor que sentía ella.
               -Alec-gimió mi nombre, y a mí eso me encantó. Ninguno de los regalos que podían hacerme mis amigos, por mucho que fueran cosas que llevaba pidiendo media vida,  se comparaba con lo que Sabrae estaba regalándome ahora.
               -Te noto desesperada-me burlé, obligándola a abrir más las piernas, de modo que sus tacones arañaron el suelo, y paseando una mano por su torso desnudo, en dirección al hueco libre que habían dejado sus muslos.
               -Alec…-repitió.
               -Así ya sabes cómo me he sentido yo cuando me has dicho que te ibas-me reí, y me incliné despacio hacia ella, tan despacio que cualquiera que nos viera pensaría que se le había estropeado el reproductor de DVD y nos estaba viendo en cámara súper lenta. Presioné levemente el sexo de Sabrae con los dedos, sobre la tela del mono, y me regodeé en notar que la humedad la traspasaba-. Seguro que ya no te hace tanta gracia el haberte ido como lo hiciste, ¿eh?-ella negó con la cabeza-. No te oigo, niña.
               -No-asintió, buscando mi boca, pero yo me aparté y ella emitió un gruñido de frustración. Era tan física (los dos lo éramos, en realidad) que no le gustaba nada cuando yo me dedicaba a darle placer y ella no tenía manera de devolvérmelo, pero tenía que aguantarse. Estaba más que decidido a putearla esa noche, porque sólo así podría darme lo que yo quería: tanta anticipación que explotaría en mis manos como una granada de fuegos artificiales.
               -No has hecho nada aún para merecerte mis besos, nena.
               -¿Qué quieres que haga?-inquirió con tono suplicante, y yo sonreí, me incliné hacia su oído y la sujeté por las caderas.
               -Lo que estás haciendo, bombón. Así es como te quiero, nena-acerqué los labios a su lóbulo y ella contuvo la respiración-: jadeante y cachonda para mí.
               Sabrae se apartó un poco para poder mirarme a los ojos con esa mirada de gata, de pestañas infinitas y párpados dorados, igual que las cadenas que ahora descansaban a ambos lados de sus caderas. Se relamió inconscientemente y luego se mordió el labio, y después de un instante de vacilación, se inclinó hacia mí para besarme. Dejé que lo hiciera esta vez, y nos fundimos en un largo y húmedo beso que bien podría aparecer en una película porno. Le puse las manos en las caderas y la pegué un poco contra mí, mientras ella arqueó la espalda, buscando la cama sobre la que hacerlo. Notaba la filigrana de sus botas presionándome las piernas en un diseño que sería incapaz de reproducir en papel, pero que no por ello sentía menos. No tenía pensado quitárselas; no iba a negarme el placer de sentirlas en mi piel mientras me espoleaba para que llegara más adentro, más fuerte, más rápido… más todo.
               Sabrae se estremeció de pies a cabeza cuando mi mano presionó con un poco más de intensidad la zona en la que su entrepierna dejaba paso a la abertura de su sexo, y yo pudo resistirlo más. Sus manos pasaron de estar enredadas en mi pelo a volar hacia los botones de mi camisa, intentando desnudarme, pero inmediatamente yo la agarré de las muñecas y me separé de ella, que exhaló un nuevo gemido de frustración.
               -Acabas de decir que el cumpleañero es el que abre los regalos-le recordé. Frunció el ceño, enfadada.
               -Pero tú no eres un regalo.
               -¿Ah, no?-respondí, irguiéndome cuan largo era y desabotonándome la camisa, dejándola caer al suelo. Las pupilas de Sabrae se dilataron al estudiar mis músculos, y se sonrojó tras relamerse, imaginando lo que me haría si yo me dejaba.
               ¿Me iba a dejar?
               Por supuesto que sí.
               ¿Tenía que saberlo?
               Ni de coña.
               Volví a inclinarme hacia ella y reclamé su boca con furia, enredando mi lengua en la suya de una forma que sólo podía significar una cosa: te voy a follar de lo lindo, nena. Ella pareció captar el mensaje, puesto que empezó a jadear. Inconscientemente abrió las piernas para permitirme hacer con ella lo que deseara, y chaqueó la lengua cuando descubrió que lo que yo deseaba era mantenérselas cerradas. La cogí por los tobillos y la levanté en el aire, dejando sus talones sobre mi clavícula mientras me afanaba en desabrocharme el pantalón. Sabrae se revolvió y yo, ni corto ni perezoso, le di un azote en el culo.
               -Estate quieta-ordené, y casi pude sentir su sexo hinchándome al escuchar el tono autoritario que tanto le ponía. A Sabrae le molaba mucho hablar de la emancipación de la mujer y todo ese rollo, pero estaba seguro de que si un día me daba por atarla a la cama, se echaría a llorar del gusto.
               -Ya sabes que no puedo-protestó.
               -Pues no te queda otra-fue mi respuesta, desabrochándome los pantalones-. Cuanto peor te portes, peor me voy a portar yo. Y te has portado como una cabrona conmigo.
               -Alec…-jadeó, suplicante, y yo sonreí.
               -¿Sí?
               -¿Y si no quiero que te portes bien conmigo?
               Mi sonrisa se ensanchó, pero también se volvió más oscura. Noté cómo las comisuras de mi boca se levantaban de manera desigual: el Alec que había sido hacía unos meses había vuelto para quedarse, por lo menos durante unas horas, y el sueño en el que se había sumido lo había dejado lleno de energía, una energía que a Sabrae le iba a costar manejar con comodidad… si es que no pretendía entregarse a ella y dejar que la consumiera, claro.
               -Veo que tú y yo nos vamos entendiendo, bombón-ronroneé, y le besé el tobillo allá donde las botas dejaban la piel al aire, justo en el bultito del hueso. Sabrae no pudo evitar gemir y se llevó las manos a los pechos, buscando complacerse.
               Fue viéndola así, empezando a darse placer a sí misma porque no soportaba la espera a la que yo la estaba sometiendo, cuando supe que había llegado al límite de mis fuerzas. No había tiempo que perder.
               Con la furia justiciera de un arcángel, caí sobre ella y me zambullí entre sus piernas. Su boca me recibió con entusiasmo, y sus pechos se frotaron contra mis pectorales cuando empecé a moverla debajo de mí para terminar de desnudarla. Tenía el mono enrollado en las caderas, de modo que ahora yo tenía más espacio para explorar su anatomía, y no tardé en hacerlo. Mientras Sabrae luchaba por deshacerse de mis pantalones, su boca no dejaba de exhalar gemidos de excitación. Presioné su clítoris con las yemas de mis dedos, aplastándolo, y Sabrae dio un brinco.
               -Joder…
               -Sí, eso vamos a hacer tú y yo, preciosa-ronroneé, agarrándola de la mandíbula con la otra mano y orientando su boca hacia la mía. Le comí la boca como estaba mandado, mordiéndole los labios, lamiéndole la lengua, y disfruté de cómo sus caderas la abandonaban y seguían el ritmo que yo marcaba con los dedos-. Mm, alguien no puede más…
               -Por favor-empezó a suplicar, desesperada. Ese tono necesitado e insoportable era como música para mis oídos. Introduje un dedo en su interior y Sabrae me hundió las uñas en los músculos de la espalda, abriendo las piernas para que yo tuviera todo el espacio que quisiera para poseerla.
               Iba a protestar cuando saqué mis dedos de su entrepierna, pero sus protestas murieron en su garganta cuando me vio metérmelos en la boca y saborear su placer. Sabrae abrió la boca, estupefacta (como si no me hubiera visto hacerlo más veces, pero yo ya me había acostumbrado a que reaccionara así) y jadeó sonoramente.
               -Creo que no he cenado suficiente-comenté, y con un rápido movimiento terminé de desnudarla. Ni siquiera me detuve a admirar su tanga de encaje, de un dorado que hacía juego con las cadenas del mono, las botas o los destellos de su piel. Simplemente lancé el mono lejos, convirtiéndolo en un bulto carmesí arrugado en una esquina, y lamí todo su cuerpo mientras descendía hacia su sexo. Sabrae protestaba, diciendo que quería hacerlo ya, que no quería que le comiera el coño, quería sentirme dentro, quería que la empotrara, que incluso le hiciera daño, quería ser invadida, quería…
               -Ya habrá tiempo para lo que tú quieras, bombón-espeté, tan cerca de su sexo que supe que la cabeza le daba vueltas. Lo supe porque a mí también me las daba: ahora que podía olerla y ver lo húmeda que estaba, me costaba horrores no empezar a degustarla-. Pero ahora, debo alimentarme.
               Sabrae dejó escapar un alarido cuando le mordí, con rabia pero con cuidado, los pliegues que guardaban la abertura de su sexo. Arqueó la espalda y empezó a magrearse los pechos mientras yo mantenía sus piernas separadas, con los dedos hundidos en sus nalgas, y me dedicaba a limpiar el dulce néctar de sus labios como si aquello fuera suciedad en lugar de lo más hermoso del mundo, y yo tuviera un trastorno obsesivo compulsivo.
               Noté que se tensaba, lo cual me hizo sonreír, y eso hizo que ella se tensara aún más. Allí donde mis labios eran más gentiles, mis dientes rozaban aún más su sensibilidad, lo que le hacía disfrutar más. Sorprendentemente, no protestó cuando me separé de su sexo y escalé hasta su rostro. Le aparté el pelo de la cara y le pedí que abriera los ojos, lo cual hizo no sin cierta dificultad.
               Me incliné despacio hacia ella, los cerramos para besarnos despacio, y entonces, con ímpetu, me hundí en su interior.
               En el espacio de tiempo que había estado practicándole sexo oral, Sabrae había estado demasiado ocupada gimiendo y jadeando como para escuchar cómo terminaba de desnudarme y me ponía un preservativo, decidido a cumplir con sus más oscuros deseos. ¿Quería que se la metiera? Lo haría. ¿Quería que lo hiciera fuerte? Lo haría fuerte. ¿Quería que la hiciera gritar? La haría gritar.
               A cambio, ansiaba que ella pudiera darme aquello que más me gustaba: uno de esos furiosos orgasmos que nos dejaban a los dos alucinados por el poder que se escondía en nuestros cuerpos.
               -¡DIOS MÍO!-bramó cuando me hundí en ella, y yo sonreí, le mordí el labio y luego me incorporé hasta quedar arrodillado entre sus piernas, empalándola. No fue un polvo bonito, de esos que se describen en las novelas románticas o que las lectoras se imaginan en base a lo que sucede en la última página. No tuve tacto con ella, ni ella lo tuvo tampoco conmigo, a decir verdad. Me arañó la espalda, me mordió el hombro, me acompañó con las caderas y hundió las uñas en el cabecero de la cama mientras se empujaba para que yo entrara más profundo.
               Y no cerró la boca en todo el puto polvo.
               -Sí, joder, eres un rey, un puto dios, me encanta, me encantas, Alec, sigue así, amor, eres tan grande…
               Joder, cuando las chicas me recordaban el tamaño de mi polla no podía controlarme, de verdad que no. No sólo me enorgullecía aún más de mi suerte, sino que me regodeaba en que yo cumplía con las dos casillas básicas del sexo heterosexual: que sea grande, y que sepa cómo usarla. De poco te sirve una polla de 30 centímetros si no sabes moverte, pero yo sabía moverme (aunque, claro, 30 centímetros de polla es una puta monstruosidad).
               Le di la vuelta a Sabrae para ponerla de espaldas a mí y poder quitarle el tanga, que dejé caer a los pies de la  cama mientras la penetraba de nuevo. Sabrae se puso tensa, arqueó la espalda, y gruñó cuando un orgasmo la recorrió de pies a cabeza. Su coño se aferró a mi polla, negándose a dejarme marchar, y yo tuve que controlarme para no correrme en ese instante.
               Dándose cuenta de qué era lo que yo quería (aguantar todo lo posible hasta terminar no pudiendo soportarlo más y desplomándome sobre ella), Sabrae hundió las rodillas en el colchón y se impulsó hacia atrás, levantándose hasta quedarse a cuatro patas.
               -¿Esas tenemos?-urgí, y me miró por encima del hombro. Sonrió, se relamió los labios y cerró los ojos, disfrutando de mis empellones-. Joder, Sabrae. Mierda-ladré, sintiendo cómo yo también me acercaba al orgasmo-. Me cago en Dios…-no era eso lo que yo pretendía, quería darle por lo menos tres orgasmos antes de correrme yo (si me corría a la vez que ella en el tercero, puede que me echara a llorar de la ilusión), pero si ella seguía moviéndose así… dudo que aguantara más de un minuto.
               No quería ponerme a pensar en cosas que no me gustaran, como gatitos muertos o el himno de la Unión Soviética en griego, pero es que no me estaba dejando alternativa. Tenía muy claro lo que quería, y si ya lo consigo en días de normal, imagínate cuando estoy echando un polvo de cumpleaños. Piensa en otra cosa, piensa en otra cosa, piensa en otra cosa…
               -Sí, papi-enfatizó Sabrae, disfrutando de la fricción y la presión en su sexo, lo cual me desconcentró. No podía pensar en otra cosa porque estaba absorto en ella.
               -Joder, Sabrae-repetí, incapaz de controlarme. Ella empezó a mover las caderas en círculos, aumentando la presión de mis embestidas, y me costó no echarme a llorar.
               -Qué rico…-gimió.
               La.
               Madre.
               Que.
               La.
               Parió.
               Mi cerebro se desconectó al escucharla. No había escuchado eso muchas veces, de modo que no había sido capaz de acostumbrarme al sonido de una voz de una chica que me ponía cachondísimo (y Sabrae era la máxima expresión de este sentimiento) reproduciendo letra por letra y sílaba por sílaba la frase estrella del porno, alabando ya no tus atributos masculinos o tu manera de hacerlo, sino el placer que estaban sintiendo. Porque tú puedes ser muy bueno follando, que si la chica no está por la labor o no tiene unas dotes similares a las tuyas, no va a aprovechar todo tu potencial.
               Pero Sabrae lo estaba aprovechando.
               Sin darme cuenta de lo que hacía, entregado en cuerpo y alma a ese festival de sexo y placer, la agarré del pelo, me lo enrollé en la muñeca y tiré de su melena hacia atrás, haciéndola soltar un jadeo, un “sí” que me supo a gloria, y arrancándole una sonrisa.
               A modo de respuesta, Sabrae se pegó todo lo que pudo a mí, empujándome con sus nalgas en las caderas. El ángulo era insoportable. La presión era insoportable. La fricción era insoportable. No podía posponerlo ni un minuto más; por eso lo había hecho ella, porque quería que sintiera que no aguantaba más.
               Eché la cabeza atrás y le gruñí al cielo lleno de estrellas mientras me corría en el interior de Sabrae, con su melena azabache en las manos, su sabor en la lengua y la parte más importante de mi cuerpo en la parte más importante del suyo. Sabrae gimió un goloso “mm, sí”, y siguió moviéndose, causando mi perdición.
               Un destello en el límite de mi campo de visión me hizo girar la cabeza y deleitarme en la visión de nuestros cuerpos unidos, empapados de sudor, en el otro extremo de la habitación. Un espejo. Sí, eso era lo que necesitábamos. Las veces que mejor nos lo habíamos pasado, siempre había habido espejos involucrados: hay un morbo indescriptible en verte mientras te lo estás pasando bien, no importa si es en pareja o en soledad.
               Claro que, si estás en pareja, es mucho mejor.
               De modo que tiré un poco más de Sabrae, agarrándola también de la cadera para no hacerle daño (porque puede que sea un animal, pero también soy un caballero, y ella me importaba, me importa y me importará más que nade) y le susurré al oído:
               -Veamos si te gusta de verdad lo que estamos haciendo o no.
               Sabrae abrió los ojos, curiosa, sorprendida de que me hubiera recuperado tan rápido de mi orgasmo, y jadeó cuando nos hice pivotar sobre mi rodilla y nos puse de cara al espejo. Se relamió los labios y, tal y como yo deseaba, se mantuvo en esa posición. Separó más las piernas para anclarse sobre el colchón y acompañó los movimientos de mis caderas con las suyas mientras nos mirábamos en el espejo. Le quité las botas, que ya habían servido a su propósito y no hacían más que molestarnos ahora, y volví a centrarme en su delicioso cuerpo. Mis manos ascendieron a sus tetas, presionándolas, manoseándoselas y pellizcándoselas hasta que ya no pudo más. Se estremeció de pies a cabeza, abrió la boca en una deliciosa O y su cuerpo se deslizó en una deliciosa oleada de placer que sonaba como un jadeo y un largo “sí”.
               Supe que debía actuar rápido, que nuestra oportunidad estaba ahí, y no vacilé. Mientras con una mano continuaba manoseando su torso, con la otra volví al punto en que nuestros cuerpos se unían, y masajeé en círculos su clítoris. Cerró los ojos con más fuerza, entregándose a mí por completo, y arqueó aún más la espalda, lo cual fue fatal para ella.
               A la oleada se unió una segunda mucho más poderosa y larga, y el resultado fue lo que yo deseaba: un tsunami. Sabrae se estremeció de pies a cabeza, vibrando a plena potencia, como si todas sus moléculas estuvieran sometidas a una gran presión, y gritó mi nombre. Sonreí mientras le mordisqueaba el cuello, alargando al máximo posible el orgasmo, y sintiendo cómo su calor líquido se derramaba por entre sus piernas, deslizándose por las mías antes de llegar finalmente al colchón.
               En cuanto Sabrae terminó, retiré la mano de su clítoris para permitirle un respiro.
               Nos quedamos así un par de segundos, mirándonos el uno al otro en el espejo, completamente exhaustos, empapados en nuestros sudores mezclados (lo cual era el mejor indicador de que los dos os lo habíais pasado en grande: si uno de los dos terminaba empapado pero el otro no, era que las cosas no estaban tan equiparadas como se merecían). Su piel refulgía como una figura de bronce pulido colocada a la luz del atardecer, y su piercing emitía pequeños destellos, como los de una estrella lejana, al son que marcaba su pecho, subiendo y bajando, subiendo y bajando. Sabrae sonrió, agotada pero satisfecha, y yo le devolví la sonrisa, feliz. Había sido un polvo salvaje; puede que incluso violento, lo admito, pero, ¡joder, qué bien sentaba follar así! Era la mejor manera para descargar toda la tensión acumulada, y la que había habido entre nosotros a lo largo de la noche era tanta que ni diez elefantes podrían arrastrarla.
               Sabrae soltó una risita adorable cuando me incliné para darle un beso en la mejilla y se dejó caer en la cama, a mi lado, sobre la maraña de sábanas que habían convertido el colchón en un paisaje irregular. No pude evitar pensar en la teoría de la tectónica de placas, cómo los distintos pedazos en que se dividía la corteza terrestre creaban montañas allí donde colisionaban, convirtiendo lo plano en escarpado. Desde luego, cuando estaba con Sabrae, nuestros choques eran los de los continentes, y nuestros orgasmos bien podían medirse en la escala Richter. Algunos, incluso, venían acompañados por un tsunami, como había sido el caso.
               Me dejé caer hacia atrás, no hasta el punto de quedarme tumbado como Sabrae, pero sí lo suficiente como para poder relajarme y dejar que mis músculos descansaran. La verdad es que me había lucido, y lo había disfrutado, pero cuando intentaba refrenarme me era mucho más fácil llegar al límite de mis fuerzas. No sólo tenía que esforzarme en complacer a la chica, cosa en la que siempre ponía esmero, sino que a eso le añadíamos el esfuerzo de resistir mis instintos y no abalanzarme sobre ella.
               Respiré hondo, retomando el aliento, mientras Sabrae entrelazaba los tobillos y se abanicaba.
               -¿No me vas a preguntar si me ha gustado?-quiso saber mientras yo me pasaba la mano por el pelo, y me la quedé mirando.
               -Tengo la respuesta aquí mismo-repliqué, cogiendo las sábanas y mostrándoselas. Sabrae volvió a exhalar esa risita adorable que tanto me gustaba, rodó hasta ponerse de costado y me dio un beso en la cintura-. Sí, tú ríete, a ver si sigues igual de contenta cuando tengas que abrirles la puerta a los de recepción para que nos traigan sábanas limpias.
               -Alec, por favor-Sabrae puso los ojos en blanco y se levantó, aún con las piernas temblorosas, lo cual me hizo temer que se caería. Se mantuvo en pie, con todo, demostrándome que era más fuerte de lo que parecía y recordándome que no necesitara a nadie que la salvara, ni siquiera a mí-. Estamos en un sitio fino. Tenemos un juego de sábanas limpias en el armario, ¿ves?-se giró para mostrarme el interior, con una caja fuerte negra sobre la que había  cuidadosamente dobladas varias capas de ropa de cama blanca. Parpadeé.
               -No hago la cama en mi casa, la voy a hacer aquí.
               Sabrae puso los brazos en jarras, lo cual puede que fuera genial en el ángulo desde el que yo la estaba viendo, porque hacía que sus pechos destacaran más en su anatomía.
               -No he pedido que las suban para que ahora no te dignes a echarme una mano. Yo sola no puedo con el colchón.
               -¿Perdona?
               -Vamos, Al. ¿De verdad te crees que en los hoteles dejan un juego entero de ropa de cama a disposición de los clientes? La mayoría de la gente los robaría.
               -Qué tontería. Para empezar, si vas a llevarte algo de un puto hotel de lujo, sería la tele de alta definición de la pared, no unas putas sábanas. Y además, ¿por qué ibas a pedirles tú que nos subieran otro juego de sábanas? Ni que fuéramos a hacer un ritual satánico antes de dormir.
               Sonrió, críptica.
               -No eres el único que disfruta cuando yo hago squirting, ¿sabes?-espetó, divertida, y a mí se me secó la boca.
               ¿Recuerdas todo lo que dije sobre el autocontrol y demás? Bueno, pues olvídalo. Si en ese momento Sabrae me hubiera pedido que la empotrara contra la pared, yo lo habría hecho sin remedio. No habría sido capaz de resistirme.
               Sabrae se acercó a la cama, gateó hasta mí, se sentó sobre mi regazo y me besó en los labios, aún sonriente. Le puse las manos en la espalda y extendí los dedos, acariciándole la línea de su columna vertebral.
               -Dame unos minutos-murmuré-. Necesito descansar antes de volver a la carga, y entonces te daré una buena razón para cambiar las sábanas.
               -¿Qué?-rió Sabrae-. Oh, no, vaquero; ese tren ya ha partido, lo siento-al ver mi expresión desconcertada y ligeramente decepcionada, se apresuró a añadir-. ¡No! No es lo que estás pensando-me apartó un par de mechones de pelo tras la oreja-, vamos a seguir teniendo sexo. Es sólo que… bueno, acabo agotada, ya sabes-se sonrojó un poco; no necesitaba que me dijera de qué me estaba hablando, pues el tema de conversación no había cambiado todavía-. Y quiero estar a la altura. No quiero forzar las cosas y que terminemos frustrados, ¿vale?
               -Yo no podría frustrarme contigo jamás, bombón-respondí, besándole el hombro, pero asentí con la cabeza, haciéndole ver que lo entendía.
               -¿Ni cuando finjo que voy a hacerte una mamada y luego me voy?-jugueteó, pasándome los brazos por los hombros y entrelazándolos a mi espalda.
               -No te confundas. Eso no me frustra: me encabrona-los dos nos reímos y yo me quedé mirando la forma en que los lunares de su nariz vibraban, como una constelación que baila un son que nadie más que sus estrellas puede escuchar.
               -Yo sólo quiero disfrutar-comentó, acariciándome los brazos-. Conseguir hacer squirting era mi regalo para esta noche. Bueno, uno de ellos-confesó, sacándome la lengua, mordiéndosela, arrugando la nariz y guiñándome el ojo, todo a la vez-. Pero… ahora mismo, me gustaría tomar un baño. ¿Te apetece? Hay jacuzzi.
               -Creo que voy a pasar. Quiero concentrarme en las vistas.
               -Has sudado, Alec-me recordó.
               -¿Y?
               -Que hueles a sudor.
               -De eso nada, Sabrae. Huelo a hombre, lo que pasa es que no estás acostumbrada, porque hasta hoy, sólo te has tirado a críos.
               Sabrae alzó una ceja y se rió, levantándose. Dejó que le cogiera la mano mientras se alejaba de mí.
               -Voy a abstenerme de hacer una lista de los críos a los que me he tirado, que no te quiero amargar el cumple.
               -¿Cómo me los ordenarías?-pregunté, tumbándome sobre la cama mientras ella se alejaba en dirección al baño y pasándome las manos por detrás de la cabeza-. ¿Por orden alfabético o por ránking de calidad? Porque, en los dos casos, el primero sería yo-me miré las uñas, y ella se echó a reír.
               -Iría más bien por orden cronológico-replicó, desapareciendo por el baño para abrir el grifo-. Y ya sabes qué posición ocupas ahí.
               Arrugué la nariz y torcí la boca, cosa que le encantó cuando se asomó para mirarme. Me guiñó el ojo y yo le hice un corte de manga.
               Cuando dije que quería disfrutar de las vistas, lo decía completamente en serio. Por mucho que me apeteciera meterme en la bañera con Sabrae y ver en qué degeneraba el asunto, lo cierto es que su confesión de que estaba cansada pesaba más que todo lo demás. La dejaría tranquila si necesitaba reponer fuerzas; a fin de cuentas, a mí también me venía bien un momento de relax. Pero que estuviera en el banquillo no significaba que me desentendiera del partido, y mucho menos si estaba tan interesante como aquel.
               Sabrae se anudó el pelo en un moño apresurado mientras la bañera se iba llenando a un ritmo más rápido del normal, lo que me hizo sospechar, junto con el ruido que procedía del baño, que el jacuzzi tenía más de un chorro, lo que permitiría que pudieras improvisar un baño sin necesidad de planearlo todo con una antelación de media hora, como mínimo. Colgó una toalla blanca de uno de los toalleros de al lado del jacuzzi, y tras revolver en algún neceser que yo no podía ver, se sentó en la esquina de la bañera desde la que tenía vistas de la habitación. Me sonrió.
               -¿Estás bien?
               -Mejor que bien. ¿Y tú?
               -De cine.
               -Eso ya lo veo. Me refiero a anímicamente.
               -Eres tontísimo-se echó a reír, negando con la cabeza, lo cual me hizo regodearme. Hay pocas cosas mejores que hacer que tu chica sería de pura felicidad (una de ellas era hacer que se corriera como lo había hecho, pero las comparaciones son odiosas). Cuando el agua llegó a un punto que la satisfacía, Sabrae se levantó de nuevo y caminó por el baño. Debió de verter algo, quizá unas sales, porque enseguida empezaron a formarse burbujas que pronto se convirtieron en espuma. Entonces, Sabrae se sentó de nuevo en la esquina de la bañera, pasó las piernas por el borde y se hundió lentamente en el agua, de la que salían nubes de vapor.
               -Mm-ronroneó.
               -¿Está buena?
               -Ajá.
               -Igual que tú-solté, sonriente. Sabrae apoyó los codos en los bordes de la bañera.
               -Alec, para. Vas a hacer que me ponga roja a este paso.
               -Para ponerse roja hay que tener vergüenza, algo que tú ni siquiera sabes qué es, si has tenido el morro de pedir un juego de sábanas de recambio para la cama.
               -No soy una sinvergüenza, soy previsora-respondió con altivez, y yo me reí.
               -Sí, y también una sinvergüenza-me reí, y disfruté del sonido de su risa reverberando por la habitación. Aproveché el momento para echar un vistazo en derredor, calculando lo que costaría una sola noche en aquella suite con vistas al London Eye, que cambiaba de color en una cadencia lenta y armónica. Las paredes eran blancas; los muebles, de madera oscura, y un par de sillones orientados hacia una mesa baja, redonda, del mismo tono café tostado que el resto del mobiliario, me recordaron nuestros orígenes. No pude evitar sonreír, pensando lo lejos que habíamos llegado en tan solo unos pocos meses. Sabrae había conseguido que me desnudara para ella de una manera en que jamás me había desnudado para una chica; a cambio, ella me había dejado echar un vistazo en su límpida y pura alma.
               Volví mi atención hacia el baño, en el que aún no había entrado, en el momento en que escuché a Sabrae chapotear y canturrear en voz baja. Seguramente ni siquiera fuera consciente de esa pequeña manía suya que tan adorable me parecía a mí, de llenar cada estancia en la que estaba con música, de cualquier forma: sus palabras, su risa, su placer, o su voz modulada al cantar. Podría quedarme horas y horas escuchándola cantar, especialmente cuando lo hacía de forma inconsciente, sin recordar siquiera que estaba acompañada.
               Como si supiera que necesitaba verla para poder creerme que era de verdad, Sabrae se deslizó como el más precioso de los cisnes de vuelta al borde de la bañera, en mi campo de visión. Se acurrucó en la esquina, cerró los ojos y se hundió lentamente hasta que su barbilla arrancada ondas en la superficie. Se relamió los labios y dejó escapar un suspiro de satisfacción.
               -¿Vas a dormirte ahí?-pregunté, sonriente, y ella negó con la cabeza, con los ojos cerrados.
               -Me pondría como una pasa.
               -Seguro que ya tienes las piernas arrugadas-espeté, y ella abrió un ojo y replicó con sorna:
               -¿Seguirás queriéndome cuando ya no sea joven y hermosa?
               Incliné la cabeza a un lado, de manera que mi sonrisa torcida estaba perpendicular con respecto al suelo, y me mordí el labio.
               -Si eres Lana del Rey en Young and beautiful, ¿yo soy Gatsby?-Sabrae asintió-. Pues me faltan los fuegos artificiales.
               -Yo los veo cada vez que te beso-respondió, cerrando de nuevo el ojo y hundiéndose en el agua un poco más, supongo que para que yo no viera su sonrisa. No pude evitar que mi voz bailara cuando la pinché:
               -Qué coladita estás, ¿eh, Sabrae? Te estás poniendo roja, y todo.
               Un par de burbujas salieron a la superficie desde su escondite, y Sabrae se deslizó hacia arriba, dejando a la vista el principio de sus pechos. Me hubiera gustado poder ver su desnudez debajo del agua para así asegurarme de que no era una sirena, pero también me gustaba que su cara flotara entre nubes de espuma: reforzaba mi teoría de que era una diosa.
               Nos miramos un rato así, en silencio: yo sentado en la cama y ella sentada en la bañera, completamente hechizados el uno por el otro. Ninguno de los dos se movió, y a pesar de que diez personas podrían colocarse en fila india entre nosotros, yo nunca me había sentido tan cerca y conectado con ella. Nos dijimos un millón de cosas que no podían ponerse por palabras, y juro por Dios que sentí la primavera llegando a mi interior, haciendo que todo floreciera antes de tiempo a un ritmo acelerado.
               Me di cuenta entonces de que aquella habitación era la más cara del hotel porque era la que tenía mejores vistas, aunque nada tuvieran que ver con Londres. Sabrae apoyó la mejilla sobre un brazo, acurrucándose sobre el borde de la bañera, y lanzó un suspiro trágico.
               -¿Cansada?
               -Me has dado caña-reconoció.
               -¿Me perdonas?
               -No lo sé, ¿qué vas a hacer para que te perdone?-ronroneó, haciendo que algo dentro de mí se despertara. Había un fuego en mis entrañas que llameaba con rabia cuando estaba cerca de ella, o cuando la veía frente a mí, ya fuera a través de una pantalla o en persona (claro que en persona, tenía que lidiar también con su aroma, algo que me traía por la calle de la amargura cada vez que lo percibía), y ese fuego tenía ganas de que le volvieran a echar gasolina para prender todo el mundo a su paso.
               -Creía que eras tú la que estaba a mi disposición y no al revés-me recliné hacia atrás, amo y señor de un cuerpo que había sido creado para complacerla.
               -Siempre me has dicho que no te importa que en nuestra relación no haya equilibrio.
               -¿Que no hay equilibrio en nuestra relación? Nena, ya hemos probado posturas que no pueden hacer ni los del circo del sol.
               -Ya sabes a qué me refiero-respondió ella, en un tono que fingía fastidio no demasiado bien.
               -Oh, sí, ese equilibrio-ronroneé, y paseé los dedos por la cama-. Bueno, ¿qué piensas hacer para reequilibrar ese marcador en el que me sacas tanta ventaja?
               Sabrae se acercó a la parte más cercana a mí de la bañera, se agarró al borde con los dedos, se encogió de hombros y sonrió.
               -Depende de lo que me pidas.
               -Sal del agua-le dije en tono apremiante, y ella alzó las cejas.
               -¿Y si no quiero?
               -Es mi cumpleaños-le recordé.
               -No-respondió, negando con la cabeza-. Ya no-pero una sonrisa adorable seguía adornándole los labios, haciéndome saber que haría lo que yo quisiera.
               -Entonces, ¿qué hacemos aquí?-abrí los brazos, abarcando la habitación, y Sabrae sonrió. Se incorporó y, lentamente, sacó su cuerpo del agua. Se quedó de pie, desnuda y empapada frente a mí, con las manos en los costados, dejándome disfrutar de su visión.
               Me había prometido una noche de sexo, y eso era lo que íbamos a tener.


No, yo tampoco necesité que Alec me dijera nada dos veces esa noche. Cuando emergí del agua despacio, intentando ser lo más sensual posible, no pude evitar recordar los videoclips de principios de siglo en los que las chicas emanaban del agua como ninfas. Deseaba hacerlo bien mientras me levantaba, pero cuando lo miré, supe que no habría podido hacerlo mal ni aun intentándolo.
               Me quedé de pie frente a él, y aun a pesar de los metros de distancia que había entre nosotros, pude sentir cómo la tensión volvía a escalar con la rapidez de un géiser. Alec quería mirarme, disfrutar de mí.
               -Buena chica-celebró en un tono oscuro, rasgado, tan sensual que me puse cachonda en el acto. Como si verlo desnudo y endureciéndose ante mí no fuera suficiente, aquellas dos palabras dispararon mi libido hacia la estratosfera.
               Sin romper el contacto visual con él, y mientras sus manos se deslizaban a su entrepierna, que comenzaba a espabilar a marchas forzadas, me senté en la esquina de la bañera. Mis pies aún estaban en contacto con el agua, que lamía mi piel como tratando de convencerme de que volviera a su abrazo cálido.
               Lenta, muy lentamente, separé las piernas, dejando que Alec viera mi sexo. Notaba cómo los mechones de pelo más bajos de mi melena se me pegaban a la espalda mientras la gravedad volvía a hacer efecto sobre ellos, y cómo se me erizaba la piel con cada segundo que pasaba yo fuera del agua, pero en mi sexo sentía un calor que no tendría nada que envidiar al del sol. Alec se relamió, se mordió el labio, y se incorporó un poco más, para quedar mirándome directamente donde a mí más me gustaba sentirlo.
               Su mano izquierda, la que siempre usaba para masturbarme, llegó a su miembro, mucho más espabilado ahora que yo había empezado a exhibir mi feminidad. A modo de respuesta, mis dedos descendieron a ese rincón de mi anatomía que le pertenecía a él más que a mí, y lentamente, empezaron a masajearme en círculos. Enrosqué los pies, buscando algún modo de sujeción para permanecer en esta deliciosa postura un tiempo más, y me mordí el labio mientras miraba a Alec dándose placer observándome.
               Decir que aquella situación me ponía como una moto era quedarse muy, muy corto. No es que fuera la primera vez, ni mucho menos, que nos masturbábamos para que el otro nos viera, pero sí la primera en la que lo hacíamos estando en la misma habitación (bueno, suite). El resto de ocasiones, nuestros dedos habían llegado para suplir la acción del cuerpo del otro, de su boca o de su sexo, daba igual; pero ahora, lo que estábamos haciendo era simplemente disfrutar. Juntos, pero no revueltos, como solía decirse. Recordé la tarde que pasamos en el iglú, a oscuras, él dándome placer a mí, y luego yo dándoselo a él. A pesar de que yo conocía mejor mis gustos, Alec se las apañaba para tocarme de forma que yo disfrutaba más que si me lo hiciera a mí misma. Había puesto mucha atención las otras veces, y allí me encontraba ahora, haciéndolo despacio, en la dirección en que él me había enseñado sin pretenderlo, y de la manera en que él lo hacía cuando eran sus dedos expertos, y no los míos, los que arrancaban sinfonías de mi piel.
               Contemplé cómo su sexo crecía, se hinchaba hasta límites insospechados (siempre me parecía más grande cuando lo veía que cuando lo sentía dentro, pues siempre pensaba que aquello no me iba a caber y luego siempre nos las apañábamos para hacerle sitio), y mis caderas empezaron a moverse como si lo sintiera dentro de mí. Mis pliegues requerían las atenciones de su miembro, su sexo era una apetitosa promesa de gozo.
               De la misma manera, mi entrepierna también floreció, abriéndose y preparándose para el encuentro como una flor que intuye que se acerca el amanecer, y quiere recibir al sol exhibiendo sus pétalos. Sentí cómo mis dedos se mojaban poco a poco de ese dulce néctar que manaba de mi interior y que a él tanto le gustaba, y me estremecí de pies a cabeza cuando esa humedad me sensibilizó un poco más. Exhalé un leve jadeo que Alec se tomó como la señal para incorporarse y venir hacia mí, caminando como si la tierra se estuviera moviendo bajo sus pies. Avanzó hacia mí terrible y glorioso como un joven dios dispuesto a tomar las ofrendas que sus más fieles súbditos presentaban en su templo, y yo supe que le entregaría todo lo que él me pidiera. Todo.
               Por suerte, cogió un preservativo antes de atravesar la puerta del baño. Sin decir nada, entró en la bañera por la parte más cercana a la puerta, se puso el condón y se sumergió despacio en el agua, como un caimán a la espera de que su inocente presa se acerque al borde de la balsa.
               Me tendió una mano, que yo acepté, y entré de nuevo en el agua. Me quedé en la esquina, esperando a que él viniera a por mí, como efectivamente hizo. Puso las manos a ambos lados de mi cuerpo, aprisionándome o protegiéndome, según se mire, en la bañera, y se inclinó despacio hacia mi boca. Me incliné para encontrarme con sus labios, y rocé los míos suavemente con los suyos. Le acaricié el mentón, siguiendo las líneas que tan bien había esculpido su madre en su rostro, y separé las piernas.
               Alec entró en mi interior despacio, saboreando mi boca mientras su miembro exploraba mi sexo. La diferencia con cómo había sido la otra vez resultaba evidente: mientras antes nos consumía el fuego, ahora estábamos rodeados de agua, el elemento del que había surgido la vida. En lugar de lanzarnos de cabeza a las llamas, nos derretíamos el uno para el otro, mezclándonos en una misma esencia.
               Empecé a sonreír en su boca, y él lo notó.
               -¿Qué pasa?
               -Nada-negué con la cabeza; seguramente eran cosas mías, pero me daba la sensación de que estábamos llegando a un nuevo punto de no retorno que marcaría otro antes y después en nuestra relación. Era un remolino de sentimientos en mi interior, a cada cual más confuso y potente que el anterior. No quería que ese torrente de emociones lo arrastrara a él también, de forma que sólo comenté-: Es la primera vez que lo hago en una bañera, al menos para llegar hasta el final.
               Alec me sonrió con esos dientes que podrían ahorrarle la factura de la luz a toda la ciudad. Sin romper el contacto visual conmigo, llevó sus dedos a un interruptor en la pared, y entonces el agua empezó a burbujear.
               -Es la primera vez que lo hago en un jacuzzi-contestó, y yo sonreí, me abracé a él y empecé a besarlo. Una estrella nació en mi pecho y empezó a calentar mi interior, así que le susurré al oído:
               -Quiero una vida llena de primeras veces contigo, criatura.
               -Todo lo que hacemos es como una primera vez para mí, bombón-respondió, besándome en los labios y moviéndose dentro de mí-. Oye, Saab, ¿los tauro no seréis, por casualidad, un signo de fuego, verdad?
               Me encogí de hombros, sin saber a qué se refería. Cualquier otra palabra que no fuera mi nombre o algo distinto a “te quiero” o “te deseo” carecía de sentido ahora mismo para mí.
               -No lo sé, ¿por qué?
               -Porque ardes hasta en el agua, bombón.
               Sonreí, sintiendo que la estrella titilaba en mi interior cuando me incliné para besarlo y continuaba moviéndome con él dentro de mí. Ya no buscábamos placer, sino conexión. Lo hicimos despacio, tranquilos, pero no nos bastó con terminar en la bañera. Seguí besándolo, con un brazo rodeándole el cuello y acariciándole el costado con el otro, mientras él me sacaba del agua. Me hizo poner los pies en el suelo un momento y se separó de mí el tiempo suficiente para cubrirme con un albornoz, en un gesto cariñoso y amoroso que hizo que me muriera de amor. De eso estaba hecho el remolino de mi interior: de amor, de todos los tipos de amor. Por eso me sentía flotando en una nube, tan ligera como una pluma a merced de las corrientes de aire, un globo aerostático que sube y baja dependiendo de hacia dónde sople el viento, y que hace disfrutar a sus pasajeros de unas vistas inigualables.
               Justo cuando pensé que no podía comportarse más como un caballero, se convirtió en un príncipe azul, de los de cuento de hadas: me tomó en volandas y me llevó en brazos hacia la cama, dejándome despacio sobre el colchón, asegurándose de que no me hacía daño. Cuando mi espalda descansó sobre las sábanas y mi cabeza lo hizo en la almohada, Alec me retiró la goma del pelo del moño que me había hecho, y mis rizos se deslizaron por mis hombros. Los apartó con dos caricias.
               -Eres tan hermosa…-jadeó, como si fuera la primera vez que me veía desnuda. Yo doblé las piernas en torno a él, entrelacé mis pies en sus caderas, y dejé que me siguiera poseyendo. Cuando entró en mí esta vez, lo hizo terriblemente despacio. Casi resultó insoportable. Era Dios sin prisa, creando el mundo; Mozart componiendo La flauta mágica, Beeethoven retocando Claro de luna y mi plato favorito asándose al horno. Un helado de fresa derritiéndose al sol, un bombón deshaciéndose lentamente en mi boca, nuestros cuerpos uniéndose por fin. Su boca pronunciando mi nombre, sus labios en mis senos. Alec y Sabrae. Sabrae y Alec. Amándonos por fin.
               El sexo destructivo estaba bien, pero cuando era como ése… no tenía comparación.
               La estrella de mi pecho empezó a crecer, y crecer, y crecer. Ahora tenía un tamaño lo suficientemente grande como para sentirse encajonada entre mis costillas, que ralentizaban su crecimiento de una manera dolorosa. Mientras mis manos seguían las líneas de los músculos de Alec en su espalda, la estrella empezó a calentar mis entrañas. Puede que sentir a mi hombre insuflando amor en mi interior me estuviera trastornando, o puede que, después de todo, había llegado el momento que los dos llevábamos tiempo esperando.
               Como siempre, Alec supo leer mis pensamientos antes de que yo terminara de formularlos, porque se detuvo y se me quedó mirando, embobado y expectante a la vez. Me dieron ganas de llorar viendo lo guapo y perfecto que era, y lo afortunada que era yo. Tenía ante mí a un auténtico dios; no del sexo, sino de lo absoluto. No había ningún ser en el universo que se comparara con Alec; él era tan versátil, tan poderoso, que encajarlo en una única categoría sencillamente no era justo. Puede que lo que habitaba en el Olimpo no fueran más que prismas en los que se reflejaba su personalidad, sus distintas facetas. Quizá, después de todo, los creadores de las religiones monoteístas no habían andado tan desencaminados, después de todo: un dios es, por definición, todopoderoso, y si todo lo puede, no tiene sentido que uno tenga la etiqueta de “dios de la guerra” y otro “dios de la sabiduría”, como si no perteneciera todo al mismo elemento de vida.
               Pero, si tenía que ser un olímpico, era evidente cuál sería. El rey de todos ellos. Zeus, en su máxima expresión.
               Me acarició despacio la cara, como si yo fuera su creación predilecta. Desde luego, cuando estábamos juntos, cuando nos acostábamos, yo me sentía su obra maestra. No había nada que importara en el mundo más que yo cuando me quitaba la ropa y me unía a Alec: él pasaba a un segundo plano, y yo lo adoraba aún más por eso.
               -Alec…-susurré, saboreando su nombre. Que le hubieran puesto ése, y no otro, que tan bien sonaba, ya era una pista de lo que en realidad era: el principio de todo. Que su inicial fuera la primera palabra del abecedario no podía ser casualidad.
               -Estoy enamorado de ti-se me adelantó. Sus caderas, unidas a las mías, se movieron deliciosamente cuando pronunció aquellas palabras, y lo único que pude pensar yo fue “estoy completa por fin”-. Quiero que lo sepas. No quiero esconderme más-me reveló, aunque yo ya lo sabía. Me lo había hecho mil veces, y en pocas ocasiones me sentía yo tan querida como cuando estaba en sus brazos-. Me gustas, estoy enamorado de ti, me apeteces, todo eso. Sé que tienes miedo de que te haga daño, pero yo nunca lo haría, Saab. No a posta, al menos. Tenemos algo que nos une, Sabrae. Una conexión-me cogió la mano y me la besó, y se me llenaron los ojos de lágrimas-. Sé que la sientes, y no tienes que tener miedo. Está vivo, y se mueve, y respira, y está dentro de nosotros… es real, Sabrae. Cuando te digo que medio mundo no es nada, te lo digo convencido de que es así. Te esperé casi 18 años-sonrió, uniendo su frente a la mía-. Un año no va a cambiar nada de lo que siento por ti.
               La estrella de mi interior dejó de rotar. Díselo, Sabrae. Díselo.
               Le acaricié los brazos, aquellos brazos fuertes, que podrían destruirme si quisieran, pero jamás lo harían, porque nunca querrían.
               -Te esperaré-le prometí, y su sonrisa chispeó en mi boca. Estaba deliciosa. Díselo, Sabrae. No puedes hacerle un mejor regalo de cumpleaños-. Me va a doler, pero… te esperaré siempre.
               -A mí también me va a doler-confesó, riéndose-. Ya me va a doler cuando te deje en casa después de esta noche increíble…-sacudió la cabeza y se relamió los labios, pensativo. Sus ojos castaños volvieron a mí, sabios y antiguos como un roble.
               -No, Al-musité, cogiéndole el rostro entre las manos-. No lo digo por eso. No sé cómo sobreviviré a todo un año en el que no pueda decirte en persona lo que siento, lo mucho que yo te…-su expresión cambió rápidamente, como si acabara de ver un accidente de circulación en el que no habría supervivientes.
               A la velocidad del rayo, lo que me confirmó que era Zeus, me puso una mano en la boca para impedirme seguir hablando, alarmado.
               -¿Vas a decirme que sí?-preguntó, y yo me estremecí de pies a cabeza. No podía hacerme esto, y yo no podía hacerle lo que iba a hacerle. Bastante mal le había hecho negándome hacía tres meses; no podía volver a pasar por aquello ahora. No podíamos volver a la casilla de salida.
               Pero lo que había hablado con Pauline, con mi madre, con mis amigas… aún pesaba demasiado en mi conciencia. Todas tenían razón, y yo en el fondo lo sabía. Alec no se merecía que su primer noviazgo empezara con dudas. No se merecía medias tintas. Era demasiado especial para que le dieran un sí a medias, y desgraciadamente, aquello era lo único que yo podía ofrecerle.
               En sus ojos no había esperanza de que yo cambiara de opinión; eso es lo que nos salvó a ambos de caer por el precipicio.
               -No-susurré, y él asintió con la cabeza, sorprendentemente aliviado. Su colgante del colmillo de tiburón me acariciaba el esternón; el anillo que yo le había regalado descansaba sobre la mesilla de noche, y traté de no pensar en si eso sería una premonición. Llevaba a su chica griega siempre consigo, en cambio, a mí…
               Ni siquiera con eso lo ataría a mí. Especialmente por eso no debía atarlo a mí. No, si lo hacía por miedo.
               Jugueteé con su colgante mientras sus ojos me taladraban. Su miembro aún estaba dentro de mí, pero yo ya no sentía nada del estómago hacia abajo. Estaba demasiado ocupada reteniendo la cena en él.
               -Entonces, prefiero que no me lo digas-respondió, apartándome el pelo de la frente y depositando un tierno y casto beso en ella.
               -Pero… ¿por qué?-pregunté. Quería confesarle lo que sentía. Ahora que ya lo había hecho dos veces, una porque él me lo había pedido, y otra porque se me había escapado, ya sabía cómo sonaban mis te quieros dedicados a él, y me parecía la frase más bonita que pudiera pronunciar nunca. Alec tragó saliva, se relamió los labios, y respondió:
               -Porque no quiero estar en África volviéndome loco, y reproduciendo en bucle lo que me quieres decir, sabiendo cómo suena e imaginando cómo se lo dices a otro.
               Abrí los ojos, estupefacta, y sentí que la cabeza empezaba a darme vueltas.
               -¡No voy a decírselo a otro, Alec! ¡No se lo he dicho a nadie como te lo quiero decir a ti!-protesté, escandalizada, y sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas-. No quiero que te vayas. Si eso supone que ni siquiera me vas a dejar despedirme diciéndotelo, no quiero que te vayas-sollocé debajo de él, lo cual le rompió el corazón. Si ya le mataba que yo me echara a llorar en su presencia (sobre todo cuando pensaba que era por su culpa), que lo hiciera mientras hacíamos el amor era una traición a la que él no iba a sobrevivir.
               Sin embargo, consiguió reponerse pronto. Me tomó de la mandíbula y me hizo mirarle a los ojos.
               -No me voy a ir realmente, amor-susurró, y yo me quedé sin aliento. ¿Tan terroríficas eran las palabras “yo” y “te” que no soportaba que las encadenara con ese último apelativo?-. Voy a estar aquí-me puso una mano cálida en el pecho-. Aquí-me besó la frente-. Y, con suerte, también aquí-llevó una mano a nuestra unión, acariciándome suavemente la cintura. Tiró despacio de mí para pegarme aún más a él, y la presión que su cuerpo ejercía en el mío bastó para tranquilizarme. Puede que en mis pesadillas yo estuviera sola, pero ahora no estaba viviendo esas pesadillas. Él aún estaba conmigo.
               Alec planeó como una pompa de jabón en un día de verano hacia mi oído.
               -Escapándome en tus suspiros, mientras otros te poseen.
                -Nadie va a poseerme-repliqué, alarmada pero a la vez tranquila-. No voy a darle a nadie lo que te doy a ti. No tengo dos corazones, sólo uno, y es completamente tuyo, y mi cuerpo…-volvió a callarme, esta vez poniendo un dedo sobre mis labios. Se relamió los suyos y negó con la cabeza.
               -Ya sé que no te gusta que te diga que eres mía, pero me gusta escuchar, fantasear con lo imposible de esa idea. Porque me vuelve loco tu libertad, Saab. Me enloquece tu pasión por vivir la vida. Me fascina cómo me miras después de correrte estando encima de mí, como perdonándome la vida porque yo estoy tardando demasiado, y haciéndome el favor de no detenerte antes de que yo acabe. Adoro cómo gritas mi nombre cuando no hay nadie más en casa, sólo porque sabes que me encanta escucharte. Me gusta cómo te coges al cabecero de la cama para que vaya más profundo. Adoro la manera en que me buscas en la oscuridad. Me apasiona cómo eres capaz de despertarme con una mera caricia. Y sí, seguramente pienses “sólo me quiere por el sexo”, pero te quiero por todo: por cómo me adoctrinas, y también cómo me enseñas-sonrió, cómplice-, cómo me riegas con tu sabiduría como si fueras lluvia, y yo una planta en sequía; cómo me sonríes al verme, y las pocas ganas que tienes de soltarme la mano cuando te dejo en casa, y cómo tus dedos buscan los míos cuando voy a recogerte, o al vernos por primera vez; y el tacto de tus rizos en mi mano y tu cintura contra la mía, la forma en que mis dientes chocan con los tuyos cuando te digo que eres preciosa y lo mejor que me ha pasado en la vida, antes de besarte; y tú sonríes, y yo beso tu risa. Y cómo me haces de rabiar, y me sacas de quicio, y consigues que no te soporte y menos soporte aún vivir sin ti… Pero es especialmente en el sexo donde yo más lo veo. Comparadas contigo, las demás no son nada. Todo lo que hice con ellas se puede considerar variantes de besos. Eres tú la que me descubre un nuevo universo de placer. Es contigo con la que me estoy acostando por primera vez en mi vida. Incluso cuando floreces para mis manos, me haces disfrutar más de lo que nunca he hecho en mi vida.
               Me quedé callada, observándolo. ¿Cómo podía decirme todo aquello y pretender que yo no le respondiera que él era el único hombre con el que quería estar el resto de mi vida? ¿Que mi corazón era suyo? ¿Que le amaba?
               -Pero eso no es lo mejor de todo. Lo mejor de todo es… que me correspondes. Sé que lo haces. Todo el mundo te lo nota, pero yo lo noto más. Lo noto en todas las cosas que han hecho que me enamore de ti. Te gusta estar conmigo como a mí me gusta estar contigo, te gusta besarme  mientras sonrío igual que a mí, te gusta mandarme mensajes de madrugada porque sabes que te contestaré, y porque sabes que si no puedes dejar de pensar en mí, lo mejor es mandarme un mensaje y hablar, y estar juntos aunque estemos separados. Me correspondes, Sabrae, y eso es lo mejor que ha podido pasarme en la vida-me acarició la mejilla con el pulgar-, pero también sé que te he puesto en una posición muy jodida, y por eso te ha dado miedo hasta ahora admitirlo, pero… me quieres igual que yo te quiero a ti. Puede que yo te quiera más-bromeó-, que yo esté enamorado y tú sólo estés pillada…
               -Eso no es verdad-protesté-. Sabes que está equilibrado. Te correspondo en absolutamente todo.
               Sonrió, agradecido, y frotó su nariz con la mía.
               -El caso es que… se te nota, ¿sabes? Que sientes algo por mí que no has sentido antes. ¿Me equivoco?-esperó a que le rebatiera, y como no lo hice, sonrió con altivez-. Ya me parecía. Contigo me he dado cuenta de que el amor está en los más pequeños detalles, ¿sabes? Y tú lo destilas incluso cuando pronuncias mi nombre. Nadie ha pronunciado mi nombre así jamás, y estoy convencido de que tú tampoco has pronunciado otro nombre así… y precisamente por eso dejé de estar con otras chicas antes de que me lo pidieras. Sabía que ellas no me darían lo que tú me dabas. Puede que alguna vez me llamara enrollarme con alguna, pero… ¿sexo? Nunca. Sólo quiero sentirte a ti, sólo quiero estar dentro de ti, porque sé que tú también me eres fiel incluso aunque no quieras. Sé que me consideras tu pareja aunque yo no lo sea, y yo no te voy a traicionar, te lo prometo-me juró, mirándome a los ojos-. No faltaré a esa confianza ni a las promesas que nos hacemos cada vez que nos besamos o nos acostamos. Eres un poco mía, y lo sabes, y yo soy completamente tuyo. Pero, por favor, no me pidas que me vaya habiéndotelo escuchado decir, porque no voy a poder soportarlo. No, si no dejo atrás algo que justifique que sueñe contigo cada noche, diciéndomelo en bucle, mientras duermo en un colchón de mierda, en un rincón perdido del mundo.
               Tenía los ojos anegados en lágrimas. Me costaba respirar. Alec trató de separarse un poco de mí para darme espacio, pero yo negué con la cabeza.
               -No, por favor. No. Cada milímetro que hay entre nosotros me duele-Alec me rodeó con los brazos y tiró de mí suavemente para levantarme, de modo que quedé sentada sobre su regazo, con las piernas alrededor de su cintura. Aún le tenía dentro de mí-. Por eso… no estoy preparada para aceptar tu propuesta. Nada me gustaría más, Al, de verdad…
               -Lo sé-asintió despacio, apartándome el pelo de la cara.
               -Pero… tú te mereces más. Te mereces a alguien que no sea tan egoísta como para pedirte que te quedes a la mínima oportunidad, y alguien que no sea tan cobarde como para que le aterre la posibilidad de estar lejos de ti un año como lo hace conmigo.
               -No eres una cobarde. Lo que pasa es que no te soy indiferente-respondió, besándome el hombro-. Y eso me encanta.
               -No sabes las cosas horribles que se me pasan por la cabeza cuando estoy de bajón y recuerdo que tienes pendiente el viaje a África. Que encontrarás a una africana. Que te enamorarás de ella. Que no vas a volver…
               -Ya he encontrado a una africana. Y me he enamorado de ella-me miró a los ojos, me puso una mano en la mejilla, apartándome el pelo de la cara mientras sus dedos hacían las veces de peine-. Y no voy a volver, porque no me voy a ir del todo. Mientras uno de los dos esté vivo, Sabrae, mi amor por ti existirá. Si yo me muero antes que tú…
               -Te vas a un voluntariado y no todos los voluntarios vuelven, Alec, no hables como si tuvieras ochenta años, porque las posibilidades de que…
               -¿Es eso lo que te da miedo? ¿Que me pegue un bocado un hipopótamo y no pueda volver contigo?
               -No tiene gracia.
               -Sabrae Gugulethu Malik-protestó, muy serio de repente-. Va a hacer falta algo más que una puta bomba de obesidad que corre que se mata para que yo no envejezca a tu lado, ¿me estás escuchando? ¿Te crees que te digo que vas a parir a mis hijos por hacer la coña? ¿Porque soy un dramático de mil pares de cojones, o porque presto más atención de la que digo a las telenovelas de mi madre? Tú y yo vamos a tener críos, nena-me prometió-. Pienso sentarme en el porche de nuestra casa a ver jugar a nuestros nietos al sol. Y luego, de noche, cascarla mientras echamos un polvo. Lo siento si te dejo a medias; te prometo que no será mi inten… ¡AU!-tronó cuando yo le di un manotazo todo lo fuerte que pude en el brazo.
               -¡No estoy bromeando, Alec!
               -¡Y yo tampoco, Sabrae! ¿De verdad te crees que yo estaría considerando siquiera la monogamia con otra que no fueras tú?-espetó-. Voy a volver. Igual hasta secuestro una cría de jirafa y la criamos entre los dos en el jardín. Te gustan las cosas altas-acusó, y yo fruncí el ceño.
               -¿A qué viene eso?
               -Bueno, no sabías que era el que la tenía más grande de mi grupo de amigos cuando te enrollaste conmigo, así que lo único que se me ocurre es que te van los altos, y yo soy el más alto, así que… ¡NO ME VUELVAS A PEGAR, SABRAE!-bramó, viendo que levantaba de nuevo la mano-. Como me vuelvas a poner la mano encima, te echo un polvo que te dejo paralítica, ¡a ver cómo te las apañas entonces para defenderte!
               -Sabes que la gente paralítica sigue moviendo los brazos, ¿verdad?
               Me dedicó su mejor sonrisa de Fuckboy®.
               -Por eso me gustas tanto, nena. Estás buenísima, follas que te cagas, tienes un cerebro dentro de este cabezón, y…
               -¿Y?
               -Tienes el coño más delicioso que he probado en mi vida. O puede que eso sólo sea el amor-reflexionó, y yo tuve que controlarme para no reírme-. ¿A ti mi lefa te sabe mejor que la de otros con los que hayas estado?
               -Bueno, es de estrella Michelín-reconocí, y Alec se hinchó como un pavo-. Pero la de Hugo sería de tres estrellas.
               Parpadeó, se masajeó la sien y negó con la cabeza.
               -Mañana mismo llamo al voluntariado para decirles que me voy la semana que viene. Estoy hasta los cojones de tirarme a la mayor hija de puta que ha conocido Londres.
               -¿Yo soy la hija de puta? ¿Yo?-pregunté, empujándolo para que cayera sobre la cama. Sonrió.
               -Uhhhhh, me gusta el cariz que está tomando esto.
               -¿Yo?-insistí-. ¿Yo, que no puede confesarte sus sentimientos a pesar de la perorata que me has echado sobre lo mucho que te importo y cuánto te he cambiado la vida?
               -Me estoy poniendo malísimo en esta postura, ¿podemos seguir follando y luego lo discutimos?
               -No, lo vamos a discutir ahora.
               -¿Ves cómo eres una hija de puta?
               -Tienes más cara que espalda. Vamos, Alec, ¿por qué soy yo la mala de la película?
               -No puedes estar cabreada en serio porque no te deje decirme que me quieres, que morirías por mí, que soy lo mejor que te ha pasado en la vida, y todo ese rollo, después de lo que te he dicho yo. ¡Venga! Eres hija de un compositor y profesor de Literatura. Tienes que reconocerme algún mérito, nena. Para una vez que consigo una sinapsis completa, no puedo dejar que la estropees. Soy de clase obrera.
               Me eché a reír.
               -¿Qué tiene que ver la clase obrera aquí?
               -Pues que no tengo las mismas oportunidades educativas que tú.
               -Alec, vamos literalmente al mismo instituto. Y tus padres te pagan la matrícula.
               -Sí, soy un mantenido de mierda-torció la boca y asintió con la cabeza, con la mirada perdida-. Bueno, ¿seguimos follando o qué?
               Parpadeé despacio, fulminándolo con la mirada. Se frotó los ojos y suspiró.
               -Pues nada. Has querido vengarte por cuando me muera mientras echamos un polvo con 80 años-asintió-. No pasa nada. La culpa es mía, por bocazas. Si no te hubiera dicho nada…
               -Primero quiero aclarar algo. Luego seguimos-respondí, apartándome el pelo del hombro y esperando a que él se incorporara. Alec gruñó.
               -No soy un genio en las mates, pero, ¿nunca has oído eso de que el orden de los factores no altera el producto, nena?
               -En este caso sí lo va a alterar. Vamos, ¡arriba!-insté, cogiéndole la mano y tirando de él. Alec se incorporó hasta quedar de nuevo sentado, y automáticamente me pasó la mano por la cintura, para que yo no me cayera. A modo de respuesta, mis manos se posaron en sus hombros-. Te voy a esperar.
               Alec puso los ojos en blanco.
               -Sabrae…
               -No, ya has tenido tu turno de palabra. Ahora me toca hablar a mí. Pienso esperarte, ¿me estás escuchando? Te voy a esperar, y te voy a ser súper fiel (porque, sinceramente, me parece un poco mal que pienses que me voy a dedicar a acostarme con todos los chicos que se me pongan a tiro en cuanto te vayas), y te voy a demostrar que estás equivocado al pensar que tú me quieres más de lo que yo te quiero a ti. Porque sencillamente no es así, Alec-me encogí de hombros-. Lo siento si te parece algo tremendamente impactante, pero no puedes ganar en todo. Hay cosas que no son una competición, y el amor lo es. No me dan miedo mis sentimientos hacia ti; de hecho, estoy muy orgullosa de ellos. Lo que me da miedo es cómo lo llevaré cuando te vayas. Sé que voy a sufrir, y el tiempo no va a pasar igual para mí que para ti, porque tú vas a estar ocupado y yo voy a tener todo el verano por delante antes de empezar las clases y distraerme… pero tengo total y absoluta confianza en que me seguirás respetando. Y yo pienso seguir respetándote a ti también. No obstante, hay cosas que no podemos controlar, y si tú conocieras a una chica…-me froté las manos tras su cabeza, atragantándome con las palabras-. Bueno, digamos que no me sentiría del todo cómoda sabiendo que habrías renunciado a algo que te apetecía y te habría hecho más llevadero tu tiempo en el voluntariado sólo por permanecer casto y puro para mí. Porque a mí no me importa que te desfogues, ¿sabes? No pretendo, ni mucho menos, que te pases un año entero sin tener sexo.
               Alec parpadeó.
               -¿Crees que me va a apetecer con otras que no seas tú?
               -Es algo que no puedes controlar. Ninguno de los dos puede. Ahora estamos bien porque estamos juntos, estamos satisfechos, pero… seamos francos, Alec. Tú ya eres un hombre. Tienes necesidades de hombre. A mí todavía me faltan unos años para experimentar lo que tú estás experimentando ahora mismo. Yo voy a sufrir por tenerte lejos, porque estoy acostumbrada a que estés siempre cerca de mí, pero tú… no me parece realista imponerte un período de castidad tan largo, la verdad.
               -No sería imponérmelo; lo elegiría yo porque quiero, y las cosas que eliges son más fáciles de sobrellevar. De todas formas, Sabrae… creo que sobrevaloras mucho mi necesidad de tener sexo. Es decir, no es culpa tuya; no, después de ver mi historial, pero… digamos que el Alec que era hace unos meses no se habría pensado dos veces el tirarse a una tía si le apetecía, pero el Alec que soy ahora ni siquiera sentiría ese impulso. Yo también soy muy físico, pero el contacto que necesito es contigo-buscó mis manos y las entrelazó con las suyas, mirándome a los ojos.
               -Me parece que… no sirve de mucho ponernos a elucubrar ahora. Sólo te explico mis razones.
               -Lo entiendo, y lo respeto, bombón. Ya lo sabes. Sólo te estoy dando mi punto de vista. Pero piensa una cosa: si la situación fuera a la inversa, ¿sentirías algún tipo de tentación?
               -Es que no lo sé, Alec. Aún no tengo 18-contesté-. No sé cómo voy a cambiar en los años que me faltan.
               -Ahí es adonde yo quiero llegar, Saab. Yo sí sé cómo se comporta la gente de mi edad, los tíos de mi edad, porque soy uno. Y si te prometo que no voy a hacer nada, es porque voy a cumplir esa promesa. Confía un poco en mí.
               -No es que no confíe en ti. Todo lo contrario-respondí, acariciándole el pecho-. Tengo una confianza ciega en ti; ése es precisamente el problema. Sé que si me dices que no vas a hacer nada, no lo harás, pero odiaría sentirme responsable de frustrar tus deseos, sobre todo si el período de tiempo es tan largo. No es lo mismo que te controles cuando sales de fiesta por respeto a mí, a que lo hagas cuando estás un año fuera de casa. Porque, claro, piensa que también vas a estar un año solo. Formarás nuevos lazos de amistad, quizá alguien te llame la atención… y no quiero que tengas alto atándote de tu vieja vida.
               -Nada que se refiera a ti podría ser mi vieja vida, bombón-contestó, dándome un beso en los labios. Me relamí para saborearlo-. Tú eres lo primero que me pasó en mi nueva vida, y no voy a cambiarla más veces. No puedo, ni quiero. Además… piensa que, si no me dices que me quieres hasta que no vuelva, tendré un incentivo extra para portarme mejor.
               Suspiré, mordisqueándome el labio. Alec estudió mi rostro cuando yo clavé los ojos en Londres, que seguía con su vida a pesar de lo trascendental del momento que estábamos viviendo Alec y yo. El silencio que se instaló entre nosotros era gélido; tanto, que Alec empezó a acariciarme la espalda para protegerme del frío.
               Y, cansado del invierno que caía sobre nosotros, Alec encontró la solución a ese descenso en picado de las temperaturas. Tras unos instantes observándome y sopesando qué era lo más importante, finalmente pronunció las palabras mágicas, las que se moría por pronunciar, y las que yo más temía… porque no sabía qué era lo que iba a contestar.
               -¿Quieres que me quede?

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1 comentario:

  1. Llevo una semana pensando que en este capítulo vendrías con toda la artillería pesada, que sería un despliegue de literatura erótica que dejaría a la de 50 Sombras a la altura del betún y joder, no niego que el polvo ha sido la hostia, la boca seca me ha dejado pero no sé qué cojones te ha poseído a mitad del capítulo que te has pasado el juego de los escritores. Creía que la carta de Sabrae de cuando se reconciliaban después de Navidad era la mejor declaración que habías escrito nunca y aun que puede que siga siéndolo tenía un alto contenido previsible y creo que por eso me ha impactado tanto la declaración de Alec. Mientras a Sabrae se le llenaban los ojos de lágrimas escuchándolo hablar, a mi me pasaba lo mismo, no me esperaba una mierda esa confesión, ese despliegue de sentimientos, ha sido brutal.
    Creo que ha sido tan bueno y tan sorprendente que conforme iba leyendo me he dicho “Ya está, se los ha pasado a todos, el puto fuckboy que me daba tirria cuando empecé a leer cts hace ya tantos años se ha convertido en mi personaje favorito de todos los que ha parido la mente de Erika. Ya está”
    Posiblemente flipes con que sea justo este capítulo y ese momento en el que me decida por fin a admitir que Alec ha ocupado ese puesto en mi corazoncito de lectora que siempre pensé que sería de Scott, pero creo que es como siempre, me di cuenta de que Alec estaba a la misma altura de Scott de sopetón, cuando te decidiste a narrar más a través de él y se empezó a ver como de humano era y ha sido ahora también de sopetón que creo ciegamente y sé que el personaje de Scott me marcó muchísimo, me dejó tocada toda el durante un tiempo cuando lei su muerte, pero es que Alec literalmente me ha hecho olvidar que hay otros protagonistas masculinos literarios durante al menos el tiempo que he leído este capítulo. Adoro sentirlo tan dentro de mi cabeza cada vez que narras un capítulo a través de él, me encanta como tiene tantos fallos que es imposible no adorarlo, como a primera estancia parece tan hermético y sin esperarlo se abre como una flor, como ahora, creo que el hecho de que poco a poco se haya hecho con ese primer puesto en mi corazón ha sido paralelo a como ha ido cambiado y se ha ido abriendo durante la novela, sin duda alguna no ha sido Alec en si lo que me terminado por pillarme, sino su evolución que sigue sin tener fin. Me alegro muchísimo de haberte aconsejado ayer que te esperases un día más publicar y dejases que algo te ayudase a inspirarte un poco más. Te has coronado jodida.
    Pd: siguiendo con el alto contenido imprevisible me has dejado descolocada con que hayas metido ESA pregunta justo en este capítulo.

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