martes, 19 de mayo de 2020

Un nuevo rey en la ciudad.


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La última vez que había formulado una pregunta que me había requerido el mismo coraje que la de ahora, también había querido que la respuesta fuera afirmativa.
               La chica había sido la misma.
               La situación, más bien parecida: yo, con el alma en la mano, ofreciéndosela a modo de regalo, mientras miraba a los ojos de la mujer a la que amaba.
               Lo único que cambiaba era mi seguridad: mientras que entonces había creído que tenía muchas posibilidades de obtener la respuesta que yo deseaba, ahora sabía a ciencia cierta que era imposible que me rechazara. No podía repetir la respuesta que me había dado hacía meses, porque veía en sus ojos que no era lo que deseaba. Su mirada me respondió al milisegundo de yo terminar de hablar, y por mucho que su boca dudara, yo ya tenía la contestación que quería.
               Por todo eso era por lo que sabía que lo mío con Sabrae sobreviviría a lo que fuera: tiempo, distancia, problemas… nada importaba cuando se trataba de ella; siempre, siempre, siempre la querría. Lo llevaba escrito en mi código genético de la misma manera que estaban sellados mis rasgos físicos o mi personalidad; estaba destinado a ella desde el momento en que nací, y no importaba lo mucho que intentáramos alejarnos el uno del otro: tarde o temprano, el destino volvería a juntarnos, porque jamás conseguiríamos separarnos realmente.
               Sin embargo, que los dos fuéramos conscientes de la fuerza de nuestra conexión no implicaba que, en ocasiones, no nos diera miedo. Saberse hecho de polvo de estrellas no impide que, al levantar la vista, sientas una curiosa sensación de vértigo invertido al darte cuenta de que no hay nada más diferente entre un humano y un sol. E incluso Sabrae, hecha del éter que lo mantenía todo en su sitio, de la luz que iluminaba la belleza y el calor que había propiciado la vida, era incapaz de escapar de esa sensación, de no sentir ese miedo.
               Es por eso que se apartó ligeramente de mí, como si mi cuerpo estuviera hecho de lava, y el suyo de fuego, y no quisiera que nos mezcláramos en una nube de vapor que flotaría en el techo hasta encontrar la manera de fusionarse con las constelaciones.
               Paciente, sabiendo que su impulso por poner espacio entre nosotros no se correspondía con sus deseos, bajé mis manos a su cintura y tiré de ella suavemente para colocarla en la misma posición en que había estado antes. Sabrae no habló, y yo tampoco: me limité a pasar las manos por su anatomía para acercármela, rozando sus preciosos pechos mientras la agarraba de la cintura. No pude evitar quedarme mirándolos, pensativo. Cuando recibía un correo para realizar algún trámite del voluntariado, normalmente estaba a solas en mi habitación, y en consecuencia podía engañarme con menos dificultad a mí mismo, diciéndome que estaría bien, que podría con todo… lo cual, evidentemente, cambiaba cuando estaba con Sabrae. Todo su cuerpo encajaba en el mío demasiado bien, como si estuviera hecha exactamente a mi medida, y eso siempre me hacía preguntarme si no estaría cometiendo el error de mi vida siguiendo con unos planes que había hecho en un momento en que ella no significaba para mí lo que significaba ahora, una etapa obsoleta en la que Sabrae Malik era una nebulosa en un rincón de mi telescopio, en lugar del sol que me permitía contar los días con sus sonrisas y sus miradas.
               Cómo iba a echarla de menos cuando estuviera en el voluntariado. África no sería lo mismo sin ella: la cuna de la vida se quedaría yerma, nada me interesaría porque ella no podría más que imaginarse mis recuerdos, en lugar de vivirlos conmigo. Echaría de menos su melena, sus ojos, sus deliciosos labios; sus hombros, sus dulces senos, su cintura, sus caderas, su chispeante sexo, sus piernas, sus pies. Su calor corporal, su olor, la inflexión de su voz dependiendo de su estado de ánimo, el calambrazo que sentía cuando su boca se acercaba a la mía, las cosquillas que sus pestañas me hacían en las mejillas cuando nos besábamos, y el escozor en la espalda cuando la hacía mía de una forma que le encantaba, y sacaba al animal que llevaba dentro.
               No pude evitar que mis pulgares acariciaran la curvatura de sus pechos, esas pequeñas montañitas que tanto me gustaban. No me malinterpretes; todo su cuerpo me encantaba, pero algún rincón tenía que ser mi debilidad… y, quitando la cara, sus tetas se llevaban la medalla de oro. No en vano, eran el primer lugar en el que había una marca permanente de mi entrada en su vida: su piercing.
               Voy a echarlos de menos… la forma en que se erizan para mí, la forma en que se agitan cuando respira. Voy a echarlos mucho, muchísimo de menos…
               … porque quiero.
               Levanté la vista y miré a Sabrae, que seguía observándome como el explorador que se encuentra con un ejemplar majestuoso de una especie aún por descubrir.
               Quiero quedarme.
               ¿Necesito que ella me dé una excusa, realmente? Porque, en realidad, ya la tengo.
               La excusa es ella.
               La excusa siempre es Sabrae.
               -¿Quieres que me quede?-repetí en un susurro, y Sabrae se relamió los labios. Estando tan condenadamente cerca, era muy complicado decirme que no. Si ya de por sí le resultaba duro mentirme, cuando estábamos así de cerca, así de desnudos, así de conectados… era imposible para ella de la misma manera en que lo era también para mí.

               -Alec…-suspiró suavemente, negando despacio con la cabeza, pero yo sabía que ese gesto no significaba no, no quiero que te quedes, sino no, no puedo hablar de esto ahora. Pero si no lo hablábamos ahora, ¿cuándo volvería a tener el coraje necesario para ponerme en sus manos de esta manera? El amor que me había desbordado mientras lo hacíamos me había soltado la lengua, me había empujado a entonar la declaración más bonita que jamás había hecho, vertiendo toda mi alma en mis palabras y todas mis palabras en sus oídos.
               Jamás volvería a ser así de valiente. Yo lo sabía. Por eso necesitaba que me sacara del agua ahora, antes de que viéramos si me estaba ahogando o aprendiendo a nadar.
               -Si quieres que me quede… yo me quedo-le prometí, tirando un poco más de ella, pegándola aún más a mí. Sabrae se relamió de nuevo y me pasó una mano por el pelo, hundiendo los dedos en mi mechones ensortijados del color del chocolate-. Sólo tienes que pedírmelo.
               Exhaló un suave suspiro.
               -No puedo pedirte eso, Al.
               -Sí que puedes-insistí, cogiéndole la mano que tenía en mi pelo y acariciándole la palma con el pulgar. Sabrae negó despacio con la cabeza.
               -No, no puedo, Alec.
               No te cierres en banda, nena, pensé para mis adentros. No, ahora que estábamos tan cerca. Si ella me decía que me quedara, yo lo haría, y no me sentiría egoísta por haber puesto mis intereses por delante de los de las muchas personas a las que iba a ayudar, decidiendo quedarme con quien yo más quería, donde más necesitaba estar, en lugar de, por una vez, pensar en lo demás en vez de en mí. La única oportunidad que teníamos los dos de celebrar nuestro primer aniversario juntos se nos presentaba en este momento, y yo no iba a malgastar energías pensando que ni siquiera teníamos una fecha fija para celebrar. ¿Cuándo es el aniversario con alguien a quien ni siquiera puedes llamar novia, pero a la que el término “follamiga” se le queda tan corto?
               Puse su mano sobre mi pecho, exactamente en el lugar donde se encontraba mi corazón, martilleando acelerado contra mis costillas. Si había una parte de mi cuerpo que sabía de la importancia de ese momento, ésa era mi corazón.
               Sabrae parpadeó, concentrada en mi pulso, más alto de lo que se esperaba. Incluso en las sesiones de sexo más salvaje, no se me desbocaba tanto como lo hacía ahora. Acostumbrado como estaba a hacer deporte de alto impacto, Sabrae no solía suponer un problema para mi respiración y mi ritmo cardíaco. Comprobar de manera inequívoca mi agitación le hizo ver que iba completamente en serio.
               -¿Lo notas?-pregunté, y Sabrae levantó los ojos de mi pecho a mi mirada. La conexión que teníamos se intensificó: allí, con su mano en mi pecho, mi miembro en su interior, y nuestras miradas entrelazadas, el mundo dejaba de existir. El universo desaparecía en los confines del cuerpo de Sabrae y del mío-. Es un tambor, indica la marcha a la que iré a la guerra por ti. A todas las guerras que tú me pidas, bombón-solté su mano, que ella dejó sobre mi corazón, y acuné su rostro con mi mano. Tenía los dedos hundidos en su melena, y el pulgar siguiendo la línea de su mentón-. Si estoy dispuesto a ir a la guerra por ti, ¿por qué crees que no deberías pedirme que me quede aquí?
               Sabrae tomó aire y lo dejó escapar muy, muy despacio, eligiendo con cuidado las palabras, algo que hacía cuando no quería herir mis sentimientos… o cuando los suyos le dolían tanto que su interior estaba hecho de aristas. Retiró despacio la mano de mi pecho mientras hablaba, y una extraña sensación de frío se apoderó de la piel que antes había estado en contacto con la suya.
               -No puedo pedírtelo no porque piense que no lo vas a hacer, Al. Sé que lo harás. Es precisamente por eso por lo que no sería justo para ti que yo pronunciara esas palabras.
               -Es que ni siquiera tienes que pronunciarlas, nena. Ni siquiera tienes que decirlo en voz alta; puedes escribírmelo en la mano-le ofrecí, separando la mano que tenía en su mentón de su rostro y colocándola entre nosotros. Sabrae bajó la vista para mirarla-. Es una palabra corta, no tardarás mucho.
               Lo hice yo, para que viera a qué me refería, como si Sabrae fuera estúpida y no lograra entenderme, cuando sus dudas se debían a algo diferente, algo que yo sentía en mi interior. Primero una S, luego una T, después una A y por último, una Y. S-T-A-Y. Quédate. Cuatro letras, igual que lo más importante de un “te quiero”… el te quiero que ella había temido decirme, y que yo ahora le había rechazado.
               Sabrae sacudió la cabeza, de manera que sus rizos azotaron nuestros rostros. Me dio un golpecito en la mano con la palma de la suya, y sus dedos capturaron mi muñeca antes de que yo pudiera escapar. Como si lo fuera a hacer.
               -¿Tú quieres quedarte?
               Me frustró que se saliera por la tangente, tanto porque mi respuesta era más que evidente, como porque era completamente innecesario que me pidiera una confirmación. Ella sabía que yo quería quedarme a su lado tan bien como yo sabía que ella lo deseaba.
               -Lo que yo quiera no importa ahora, Sabrae.
               -Claro que importa-respondió, y se le humedecieron los ojos-. Es tu vida.
               -Es nuestra vida-respondí, cerrando los dedos en torno a su muñeca, sellando así el pacto.
               Se mordió el labio, apartó la mirada, buscando un espacio para pensar. Me imaginé que necesitaba un poco de distancia, de modo que hice amago de soltarla, alejarla un poco de mí para que reflexionara tranquilamente. No podía llegar a una conclusión que considerara enteramente suya mientras mi cuerpo estuviera invadiendo el suyo.
               -No-me pidió, siendo ella la que tiró de mí esta vez. La fricción en nuestros sexos se hizo deliciosamente placentera, en contraste con el momento que estábamos viviendo-. No, por favor. No quiero que te separes ni un milímetro de mí.
               -Creía que querías espacio. Que necesitabas pensar.
               Sonrió.
               -Tú no eres el único que no piensa con claridad cuando le ve la cara al otro, Al-ronroneó, cariñosa, poniéndome una mano en la mejilla y acercándose para besarme en los labios. Sonreí.
               -Imagínate entonces lo nerviosa que podría seguir poniéndote si me pidieras que me quedara-repliqué, juguetón, poniendo las manos en su espalda y atrayéndola hacia mí. Sabrae contuvo un jadeo.
               -Yo no podría hacerte eso, sol.
               -Sí que podrías…
               Puso sus brazos en mi pecho, doblados, de manera que hacían de barrera para que yo no la pegara más a mí. Si la encajaba en mi pecho, estaría perdida. No podría decirme que no, y yo tampoco me resistiría a hacerle prometer que no me dejaría marcharme. El contacto físico a veces es lo único que impide que te rompas, pero otras, puede disolverte.
               -Podemos… ¿podemos, por favor, no hablar de África sólo una noche? Una noche, nada más. Por favor-repitió, acariciándome la mandíbula, mirándome con unos ojos que chispeaban en la súplica-. Sólo quiero estar contigo en esta cama, no con todo el campamento de voluntariado.
               -Sabes que nunca voy a ser capaz de volver a pedírtelo, ¿verdad?-respondí, mordiéndome el labio, y ella parpadeó con tristeza-. Si dejamos el tema ahora, no voy a ser capaz de volver a ofrecerte quedarme. Esto no es como cuando te pedí salir. Esta oferta se va a levantar de la mesa en cuanto abandonemos el tema de conversación.
               -Quizá sea lo mejor-reflexionó. Sacudí la cabeza.
               -Sólo quiero aclarártelo. No es un ultimátum. Yo sólo quiero… oírtelo decir-susurré, acariciando su nariz con la mía-. Quiero que me lo digas en voz alta, aunque sea sólo una vez. Te prometo que no te lo haré repetir. Yo estoy dispuesto a quedarme. Por ti, lo haría sin duda. Y sé que no me arrepentiría.
               -Eso no lo sabes.
               -Lo sé, Sabrae.
               -No, no lo sabes, Alec-replicó-. No lo sabes por qué no sabes lo que eso nos haría, lo que me haría a mí… es una experiencia increíblemente enriquecedora, y yo me odiaría toda la vida si te hiciera renunciar a ella sólo porque me da miedo la rasgadura que me va a surgir en el pecho cuando nos besemos por última vez.
               -Podría posponerlo. Podríamos ir juntos. Quizá…
               -No, no puedes-negó con la cabeza-. Yo no te dejaría posponerlo. No quiero que vayas, pero no te dejaría quedarte. Es lo que necesitas. Necesitas ver cuánto bien eres capaz de hacer para darte cuenta de que eres una buena persona. Si no quiero que te vayas es porque soy egoísta, y porque sé que agonizaré durante esos meses en los que no te tendré delante, pero… sólo me queda rezar porque no me dejes atrás. Tiene gracia-rió, triste-. Vas a jugarte la vida, a darle un giro de 180 grados a todo tu mundo, y en lo único en lo que yo pienso es en qué cambiará con respecto a nosotros… en si algún día volverás a casa siendo tú.
               Me la quedé mirando, desentrañando sus palabras. Me daba la sensación de que había algo que se me escapaba. Puede que corriera algunos peligros durante el voluntariado, sí, porque no estaba lejos de zonas de conflicto, pero… de ahí a pensar que iba a cambiarme tanto como para que no quisiera seguir con ella, o no siguiera siendo yo (lo cual no dejaba de ser lo mismo…).
               Y entonces, lo entendí. Mirándola a los ojos, observando la angustia que había en ellos al imaginarme en otro continente, me di cuenta de que había algo que no era nuevo. Sabrae estaba hablando de mí, sí, pero también de otra persona que estaba a horas de salir de su vida, y no saber en qué modo regresaría la hería.
               Y si no se sentía con derecho a pedirle a Scott que se quedara por ella, a Scott, que era su hermano, Sabrae creía que tampoco tenía derecho a pedírmelo a mí. Lo cual, en cierto sentido, tampoco era tan descabellado: los dos teníamos la misma edad, los dos estábamos en un momento distinto a ella, y los dos ya teníamos un verano de ausencias planeado.
               ¿La diferencia? Que Scott era parte de la vida de Sabrae, pero yo era parte de su futuro.
               -Me estás diciendo esto porque en un día tu hermano se va de casa-le recordé con cariño y delicadeza, preparado para odiarme si daba un paso en falso y le hacía daño-, y tienes miedo de que dejemos atrás, pero nosotros nunca te dejaríamos atrás, Sabrae. Eres una Malik, igual que Scott. Eres parte de Sabralec, igual que yo-le acaricié las piernas, esas piernas que aún me rodeaban la cintura. Sentí cómo Sabrae se quedaba sin aliento: creo que nunca había dicho el nombre por el que nos conocían sus amigas en voz alta, y que lo hiciera ahora, con los nervios a flor de piel y nuestros cuerpos enredados, no dejaba de tener cierta gracia.
                Sus dientes asomaron cuando se mordió el labio y me miró por entre sus pestañas infinitas. Me acarició los brazos.
               -Y por eso necesito que dejemos de hablar de esto, Al. Sabralec sólo somos nosotros dos. El resto del mundo sobra-entrelazó los dedos de una mano con la mía y se quedó mirando nuestra unión, pensativa. Me incliné para darle un beso en la frente.
               -De acuerdo-susurré contra su piel, y ella sonrió.
               -Gracias. Te…-empezó, y al ver mi expresión, se puso colorada y se corrió rápidamente-. Ya lyublyu tebya.
               -Uf, menos mal-me llevé una mano al pecho-. Ya pensaba que, después de mi perorata, ibas a ser incapaz de resistirte y te ibas a pasar mis deseos por el forro.
               -Tus deseos son órdenes para mí-respondió, empujándome suavemente hasta conseguir tumbarme sobre el colchón. Sonreí.
               -¿Todos?-asintió-. Vale, entonces… ¿me dices si quieres que me quede, o no?
               Sabrae puso los ojos en blanco, pero en lugar de apartarse de mí, se limitó a sonreír, sacudir la cabeza, y entonces se inclinó para besarme. Superficial, primero; más profundo, después. Pero siempre lento. Me entregué a ese beso como si me fuera la vida en ello, disfrutando de su boca ahora que se nos había escapado entre los dedos la última oportunidad que nos quedaba de seguir juntos en verano. 
               -¿Entiendes mi postura?-me preguntó mientras nos besábamos.
               -No es la primera vez que te pones encima.
               -Alec-chasqueó la lengua, fastidiada, y yo me reí.
               -Sólo te estaba tomando el pelo. No, la verdad. No la entiendo-negué con la cabeza-, pero si es lo que quieres…
               -No es lo que quiero-contestó-. Por mí, estaríamos juntos siempre, pero… no quiero que nos desgastemos. Somos demasiado intensos. Nos vendría bien un poco de distancia…
               -Sabes que voy a conseguir que sea como si estuviera aquí, ¿verdad? Me voy a esforzar mucho para que no notes la diferencia.
               -Alec, ya te echo de menos cuando cierro la puerta después de que me acompañes a casa, ¿de verdad crees que vas a conseguir que no me dé cuenta de que no estás durante un año?
               -En mes y pico es tu cumpleaños-ronroneé, y le di una palmada en el culo-. ¿Quién te dice a ti que no te voy a regalar un consolador al que le puedas poner mi nombre y con el que te lo puedas pasar tan bien como conmigo?
               -Te quieres muy poco si piensas que me haces lo que un consolador-rió.
               -Todavía no los han inventado que manoseen las tetas-reflexioné-, pero la ciencia avanza que da miedo.
               -Al-protestó, alargando tanto la vocal que parecía prepararse para una audición de un concurso de canto-. No quiero ningún consolador, porque me voy a dar cuenta igual de que no estás.
               -Joder-gruñí-, yo que me he tomado la molestia de que me hicieran un molde… sé que eres exigente y que no te conformas con cualquier cosa, ¿sabes? Estuve tres días enteros buscando en Internet sex-shops que tuvieran tienda en Londres y ofrecieran moldes a un precio asequible.
               Sabrae se rió en mi cuello.
               -Eres más que una polla para mí, por si no te habías dado cuenta.
               -No lo tengo claro, viendo el circo que has montado sólo para que estemos solos-miré en derredor con intención, y ella se volvió a reír.
               -¿Quieres concentrarte, por favor? Algunas intentamos llegar al orgasmo, y tal.
               -Eres una egoísta-protesté, frunciendo el ceño, fingiendo una irritación que realmente no sentía. Sabrae se regodeó en la manera en que mi mandíbula se marcó por encima de mi cuello, con el filo de una navaja con la que no le importaría cortarse.
               -Desde luego, te estás luciendo esta noche. No te sienta nada bien la edad adulta-acusó-. A este paso, te quedas sin regalo-arqueó las cejas, sabiendo que acababa de captar toda mi atención. No es que no me parecía que había recibido suficientes cosas (créeme, mis amigos se habían pasado tres pueblos conmigo, pero quería pensar que estaban aprovechando para darme los regalos del cumpleaños en el que no íbamos a estar juntos, en lugar de creer que lo hacían porque era el primero del grupo que cumplía los 18 y que eso había que celebrarlo de alguna manera), pero el hecho de que Sabrae tuviera aún más cosas preparadas para mí había despertado mi curiosidad. Evidentemente, no me esperaba nada material: ya me había traído suficientes cosas, un vinilo de mi disco preferido y un libro de lugares para visitar en el mundo que era una promesa en toda regla, a la que yo me aferraría con uñas y dientes y que usaría de consuelo en mis días de soledad en Etiopía; pero que no creyera que Sabrae fuera a darme ninguna otra cosa no significa que no fuera a darme algo. Había un montón de cosas que podían regalarme que no eran tangibles, y ella tenía un abanico de posibilidades muchísimo más amplio que el resto de gente.
               -¿Regalo?-pregunté con muchísimo interés, haciéndome ilusiones. No podía dejar de pensar en que hacía poco habíamos tenido una conversación sobre nuestras fantasías sexuales, y Chrissy había ocupado gran parte de nuestro tiempo siendo el centro de una fantasía en la que Sabrae por fin se acostaba con una chica y… bueno, conmigo. No voy a mentir: si se enrollaran y a mí no me dejaran hacer más que mirar, yo no protestaría. La sola idea de imaginármelas juntas, morreándose, magreándose y follando mientras yo las veía en vivo y en directo bastaba para que se me subiera la sangre a la cabeza y luego se me agolpara, a toda velocidad, en cierto punto de mi cuerpo al que los tres (Chrissy, Sabrae y yo) le teníamos mucho cariño.
               A Sabrae le hizo gracia la manera en que mi expresión cambió, de férrea determinación para que no se saliera con la suya a ponerme en sus manos como un niño el día de Navidad, al que le dicen que de su reacción ante los regalos dependerá el número de estos.
               -Sí, regalo-repitió, sabiendo que me tenía completamente embaucado-. Pero primero quiero mi compensación por quedarme abandonada-respondió, pasándome las manos por los hombros y se inclinó para besarme dulcemente en los labios. Como estaba encima, dependía de ella marcar el ritmo, pero por suerte los dos queríamos lo mismo: hacerlo despacio, como habíamos seguido en la bañera (aunque allí había sido porque la sensación del jacuzzi ya bastaba para hacer que nos corriéramos, y no queríamos desbordarlo con movimientos bruscos), y en completo contraste con el primer polvo. Éste fue hermoso, de esos que no sabes que se pueden tener hasta que los experimentas, con los que descubres que hacer el amor no tiene nada que ver con hacerlo despacio, o follar con hacerlo deprisa o de manera violenta, sino en las intenciones, interés y sentimientos que se ven implicados.
               Consiguió que dejara la mente en blanco y me centrara sólo en la increíble sensación de su cuerpo. Descubrimos que había pasado el suficiente tiempo como para que yo pudiera tener un orgasmo otra vez, y Sabrae sonrió mirándome a los ojos mientras me corría para ella. Si a mí me volvía loco mirarla mientras llegaba al clímax, el gusto de Sabrae por verme a mí no se quedaba atrás. Creo que la hacía sentirse tremendamente especial: allí, sobre mí, completamente desnuda y recibiendo mis suaves embestidas, guiándome por el hueco entre sus piernas, mi pasado se volvía un aliciente en vez de un estorbo. Si se comparaba con otras, no era por temor a que a mí no me gustara lo que me estaba haciendo, o porque pensara que no me gustaba tanto como lo que me habían hecho otras, sino porque tenía la certeza de que yo jamás había hecho nada igual a lo que estaba haciendo con ella antes de conocerla.
               Y tenía razón, la verdad. No le había dicho que el sexo con ella era diferente hacía unos minutos, mientras mi corazón tomaba las riendas de mi lengua, por dorarle la píldora. Realmente lo había sentido así desde el principio: mi experiencia con otras mujeres me servía para darle placer a Sabrae, pero el placer que yo sentía con ella, disfrutando y viéndola disfrutar, era nuevo, único e irrepetible. No en vano, era el placer que sentíamos los hombres que íbamos de flor en flor y que disfrutábamos del sexo cada día con una pareja distinta, en el momento en que encontrábamos a la persona que nos volvería monógamos. Era curioso que la monogamia no me resultara atractiva hasta que la probé por primera vez, ni que jamás hubiera puesto el placer de una compañera sexual por encima del mío como lo hacía continuamente con Sabrae. Lo sabía desde aquel día en el banco, cuando nos encontramos después de Camden, pero de vez en cuando el pensamiento me asaltaba, de la misma forma que la luna recuerda cada 28 días que es la reina de la noche y decide brillar como un pedazo de sol, eclipsando a las estrellas.
               Cuando estábamos juntos, se me olvidaba absolutamente todo, salvo la suerte que tenía de estar con ella. No sabía dónde estaba, más que en sus brazos; cómo era, más que placentero; quién era, más que su amante; cómo me llamaba…
               -Alec…-suspiró, echándose a temblar, rompiéndose para mí y haciéndome sonreír. Ah, sí. Alec era la palabra que la gente usaba para referirse a mí.
               Evidentemente, también se me había olvidado el tema de los regalos y demás cuando Sabrae se tumbó a mi lado, satisfecha. Nos acurrucamos el uno contra el otro: yo le pasé un brazo por los hombros mientras ella me rodeaba la cintura y me daba un beso en el costado, mirando hacia la puerta mientras yo miraba a la pared, convencido de que en realidad era el suelo y nosotros estábamos flotando boca abajo.
               -¿Qué tal?-preguntó después de un momento de silencio en el que lo único que escuchamos fue la respiración del otro y el golpeteo salvaje de nuestros corazones en los oídos-. El sexo, y eso. ¿Todo a tu gusto?
               -Mm, sí-ronroneé, tirando un poco más de ella para acercar mi cara a la suya y poder besarla. Hundí la nariz en su melena y gruñí al aspirar el dulce aroma de su champú con extracto de manzana; ya no podía comer esa fruta sin pensar en Sabrae. Lo mismo me pasaba con la maracuyá.
               -Menos mal. Quería que esta noche fuera perfecta-comentó, pensativa, mientras se revolvía para marcar un poco las distancias conmigo y empezaba a hacer esa gilipollez que tanto le gustaba y a mí tanto me molestaba: tirarme de los pelos del sobaco.
               La primera vez que lo había hecho, creía que era porque le apetecía chincharme, y yo la había empujado lejos de mí, ante lo que Sabrae me había mirado sorprendida, sin comprender el por qué de mi comportamiento.
               -¡Me haces cosquillas!-le había recriminado, y ella se echó a reír, gateó por la cama y se tumbó a mi lado, tirando y tirando hasta que consiguió arrancarme un aullido-. ¡AU! ¡¡Me has hecho daño, Sabrae!!
               -Es que son tan graciosos-había suspirado ella-. No puedo resistirme.
               -No me jodas, ¿voy a tener que depilarme también los sobacos, tía?
               -Ni se te ocurra-había replicado-. Me gustan tus pelos. Son cuquis.
               -Joder, estás trastornada, hermana.
               -¡Oye! Tú dices que mi coño es bonito, ¿qué diferencia hay?
               -¡Que lo es de verdad! ¿Qué pueden tener mis…? ¡AU!-había vuelto a bramar, y Sabrae se había echado a reír. No le hizo tanta gracia cuando la aparté lejos de mí para impedir que siguiera haciéndome la puñeta.
               Cosa que no tenía pensado hacer ahora. Estaba demasiado borracho de ella como para intentar alejarla, aunque fuera sólo un centímetro. Si hubiera un poco de espacio entre nosotros, por minúsculo que fuera, yo me moriría. Por eso, campaba a sus anchas, sonriendo cuando yo me quejaba.
                -¿Sabes que eso se le hace a los novios?-pregunté, aún con los ojos en el techo.
               -¿Y qué?
               -Pues que yo no soy tu novio-le recordé, y por fin me digné a mirarla desde arriba. Sabrae se quedó quieta un instante, con dos dedos a centímetros de mi piel. Cuando se dio cuenta de que tenía razón, clavó en mí unos ojos suplicantes, del tamaño de melones, e hizo sobresalir su labio inferior en el puchero perfecto. Suspiré, porque los dos sabíamos que yo era incapaz de decirle que no a nada.
               -Vaaale, vaaaale-cedí, dejando que se divirtiera un poco más con mi cuerpo. Sabrae lo debió de interpretar como un gesto de amor incondicional, porque después de unos pocos siseos por mi parte, únicas protestas que salieron de mi boca, Sabrae empezó a darme besos por la cara interna del brazo. Se agazapó como una gata para poder seguir su rastro de besitos por mis músculos, haciendo un triángulo con su boca en la misma dirección que seguía mi brazo, cuya mano me había pasado por detrás de la cabeza mientras suspiraba como si aquella situación no fuera divertidísima para mí. Incluso me dio un mordisquito en el codo antes de continuar por el antebrazo, la muñeca, y finalmente empezar a besarme la cabeza: cuero cabelludo, oreja, mentón, mandíbula, mejilla, ojos, nariz…
               Yo ya tenía los labios entreabiertos, listos para cuando decidiera besarme, pero Sabrae planeó sobre ellos como un avión de papel decidido a atravesar una placa tectónica al completo.
               -Estoy enamorada de ti-confesó, y yo procuré que no se me notara la manera en que me puse a dar brincos internamente de la alegría.
               -No me extraña.
               -¿Ah, no?
               -Se me da muy bien comer el coño-expliqué, y Sabrae volvió a reírse.
               -Y eres muy guapo.
               -Y soy muy guapo-concedí.
               -Y muy alto-añadió.
               -Bueno, soy bastante alto. Aunque, claro, desde tu estatura microscópica, normal que te impresione más que al resto de gente-bromeé. Sabrae se relamió los labios.
               -Y tan bueno…
               -¿En la cama?
               -Y fuera de ella-me besó lentamente y se dejó caer sobre mi pecho, confiando en que yo no dejaría que se deslizara hacia el colchón, como efectivamente sucedió. La rodeé con mis brazos y la hice mirarme a los ojos. Estuvimos así un rato, nadando en la mirada del otro, hasta que ella rompió el silencio-. ¿Qué te apetece hacer ahora?
               En el tiempo que habíamos pasado callados y mirándonos, mi cuerpo había ido recuperando la sensibilidad post-coital y se había dado cuenta de lo cerca, cerquísima, que estábamos. Sabrae tenía las piernas alrededor de una de las mías, su rodilla descansaba en el hueco entre mis piernas, su pecho estaba sobre el mío, su piercing me arañaba, y sus manos rozaban mis brazos, definiéndolos en el espacio.
               Si por mí fuera, nos pasaríamos la noche follando.
               -Todo lo que se me pasa por la cabeza ahora mismo es ilegal-respondí, apartándole el pelo de la cara-. Corrupción de menores-expliqué cuando vi su expresión contrariada, y Sabrae se rió.
               -No es corrupción si yo lo sugiero, ¿no te parece?
               -Sabrae, yo me tomo muy en serio las leyes de mi país. Son esenciales para poder vivir en sociedad.
               -Mi madre es abogada-me recordó, incorporándose hasta quedar sentada a horcajadas sobre mí. Se echó el pelo hacia atrás, reuniéndolo con ambas manos, de forma que arqueó la espalda y sus pechos quedaron en un ángulo delicioso para que yo me incorporara y los besara, algo que le encantó.
               -Pues que vaya construyendo mi caso.
               Nos quedamos así, sentados, besándonos y acariciándonos y de vez en cuando mordiéndonos, pero sin llegar a dar el paso. Después de un rato, me di cuenta de que, si bien estábamos excitados, no estábamos enfrascados en unos preliminares, exactamente: sólo disfrutábamos con el contacto físico. Nos besábamos y nos magreábamos por el simple placer de hacerlo, sin pretender calentar tanto al otro que acabáramos de nuevo teniendo relaciones.
               Y me gustó, la verdad. No recordaba la última vez en la que simplemente me había besado con una chica y aquello  me había bastado. La pubertad había hecho estragos en mí: me había comportado como un chimpancé en celo la mayor parte de mi adolescencia, siempre intentando llegar lo más lejos posible en el menor intervalo de tiempo, como si estuviera en una contrarreloj, porque en cierto modo así había sido. Ahora, sin embargo, con Sabrae el reloj no iba hacia atrás, sino hacia delante, y yo me moría de ganas de ir escuchando cómo daba los cuartos y las campanadas de cada hora mientras seguíamos juntos.
               Ésa es la diferencia entre los rollos de una noche o las follamigas y la persona indicada para ti: que, cuando encuentras a tu media naranja, quieres tomártelo despacio. Descubrirlo todo poco a poco y disfrutar de las sensaciones que, cuanto más duraderas, más intensas  se vuelven. Como sus manos en mi pelo, tirando de mí para dirigir mi boca a la suya. Las mías en su cintura, pegándola contra mí. Su aliento en mi garganta, cuando trataba de separarse pero yo no le dejaba. Mis labios sobre los suyos, mis dientes capturando sus labios, su lengua explorándome y la mía explorándola. Su pelo haciéndome cosquillas en el brazo cuando la abracé, su piercing rascándome el pecho cuando se pegó a mí, sus pestañas rozándome el rostro, su nariz frotándose contra la mía.
               Sabrae empezó a mojarse de nuevo, y por primera vez, yo supe que no iba a disfrutar de esa humedad. Era sólo para ella. Y no me parecía mal.
               -Al…-susurró la notar que se le empezaba a acelerar la respiración. Yo sabía lo que le pasaba: empezaba a ponerse cachonda, pero no creía que pudiera rendir en la cama como lo había hecho hasta entonces. Había sido un día muy intenso para ambos, así que la entendía. Que yo fuera capaz de pasarme la noche practicando sexo no significaba que todo el mundo pudiera, y si yo había llegado a ese nivel era por mucho entrenar. Entrenamiento que Sabrae aún no tenía-. No sé si podré…
               -No te estoy calentando, nena, no te preocupes. Me gusta besarte-contesté, y ella suspiró, aliviada.
               -Menos mal, porque no quiero dejarte a medias precisamente en tu cumpleaños.
               -¿Te refieres a… una segunda vez?-bromeé, y ella sonrió. Me dio un último piquito y me soltó el cuello-. ¿Quieres descansar un poco?-asintió con la cabeza-. Vale, pero por favor, no te duermas, ¿vale? Me has dicho que ibas a estar a mi disposición, y no quiero que te duermas.
               Se rió por lo bajo.
               -Estoy agotadísima, pero lo voy a intentar-respondió, tumbándose en la cama, en un hueco que aún permanecía relativamente intacto. Me tumbé a su lado y empecé a darle pequeños besos, devolviéndole todos los que me había dado mientras yo miraba al infinito y reflexionaba sobre mi suerte, y se rió de nuevo con ese sonido adorable que tantísimo me gustaba-. Es mucho más fácil quedarme despierta así.
               -Por eso lo hago.
               -Sí, seguro… qué caballero estás hecho-me acarició la cara y yo me la quedé mirando.
               -Te quiero.
               -Yo también.
               Se estiró cuan larga era (que tampoco es que fuera mucho) y exhaló un largo bostezo. Levantó la cabeza lo justo para poder fijarse en la parte aún mojada de las sábanas, donde se había corrido antes de meterse en la bañera, y se frotó la cara.
               -¿Crees que deberíamos…?
               -La cama es bastante grande.
               -Pero es un poco cerdada no cambiar las sábanas, ¿no crees?
               -Depende. ¿Tienes alguna fantasía que quieras cumplir esta noche? ¿Que me corra en tus tetas, por ejemplo? ¿O en tu cara?
               No lo decía en serio; por eso, me sorprendió su respuesta.
               -Sí, pero la dejamos para mi cumpleaños. No voy a ser yo siempre la que mande.
               -Joder, Sabrae-balé, hundiendo la cara en la almohada para ahogar un grito. Ella rió-. No puedes decirme estas cosas y luego pretender que... bueno, que me quede tan pancho.
               Me acarició la cara en un gesto maternal.
               -¿No te apetece esperar para probar algunas cosas conmigo? Dicen que lo bueno se hace esperar.
               -No conozco el significado de la frase “apetecerme esperar” cuando estás involucrada. ¿Me das un poco de contexto?-le pedí. Se echó a reír, negó con la cabeza, y me dio un toquecito en el rostro.
               -¿Te importa si me desmaquillo? Mi piel necesita respirar.
               Hice un gesto con la mano invitándola a que hiciera lo que creyera conveniente, y cuando se levantó de la cama para ir a por su neceser, aproveché para abalanzarme sobre la muda de sábanas. Cambié la ropa de cama en tiempo récord, como si estuviera acostumbrado o algo así, y cuando terminé, me asomé al baño. Sabrae aún no había empezado con su sesión de higiene personal.
               -¿Todavía estás así?
               -No había hecho pis después de hacerlo. Y tú tampoco.
               Puse los ojos en blanco.
               -Vale, mamá.
               Le di la espalda a Sabrae y levanté la tapa del baño. No la escuché moverse. Cuando le miré por el rabillo del ojo, la pesqué mirándome de manera descarada el culo a través del espejo.
               -¿Qué miras, pervertida?
               -Me apetece darte un mordisco en el culo-soltó en tono trágico-. Lo tienes súper apetecible.
               -Por mí no te cortes, nena.
               Se apartó para dejar que me lavara las manos (porque soy un cerdo en la cama, pero no en la vida) y se miró con cansancio en el espejo. Empapó un algodón en su desmaquillante y lo miró, pensativa. No hacía falta ser un lince para saber que el cansancio se estaba apoderando de ella a marchas forzadas, y procuré no regodearme en un detalle insignificante: Sabrae nunca, jamás, había vacilado en desmaquillarse cada vez que íbamos a compartir cama. Si los polvos de maquillaje habían sobrevivido a los polvos a secas, se levantaba con diligencia y se iba al baño, o al tocador, y se descubría la cara con el afán de un minero que baja cada día a picar la tierra para ganarse el pan que pondrá en la mesa de su familia. A mí me encantaba presenciar su ritual nocturno, la manera en que su piel brillaba con la luz que sólo los poros bien cuidados pueden proporcionar. Cómo sus ojos pasaban de tener ese aire felino a redondearse un poco más, cómo sus pestañas dejaban de acariciar los confines de la galaxia, y sus labios abandonaban ese tono carmesí para recuperar su tono sonrosado, igual que los sentimientos que me despertaba.
               La solución a aquella situación era obvia, y tampoco un acto de caballerosidad de esos que aparecen en las novelas victorianas. Para mí, era como una oferta dos por uno: ella no quería desmaquillarse, y yo aprovecharía cualquier ocasión que se me presentara para tenerla bien cerquita de mí.
               -¿Puedo desmaquillarte yo?
               Sabrae se giró hacia mí y trató de controlar su reacción, pero la sonrisa que le asomó a los labios me hizo saber que, si yo le pidiera que se casara conmigo, o que pariera a mis hijos sin epidural, ella no dudaría en aceptar.
               -¿Seguro que no te importa?
               Hice un mohín.
               -¿Quién eres y qué has hecho con mi Sabrae? Ella sabe de sobra que aprovecharía cualquier ocasión para manosearla. ¿Vamos a la cama?-le tendí la mano, que ella me cogió. Ahogó un gritito de sorpresa cuando la levanté en volandas, y se echó a reír.
               -Podría acostumbrarme a esto-ronroneó, colgándose de mi cuello con el brazo que tenía libre y dándome un beso en la mejilla.
               -Te tengo demasiado consentida-bufé-. No me extraña que no me quieras decir que sí, si te doy todo lo que te daría un novio sin el compromiso de tener que comprarme algo cada aniversario.
               -¿Si te dijera que sí, me dejarías comprarte cosas cada mes?-preguntó con los ojos entrecerrados, y yo la miré de la misma manera-. Porque puede que, entonces, me compense.
               -No quiero ser un mantenido.
               -Pero te gusta que te hagan regalos-me recordó.
               -¿A quién no?
               -Eso significa que el mío te gustará-se regodeó ella, dejando que la depositara sobre la cama. Le di un nuevo beso en los labios y luego me senté frente a ella, con el disco de algodón que había empapado entre los dedos. Sabrae cerró los ojos y se inclinó hacia mí, y yo me incliné hacia ella, tanto, que podía sentir su respiración abrasándome los labios. Le pasé el disco por los ojos, despacio y meticuloso, sólo para descubrir que apenas me había llevado un poco de sombra dorada; la gran mayoría seguía en su párpado.
               -Hazlo sin miedo, Al.
               -Es que me da cosa hacerte daño.
               -Ni que fueras a sacarme un ojo-sacó la lengua y puso los ojos en blanco, y yo bufé-. Tampoco tienes que acercarte tanto.
               -Quiero hacerlo bien.
               -Algún día te pediré que me maquilles-rió entre dientes.
               -Si quieres terminar hecha un payaso…
               Pero la manera en que me fue guiando y animándome para que presionara más el disco contra su piel me dio confianza, y poco a poco empecé a aumentar la presión, hasta que terminé haciéndolo con la misma fuerza con la que suponía que lo hacía ella. Sabrae movía la cara, calculando cuándo le había terminado de limpiar una zona para que pasara a la siguiente, y pronto su rostro volvió a ser el de siempre, pero no por ello menos hermoso: ella estaba guapísima vestida de fiesta o con el uniforme del instituto, maquillada como una gata o con la cara lavada, guiñándome un ojo bajo las luces de una discoteca o estirándose a mi lado, completamente desnuda, recién despertada.
               Joder, Alec… ya puedes ir buscándote una excusa para no ir a África, porque después de esta noche, no vas a ser capaz ni de dejarla en casa.
               Cuando le dije que ya estaba, Sabrae abrió los ojos y se tocó la cara, buscando restos de un maquillaje que yo había quitado a conciencia.
               -Espera-indiqué, cogiendo un botecito de crema hidratante y mostrándoselo-. La hidratación es importante.
               -Qué bobo eres-sonrió, pero se apartó de nuevo el pelo de la cara y dejó que le aplicara esa crema de textura tan suave y que tan bien olía, porque era como olía su cara. La extendí con cuidado, procurando que no se quedara ningún pegote en ningún sitio, y cuando por fin terminé, le di un besito a Sabrae en la punta de la nariz.
               -Mm. ¿Lleva a albaricoque?
               -Extracto, sí-sonrió ella, abriéndome los ojos por última vez y mirándome con amor. Me acarició la mejilla, mordisqueándose la sonrisa—. Bueno, es hora de que alguien reciba su regalo-celebró por fin, dando un par de palmadas entusiastas. Sin poder evitarlo, miré la puerta, preguntándome quién la atravesaría y decidiendo que no había más posibilidades que Chrissy, la única que no había intervenido en mi cumpleaños más que para mandarme un mensaje larguísimo con su felicitación. La verdad es que me había extrañado que no me llamara, pero viéndolo en retrospectiva, puede que no quisiera que yo notara que tenía algo planeado para mí.
               Sin embargo, Sabrae se incorporó y desapareció por una inmensa puerta corredera de cristal, que yo creía que conducía a la terraza. Regresó con una bolsa de papel de colores en la mano. Miré cómo sacaba una botella de champán de un cubo metálico en el que yo no había reparado hasta ahora, y caminó hacia mí. Se sentó en la cama y me tendió la bolsa.
               -Para ti-anunció, satisfecha consigo misma, mientras yo me la quedaba mirando. No entendía qué estaba pasando. Todavía nos quedaban condones, y a juzgar por la poca tensión  a la que parecían sometidas las asas de la bolsa, no había nada lo suficientemente pesado como para hacerme sospechar que en su interior había geles, o cosas así. Ni siquiera unas esposas serían lo suficientemente ligeras como para  que la bolsa tuviera tan poca presión.
               Estaba tan intrigado por la naturaleza del regalo que apenas podía contener mi imaginación. Mi mente trabajaba a toda velocidad, intentando adivinar qué me había comprado Sabrae que no pudiera darme delante de mis amigos… de su hermano. Por muy buena relación que tuviera con Scott, éste seguía siendo su hermano, y yo no sabía cómo me sentiría si Mimi de repente recibiera regalos de carácter sexual del chico con el que se acostaba. Claro que tampoco es que Mimi se acostara con nadie, según nos había dejado clarísimo en San Valentín a Sabrae y a mí, pero… ya me entiendes.
               Lo único que se me ocurrió que pudiera haber dentro de la caja y que pasara tan poco sería un anillo vibrador, de esos sin pilas. Puede que pienses “madre mía, Alec está obsesionado con el sexo”, pero, ¿puedes culparme, realmente? Recuerda que Sabrae llevaba horas desnuda a estas alturas de la película, había tenido más orgasmos de los que yo podía contar con los dedos de una mano, y para colmo me había comentado de pasada un tema de fantasías sexuales. Créeme, esta chica no da puntada sin hilo.
               O eso pensaba yo, hasta que rasgué el papel plateado en el que había envuelto la pequeña cajita, tan impaciente que ni siquiera deshice el lazo dorado… y extraje un pequeño cubo de plástico, al que le faltaba una cara, en el que había diversas fotos de nosotros dos. Me quedé mudo de asombro, observando las fotos que Sabrae había colocado en aquel cubo en el que debía de introducirse una bombilla para proyectar nuestras caras en la habitación. Sabrae se revolvía, inquieta, a mi lado, esperando a que yo reaccionara al regalo, pero, ¿podía hacerlo?
               Era increíble. Ninguna de las fotos que había puesto en su caja como una muñeca rusa estaba aquí: en su lugar, las fotos eran nuevas: una foto que Bey había subido a Instagram de todos nosotros en la playa de Chipre; una foto con Jordan, tirados en el suelo de nuestro cobertizo mientras montábamos la mesa en la que colocaríamos la tele; una foto con mis padres y mi hermana en Grecia, que Dylan tenía en su habitación…
               … y la mejor de todas era la última, una foto de Sabrae y mía que yo reconocí al momento: nos la habíamos hecho en el iglú, aquella vez que nos habíamos dedicado a enrollarnos, la primera vez que nos habíamos desnudado. Los dos mirábamos a la cámara con ojos brillantes y sonrisas tontas, de ésas que sólo tienes después de una buena sesión de sexo, incluso sin penetración, que era el tipo que yo tenía con Sabrae.
               Puede que no se nos viera nada, pero por la forma en que Sabrae se inclinaba instintivamente hacia mí y yo me inclinaba hacia ella, no había manera de pensar que no fuéramos pareja… o que estuviéramos vestidos. Recordé cómo nos habíamos quedado atónitos cuando Sabrae recibió un mensaje de sus padres y comprobamos que hacía más de diez minutos que se nos había pasado la hora de salida de tan rápido que transcurría el tiempo mientras estábamos juntos. Nos habíamos vestido a regañadientes, sin parar de besarnos, sabiendo que ya no podríamos vivir el uno sin el otro, y yo le había sugerido que el próximo día que fuéramos a quedar, vendríamos a los iglús y lo haríamos en uno de ellos, a lo que Sabrae había respondido con un entusiasmado y jadeante “sí, por favor”.
               Levanté la vista y me la quedé mirando, asombrado, cuando descubrí que no había encargado este cubo en ninguna tienda, sino que se había dedicado a hacerlo ella misma. Las fotos estaban unidas unas a otras por pequeños tubos de silicona que dejaban pasar la luz, y que se iluminarían con colores en cuanto les pusiera una bombilla, estaba seguro.
               Me abalancé sobre ella y me la comí a besos, sintiendo cómo se me cerraba la garganta al darme cuenta de lo afortunado que era por tener a una persona tan increíble como Sabrae a mi lado. Ella se dejó mimar, me devolvió los besos, me revolvió el pelo y sonrió un “oh” cuando empecé a llorar.
               -¿Tan poco te gusta?-bromeó.
               -No sabes lo muchísimo que te quiero-jadeé, tirando de ella hacia mí y escondiéndola en mi pecho. Jadeé en su torso-. Gracias, gracias, gracias.
               -No ha sido nada. No te lo he dado con los demás presentes porque, bueno… tienes una reputación que mantener-bromeó-. Supongo que tendremos que casarnos en Las Vegas, donde nadie nos conozca, para que nadie se entere de lo tierno que eres conmigo-me acarició los brazos y yo navegué en sus ojos.
               -No hay nada que me enorgullezca más que ser tuyo, Saab. Ojalá llegue un día en que no haya ni una sola persona que no lo sepa.
               Ella me acarició el pelo, sus ojos sobre los míos.
               -Inshallah-repitió. Y que lo dijera en el idioma en que se comunicaba con su Dios, asegurándose de que así la escuchaba y la entendía, me conmovió tanto que empecé a llorar como un niño. Sabrae se echó a reír-. ¡Alec!-me recriminó, limpiándome las lágrimas.
               -Lo siento, ¡lo siento! Es que… joder, Sabrae, te quiero tantísimo…
               -Yo también te quiero muchísimo-respondió, apretándome contra ella en un tierno abrazo al que le puso como guinda un beso en la cabeza-. Entonces, ¿te gusta? Se me ocurrió que querrías algo que pudieras llevarte a África que te recordara a todos nosotros, pero que fuera pequeñito para que no ocupara demasiado espacio en tu maleta.
               -Es genial, de verdad. Me encanta.
               -¿De veras?-sonrió-. ¡Uf, menos mal! Cuando te di la bolsa pusiste una cara… estaba convencida de que te esperabas algo completamente distinto. Viendo cómo ha ido la noche, seguro que creías que había comprado un vibrador, o algo así, ¿verdad?-alzó una ceja y yo no sé por qué me sorprendí de que me conociera tan bien.
               -Bueno, la verdad es que me sorprendió que tuvieras algo material. Como hablamos de fantasías y tal, pensé que me tendrías algo de ese estilo preparado. Como un trío-aclaré, y Sabrae arqueó las cejas.
               -No tengo problemas para compartirte con otra persona, pero esta noche no lo voy a hacer-se burló-. Hoy te quiero sólo para mí.
               -O sea, que hay posibilidades de trío en el futuro-ronroneé-. ¿Antes de que me vaya a África?-Sabrae puso los ojos en blanco.
               -Depende de con quién quieras.
               -Chrissy está soltera y sin compromiso-le recordé, y algo en la mirada de Sabrae cambió.
               -Olvídate de lo que te acabo de decir-instó-. Llámala y que se venga-se incorporó y me tendió el teléfono, impaciente, pero no protestó cuando yo lo aparté con un ademán y me incliné para seguir besándola. Sus labios se enredaron en los míos, entregándose a ese beso como si el tiempo ya no existiera para nosotros, lo cual era una descripción bastante acertada de cómo me sentía yo.
               Se inclinó a recoger la botella de champán que había sacado del cubo metálico, y cuando me pasé una mano por el pelo al observar la marca, Sabrae me puso los ojos en blanco.
               -A los regalos no se les hace ascos.
               -No iba a decir nada-protesté, porque era la verdad. Ya que Diana nos había pagado la habitación y había conseguido aceptarla, no iba a protestar por una botella de champán que podía aumentar… ¿cuánto?, ¿cien, doscientas libras de la factura? Ya que había dejado que disfrutara de esa fantasía de lujo, no iba a amargarle la noche a Sabrae protestando por algo que también estaba disfrutando ella.
               O, al menos, eso había decidido cuando entré en la habitación y la descubrí allí, porque en cierto sentido, si bien casaba perfectamente con el entorno, a Sabrae la había visto igual de sorprendida que a mí. Era como si no estuviera del todo habituada a la habitación, lo cual me había hecho pensar que no había ocupado suites con anterioridad, algo a lo que la americana sí parecía acostumbrada.
               Pero que yo sintiera que Sabrae y yo estábamos en el mismo nivel de descubrimiento no significaba que lo estuviéramos realmente, y mis demonios echaron a correr, envenenando los campos en los que crecían mis pensamientos, con una simple acción de mi chica. Con la maña y la tranquilidad de quien está acostumbrado a abrir botellas como ésa, Sabrae se las apañó para quitar el envoltorio dorado y retirar el tapón sin que se derramara ni una sola gota de líquido efervescente, como si lo tomara todos los días. Yo no creía posible que alguien fuera capaz de abrir esa bebida sin derramar un poco, hasta que la vi hacerlo.
               Y entonces, me di cuenta de que si lo hacía con tanta facilidad, era porque estaba más que acostumbrada. Me pregunté si se lo habría visto hacer a sus padres, si Sherezade descorcharía una botella cada vez que ganaban un caso trascendental para su carrera, si Zayn hacía lo mismo cuando lo nominaban a un Grammy, y me di cuenta de que incluso si sus padres se limitaban a sus mayores hazañas (tumbar internacionales en el caso de su madre, y ganar Grammys en el caso de su padre), Sabrae habría visto cómo se abrían muchísimas botellas de champán. Seguramente, más que años llevaba yo en la tierra. Probablemente incluso más que años sumábamos los dos.
               Yo ni de coña había abierto tantas veces una botella de champán. Y las pocas que lo había hecho, habían sido en celebraciones de fin de año, cuando no tiene mérito y lo haces más por la coña que por otra cosa. No tenía ningún éxito que celebrar en mi vida con la bebida de los dioses; ni siquiera un campeonato. ¿Adónde iba ella conmigo, si no tenía ningún tipo de expectativa de futuro? No es que no fuera a conseguir cursar una carrera jodida en la universidad, como Derecho o Arquitectura: es que, directamente, seguro que ni llegaría a matricularme en ninguna carrera. Sabrae, desde luego, no se merecía el futuro que un repartidor de Amazon podía ofrecerle. Ya no digamos el futuro que un chico como yo, que ni siquiera podía quedarse en la ciudad por ella, tenía posibilidades de alcanzar.
               -Para-me dijo ella, cogiéndome el rostro entre las manos y mirándome a los ojos con fijeza. Me sobresaltó su contacto: hacía un segundo estaba en una esquina de la cama, abriendo la botella, y ahora la tenía conmigo, con las rodillas subidas a la cama, las dos manos, un poco frías por el contacto con la botella, en mi rostro. La teoría de la relatividad de Einstein estaba en lo cierto: el tiempo no es algo absoluto, sino que depende de en qué ocupes tus pensamientos.
               -No estoy haciendo nada-protesté, aunque no era cierto, y ella lo sabía. Sabrae siempre lo sabía. Era lo bastante inteligente como para leerme como un libro abierto, ¿o debería decir que me conocía lo suficiente? Porque si fuera lista, no se habría enamorado de mí.
               -Eso no es verdad, Al. Te pasa algo. Te has puesto triste, y creo que sé por qué es-lanzó una mirada con intención en dirección a la botella, que ahora descansaba, descorchada, de nuevo en el cubo metálico. Suspiré, me volví a pasar la mano por el pelo, y susurré con un hilo de voz:
               -Es que… no sé adónde vas  conmigo, bombón. Yo no puedo darte estas cosas.
               -Voy a las estrellas-respondió, paciente pero firme-. Tú me das orgasmos bestiales que no me puede dar nadie más, Alec. Me haces sentir que estoy flotando cuando estamos juntos. Me haces sentir querida, y protegida, como no me lo he sentido en la vida. Sé que soy muy afortunada de que me hayas elegido; créeme, sé de lo que hablo. Sé lo que es que me elijan-sonrió-, que me busquen y escojan quererme en lugar de hacerlo por inercia, así que lo sé valorar mejor que nadie. Que mi hermano me encontrara es algo que voy a agradecerle siempre, porque de ese modo yo pude encontrarte a ti, y tener esto-susurró, pasándome una mano por la nuca. Una de mis manos se posó sobre su cadera mientras sus dedos se entrelazaban en la parte trasera de mi cuello-. Tienes que dejar de pensar que no eres lo suficientemente bueno para mí, Alec. Primero, porque eso sería asunto mío. Y segundo…-jugueteó con un mechón de mi pelo-, porque eso ni siquiera es verdad.
               -Tú te mereces todo esto-repliqué, haciendo un gesto con la mano que abarcó toda la habitación y sacudiendo la cabeza-. El champán, las camas de dos metros, los jacuzzis, las recepciones como palacios… y yo no te lo puedo dar, Sabrae.
               -No me lo puedes dar ahora-replicó, sonriéndome con paciencia-. Eso no significa que no puedas alcanzarlo en un futuro. Además, ¿qué importa? Se te tiene que terminar esta mentalidad súper retrógrada y arcaica de que es el hombre el que tiene que proveer. No pasa nada porque sea yo la que consiga las cosas.
               -Pero yo lo que quiero es conseguirlas para ti, bombón. Lo bueno de tener algo es compartirlo.
               -Y lo vamos a compartir. No importa el origen, Al. No pasa nada porque sea yo la que te mantenga, cariño. Soy una Malik-me recordó con cierta altivez, alzando las cejas-, vamos a ver. El dinero no es problema ni lo va a ser nunca. Y tampoco para ti.
               Me quedé mirando la seguridad con la que me miraba, la verdad que había en sus ojos. Estaba convencido de que Sabrae quería decir cada palabra que me había dedicado. No era la primera vez que esa diferencia entre nosotros me pasaba por la cabeza.
               -No somos de mundos distintos-me recordó, pero yo negué con la cabeza.
               -Que viva en un casoplón ahora no quiere decir que naciera en este mundo, Saab.
               -Lo único que tienes de la personita que eras cuando vivías en el centro es tu nombre, Al. Ni siquiera tu apellido es el mismo. De todos modos… poco importa-reflexionó, acariciándome los brazos en un gesto afianzador y tranquilizador-. Porque tú, de todas las personas de mi vida, eres el único que pasó por lo que también pasé yo. Yo no sé quiénes son mis padres biológicos-sus ojos chispearon, pero no por tristeza, sino por la intensidad del momento-. La única conexión que tengo con mi vida antes de ser una Malik es la cestita en la que me dejaron en el orfanato y en la que mi familia me trajo a casa por primera vez. Puedo descender de una antigua estirpe de diplomáticos, haber nacido entre algodones, y que todo esto me venga por mi sangre-levantó la mirada para mirar las lámparas del techo, y sacudió despacio la cabeza-, o puedo ser hija de unos sintecho que no tenían manera de alimentarme, y en lugar de abandonarme en un descampado o en un contenedor, me buscaron una segunda oportunidad en un orfanato. Los dos sabemos qué opción tiene más posibilidades de ser la correcta.
               Me estremecí de pies a cabeza, considerando por primera vez lo que Sabrae me estaba contando. Tenía todo el sentido del mundo que creyera que provenía de la nada, en el sentido más estricto de la palabra, ella que no tenía pasado y que no sabía nada de su familia biológica. Pero jamás me había detenido a pensarlo en frío, y me sorprendí cabreándome al pensar en lo injusto que sería que Sabrae hubiera venido al mundo en una situación tan crítica como la que acababa de describirme. En la más absoluta miseria…
               Ella era demasiado pura para eso. Demasiado buena. Demasiado… elegante y glamurosa. Debería haber nacido en un palacio, no en la calle.
                No obstante, por mucho que me doliera, tenía que admitir que la posibilidad mayor era la que ella misma acababa de exponer para mí.
               -Tu padre es arquitecto. Vas a un colegio privado. Que tengamos compañeros con beca no quiere decir que no formemos parte de una pequeña élite. Tu casa es grande, y elegante, y preciosa. Mi padre es cantante; mi madre, abogada; yo también vivo en una casa grande y tengo una paga por encima de la media de los adolescentes ingleses de mi edad. Incluso si Diana no nos hubiera regalado esto, tenemos gente de sobra en nuestro entorno que nos podría hacer el mismo regalo sin pestañear. Tus padres, los míos…-se encogió de hombros-. Tú también te mereces un poco de lujo de vez en cuando, Al. No dejes que tus ganas por conseguir personalmente todo lo que poseas te impidan ver que, a veces, la gente no obtiene lo que merece. Y tú te mereces mucho más que lo que consigues trabajando explotado para una multinacional que se basa en la explotación. Todo el mundo se merece esto-hizo un gesto con la mano abarcando la habitación-. Que el lujo sea un privilegio no quiere decir que necesariamente deba estar al alcance de unos pocos, o que casi nadie se lo merezca.
               Estaba sin aliento, procesando sus palabras.
               -O que tú no lo hagas. Porque, si sólo pudiera elegir a una persona para que disfrutara de esto, incluso si no me pedía compartirlo con él, ésa serías tú, Al.
               Sus dientes relampaguearon en una sonrisa feliz cuando terminó de hablar, esperando mi respuesta.
               -No sé qué he hecho para merecerte, Saab-suspiré. Ella se apartó un mechón de pelo de la cara, capturándolo tras su oreja.
               -Es gracioso, porque lo que hiciste sucedió justo hace hoy dieciocho años. Aún me sorprende que, el día que tú naciste, no mandaran mensajeros desde el Palacio de Buckingham anunciando que había un nuevo rey en la ciudad.
               Me eché a reír y la rodeé con mis brazos, estrechándola en un abrazo que le transmitió todo mi amor. Sabrae me acarició la espalda, me dio un beso en el cuello, y me susurró que me haría prometer que dejaría de minusvalorarme de aquella manera, si supiera que no iba a romper mi promesa.
               -Te juro que no lo hago a posta.
               -Si pudieras verte como te vemos las personas que te queremos-comentó, cogiendo el cubo con las fotos que me había regalado-, no volverías a ser inseguro nunca más.
               -A veces me da la impresión de que tenéis una imagen de mí que no se corresponde con la realidad.
               -Tiene gracia-comentó, cogiendo dos copas-: eso es exactamente lo que pienso yo de ti. Es como si tuvieras anorexia, pero en lugar de ser sensible al peso, lo que ves aumentado cuando te miras en el espejo es tu maldad. Y de vez en cuando también está bien ser malo, Al-me pasó una copa de champán y se sirvió otra. Se volvió hacia mí con una mirada divertida y traviesa, brindamos y nos besamos, y nos besamos, y nos besamos. Joder, no quería que esa noche se acabara nunca. Ojalá pudiera cumplir años todos los días, si eso significaba pasar noches increíbles con Sabrae, en una habitación de hotel que ni de coña podía permitirme, bebiendo champán más caro que mi sueldo de un mes, hablando de la vida, de las cosas que me daban miedo y de las cosas que esperaba conseguir algún día (lo cual se reducía a, básicamente, pasar el resto de mis días con Sabrae), sintiendo cómo la tensión sexual existente entre nosotros aumentaba y lo poco que necesitábamos la ropa para sobrevivir.
               Lo mejor de todo era que podía pasar tiempo a solas con ella dejando que su felicidad me empapara. No había nada que me gustara más que sentir que Sabrae era feliz gracias a mí: era completamente contagioso. Estábamos tan conectados que nuestro estado de ánimo se acoplaba al del otro, encajándose como las piezas de un puzzle hecho tan sólo de dos.
               El alcohol hizo que Sabrae se espabilara de nuevo, y mientras yo miraba cómo pululaba por la habitación, tirado en la cama sin creerme mi suerte, ella revolvió en la cesta que había colocada sobre un mueble, justo al lado de unas orquídeas que estaba considerando secuestrar para llevárselas a Sherezade (nunca está de más hacerle un poco la pelota a tu suegra). Resultó que desde el hotel querían desearme un feliz cumpleaños invitándome a una sesión para dos personas en el spa de la planta baja, y deseaban que me fuera a la cama con el estómago lleno gracias a las sugerencias personalizadas del chef.
               -¿Cómo que personalizadas? ¿Es que me van a hacer las albóndigas de mi madre?
               -Digamos que tengo un poco de enchufe en cocinas y puede que vayamos a desayunar lo que a ti más te guste-rió Sabrae, sentada en una silla con un pie subido sobre ésta, y el otro colgando.
               -¿Te van a decorar el coño con nata?-pregunté. Sabrae puso los ojos en blanco.
               -Estás obsesionado, Alec.
               -Si te hubieras comido el coño alguna vez, lo entenderías.
               -Si pudiera comerme el coño a mí misma, sería la feminista perfecta y no necesitaría a ningún hombre-puso los ojos en blanco.
               -Creía que el feminismo no iba sobre odiar a los hombres.
               -No, el feminismo y el odio a los hombres son dos cosas distintas-asintió Sabrae, dándole la vuelta a la tarjeta con el mensaje del director del hotel que le había pedido que me leyera en voz alta-. Otra cosa es que yo esté de acuerdo con ambas posturas.
               -Pues para odiar a los hombres, bien que te gusta correrte en mi cara-comenté, enfurruñado, mirándome las uñas. Sabrae abrió los ojos como platos y me lanzó un cojín.
               -¡ALEC!
               -Las verdades duelen, ¿eh, nena?-ella me hizo un corte de manga.
               -Que te jodan.
               -En eso estoy, a ver si tengo suerte-palmeé la cama a mi lado y Sabrae, servicial cual corderito, trotó hacia mí con la cesta en la mano. Revolvimos en su interior: lotes de higiene personal (femenina y masculina) de marca, una caja de bombones, otra de preservativos (Sabrae y yo nos miramos, levantamos las cejas a la vez y apartamos la caja de condones, sólo por si acaso), un tarrito de caviar y un cuenco hermético en el que habían depositado gambas con salsa rosa, de las que Sabrae y yo dimos buena cuenta. Una tabla de quesos, un racimo de uvas, dos manzanas…
               -Qué aleatorio es esto-murmuró Sabrae, abriendo otro pequeño cuenco en el que había fresas bañadas en chocolate.
               -Es por los condones.
               -¿Qué?
               -Las fresas con chocolate. Se supone que son afrodisíacos.
               Sabrae parpadeó.
               -Si querían que folláramos, deberían habernos puesto algún juguete sexual. Yo tengo ganas de un succionador de clítoris-soltó, pagada de sí misma. Silbé.
               -Qué elegante. ¿Qué pasa? ¿Va contra tus principios feministas pedirle a tu novio que te compre un succionador de clítoris?
               -Sólo te estaba dando ideas para mi cumpleaños, Al.
               Sonreí, soberbio.
               -Yo no soy tu novio, Sabrae.
               Me fulminó con la mirada.
               -Y bien que te jode-acusó, altiva. Le acaricié el culo y le dije que no mucho, en realidad, porque era la verdad. Prefería estar en Londres y no ser nada de Sabrae, pero por lo menos compartir cama con ella, a estar en el quinto pino (en Etiopía, por ejemplo, ostentando el mejor título de la historia).
               Sabrae sacó las fresas, curiosa, y se tumbó a mi lado para degustarlas. Se llevó un par a la boca antes de preguntarme si a mí no me gustaban, y yo le dije que lo que estaba esperando era que me las diera. Puso los ojos en blanco.
               -¿Cuántos años tienes? ¿Dos?
               -Sí. Aah-abrí la boca, impaciente, y Sabrae esbozó un gesto de fastidio, pero disfrutó alimentándome como si fuera un mocoso. Cuando yo empecé a darle a ella fresas, entendió de qué iba todo aquello. Eran la ocasión perfecta para calentarnos el uno al otro: nos mordíamos los dedos, nos los chupábamos, siempre mirándonos a los ojos y haciendo que la temperatura subiera. Casi deseé que hubiera sirope de chocolate para poder seguir jugando con ella, y estuve a nada de llamar al servicio de habitaciones, pero me disuadió el hecho de que Sabrae empezó a besarme, y no quería que nadie nos cortara el rollo si al final nos animábamos.
               Nuestros dedos chocaron en el hueco de las fresas cuando se acabaron. Exhalamos un gemido de frustración al ver que ya no había más, y Sabrae me pidió que buscara algo con lo que seguir el juego.
               -Ahora entiendo a qué te referías-comentó con frustración, la voz un poco ronca y la respiración acelerada. Me reí, y eché un vistazo al interior de la cesta.
               En un rincón, había una pequeña cajita de cartón. La abrí, preguntándome si habría en su interior otro tarrito con caviar, y fruncí el ceño al encontrarme con una bolsita transparente, pequeña, de ésas en las que viene la medicación. En su interior, había una masa blanca.
               La saqué y me la quedé mirando, estupefacto.
               -¿Qué pasa?
               -¿Has pedido tú esto, Sabrae?
               Ella se incorporó para poder ver a qué se debía mi cambio de actitud. Extendió los dedos para que le dejara coger la bolsita, y contuvo la respiración un segundo. Observé a Sabrae analizar la bolsa, sin abrirla (podría liarse muy gorda si lo hacía), en completo silencio.
               -Esto es…
               -Cocaína-asentí con la cabeza, y ella me miró, asustada.
               -Yo no la he pedido, Al. Te lo prometo.
               -No pasa nada.
               -Debe de ser un error. Diana me dijo que pediría que dejaran una cesta en nuestra habitación como la que le preparan a ella; dice que las del Savoy son las mejores cestas que ha probado en este continente.
               -Joder. Pues la coca es americana, así que eso del kilómetro cero no se debe de aplicar a las drogas-musité, pero Sabrae no se rió. La miré, y comprobé que no me estaba escuchando. Estaba muy concentrada examinando la minúscula bolsita-. Sabrae.
               -¿Alguna vez la has…?-preguntó, y yo asentí.
               -¿Probado? Sí, unas pocas veces. Por experimentar.
               Sabrae me miró un segundo, y luego volvió a mirar la bolsa.
               -¿Y lo has hecho puesto?-quiso saber, y yo me revolví en el sitio. Todas aquellas veces habían sido sin ella. La última, sin embargo, tenía un cariz diferente: la había tomado para poder hacerlo con la chica con la que estaba, porque Sabrae ya formaba parte de mi vida.
               -Sí. La última fue… ya sabes cuándo.
               Sabrae levantó los ojos definitivamente por fin.
               -¿Te gustaría hacerlo conmigo?-preguntó. Se me secó la boca, porque no pude evitar imaginarme la sensación. Si ya de por sí era increíble las veces que lo había hecho, con Sabrae, que me entendía tan bien, que me ponía tanto y con la que disfrutaba de esa manera… seguro que era increíble. La oferta era demasiado apetitosa para resistirse.
               -¿Por qué lo preguntas? ¿A ti te apetece?
               Sabrae bajó la vista de nuevo, para mirar la bolsa.
               -Porque si es porque a ti te apetece, si quieres, podemos probarlo. Por una vez, no va a pasar nada. Pero sólo porque tú quieras, bombón. Es decir, la sensación es guay, y estando conmigo no te va a pasar nada, porque controlo bastante bien, pero… de esto tienes que estar segura. Es algo serio.
               A Sabrae se le tiñeron las mejillas de un suave tono sonrosado mientras reflexionaba.
               -He leído… bueno…-se aclaró la garganta y se apartó un mechón tras la oreja-. He leído que es algo muy placentero.
               -Sí, está bastante bien, la verdad.
               -Y me gustaría probarlo… contigo. Ya que se nos presenta la ocasión…
               Sabrae dejó la bolsita sobre el colchón, en el espacio entre nosotros. Parpadeó, mirándome como un búho. Me iba la mente a mil por hora. Me debatía entre dejarme llevar por mis instintos (hacernos una raya, tomárnosla y follármela como un animal) y la razón: Sabrae era joven, las drogas no eran algo con lo que hubiera que jugar. ¿Y si se volvía adicta? ¿Y si acababa como Diana, colocándose en las esquinas, negando que tuviera ningún problema y riéndose cuando le ofrecías ayuda?
               No va a pasar nada, me dijo una voz en mi cabeza. A ti no te ha pasado nada. Diana lo toma muy a menudo, pero tú lo has probado y no eres un adicto.
               Cogí la bolsa y la abrí, con manos temblorosas. Sabrae se revolvió en su asiento y abrió mucho los ojos, se relamió y jadeó cuando vertí un poco de líquido blanco sobre el dorso de mi mano. La miré.
               -¿Seguro que quieres hacer esto?
               -No voy a probarlo en mejor compañía que contigo-asintió. Tragué saliva, mirando el pequeño montículo. Me llevé un dedo a los labios para humedecerlo, y lo hundí en la montaña, hasta que la yema capturó la escarcha. Sabrae se pegó un poco más a mí, expectante.
               Tienes que darle lo que quiere, Alec, y lo que quiere es probarlo, probarte a ti.
               Tienes que cuidarla, Alec, y cuidarla implica no drogarla.
               Sabrae me rodeó la muñeca y me miró.
               -No tiene por qué pasarme nada, ¿verdad?
               ¡No!
               Sí.
               -No… lo sé-admití. Sabrae se relamió, observando el montículo con aprensión. Se me encendieron las alarmas, y antes de que pudiera cambiar de idea, soplé para que la cocaína espolvoreara la habitación. Sabrae dio un brinco.
               -Podemos pensárnoslo. No tiene por qué ser ahora; puede ser cuando tú seas un poco más mayor, y hayas meditado sobre ello.
               -Me parece buena idea. Además… las drogas le hicieron mucho daño a mi padre-comentó con tristeza-. No creo que a él le hiciera mucha gracia… me da un poco de respeto, ahora que lo dices. Yo sólo… quiero disfrutar contigo. Hacer algo nuevo-comentó, acariciándome el brazo.
               -No pasa nada, nena. Hay un montón de cosas que podemos hacer tranquilamente sin necesidad de drogarnos. Yo me lo paso genial juntos sin tener que tomar cocaína. Confieso que me pone mucho pensar en hacerlo contigo colocado, pero… no es mi prioridad-le besé la cabeza y Sabrae suspiró.
               -No sé qué bicho me ha picado, la verdad. Siento haberte puesto en esta situación.
               -Eh, no pasa nada. La tentación es grande-me encogí de hombros-. Simplemente tenemos que tener cabeza de vez en cuando.
               -Uf, me da mucha rabia. ¿Podemos rebobinar y fingir que esto no ha pasado?
               -¿Qué no ha pasado?-pregunté con inocencia fingida, y Sabrae se echó a reír. Apartó la bolsita a un lado para no tener que pensar más en ella y me abrazó por el costado.
               -Siento haberte dicho que no en tu cumpleaños, Al. No pretendía dejarte sin regalo tan pronto.
               -Espera… ¿la oferta sigue en pie?
               -Sí, ¿por qué?-me miró desde abajo-. ¿Es que tienes algo que quieras pedirme?
               -Sí. Bueno, más que pedirte, es proponerte, pero quiero asegurarme de que me dices que sí porque te apetece, no porque te sientas presionada.
               -No lo haré-me prometió.
               -¿Me prometes que tendrás una actitud abierta, pero no servicial?
               -Oh, vamos, Al. Dime de qué se trata y ya está. Tampoco puede ser tan malo.
               De hecho, ella sí que lo consideraba malo. Me había dejado bastante clara su postura hacía unas semanas, cuando me contó las desgracias que había detrás de algo con lo que yo había disfrutado tanto, una auténtica industria enmascarada cuya imagen había cambiado radicalmente para mí desde que hablé con Sabrae.
               No es que hubiera dejado de consumir porno, por supuesto, pero… digamos que ahora lo hacía de manera más responsable, “sensible” si lo prefieres. Lo cual, creo, entraría dentro de los límites morales de Sabrae, y me permitiría cumplir con una de mis fantasías más antiguas.
               -¿Podemos ver porno?-pedí, y Sabrae abrió los ojos como platos. Ahora sí que parecía una lechuza-. Es que me da morbo verlo contigo.
               Siguió con la vista fija en mí, negándose a apartarla. No me digas que no aún, le pedí internamente. Sabía que para ella supondría un conflicto brutal: su posición con respecto al porno era tajante, y yo la comprendía, e incluso la compartía. Siempre había pensado que las actrices se metían en el negocio porque les atraía (¿qué podía haber mejor que hacerte famosa por tu manera de follar?, había pensado yo antes, a lo que había que añadir el aliciente económico de hacer algo que te causaba placer y encima cobrando por ello… en fin, lo que parecía un sueño), no por necesidad, y que se mantenían dentro por las mismas razones. Que Sabrae me hablara de los abusos cometidos dentro del porno había cambiado de manera radical mi manera de consumirlo: ahora, me limitaba a vídeos de parejas amateur que se grababan por puro vicio y lo subían para sacarle una rentabilidad.
               El tema de que las escenas mostradas eran denigrantes para la mujer me parecía más discutible, sobre todo en los ámbitos en los que yo me movía ahora. Y me parecía lo suficientemente buena como excusa como para que Sabrae lo considerara.
               -Bueno… no sé, Al…
               -Ya sé cuál es tu opinión al respecto, y créeme si he tardado en pedírtelo precisamente por eso. Me gustaría mucho ver algo contigo, pero si te sientes incómoda, no pasa nada. No lo vemos, y ya está. Por supuesto, si decides darle una oportunidad, voy a buscar algo que supongo que te gustará. Te interesará saber que ya no veo vídeos de productoras, ni nada por el estilo. Todo lo que consumo es casero. Casi indie.
               Sabrae me estaba mirando.
               -¿Sabes que el hecho de que un vídeo no parezca de una productora no significa que no lo sea?
               -Sí, claro. Pero me informo bastante. Sólo veo cosas de parejas. Ahí es más difícil que haya abusos. Es como si nosotros nos grabamos haciéndolo-su expresión cambió radicalmente-. Que no te lo voy a proponer, ¿eh? De hecho, nos meteríamos en un lío bien gordo como se nos ocurriera grabarnos. O sea, no es que no me apetezca… vaya si me apetece, pero… tú eres menor.
               Sabrae asintió despacio con la cabeza.
               -¿Eso es un sí?-pregunté, y ella volvió a asentir-. ¿Sí a qué?
               -Sí a todo.
               -¿Qué es todo?
               -A todo lo que acabas de decir. Vale, probemos a ver porno.
               Salté de la cama como alma que lleva el diablo, decidido a no tardar nada para por si cambiaba de opinión.
               -Y no me importaría que nos grabáramos algún día-confesó en voz baja, poniéndose roja como un tomate. Me giré y la miré.
               -¿Eh?-pregunté con un hilo de voz, seguro de no haberla oído bien.
               -Que me gustaría hacer un sextape algún día-repitió en voz más baja, sin saber dónde meterse. A esas alturas, yo ya no daba pie con bola. Me llevó tres intentos conseguir encender la tele, cuatro activar la proyección de mi móvil, y siete acertar en la aplicación de PornHub. Me tumbé al lado de Sabrae, que había cruzado las piernas y enredado sus tobillos, y movía los pies, impaciente.
               Tuve que iniciar sesión en la cuenta de PornHub. Tecleé mi correo y la contraseña, dejándoselo en visible por si… bueno, por si le apetecía usarla (imaginármela entrando en mi cuenta y recurriendo a alguno de mis vídeos favoritos me puso fatal).
               -Joder, Alec-protestó, negando con la cabeza.
               -Ya tenía pagada la suscripción, ¿vale?-me defendí-. Cojo la anual porque es más barata.
               Sabrae tragó saliva.
               -¿Cuánto cuesta?
               -¿Por qué?-la fulminé con la mirada.
               -Por si le cojo el vicio y la usamos a medias-bromeó. Se me desencajó la mandíbula.
               -¿Qué?
               -Es broma. ¡Es broma! Lo siento, es que… ¡estoy tan nerviosa! ¡Y tú estás que te subes por las paredes! Por favor, dime que no me vas a poner un vídeo de una orgía, o algo así, y por eso estás de esta guisa.
               -No te voy a poner un vídeo de una orgía. No, a menos que con eso consiga que te aficiones al porno.
               -No me voy a aficionar al porno-sentenció, decidida.
               -Ya, seguro que no.
               -Ya lo verás.
               -Sí, ya lo veremos-discutí, navegando por mi página. Sabrae echó un vistazo por encima de mi hombro, conteniendo la respiración. Toqué un vídeo que me sabía de memoria, demasiado largo para una sesión masturbatoria en solitario pero perfecto si estabas en pareja (ya había probado con vídeos parecidos con Chrissy y Pauline, y el efecto era mágico a partir de los primeros quince minutos).
               Mi chica se mordió el labio cuando apareció el logo del canal de la pareja, dos franceses que habían colaborado con la web para un vídeo contra el cambio climático hacía años. Me cogió la mano y exhaló sonoramente cuando la chica se quedó completamente desnuda ante la cámara.
               -Está buenísima-comentó, y yo la miré.
               -Igual que tú.
               Sabrae me miró un segundo. No podía apartar la vista de la tele, y yo no podía apartar la vista de ella. Vi cómo se le ponía la carne de gallina, y me incliné para besarla. Le mordisqueé el cuello, la oreja, el mentón, y descendí por su cuerpo.
               Cuando le separé las piernas para saborear su placer, descubrí que estaba empapada. Ya respiraba con dificultad cuando levanté la vista y la miré.
               -Si hubiera sabido que ibas a reaccionar así, te habría puesto a ver porno mucho antes.
               -He accedido porque es tu cumpleaños. Sólo estoy siendo considerada. No vamos a hacer esto más-sentenció, y yo me reí.
               -Sí, seguro. ¿También estás cachonda perdida por consideración? ¿O es la adrenalina de casi drogarte?
               -Seguro que le has echado algo a la habitación. Una especie de ambientador sexual, o algo así.
               Escalé hasta estar frente a frente con ella.
               -Esto, cariño, se llama experimentar con tu sexualidad. Te recomiendo que lo hagas de vez en cuando.
               -¿Estos tienen más vídeos?-preguntó, viendo cómo el chico penetraba a la chica y ella empezaba a gemir. Sonreí.
               -¿Por qué? ¿No te está gustando?
               -No está mal-respondió.
               -No está mal-repetí, aguantándome la risa-. Ya. ¿Y esto?-pregunté, masajeándole el clítoris-. ¿Qué tal está?
               Sabrae me sujetó la muñeca, con los ojos cerrados y los dientes hundiéndose en sus labios.
               -Eso… uf. Está mucho mejor.
               -¿Sabes, nena? Si tanto te va a gustar ver porno, quizá podamos fingir que es mi cumpleaños más a menudo.
               -Cierra la boca, Alec.
               -¿En algún lugar en particular de tu cuerpo, o me dejas escoger?
               La sonrisa que me devolvió fue oscura, excitada.
               -Tú eres el experto. Me pongo en tus manos-respondió, hundiendo los dedos en mi pelo, y por fin dejando de prestarle atención a la puta pantalla. Puede que ponerla a ver porno no hubiera sido tan buena idea, después de todo.
              

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1 comentario:

  1. Estos dos chavales me traen por la calle de la amargura te lo digo de verdad Erikina. No entiendo porque son tan jodidamente monosos y puchis y entrañables pero es que yo me muero cuando se pone así de cariñosos el uno con el otro (necesito calor humano)
    Casi me mato con el momento de Alec desmaquillando a Sabrae, me dicen a mis eso y no sonrío, me quito las bragas y se las meto en la boca vaya.
    El momento coca me ha tenido muy tensionada porque por una parte estaba maemia el polvazo que van a echar puestisimos y por otro estaba (QUE LA NENA SOLO TIENE 14 CASI 15 POR DIOS NO) y menos mal que no ha pasao la vd.
    Pd: como me veía venir el momento porno en algun momento desde que se pusieron a verlo juntos hace unos cuantos capítulos y Sabrae se puso cachonda como una mona.

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