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La última vez que había formulado una pregunta que me
había requerido el mismo coraje que la de ahora, también había querido que la
respuesta fuera afirmativa.
La chica
había sido la misma.
La
situación, más bien parecida: yo, con el alma en la mano, ofreciéndosela a modo
de regalo, mientras miraba a los ojos de la mujer a la que amaba.
Lo
único que cambiaba era mi seguridad: mientras que entonces había creído que tenía
muchas posibilidades de obtener la respuesta que yo deseaba, ahora sabía a
ciencia cierta que era imposible que me rechazara. No podía repetir la
respuesta que me había dado hacía meses, porque veía en sus ojos que no era lo
que deseaba. Su mirada me respondió al milisegundo de yo terminar de hablar, y
por mucho que su boca dudara, yo ya tenía la contestación que quería.
Por
todo eso era por lo que sabía que lo mío con Sabrae sobreviviría a lo que
fuera: tiempo, distancia, problemas… nada importaba cuando se trataba de ella;
siempre, siempre, siempre la querría. Lo llevaba escrito en mi código genético de
la misma manera que estaban sellados mis rasgos físicos o mi personalidad;
estaba destinado a ella desde el momento en que nací, y no importaba lo mucho
que intentáramos alejarnos el uno del otro: tarde o temprano, el destino
volvería a juntarnos, porque jamás conseguiríamos separarnos realmente.
Sin
embargo, que los dos fuéramos conscientes de la fuerza de nuestra conexión no
implicaba que, en ocasiones, no nos diera miedo. Saberse hecho de polvo de
estrellas no impide que, al levantar la vista, sientas una curiosa sensación de
vértigo invertido al darte cuenta de que no hay nada más diferente entre un
humano y un sol. E incluso Sabrae, hecha del éter que lo mantenía todo en su
sitio, de la luz que iluminaba la belleza y el calor que había propiciado la
vida, era incapaz de escapar de esa sensación, de no sentir ese miedo.
Es
por eso que se apartó ligeramente de mí, como si mi cuerpo estuviera hecho de
lava, y el suyo de fuego, y no quisiera que nos mezcláramos en una nube de
vapor que flotaría en el techo hasta encontrar la manera de fusionarse con las
constelaciones.
Paciente,
sabiendo que su impulso por poner espacio entre nosotros no se correspondía con
sus deseos, bajé mis manos a su cintura y tiré de ella suavemente para
colocarla en la misma posición en que había estado antes. Sabrae no habló, y yo
tampoco: me limité a pasar las manos por su anatomía para acercármela, rozando
sus preciosos pechos mientras la agarraba de la cintura. No pude evitar
quedarme mirándolos, pensativo. Cuando recibía un correo para realizar algún
trámite del voluntariado, normalmente estaba a solas en mi habitación, y en
consecuencia podía engañarme con menos dificultad a mí mismo, diciéndome que
estaría bien, que podría con todo… lo cual, evidentemente, cambiaba cuando
estaba con Sabrae. Todo su cuerpo encajaba en el mío demasiado bien, como si
estuviera hecha exactamente a mi medida, y eso siempre me hacía preguntarme si
no estaría cometiendo el error de mi vida siguiendo con unos planes que había
hecho en un momento en que ella no significaba para mí lo que significaba
ahora, una etapa obsoleta en la que Sabrae Malik era una nebulosa en un rincón
de mi telescopio, en lugar del sol que me permitía contar los días con sus
sonrisas y sus miradas.
Cómo
iba a echarla de menos cuando estuviera en el voluntariado. África no sería lo
mismo sin ella: la cuna de la vida se quedaría yerma, nada me interesaría
porque ella no podría más que imaginarse mis recuerdos, en lugar de vivirlos
conmigo. Echaría de menos su melena, sus ojos, sus deliciosos labios; sus
hombros, sus dulces senos, su cintura, sus caderas, su chispeante sexo, sus
piernas, sus pies. Su calor corporal, su olor, la inflexión de su voz
dependiendo de su estado de ánimo, el calambrazo que sentía cuando su boca se
acercaba a la mía, las cosquillas que sus pestañas me hacían en las mejillas
cuando nos besábamos, y el escozor en la espalda cuando la hacía mía de una forma
que le encantaba, y sacaba al animal que llevaba dentro.
No
pude evitar que mis pulgares acariciaran la curvatura de sus pechos, esas
pequeñas montañitas que tanto me gustaban. No me malinterpretes; todo su cuerpo
me encantaba, pero algún rincón tenía que ser mi debilidad… y, quitando la
cara, sus tetas se llevaban la medalla de oro. No en vano, eran el primer lugar
en el que había una marca permanente de mi entrada en su vida: su piercing.
Voy a echarlos de menos… la forma en que se
erizan para mí, la forma en que se agitan cuando respira. Voy a echarlos mucho,
muchísimo de menos…
… porque quiero.
Levanté
la vista y miré a Sabrae, que seguía observándome como el explorador que se
encuentra con un ejemplar majestuoso de una especie aún por descubrir.
Quiero quedarme.
¿Necesito que ella me dé una
excusa, realmente? Porque, en realidad, ya la tengo.
La excusa es ella.
La excusa siempre es Sabrae.
-¿Quieres
que me quede?-repetí en un susurro, y Sabrae se relamió los labios. Estando tan
condenadamente cerca, era muy complicado decirme que no. Si ya de por sí le
resultaba duro mentirme, cuando estábamos así de cerca, así de desnudos, así de
conectados… era imposible para ella de la misma manera en que lo era también
para mí.
-Alec…-suspiró
suavemente, negando despacio con la cabeza, pero yo sabía que ese gesto no
significaba no, no quiero que te quedes, sino
no, no puedo hablar de esto ahora. Pero
si no lo hablábamos ahora, ¿cuándo volvería a tener el coraje necesario para
ponerme en sus manos de esta manera? El amor que me había desbordado mientras
lo hacíamos me había soltado la lengua, me había empujado a entonar la
declaración más bonita que jamás había hecho, vertiendo toda mi alma en mis
palabras y todas mis palabras en sus oídos.
Jamás
volvería a ser así de valiente. Yo lo sabía. Por eso necesitaba que me sacara
del agua ahora, antes de que viéramos si me estaba ahogando o aprendiendo a
nadar.
-Si
quieres que me quede… yo me quedo-le prometí, tirando un poco más de ella,
pegándola aún más a mí. Sabrae se relamió de nuevo y me pasó una mano por el
pelo, hundiendo los dedos en mi mechones ensortijados del color del chocolate-.
Sólo tienes que pedírmelo.
Exhaló
un suave suspiro.
-No
puedo pedirte eso, Al.
-Sí
que puedes-insistí, cogiéndole la mano que tenía en mi pelo y acariciándole la
palma con el pulgar. Sabrae negó despacio con la cabeza.
-No,
no puedo, Alec.
No te cierres en banda, nena, pensé para
mis adentros. No, ahora que estábamos tan cerca. Si ella me decía que me
quedara, yo lo haría, y no me sentiría egoísta por haber puesto mis intereses
por delante de los de las muchas personas a las que iba a ayudar, decidiendo
quedarme con quien yo más quería, donde más necesitaba estar, en lugar de, por
una vez, pensar en lo demás en vez de en mí. La única oportunidad que teníamos
los dos de celebrar nuestro primer aniversario juntos se nos presentaba en este
momento, y yo no iba a malgastar energías pensando que ni siquiera teníamos una
fecha fija para celebrar. ¿Cuándo es el aniversario con alguien a quien ni
siquiera puedes llamar novia, pero a la que el término “follamiga” se le queda
tan corto?
Puse
su mano sobre mi pecho, exactamente en el lugar donde se encontraba mi corazón,
martilleando acelerado contra mis costillas. Si había una parte de mi cuerpo
que sabía de la importancia de ese momento, ésa era mi corazón.
Sabrae
parpadeó, concentrada en mi pulso, más alto de lo que se esperaba. Incluso en
las sesiones de sexo más salvaje, no se me desbocaba tanto como lo hacía ahora.
Acostumbrado como estaba a hacer deporte de alto impacto, Sabrae no solía
suponer un problema para mi respiración y mi ritmo cardíaco. Comprobar de
manera inequívoca mi agitación le hizo ver que iba completamente en serio.
-¿Lo
notas?-pregunté, y Sabrae levantó los ojos de mi pecho a mi mirada. La conexión
que teníamos se intensificó: allí, con su mano en mi pecho, mi miembro en su
interior, y nuestras miradas entrelazadas, el mundo dejaba de existir. El
universo desaparecía en los confines del cuerpo de Sabrae y del mío-. Es un
tambor, indica la marcha a la que iré a la guerra por ti. A todas las guerras
que tú me pidas, bombón-solté su mano, que ella dejó sobre mi corazón, y acuné
su rostro con mi mano. Tenía los dedos hundidos en su melena, y el pulgar
siguiendo la línea de su mentón-. Si estoy dispuesto a ir a la guerra por ti,
¿por qué crees que no deberías pedirme que me quede aquí?
Sabrae
tomó aire y lo dejó escapar muy, muy despacio, eligiendo con cuidado las
palabras, algo que hacía cuando no quería herir mis sentimientos… o cuando los
suyos le dolían tanto que su interior estaba hecho de aristas. Retiró despacio
la mano de mi pecho mientras hablaba, y una extraña sensación de frío se
apoderó de la piel que antes había estado en contacto con la suya.
-No
puedo pedírtelo no porque piense que no lo vas a hacer, Al. Sé que lo harás. Es
precisamente por eso por lo que no sería justo para ti que yo pronunciara esas
palabras.
-Es
que ni siquiera tienes que pronunciarlas, nena. Ni siquiera tienes que decirlo
en voz alta; puedes escribírmelo en la mano-le ofrecí, separando la mano que
tenía en su mentón de su rostro y colocándola entre nosotros. Sabrae bajó la
vista para mirarla-. Es una palabra corta, no tardarás mucho.
Lo
hice yo, para que viera a qué me refería, como si Sabrae fuera estúpida y no
lograra entenderme, cuando sus dudas se debían a algo diferente, algo que yo
sentía en mi interior. Primero una S, luego una T, después una A y por último,
una Y. S-T-A-Y. Quédate. Cuatro letras, igual que lo más importante de un “te
quiero”… el te quiero que ella había temido decirme, y que yo ahora le había
rechazado.
Sabrae
sacudió la cabeza, de manera que sus rizos azotaron nuestros rostros. Me dio un
golpecito en la mano con la palma de la suya, y sus dedos capturaron mi muñeca
antes de que yo pudiera escapar. Como si lo fuera a hacer.
-¿Tú
quieres quedarte?
Me
frustró que se saliera por la tangente, tanto porque mi respuesta era más que
evidente, como porque era completamente innecesario que me pidiera una confirmación.
Ella sabía que yo quería quedarme a su lado tan bien como yo sabía que ella lo
deseaba.
-Lo
que yo quiera no importa ahora, Sabrae.
-Claro
que importa-respondió, y se le humedecieron los ojos-. Es tu vida.
-Es nuestra vida-respondí, cerrando los dedos
en torno a su muñeca, sellando así el pacto.
Se
mordió el labio, apartó la mirada, buscando un espacio para pensar. Me imaginé
que necesitaba un poco de distancia, de modo que hice amago de soltarla,
alejarla un poco de mí para que reflexionara tranquilamente. No podía llegar a
una conclusión que considerara enteramente suya mientras mi cuerpo estuviera
invadiendo el suyo.
-No-me
pidió, siendo ella la que tiró de mí esta vez. La fricción en nuestros sexos se
hizo deliciosamente placentera, en contraste con el momento que estábamos
viviendo-. No, por favor. No quiero que te separes ni un milímetro de mí.
-Creía
que querías espacio. Que necesitabas pensar.
Sonrió.
-Tú
no eres el único que no piensa con claridad cuando le ve la cara al otro,
Al-ronroneó, cariñosa, poniéndome una mano en la mejilla y acercándose para
besarme en los labios. Sonreí.
-Imagínate
entonces lo nerviosa que podría seguir poniéndote si me pidieras que me
quedara-repliqué, juguetón, poniendo las manos en su espalda y atrayéndola
hacia mí. Sabrae contuvo un jadeo.
-Yo
no podría hacerte eso, sol.
-Sí
que podrías…
Puso
sus brazos en mi pecho, doblados, de manera que hacían de barrera para que yo
no la pegara más a mí. Si la encajaba en mi pecho, estaría perdida. No podría
decirme que no, y yo tampoco me resistiría a hacerle prometer que no me dejaría
marcharme. El contacto físico a veces es lo único que impide que te rompas,
pero otras, puede disolverte.
-Podemos…
¿podemos, por favor, no hablar de África sólo una noche? Una noche, nada más.
Por favor-repitió, acariciándome la mandíbula, mirándome con unos ojos que
chispeaban en la súplica-. Sólo quiero estar contigo en esta cama, no con todo
el campamento de voluntariado.
-Sabes
que nunca voy a ser capaz de volver a pedírtelo, ¿verdad?-respondí, mordiéndome
el labio, y ella parpadeó con tristeza-. Si dejamos el tema ahora, no voy a ser
capaz de volver a ofrecerte quedarme. Esto no es como cuando te pedí salir.
Esta oferta se va a levantar de la mesa en cuanto abandonemos el tema de
conversación.
-Quizá
sea lo mejor-reflexionó. Sacudí la cabeza.
-Sólo
quiero aclarártelo. No es un ultimátum. Yo sólo quiero… oírtelo decir-susurré,
acariciando su nariz con la mía-. Quiero que me lo digas en voz alta, aunque
sea sólo una vez. Te prometo que no te lo haré repetir. Yo estoy dispuesto a
quedarme. Por ti, lo haría sin duda. Y sé que no me arrepentiría.
-Eso
no lo sabes.
-Lo
sé, Sabrae.
-No,
no lo sabes, Alec-replicó-. No lo sabes por qué no sabes lo que eso nos haría,
lo que me haría a mí… es una experiencia increíblemente enriquecedora, y yo me
odiaría toda la vida si te hiciera renunciar a ella sólo porque me da miedo la
rasgadura que me va a surgir en el pecho cuando nos besemos por última vez.
-Podría
posponerlo. Podríamos ir juntos. Quizá…
-No,
no puedes-negó con la cabeza-. Yo no te dejaría posponerlo. No quiero que
vayas, pero no te dejaría quedarte. Es lo que necesitas. Necesitas ver cuánto
bien eres capaz de hacer para darte cuenta de que eres una buena persona. Si no
quiero que te vayas es porque soy egoísta, y porque sé que agonizaré durante
esos meses en los que no te tendré delante, pero… sólo me queda rezar porque no
me dejes atrás. Tiene gracia-rió, triste-. Vas a jugarte la vida, a darle un
giro de 180 grados a todo tu mundo, y en lo único en lo que yo pienso es en qué
cambiará con respecto a nosotros… en si algún día volverás a casa siendo tú.
Me la
quedé mirando, desentrañando sus palabras. Me daba la sensación de que había
algo que se me escapaba. Puede que corriera algunos peligros durante el
voluntariado, sí, porque no estaba lejos de zonas de conflicto, pero… de ahí a
pensar que iba a cambiarme tanto como para que no quisiera seguir con ella, o
no siguiera siendo yo (lo cual no dejaba de ser lo mismo…).
Y
entonces, lo entendí. Mirándola a los ojos, observando la angustia que había en
ellos al imaginarme en otro continente, me di cuenta de que había algo que no
era nuevo. Sabrae estaba hablando de mí, sí, pero también de otra persona que
estaba a horas de salir de su vida, y no saber en qué modo regresaría la hería.
Y si
no se sentía con derecho a pedirle a Scott que se quedara por ella, a Scott,
que era su hermano, Sabrae creía que
tampoco tenía derecho a pedírmelo a mí. Lo cual, en cierto sentido, tampoco era
tan descabellado: los dos teníamos la misma edad, los dos estábamos en un
momento distinto a ella, y los dos ya teníamos un verano de ausencias planeado.
¿La
diferencia? Que Scott era parte de la vida de Sabrae, pero yo era parte de su
futuro.
-Me
estás diciendo esto porque en un día tu hermano se va de casa-le recordé con
cariño y delicadeza, preparado para odiarme si daba un paso en falso y le hacía
daño-, y tienes miedo de que dejemos atrás, pero nosotros nunca te dejaríamos atrás, Sabrae. Eres una Malik, igual que Scott.
Eres parte de Sabralec, igual que yo-le acaricié las piernas, esas piernas que
aún me rodeaban la cintura. Sentí cómo Sabrae se quedaba sin aliento: creo que
nunca había dicho el nombre por el que nos conocían sus amigas en voz alta, y
que lo hiciera ahora, con los nervios a flor de piel y nuestros cuerpos
enredados, no dejaba de tener cierta gracia.
Sus dientes asomaron cuando se mordió el labio
y me miró por entre sus pestañas infinitas. Me acarició los brazos.
-Y
por eso necesito que dejemos de hablar de esto, Al. Sabralec sólo somos
nosotros dos. El resto del mundo sobra-entrelazó los dedos de una mano con la
mía y se quedó mirando nuestra unión, pensativa. Me incliné para darle un beso
en la frente.
-De
acuerdo-susurré contra su piel, y ella sonrió.
-Gracias.
Te…-empezó, y al ver mi expresión, se puso colorada y se corrió rápidamente-. Ya lyublyu tebya.
-Uf,
menos mal-me llevé una mano al pecho-. Ya pensaba que, después de mi perorata,
ibas a ser incapaz de resistirte y te ibas a pasar mis deseos por el forro.
-Tus
deseos son órdenes para mí-respondió, empujándome suavemente hasta conseguir
tumbarme sobre el colchón. Sonreí.
-¿Todos?-asintió-.
Vale, entonces… ¿me dices si quieres que me quede, o no?
Sabrae
puso los ojos en blanco, pero en lugar de apartarse de mí, se limitó a sonreír,
sacudir la cabeza, y entonces se inclinó para besarme. Superficial, primero;
más profundo, después. Pero siempre lento. Me entregué a ese beso como si me
fuera la vida en ello, disfrutando de su boca ahora que se nos había escapado
entre los dedos la última oportunidad que nos quedaba de seguir juntos en
verano.
-¿Entiendes
mi postura?-me preguntó mientras nos besábamos.
-No
es la primera vez que te pones encima.
-Alec-chasqueó
la lengua, fastidiada, y yo me reí.
-Sólo
te estaba tomando el pelo. No, la verdad. No la entiendo-negué con la cabeza-,
pero si es lo que quieres…
-No
es lo que quiero-contestó-. Por mí, estaríamos juntos siempre, pero… no quiero
que nos desgastemos. Somos demasiado intensos. Nos vendría bien un poco de
distancia…
-Sabes
que voy a conseguir que sea como si estuviera aquí, ¿verdad? Me voy a esforzar
mucho para que no notes la diferencia.
-Alec,
ya te echo de menos cuando cierro la puerta después de que me acompañes a casa,
¿de verdad crees que vas a conseguir que no me dé cuenta de que no estás
durante un año?
-En
mes y pico es tu cumpleaños-ronroneé, y le di una palmada en el culo-. ¿Quién
te dice a ti que no te voy a regalar un consolador al que le puedas poner mi
nombre y con el que te lo puedas pasar tan bien como conmigo?
-Te
quieres muy poco si piensas que me haces lo que un consolador-rió.
-Todavía
no los han inventado que manoseen las tetas-reflexioné-, pero la ciencia avanza
que da miedo.
-Al-protestó,
alargando tanto la vocal que parecía prepararse para una audición de un
concurso de canto-. No quiero ningún consolador, porque me voy a dar cuenta
igual de que no estás.
-Joder-gruñí-,
yo que me he tomado la molestia de que me hicieran un molde… sé que eres exigente
y que no te conformas con cualquier cosa, ¿sabes? Estuve tres días enteros
buscando en Internet sex-shops que
tuvieran tienda en Londres y ofrecieran moldes a un precio asequible.
Sabrae
se rió en mi cuello.
-Eres
más que una polla para mí, por si no te habías dado cuenta.
-No
lo tengo claro, viendo el circo que has montado sólo para que estemos
solos-miré en derredor con intención, y ella se volvió a reír.
-¿Quieres
concentrarte, por favor? Algunas intentamos llegar al orgasmo, y tal.
-Eres
una egoísta-protesté, frunciendo el ceño, fingiendo una irritación que
realmente no sentía. Sabrae se regodeó en la manera en que mi mandíbula se
marcó por encima de mi cuello, con el filo de una navaja con la que no le
importaría cortarse.
-Desde
luego, te estás luciendo esta noche. No te sienta nada bien la edad
adulta-acusó-. A este paso, te quedas sin regalo-arqueó las cejas, sabiendo que
acababa de captar toda mi atención. No es que no me parecía que había recibido
suficientes cosas (créeme, mis amigos se habían pasado tres pueblos conmigo,
pero quería pensar que estaban aprovechando para darme los regalos del
cumpleaños en el que no íbamos a estar juntos, en lugar de creer que lo hacían
porque era el primero del grupo que cumplía los 18 y que eso había que
celebrarlo de alguna manera), pero el hecho de que Sabrae tuviera aún más cosas
preparadas para mí había despertado mi curiosidad. Evidentemente, no me
esperaba nada material: ya me había traído suficientes cosas, un vinilo de mi
disco preferido y un libro de lugares para visitar en el mundo que era una
promesa en toda regla, a la que yo me aferraría con uñas y dientes y que usaría
de consuelo en mis días de soledad en Etiopía; pero que no creyera que Sabrae
fuera a darme ninguna otra cosa no significa que no fuera a darme algo. Había un montón de cosas que
podían regalarme que no eran tangibles, y ella tenía un abanico de
posibilidades muchísimo más amplio que el resto de gente.
-¿Regalo?-pregunté
con muchísimo interés, haciéndome ilusiones. No podía dejar de pensar en que
hacía poco habíamos tenido una conversación sobre nuestras fantasías sexuales,
y Chrissy había ocupado gran parte de nuestro tiempo siendo el centro de una
fantasía en la que Sabrae por fin se acostaba con una chica y… bueno, conmigo. No
voy a mentir: si se enrollaran y a mí no me dejaran hacer más que mirar, yo no
protestaría. La sola idea de imaginármelas juntas, morreándose, magreándose y
follando mientras yo las veía en vivo y en directo bastaba para que se me
subiera la sangre a la cabeza y luego se me agolpara, a toda velocidad, en
cierto punto de mi cuerpo al que los tres (Chrissy, Sabrae y yo) le teníamos
mucho cariño.
A
Sabrae le hizo gracia la manera en que mi expresión cambió, de férrea
determinación para que no se saliera con la suya a ponerme en sus manos como un
niño el día de Navidad, al que le dicen que de su reacción ante los regalos
dependerá el número de estos.
-Sí,
regalo-repitió, sabiendo que me tenía completamente embaucado-. Pero primero
quiero mi compensación por quedarme abandonada-respondió, pasándome las manos
por los hombros y se inclinó para besarme dulcemente en los labios. Como estaba
encima, dependía de ella marcar el ritmo, pero por suerte los dos queríamos lo
mismo: hacerlo despacio, como habíamos seguido en la bañera (aunque allí había
sido porque la sensación del jacuzzi ya bastaba para hacer que nos corriéramos,
y no queríamos desbordarlo con movimientos bruscos), y en completo contraste
con el primer polvo. Éste fue hermoso, de esos que no sabes que se pueden tener
hasta que los experimentas, con los que descubres que hacer el amor no tiene
nada que ver con hacerlo despacio, o follar con hacerlo deprisa o de manera
violenta, sino en las intenciones, interés y sentimientos que se ven
implicados.
Consiguió
que dejara la mente en blanco y me centrara sólo en la increíble sensación de
su cuerpo. Descubrimos que había pasado el suficiente tiempo como para que yo
pudiera tener un orgasmo otra vez, y Sabrae sonrió mirándome a los ojos
mientras me corría para ella. Si a mí me volvía loco mirarla mientras llegaba
al clímax, el gusto de Sabrae por verme a mí no se quedaba atrás. Creo que la
hacía sentirse tremendamente especial: allí, sobre mí, completamente desnuda y
recibiendo mis suaves embestidas, guiándome por el hueco entre sus piernas, mi
pasado se volvía un aliciente en vez de un estorbo. Si se comparaba con otras,
no era por temor a que a mí no me gustara lo que me estaba haciendo, o porque
pensara que no me gustaba tanto como
lo que me habían hecho otras, sino porque tenía la certeza de que yo jamás
había hecho nada igual a lo que estaba haciendo con ella antes de conocerla.
Y
tenía razón, la verdad. No le había dicho que el sexo con ella era diferente
hacía unos minutos, mientras mi corazón tomaba las riendas de mi lengua, por
dorarle la píldora. Realmente lo había sentido así desde el principio: mi
experiencia con otras mujeres me servía para darle placer a Sabrae, pero el
placer que yo sentía con ella, disfrutando y viéndola disfrutar, era nuevo,
único e irrepetible. No en vano, era el placer que sentíamos los hombres que
íbamos de flor en flor y que disfrutábamos del sexo cada día con una pareja
distinta, en el momento en que encontrábamos a la persona que nos volvería
monógamos. Era curioso que la monogamia no me resultara atractiva hasta que la
probé por primera vez, ni que jamás hubiera puesto el placer de una compañera
sexual por encima del mío como lo hacía continuamente con Sabrae. Lo sabía
desde aquel día en el banco, cuando nos encontramos después de Camden, pero de
vez en cuando el pensamiento me asaltaba, de la misma forma que la luna
recuerda cada 28 días que es la reina de la noche y decide brillar como un
pedazo de sol, eclipsando a las estrellas.
Cuando
estábamos juntos, se me olvidaba absolutamente todo, salvo la suerte que tenía
de estar con ella. No sabía dónde estaba, más que en sus brazos; cómo era, más
que placentero; quién era, más que su amante; cómo me llamaba…
-Alec…-suspiró,
echándose a temblar, rompiéndose para mí y haciéndome sonreír. Ah, sí. Alec era
la palabra que la gente usaba para referirse a mí.
Evidentemente,
también se me había olvidado el tema de los regalos y demás cuando Sabrae se
tumbó a mi lado, satisfecha. Nos acurrucamos el uno contra el otro: yo le pasé
un brazo por los hombros mientras ella me rodeaba la cintura y me daba un beso
en el costado, mirando hacia la puerta mientras yo miraba a la pared,
convencido de que en realidad era el suelo y nosotros estábamos flotando boca
abajo.
-¿Qué
tal?-preguntó después de un momento de silencio en el que lo único que
escuchamos fue la respiración del otro y el golpeteo salvaje de nuestros
corazones en los oídos-. El sexo, y eso. ¿Todo a tu gusto?
-Mm,
sí-ronroneé, tirando un poco más de ella para acercar mi cara a la suya y poder
besarla. Hundí la nariz en su melena y gruñí al aspirar el dulce aroma de su
champú con extracto de manzana; ya no podía comer esa fruta sin pensar en
Sabrae. Lo mismo me pasaba con la maracuyá.
-Menos
mal. Quería que esta noche fuera perfecta-comentó, pensativa, mientras se
revolvía para marcar un poco las distancias conmigo y empezaba a hacer esa
gilipollez que tanto le gustaba y a mí tanto me molestaba: tirarme de los pelos
del sobaco.
La
primera vez que lo había hecho, creía que era porque le apetecía chincharme, y
yo la había empujado lejos de mí, ante lo que Sabrae me había mirado
sorprendida, sin comprender el por qué de mi comportamiento.
-¡Me
haces cosquillas!-le había recriminado, y ella se echó a reír, gateó por la
cama y se tumbó a mi lado, tirando y tirando hasta que consiguió arrancarme un
aullido-. ¡AU! ¡¡Me has hecho daño, Sabrae!!
-Es
que son tan graciosos-había suspirado ella-. No puedo resistirme.
-No
me jodas, ¿voy a tener que depilarme también los sobacos, tía?
-Ni
se te ocurra-había replicado-. Me gustan tus pelos. Son cuquis.
-Joder,
estás trastornada, hermana.
-¡Oye!
Tú dices que mi coño es bonito, ¿qué diferencia hay?
-¡Que
lo es de verdad! ¿Qué pueden tener mis…? ¡AU!-había vuelto a bramar, y Sabrae
se había echado a reír. No le hizo tanta gracia cuando la aparté lejos de mí
para impedir que siguiera haciéndome la puñeta.
Cosa
que no tenía pensado hacer ahora. Estaba demasiado borracho de ella como para
intentar alejarla, aunque fuera sólo un centímetro. Si hubiera un poco de
espacio entre nosotros, por minúsculo que fuera, yo me moriría. Por eso,
campaba a sus anchas, sonriendo cuando yo me quejaba.
-¿Sabes que eso se le hace a los
novios?-pregunté, aún con los ojos en el techo.
-¿Y
qué?
-Pues
que yo no soy tu novio-le recordé, y por fin me digné a mirarla desde arriba.
Sabrae se quedó quieta un instante, con dos dedos a centímetros de mi piel.
Cuando se dio cuenta de que tenía razón, clavó en mí unos ojos suplicantes, del
tamaño de melones, e hizo sobresalir su labio inferior en el puchero perfecto.
Suspiré, porque los dos sabíamos que yo era incapaz de decirle que no a nada.
-Vaaale,
vaaaale-cedí, dejando que se divirtiera un poco más con mi cuerpo. Sabrae lo
debió de interpretar como un gesto de amor incondicional, porque después de
unos pocos siseos por mi parte, únicas protestas que salieron de mi boca,
Sabrae empezó a darme besos por la cara interna del brazo. Se agazapó como una
gata para poder seguir su rastro de besitos por mis músculos, haciendo un triángulo
con su boca en la misma dirección que seguía mi brazo, cuya mano me había
pasado por detrás de la cabeza mientras suspiraba como si aquella situación no
fuera divertidísima para mí. Incluso me dio un mordisquito en el codo antes de
continuar por el antebrazo, la muñeca, y finalmente empezar a besarme la
cabeza: cuero cabelludo, oreja, mentón, mandíbula, mejilla, ojos, nariz…
Yo ya
tenía los labios entreabiertos, listos para cuando decidiera besarme, pero
Sabrae planeó sobre ellos como un avión de papel decidido a atravesar una placa
tectónica al completo.
-Estoy
enamorada de ti-confesó, y yo procuré que no se me notara la manera en que me
puse a dar brincos internamente de la alegría.
-No
me extraña.
-¿Ah,
no?
-Se
me da muy bien comer el coño-expliqué, y Sabrae volvió a reírse.
-Y
eres muy guapo.
-Y
soy muy guapo-concedí.
-Y
muy alto-añadió.
-Bueno,
soy bastante alto. Aunque, claro, desde tu estatura microscópica, normal que te
impresione más que al resto de gente-bromeé. Sabrae se relamió los labios.
-Y
tan bueno…
-¿En
la cama?
-Y
fuera de ella-me besó lentamente y se dejó caer sobre mi pecho, confiando en
que yo no dejaría que se deslizara hacia el colchón, como efectivamente
sucedió. La rodeé con mis brazos y la hice mirarme a los ojos. Estuvimos así un
rato, nadando en la mirada del otro, hasta que ella rompió el silencio-. ¿Qué
te apetece hacer ahora?
En el
tiempo que habíamos pasado callados y mirándonos, mi cuerpo había ido
recuperando la sensibilidad post-coital y se había dado cuenta de lo cerca,
cerquísima, que estábamos. Sabrae tenía las piernas alrededor de una de las
mías, su rodilla descansaba en el hueco entre mis piernas, su pecho estaba
sobre el mío, su piercing me arañaba, y sus manos rozaban mis brazos,
definiéndolos en el espacio.
Si
por mí fuera, nos pasaríamos la noche follando.
-Todo
lo que se me pasa por la cabeza ahora mismo es ilegal-respondí, apartándole el
pelo de la cara-. Corrupción de menores-expliqué cuando vi su expresión
contrariada, y Sabrae se rió.
-No es
corrupción si yo lo sugiero, ¿no te parece?
-Sabrae,
yo me tomo muy en serio las leyes de mi país. Son esenciales para poder vivir
en sociedad.
-Mi
madre es abogada-me recordó, incorporándose hasta quedar sentada a horcajadas
sobre mí. Se echó el pelo hacia atrás, reuniéndolo con ambas manos, de forma
que arqueó la espalda y sus pechos quedaron en un ángulo delicioso para que yo
me incorporara y los besara, algo que le encantó.
-Pues
que vaya construyendo mi caso.
Nos
quedamos así, sentados, besándonos y acariciándonos y de vez en cuando
mordiéndonos, pero sin llegar a dar el paso. Después de un rato, me di cuenta
de que, si bien estábamos excitados, no estábamos enfrascados en unos
preliminares, exactamente: sólo disfrutábamos con el contacto físico. Nos
besábamos y nos magreábamos por el simple placer de hacerlo, sin pretender
calentar tanto al otro que acabáramos de nuevo teniendo relaciones.
Y me
gustó, la verdad. No recordaba la última vez en la que simplemente me había
besado con una chica y aquello me había
bastado. La pubertad había hecho estragos en mí: me había comportado como un
chimpancé en celo la mayor parte de mi adolescencia, siempre intentando llegar
lo más lejos posible en el menor intervalo de tiempo, como si estuviera en una
contrarreloj, porque en cierto modo así había sido. Ahora, sin embargo, con
Sabrae el reloj no iba hacia atrás, sino hacia delante, y yo me moría de ganas
de ir escuchando cómo daba los cuartos y las campanadas de cada hora mientras
seguíamos juntos.
Ésa
es la diferencia entre los rollos de una noche o las follamigas y la persona
indicada para ti: que, cuando encuentras a tu media naranja, quieres tomártelo
despacio. Descubrirlo todo poco a poco y disfrutar de las sensaciones que,
cuanto más duraderas, más intensas se
vuelven. Como sus manos en mi pelo, tirando de mí para dirigir mi boca a la
suya. Las mías en su cintura, pegándola contra mí. Su aliento en mi garganta,
cuando trataba de separarse pero yo no le dejaba. Mis labios sobre los suyos,
mis dientes capturando sus labios, su lengua explorándome y la mía
explorándola. Su pelo haciéndome cosquillas en el brazo cuando la abracé, su
piercing rascándome el pecho cuando se pegó a mí, sus pestañas rozándome el
rostro, su nariz frotándose contra la mía.
Sabrae
empezó a mojarse de nuevo, y por primera vez, yo supe que no iba a disfrutar de
esa humedad. Era sólo para ella. Y no me parecía mal.
-Al…-susurró
la notar que se le empezaba a acelerar la respiración. Yo sabía lo que le
pasaba: empezaba a ponerse cachonda, pero no creía que pudiera rendir en la
cama como lo había hecho hasta entonces. Había sido un día muy intenso para
ambos, así que la entendía. Que yo fuera capaz de pasarme la noche practicando
sexo no significaba que todo el mundo pudiera, y si yo había llegado a ese
nivel era por mucho entrenar. Entrenamiento que Sabrae aún no tenía-. No sé si
podré…
-No
te estoy calentando, nena, no te preocupes. Me gusta besarte-contesté, y ella
suspiró, aliviada.
-Menos
mal, porque no quiero dejarte a medias precisamente en tu cumpleaños.
-¿Te
refieres a… una segunda vez?-bromeé, y ella sonrió. Me dio un último piquito y
me soltó el cuello-. ¿Quieres descansar un poco?-asintió con la cabeza-. Vale,
pero por favor, no te duermas, ¿vale? Me has dicho que ibas a estar a mi
disposición, y no quiero que te duermas.
Se
rió por lo bajo.
-Estoy
agotadísima, pero lo voy a intentar-respondió, tumbándose en la cama, en un
hueco que aún permanecía relativamente intacto. Me tumbé a su lado y empecé a
darle pequeños besos, devolviéndole todos los que me había dado mientras yo
miraba al infinito y reflexionaba sobre mi suerte, y se rió de nuevo con ese
sonido adorable que tantísimo me gustaba-. Es mucho más fácil quedarme
despierta así.
-Por
eso lo hago.
-Sí,
seguro… qué caballero estás hecho-me acarició la cara y yo me la quedé mirando.
-Te
quiero.
-Yo
también.
Se
estiró cuan larga era (que tampoco es que fuera mucho) y exhaló un largo
bostezo. Levantó la cabeza lo justo para poder fijarse en la parte aún mojada
de las sábanas, donde se había corrido antes de meterse en la bañera, y se
frotó la cara.
-¿Crees
que deberíamos…?
-La
cama es bastante grande.
-Pero
es un poco cerdada no cambiar las sábanas, ¿no crees?
-Depende.
¿Tienes alguna fantasía que quieras cumplir esta noche? ¿Que me corra en tus
tetas, por ejemplo? ¿O en tu cara?
No lo
decía en serio; por eso, me sorprendió su respuesta.
-Sí,
pero la dejamos para mi cumpleaños. No voy a ser yo siempre la que mande.
-Joder,
Sabrae-balé, hundiendo la cara en la almohada para ahogar un grito. Ella rió-.
No puedes decirme estas cosas y luego pretender que... bueno, que me quede tan
pancho.
Me
acarició la cara en un gesto maternal.
-¿No
te apetece esperar para probar algunas cosas conmigo? Dicen que lo bueno se
hace esperar.
-No
conozco el significado de la frase “apetecerme esperar” cuando estás
involucrada. ¿Me das un poco de contexto?-le pedí. Se echó a reír, negó con la
cabeza, y me dio un toquecito en el rostro.
-¿Te
importa si me desmaquillo? Mi piel necesita respirar.
Hice
un gesto con la mano invitándola a que hiciera lo que creyera conveniente, y
cuando se levantó de la cama para ir a por su neceser, aproveché para
abalanzarme sobre la muda de sábanas. Cambié la ropa de cama en tiempo récord,
como si estuviera acostumbrado o algo así, y cuando terminé, me asomé al baño.
Sabrae aún no había empezado con su sesión de higiene personal.
-¿Todavía
estás así?
-No
había hecho pis después de hacerlo. Y tú tampoco.
Puse
los ojos en blanco.
-Vale,
mamá.
Le di
la espalda a Sabrae y levanté la tapa del baño. No la escuché moverse. Cuando
le miré por el rabillo del ojo, la pesqué mirándome de manera descarada el culo
a través del espejo.
-¿Qué
miras, pervertida?
-Me
apetece darte un mordisco en el culo-soltó en tono trágico-. Lo tienes súper
apetecible.
-Por
mí no te cortes, nena.
Se
apartó para dejar que me lavara las manos (porque soy un cerdo en la cama, pero
no en la vida) y se miró con cansancio en el espejo. Empapó un algodón en su
desmaquillante y lo miró, pensativa. No hacía falta ser un lince para saber que
el cansancio se estaba apoderando de ella a marchas forzadas, y procuré no
regodearme en un detalle insignificante: Sabrae nunca, jamás, había vacilado en
desmaquillarse cada vez que íbamos a compartir cama. Si los polvos de
maquillaje habían sobrevivido a los polvos a secas, se levantaba con diligencia
y se iba al baño, o al tocador, y se descubría la cara con el afán de un minero
que baja cada día a picar la tierra para ganarse el pan que pondrá en la mesa de
su familia. A mí me encantaba presenciar su ritual nocturno, la manera en que
su piel brillaba con la luz que sólo los poros bien cuidados pueden
proporcionar. Cómo sus ojos pasaban de tener ese aire felino a redondearse un
poco más, cómo sus pestañas dejaban de acariciar los confines de la galaxia, y
sus labios abandonaban ese tono carmesí para recuperar su tono sonrosado, igual
que los sentimientos que me despertaba.
La
solución a aquella situación era obvia, y tampoco un acto de caballerosidad de
esos que aparecen en las novelas victorianas. Para mí, era como una oferta dos
por uno: ella no quería desmaquillarse, y yo aprovecharía cualquier ocasión que
se me presentara para tenerla bien cerquita de mí.
-¿Puedo
desmaquillarte yo?
Sabrae
se giró hacia mí y trató de controlar su reacción, pero la sonrisa que le asomó
a los labios me hizo saber que, si yo le pidiera que se casara conmigo, o que
pariera a mis hijos sin epidural, ella no dudaría en aceptar.
-¿Seguro
que no te importa?
Hice
un mohín.
-¿Quién
eres y qué has hecho con mi Sabrae? Ella sabe de sobra que aprovecharía
cualquier ocasión para manosearla. ¿Vamos a la cama?-le tendí la mano, que ella
me cogió. Ahogó un gritito de sorpresa cuando la levanté en volandas, y se echó
a reír.
-Podría
acostumbrarme a esto-ronroneó, colgándose de mi cuello con el brazo que tenía
libre y dándome un beso en la mejilla.
-Te
tengo demasiado consentida-bufé-. No me extraña que no me quieras decir que sí,
si te doy todo lo que te daría un novio sin el compromiso de tener que
comprarme algo cada aniversario.
-¿Si
te dijera que sí, me dejarías comprarte cosas cada mes?-preguntó con los ojos
entrecerrados, y yo la miré de la misma manera-. Porque puede que, entonces, me
compense.
-No
quiero ser un mantenido.
-Pero
te gusta que te hagan regalos-me recordó.
-¿A
quién no?
-Eso
significa que el mío te gustará-se regodeó ella, dejando que la depositara
sobre la cama. Le di un nuevo beso en los labios y luego me senté frente a
ella, con el disco de algodón que había empapado entre los dedos. Sabrae cerró
los ojos y se inclinó hacia mí, y yo me incliné hacia ella, tanto, que podía
sentir su respiración abrasándome los labios. Le pasé el disco por los ojos,
despacio y meticuloso, sólo para descubrir que apenas me había llevado un poco
de sombra dorada; la gran mayoría seguía en su párpado.
-Hazlo
sin miedo, Al.
-Es
que me da cosa hacerte daño.
-Ni
que fueras a sacarme un ojo-sacó la lengua y puso los ojos en blanco, y yo
bufé-. Tampoco tienes que acercarte tanto.
-Quiero
hacerlo bien.
-Algún
día te pediré que me maquilles-rió entre dientes.
-Si
quieres terminar hecha un payaso…
Pero
la manera en que me fue guiando y animándome para que presionara más el disco
contra su piel me dio confianza, y poco a poco empecé a aumentar la presión,
hasta que terminé haciéndolo con la misma fuerza con la que suponía que lo
hacía ella. Sabrae movía la cara, calculando cuándo le había terminado de
limpiar una zona para que pasara a la siguiente, y pronto su rostro volvió a
ser el de siempre, pero no por ello menos hermoso: ella estaba guapísima
vestida de fiesta o con el uniforme del instituto, maquillada como una gata o
con la cara lavada, guiñándome un ojo bajo las luces de una discoteca o
estirándose a mi lado, completamente desnuda, recién despertada.
Joder, Alec… ya puedes ir
buscándote una excusa para no ir a África, porque después de esta noche, no vas
a ser capaz ni de dejarla en casa.
Cuando
le dije que ya estaba, Sabrae abrió los ojos y se tocó la cara, buscando restos
de un maquillaje que yo había quitado a conciencia.
-Espera-indiqué,
cogiendo un botecito de crema hidratante y mostrándoselo-. La hidratación es
importante.
-Qué
bobo eres-sonrió, pero se apartó de nuevo el pelo de la cara y dejó que le
aplicara esa crema de textura tan suave y que tan bien olía, porque era como
olía su cara. La extendí con cuidado, procurando que no se quedara ningún
pegote en ningún sitio, y cuando por fin terminé, le di un besito a Sabrae en
la punta de la nariz.
-Mm.
¿Lleva a albaricoque?
-Extracto,
sí-sonrió ella, abriéndome los ojos por última vez y mirándome con amor. Me
acarició la mejilla, mordisqueándose la sonrisa—. Bueno, es hora de que alguien
reciba su regalo-celebró por fin, dando un par de palmadas entusiastas. Sin
poder evitarlo, miré la puerta, preguntándome quién la atravesaría y decidiendo
que no había más posibilidades que Chrissy, la única que no había intervenido
en mi cumpleaños más que para mandarme un mensaje larguísimo con su
felicitación. La verdad es que me había extrañado que no me llamara, pero
viéndolo en retrospectiva, puede que no quisiera que yo notara que tenía algo
planeado para mí.
Sin
embargo, Sabrae se incorporó y desapareció por una inmensa puerta corredera de
cristal, que yo creía que conducía a la terraza. Regresó con una bolsa de papel
de colores en la mano. Miré cómo sacaba una botella de champán de un cubo
metálico en el que yo no había reparado hasta ahora, y caminó hacia mí. Se
sentó en la cama y me tendió la bolsa.
-Para
ti-anunció, satisfecha consigo misma, mientras yo me la quedaba mirando. No
entendía qué estaba pasando. Todavía nos quedaban condones, y a juzgar por la
poca tensión a la que parecían sometidas
las asas de la bolsa, no había nada lo suficientemente pesado como para hacerme
sospechar que en su interior había geles, o cosas así. Ni siquiera unas esposas
serían lo suficientemente ligeras como para
que la bolsa tuviera tan poca presión.
Estaba
tan intrigado por la naturaleza del regalo que apenas podía contener mi
imaginación. Mi mente trabajaba a toda velocidad, intentando adivinar qué me
había comprado Sabrae que no pudiera darme delante de mis amigos… de su
hermano. Por muy buena relación que tuviera con Scott, éste seguía siendo su
hermano, y yo no sabía cómo me sentiría si Mimi de repente recibiera regalos de
carácter sexual del chico con el que se acostaba. Claro que tampoco es que Mimi
se acostara con nadie, según nos había dejado clarísimo en San Valentín a
Sabrae y a mí, pero… ya me entiendes.
Lo
único que se me ocurrió que pudiera haber dentro de la caja y que pasara tan
poco sería un anillo vibrador, de esos sin pilas. Puede que pienses “madre mía,
Alec está obsesionado con el sexo”, pero, ¿puedes culparme, realmente? Recuerda
que Sabrae llevaba horas desnuda a estas alturas de la película, había tenido
más orgasmos de los que yo podía contar con los dedos de una mano, y para colmo
me había comentado de pasada un tema de fantasías
sexuales. Créeme, esta chica no da puntada sin hilo.
O eso
pensaba yo, hasta que rasgué el papel plateado en el que había envuelto la
pequeña cajita, tan impaciente que ni siquiera deshice el lazo dorado… y
extraje un pequeño cubo de plástico, al que le faltaba una cara, en el que
había diversas fotos de nosotros dos. Me quedé mudo de asombro, observando las
fotos que Sabrae había colocado en aquel cubo en el que debía de introducirse
una bombilla para proyectar nuestras caras en la habitación. Sabrae se
revolvía, inquieta, a mi lado, esperando a que yo reaccionara al regalo, pero,
¿podía hacerlo?
Era
increíble. Ninguna de las fotos que había puesto en su caja como una muñeca
rusa estaba aquí: en su lugar, las fotos eran nuevas: una foto que Bey había
subido a Instagram de todos nosotros en la playa de Chipre; una foto con
Jordan, tirados en el suelo de nuestro cobertizo mientras montábamos la mesa en
la que colocaríamos la tele; una foto con mis padres y mi hermana en Grecia,
que Dylan tenía en su habitación…
… y
la mejor de todas era la última, una foto de Sabrae y mía que yo reconocí al
momento: nos la habíamos hecho en el iglú, aquella vez que nos habíamos
dedicado a enrollarnos, la primera vez que nos habíamos desnudado. Los dos
mirábamos a la cámara con ojos brillantes y sonrisas tontas, de ésas que sólo
tienes después de una buena sesión de sexo, incluso sin penetración, que era el
tipo que yo tenía con Sabrae.
Puede
que no se nos viera nada, pero por la forma en que Sabrae se inclinaba
instintivamente hacia mí y yo me inclinaba hacia ella, no había manera de
pensar que no fuéramos pareja… o que estuviéramos vestidos. Recordé cómo nos
habíamos quedado atónitos cuando Sabrae recibió un mensaje de sus padres y
comprobamos que hacía más de diez minutos que se nos había pasado la hora de
salida de tan rápido que transcurría el tiempo mientras estábamos juntos. Nos
habíamos vestido a regañadientes, sin parar de besarnos, sabiendo que ya no
podríamos vivir el uno sin el otro, y yo le había sugerido que el próximo día
que fuéramos a quedar, vendríamos a los iglús y lo haríamos en uno de ellos, a lo
que Sabrae había respondido con un entusiasmado y jadeante “sí, por favor”.
Levanté
la vista y me la quedé mirando, asombrado, cuando descubrí que no había
encargado este cubo en ninguna tienda, sino que se había dedicado a hacerlo
ella misma. Las fotos estaban unidas unas a otras por pequeños tubos de
silicona que dejaban pasar la luz, y que se iluminarían con colores en cuanto
les pusiera una bombilla, estaba seguro.
Me
abalancé sobre ella y me la comí a besos, sintiendo cómo se me cerraba la
garganta al darme cuenta de lo afortunado que era por tener a una persona tan
increíble como Sabrae a mi lado. Ella se dejó mimar, me devolvió los besos, me
revolvió el pelo y sonrió un “oh” cuando empecé a llorar.
-¿Tan
poco te gusta?-bromeó.
-No
sabes lo muchísimo que te quiero-jadeé, tirando de ella hacia mí y
escondiéndola en mi pecho. Jadeé en su torso-. Gracias, gracias, gracias.
-No
ha sido nada. No te lo he dado con los demás presentes porque, bueno… tienes
una reputación que mantener-bromeó-. Supongo que tendremos que casarnos en Las
Vegas, donde nadie nos conozca, para que nadie se entere de lo tierno que eres
conmigo-me acarició los brazos y yo navegué en sus ojos.
-No
hay nada que me enorgullezca más que ser tuyo, Saab. Ojalá llegue un día en que
no haya ni una sola persona que no lo sepa.
Ella
me acarició el pelo, sus ojos sobre los míos.
-Inshallah-repitió. Y que lo dijera en el
idioma en que se comunicaba con su Dios, asegurándose de que así la escuchaba y
la entendía, me conmovió tanto que empecé a llorar como un niño. Sabrae se echó
a reír-. ¡Alec!-me recriminó, limpiándome las lágrimas.
-Lo
siento, ¡lo siento! Es que… joder, Sabrae, te quiero tantísimo…
-Yo
también te quiero muchísimo-respondió, apretándome contra ella en un tierno
abrazo al que le puso como guinda un beso en la cabeza-. Entonces, ¿te gusta?
Se me ocurrió que querrías algo que pudieras llevarte a África que te recordara
a todos nosotros, pero que fuera pequeñito para que no ocupara demasiado
espacio en tu maleta.
-Es
genial, de verdad. Me encanta.
-¿De
veras?-sonrió-. ¡Uf, menos mal! Cuando te di la bolsa pusiste una cara… estaba
convencida de que te esperabas algo completamente distinto. Viendo cómo ha ido
la noche, seguro que creías que había comprado un vibrador, o algo así,
¿verdad?-alzó una ceja y yo no sé por qué me sorprendí de que me conociera tan
bien.
-Bueno,
la verdad es que me sorprendió que tuvieras algo material. Como hablamos de
fantasías y tal, pensé que me tendrías algo de ese estilo preparado. Como un
trío-aclaré, y Sabrae arqueó las cejas.
-No
tengo problemas para compartirte con otra persona, pero esta noche no lo voy a
hacer-se burló-. Hoy te quiero sólo para mí.
-O
sea, que hay posibilidades de trío en el futuro-ronroneé-. ¿Antes de que me
vaya a África?-Sabrae puso los ojos en blanco.
-Depende
de con quién quieras.
-Chrissy
está soltera y sin compromiso-le recordé, y algo en la mirada de Sabrae cambió.
-Olvídate
de lo que te acabo de decir-instó-. Llámala y que se venga-se incorporó y me
tendió el teléfono, impaciente, pero no protestó cuando yo lo aparté con un
ademán y me incliné para seguir besándola. Sus labios se enredaron en los míos,
entregándose a ese beso como si el tiempo ya no existiera para nosotros, lo
cual era una descripción bastante acertada de cómo me sentía yo.
Se
inclinó a recoger la botella de champán que había sacado del cubo metálico, y
cuando me pasé una mano por el pelo al observar la marca, Sabrae me puso los
ojos en blanco.
-A
los regalos no se les hace ascos.
-No
iba a decir nada-protesté, porque era la verdad. Ya que Diana nos había pagado
la habitación y había conseguido aceptarla, no iba a protestar por una botella
de champán que podía aumentar… ¿cuánto?, ¿cien, doscientas libras de la
factura? Ya que había dejado que disfrutara de esa fantasía de lujo, no iba a
amargarle la noche a Sabrae protestando por algo que también estaba disfrutando
ella.
O, al
menos, eso había decidido cuando entré en la habitación y la descubrí allí,
porque en cierto sentido, si bien casaba perfectamente con el entorno, a Sabrae
la había visto igual de sorprendida que a mí. Era como si no estuviera del todo
habituada a la habitación, lo cual me había hecho pensar que no había ocupado
suites con anterioridad, algo a lo que la americana sí parecía acostumbrada.
Pero
que yo sintiera que Sabrae y yo estábamos en el mismo nivel de descubrimiento
no significaba que lo estuviéramos realmente, y mis demonios echaron a correr,
envenenando los campos en los que crecían mis pensamientos, con una simple acción
de mi chica. Con la maña y la tranquilidad de quien está acostumbrado a abrir
botellas como ésa, Sabrae se las apañó para quitar el envoltorio dorado y
retirar el tapón sin que se derramara ni una sola gota de líquido efervescente,
como si lo tomara todos los días. Yo no creía posible que alguien fuera capaz
de abrir esa bebida sin derramar un poco, hasta que la vi hacerlo.
Y
entonces, me di cuenta de que si lo hacía con tanta facilidad, era porque
estaba más que acostumbrada. Me pregunté si se lo habría visto hacer a sus
padres, si Sherezade descorcharía una botella cada vez que ganaban un caso
trascendental para su carrera, si Zayn hacía lo mismo cuando lo nominaban a un
Grammy, y me di cuenta de que incluso si sus padres se limitaban a sus mayores
hazañas (tumbar internacionales en el caso de su madre, y ganar Grammys en el
caso de su padre), Sabrae habría visto cómo se abrían muchísimas botellas de
champán. Seguramente, más que años llevaba yo en la tierra. Probablemente
incluso más que años sumábamos los dos.
Yo ni
de coña había abierto tantas veces una botella de champán. Y las pocas que lo
había hecho, habían sido en celebraciones de fin de año, cuando no tiene mérito
y lo haces más por la coña que por otra cosa. No tenía ningún éxito que
celebrar en mi vida con la bebida de los dioses; ni siquiera un campeonato.
¿Adónde iba ella conmigo, si no tenía ningún tipo de expectativa de futuro? No
es que no fuera a conseguir cursar una carrera jodida en la universidad, como
Derecho o Arquitectura: es que, directamente, seguro que ni llegaría a
matricularme en ninguna carrera. Sabrae, desde luego, no se merecía el futuro
que un repartidor de Amazon podía ofrecerle. Ya no digamos el futuro que un
chico como yo, que ni siquiera podía quedarse en la ciudad por ella, tenía
posibilidades de alcanzar.
-Para-me
dijo ella, cogiéndome el rostro entre las manos y mirándome a los ojos con
fijeza. Me sobresaltó su contacto: hacía un segundo estaba en una esquina de la
cama, abriendo la botella, y ahora la tenía conmigo, con las rodillas subidas a
la cama, las dos manos, un poco frías por el contacto con la botella, en mi
rostro. La teoría de la relatividad de Einstein estaba en lo cierto: el tiempo
no es algo absoluto, sino que depende de en qué ocupes tus pensamientos.
-No
estoy haciendo nada-protesté, aunque no era cierto, y ella lo sabía. Sabrae siempre lo sabía. Era lo bastante
inteligente como para leerme como un libro abierto, ¿o debería decir que me
conocía lo suficiente? Porque si fuera lista, no se habría enamorado de mí.
-Eso
no es verdad, Al. Te pasa algo. Te has puesto triste, y creo que sé por qué
es-lanzó una mirada con intención en dirección a la botella, que ahora
descansaba, descorchada, de nuevo en el cubo metálico. Suspiré, me volví a
pasar la mano por el pelo, y susurré con un hilo de voz:
-Es
que… no sé adónde vas conmigo, bombón.
Yo no puedo darte estas cosas.
-Voy
a las estrellas-respondió, paciente pero firme-. Tú me das orgasmos bestiales
que no me puede dar nadie más, Alec. Me haces sentir que estoy flotando cuando
estamos juntos. Me haces sentir querida, y protegida, como no me lo he sentido
en la vida. Sé que soy muy afortunada de que me hayas elegido; créeme, sé de lo
que hablo. Sé lo que es que me elijan-sonrió-, que me busquen y escojan quererme
en lugar de hacerlo por inercia, así que lo sé valorar mejor que nadie. Que mi
hermano me encontrara es algo que voy a agradecerle siempre, porque de ese modo
yo pude encontrarte a ti, y tener esto-susurró, pasándome una mano por la nuca.
Una de mis manos se posó sobre su cadera mientras sus dedos se entrelazaban en
la parte trasera de mi cuello-. Tienes que dejar de pensar que no eres lo
suficientemente bueno para mí, Alec. Primero, porque eso sería asunto mío. Y
segundo…-jugueteó con un mechón de mi pelo-, porque eso ni siquiera es verdad.
-Tú
te mereces todo esto-repliqué, haciendo un gesto con la mano que abarcó toda la
habitación y sacudiendo la cabeza-. El champán, las camas de dos metros, los
jacuzzis, las recepciones como palacios… y yo no te lo puedo dar, Sabrae.
-No
me lo puedes dar ahora-replicó,
sonriéndome con paciencia-. Eso no significa que no puedas alcanzarlo en un
futuro. Además, ¿qué importa? Se te tiene que terminar esta mentalidad súper
retrógrada y arcaica de que es el hombre el que tiene que proveer. No pasa nada
porque sea yo la que consiga las cosas.
-Pero
yo lo que quiero es conseguirlas para ti, bombón. Lo bueno de tener algo es
compartirlo.
-Y lo
vamos a compartir. No importa el origen, Al. No pasa nada porque sea yo la que
te mantenga, cariño. Soy una Malik-me recordó con cierta altivez, alzando las
cejas-, vamos a ver. El dinero no es problema ni lo va a ser nunca. Y tampoco
para ti.
Me
quedé mirando la seguridad con la que me miraba, la verdad que había en sus
ojos. Estaba convencido de que Sabrae quería decir cada palabra que me había
dedicado. No era la primera vez que esa diferencia entre nosotros me pasaba por
la cabeza.
-No
somos de mundos distintos-me recordó, pero yo negué con la cabeza.
-Que
viva en un casoplón ahora no quiere decir que naciera en este mundo, Saab.
-Lo
único que tienes de la personita que eras cuando vivías en el centro es tu
nombre, Al. Ni siquiera tu apellido es el mismo. De todos modos… poco
importa-reflexionó, acariciándome los brazos en un gesto afianzador y
tranquilizador-. Porque tú, de todas las personas de mi vida, eres el único que
pasó por lo que también pasé yo. Yo no sé quiénes son mis padres biológicos-sus
ojos chispearon, pero no por tristeza, sino por la intensidad del momento-. La
única conexión que tengo con mi vida antes de ser una Malik es la cestita en la
que me dejaron en el orfanato y en la que mi familia me trajo a casa por
primera vez. Puedo descender de una antigua estirpe de diplomáticos, haber
nacido entre algodones, y que todo esto me venga por mi sangre-levantó la
mirada para mirar las lámparas del techo, y sacudió despacio la cabeza-, o
puedo ser hija de unos sintecho que no tenían manera de alimentarme, y en lugar
de abandonarme en un descampado o en un contenedor, me buscaron una segunda
oportunidad en un orfanato. Los dos sabemos qué opción tiene más posibilidades
de ser la correcta.
Me
estremecí de pies a cabeza, considerando por primera vez lo que Sabrae me
estaba contando. Tenía todo el sentido del mundo que creyera que provenía de la
nada, en el sentido más estricto de la palabra, ella que no tenía pasado y que
no sabía nada de su familia biológica. Pero jamás me había detenido a pensarlo
en frío, y me sorprendí cabreándome al pensar en lo injusto que sería que
Sabrae hubiera venido al mundo en una situación tan crítica como la que acababa
de describirme. En la más absoluta miseria…
Ella
era demasiado pura para eso. Demasiado buena. Demasiado… elegante y glamurosa.
Debería haber nacido en un palacio, no en la calle.
No obstante, por mucho que me doliera, tenía
que admitir que la posibilidad mayor era la que ella misma acababa de exponer
para mí.
-Tu
padre es arquitecto. Vas a un colegio privado. Que tengamos compañeros con beca
no quiere decir que no formemos parte de una pequeña élite. Tu casa es grande,
y elegante, y preciosa. Mi padre es cantante; mi madre, abogada; yo también
vivo en una casa grande y tengo una paga por encima de la media de los
adolescentes ingleses de mi edad. Incluso si Diana no nos hubiera regalado
esto, tenemos gente de sobra en nuestro entorno que nos podría hacer el mismo
regalo sin pestañear. Tus padres, los míos…-se encogió de hombros-. Tú también
te mereces un poco de lujo de vez en cuando, Al. No dejes que tus ganas por
conseguir personalmente todo lo que poseas te impidan ver que, a veces, la
gente no obtiene lo que merece. Y tú te mereces mucho más que lo que consigues
trabajando explotado para una multinacional que se basa en la explotación. Todo
el mundo se merece esto-hizo un gesto con la mano abarcando la habitación-. Que
el lujo sea un privilegio no quiere decir que necesariamente deba estar al
alcance de unos pocos, o que casi nadie se lo merezca.
Estaba
sin aliento, procesando sus palabras.
-O
que tú no lo hagas. Porque, si sólo pudiera elegir a una persona para que
disfrutara de esto, incluso si no me pedía compartirlo con él, ésa serías tú,
Al.
Sus
dientes relampaguearon en una sonrisa feliz cuando terminó de hablar, esperando
mi respuesta.
-No
sé qué he hecho para merecerte, Saab-suspiré. Ella se apartó un mechón de pelo
de la cara, capturándolo tras su oreja.
-Es
gracioso, porque lo que hiciste sucedió justo hace hoy dieciocho años. Aún me
sorprende que, el día que tú naciste, no mandaran mensajeros desde el Palacio
de Buckingham anunciando que había un nuevo rey en la ciudad.
Me
eché a reír y la rodeé con mis brazos, estrechándola en un abrazo que le transmitió
todo mi amor. Sabrae me acarició la espalda, me dio un beso en el cuello, y me
susurró que me haría prometer que dejaría de minusvalorarme de aquella manera,
si supiera que no iba a romper mi promesa.
-Te
juro que no lo hago a posta.
-Si
pudieras verte como te vemos las personas que te queremos-comentó, cogiendo el
cubo con las fotos que me había regalado-, no volverías a ser inseguro nunca
más.
-A
veces me da la impresión de que tenéis una imagen de mí que no se corresponde
con la realidad.
-Tiene
gracia-comentó, cogiendo dos copas-: eso es exactamente lo que pienso yo de ti.
Es como si tuvieras anorexia, pero en lugar de ser sensible al peso, lo que ves
aumentado cuando te miras en el espejo es tu maldad. Y de vez en cuando también
está bien ser malo, Al-me pasó una copa de champán y se sirvió otra. Se volvió
hacia mí con una mirada divertida y traviesa, brindamos y nos besamos, y nos
besamos, y nos besamos. Joder, no quería que esa noche se acabara nunca. Ojalá pudiera cumplir años todos
los días, si eso significaba pasar noches increíbles con Sabrae, en una
habitación de hotel que ni de coña podía permitirme, bebiendo champán más caro
que mi sueldo de un mes, hablando de la vida, de las cosas que me daban miedo y
de las cosas que esperaba conseguir algún día (lo cual se reducía a,
básicamente, pasar el resto de mis días con Sabrae), sintiendo cómo la tensión
sexual existente entre nosotros aumentaba y lo poco que necesitábamos la ropa
para sobrevivir.
Lo
mejor de todo era que podía pasar tiempo a solas con ella dejando que su
felicidad me empapara. No había nada que me gustara más que sentir que Sabrae
era feliz gracias a mí: era completamente contagioso. Estábamos tan conectados
que nuestro estado de ánimo se acoplaba al del otro, encajándose como las
piezas de un puzzle hecho tan sólo de dos.
El
alcohol hizo que Sabrae se espabilara de nuevo, y mientras yo miraba cómo
pululaba por la habitación, tirado en la cama sin creerme mi suerte, ella
revolvió en la cesta que había colocada sobre un mueble, justo al lado de unas
orquídeas que estaba considerando secuestrar para llevárselas a Sherezade
(nunca está de más hacerle un poco la pelota a tu suegra). Resultó que desde el
hotel querían desearme un feliz cumpleaños invitándome a una sesión para dos personas
en el spa de la planta baja, y deseaban que me fuera a la cama con el estómago
lleno gracias a las sugerencias personalizadas del chef.
-¿Cómo
que personalizadas? ¿Es que me van a hacer las albóndigas de mi madre?
-Digamos
que tengo un poco de enchufe en cocinas y puede que vayamos a desayunar lo que
a ti más te guste-rió Sabrae, sentada en una silla con un pie subido sobre
ésta, y el otro colgando.
-¿Te
van a decorar el coño con nata?-pregunté. Sabrae puso los ojos en blanco.
-Estás
obsesionado, Alec.
-Si
te hubieras comido el coño alguna vez, lo entenderías.
-Si
pudiera comerme el coño a mí misma, sería la feminista perfecta y no
necesitaría a ningún hombre-puso los ojos en blanco.
-Creía
que el feminismo no iba sobre odiar a los hombres.
-No,
el feminismo y el odio a los hombres son dos cosas distintas-asintió Sabrae,
dándole la vuelta a la tarjeta con el mensaje del director del hotel que le
había pedido que me leyera en voz alta-. Otra cosa es que yo esté de acuerdo
con ambas posturas.
-Pues
para odiar a los hombres, bien que te gusta correrte en mi cara-comenté,
enfurruñado, mirándome las uñas. Sabrae abrió los ojos como platos y me lanzó
un cojín.
-¡ALEC!
-Las
verdades duelen, ¿eh, nena?-ella me hizo un corte de manga.
-Que
te jodan.
-En
eso estoy, a ver si tengo suerte-palmeé la cama a mi lado y Sabrae, servicial
cual corderito, trotó hacia mí con la cesta en la mano. Revolvimos en su
interior: lotes de higiene personal (femenina y masculina) de marca, una caja
de bombones, otra de preservativos (Sabrae y yo nos miramos, levantamos las
cejas a la vez y apartamos la caja de condones, sólo por si acaso), un tarrito
de caviar y un cuenco hermético en el que habían depositado gambas con salsa
rosa, de las que Sabrae y yo dimos buena cuenta. Una tabla de quesos, un racimo
de uvas, dos manzanas…
-Qué
aleatorio es esto-murmuró Sabrae, abriendo otro pequeño cuenco en el que había
fresas bañadas en chocolate.
-Es
por los condones.
-¿Qué?
-Las
fresas con chocolate. Se supone que son afrodisíacos.
Sabrae
parpadeó.
-Si
querían que folláramos, deberían habernos puesto algún juguete sexual. Yo tengo
ganas de un succionador de clítoris-soltó, pagada de sí misma. Silbé.
-Qué
elegante. ¿Qué pasa? ¿Va contra tus principios feministas pedirle a tu novio
que te compre un succionador de clítoris?
-Sólo
te estaba dando ideas para mi cumpleaños, Al.
Sonreí,
soberbio.
-Yo
no soy tu novio, Sabrae.
Me
fulminó con la mirada.
-Y
bien que te jode-acusó, altiva. Le acaricié el culo y le dije que no mucho, en
realidad, porque era la verdad. Prefería estar en Londres y no ser nada de
Sabrae, pero por lo menos compartir cama con ella, a estar en el quinto pino
(en Etiopía, por ejemplo, ostentando
el mejor título de la historia).
Sabrae
sacó las fresas, curiosa, y se tumbó a mi lado para degustarlas. Se llevó un
par a la boca antes de preguntarme si a mí no me gustaban, y yo le dije que lo
que estaba esperando era que me las diera. Puso los ojos en blanco.
-¿Cuántos
años tienes? ¿Dos?
-Sí.
Aah-abrí la boca, impaciente, y Sabrae esbozó un gesto de fastidio, pero
disfrutó alimentándome como si fuera un mocoso. Cuando yo empecé a darle a ella
fresas, entendió de qué iba todo aquello. Eran la ocasión perfecta para calentarnos
el uno al otro: nos mordíamos los dedos, nos los chupábamos, siempre mirándonos
a los ojos y haciendo que la temperatura subiera. Casi deseé que hubiera sirope
de chocolate para poder seguir jugando con ella, y estuve a nada de llamar al
servicio de habitaciones, pero me disuadió el hecho de que Sabrae empezó a
besarme, y no quería que nadie nos cortara el rollo si al final nos animábamos.
Nuestros
dedos chocaron en el hueco de las fresas cuando se acabaron. Exhalamos un
gemido de frustración al ver que ya no había más, y Sabrae me pidió que buscara
algo con lo que seguir el juego.
-Ahora
entiendo a qué te referías-comentó con frustración, la voz un poco ronca y la
respiración acelerada. Me reí, y eché un vistazo al interior de la cesta.
En un
rincón, había una pequeña cajita de cartón. La abrí, preguntándome si habría en
su interior otro tarrito con caviar, y fruncí el ceño al encontrarme con una
bolsita transparente, pequeña, de ésas en las que viene la medicación. En su
interior, había una masa blanca.
La
saqué y me la quedé mirando, estupefacto.
-¿Qué
pasa?
-¿Has
pedido tú esto, Sabrae?
Ella
se incorporó para poder ver a qué se debía mi cambio de actitud. Extendió los
dedos para que le dejara coger la bolsita, y contuvo la respiración un segundo.
Observé a Sabrae analizar la bolsa, sin abrirla (podría liarse muy gorda si lo
hacía), en completo silencio.
-Esto
es…
-Cocaína-asentí
con la cabeza, y ella me miró, asustada.
-Yo
no la he pedido, Al. Te lo prometo.
-No
pasa nada.
-Debe
de ser un error. Diana me dijo que pediría que dejaran una cesta en nuestra
habitación como la que le preparan a ella; dice que las del Savoy son las
mejores cestas que ha probado en este continente.
-Joder.
Pues la coca es americana, así que eso del kilómetro cero no se debe de aplicar
a las drogas-musité, pero Sabrae no se rió. La miré, y comprobé que no me
estaba escuchando. Estaba muy concentrada examinando la minúscula bolsita-.
Sabrae.
-¿Alguna
vez la has…?-preguntó, y yo asentí.
-¿Probado?
Sí, unas pocas veces. Por experimentar.
Sabrae
me miró un segundo, y luego volvió a mirar la bolsa.
-¿Y
lo has hecho puesto?-quiso saber, y yo me revolví en el sitio. Todas aquellas
veces habían sido sin ella. La última, sin embargo, tenía un cariz diferente:
la había tomado para poder hacerlo con la chica con la que estaba, porque
Sabrae ya formaba parte de mi vida.
-Sí.
La última fue… ya sabes cuándo.
Sabrae
levantó los ojos definitivamente por fin.
-¿Te
gustaría hacerlo conmigo?-preguntó. Se me secó la boca, porque no pude evitar
imaginarme la sensación. Si ya de por sí era increíble las veces que lo había
hecho, con Sabrae, que me entendía tan bien, que me ponía tanto y con la que
disfrutaba de esa manera… seguro que era increíble. La oferta era demasiado
apetitosa para resistirse.
-¿Por
qué lo preguntas? ¿A ti te apetece?
Sabrae
bajó la vista de nuevo, para mirar la bolsa.
-Porque
si es porque a ti te apetece, si quieres, podemos probarlo. Por una vez, no va
a pasar nada. Pero sólo porque tú quieras, bombón. Es decir, la sensación es
guay, y estando conmigo no te va a pasar nada, porque controlo bastante bien,
pero… de esto tienes que estar segura. Es algo serio.
A
Sabrae se le tiñeron las mejillas de un suave tono sonrosado mientras
reflexionaba.
-He
leído… bueno…-se aclaró la garganta y se apartó un mechón tras la oreja-. He
leído que es algo muy placentero.
-Sí,
está bastante bien, la verdad.
-Y me
gustaría probarlo… contigo. Ya que se nos presenta la ocasión…
Sabrae
dejó la bolsita sobre el colchón, en el espacio entre nosotros. Parpadeó,
mirándome como un búho. Me iba la mente a mil por hora. Me debatía entre
dejarme llevar por mis instintos (hacernos una raya, tomárnosla y follármela
como un animal) y la razón: Sabrae era joven, las drogas no eran algo con lo
que hubiera que jugar. ¿Y si se volvía adicta? ¿Y si acababa como Diana,
colocándose en las esquinas, negando que tuviera ningún problema y riéndose
cuando le ofrecías ayuda?
No va a pasar nada, me dijo una voz en
mi cabeza. A ti no te ha pasado nada.
Diana lo toma muy a menudo, pero tú lo has probado y no eres un adicto.
Cogí la bolsa y la abrí, con
manos temblorosas. Sabrae se revolvió en su asiento y abrió mucho los ojos, se
relamió y jadeó cuando vertí un poco de líquido blanco sobre el dorso de mi
mano. La miré.
-¿Seguro
que quieres hacer esto?
-No
voy a probarlo en mejor compañía que contigo-asintió. Tragué saliva, mirando el
pequeño montículo. Me llevé un dedo a los labios para humedecerlo, y lo hundí
en la montaña, hasta que la yema capturó la escarcha. Sabrae se pegó un poco
más a mí, expectante.
Tienes que darle lo que quiere,
Alec, y lo que quiere es probarlo, probarte a ti.
Tienes que cuidarla, Alec, y cuidarla
implica no drogarla.
Sabrae me rodeó la muñeca y
me miró.
-No
tiene por qué pasarme nada, ¿verdad?
¡No!
Sí.
-No…
lo sé-admití. Sabrae se relamió, observando el montículo con aprensión. Se me
encendieron las alarmas, y antes de que pudiera cambiar de idea, soplé para que
la cocaína espolvoreara la habitación. Sabrae dio un brinco.
-Podemos
pensárnoslo. No tiene por qué ser ahora; puede ser cuando tú seas un poco más
mayor, y hayas meditado sobre ello.
-Me
parece buena idea. Además… las drogas le hicieron mucho daño a mi padre-comentó
con tristeza-. No creo que a él le hiciera mucha gracia… me da un poco de
respeto, ahora que lo dices. Yo sólo… quiero disfrutar contigo. Hacer algo
nuevo-comentó, acariciándome el brazo.
-No
pasa nada, nena. Hay un montón de cosas que podemos hacer tranquilamente sin
necesidad de drogarnos. Yo me lo paso genial juntos sin tener que tomar
cocaína. Confieso que me pone mucho pensar en hacerlo contigo colocado, pero…
no es mi prioridad-le besé la cabeza y Sabrae suspiró.
-No
sé qué bicho me ha picado, la verdad. Siento haberte puesto en esta situación.
-Eh,
no pasa nada. La tentación es grande-me encogí de hombros-. Simplemente tenemos
que tener cabeza de vez en cuando.
-Uf,
me da mucha rabia. ¿Podemos rebobinar y fingir que esto no ha pasado?
-¿Qué
no ha pasado?-pregunté con inocencia fingida, y Sabrae se echó a reír. Apartó la
bolsita a un lado para no tener que pensar más en ella y me abrazó por el
costado.
-Siento
haberte dicho que no en tu cumpleaños, Al. No pretendía dejarte sin regalo tan
pronto.
-Espera…
¿la oferta sigue en pie?
-Sí,
¿por qué?-me miró desde abajo-. ¿Es que tienes algo que quieras pedirme?
-Sí. Bueno,
más que pedirte, es proponerte, pero quiero asegurarme de que me dices que sí
porque te apetece, no porque te sientas presionada.
-No
lo haré-me prometió.
-¿Me
prometes que tendrás una actitud abierta, pero no servicial?
-Oh,
vamos, Al. Dime de qué se trata y ya está. Tampoco puede ser tan malo.
De hecho,
ella sí que lo consideraba malo. Me había dejado bastante clara su postura hacía
unas semanas, cuando me contó las desgracias que había detrás de algo con lo
que yo había disfrutado tanto, una auténtica industria enmascarada cuya imagen
había cambiado radicalmente para mí desde que hablé con Sabrae.
No es
que hubiera dejado de consumir porno, por supuesto, pero… digamos que ahora lo
hacía de manera más responsable, “sensible” si lo prefieres. Lo cual, creo,
entraría dentro de los límites morales de Sabrae, y me permitiría cumplir con
una de mis fantasías más antiguas.
-¿Podemos
ver porno?-pedí, y Sabrae abrió los ojos como platos. Ahora sí que parecía una
lechuza-. Es que me da morbo verlo contigo.
Siguió
con la vista fija en mí, negándose a apartarla. No me digas que no aún, le pedí internamente. Sabía que para ella
supondría un conflicto brutal: su posición con respecto al porno era tajante, y
yo la comprendía, e incluso la compartía. Siempre había pensado que las
actrices se metían en el negocio porque les atraía (¿qué podía haber mejor que
hacerte famosa por tu manera de follar?, había pensado yo antes, a lo que había
que añadir el aliciente económico de hacer algo que te causaba placer y encima cobrando por ello… en fin, lo que
parecía un sueño), no por necesidad, y que se mantenían dentro por las mismas
razones. Que Sabrae me hablara de los abusos cometidos dentro del porno había
cambiado de manera radical mi manera de consumirlo: ahora, me limitaba a vídeos
de parejas amateur que se grababan
por puro vicio y lo subían para sacarle una rentabilidad.
El tema
de que las escenas mostradas eran denigrantes para la mujer me parecía más
discutible, sobre todo en los ámbitos en los que yo me movía ahora. Y me
parecía lo suficientemente buena como excusa como para que Sabrae lo
considerara.
-Bueno…
no sé, Al…
-Ya
sé cuál es tu opinión al respecto, y créeme si he tardado en pedírtelo
precisamente por eso. Me gustaría mucho ver algo contigo, pero si te sientes
incómoda, no pasa nada. No lo vemos, y ya está. Por supuesto, si decides darle
una oportunidad, voy a buscar algo que supongo que te gustará. Te interesará
saber que ya no veo vídeos de productoras, ni nada por el estilo. Todo lo que
consumo es casero. Casi indie.
Sabrae
me estaba mirando.
-¿Sabes
que el hecho de que un vídeo no parezca de una productora no significa que no
lo sea?
-Sí,
claro. Pero me informo bastante. Sólo veo cosas de parejas. Ahí es más difícil
que haya abusos. Es como si nosotros nos grabamos haciéndolo-su expresión
cambió radicalmente-. Que no te lo voy a proponer, ¿eh? De hecho, nos
meteríamos en un lío bien gordo como se nos ocurriera grabarnos. O sea, no es
que no me apetezca… vaya si me apetece, pero… tú eres menor.
Sabrae
asintió despacio con la cabeza.
-¿Eso
es un sí?-pregunté, y ella volvió a asentir-. ¿Sí a qué?
-Sí a
todo.
-¿Qué
es todo?
-A
todo lo que acabas de decir. Vale, probemos a ver porno.
Salté
de la cama como alma que lleva el diablo, decidido a no tardar nada para por si
cambiaba de opinión.
-Y no
me importaría que nos grabáramos algún día-confesó en voz baja, poniéndose roja
como un tomate. Me giré y la miré.
-¿Eh?-pregunté
con un hilo de voz, seguro de no haberla oído bien.
-Que
me gustaría hacer un sextape algún
día-repitió en voz más baja, sin saber dónde meterse. A esas alturas, yo ya no
daba pie con bola. Me llevó tres intentos conseguir encender la tele, cuatro
activar la proyección de mi móvil, y siete acertar en la aplicación de PornHub.
Me tumbé al lado de Sabrae, que había cruzado las piernas y enredado sus
tobillos, y movía los pies, impaciente.
Tuve que
iniciar sesión en la cuenta de PornHub. Tecleé mi correo y la contraseña,
dejándoselo en visible por si… bueno, por si le apetecía usarla (imaginármela
entrando en mi cuenta y recurriendo a alguno de mis vídeos favoritos me puso fatal).
-Joder,
Alec-protestó, negando con la cabeza.
-Ya
tenía pagada la suscripción, ¿vale?-me defendí-. Cojo la anual porque es más
barata.
Sabrae
tragó saliva.
-¿Cuánto
cuesta?
-¿Por
qué?-la fulminé con la mirada.
-Por
si le cojo el vicio y la usamos a medias-bromeó. Se me desencajó la mandíbula.
-¿Qué?
-Es
broma. ¡Es broma! Lo siento, es que… ¡estoy tan nerviosa! ¡Y tú estás que te
subes por las paredes! Por favor, dime que no me vas a poner un vídeo de una
orgía, o algo así, y por eso estás de esta guisa.
-No
te voy a poner un vídeo de una orgía. No, a menos que con eso consiga que te
aficiones al porno.
-No
me voy a aficionar al porno-sentenció, decidida.
-Ya,
seguro que no.
-Ya
lo verás.
-Sí,
ya lo veremos-discutí, navegando por mi página. Sabrae echó un vistazo por
encima de mi hombro, conteniendo la respiración. Toqué un vídeo que me sabía de
memoria, demasiado largo para una sesión masturbatoria en solitario pero
perfecto si estabas en pareja (ya había probado con vídeos parecidos con Chrissy
y Pauline, y el efecto era mágico a partir de los primeros quince minutos).
Mi chica
se mordió el labio cuando apareció el logo del canal de la pareja, dos
franceses que habían colaborado con la web para un vídeo contra el cambio
climático hacía años. Me cogió la mano y exhaló sonoramente cuando la chica se
quedó completamente desnuda ante la cámara.
-Está
buenísima-comentó, y yo la miré.
-Igual
que tú.
Sabrae
me miró un segundo. No podía apartar la vista de la tele, y yo no podía apartar
la vista de ella. Vi cómo se le ponía la carne de gallina, y me incliné para
besarla. Le mordisqueé el cuello, la oreja, el mentón, y descendí por su
cuerpo.
Cuando
le separé las piernas para saborear su placer, descubrí que estaba empapada. Ya
respiraba con dificultad cuando levanté la vista y la miré.
-Si
hubiera sabido que ibas a reaccionar así, te habría puesto a ver porno mucho
antes.
-He
accedido porque es tu cumpleaños. Sólo estoy siendo considerada. No vamos a
hacer esto más-sentenció, y yo me reí.
-Sí,
seguro. ¿También estás cachonda perdida por consideración? ¿O es la adrenalina
de casi drogarte?
-Seguro
que le has echado algo a la habitación. Una especie de ambientador sexual, o
algo así.
Escalé
hasta estar frente a frente con ella.
-Esto,
cariño, se llama experimentar con tu sexualidad. Te recomiendo que lo hagas de
vez en cuando.
-¿Estos
tienen más vídeos?-preguntó, viendo cómo el chico penetraba a la chica y ella
empezaba a gemir. Sonreí.
-¿Por
qué? ¿No te está gustando?
-No
está mal-respondió.
-No
está mal-repetí, aguantándome la risa-. Ya. ¿Y esto?-pregunté, masajeándole el
clítoris-. ¿Qué tal está?
Sabrae
me sujetó la muñeca, con los ojos cerrados y los dientes hundiéndose en sus
labios.
-Eso…
uf. Está mucho mejor.
-¿Sabes,
nena? Si tanto te va a gustar ver porno, quizá podamos fingir que es mi
cumpleaños más a menudo.
-Cierra
la boca, Alec.
-¿En
algún lugar en particular de tu cuerpo, o me dejas escoger?
La sonrisa
que me devolvió fue oscura, excitada.
-Tú
eres el experto. Me pongo en tus manos-respondió, hundiendo los dedos en mi
pelo, y por fin dejando de prestarle atención a la puta pantalla. Puede que
ponerla a ver porno no hubiera sido tan buena idea, después de todo.
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Estos dos chavales me traen por la calle de la amargura te lo digo de verdad Erikina. No entiendo porque son tan jodidamente monosos y puchis y entrañables pero es que yo me muero cuando se pone así de cariñosos el uno con el otro (necesito calor humano)
ResponderEliminarCasi me mato con el momento de Alec desmaquillando a Sabrae, me dicen a mis eso y no sonrío, me quito las bragas y se las meto en la boca vaya.
El momento coca me ha tenido muy tensionada porque por una parte estaba maemia el polvazo que van a echar puestisimos y por otro estaba (QUE LA NENA SOLO TIENE 14 CASI 15 POR DIOS NO) y menos mal que no ha pasao la vd.
Pd: como me veía venir el momento porno en algun momento desde que se pusieron a verlo juntos hace unos cuantos capítulos y Sabrae se puso cachonda como una mona.