Amiga, ¡hoy es el día en el que empieza todo! Si te apetece leer el momento en el que adoptan a Sabrae conforme está pasando en la línea temporal, ¡éste es tu momento! ¡Hoy nuestra pequeña se convierte en una Malik!🎆🎊
Pauline había sido un auténtico amor aceptando ser mi
profesora particular de repostería para la tarta de Alec. No es que partiera de
cero, precisamente, con el tema de los dulces, pero nunca está de más tener
ayuda profesional. Mis amigas habían querido ir a dar una vuelta por el centro
la semana de su cumpleaños, quizá intentando encontrar un detallito que darle
para hacer de ese día uno un poco más especial. Cuando pasamos por delante de
la pastelería de Pauline, nuestras tripas rugieron, Amoke y yo nos miramos, y
fue como si el universo se hubiera confabulado para que la francesa y yo nos
juntáramos una vez más, de nuevo a solas.
Pauline
había sonreído y se había acercado a nosotras con la gracilidad de una
bailarina, ésa que sólo pueden tener las chicas que han nacido a la sombra de
la Torre Eiffel y que han pasado gran parte de su infancia en la Ciudad de la
Luz. Se había sacado una pequeña libretita del bolsillo del delantal y nos
había tomado nota con rapidez, como una verdadera profesional, mientras una
idea cuajaba en mi mente. Cuando nos tocó pagar, con el estómago lleno y las
carteras un poco más vacías, me había quedado rezagada mientras mis amigas
examinaban el mostrador, empachadas pero a la vez aún golosas.
-Pauline…-susurré,
y ella levantó la vista, unos ojos perfectamente delineados de forma que no
pareciera maquillada en absoluto, y clavó sus ojos en mí. Por un momento, me
sentí pequeña, joven e inexperta. Pauline desprendía una elegancia que yo no
tenía (que, de hecho, no le había visto a nadie más que a mi madre), por lo que
una parte de mí, esa parte que no lograba quitarse de encima el machismo
imperante en la sociedad en que me había criado, se sentía amenazada por ella y
quería alejarse lo más lejos posible.
-Dime,
bonita-me sonrió con la calidez de quien lleva toda la vida trabajando de cara
al público, pero con una sinceridad que, sospechaba, sólo me dedicaba a mí.
-Verás…
es que, no sé si lo sabes, pero el viernes-hice una pausa dramática,
comprobando si me seguía- es el cumpleaños de alguien importante para mí.
Esta
vez, su sonrisa fue cálida como el sol de verano, y sus ojos chisporrotearon de
felicidad.
-Para
ambas-me corrigió, y el miedo que me daba su rechazo se disipó. Pauline era muy
buena persona, por eso Alec se había fijado en ella. Chrissy también lo era.
Como decía el dicho, Dios los cría, y ellos se juntan. Alec no podría haber
encontrado a dos chicas de corazones más puros que ellas dos, y yo me sentía
afortunada de que me hicieran partícipe de algo tan simple como el vínculo que
Alec había forjado entre nosotras, construyendo una pirámide cuyo vértice era él.
-Y me
gustaría… bueno, prepararle una tarta. Algo especial-murmuré, echando un
vistazo a las obras de arte arquitectónico que Pauline tenía en el mostrador,
cubiertas por una capa de cristal que impedía que las manos como las mías les
hicieran daño-. De modo que me estaba preguntando si te importaría decirme
algún par de trucos para que me queden mejor, o… no sé. Tú eres la experta.
-¿Qué
te parece si te pasas el jueves y la hacemos entre las dos?-sugirió, y yo sentí
que salía disparada hacia el cielo. Era exactamente
la oferta que estaba esperando. Noté que Momo sonreía a mi lado, incapaz de
disimular la gracia que le causaba la situación-. Así yo también podré darle
una sorpresa de cumpleaños.
Me
planté en la puerta de la repostería de sus padres con la puntualidad que sólo
les atribuyen a mis compatriotas, y ella misma vino a recibirme, anudándose el
delantal a la espalda. La pastelería estaba cerrada, no sabía si porque aún era
temprano, o porque habían decidido tomarse un descanso para que estuviéramos
más relajadas cocinando. Detestaba cocinar con estrés, de modo que lo
agradecía.
-Aquí
está mi alumna preferida-constató con una radiante sonrisa, y yo asentí con la
cabeza y entré. No perdimos el tiempo: nos dirigimos a la parte de atrás de la
tienda, entrando en una cocina impoluta en la que ya nos esperaban todos los
ingredientes que Pauline sospechaba que podríamos necesitar, dispuestos en fila
para que los identificáramos y cogiéramos con más facilidad.
Se
rió suavemente, con una risa musical que me recordaba al tintineo de unas
campanillas, cuando abrí mi mochila y dispuse con cuidado sobre una encimera
todos mis utensilios de cocina. Y se tuvo que limpiar las lágrimas de la risa
cuando, tras anudarme el delantal, me saqué un gorrito chef.
-¿Es
demasiado?
-Estás
perfecta. Deberías hacerte una foto para colgarla en tus historias.
-No
es mala idea, pero no puedo publicarla, o Alec se enterará de qué estoy
tramando. ¿Sabes? Se supone que estoy en casa-comenté-. Él está por ahí con sus
amigos. Mi hermano Scott se presenta a la nueva edición de The Talented Generation. ¿Lo conoces?
-No
soy muy fan de los concursos de la tele. Me gustan los realities, no obstante.
-¿No
ves MasterChef?-pregunté, asombrada, mientras Pauline se apretaba un poco la
coleta y comenzaba a sacar boles en los que haríamos la mezcla.
-Demasiado
espectáculo y muy poca cocina, en mi opinión-respondió. Se estiró para coger,
con un brazo largo y delgado, un paquete de harina, y mientras vertía la
cantidad necesaria dentro del bol, me miró-. ¿Qué tienes en mente?
-Pues…
a Alec le encanta el chocolate-lo cual saltaba a la vista, por la cantidad de
comparaciones que hacía entre este alimento y mi piel, algo que a mí me
encantaba, y que de alguna manera se las apañaba para que no fuera algo ya
sobreexplotado en la literatura. Lo hacía de una manera distinta, como si mi
piel realmente le recordara a ese alimento, y su atracción por mí tuviera
relación directa con eso, al igual que su gusto por el chocolate tenía relación
directa conmigo, como si todo fuera una rueda, un ciclo que se alimentaba de sí
mismo.
Pauline
tenía los ojos fijos en mí. No sabría decir cuánto tiempo había pasado desde
que había comentado aquello y me había quedado callada, mirando los
ingredientes con expresión soñadora.
-Como
a todo el mundo-me apresuré a añadir, apartándome una trenza del hombro-.
Supongo que eso es ir a lo seguro…
Pauline
sonrió, pillando por dónde quería ir.
-Pero
tú no quieres ir a lo seguro, ¿verdad?
-Una
tarta de chocolate puede hacerla cualquiera, y se puede comer en cualquier
ocasión-asentí-. Yo quiero hacerle a Alec algo especial. Algo que le sorprenda,
pero que a la vez nos garantice el éxito, ¿sabes? No quiero que la primera
tarta de cumpleaños de la que yo me encargo no le guste. Quiero arriesgar,
hacer un salto mortal, pero asegurarme de que no me lastimo en la caída.
-Por
eso has venido conmigo en lugar de intentar hacerla con tu madre, ¿mm?-sonrió,
divertida, colocando una batidora automática, con cuenco incluido, a un lado de
la mesa.
-¿Cómo
sabes que mi madre…?
-Alec
estuvo lloriqueando con unos brownies
que le hiciste cerca de una semana. Me preguntó mínimo seis veces si no
necesitábamos una sous chef-la clase con la que pronunció ese
par de palabras me dejó asombrada. Realmente el francés es el idioma del amor,
pensé, para automáticamente fantasear con Alec hablándome en francés mientras
hacíamos el amor. En París. Al aire libre. Puede que en los Campos Elíseos. O
quizás a orillas del Sena. Mientras sonaba un acordeón al fondo.
Noté
que me ponía colorada mientras me imaginaba a Alec embistiéndome suavemente, al
compás de las olas del río más romántico del mundo, y me susurraba al oído lo
preciosa que era, lo mucho que me quería. Pauline estaba a punto de echarse a
reír; a estas alturas ya le había confirmado que era boba.
-¿Una
sous chef?-inquirí, fingiendo que no
me había pillado con las manos en la masa, nunca mejor dicho- ¿No se empieza
por pinche de cocina?
-Eso
le dije yo, que deberías empezar por ahí, pero me contestó que hacías unos
postres propios de un restaurante con tres estrellas Michelín-se miró las
uñas-. Por supuesto, por orgullo repostero, me vi obligada a echarlo por la
puerta de atrás. Las seis veces.
-Lo
siento si vuestra relación se ha resentido por mi culpa-me reí.
-Pensé
que se resentiría más, ya sabes. Pensaba que el sexo era un pilar sin el cual
no podríamos vivir, pero es muy buena persona-sonrió, midiendo la cantidad
exacta de harina como lo hace un maestro pastelero: a ojo. Y seguro que la
tarta le quedaría genial-. Es el mejor chico que he conocido nunca.
-Sí,
yo tampoco he conocido a nadie como él-susurré, apartándome un mechón de pelo
de la cara. Pauline me miró, y una sonrisa dulce le curvó los labios. Se
relamió, parpadeó despacio y miró los ingredientes.
-Estaba
pensando... un pastel de frutas es siempre una buena opción. Depende de qué
fruta elijas, te puede dar mucho juego, y a él le gustan muchísimo las frutas,
así que podríamos ir por ahí. ¿No crees?
-¿Seguro
que es lo bastante…?
-Tranquila.
Haremos una pequeña obra de arte. Tengo muchas frutas para los otros pasteles;
échales un vistazo mientras yo me ocupo de la masa, y ya me dirás.
Me
acerqué a una nevera de puertas transparentes en la que almacenaba cajas y
cajas de fruta tan hermosa que parecían candidatas a un bodegón. Examiné con
cuidado las cajas de cerezas, manzanas, peras, las dos piña del estante
superior, las fresas… y mi corazón dio un brinco cuando reconocí las frutas en
el tercer estante empezando por abajo, justo a la altura de mi mirada. La saqué
con cuidado y me acerqué a Pauline.
-¿Podemos
hacerla con maracuyá?-le pregunté. Torció la boca un momento, pensativa-. Por
favor. Tiene relación con nosotros. Verás, mi perfume... a Alec le encanta, y
tiene extracto de maracuyá.
-Ya
me parecía que olías demasiado bien. Sí, sí que podríamos… se me ocurre algo.
Tarta glaseada con frambuesa y corazón de maracuyá-anunció como si estuviera en
la televisión, y yo pegué un brinco y asentí con la cabeza.
-De
acuerdo, pequeña sous chef: hora de
ponerse a trabajar-sonrió, dándome una palmadita en la cabeza como si fuera un
adorable cachorrito. En cierto sentido, así me sentía. Seguí las instrucciones
de Pauline como la mejor de los soldados raso, afanándome en cada una de las
tareas que me encomendaba mientras ella revoloteaba de acá para allá en la
cocina, siempre con un ojo puesto en mí, controlando que no metiera la pata
mientras ella se ocupaba de tener todos los electrodomésticos a punto. Mientras
yo batía huevos, amasaba, mezclaba y derretía, ella buscaba en Internet ideas
de presentaciones para la tarta-. Me imagino que no querrás una horterada de
“felicidades”…-murmuró, y cuando yo la fulminé con la mirada, volvió a reírse
con el sonido de unas campanillas. No era difícil averigurar por qué a Alec le
gustaba pasar tiempo con ella más allá de lo que pasaban en la cama: según
tenía entendido Pauline era una fiera en el dormitorio, pero fuera de él era
una chica dulce que podía hacer sentir bien al peor de los monstruos, y dado
que Alec tenía tantos problemas consigo mismo, no me extrañaba que siempre
alargara sus visitas a la pastelería todo lo que su horario laboral le
permitía. Él le restaba importancia al asunto diciendo que se merecía un
descanso después de jugarse la vida en la dura jungla de asfalto que era
Londres (lo cual es cierto), y que unos pastelitos gratis siempre eran bien
recibidos, pero yo sabía que lo que más le gustaba del tiempo que pasaba en la
pastelería era sentarse a charlar con Pauline mientras tomaban un café,
mirándose a los ojos, fortaleciendo su conexión y calentándose las auras el uno
al otro.
No me
extrañaba que a Alec le encantara el dulce de la manera que lo hacía. Tenía la
teoría de que las personas más tiernas son las que disfrutan con el azúcar, y
viendo cómo Pauline sonreía tras llevarse un dedo a la boca mientras probaba
cada elaboración, supe que no andaba desencaminada con mis elucubraciones.
Estaba
poniendo todos mis sentidos en la preparación de la tarta, anotando mentalmente
cada cosa que me decía Pauline para reproducirla más adelante. Si las cosas
salían bien y a Alec le gustaba, no descartaba la idea de prepararle esto más a
menudo. Podría estar creando, sin saberlo, una de nuestras primeras
tradiciones, y rápidamente mi cabeza pintó un cuadro que me encantó: yo,
preparándole su tarta de cumpleaños, de frambuesa y maracuyá, a dos colores que
se compenetraban perfectamente, sonrosado y dorado, los colores el amanecer que
a él tanto le gustaban, y él mirándome embobado mientras me afanaba. Por
supuesto, no le dejaría intervenir: mi regalo era hacerlo yo sola, sin que él
tuviera que trabajar nada, disfrutando sólo del producto final. Él no me
abandonaría ni un segundo, por descontado. De vez en cuando se levantaría, me
pondría las manos en las caderas, me daría un beso en la mejilla, en el cuello
o en el hombro, y me acercaría algo que yo necesitara pero que era incapaz de
alcanzar, demasiado alto en las alacenas de una cocina que no reconocí como de
mis padres ni de los de Alec, sino como nuestra.
Nuestra
casa.
Puede
que incluso un año, las manos de Alec se deslizaran suavemente por mi vientre
abultado, y me daría un beso detrás de la oreja.
-¿Sabes?
Por un año que te ayude yo, tampoco va a pasar nada. Bastante regalo vas a hacerme-y
acariciaría a nuestro hijo a través de mi piel.
Me
estremecí de pies a cabeza y esperé mientras Pauline comprobaba si la nata
tenía el punto de esponjosidad que ella quería. Asintió con la cabeza,
aprobándolo con aire experto, y me indicó que fuera vertiendo parte del sirope
de maracuyá en la nata, para que toda la tarta tuviera ese delicioso sabor
refrescante con un puntito ácido.
Todo
fue relativamente sencillo hasta que llegamos a la parte en la que teníamos que
cubrir la tarta entera con una especie de pasta con sabor a frambuesa, que le
daría el toque elegante y profesional que yo había venido buscando a su
pastelería. Pauline se colocó a mi lado y me ayudó a extender la pasta, de
manera que quedara lo suficientemente plana como para abarcar la totalidad del
círculo sin romperse ni una sola vez.
-Pauline,
¿cómo os conocisteis Alec y tú?-pregunté, y ella sonrió.
-¿Lo
preguntas por algo en particular? ¿Estás pensando en hacerle un vídeo sobre su
vida, como en esas películas románticas, o algo así?
-Simplemente
estaba pensando que… bueno, es curioso que un chico como Alec, que ha vivido su
vida como la ha vivido, tenga tantas chicas dispuestas a defenderlo a muerte de
quien sea. Quiero decir… hablando con vosotras, contigo y con Chrissy, me da la
impresión de que yo tenía una idea equivocada de cómo era. Que no era tan… fuckboy. ¿Sabes?
Se
echó a reír.
-Oh,
no, tú le has cambiado muchísimo, créeme. Él es muy bueno, siempre lo ha sido,
pero cuando empezó contigo, yo le noté un cambio. Estaba más distraído. Casi…
taciturno. No me tenía acostumbrada a comportarse así. Desde que le conocí,
siempre hemos tenido una conexión especial, pero lo que te digo: creía que lo
especial de mi relación con él era el sexo, un sexo maravilloso-se mordió el labio y puso los ojos en blanco,
abanicándose con teatralidad, y yo me eché a reír. Había conseguido que la
palabra durara varios minutos-, pero incluso entonces yo ya sabía que él es
único. Simplemente me engañaba a mí misma pensando “nena, a ti lo que te pasa es
que te encanta cómo hace que te corras; lo prefieres como amante, y no como
persona”, pero resultó que no era verdad-me dio un toquecito en la nariz y me
guiñó el ojo-. Y no te voy a mentir: estoy muy celosa.
-¿De
mí?-pregunté, estupefacta, con los ojos como platos. Pauline asintió, riéndose.
-¡Claro!
Por la suerte que has tenido por conseguir que te entregue su corazón. No ya
sólo porque te lo puedes llevar a la cama cuando se te antoje, sino porque es
una persona genial. Un chico increíble, como te he dicho. En ocasiones estoy
segura de que no eres consciente de la suerte que tienes por tenerlo a tu lado,
pero luego…-me miró por el rabillo del ojo-, te pones en contacto conmigo y con
Chrissy para intentar solucionar vuestros problemas, o vienes aquí y me pides
que te enseñe a hacerte una tarta porque quieres que te salga absolutamente
perfecta, y pienso “esto es lo que él se merece”. Que lo traten como a un rey.
Eres una joven reinita que lo trata como un rey-asintió, satisfecha con la
metáfora.
-Creo
que todo el mundo lo trataría de esta manera.
-No
todo el mundo está dispuesto a aceptar lo mucho que ha cambiado sin verlo en
primera persona. Si me hubiera pasado a mí, no sé si me habría fiado. Alec
parece demasiado bueno para ser de verdad. Necesitas verlo para creerlo. Y yo,
por suerte, he podido verlo.
-Seguro
que tú harías lo mismo que yo.
-¿Yo?
Yo no dejaría que se acercara a las que estaban antes que yo, no vaya a ser que
le hicieran recordar lo mucho que le gustaba la vida que vivía antes de que el
amor se cruzara en su camino-sonrió, se pasó una mano por un mechón suelto de
la coleta, y comentó-: fue en la Sala Asgard. No se me va a olvidar nunca. No
todos los días compito con mis amigas por un chico, ¿sabes? Pero él era
diferente. Supe que tenía que ser para mí nada más verlo.
Tenía
la mirada fijada en un punto de la cocina, pero sus ojos estaban muy, muy
lejos, perdidos en el cuadro del pasado.
-Iba
con sus amigos. Tu hermano, por ejemplo-me miró un instante-. Supongo que eso
me lo puso un poco más fácil. A mis amigas les iba el morbo de liarse con un
famoso, pero Alec me resultaba más atractivo. No te ofendas, pero es bastante
más guapo que tu hermano.
-No
me ofendo-respondí-. Estoy de acuerdo. A fin de cuentas, no follo con mi
hermano-solté, y Pauline se echó a reír.
-Bailaba
tan bien. Y sabía flirtear. No he
conocido a ningún chico que lo haga como él. Le sale súper natural, y al
segundo de posar los ojos sobre él, necesitas tener todo el cuerpo pegado al
suyo. Es como un imán, pero en el mejor de los sentidos-Pauline sonrió-. Y no
decía las gilipolleces a las que me tenían acostumbrada el resto de tíos con
los que había estado antes. Parecía interesado de verdad en mí, como si
necesitara conocerme para saber qué me gustaba y hacérmelo. ¿Entiendes?-me
miró, y yo asentí-. Supongo que lo hacía con todas, pero que algo se haga de
forma reiterada no significa que esté mal. Y luego, fuimos al baño, y confirmé
mis teorías. Fue de los mejores polvos de mi vida.-sonrió-. Y a las pocas
semanas, yo tuve que recoger uno de los pedidos que mis padres habían hecho en
Amazon. Normalmente estaba en mi habitación estudiando mientras mis padres se
ocupaban de la tienda, pero ese día había mucho jaleo, y me tocó bajar a mí. Y
menos mal que lo hice. No nos habíamos dado los teléfonos, y no teníamos manera
de encontrarnos. Alec me preguntó si yo hacía algo por la noche, y yo le hablé
de la escalera de incendios que daba a mi ventana, a la que a veces se me
olvidaba echarle el cerrojo… vaya-parpadeó y me miró-. Lo siento. ¿Demasiada
información?
-En
absoluto. Lo cierto es que me estaba gustando. ¿Te parecería raro si te dijera
que parecía que me estabas contando una historia de amor? Estaba a esto-hice
que un minúsculo espacio de aire separara mi dedo índice de mi dedo pulgar
cuando hice un círculo con ambos dedos en la mano- de shippearos. Claro que eso supondría que tendría que renunciar a
Alec, y va a ser que no, francesita-le di un toquecito con la cadera en la suya
y ella se echó a reír.
-No
podría quedarme con él ni aunque quisiera. Precisamente porque le he visto
antes de estar contigo y le veo ahora, puedo ver lo feliz que le haces.
Me
encogí un poco, pensando en que quizá esa felicidad estaba algo limitada.
-Bueno,
no es que me esté esforzando, precisamente…
-¿A
ti esto no te parece esforzarte?-preguntó, abarcando con un gesto del brazo la
cocina, en la que se podía seguir las huellas de nuestras elaboraciones como un
rastro de migas de pan.
-Sí,
pero… también podría hacer más cosas por él. ¿Te contó que me pidió salir y yo
le di calabazas?
-Sí.
-Pues
eso. Podría… no sé. Quizá… quizá esté siendo una hipócrita. Puede que me ponga
perfeccionista con él porque quiero compensar que no le he dado lo único que
quiere con un montón de detalles tontos. Como si pudiera suplir los
sentimientos con materialismo, ¿sabes?
-A mí
no me parecen detalles tontos, Sabrae. Y no me parece materialista.
Materialista sería que fueras a una tienda cinco minutos antes de su fiesta de
cumpleaños, le compraras lo más caro y te escudaras en el dinero que te has
gastado en él. Eso sí estaría feo. Y eso sí que no se lo merecería Alec.
-No
sé, es que a veces me da la sensación de que estoy siendo súper egoísta con él,
¿sabes? Con todo lo que hace por mí, y yo sigo teniendo miedo de… bueno, cuando
se vaya a África, yo no lo voy a pasar bien, y utilizo esa absurda excusa de
que no somos nada para intentar convencerme de que me va a doler menos…
-Te
va a doler igual, pero déjame decirte una cosa: no hay que estar con nadie por
pena. Jamás. Cuando no quieres a alguien,
debes dejarlo marchar, porque te estás haciendo infeliz y también puedes
hacer infeliz a la otra persona-parpadeé-. Eso también se aplica a empezar una
relación. Tienes que sentir que estás lista. No sólo por ti y por tus dudas
(porque, si no le dijiste que sí, es porque alguna duda tienes), sino también
por él. Nunca le he visto tan ilusionado con alguien como le he visto contigo…
-Es
que nunca había renunciado a tantas cosas como a las que tuvo que renunciar
conmigo-la interrumpí, y Pauline parpadeó.
-¿Qué
cosas?
-Chrissy.
Tú-susurré, azorada-. Bey-mascullé en voz más baja, porque no me atrevía a
confesarlo en voz alta: en parte, me sentía intimidada por el vínculo que había
entre Alec y su mejor amiga. Yo sabía que él estaba enamorado de mí, pero
también lo había estado de ella, y los dos compartían una historia que para
nosotros era desfavorable.
-Cariño-Pauline
me puso una mano cálida y suave en la mejilla, y me acarició con un pulgar
afable. Sus ojos ligeramente verdosos chispeaban con comprensión y ternura. En
cierto sentido, me sentí tan consolada como cuando mamá hacía ese gesto. Había
algo maternal en ella, un afán de protección que no toda la gente irradiaba-.
Te puedo asegurar que la única razón por la que Alec y yo hemos dejado de
vernos es porque quiere pasar tiempo contigo. Y estoy segura de que con Chrissy
ha sido igual. No renuncias a algo que ya no deseas. ¿A que no dirías que un
enfermo renuncia a su medicación una vez termina el tratamiento? Un ex enfermo
de cáncer necesita la quimio igual que Alec nos necesita a Chrissy y a mí: nada
en absoluto.
Sonreí.
-Sé
sincera. Llevo unos días pensando… nada le haría más ilusión a Alec que le
dijera que sí. Y puede que ése sea el mejor regalo que puedo hacerle el día de
su cumpleaños. Así que… ¿crees que debería aceptar su oferta?
Pauline
levantó la cabeza, meditando.
-Creo…
que el hecho de que lleves días pensándolo ya te da la respuesta.
-O
sea, que sí.
-No-respondió,
sonriendo-. Creo que no. Mira, Sabrae, quizá sea porque soy una romántica
empedernida, pero, qu’est ce que nous
pouvons faire?-preguntó-. Je suis
française. Soy romántica por naturaleza. Estoy enamorada de la idea del
amor, y lo entiendo como lanzarse al vacío sin paracaídas. Algo que no piensas,
simplemente lo haces y ya está. Y si tienes dudas, lo mejor es no hacerlo.
-Oye,
que yo también estoy enamorada de Alec.
-Lo
sé, bonita. Ya lo veo-comentó, señalando la preciosa tarta sonrosada, mi
creación más hermosa-. Pero que estés enamorada no significa que estés lista
para lanzarte al vacío.
Torcí
la boca, pensativa. No estaba tan segura de no haberme lanzado ya al vacío;
cuando estaba con Alec, sentía que la gravedad desaparecía, y me sentía ligera
como una pluma, como si nada me atara al suelo… como si me estuviera cayendo,
en definitiva. No en vano, los ingleses decimos que “caemos en el amor” cuando
nos enamoramos. Quizá sólo estuviera alargando lo inevitable, cerrando los ojos
mientras el suelo se acercaba a mí, negando que me caía y perdiendo un tiempo
precioso para abrir el paracaídas, ralentizar la caída libre y poder disfrutar
de las vistas.
-Además…
si no lo haces por ti, hazlo por él-susurró Pauline, inclinando la cabeza a un
lado-. ¿Se merece Alec que le des un sí a medias, dubitativo, o se merece un sí
rotundo y tajante?
Clavé
los ojos en la francesa. Ahora entendía por qué Alec pasaba noches enteras con
ella: desde luego, sabía conversar. No sabía lo que estaba estudiando, pero
como psicóloga, desde luego, no tenía precio.
Su
sonrisa de suficiencia me hizo saber que en mi rostro se había hecho claro y
patente qué era lo que había terminado por decidir. Pauline estaba en lo
cierto: si aún me lo pensaba, era porque tenía dudas. Quería estar con Alec,
sí, quería todo de él, quería absolutamente todo
con él, pero mi miedo era suficiente como para seguir teniendo una
alternativa sobre la mesa que él no se merecía. No se merecía medias tintas.
Alec era la típica persona a la que le dedicas una canción entera, un disco
entero, y no una simple estrofa por cumplir. Se merecía una historia en la que
él fuera protagonista, y no un simple secundario que aparece de vez en cuando y
pone aún más en valor a los personajes principales.
Así
fue como descubrí qué era lo que verdaderamente quería del cumpleaños de Alec,
y ese recoveco de ansiedad pegajosa y oscura que me había carcomido por dentro
durante los últimos días, mientras me devanaba los sesos ultimando hasta el más
mínimo detalle de su fiesta de cumpleaños, desapareció. Por muy bonito que quedara
que nuestro aniversario coincidiera con su cumple, necesitaba estar segura de
que por fin había vencido a mis miedos antes de aceptar pasar al siguiente
nivel de manera oficial con él.
Después
de darle los últimos toquecitos a la tarta, Pauline y yo nos sentamos en una de
las mesas frente a las amplias ventanas de la pastelería con sendos chocolates
y pastelitos de crema frente a nosotras. Mientras el pastel reposaba
tranquilamente en la nevera, en un hueco especial que Pauline le había hecho
con mucha previsión, charlamos de lo que habíamos hecho esa tarde y mis
expectativas para el cumpleaños de Alec. Había quedado allí con Diana (le había
enviado al ubicación nada más entrar en la cocina de Pauline) para que me
recogiera y me llevara al hotel The Savoy, en la orilla del Támesis, a elegir
la habitación que íbamos a ocupar Alec y yo la noche de su cumpleaños y así
terminar de atar los últimos cabos que todavía me quedaban sueltos.
La
cara de Pauline cuando Diana se bajó del coche, toda piernas y glamour, y
desfiló por la acera en dirección a la puerta, fue un poema. Nunca pensé que
sus facciones tan elegantes pudieran desencajarse de aquella manera hasta
convertirse en una mueca de asombro que se asemejaba mucho a una representación
en vivo del cuadro El grito, hasta
que vi a Pauline percibiendo a Diana.
Diana
se puso las gafas de sol que se había bajado durante el trayecto de dos metros
de acera a modo de diadema, sujetándole los mechones de pelo dorado que se
había teñido recientemente, y caminó con una sonrisa en mi dirección.
-¡Hola,
Saab! ¿Lista para la tarde de compras de hoteles?-echó la cabeza hacia atrás y
soltó una carcajada que sonaba como el éxito anual de todas las listas
musicales. La verdad es que la forma de referirse a aquella visita al hotel
tenía su gracia, aunque también desprendía un cierto elitismo del que yo no
estaba muy segura de querer participar; sentía que no me lo había ganado.
-Eres…
Diana Styles-jadeó Pauline, impresionada, poniéndose en pie. Diana le mostró
una sonrisa de dientes blanquísimos, que podría delimitar la costa para los
barcos en una noche sin luna.
-Sí,
¿eres fan?
-¿Es
broma? Cualquiera con ojos es fan tuyo-respondió Pauline atropelladamente, y
Diana volvió a reírse, sobre todo cuando Pauline se llevó una mano a la boca,
incapaz de creerse que acabara de decir eso. Lo cierto es que no parecía propio
de ella, claro que, si tienes que perder los papeles por un famoso, si éste es
una supermodelo e incipiente cantante, no terminas de perder ese estatus de
reina elegante con el que has nacido.
Por
cortesía (y también porque ya estaba acostumbrada), dejé que Pauline disfrutara
un ratito de Diana antes de interrumpir su conversación sobre diseñadores, en
la que la francesa se defendía tan bien como la americana. Supongo que hay
tópicos sobre nacionalidades que se basan en hechos verídicos. Pauline me dijo
adiós con un abrazo un poco menos afectuoso que el que le dio a Diana, a pesar
de que a mí me conocía de más tiempo y habíamos hecho una tarta juntas, y se
quedó mirando cómo nos íbamos en un sobrio coche negro desde el otro lado del
escaparate de su pastelería.
-Qué
chica más simpática. ¿De qué la conoces?
-Se
tiraba a Alec.
Diana
se echó a reír.
-Algunos
nacen con suerte.
-¿Más
que yo, quieres decir?-ronroneé, y Diana se echó a reír.
-Lo
cierto es que no lo decía por ti, Saab-cruzó las piernas y se giró para
intentar echar un vistazo a la pastelería, pero ya se había perdido entre los
edificios al girar el conductor una esquina. Lanzó un trágico suspiro y negó
con la cabeza, volviendo a mirar al frente y jugueteando con las puntas de su
pelo-. A veces echo de menos cómo era en Nueva York.
-¿Una
zorra de cuidado?-respondí, riéndome a carcajadas, y Diana me sonrió.
-Cuidado,
nenita, porque la Diana de hace un mes habría enviado a Alfred a por Alec y
habría improvisado un trío demencial con
esa chica.
-No
sé si Pauline es como nosotras, Didi.
-¿Una
zorra? Créeme, te digo yo que sí. Todas nos volvemos zorras en la compañía
adecuada.
-Me
refería a bisexual, pero vale-respondí, riéndome más fuerte, y Diana me puso
una mano en la rodilla.
-Cariño,
yo tengo el radar más afinado que el tuyo. Y te digo que esta tal Pauline
habría aceptado sin pensárselo dos veces si le hubiera ofrecido irse a la cama
conmigo.
-Lo dices
como si fuera difícil, Didi. No sabes cuántas veces he tenido que aguantar a
Alec suplicándome que le dejara llamarte por teléfono.
Los
ojos de la americana chispearon cuando me miró.
-¿Y
por qué no le dejas llamarme, si puede saberse?-preguntó, a lo cual nos echamos
a reír. Diana se apartó el pelo del hombro desnudo y se miró en un minúsculo
espejito, comprobando que su aspecto fuera perfecto. No en vano, íbamos a
negociar en uno de los mejores hoteles de Londres, con lo que debíamos estar a
la altura: por eso yo me había llevado un delantal y un gorrito (bueno, el
gorrito había sido más bien por la broma), y había puesto mucho cuidado
acicalándome una vez terminamos con la tarta.
En
realidad, lo del Savoy había sido idea de Diana. Yo sólo tenía pensado pasar la
noche con él, llevármelo después de que se emborrachara, o justo antes de que
atravesara ese punto en el que ya no generas más recuerdos, o hasta que él
dijera que quería que nos fuéramos, y entregarle mi cuerpo, que es el mejor
regalo que podía darle. Sería en cualquier sitio: me daba igual si era la mesa
de billar, el cuarto morado del sofá, o su casa, aunque he de admitir que
siempre preferiría su cama, por comodidad y porque me garantizaba dormir con
él, pero no le hacía ascos a nada. No escatimaría ni en gritos, ni en nada.
Estaba más que dispuesta a entregarme a él, pero claro, teníamos el problema de
que ya lo habíamos hecho antes en casa de sus padres, con sus padres allí, y
puede que me diera corte por mucho que estuviera decidida a intentar dárselo
todo.
De
modo que, cuando Diana me preguntó qué tenía pensado hacer, se estremeció de
pies a cabeza y esbozó una sonrisa.
-No
puedes darle a tu chico en su cumpleaños, en el primer cumpleaños que pasáis
juntos-enfatizó-, algo que ya le has dado con anterioridad, chica. Tienes que
hacerle un regalo que él nunca olvidará.
-Pero,
bueno, yo en el sexo soy bastante buena.
-Sí,
Sabrae, pero en el sexo él ya te conoce. Tienes que darle algo que no se
espere, y aprovechar la excusa. ¿Has estado en el Savoy?-me había preguntado,
esbozando una sonrisa. Y yo, que no sabía por dónde quería ir, había negado con
la cabeza.
La
manera en que aluciné con lo que Diana me sugirió fue épica, pero no
precisamente porque me pareciera algo que excedía todos los límites del sentido
común y la decencia (eso de que te paguen una habitación de hotel para que lo
hagas como una posesa con tu chico era un nuevo nivel de libertinaje al que yo
estaba ansiosa por entregarme), sino porque era una idea genial, el mejor regalo que podíamos hacerle a Alec… y no se me
había ocurrido a mí.
-Eres
un genio, Didi-ronroneé, y Diana se había encogido de hombros, alzando una
ceja, con las piernas cruzadas y un gesto pagado de sí mismo en el rostro.
-Lo
sé. Ya me lo agradeceréis más tarde. Los dos-me había dado un golpecito en la
pierna exactamente igual al que acababa de darme por corregir mi suposición
acerca de su interés sexual, y había negado con la cabeza. No había sido hasta
ese preciso momento cuando me había dado cuenta de que el regalo no era sólo
para ale, sino también para mí, lo cual había hecho que mis reticencias se
redujeran un poco.
Por
mucho que hubiera crecido en una familia acomodada, en la que no nos faltaba de
nada ni a mí ni a mis hermanos, y cada capricho que teníamos solía
concedérsenos (después de un pequeño esfuerzo, eso sí, para que no fuéramos
unos consentidos), una cosa era pagar una habitación de un hotel cualquiera, en
el que la cama fuera cómoda, el baño, privado; y la limpieza fuera uno de los
principales estándares de calidad, y otra muy diferente era reservar en uno de
los hoteles más lujosos (si no el que más) de todo Londres. Me parecía un
abuso, y sobre todo, me preocupaba la reacción de Alec. Sabía que era muy suyo
con el dinero, y esperaba que no se lo tomara como un insulto, o se empecinara
en que iba a devolverle a Diana hasta el último penique y se pasara toda la
noche angustiándose con los turnos extra que tendría que hacer en lugar de
simplemente disfrutar de sus regalos.
Iban
a regalarle cosas caras para su cumpleaños, pero esto era pasarse.
O eso
pensaba yo hasta que un botones nos abrió la puerta del coche y las dos salimos
con los pies por delante, como modelos (lo que Diana era, y yo fingía), y nos
contoneamos en dirección al vestíbulo. No pude evitar levantar la mirada en
dirección a las letras suspendidas en el saliente de cristal del hotel, que
rezaban su nombre en un plateado en el que se reflejaban las nubes, mientras
atravesábamos los cristales para acceder al edificio, en una elegante
decoración art nouveau con paredes de
mármol con motas negras y suelos del mismo material, solo que en blanco y
negro, que recordaban a un tablero de ajedrez.
Supe
que Diana no había venido a jugar en el momento en que el director del hotel
salió a nuestro encuentro, presto a mimarnos. Y también supe que todas mis
reticencias se desvanecerían en cuanto entráramos en el ascensor. Si yo dejaba
que el lujo del hotel me embelesara aun estando acostumbrada a vivir así,
estaba segura de que Alec se aturdiría lo suficiente como para, por lo menos,
llegar a la habitación.
Luego,
estaría en mis manos. Ya me encargaba yo de relajarlo.
Diana
conversó animadamente con el director del hotel, explicándole con todo lujo de
detalles cuál era su plan. El director, un hombre delgado y de pelo ralo,
asentía con la cabeza, empujando de vez en cuando sus gafas por el puente de la
nariz, mientras me lanzaba miradas furtivas, a la espera de que yo dijera algo.
Sin embargo, yo estaba demasiado maravillada como para abrir la boca, así que
le dejaría todo el trámite de la charla a Diana.
-¿Nunca
has estado aquí?-preguntó ella cuando el director del hotel nos hizo salir del
ascensor y nos pidió amablemente que le siguiéramos, un pelín más servicial de
lo que me habría esperado de un alto cargo como él, sobre todo de una
institución como el Savoy. A fin de cuentas, no éramos más que niñas: que
trataran así a mis padres no me extrañaba, pero que una persona que me
triplicaba la edad se comportara como si hubiera nacido para servirme me
resultaba, cuanto menos, curioso.
-Sólo
en la parte baja. Mamá a veces me trae a galas benéficas o charlas feministas.
Nunca había subido a las habitaciones-comenté, pasando los dedos por una
orquídea de enormes pétalos y largo tallo que habría hecho que mi madre se
echara a llorar de la emoción. Es cierto que la parte del vestíbulo y las salas
de conferencias desprendían lujo por los cuatro costados, pero yo siempre había
creído que las partes abiertas al público estaban más cuidadas precisamente por
ser las que más visitas recibían. Allí, sin embargo, cada detalle estaba
estudiado al milímetro, y caminando por el pasillo podrías pensar que estabas
en un palacio medieval con tantas habitaciones que los arquitectos habían
decidido ponerles números en las puertas, para que los invitados de los
emperadores y las emperatrices no se perdieran.
-Vaya,
así que en cierto modo, te estoy desvirgando-comentó Diana, riéndose por lo
bajo. Se puso seria en cuanto llegamos a la primera de las suites.
El
director nos enseñó todas las habitaciones que había disponibles (las más
lujosas, por supuesto), para que eligiéramos la que más nos gustara. O, más
bien, la que más me gustara a mí. Cuando yo dije que la primera no me convencía
del todo, el hombre se tomó aquello como un desafío a impresionarme. Nos llevó
directamente a la suite real (no entendía por qué teníamos suites reales en
Londres, cuando Buckingham Palace estaba a pocos minutos en limusina, coche
blindado o carruaje de caballos), y se regodeó en cómo paseamos Diana y yo por
la totalidad del espacio, más grande que mi casa, la de Tommy y la de Alec
juntas.
Puede
que aquello fuera un pelín excesivo para nosotros dos solos.
-¿No
tienen algo más… para parejas?-pregunté, dubitativa. Me moría de ganas de quedarme
en ese sitio, lo admito. Me encantaban los muebles sacados directamente de las
grandes casas nobiliarias de todo el país, pero no era lo que Alec y yo
necesitábamos para esa noche. Realmente, nos bastaba con una habitación con
cama. Si había rechazado la primera habitación era por hacerme un poco la dura,
y también porque tenía el capricho de poder ver el Támesis desde la cama.
El
hombre sonrió. Por fin le hacía una petición directa con la que pudiera lucir
sus dotes de vendedor.
-Acompáñenme,
por favor, señoritas.
Y le
seguimos de camino a uno de los pisos superiores. Nuestros zapatos apenas
hacían ruido sobre la moqueta, diseñada específicamente para que ningún huésped
molestara a otro en su travesía a sus habitaciones. Hasta el suelo desprendía
un aire glamuroso.
Por
fin, nos detuvimos frente a una puerta un poco mayor que las demás. El director
pasó la tarjeta magnética por el lector, giró el pomo y nos invitó a entrar
delante de él, sosteniendo la puerta de modo que no se cerrara de manera automática.
Diana entró antes que yo, abrió la boca, sonrió, asintió con la cabeza y se
giró para estudiar mi reacción.
A los
dos les satisfizo la forma en que jadeé en cuanto vi la cama. El director, sin
perder tiempo, caminó hacia las cortinas y las descorrió para mostrarme una de
las vistas más exclusivas del Támesis, el London Eye y el Big Ben un poco más
al fondo.
-Nuestra
suite nupcial principal-anunció con orgullo, como presumiendo de la joya de la
corona, a pesar de que yo sabía que no era la estrella que más brillaba en
aquel hotel-. Tenemos televisión oculta en la cómoda-anunció, cogiendo un mando
en el que presionó un botón y la televisión asomó por encima de un mueble-,
ventanilla para servicio de habitaciones, y un baño con hidromasaje.
Le
seguí hacia el baño, que parecía muy interesado en mostrarme, y me quedé en
silencio. Éste era más grande que mi habitación, y en una esquina había una
bañera que parecía más bien una piscina pequeña, toda de mármol negro con
moteado blanco, y luces por debajo del agua que cambiaban de color, haciendo
que ésta pareciera bailar en el arcoíris. No me fijé ni en el gigantesco
espejo, ni en la mampara de ducha de un rincón, por si querías despejarte
después de un largo día de forma rápida, antes de meterte en la cama, ni en las
perchas de cerámica en las que colgaban dos albornoces que, seguro, eran los
más suaves que yo hubiera tocado nunca. Tenía toda mi atención puesta en la
gigantesca bañera.
Mis
ojos llamearon cuando el director presionó un botón y la bañera comenzó a
burbujear, como una piscina volcánica que avisa de que se acerca una erupción.
Sí, eso era lo que iba a pasar esa noche: una erupción.
Salimos
de nuevo a la habitación, Diana se sentó en la cama con las piernas cruzadas y
acarició el colchón mientras yo me acercaba a la ventana.
-Esto
es demasiado-susurré.
-Soy
millonaria-me recordó Diana. El director se había retirado a un discreto rincón
para dejarnos hablar como si no estuviera allí. Puede que incluso ni siquiera
estuviera escuchando.
-Alec
no va a aceptar esto en su vida. Es demasiado.
-Se
te olvida que la principal atracción no es la habitación, sino tú.
Me
mordisqueé la uña y me volví hacia el director.
-¿Tienen
alguna habitación un poco más sencilla, con vistas al río?-pregunté, deseando que
la respuesta fuera no para así tener una excusa para coger la habitación. Diana
no dejó que obtuviera ningún tipo de respuesta, sin embargo.
-Sabrae
Malik-anunció, poniéndose en pie-. Deja de buscar la manera de escaquearte de
esto. Eres la hija de Zayn Malik-me recordó-. No vas a ir a un hotelucho de
tres al cuarto para que tu novio se sienta bien con sus absurdas fantasías de
que puede mantenerte en tu nivel de vida, porque eres tú la que va a manteneros a los dos. Y no vas a venir al Savoy para
coger una habitación enana, en la que apenas quepa la cama.
-Aquí
no tenemos habitaciones así-protestó con educación el director de hotel, pero
Diana lo silenció con un gesto de la mano.
-Vas
a quedarte esta suite, vas a atraer a Alec hacia aquí, y te lo vas a follar en
cada rincón de esta habitación, ¿me has entendido?-acusó, y yo asentí despacio
con la cabeza-. En la cama, en el suelo, contra la pared, en el baño, y por
supuesto en ese jacuzzi gigantesco-miró al director-, que espero que me
reserves para cuando traiga aquí a mi novio.
-Faltaría
más-respondió el hombre, y Diana sonrió.
-Bueno,
pues ya está todo dicho-se volvió para mirarme-. Te la quedas. Y no admito un
no por respuesta, ¿de acuerdo?
-Vale.
-Bien.
Hay que ver. Ingleses-bufó, cruzándose de brazos-. Sois las criaturas más
tercas con las que he tenido que relacionarme. Bien, vamos a elegir el menú del
desayuno-instó Diana, tendiéndome la mano y sacándome de la habitación, lo cual
le agradecí. No podía pensar con claridad en presencia de aquella inmensa cama,
más grande incluso que la de Alec, en la que podía tumbarme de lado sin que
ninguna parte de mi cuerpo quedara colgando, y aquel fantástico jacuzzi, con el
que sólo se me ocurrían guarradas. Cuando salimos al pasillo y la puerta hizo
clic, mi cerebro se reactivó, y miré a Diana, que me había pasado un brazo por
el suyo y me conducía al ascensor.
-Gracias-susurré.
-¿Por?
-Por
convencerme. A Alec le va a encantar.
-No
lo he hecho por Alec, inglesita-rió-. Te he visto la cara cuando hemos entrado en la habitación y has visto la
cama. Algo me dice que Alec y tú os las vais a apañar para romperla.
-No
ha sido la cama lo que me ha convencido, sino el jacuzzi.
-Uf,
el jacuzzi podría hacer que hasta una monja perdiera la virginidad.
-Lo
cual no es muy difícil-respondí, y Diana se echó a reír.
Bajamos
a las cocinas, donde descubrí que Diana no había sido tan estúpida en su otra
vida como pretendía hacernos creer. Si se había comportado como una chula y una
prepotente sus primeros días en Londres,
se debía a que no quería estar allí, y se consideraba exiliada en lugar de
simplemente mudada. El personal de la cocina estaba sumido al completo en la
preparación de la cena, con lo que los olores que llegaban a mi nariz hacían
que se me hiciera la boca agua. Sin embargo, a pesar de que el trabajo les
llegaba al cuello, eso no implicaba que no pudieran detenerse a saludar a una
de sus huéspedes preferidas, especialmente si ésta había pasado madrugadas en
las cocinas, buscando compañía y también algo que llevarse a la boca cuando el jet lag no la abandonaba.
-¡Diana
Styles!-celebró la chef, que dejó de ladrar órdenes estrictas un momento para
venir a saludarla con dos besos-. ¡Qué alegría verte! Hace mucho tiempo que no
te dejas caer por mis fogones.
-He
estado ocupada, Francine, pero no podía venir a tu hotel y olvidarme de ti.
-Todo
un detalle por tu parte-sonrió, asintiendo con la cabeza, y por fin posó los
ojos en mí-. ¿Quién es? ¿Una protegida tuya? ¿Por fin te has hecho con una
ahijada?-sonrió, pero Diana negó con la cabeza, aunque yo me sentí
profundamente halagada de que pensara que Diana me había acogido bajo su ala.
Eso significaba que me consideraba lo suficientemente guapa como para ser
modelo, y no le parecía descabellado que Diana quisiera alzar mi carrera. Puede
que mis medidas no fueran las ideales, pero de cara era bonita, eso sin duda.
-Es
una buena amiga mía, como mi hermanita pequeña-Diana me rodeó los hombros con
el brazo y me dio un achuchón-. Se llama Sabrae-mi nombre pareció tocar alguna
fibra sensible en el cerebro de Francine, que entrecerró los ojos casi
imperceptiblemente-. Malik-aclaró, y Francine abrió los ojos como platos.
-¡Oh!
¡Eres la hija de Sherezade Malik!-reconoció Francine, mirándome con un nuevo y
renovado interés. En el mundo había dos tipos de personas: las que exclamaban
que era hija de mi padre, y las que exclamaban que era hija de mi madre, en
cuanto escuchaban mi apellido. Y no tengo nada en contra de papá, pero me hacía
sentir muy orgullosa que me reconocieran por mi madre. Ser famoso en el mundo
de la música no tiene mérito, pero serlo en el mundo del derecho y la lucha
social, sí-. Soy una gran admiradora de su trabajo. Es uno de los principales
pilares del feminismo de este país; siento que no ocuparía el puesto que ocupo
de no ser por ella. Es por eso que no me pierdo una sola marcha del 8 de marzo-me
confesó, y yo sonreí.
-Pues
te esperamos dentro de unos días. Mamá tardará en unirse a nosotras; tiene un
juicio bastante importante en el Tribunal Supremo, pero si tienen algún receso
saldrá a la manifestación-comenté, y Francine dio una palmada.
-Delicioso,
¡delicioso! En Estados Unidos no tenéis líderes tan comprometidos como
Sherezade Malik, Diana, por mucho que nos consideres un sistema anticuado porque
te ofende que tengamos rey.
-No
me ofende que tengáis rey, lo que me ofende es que no sea descendiente de David
Beckham-soltó Diana, echándose a reír. Francine entonces nos acompañó a una
sala más pequeña de las cocinas, donde nos estuvo mostrando las opciones que
había de desayuno. Diana me animó a elegir sin miedo, y cuando yo les confesé
que Alec solía comer de todo, y mucho (y más después de esa noche, me vi
animada a comentar), la chef se echó a reír, asintió con la cabeza y sentenció
que tendríamos un carrito con toda la carta del desayuno preparada para subir a
nuestra habitación a la hora que quisiéramos.
-No
sé cómo pagártelo, de verdad-susurré, agradecida, y Francine sacudió la mano.
-Con
que te portes bien en casa y no le levantes dolores de cabeza a tu madre para
que pueda seguir haciendo lo que está haciendo, me conformo, de veras-bromeó, y
yo sonreí, asentí con la cabeza y le prometí que así lo haría.
Subimos
de nuevo al vestíbulo del hotel, donde nos esperaba el director.
-¿Todo
arreglado?
-Sí,
muchísimas gracias por todo, señor Morseley-sonrió Diana, y yo también esbocé
una sonrisa, intentando no pensar en lo mucho que se parecía su apellido al del
director de hotel en Hotel, dulce hotel.
-Perfecto,
entonces. Tendremos la suite nupcial principal lista para que entren mañana por
la noche, cuando deseen.
-¿Me
haría un último favor?-preguntó Diana, y el señor Morseley, la miró.
-Por
supuesto, señorita Styles.
-Tengan
la cestita que siempre me esperaba a mí en la habitación lista para ellos. Ya
sabe a qué me refiero-Diana le guiñó un ojo, y él asintió, cómplice. Quise
preguntar a qué se refería, pero sabía que Diana no soltaría prenda-. Cárguenlo
en mi cuenta absolutamente todo. Todo-enfatizó Diana, y el señor Morseley
asintió-. No quiero que se reparen en gastos.
-Por
supuesto, señorita Styles.
-Perfecto-sonrió
Diana, poniéndome una mano en la parte baja de la espalda-. Gracias por todo.
-A
usted, señorita Styles. Señorita Malik-se despidió el director, juntando los
pies de una forma teatral. Susurré un tímido “adiós” a modo de despedida y
caminé hacia la salida del hotel, donde un botones nos adelantó para abrirnos
la puerta del coche que yo tomaría al día siguiente-. ¿Qué hay en la famosa
cestita, Diana?
-Oh,
lo típico. Champán, bombones-Diana se encogió de hombros-. No es una luna de
miel sin bombones y champán, ¿no te parece?
-Pero
Alec y yo no nos vamos de luna de miel.
-Y
entonces, ¿por qué vais a ocupar la suite nupcial?-preguntó en tono asombrado,
como si no lo comprendiera. Me eché a reír.
-¡Eres
boba!
La
verdad es que adoré esa improvisada tarde de chicas con chicas con las que no
solía pasar la tarde. Descubrí que iba a echar a Diana de menos mucho más de lo
que yo me esperaba; tenía asumido que lo pasaría mal los primeros días que no
viera a Tommy, Scott y Eleanor, pero el cariño que estaba descubriendo que le
había cogido a la americana y la complicidad que había surgido entre nosotras
me haría muy difícil decirle adiós también a ella. Debajo de esa fachada
superficial y chula, se escondía una bellísima persona dispuesta a hacer de
todo por sus amigos. Utilizaba sus privilegios como la reina que era,
acostumbrada a ellos por haber nacido en una burbuja de éter, pero a diferencia
de muchas otras personas, ella no temía compartir sus lujos con los demás.
Además de buena amiga, también era buena chica.
Me
costó muchísimo disimular cuando llegué a casa, poco antes de que lo hiciera
Alec (vimos a los chicos por la calle a un kilómetro o así de mi casa, pero
ellos no reconocieron el coche), y fingir que me había pasado toda la tarde
allí metida, poniéndome al día con trabajos y deberes, con una sudadera ancha
de mi hermano y unos leggings viejos, en lugar de entre pasteles y habitaciones
de hotel. Me tocó saltar del coche y atravesar el sendero de gravilla de mi
casa a la velocidad del rayo, sin apenas despedirme de Diana por el poco tiempo
que nos quedaba, y pedirles a mis hermanas que me echaran una mano. Empecé a
desnudarme mientras subía las escaleras, lo que podría haber hecho que
tropezara y cayera rodando (suerte que no sucedió así), y mientras mi madre me
gritaba si me había vuelto loca, Shasha y Duna me esperaban en mi habitación,
con la ropa ya preparada. Me vestí a la velocidad del rayo, más rápido de lo
que me desnudaba cuando estaba a punto de hacerlo con Alec, cogí un libro y
bajé como un rayo las escaleras de mi casa, para sentarme en una tumbona de
plástico con las piernas dobladas.
Acababa
de normalizar mi respiración hacía tres segundos cuando él salió al jardín para
venir a saludarme.
-¡Hola,
sol!-celebré, como si hiciera años que no le veía. En cierto modo, así era.
Ahora que había pasado toda la tarde en el centro terminando de organizar su
cumpleaños, estaba incluso más emocionada por todas las sorpresas que le
teníamos preparadas. Lo mejor de todo era que él no se esperaba absolutamente
nada, y aun así, le hacía ilusión pensar que mañana era su día.
Tuve
que controlar mi entusiasmo para que no sospechara nada cuando se inclinó para
abrazarme y me dieron ganas de reír. ¡La que le esperaba, y él no sospechaba
nada!
-¿Sabes
qué día es mañana?-me preguntó, juguetón, y yo abrí los ojos como platos.
-El
Día Mundial de la Eficiencia Energética-por supuesto, no lo sabía de memoria,
sino que lo había buscado en Google. Alec había puesto los ojos en blanco y
negó con la cabeza.
-Eres
inaguantable.
-Menos mal que te tengo
loquito-ronroneé, tirando un poco de él para que se cayera sobre mí. Creo que
me estaba pasando de entusiasmo al reclamarle mimos, pero estaba tan excitada
con el tema de su cumpleaños, imaginándome lo feliz que sería, que no me
importaba nada.
Alec
me acarició las piernas desnudas, deslizando los dedos por el límite de su
sudadera.
-Mientras
vayas así vestida, podría perdonarte cualquier cosa, bombón.
-Vaya,
y yo que pensaba que era tu debilidad cuando me desnudo…-susurré, buscando sus
labios y dándole un par de besos a modo de provocación.
Fue pensando en esos besos como conseguí
levantarme de buen humor, media hora antes de lo que solía, para ir a su casa y
sorprenderlo durante el desayuno. Me habría gustado quedarme a comer con ellos
y ver cómo reaccionaba Alec a la tarta, pero sabía que, si me quedaba a comer,
no tendría tiempo de prepararme para la noche. Por eso, mientras ayudaba a Annie
a poner la mesa, ignorando sus protestas, le pedí que no me invitara a la hora
de comer.
-Pero
a Alec le hará ilusión que estés-respondió ella, haciéndome ojitos, a lo que yo
simplemente respondí negándome con la cabeza y explicándole en voz suave, temiendo
que él me oyera, cuáles eran mis planes para por la noche y por qué necesitaría
toda la tarde para prepararme. A pesar de que no entré en detalles, bastó que
mencionara una habitación de hotel (no le dije que era en el Savoy, pues me
daba miedo que ella se mostrara reticente, y con un Whitelaw con el que
pelearme ya tenía suficiente) para que esbozara una sonrisa cómplice y
asintiera con la cabeza.
No me
costó mucho engañar a mi chico cuando me pidió que me quedara con él de tarde,
aunque estaba segura de que no se había tragado eso de que necesitaba hacer
unas compras de última hora. Claro que también no le di mucho margen a
reflexionar sobre ello, porque en el momento en que se me escapó ese “te
quiero” de los labios, supe que iba a estar toda la tarde dándole vueltas al
asunto.
Que
me declarara a él había sido un completo accidente, te lo puedo asegurar.
Estaba tan emocionada por lo que íbamos a hacer que me dejé llevar por la
emoción del momento, y a veces a mí también me costaba controlar la lengua,
como a Alec. Sin embargo, viendo su reacción, lo cierto es que no me arrepentía
de que hubiera sucedido en ese momento, en el que había sido completamente
improvisado, y mis dudas no habían podido más que mis sentimientos. Incluso me
dieron una idea que fui meditando a lo largo de la tarde, y a la que seguiría
dándole vueltas mientras esperaba a que llegase a la habitación del Savoy.
En
eso estaba pensando cuando Scott aporreó la puerta del baño, por la tarde,
mientras terminaba de pelearme con las cejas.
-Llevas
como dos millones de años aquí metida.
-¿Ya
habéis dejado el equipo de música en su casa?-quise saber. Llevaba toda la
tarde pendiente del teléfono, por si Jordan me avisaba de que se le había
escapado Alec y pillaba a sus amigos dejando el lector de vinilos en su garaje,
por donde no tenía planeado pasar, pero todo parecía ir bien, porque mi móvil
seguía en silencio.
-Sí,
pesada. ¿Cuánto te falta?
-Me
faltará lo que me falte, Scott. ¿Has visto que papá le meta prisa a mamá
mientras está en el baño?
-Sí-sentenció-.
Y ellos están casados, así que imagínate lo que te puedo pinchar yo, que eres
mi hermana y no puedes escapar de mí.
Puse
los ojos en blanco y continué con las pinzas de depilar.
-Tengo
que ducharme, Sabrae, ¿no puedes hacer eso en tu habitación?
-Pues
dúchate, ¿a mí que me cuentas? No tienes nada que no haya visto ya, y en
tamaños variados-sonreí, y Scott puso los ojos en blanco.
-Qué
graciosa, la niña. Menuda comediante se está perdiendo este país-gruñó,
entrando de lleno en el baño y empezando a desvestirse, de espaldas a mí. Saltó
a la ducha mientras yo terminaba con mis cejas, y salió antes de que yo
terminara de aplicarme las cremas hidratantes. Me había exfoliado a conciencia,
asegurándome de que cada milímetro de mi piel estaba en perfectas condiciones
para absorber cuanta más crema, mejor.
Scott
se rodeó la cintura con una toalla, me dio un empujón con la cadera para que le
hiciera hueco, y se echó espuma de afeitar en las manos. Me lo quedé mirando
mientras se cubría toda la mandíbula y cogía la cuchilla, concentrado en su
faena. No pude evitar pensar en que ésta fuera probablemente la última vez en
mucho, mucho tiempo, en que vería a mi hermano afeitándose frente al espejo del
baño.
-¿Qué?
-Voy
a echar de menos esto.
Scott
sonrió.
-¿Qué
es “esto”?
-Que lo
dejes todo lleno de pelos.
La sonrisa
se le borró de la boca.
-Lamento
cada día de mi existencia el haberte encontrado, Sabrae-espetó-. Quiero que lo
sepas.
-El 1
de mayo del 2020 fue el mejor día de tu vida, Scott-me burlé.
-Fue
el último día de mi vida, más bien-puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza,
pero a ninguno de los dos se le escapó la manera en que mi hermano sonrió
cuando le di un beso en el costado, entre las costillas. A pesar de que
protestó con un “déjame afeitarme tranquilo, Sabrae”, sabía que había
disfrutado de ese pequeño gesto de cariño, y me prometí a mí misma que las
últimas horas de mi hermano en casa sería exclusivamente para él.
Alec me
tendría esta noche, pero a la mañana siguiente, volvería a pertenecerle a Scott,
aunque fuera por última vez.
Es por
ello por lo que había salido a por todas esa noche, sabiendo que tenía una mano
ganadora con la que nadie podría competir. Cuando lo vi en la fiesta, tan guapo
y tan relajado y tan feliz entre sus amigos, por un momento pensé que había
cometido un error decidiendo llevármelo. En cierto modo, Alec también estaba viviendo
su última vez con Scott esa noche, y quizá no estuviera bien que yo me lo
llevara para tenerlo sólo para mí durante la noche.
Por supuesto,
todas esas ideas se habían evaporado en el momento en que me besó con urgencia,
y yo supe que no sería capaz de renunciar a él. Además, en esta partida había
dos jugadores: yo no era la única que participaba, sino que Alec también tenía
un papel muy relevante. Protagonista, más bien. Y sabía que disfrutaría con su
regalo, por eso fui capaz de dejarlo en el momento álgido de la noche, a pesar
de que protestó, de que me acusó de traidora, de que me amenazó con ponerse de
morros y castigarme severamente (lo cual suponía negarse un par de veces cuando
yo tratara de tener sexo con él, para terminar cediendo sin que yo tuviera que
insistir y me empotrara como sólo él sabía).
Estaba
hecha un manojo de nervios cuando me monté en el coche de Diana, y seguí con un
nudo en el estómago todo el trayecto, a pesar de que Alfred, su chófer, tenía un
aura tranquilizadora que hacía que me relajara de una forma que no pensaba
posible.
-Señorita
Malik…-musitó, sacándome con delicadeza de mis pensamientos, y yo me giré hacia
el retrovisor.
-Por
favor, sólo Sabrae-le recordé, y sus ojos se achinaron y se poblaron de arrugas
cuando esbozó una sonrisa. Me habían contado entre él y Diana que Alfred tenía
por costumbre llamar a sus clientes por su apellido, pero con Diana había
conseguido hacer una excepción porque era un poco “su niña”. Yo también lo era
esa noche, a mi modo.
-Sabrae.
En el maletero, encontrará la bolsa que me pidió que recogiera antes de venir a
buscarla.
-Gracias,
Alfred. Es usted un cielo-sonreí con todos mis dientes, notando que la presión en
mi estómago cedía un poco. No del todo, pero sí lo suficiente como para dejarme
respirar, y pensar. Ya tenía todo planeado esa noche, pero quería repasar el
plan una vez más: entrar en el hotel, pedir la llave de la habitación,
enseñarle a las recepcionistas una foto de Alec para que lo reconocieran (me
había pasado buena parte de la tarde navegando por nuestra conversación de
Telegram, en la que no era fácil encontrar una foto que se pusiera considerar “para
todos los públicos”, pues en muchas Alec como mínimo enseñaba los abdominales,
y como máximo sus genitales), subir a la habitación, cambiarme de ropa,
maquillarme, avisar a Diana, y esperar, y esperar, y esperar, y esperar.
-Para
eso estoy, señorita… Sabrae-se corrigió, y yo sonreí-. ¿Nerviosa?
-Un
poco. Le parecerá una tontería.
-Para
nada. Yo llevo más de 45 años con mi mujer.
-Vaya-eso
era más que la edad de cualquiera de mis padres-. Enhorabuena. Creo que voy a
necesitar que me cuente su secreto.
-Seguir
con la ilusión del primer día. La que le brilla ahora mismo en los ojos.
Sonreí,
y me recliné en el asiento, un poco más tranquila. Sí, Alfred tenía razón. Lo que
importaba de esa noche no era la precisión milimétrica con la que la había
planeado, sino las ganas que íbamos a ponerle Alec y yo. Puede que me hubiera centrado
demasiado en los detalles y hubiera dejado de prestarle atención a lo que
verdaderamente importaba: que Alec y yo estaríamos juntos, solos, haciendo lo
que quisiéramos, con toda la intimidad del mundo para nosotros dos. Si ya
pintaba bien un cumpleaños en el que no estaríamos en un hotel lujosísimo, ¿por
qué me preocupaba más porque todo saliera bien cuando las cosas ya partían de
un punto más avanzado y mejor?
El coche
se detuvo silenciosamente ante la puerta del Savoy y Alfred se bajó para
abrirme la puerta, pero musitó algo por lo bajo cuando yo salí sola. Me reí,
nerviosa.
-Lo
siento-susurré, viendo que también había dejado sin tarea a un botones que no había
sido lo suficientemente rápido.
-No
importa-Alfred negó con la cabeza y me dedicó una cálida sonrisa que me recordó
a las del abuelo Yaser. Claro que este señor, en lugar de una pinchuda barba
negra, tenía una poblada barba blanca que me recordaba a Santa Claus pocas
semanas después de su afeitado anual. Abrió la puerta y estiré la mano para
coger la bolsa de viaje en la que había metido con muchísimo cuidado mi mono,
dentro de su propia bolsa, pero el botones se me adelantó.
-Permítame,
señorita.
-Disfruta
de tu velada, Sabrae-se despidió mi chófer con calidez.
-Y
usted igual, Alfred-respondí-. Siento que esté fuera de casa y que haya dejado
sola a su mujer.
-Oh,
no te preocupes por ella. Está acostumbrada-agitó la mano, restándole
importancia, y esperó a que yo atravesara las puertas del hotel antes de
meterse en el coche y llevárselo. Mientras él recorría las calles dormidas de Londres,
yo debía vestirme y maquillarme.
Caminé
con indecisión, al lado del botones, en dirección a recepción, consistente en
un distinguido mostrador de madera dorada sobre una barrera de mármol blanco.
-Buenas
noches, y bienvenida a The Savoy-me saludó con calidez la recepcionista-. ¿Me
indica el nombre de su reserva, por favor?
-Diana
Styles-respondí, y el botones me miró. No era el de la tarde anterior, pero
estaba claro que yo no era Diana Styles, básicamente porque ella era una modelo
mundialmente conocida, rubia, de ojos verdes, y, sobre todo, blanca. Y yo no
era nada de eso.
La recepcionista
tecleó en su ordenador y frunció imperceptiblemente el ceño.
-Me
temo que no tenemos una reserva a nombre de la señorita Styles-respondió tras
un instante de vacilación en el que el corazón se me paró. Me entraron ganas de
vomitar. El botones se revolvió a mi lado, listo para echarme. Mierda. No tenía
el número de Alfred, así que me tocaría quedarme en la calle hasta que Diana consiguiera
solucionar lo que fuera que hubiera pasado con nuestra reserva. Con razón había
estado nerviosa toda la noche; mi sexo sentido me decía que no tenía en cuenta
la Ley de Murphy.
-Debe
de tratarse de un error-respondí-. Ayer mismo estuvimos en el hotel para
efectuar la reserva y elegir la habitación. ¿Le importaría comprobarlo otra
vez? Estuvimos con el señor… Morseley-intenté hacer memoria, recordando las
diferencias entre el director de Hotel,
dulce hotel y el hombre en que se inspiraba, o a la inversa-. Tenía una
reserva para dos personas de la suite nupcial principal.
La recepcionista
parpadeó, asintió con la cabeza mientras murmuraba algo sobre que le permitiera
un instante, y volvió a teclear. Frunció ligeramente los labios.
-Sí
me consta una reserva de la suite nupcial principal, pero no a nombre de la
señorita Styles.
Sentí
que flotaba. Un rayo de esperanza se abrió paso entre las nubes del cielo.
-¿Por
casualidad la reserva no estará a nombre de Sabrae Malik?-inquirí-.
S-A-B-R-A-E. O quizá Alec Whitelaw. Alec, con C, no con X. Su apellido…
-¿Usted
es la señorita Malik?-preguntó la recepcionista, y yo asentí con la cabeza. Tuve
que controlarme para no ponerme a dar brincos. ¡Menos mal! ¡No nos quedaríamos
en la calle, después de todo!
-Sí,
¡sí! Perdón por la confusión, pensaba que… bueno, Diana pidió que le cargaran
la habitación en su cuenta, así que me figuré que la reserva estaba hecha a su
nombre.
-No
se preocupe. Aquí tenemos la anotación, debería haberme dado cuenta. ¿Me permite
su carnet de identidad, por favor?-rebusqué en la cartera y se lo tendí-. Sólo será
un momento.
-Mientras
tanto, ¿podría hacerme un favor… Heather?-inquirí, poniéndome de puntillas para
echar un vistazo a la tarjetita con el nombre de la recepcionista. Ella volvió
sus ojos hacia mí-. Verás, hoy es el cumpleaños del chico que figura también en
la reserva, pero no tiene ni idea de que vamos a traerlo aquí. Así que si entra
un chico de unos 18 años, alto y muy guapo-solté antes de poder frenarme, y
Heather sonrió-, ¿podrías salir a su encuentro, por favor? Seguramente piense
que todo se trate de un error. Es que es una sorpresa. Lleva años deseando hospedarse aquí-mentí,
dorándole un poco la píldora a la chica para que estuviera más dispuesta a
hacerme ese favor-, pero por un motivo o por otro, al final nunca le ha sido
posible. Y hoy es la oportunidad.
-Faltaría
más, señorita Malik.
-Genial.
Muchas gracias. ¿Necesitas que te enseñe una foto para…?
-No
va a ser necesario-sonrió la chica, devolviéndome el carnet de identidad-. No suelen
entrar muchos chicos de unos 18 años, altos y muy guapos, que yo no
conozca-sonrió-. Y menos, aturdidos. Nos sabremos defender. Ésta es la llave de
su habitación; Thomas la acompañará hasta ella. Espero que tenga una estancia
muy placentera en The Savoy, señorita Malik.
-Gracias-me
mordisqueé la sonrisa, pensando en el trabajo que les daría yo solita al
personal de limpieza de tan placentera como me resultaría la estancia.
Mis botas
de tacón resonaron en el amplio vestíbulo mientras seguía al botones en
dirección al ascensor. Me indicó con un gesto del brazo que pasara, y pasó la
tarjeta por la banda magnética del ascensor, en cuyo panel se iluminó un botón sin
que nadie lo hubiera tocado, correspondiente al del piso de la suite. Salí delante
del botones, por indicación suya, y luego esperé pacientemente a que él me
adelantara y me condujera por el pasillo en dirección a la habitación. Se me había
olvidado el trayecto desde la tarde anterior de tan nerviosa como estaba, pero
mis nervios ya no eran como los que me habían asaltado en el coche. En lugar de
miedo, lo que tenía ahora era ansia. Tanta, que dudaba de que pudiera llegar a
vestirme y maquillarme con tranquilidad, en lugar de llamar a Diana para que
trajeran a Alec nada más cerrar la puerta y quedarme sola en la habitación.
El
botones pasó la tarjeta por el lector de la puerta y empujó la puerta para que
pasara como había hecho su máximo superior. Me adentré en la habitación, en la
que había un dulce aroma a ambientador de los caros.
-¿Dónde
dejo su equipaje, señorita?-preguntó el botones, arrastrándome de vuelta a la
realidad. Le indiqué la cama-. Si necesita alguna cosa más…
-No,
pero… un segundo-me incliné hacia mi bolso y él carraspeó.
-La
señorita Styles ya se ha ocupado de eso.
Parpadeé.
-¿En
serio?
Asintió
con la cabeza.
-Ha
sido muy generosa.
-Está
en su naturaleza.
-Si
necesitan algo, no duden en llamar a recepción.
-Gracias-asentí
a modo de despedida, y mientras el botones cerraba la puerta, me vi sobrepasada
por el impulso de soltarle que tenía un amigo que se llamaba como él, muy
querido para Diana, y que quizá por eso también se había ocupado de su propina.
El botones se rió, comentó que ambos Thomas eran afortunados (uno más que otro,
pensé) con toda la educación del mundo, y cerró la puerta tras de sí.
Cogí
el móvil y le envié un mensaje a Diana.
-De
la propina del botones podía encargarme yo, Didi.
-¿Qué
puedo decir? Tengo complejo de salvadora blanca. ¿Te mando ya a Alec, o espero
un poco?
Levanté
la vista y miré el espejo de una de las paredes de la habitación, en el que
sería genial verme reflejada mientras Alec me poseía. Me di cuenta entonces de
que no podía esperar ni un minuto, de manera que escribí:
-En
cuanto llegue Alfred, que lo traiga.
-Oído,
cocina.
En cuanto
Diana se desconectó, yo inicié mi propio sprint para estar impresionante en
tiempo récord. Me desnudé, me puse la ropa que me moría de ganas de que Alec me
quitara, me hice una foto en el espejo para enseñársela a mis amigas, y luego,
me metí en el baño, a cambiarme el maquillaje que llevaba puesto por el que
había llevado en Nochevieja, más cuidado y de mejor calidad: podía resistir un
buen polvo sin que se me corriera el pintalabios ni un poco.
Por último,
me coloqué las botas, y fantaseé con la posibilidad de que Alec me pidiera que
no me las quitara. Lo cierto es que disfrutaría rodeando sus caderas con mi
calzado, espoleándolo con la filigrana dorada como a un semental.
Empezó
a subírseme la temperatura corporal como agua en un géiser y me obligué a leer
recetas de repostería para dejar de pensar en sexo. Y tuve que cambiar a
artículos sobre el cambio climático de la National Geographic cuando me imaginé
a Alec recubierto de chocolate, y a mí quitándoselo de cada rincón del cuerpo a
lengüetazos.
Cada.
Rincón.
Del.
Cuerpo.
Ese cuerpo
divino con el que su madre lo había traído al mundo.
No
debería estar tan mojada estando sola en la habitación, ni tan cachonda que me
costara no empezar a masturbarme. Debía estar ansiosa por echar un polvo con
él, desesperada por follar, loca por fundir nuestros cuerpos; no
satisfaciéndome, o peor aún, ya satisfecha.
La espera
se me hizo interminable, aunque los artículos de ecología consiguieron
tranquilizarme lo suficiente como para dejar de hiperventilar. Cuando me llegó
un mensaje de un número que yo no conocía avisando de que Alec acababa de
entrar en el hotel, las pulsaciones se me dispararon, se me puso la carne de
gallina y noté que mi cuerpo se preparaba para la acción. Los pezones, duros,
eran montañitas en mi mono. Mi sexo, húmedo, palpitaba ligeramente entre mis
muslos.
Escuché
el pitido del ascensor indicando que sus puertas acababan de abrirse entre el golpeteo
de mi corazón. Me mordí el labio y traté de tranquilizarme respirando hondo, aprovechando
los segundos en los que Alec se acercó a mí en silencio, y yo sentí más que
escuché su cercanía. Tragué saliva cuando se detuvo frente a la puerta y me
estremecí de pies a cabeza, notando que una corriente eléctrica nacía en mi
cerebro, descendía por mi espalda y estallaba en mi entrepierna, cuando el
cerrojo de la puerta se descorrió por acción de la tarjeta.
Todos
mis sentidos se dispararon en el momento en que la manilla de la puerta se
giró.
Y una
tonelada de endorfina explotó en mi cuerpo cuando la puerta se abrió y Alec y
yo establecimos contacto visual. No pude evitar sonreír, feliz de verlo ahí,
insoportablemente guapo incluso en lo sorprendido que estaba, y dolorosamente
mío.
Alec abrió
la boca, alucinado. Su reacción mirándome no distaba mucho de la que había tenido
la primera vez que me desnudé para él, la primera vez que había sabido que
quería morir a su lado. Cuando eres una persona llena de inseguridades ocultas
y encuentras a alguien perfecto, sin ningún tipo de fisura, que te contempla como
si la obra de arte fueras tú y no él, simplemente te vuelves adicta. No concibes
tu existencia sin él. Harías lo que fuera, serías lo que fuera, con tal de
conservarlo.
Y sentir
eso por Alec era lo más hermoso que me había
pasado nunca, pero sentir que él sentía lo mismo por mí… estaba a otro nivel.
-¿Qué
haces aquí, Sabrae?-preguntó, estupefacto, y yo no pude evitar sonreír. Que a
veces le costara pensar en mi presencia me parecía adorable.
-Te
dije que tu regalo iba a ser yo-coqueteé, cruzando lentamente las piernas-. Y que
podías hacerme lo que quisieras.
Alec dio
un paso al frente y la puerta se cerró tras él. Aún sostenía en la mano la llave
electrónica. Exhaló un largo jadeo que a mí me sonó a música celestial. No sé
cómo pueden decir que el CO2 es algo malo, cuando es lo que sale de
los pulmones de Alec, y todo lo que proviene de Alec es un regalo de Dios, y
una prueba de su existencia.
Se relamió
los labios escaneándome con la mirada de abajo arriba. Me estremecí cuando sus
ojos se detuvieron en mis pechos, recreándose en ellos, antes de seguir
subiendo. La electricidad que había entre nosotros podría mantener encendida
toda la ciudad durante un año cuando sus ojos se posaron en mis labios.
Cuando
sus ojos se posaron sobre los míos, supe que esa energía podría iluminar con
más fuerza que el sol durante el resto de la eternidad.
-No
sé si quiero que te desnudes y poseerte hasta volverme loco, o dejarte vestida
y pintarte un lienzo para que el resto de la humanidad se desquicie soñando
contigo-confesó sin aliento, y yo me reí suavemente. Ven aquí, le decía esa risa, y eso hizo él. Caminó hacia mí como un
cazador que tiene a su presa acorralada, una presa que se muere porque le
hinquen el diente.
-¿Puedo
opinar?-pregunté, cogiendo su mano y acariciándole la palma con la yema de los
dedos. Le entreabrí los dedos y acaricié el espacio entre ellos. Alec llevó su
mano hasta mi rostro, la colocó en mi mentón y me acarició despacio la boca.
-Por
favor.
La tensión
que había entre nosotros se cortaba con un cuchillo.
-Yo
lo que quiero-hice una pausa para mordisquearle la yema del pulgar-, es follar.
Rodeé
su pulgar con los labios, sin romper el contacto visual. Las pupilas de Alec se
dilataron tanto que sus ojos se tornaron completamente negros. Mi sexo se
empapó. Empieza el juego, pensé.
-Quítate
la ropa, Sabrae-urgió con voz ronca, oscura, excitada. No necesité mirar su
entrepierna para ver que su miembro se marcaba sobre sus pantalones. Me encantaba
eso, ponerle tan cachondo que su excitación fuera palpable, visible.
-¿No
me la quitas tú?-sonreí contra su pulgar, que seguía cerca de mi boca, por si
me apetecía volver a chupárselo.
-Compláceme,
nena-ronroneó como un gatito, o más bien un león que me comería de un bocado si
yo me dejaba. Claro que me dejaría. Estaba deseándolo.
-Los
regalos los desenvuelve el cumpleañero-susurré en tono sensual.
No
necesitó que se lo dijera dos veces.
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Hay que tener una mala baba de mil demonios para dejar el puto capítulo ahí, te lo digo seriamente.
ResponderEliminarMe ha encantado el detalle del momento de Pauline ( qué maja soy) y Sabrae haciendo la tarta, y la charleta que han tenido.
El momentazo de Diana diciéndole a Saab que ya se lo agradecerían los dos y yo pensando (EL TRIOOOOOOO) y también me ha puesto muy tiernita el momento ducha con Scott jo.
El próximo capítulo va a ser un despliegue de novela erotica Erikina, te veo venir en la lejanía y vas a sacar la artillería pesada como nunca antes.