Hace ya cinco años desde la primera
vez que hablé de How to get away with
murder en mi blog, y a pesar del tiempo, la serie ha conseguido seguir
moviéndome hasta el último momento como me capturó con el primero.
No voy a mentir: aunque sí que había momentos en que la
dejaba medio abandonada, curiosamente siempre en el momento álgido, como si los
continuos plot twists que me hacían
darme cuenta de que era innecesario teorizar, lo cierto es que nunca me alejé
de esta serie, de la misma manera que ella tampoco se alejó de mí. Puede que no
estuviéramos en contacto directo en los
momentos críticos, pero a la hora de la verdad, ella estaba ahí para mí igual
que yo estaba ahí para ella.
Nos éramos fieles la una a la otra porque entendíamos que
no podíamos vivir separadas. How to get
away with murder llegó en un momento crítico de mi vida: había empezado la
carrera, una carrera que yo nunca quise estudiar (salvo que consideres que el
dinero que una niña de seis años piensa que se gana siendo abogado sea una
motivación válida para pasarse noches llorando durante los últimos días de tus
diecisiete), y aunque en esa carrera parecía encontrar el grupo de amigas con el
que siempre llevaba soñando, había algo que faltaba. Llámalo motivación,
llámalo ambición, pasión… o, simplemente, vocación. En una facultad en la que
todo el mundo o bien quería hacer el bien, o seguir el legado familiar, yo
estaba sola: tenía que aprobar para salir pronto de allí y dedicarme a lo que realmente
me gustaba, que era la interpretación. El inexorable paso del tiempo era lo
único que me hacía sentarme a estudiar, pensar que, con la edad que tengo
ahora, estaría en el límite de la vejez para dedicarme a lo que verdaderamente
me llamaba. Evidentemente, tener esa espada colgando sobre mi cuello me servía
para estudiar, pero no para encontrar la razón por la que dejar de llorar
delante de los apuntes… o creer que terminaría haciendo lo que dijo el
psicólogo de mi instituto cuando me encerró en su minúsculo despacho, con el
pretexto de ayudarme a conseguir salidas para mi situación, y me dijo que
terminaría enfermando si seguía por este camino… o suicidándome. Algo que me
aterrorizaba, y que creía que me habían profetizado en el momento en que me
dijeron que no había manera de combatir contra lo que me imponían mis padres;
lo que me tenía en vela la noche que cumplí 18 años, un día antes de empezar el
curso académico (también un día antes de conocer a una de mis mejores amigas,
claro que yo eso aún no lo sabía), y lo que había hecho que me pasara llorando el
que yo sospechaba que sería mi último cumpleaños.
Entonces, no sé cómo, la encontré. No recuerdo exactamente
si fue un artículo en alguna de las webs de cine que visito, un tweet u otra
cosa, pero el caso es que ahí estaba ella: radiante, despampanante, poderosa,
ébano sobre un fondo carmesí. Viola Davis, la que por aquel entonces sólo era “la
de Criadas y señoras” para mí,
sonriéndome con cierta satisfacción desde la pantalla de mi ordenador. ¿Qué
presentaba? Su serie sobre abogados, How
to get away with murder. Algo en lo que yo estaba camino de convertirme,
algo que me había interesado remotamente con seis años y que me llamaba la
atención con 18 (pues las series de abogados son de las más extremas: o son
geniales o son pésimas, no tienen término medio), algo con lo que yo podía
identificarme y conectar los dos mundos: en el que me había quedado atrapada, y
al que quería escapar. Derecho vs. interpretación. Leyes vs. caracterización.
Las gilipolleces que soltaba la Erika de 6 años vs. lo
que quería la de 18.
Decir que Viola me atrapó durante esa primera temporada,
que apenas recuerdo y que con más razón quiero volver a ver, sería quedarse
corto. La premisa del abogado tiburón se le ajustaba a la perfección, y aun
así, no servía en absoluto para definir a Annalise: tenía algo que simplemente no hay en otras series sobre personajes de
éxito. Era un personaje gris, casi negro, no por su tono de piel, sino por su
personalidad. Me hacía preguntarme hasta qué punto era necesario el derecho a
la defensa, y también me hizo ver en Derecho un reto al que antes yo no había
querido enfrentarme. Quizá, después de todo, sí que me interesara mi carrera
(más allá de mi alma de Ravenclaw, claro está). Quizá, después de todo, sí que
pudiera gustarme… aunque fuera sólo por la sombra de Annalise, por la luz que
Viola Davis proyectaba en mi vida semanalmente.
Bueno, vale, Viola no es la única razón de que
empezara a ver htgawm. Alfie Enoch
también tenía un papel muy importante, fue lo que terminó por convencerme de que
quería ver esta serie… pero no era la razón de que continuara viéndola, como
pude ver en las temporadas que siguieron a su muerte.
Siempre me han gustado las series y las películas de
abogados, pero los abogados estadounidenses no tienen nada que ver con los
abogados aquí. Ahora, después de ver cómo son nuestros juicios y comparándolos
con los suyos, me doy cuenta más que nunca de por qué los profesores siempre
nos decían que “la vida no es como una serie”. La vida no es como una serie
porque he nacido española, lejos del common
law, y Wes Gibbins no es ninguno de mis compañeros de clase. Annalise
Keating no me enseña Cómo salirse de
rositas de un asesinato. Pero, gracias a eso, estoy hoy aquí, escribiendo
esta entrada.
Porque el timing que
hemos tenido la serie y yo no podría ser más perfecto, al igual que la
interpretación de Viola, el guión, que se replegaba sobre sí mismo; el elenco
que ha hecho un trabajo más que correcto, o los latidos de mi corazón
bombeándome en el pecho cuando Peter Nowalk me hace ver que la teoría que me
había formado en mi cabeza era errónea, que no tengo ni puñetera idea; ni hace
seis años, cuando veía la primera temporada, ni ahora, viendo la sexta y
última.
Lo voy a echar mucho de menos. El pelearme con todas las
webs piratas que no me dejan quitar los subtítulos sin que me aparezcan un
millón de pop-ups, el no entrar en Instagram
los viernes hasta no haber visto el capítulo, el ver a los actores animándose
unos a otros, y, sobre todo, sobre todo,
el recitar el nombre de la serie en mi cabeza para poder poner las letras
en orden, algo que ahora ya me sale automático. htgawm. htgawm. htgawm. En mi
cabeza, eso ya tiene un sonido propio.
El de Aja Naomi King, Jack Falahee, Karla Souza y Matt
McGorry respondiéndose unos a otros a toda velocidad mientras discuten qué
hacer con el problemón de rigor.
El sonido de mis "guau" cada vez que Teagan aparecía hecha un pincel, con un peinado acorde a su
El sonido de la simetría, del primer plano de la serie y
del último, ambos con Alfie en clase.
El de los silencios de Viola, que dicen más de lo que
nunca he escuchado decir a nadie.
El de mis dedos tecleando para intentar entender el
final, porque estoy tan sorprendida de ver a mi preferido de vuelta que no me
puedo creer cómo es posible que haya sucedido, si lo vimos muerto hace tiempo…
y luego, por fin, entendiendo.
El sonido de la esperanza y de una luz que se enciende
cuando llevas meses levantando la vista y encontrándote con que ya no ves las
estrellas.
Y el sonido de tu corazón preguntándose qué tendrás que
hacer ahora para que Viola Davis estrene una película a la semana, porque te
has acostumbrado tanto a verla semanalmente que ya no puedes vivir sin ella.
O bueno, sí puedes. Porque ahora, arriba, vuelve a ver
constelaciones.
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