viernes, 15 de mayo de 2020

How to superar How to get away with murder?


Hace ya cinco años desde la primera vez que hablé de How to get away with murder en mi blog, y a pesar del tiempo, la serie ha conseguido seguir moviéndome hasta el último momento como me capturó con el primero.
No voy a mentir: aunque sí que había momentos en que la dejaba medio abandonada, curiosamente siempre en el momento álgido, como si los continuos plot twists que me hacían darme cuenta de que era innecesario teorizar, lo cierto es que nunca me alejé de esta serie, de la misma manera que ella tampoco se alejó de mí. Puede que no estuviéramos en  contacto directo en los momentos críticos, pero a la hora de la verdad, ella estaba ahí para mí igual que yo estaba ahí para ella.
Nos éramos fieles la una a la otra porque entendíamos que no podíamos vivir separadas. How to get away with murder llegó en un momento crítico de mi vida: había empezado la carrera, una carrera que yo nunca quise estudiar (salvo que consideres que el dinero que una niña de seis años piensa que se gana siendo abogado sea una motivación válida para pasarse noches llorando durante los últimos días de tus diecisiete), y aunque en esa carrera parecía encontrar el grupo de amigas con el que siempre llevaba soñando, había  algo que faltaba. Llámalo motivación, llámalo ambición, pasión… o, simplemente, vocación. En una facultad en la que todo el mundo o bien quería hacer el bien, o seguir el legado familiar, yo estaba sola: tenía que aprobar para salir pronto de allí y dedicarme a lo que realmente me gustaba, que era la interpretación. El inexorable paso del tiempo era lo único que me hacía sentarme a estudiar, pensar que, con la edad que tengo ahora, estaría en el límite de la vejez para dedicarme a lo que verdaderamente me llamaba. Evidentemente, tener esa espada colgando sobre mi cuello me servía para estudiar, pero no para encontrar la razón por la que dejar de llorar delante de los apuntes… o creer que terminaría haciendo lo que dijo el psicólogo de mi instituto cuando me encerró en su minúsculo despacho, con el pretexto de ayudarme a conseguir salidas para mi situación, y me dijo que terminaría enfermando si seguía por este camino… o suicidándome. Algo que me aterrorizaba, y que creía que me habían profetizado en el momento en que me dijeron que no había manera de combatir contra lo que me imponían mis padres; lo que me tenía en vela la noche que cumplí 18 años, un día antes de empezar el curso académico (también un día antes de conocer a una de mis mejores amigas, claro que yo eso aún no lo sabía), y lo que había hecho que me pasara llorando el que yo sospechaba que sería mi último cumpleaños.
Entonces, no sé cómo, la encontré. No recuerdo exactamente si fue un artículo en alguna de las webs de cine que visito, un tweet u otra cosa, pero el caso es que ahí estaba ella: radiante, despampanante, poderosa, ébano sobre un fondo carmesí. Viola Davis, la que por aquel entonces sólo era “la de Criadas y señoras” para mí, sonriéndome con cierta satisfacción desde la pantalla de mi ordenador. ¿Qué presentaba? Su serie sobre abogados, How to get away with murder. Algo en lo que yo estaba camino de convertirme, algo que me había interesado remotamente con seis años y que me llamaba la atención con 18 (pues las series de abogados son de las más extremas: o son geniales o son pésimas, no tienen término medio), algo con lo que yo podía identificarme y conectar los dos mundos: en el que me había quedado atrapada, y al que quería escapar. Derecho vs. interpretación. Leyes vs. caracterización.
Las gilipolleces que soltaba la Erika de 6 años vs. lo que quería la de 18.

Decir que Viola me atrapó durante esa primera temporada, que apenas recuerdo y que con más razón quiero volver a ver, sería quedarse corto. La premisa del abogado tiburón se le ajustaba a la perfección, y aun así, no servía en absoluto para definir a Annalise: tenía algo que simplemente no hay en otras series sobre personajes de éxito. Era un personaje gris, casi negro, no por su tono de piel, sino por su personalidad. Me hacía preguntarme hasta qué punto era necesario el derecho a la defensa, y también me hizo ver en Derecho un reto al que antes yo no había querido enfrentarme. Quizá, después de todo, sí que me interesara mi carrera (más allá de mi alma de Ravenclaw, claro está). Quizá, después de todo, sí que pudiera gustarme… aunque fuera sólo por la sombra de Annalise, por la luz que Viola Davis proyectaba en mi vida semanalmente.
Bueno, vale, Viola no es la única razón de que empezara a ver htgawm. Alfie Enoch también tenía un papel muy importante, fue lo que terminó por convencerme de que quería ver esta serie… pero no era la razón de que continuara viéndola, como pude ver en las temporadas que siguieron a su muerte.
Siempre me han gustado las series y las películas de abogados, pero los abogados estadounidenses no tienen nada que ver con los abogados aquí. Ahora, después de ver cómo son nuestros juicios y comparándolos con los suyos, me doy cuenta más que nunca de por qué los profesores siempre nos decían que “la vida no es como una serie”. La vida no es como una serie porque he nacido española, lejos del common law, y Wes Gibbins no es ninguno de mis compañeros de clase. Annalise Keating no me enseña Cómo salirse de rositas de un asesinato. Pero, gracias a eso, estoy hoy aquí, escribiendo esta entrada.
Porque el timing que hemos tenido la serie y yo no podría ser más perfecto, al igual que la interpretación de Viola, el guión, que se replegaba sobre sí mismo; el elenco que ha hecho un trabajo más que correcto, o los latidos de mi corazón bombeándome en el pecho cuando Peter Nowalk me hace ver que la teoría que me había formado en mi cabeza era errónea, que no tengo ni puñetera idea; ni hace seis años, cuando veía la primera temporada, ni ahora, viendo la sexta y última.
Lo voy a echar mucho de menos. El pelearme con todas las webs piratas que no me dejan quitar los subtítulos sin que me aparezcan un millón de pop-ups, el no entrar en Instagram los viernes hasta no haber visto el capítulo, el ver a los actores animándose unos a otros, y, sobre todo, sobre todo, el recitar el nombre de la serie en mi cabeza para poder poner las letras en orden, algo que ahora ya me sale automático. htgawm. htgawm. htgawm. En mi cabeza, eso ya tiene un sonido propio.
El de Aja Naomi King, Jack Falahee, Karla Souza y Matt McGorry respondiéndose unos a otros a toda velocidad mientras discuten qué hacer con el problemón de rigor.
El sonido de mis "guau" cada vez que Teagan aparecía hecha un pincel, con un peinado acorde a su 
El sonido de la simetría, del primer plano de la serie y del último, ambos con Alfie en clase.
El de los silencios de Viola, que dicen más de lo que nunca he escuchado decir a nadie.
El de mis dedos tecleando para intentar entender el final, porque estoy tan sorprendida de ver a mi preferido de vuelta que no me puedo creer cómo es posible que haya sucedido, si lo vimos muerto hace tiempo… y luego, por fin, entendiendo.
El sonido de la esperanza y de una luz que se enciende cuando llevas meses levantando la vista y encontrándote con que ya no ves las estrellas.
Y el sonido de tu corazón preguntándose qué tendrás que hacer ahora para que Viola Davis estrene una película a la semana, porque te has acostumbrado tanto a verla semanalmente que ya no puedes vivir sin ella.
O bueno, sí puedes. Porque ahora, arriba, vuelve a ver constelaciones.


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