domingo, 30 de mayo de 2021

El único campeón.


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Si mi tiempo encerrado en el hospital me había enseñado una cosa, era lo de puta madre que podía llegar a dárseme el distraerme con la mayor nimiedad del mundo y apartar a un lado las comeduras de cabeza que siempre se me desataban cuando me ponían a pensar en mi vida y lo que quería hacer con ella.
               La terapia con Claire se había vuelto más chunga ahora que habíamos metido el sexo también en la ecuación, puesto que yo siempre lo había considerado una especie de espacio seguro y zona intocable en la que todo estaba perfectamente bien, y por lo tanto, no había nada que tratar ahí, de modo que podíamos pasar de puntillas, ¿verdad? ¡¿Verdad?!
               Pues resultó que no, y tal y como Claire me había explicado a lo largo de la sesión, en la que apenas tuvimos tiempo de hablar de otra cosa, durante el sexo era el momento en que los rasgos más ocultos de nuestra personalidad se manifestaban con mayor libertad y visibilidad, por eso de que supuestamente estábamos en confianza y no había ningún tipo de convención social que seguir, sobre todo cuando se trataba de una pareja estable y de larga duración como era el caso de Sabrae. Que ella no fuera mi primera compañera “de larga duración”, puesto que Chrissy y Pauline habían estado antes que ella, no influía tanto como podía pensar en un principio: lo que acompañaba a Sabrae, la monogamia, era la clave. Yo no tenía manera de “desfogarme” con nadie que no fuera ella desde que Sabrae y yo habíamos estrechado la relación y habíamos pasado a un régimen de absoluta exclusividad (con, eh, la salvedad de la ida de olla que había tenido con Zoe, pero hablaría de eso con Claire más adelante, para que no se pensara que era básicamente un gigoló), de manera que habría rasgos de mi personalidad que podían salir a la luz tarde o temprano estando con ella.
               Le comenté el episodio de cuando la agarré del cuello y Claire ni siquiera parpadeó con extrañeza cuando lo relacioné directamente con mi padre y sus tendencias violentas, así como tampoco se sorprendió de la conclusión a la que había llegado respecto a que yo era violento también y por lo tanto tenía que alejar a Sabrae de mí.
               -Te sorprendería la cantidad de comportamientos autodestructivos que tenemos las personas, y de las vueltas que les damos a las cosas que hacemos en la intimidad con nuestra pareja una vez que decidimos comentarlas en voz alta con otras personas.
               -Yo sólo lo había comentado con mi mejor amigo-repliqué, deseoso de que Claire me diera la misma respuesta que me había dado Sabrae a aquello: que lo había hecho no porque fuera malo, sino porque veía porno.
               Había disminuido radicalmente el consumo de porno desde entonces (especialmente porque, bueno, me había pasado casi dos meses metido en un hospital), pero la costumbre de agarrarla del cuello seguía ahí. Lo bueno era que ahora a Sabrae le gustaba.
               Lo malo, que yo ya no estaba tan seguro de que una industria multimillonaria y misógina me la hubiera grabado a fuego en la sesera.
               -Luego te parecía algo relevante-Claire se encogió de hombros como restándole importancia al asunto, y cuando yo le insistí en que me diera su opinión respecto a qué obedecía aquel pequeño gesto, me había pedido que no me estancara y que no mantuviera a flote las ideas que estábamos tratando de enterrar.
               Qué gracia. Habíamos pasado de hablar de cómo podía sentirme presionado a tener sexo con Sabrae, a mis fetiches en la cama y la manera en que ella lidiaba con ellos. Todo muy guay. La terapia es muy versátil.
               En fin, el caso es que allí estaba yo, metido en el ascensor del hospital que tantas veces había tomado para bajar a ver a Claire a Salud Mental, pero ahora plenamente consciente de que estaba haciendo el trayecto al revés, reflexionando sobre lo que supondría para mí la terapia ahora que habíamos añadido el ingrediente explosivo del sexo a la misma, y cómo cambiaría el sexo para Sabrae y para mí ahora que también lo trataba en terapia con Claire, y preguntándome también cómo haría para disimular frente a Josh.
               Resultó que no hizo falta. En cuanto crucé la puerta de mi habitación (la de Josh, me corregí), un escalofrío me recorrió de arriba abajo. Era extraño estar allí dentro y notar que las cosas habían cambiado tanto para mí en tan poco tiempo.

domingo, 23 de mayo de 2021

Musa.

 
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Me había dado la vuelta cuando llegué a los pies de la cama para ver su expresión cuando me abriera el albornoz, ya que me encantaba la forma en que sus ojos se oscurecían y chispeaban a la vez cada vez que le permitía echar un vistazo a mi anatomía, a esa parte del universo que le pertenecía en exclusividad.
               Por eso, a pesar de haber entrado en su habitación antes que él y haber avanzado mientras él se detenía para cerrar la puerta, pude ver cómo se echaba un vistazo por el rabillo del ojo en el espejo de su habitación. El subidón de confianza que había tenido en la ducha, mientras el agua se llevaba la purpurina y la pigmentación de mi paleta de sombra de ojos que había utilizado para que él pudiera verse como lo veía yo, estaba comenzando a retroceder, igual que el embate del mar con un cambio de marea. Haber sido capaz de sostenerme en alto con sus brazos, algo que hasta entonces los dos habíamos creído imposible por lo menos hasta pasadas unas semanas de vuelta a la normalidad y nuevos entrenamientos, se estaba evaporando en un rincón de su mente.
               El pobrecito ni siquiera había sido capaz de mirarme, a pesar de que me abrí el albornoz con lentitud y lo dejé caer al suelo. Los preliminares eran una parte fundamental de nuestra relación, y los dos considerábamos el desnudarse, incluso sin contacto, parte de esos preliminares. Mentiría si dijera que no tenía esperanzas de que mis curvas le condujeran a un bamboleo que terminara en él de nuevo sobre mí, a pesar de que estaba totalmente satisfecha después de meses y que sabía que lo que sentía era lujuria pura y dura.
               Claro que, para eso, él necesitaba estar concentrado. Y, ahora mismo, no lo estaba.
               -Bueno-susurró con un hilo de voz, suspirando y dirigiéndose hacia el armario, en cuyos cajones guardaba los pijamas que yo siempre le suplicaba que se pusiera para que el calorcito y el aroma de su cuerpo empaparan la ropa y me acompañaran a la hora de dormir. Tenía los hombros un poco hundidos, más cansado de lo que le había visto nunca, y una expresión de agotamiento cruzándole la mirada. Entendí en ese momento que puede que yo estuviera deseosa de un tercer, cuarto, quinto o sexto asalto (¿cómo se suponía que debía contabilizarlos? ¿En función de los orgasmos que habíamos tenido, o en función de las veces en que nuestros cuerpos se habían fundido en uno solo?) no implicaba que él también lo estuviera. Había sido un día muy largo, cargado de emociones, un auténtico vendaval de sentimientos encontrados, a cada cual más poderoso que el anterior. No debía siquiera considerar pedirle más de lo que él podía darme, porque pensarlo supondría que él tuviera la posibilidad de leerme el pensamiento y se viera obligado a hacerlo.
               Era demasiado bueno en ese sentido. Necesitaba ser un poco más egoísta. Y yo debía darle espacio, algo a lo que estaba más que dispuesta. Por mucho que me doliera y que el aire entre nosotros fuera tan denso que pareciéramos sumidos en una gota de agua gigantesca, sabía que tenía que dejarle espacio. No debía tirar de él para terminar de sacarlo del cascarón: las pocas veces en que había dejado que mi ansia por verlo bien triunfara sobre sus posibilidades y el ritmo que necesitaba imponerse, todo había terminado estallándonos en la cara y había hecho que Alec reculara en dirección a su espacio seguro, encerrado en su caparazón el tiempo necesario para curarse.
               Y sin embargo… me dolía que el efecto que el maquillaje había tenido en él se diluyera de aquella manera, con la facilidad con la que se lo había quitado. Sí, de acuerdo, su cuerpo no era tan impresionante como el que había tenido antes del accidente, y sus cicatrices eran más hermosas siendo doradas y plateadas que rojas y púrpuras, pero… seguía pareciéndome el hombre más guapo que hubiera pisado nunca la faz de la Tierra. Viéndolo así, desnudo, incluso con aquellas marcas de ese accidente horrible, me sorprendía haber sido capaz de querer a otros chicos, de pensar en otros hombres, de sentirme atraída por ellos. Ninguno se comparaba a Alec, incluso estando Alec en su estado actual.
               Ninguno había hecho un esfuerzo tan hercúleo para llegar hasta donde estaba. Ninguno había recorrido tantos kilómetros sin quejarse. Ninguno era tan valiente, tan persistente, tan bueno como él.
               Ninguno era la última prueba viviente de los mitos de las religiones antiguas, aquellos en los que el panteón estaba abarrotado de personalidades que hacían de la mitología la historia más interesante que aquella cultura pudiera contar. Ninguno era tampoco la transición natural del politeísmo hacia el monoteísmo, pues viéndolo así, desnudo, imperfecto, fuerte, vulnerable y mío, Alec me hacía entender por qué habíamos pasado de decenas, cientos, miles de dioses en la antigüedad, a uno solo en la actualidad: no había necesidad de más. No había posibilidad de escoger a otro en el momento en que Alec entraba en escena.
               Supongo que por eso di un paso hacia él y susurré su nombre cuando vi que, después de ponerse una muda limpia de calzoncillos (blancos, que le quedaban de miedo, todo sea dicho), se inclinaba para coger la camiseta de su pijama de Capitán América.
               Se giró y me miró. Vi cómo sus ojos se deslizaban hacia su reflejo en la televisión del otro lado de la habitación, y para impedir que retrocediera más, me interpuse entre ellos dos dando un sutil paso a un lado.
               -No te vistas-le pedí, y él se incorporó cuan largo era. Tenía los pantalones y la camiseta pegados al vientre, la primera parte de su cuerpo que él habría exhibido, si la situación no fuera la de ahora. Se mordió el labio, indeciso.
               -¿Quieres que…?
               -No-negué con la cabeza, haciendo que mi pelo se enganchara con las hebras del albornoz-. No quiero hacerlo más veces. Estoy cansada, el día… ha sido muy largo-me froté la mejilla con la mano y Alec asintió con la cabeza, una sonrisa agradecida asomándole en las comisuras de la boca.
               -Sí. Sí, es verdad, ha sido muy largo.
               -Pero no quiero… echo de menos dormir contigo.
               -Has dormido bastantes noches conmigo mientras estaba en el hospital.
               -Puede-cedí-, pero no dormía desnuda.

lunes, 17 de mayo de 2021

Zeus reencarnado.


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-Acuéstate-me pidió, poniendo la mano que tenía libre libre junto a mi hombro, de manera que tres dedos estuvieran en contacto con el límite de mi clavícula, que ahora se marcaba de una manera diferente a como lo había hecho con anterioridad. Antes era un límite difuso en mi pecho, una especie línea de costa muy suave en la que tierra y mar se confundían, como la orilla de las playas que creaban Mykonos. Ahora… estaba más marcado, algo así como una muralla.
               -Sí, ama-respondí, recostándome de nuevo sobre el colchón. El susurro de la funda nórdica aplastada bajo mi cuerpo me recordó al millón de veces en que me había tirado sobre una cama con una tía a punto de saltarme encima, siempre mucho más entusiasmado pero tranquilo de lo que estaba ahora. Sabrae se relamió los labios, y se inclinó hacia delante, dejando la brocha sobre su paleta de sombras. Se recogió el pelo en un moño suelto, y recogió las almohadas que habían quedado libres de su cabeza, en las que ya se intuían las sombras negras y danzarinas de sus mechones de pelo, y las colocó bajo mi cabeza y mi espalda, asegurándose de que estuviera cómodo. Las amasó despacio, preparando su taller, y cuando por fin se dio por satisfecha con el resultado, tomó de nuevo la brocha.      
               -Avísame si te hago daño-me pidió, y yo asentí con la cabeza. El ambiente entre nosotros estaba cargado de electricidad; era como si cada partícula de aire estuviera en completa suspensión, mirándonos con atención, a la espera de nuestro siguiente movimiento, alerta para actuar en consecuencia.
               Sabrae llevó la brocha muy lentamente al centro de mi pecho, justo al lugar donde empezaba mi mayor cicatriz, la que más me disgustaba y la que más me había molestado en el pasado.
               Cuando la brocha tocó mi piel y yo no hice ningún movimiento, Sabrae suspiró aliviada. Sus ojos estaban fijos en los míos, muy atenta a todas y cada una de mis reacciones pero, la verdad, más allá de ese extraño y no del todo desagradable cosquilleo llameante que notaba en mis heridas más recientes, lo cierto es que la sensación era placentera. La brocha no podía suplir a los dedos de Sabrae, pero tampoco lo pretendía.
               Empezó dando toquecitos sobre mi piel, cuidando de que todos y cada uno de sus movimientos fueran cuidadosos conmigo y no me afectaran más de lo que podía. Tenía increíblemente en cuenta todos y cada uno de mis músculos, mis órganos vitales más allá de la piel, mis heridas. Como si no se fiara de sí misma, apenas rozaba mi piel con el pincel, lo que hizo que un extraño ceño al que no me tenía acostumbrado cuando se trataba en temas de maquillaje se instalara entre sus preciosos ojos, oscureciendo su mirada y perturbando su concentración.
               -¿Qué pasa?
               -¿Te he hecho daño?-inquirió, echándose hacia atrás como el gato que descubre que el ratón que tenía entre las manos era la mascota de un lince. Negué con la cabeza.
               -Te noto tensa. ¿Te encuentras bien, nena?
               -Oh, sí. No te preocupes, es que…-suspiró, echándose con la mano los rizos que le caían sobre la cara hacia atrás-. No está surtiendo el efecto que yo quería.
               -Ah. Bueno, no pasa nada. No hace falta que me pintes, o que no lo hagas sobre mí; puedo hacerme una idea aproximada si…-intenté incorporarme, pero ella negó con la cabeza, poniéndome una mano en el hombro para impedírmelo.
               -No, es sólo que nunca había probado a pintar sobre heridas. No parece que la brocha surta el mismo efecto que sobre la piel intacta.
               -¿Y si pruebas con el dedo?-sugerí, y ella me miró. Sabía que no había planteado nada descabellado porque la había visto varias veces aplicándose las sombras directamente con los dedos, a ligeros toquecitos que siempre me habían llamado la atención. Las pocas veces que había pasado por delante de la habitación de Mimi y la había visto jugando con su maquillaje, practicando obras maestras que nunca se atrevía a sacar de su habitación, lo había hecho al lado de un increíble despliegue de pinceles de todos los tamaños y formas. Creía que eso era sinónimo de ser buena maquillándose, y que no podías hacerlo con los dedos, como luego vi a Sabrae.
               Mi chica parpadeó despacio, planteándose por primera vez la alternativa que el mundo le ofrecía.
               -Sí… podría funcionar. No se me había ocurrido recurrir a los dedos-comentó, y yo contuve una risita.
               -Sí, bueno, los dedos son la gran alternativa olvidada.
               Sabrae se echó a reír también, derritiendo así el muro de hielo que se había formado entre nosotros y su determinación por conseguir que las cosas fueran como antes otra vez. Se mordió el labio de nuevo, observando mi anatomía, que era como siempre y a la vez como no lo había sido nunca. Presionó levemente la yema del dedo corazón contra la celda del color con la sombra que pretendía usar conmigo, y la llevó hasta mi piel.
               Y, si había tenido cuidado de no estropear su maquillaje rescatándolo de la caja, conmigo tuvo una delicadeza todavía más exquisita. Posó con cuidado su piel pigmentada sobre la mía, y con los ojos fijos en mi cara, analizando mi expresión, arrastró el dedo un par de centímetros, hasta que en mi pecho quedó dibujado un cometa de mayor categoría que los demás, dorado en vez de plateado.
               -¿Estás bien?

lunes, 10 de mayo de 2021

Kintsugi.

¡Disculpa la espera! El sábado fue el primer día de buen tiempo en mi pueblo, así que no pude resistirme a tumbarme a tomar el sol leyendo un libro. ¡Gracias por tu paciencia, y que disfrutes del capítulo!

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Dios mío.
               Cómo echaba de menos esa sensación.
               Él entrando en mí, yo recibiéndolo en mi interior, expandiéndome más de lo que creía posible y acomodándome a esa dulce presencia invasiva que, en ocasiones, me molestaba al principio, a pesar de lo bienvenida que era.
               Alec había cerrado los ojos, temiendo ver mi expresión, con los ecos de los demonios de su cabeza todavía resonando en los huecos más escondidos de su subconsciente. Pero, en cuanto nuestros cuerpos se unieron por fin, los dos supimos que habíamos hecho bien en esperar. Que eso que estábamos compartiendo ahora no tenía comparación con nada.
               No recordaba sentir esa sensación de comunión con nada. Yo era u alma, y ahora, por fin, estaba en sintonía con algo. Me pertenecía un cuerpo. Comulgaba con él.
               Y ese cuerpo era, cómo no, el de Alec.
               Entreabrí la boca y dejé escapar un suave jadeo cuando mi sexo se expandió un poco más mientras él llegaba hasta el fondo. Era yo la que tenía el control, yo la que le empujaba a explorar, yo la que más me movía. Y, sin embargo, era él el que tiraba de los hilos, el que me hacía desear moverme. Él y esa necesidad que me inspiraba, el dulce fuego que había encendido en mí la primera vez que me masturbé pensando en él.
               Alec me miró desde abajo, acariciándome los muslos con la yema de los dedos, mis pechos rozando sus clavículas, mi melena haciéndole cosquillas en el torso, siguiendo el contorno de sus cicatrices y de líneas imaginarias que trazaban sus poros sin distinción entre ambas. Él también entreabrió la boca.
               Mis glúteos se asentaron por fin sobre sus muslos. Estaba completamente dentro. Los dos nos mordimos el labio inferior sin romper el contacto visual, disfrutando de esa deliciosa presión.
               -¿Estás bien?-le pregunté, y él asintió con la cabeza, a pesar de las lágrimas que todavía le rondaban por los ojos.
               -Yo… debo de haber nacido para estar aquí, contigo, Saab-respondió, besándome el punto en el que el cuello y el hombro se encontraban. Me estremecí de pies a cabeza, sintiendo un calambrazo descender desde ese punto de mi anatomía en el que me estaba prestando más atención que a casi todo lo demás de mi cuerpo hasta el lugar donde estábamos juntos.
               -Eso explicaría que lo hagas tan bien.
               -No estoy haciendo nada.
               Le miré y alcé una ceja.
               -Estás respirando-respondí, y él me sonrió. Me dio un beso en el hombro y me acarició la espalda, jugueteando con las puntas de mi pelo de un modo que me enterneció. Me moví despacio sobre él, poniendo mucho cuidado en no apoyarme demasiado sobre su hombro malo,  haciendo la fricción justa y necesaria para que a nuestros cuerpos no se les olvidara que estábamos juntos.
               Cuando empecé a moverme en círculos, sus caderas empezaron a seguir el ritmo que yo les marcaba, al compás de una dulce melodía que cantaban las estrellas como un canto de sirena, atrayéndonos, deseosas de que volviéramos a reunirnos con ellas los dos juntos.
               Y entonces, Alec se separó de mí.
               -No había sido tan feliz en toda mi vida-me dijo, mirándome a los ojos con emoción. Le chispeaban como a un niño en el día de su cumpleaños, al encenderse una luz en su casa y descubrir allí a todos sus amiguitos, con quienes pensaba que no podría celebrar su día.
               Era la persona más pura que hubiera pisado nunca la Tierra. Y era mío, todo mío, sólo mío.

viernes, 7 de mayo de 2021

Diez años de Eri, la actriz.



A las 20:15 del mismo día de ayer hace diez años, mi vida cambió.

Podría deciros qué día de la semana era sin consultar un calendario (era viernes), o lo que comí ese día (cachopos de pollo al champán); si era la primera vez que me maquillaba (no) en condiciones (sí) o el calzado que llevaba (zapatos de tacón grises que aún tengo en una caja, aunque nunca se me llegaran a ver). Lo que estaba haciendo quince minutos antes, tumbada en un suelo que han pisado y adorado personas mucho más grandes antes que yo, y que también  pisaron y adoraron después, y pisarán y adorarán incluso cuando ninguno de los que me acompañaban tratando de controlar la respiración y haciendo caso omiso del zumbido de fondo del público sentándose al otro lado del telón siga haciéndolo. Podría deciros la sensación de correr sola por los pasillos del teatro, ya vacíos, mientras sonaban los timbrazos indicando que la obra estaba a punto de comenzar, en dirección al palco desde el que se me vería en soledad. O las primeras frases de un monólogo que, curiosamente, repito más o menos diez años después, aunque en otro municipio, y hablando de un gobierno municipal que me afecta más que ese que bailaba entre condenar los botellones, evitando así la anarquía y el libertinaje, o permitirles a los jóvenes un espacio de ocio en el que socializar.

Seguramente no recordéis qué estabais haciendo el 6 de mayo de 2011 a las ocho y cuarto de la tarde, excepto si estuvisteis ahí desde por la mañana. Yo lo recuerdo de sobra: sacar por fin la tarta en la fiesta de cumpleaños que habían sido todos los miércoles desde octubre de ese curso 2010-2011, en el que me sentí por primera vez como en las películas y series sobre dramas adolescentes. En un grupo. Con una segunda familia a la que sólo veía una vez a la semana, pero con la que jugaba y reía como si la conociera de toda la vida, con la que formaba casas que se deshacían en terremotos o me dejaba caer de espaldas, confiando en que me cogerían. Una familia que, como las nubes en un día de primavera, crece y mengua conforme pasa el tiempo, conforme se van graduando, hasta que un día me tocó a mí y fui yo la que tuvo que sentarse en ese patio de butacas, a pesar de que era el nombre de mi instituto el que estaba estampado en las entradas-invitación de esa función. Rosana, Lucía, Alba, Laura, Luz, Lali, Tita, Noemí, Berta, Palilo, Amanda, Tomy, Ana, Iván, Eli, Paula… y muchos, muchos más. Grabados en mi corazón no a fuego, porque el fuego abrasa y hace daño, sino a olas; las ondas sonoras de los aplausos cuando se bajó el telón por primera vez. Ondas que todavía hoy, diez años (y un día) después puedo escuchar y que me hacen cosquillas en la boca del estómago, dándome un calorcito que también asocio a todos esos nombres. Y hay uno, especialmente, que resuena sobre los demás: Lueje. Al que le escribí una frase que me da demasiada vergüenza reproducir aquí, tan sonora en esa ambición sin vergüenza propia de mi yo de adolescente. El que nos decía que nos relajáramos, que no miráramos al otro lado del telón, que nos concentráramos en nuestra respiración, que estábamos en un prado, y que las flores, para los muertos.

Hace diez años que mi vida cobró un nuevo sentido. Diez años de ese momento en el que me convertí en aquello que siempre será una espinita clavada en mi corazón, incluso ahora que he terminado cogiéndole el gusto a algo de lo que renegaba antes de entrar en la universidad.

Diez años y un día de que hice mía la palabra más hermosa que hay en el español, dedicada a la mujer: actriz.

sábado, 1 de mayo de 2021

Edén.


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Llevaba semanas esperando ese momento. Cada día alejada físicamente de él me había supuesto un suplicio, aunque sabía que podría haber sido mucho peor. Podría no haberle proporcionado ningún tipo de placer, ni él habérmelo concedido a mí.
               Claro que también la miel parece más dulce cuando la ves goteando del tarro que cuando te la imaginas en tu cabeza.
               Todavía me costaba no pellizcarme con disimulo cada vez que pensaba que nadie me miraba: me parecía increíble que Alec estuviera ahí, fuera de su habitación, por fin en pie por sus propios medios y de vuelta en casa, de donde nunca debería haberse ido. Conmigo, de nuevo, a quien nunca debía haber abandonado.
               Y eso que había tenido tiempo de sobra para aclimatarme. Desde que le habían dado la fecha concreta de su alta, y ésta había pasado de ser algo que sucedería en un futuro difuso a ser tangible en un calendario, había dedicado todos mis esfuerzos a hacer que ese día fuera lo más satisfactorio posible para ambos.
               De la misma manera que llevaba semanas esperando ese momento, también llevaba semanas planeándolo. Elegir el conjunto que ahora llevaba puesto me había supuesto tardes enteras en mi habitación, desgranando cada prenda que tenía y rezando en silencio para que la calidez no nos abandonara mientras combinaba con ojo muy crítico todas las prendas que había en mi armario, pero la ocasión lo merecía.
               La ropa que escogiera sería la que Alec me quitara, por fin, después de tanto tiempo de nuestros cuerpos dolorosamente independientes, condenadamente separados, infernalmente definidos.
               Llevaba semanas fantaseando con ese momento en particular, el de descalzarme después de una larga jornada de celebración de la vida del chico que más había llegado a importarme en la mía.
               Y ahora, por fin, las fantasías estaban cristalizando. Lo que percibía a través de los sentidos no eran fantasías, sino sensaciones reales. Se habían acabado los preparativos: había atravesando mi pasillo particular, en dirección a mi altar particular, con mi vestido de novia particular.
               Y acababa de llegar mi noche de bodas.
               Por eso, lentamente, descendí de mis sandalias. Un escalofrío me recorrió entera, naciendo desde la planta de mis pies y subiendo como la más veloz enredadera hasta mi cabeza. Comprobé entonces que el calor que había sentido en la casa no tenía nada que ver con el aire que la llenaba.
               Tenía los pezones duros, como noté cuando me desanudé el cordón de la blusa, dejando al aire más espacio de canalillo del que iba a permitirles ver a sus amigos. Mis muslos estaban apretados el uno contra el otro, deleitando sutilmente a mi entrepierna, hinchada y empapada. No sabía cómo había hecho para no follármelo aún, supongo que con una fuerza de voluntad y un autocontrol propios del Dalai Lama, pero allí estábamos. Al borde del oasis, a punto de poner fin a nuestra sequía.
               -Ajá-respondió Alec, que incluso me dio lástima. Pobrecito. A veces se me olvidaba que, cuando me vestía para matar, a quien iba a matar era a él. Tenía la boca ligeramente entreabierta, y los ojos fijos en mi escote. Apenas había sido capaz de apartar la mirada de mí en toda la tarde, y las pocas veces que lo había hecho, había sido porque había otras partes de él sobre mi cuerpo. Mientras nos metíamos mano delante de todo el mundo durante la comida, ante unas indulgentes Mimi y Shasha, que en su vida habían tenido tanta paciencia con nadie (y menos con nosotros) como ese día, había creído que todo mi plan se iría al traste, y que mi necesidad de Alec se volvería tan imperiosa que no podría seguir ignorándola más. A la mierda mis planes. A la mierda la decoración. A la mierda el polvo dulce que sentía que teníamos que echar.
               Follaríamos sucio, a medio desnudar, en cualquier rincón de su casa. Si nos poníamos exquisitos, incluso delante de todos sus amigos. Me daba igual qué clase de consecuencias pudiera desencadenar nuestra locura; cuando su mano se colaba por debajo de mi falda y acariciaba mi monte de Venus por encima de las bragas, o cuando mis dedos rodeaban ese bulto tan prometedor en sus pantalones, en lo único en que podía pensar era en lo bien que encajaban esas partes de nuestras anatomías en la otra.
               Éramos un puzzle, nacidos para completarnos, nacidos para estar juntos y no separarnos nunca.
               Y Alec era plenamente consciente de ello. Quizá incluso más que yo. Tal vez incluso tuviera sus propios planes: qué hacer, dónde, cómo, y cuándo. Puede que por eso apartara mis manos cuando notaba que me iba demasiado lejos, incursionándome demasiado en el territorio prohibido, abandonando incluso la ruta por la que debería volver. Retiraba mis manos y dejaba de presionarme cuando yo le miraba y le suplicaba que lo hiciera. Que lo hiciera. Que me tomara. Que pusiera fin a esos angustiosos meses.
               Sabía que la espera hacía el premio más dulce, y que cargaría el ambiente  de electricidad como lo estaba haciendo ahora. Podía palparse la tensión sexual como una masa gelatinosa entre nosotros, y cortarse con un cuchillo. Me sorprendía que los electrodomésticos no se encendieran todos a la vez, producto de la electricidad que había entre nosotros.
               Pero ya estaba bien de esperar.
               -¿Subimos a tu habitación?-ofrecí, haciendo un gesto con el brazo en dirección a las escaleras.
               Supe que había hecho bien preparándome así para él por la manera en que me sonrió. Me dedicó su mejor sonrisa de Fuckboy®, una que yo no había visto nunca, afilada y chula y ansiosa como nunca antes la había esbozado. Supe al instante que no había anticipado un polvo como lo había hecho conmigo, a pesar de que los jueguecitos previos al sexo eran tan de su gusto como el sexo en sí. Le encantaba flirtear y seducir, pero todo tenía su momento, y éste había pasado ya.
               -Empezaba a pensar que no me lo pedirías.