domingo, 30 de mayo de 2021

El único campeón.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Si mi tiempo encerrado en el hospital me había enseñado una cosa, era lo de puta madre que podía llegar a dárseme el distraerme con la mayor nimiedad del mundo y apartar a un lado las comeduras de cabeza que siempre se me desataban cuando me ponían a pensar en mi vida y lo que quería hacer con ella.
               La terapia con Claire se había vuelto más chunga ahora que habíamos metido el sexo también en la ecuación, puesto que yo siempre lo había considerado una especie de espacio seguro y zona intocable en la que todo estaba perfectamente bien, y por lo tanto, no había nada que tratar ahí, de modo que podíamos pasar de puntillas, ¿verdad? ¡¿Verdad?!
               Pues resultó que no, y tal y como Claire me había explicado a lo largo de la sesión, en la que apenas tuvimos tiempo de hablar de otra cosa, durante el sexo era el momento en que los rasgos más ocultos de nuestra personalidad se manifestaban con mayor libertad y visibilidad, por eso de que supuestamente estábamos en confianza y no había ningún tipo de convención social que seguir, sobre todo cuando se trataba de una pareja estable y de larga duración como era el caso de Sabrae. Que ella no fuera mi primera compañera “de larga duración”, puesto que Chrissy y Pauline habían estado antes que ella, no influía tanto como podía pensar en un principio: lo que acompañaba a Sabrae, la monogamia, era la clave. Yo no tenía manera de “desfogarme” con nadie que no fuera ella desde que Sabrae y yo habíamos estrechado la relación y habíamos pasado a un régimen de absoluta exclusividad (con, eh, la salvedad de la ida de olla que había tenido con Zoe, pero hablaría de eso con Claire más adelante, para que no se pensara que era básicamente un gigoló), de manera que habría rasgos de mi personalidad que podían salir a la luz tarde o temprano estando con ella.
               Le comenté el episodio de cuando la agarré del cuello y Claire ni siquiera parpadeó con extrañeza cuando lo relacioné directamente con mi padre y sus tendencias violentas, así como tampoco se sorprendió de la conclusión a la que había llegado respecto a que yo era violento también y por lo tanto tenía que alejar a Sabrae de mí.
               -Te sorprendería la cantidad de comportamientos autodestructivos que tenemos las personas, y de las vueltas que les damos a las cosas que hacemos en la intimidad con nuestra pareja una vez que decidimos comentarlas en voz alta con otras personas.
               -Yo sólo lo había comentado con mi mejor amigo-repliqué, deseoso de que Claire me diera la misma respuesta que me había dado Sabrae a aquello: que lo había hecho no porque fuera malo, sino porque veía porno.
               Había disminuido radicalmente el consumo de porno desde entonces (especialmente porque, bueno, me había pasado casi dos meses metido en un hospital), pero la costumbre de agarrarla del cuello seguía ahí. Lo bueno era que ahora a Sabrae le gustaba.
               Lo malo, que yo ya no estaba tan seguro de que una industria multimillonaria y misógina me la hubiera grabado a fuego en la sesera.
               -Luego te parecía algo relevante-Claire se encogió de hombros como restándole importancia al asunto, y cuando yo le insistí en que me diera su opinión respecto a qué obedecía aquel pequeño gesto, me había pedido que no me estancara y que no mantuviera a flote las ideas que estábamos tratando de enterrar.
               Qué gracia. Habíamos pasado de hablar de cómo podía sentirme presionado a tener sexo con Sabrae, a mis fetiches en la cama y la manera en que ella lidiaba con ellos. Todo muy guay. La terapia es muy versátil.
               En fin, el caso es que allí estaba yo, metido en el ascensor del hospital que tantas veces había tomado para bajar a ver a Claire a Salud Mental, pero ahora plenamente consciente de que estaba haciendo el trayecto al revés, reflexionando sobre lo que supondría para mí la terapia ahora que habíamos añadido el ingrediente explosivo del sexo a la misma, y cómo cambiaría el sexo para Sabrae y para mí ahora que también lo trataba en terapia con Claire, y preguntándome también cómo haría para disimular frente a Josh.
               Resultó que no hizo falta. En cuanto crucé la puerta de mi habitación (la de Josh, me corregí), un escalofrío me recorrió de arriba abajo. Era extraño estar allí dentro y notar que las cosas habían cambiado tanto para mí en tan poco tiempo.
               Cambié el chip igual que la sensación al regresar a la habitación 238, y como tenía por costumbre prácticamente desde que nací, me centré en el presente y aparté mis preocupaciones a un lado. Tenía a un crío al que entretener, y eso era una responsabilidad tremenda que requeriría toda mi concentración.
               -¿Cómo estamos, fiera?-aullé, abriendo los brazos. Josh se incorporó como un resorte en su cama, abriendo sus ojazos marrones hasta convertirse en un híbrido de lechuza y niño.
               -¡Alec, has venido!
               -¡Claro! Te dije que lo haría. ¿No me creías, enano?-pregunté, dejándome caer a los pies de su cama y revolviéndole el pelo. Miré la mía, con sábanas nuevas pero deshecha. Su madre había pasado la noche allí, estaba seguro, igual que lo había hecho la mía antes de que Josh se convirtiera en mi vecino-. Oye, creo que has crecido algo desde la última vez que te vi. Dime, ¿no estarás tomando esteroides, verdad?
               -¿Dónde está Sabrae?-preguntó.
               -No ha podido venir.
               -¿En serio? Yo quería verla.
               -Uh, me matas, tío-gemí, llevándome una mano al corazón. De haber estado de cara al pasillo, las enfermeras habrían brincado de sus asientos al ver mi gesto, alteradas ante la posibilidad de que me hubieran dado el alta demasiado pronto. Habían llorado un poco cuando me despedí de ellas el día anterior, aunque yo también lloraría si tuviera un paciente tan guapo como yo a mi disposición durante casi dos meses, y finalmente dejara que se fuera sin haberle tirado la caña-. ¿Es que no te sirve conmigo?
               -Pues no. ¿Dónde está?-insistió.
               -Tiene clase. Te contaré un secreto, niño: la gente de mi edad, y de la tuya, y de entremedias, tiene una agenda social que atender. Se llama “ir al instituto”.
               -Fijo que has venido ahora, por la mañana, para tener una excusa para no traerla y que no pueda seguir enamorándose de mí-se chuleó, y yo alcé las cejas. Tócate los huevos, pensé. Justo ahora que consigo que me diga que sí, voy a tener que pelearme con un crío de once años con cáncer por ella. Definitivamente, el universo no quiere que estemos juntos.
               ¡Pues que le jodan!
               -Siento decirte, don Juan-le puse una mano en el hombro y le di un apretón, detestando lo escuálido que lo noté bajo mi palma-, que, en realidad, después de todo lo que le hice anoche, no estaba en condiciones de venir a verte.
               -¿Tan mal lo hiciste?-contestó, sonriendo, el puñetero demonio-. Te daré un consejo, Al, porque me caes bien: la próxima vez que le veas el clítoris, no intentes meterle todos los dedos a la vez antes de follar, ¿vale?
               -¡BUENO! ¿Saben los médicos que usas ese vocabulario de absoluto sinvergüenza? ¡Yo te enseñé esa palabra porque somos colegas, no para que fueras presumiendo de lo mucho que sabes sobre mujeres y sexo delante de las enfermeras! ¿Qué quieres, ponerlas nerviosas?
               -A Tania la han cambiado de planta-se lamentó, triste de repente-. Me ha dicho que vendrá a verme, pero ya no me pondrá inyecciones indoloras.
               -A Sabrae le gustará saber que se está quedando sin competencia.
               -Puedo arreglármelas para que Tania venga a verme mientras Sabrae está en clase; no hay necesidad de que se ponga celosa. ¿Le dirás que es el amor de mi vida?
               -Deja de incitarme a que le pida a mi novia que me ponga los cuernos con un retaco como tú, anda-volví a revolverle el pelo cortísimo y le tendí la bolsa de regalices que había sacado de una de las máquinas expendedoras del pasillo, de camino a nuestra (su) habitación.
               -No sé qué te ha visto-acusó, extendiendo la mano y sacando un par de tronquitos rellenos de nata de la bolsa. Yo tampoco, pensé, sonriendo.
               -Come y calla, mocoso. ¿No te ha enseñado tu madre que no se habla con la boca llena? Por cierto, ¿dónde está?
               -Se la han llevado los médicos para una de sus reuniones semanales.
               -Ah. ¿Y tú cómo estás?
               -Bien.
               -¿Me has echado de menos esta noche?
               -Bueno… me he aburrido un poco. Mamá se ha quedado a dormir y no me ha dejado ver ninguna peli con ella.
               -Oh, Josh, qué bonito lo que me dices-ronroneé, llevándome una mano al pecho-. Pero sabes que a mí me gustan las chicas, ¿verdad? Es decir, respeto que a ti te gusten los chicos, pero lo nuestro es imposible.
               Josh se rió, tirando del tronquito con los dientes para tratar de romperlo.
               -No me gustan los chicos de ese modo. Creo-frunció el ceño y yo asentí con la cabeza-. No lo sé. Desde luego, no me gustas tú. Simplemente he echado de menos tu ordenador.
               -Qué romántico. Sé así de sincero con las chicas, que les va a encantar-le guiñé el ojo y yo también cogí un tronquito-. Yo también te he echado de menos, piojo.
               -¿Qué hiciste ayer? ¿Alguna locura? ¿Pediste el menú grande en el Burger King? ¿Fuiste al parque de atracciones y te desabrochaste el cinturón en la montaña rusa?
               Me eché a reír.
               -Ni se te puto ocurra desabrocharte el cinturón en la montaña rusa, ¿me oyes? Y no, no fui al Burger King. Me quedé en casa.
               Alguien normal habría contestado “qué aburrido”. Alguien que no ha pasado media vida metido en un hospital como Josh no sabría valorar lo bien que se está en casa después de una larga temporada fuera, ni lo cómoda que es tu cama de siempre después de casi dos meses durmiendo en una que es un tercio de su superficie.
               Pero Josh sólo deseaba irse a casa.
               -Qué guay. ¿Y qué hiciste?
               -Mis amigos me esperaban. Hicimos una pequeña fiesta, nada muy currado: solamente comimos y nos reímos durante todo el día. Sabrae se quedó a dormir.
               -¿Estás intentando darme envidia?
               -Ajá-arranqué otro trozo de tronquito y me lo comí.
               -Aprovéchala mientras puedas. ¿Qué comisteis?
               -De todo un poco. Te encantará. Te he guardado unas raciones, pero no me cabían en la bolsa, así que te las voy a traer mañana, ¿vale?
               -¿También vas a venir mañana?
               -Te dije que vendría hasta que te dieran el alta, así que ya sabes lo que tienes que hacer si no quieres que te siga dando la tabarra.
               Josh sonrió, y luego, señaló la bolsa, a la que apenas le había prestado atención desde que entré en la habitación. Mi presencia era demasiado excitante como para fijarse en mi equipaje.
               -¿Qué es eso?
               -¿Eres bobo? Es evidente: mi bolsa de deporte-tiré de ella para mostrarle el logotipo de Nike y Josh soltó un silbido.
               -¿Y adónde vas con ella?
               Era increíble la diferencia que había entre él y Shasha. A Shasha prácticamente no había manera de impresionarla; en cambio, a Josh cualquier cosa le parecía la más chula del mundo, cualquier plan, el más apetecible. Me dolía adivinar a qué se debía aquello.
               Si había algo peor que las enfermedades que te confinaban en un hospital era, precisamente, la manera en que te contagiabas del aburrimiento endémico. No había nada más tedioso que tratar de matar las horas con aficiones que antes anhelabas, y que en el hospital desfilaban ante ti como una lenta marcha incesante en un desfile en el que perdías el interés antes incluso de que empezara.
               -A boxear-informé, aunque Josh ya sabía que yo había sido boxeador una vez. Se había dedicado a bombardearme a preguntas sobre la veracidad de la saga Rocky el día entero en que se lo conté, y me había fulminado con la mirada cuando le dije que no había comparación entre la saga original y la de Creed, malinterpretando mis palabras.
               -Las pelis de Rocky son viejas-acusó.
               -Y no sale Michael B. Jordan-añadió Sabrae, orgullosa de poder pincharme. Entonces, el que había mirado con fastidio había sido yo.
               -¿Quieres ver mis guantes?-ofrecí, y sus ojos se iluminaron con la ilusión de un niño que no sabe lo que es un hospital, y cuyos conocimientos médicos se ciñen exclusivamente a las piezas del juego Operación.
               -¡Claro!-celebró, inclinándose hacia mí y estirando sus pequeñas manos para que le entregara los guantes, que saqué con ceremonia y le di sin temor a que los estropeara. Josh podía ser muy atolondrado a veces, pero se volvía cuidadoso con las cosas que sabía que eran importantes. Me recordaba un poco a Duna, puesto que ella también se emocionaba en exceso con las cosas que tenían relación conmigo, pero en cuanto le daba algo, lo sostenía como si fuera un cachorrito recién nacido.
               -Qué chulos-comentó en voz baja, y yo me hinché como un pavo. Si había algo de lo que me enorgulleciera en mi vida, era precisamente de todo lo relacionado con mi vida de boxeador, especialmente la pasada, pero el hecho de haber mantenido la disciplina a pesar de todas las adversidades que se me habían planteado en la vida y encontrar en el boxeo la paz y el equilibrio con el que aún me peleaba en absolutamente todo lo demás me hacía seguir adelante. Sabía que había mucha gente que había tirado la toalla antes que yo, que la estaba tirando ahora y que la tiraría después, pero yo tenía que seguir. Había llegado demasiado lejos, lo había convertido en algo demasiado importante en mi vida, como para renunciar a ello. Por eso tenía que volver cuanto antes al gimnasio y asegurarme de que mi accidente había supuesto un punto y aparte, no un punto y final.
               Por mi madre. Por Mimi. Por mis amigos. Por Sabrae.
               Pero, sobre todo, por mí. Porque, igual que no había Alec Whitelaw sin sexo, tampoco lo había sin boxeo. Y yo necesitaba volver a ser yo. Todos lo necesitábamos, pero yo más que nadie.
               En un arrebato de orgullo de esos que hacía mucho tiempo que no tenía, abrí la bolsa de deporte y le enseñé la camiseta de boxeo. Josh la cogió con interés, examinando la tela como si fuera algo que no hubiera visto nunca, en lugar de una de esas camisetas de tirantes hechas de algodón que podías encontrar abarrotando la sección de rebajas de cualquier tienda a partir de otoño. No le impresionó tanto como los guantes, pero sí le llamó la atención lo suficiente como para preguntarme si tenía chaqueta de boxeador, como en las pelis. Le dije que no la había traído porque no quería que se estropeara, pero que podía enseñarle fotos, si quería. Me saqué el móvil del bolsillo de los vaqueros mientras Josh revolvía en mi bolsa de deportes, analizando su interior como si fuera la tumba recién descubierta de un faraón desconocido, y le tendí el teléfono. Exhaló exclamaciones de admiración, pasando las fotos de un lado a otro, ampliándolas, empequeñeciéndolas, girándolas para ver bien desde todos los ángulos hasta el último de los detalles.
               -Qué guay-jadeó, analizando una foto en la que estaba subido a un ring, levantando los brazos mientras una lluvia de confeti de todos los colores caía sobre mí, el vencedor de ese combate. Sentí una punzada en el pecho recordando aquella noche, una de mis últimas victorias antes de rendirme ante las súplicas de mi madre y mi hermana y dejar la competición.
               Echaba de menos a aquel cabrón. Aunque jamás me cambiaría con él (tenía muchas más cosas, y más valiosas, de las que él podría siquiera soñar), sí que había cosas de mi vida de boxeador que añoraba incluso cuando pensaba que lo había superado, y la gloriosa adrenalina descargándose en tu cuerpo cuando tu contrincante finalmente no se levantaba después de besar la lona era una de ellas.
               Josh pellizcó la foto y volvió al álbum de “fotos favoritas”. Al contrario que alguien de mi edad, no se alejó del móvil para proporcionarme intimidad, sino que siguió bajando por la galería en busca de más información sobre mí.
               -¿Tienes fotos de Sabrae aquí?-preguntó, y yo asentí con la cabeza un par de segundos antes de darme cuenta de que sí, efectivamente, la totalidad de la fotos de ese álbum pasaban a ser de Sabrae desde hacía un par de meses, con la excepción de algunas fotos contadas de Jordan o Mimi en una posición humillante, Trufas siendo gracioso o mis amigos todos juntos.
               Así que, en las profundidades de ese álbum, había fotos comprometidas de Sabrae. Podía llevar ropa, estar riéndose de algo que yo le había dicho, o podía estar en ropa interior… o, directamente, desnuda. Podía estar debajo de mí, sudorosa y excitada, o encima, o frente al espejo de mi habitación, o de la suya, o de uno de nuestros baños, o…
               -Vale, ya está bien-dije, cogiéndole el móvil con paciencia pero con firmeza. Josh hizo un puchero.
               -¿Por? ¡Ni que no hubiera visto a Sabrae en persona! La echo de menos, ¡déjame verla!-exigió, estirando la mano en dirección al teléfono, pero yo lo puse fuera de su alcance y negué con la cabeza.
               -Que ya la conozcas no significa que haya partes de ella que puedas ver. Hay cosas de ella que sólo puedo ver yo. ¿Lo entiendes?
               -¿Por qué?
               -Porque soy su novio.
               -¿Y qué?
               -Pues que hay cosas que sólo nos pertenecen a nosotros dos.
               -¿Como cuáles?
               Tomé aire y lo solté muy despacio, rompiéndome la cabeza para encontrar la manera de salir del berenjenal en que me había metido yo solito.
               -Creo que eres demasiado pequeño aún para que te explique ciertas cosas. Además, hay cosas que no me corresponde contarte a mí, sino a tu madre.
               -Sé de dónde vienen los niños.
               -Ya sé que sabes de dónde vienen los niños, pero no sé cuánto sabes sobre lo que significa hacerte mayor y pasar… bueno… la pubertad-lo miré de arriba abajo, a pesar de que sabía que no había pasado todavía por esa etapa de su vida. Seguía teniendo las mejillas suaves y calvas. Todavía tenía la voz aguda característica de la niñez. Era un crío, no un chaval, así que había cosas que yo no tendría que explicarle todavía.
               Al margen de que les correspondía a sus padres, claro, no al pavo con el que había compartido habitación de hospital durante una semana.
               -Dijiste que serías mi maestro y que podría preguntarte lo que quisiera-me recordó con gesto tierno, y yo volví a suspirar. Me golpeé la palma de la mano con el móvil, plenamente consciente de la forma ansiosa en que Josh lo miraba.
               -Escucha, Josh, no quiero pisarle el terreno a nadie, pero… hay cosas que se quedan en la intimidad de las parejas, ¿lo entiendes? La forma en que yo veo a Sabrae cuando estoy con ella, y ella me ve a mí, es algo privado sólo de nosotros dos. Igual que las cosas que nos enviamos el uno al otro. No se enseñan. A nadie. ¿Lo entiendes?
               -¿Ni siquiera a los amigos?
               -No, ni siquiera a los amigos.
               -Pero, ¿y si ella no se entera?
               -Da igual que se entere. Eso es traicionar la confianza de la otra persona, y no se hace. ¿Te queda claro?
               -Me parece que sí. Pero, Alec… ¿qué pasa si sube fotos del mismo estilo a sus redes? No digo que ella lo haga, pero… es un ejemplo.
               -Da lo mismo lo que ella comparta. Ella lo comparte porque es suyo. Ni siquiera su novio tiene derecho a compartir lo que sea de ella. Incluso cuando le mande las fotos a su novio. ¿Lo pillas?
               Asintió y agachó la cabeza, decepcionado. Yo me quedé mirando mi fondo de pantalla, de Sabrae sonriendo a cámara mientras yo le daba un beso en la mejilla. Si por mí fuera, la presumiría igual estuviera tapada hasta las cejas como desnuda hasta el alma. Pero sabía que había cosas que, por mucho que me gustaran de ella, tenía que quedarme sólo para mí. Y esperaba haber hecho que Josh lo comprendiera.
               -¿Estás enfadado conmigo?-preguntó con un hilo de voz, inocente, y yo lo miré. Me reí, le volví a acariciar la cabeza y negué con la mía.
               -Claro que no, retaco. Sólo quiero que lo comprendas.
               -Vale. Lo he entendido.
               -Genial-le abrí la cremallera de la bolsa y dejé que siguiera revolviendo para que viera que iba en serio, y su madre nos pilló de esa guisa, él jugueteando con mis guantes, y yo con toda la ropa desperdigada en su habitación. Su madre nos miró a ambos con cara de ilusión, comprobando que yo seguía siendo capaz de arrancarle una sonrisa y abstraer al crío incluso cuando ya no éramos compañeros de habitación.
               -Cuando te pongas bueno-le dije al enano, recogiendo mis guantes y metiéndolos en la bolsa, peleándome con la cremallera para poder cerrarla-, te regalaré unos. Así que ya puedes ser obediente con los doctores, ¿vale, chaval?
               -Sííííí-baló, alargando la vocal hasta el infinito. Me eché a reír, choqué los cinco con él, le di una palmadita en el hombro y me giré para marcharme-. Alec, ¿volverás mañana?
               -Tengo que comprobar que estés obedeciendo, ¿no?
               La sonrisa radiante con la que lo dejé me acompañó de camino a las puertas de salida, haciendo que mereciera la pena el desastre que había hecho en mi bolsa. Lo tenía todo bien colocado cuando salí de casa, pero ahora, lo había metido de cualquier manera, así que la bolsa ocupaba el doble de espacio y hacía que me costara más llevarla. Mierda. Igual no había sido tan buena idea pasearla por Londres, fundamentalmente porque me hacía retorcerme de una forma muy rara para poder sostener la correa en su sitio, sobre mi hombro.
               Y, joder, si una simple bolsa de deporte ya me daba estos problemas… imagínate un saco de boxeo con el que tuviera que afanarme.
               Estaba peleándome con la correa de la bolsa y cruzando un paso de cebra (después de mirar a ambos lados, evidentemente, porque soy un buen ciudadano), cuando me sobresaltó el bocinazo de un coche justo a mi lado.
               Lo primero que pensé fue: joder, otra vez no.
               Lo segundo: bueno, al menos este hijo de puta ha tenido tiempo de pitarme.
               Y lo tercero: más me vale palmarla de este accidente, porque como tenga otro 24 horas después de que me den el alta, mamá me mata.
               Pero, por suerte, no sucedió nada. Me giré para cagarme en los muertos del hijo de puta que no me había visto cruzar (no venía nadie cuando había mirado, ahora lo recordaba), agradecido por otro lado de descubrir otro día si era como un gato y tenía siete vidas.
               Y, entonces, me di cuenta de que el coche que casi me lleva por delante era el coche de Dylan, y la que lo llevaba, mi madre.
               -¿Mamá?-pregunté, como si fuera el prota de Orphan Black y hubiera siete versiones de mi madre correteando por el mundo.
               Mierda, mierda, mierda. Iba a tener que salir corriendo hacia la boca de metro más cercana si quería que mi madre me dejara tranquilo. E, incluso entonces, no sería capaz de llegar al gimnasio antes que ella. Estaba jodido. Consideré durante dos segundos la posibilidad de coger un taxi; luego recordé que había gastado las últimas libras que me quedaban en la puñetera bolsa de regalices que había compartido con Josh, y me dieron ganas de hacerme una bolita en medio del paso de cebra y echarme a llorar mientras esperaba a que una ambulancia me atropellara.
               No me gustaba esto de estar al paro. Ojalá Sher fuera rápida rajando a los de Amazon y me consiguiera un poco de pasta para poder comer algo el fin de semana (algo que no fuera césped del parque, quiero decir).
               -Señora, tuviste 9 meses para decidir si querías tenerme o no. Te lo has tomado con calma, ¿eh?
               -Sube al coche, Alec-me ordenó con cansancio, como si se arrepintiera de la fantástica decisión que había tomado hacía 18 años.
               Tenía los pies hechos de plomo, anclados en el asfalto y la pintura del paso de cebra como si pesaran dos toneladas cada uno. Incluso si hubiera estado en plena forma física, no habría podido moverlos. Sin embargo, sí que podía girarme en busca del rombo de colores que indicaba la parada del metro.
               Mamá siguió mi mirada con la suya.
               -Ni se te ocurra-me advirtió, y valoré durante un momento la posibilidad de echar a correr. Hacía dos meses, podría haberlo conseguido: llegaría a la boca del metro antes de que ella siquiera tuviera tiempo de desabrocharse el cinturón y bajarse del coche y, con suerte, me subiría al vagón antes de que ella alcanzara el andén. Eso si el tren se acercaba ya a la estación, claro. Si tenía que esperar un poco por él, lo llevaba chungo. Claro que, incluso entonces, montar en el metro no me garantizaba llegar al gimnasio antes que ella.
               Y ahora, ni siquiera conseguiría llegar a la estación antes de que mamá me alcanzara. De modo que me afiancé la bandolera sobre el hombro bueno y rodeé el coche, ignorando los pitidos de los que estaban detrás del nuestro.
               Intenté sacar algo positivo de que mamá me hubiera interceptado, y me di cuenta de que mi casa estaba más cerca del gimnasio que mi posición actual. Puede que si me encerraba con llave en mi habitación, todavía pudiera escaparme por la claraboya. No hay que perder la esperanza.
               Acaricié el salpicadero con los dedos, acurrucándome en el asiento. Apoyé la frente en la ventanilla y miré el hospital desaparecer tras nosotros.
               -Creía que Dylan se había ido a trabajar-comenté. No quería que Dylan tuviera que pirarse de la oficina por mi culpa, especialmente ahora que ya estaba en casa. No quería que le afectara en el trabajo tener un hijo más terco que una mula, y una esposa aún peor que éste.
               -Y así es. Fui a buscar el coche a la oficina.
               -Mm.
               Jugueteé con un hilo suelto de mis pantalones, que ahora me quedaban extrañamente holgados en sitios en que antes se habían ceñido bastante a mis piernas, y me apretaban en lugares donde antes estaba todo en orden. Joder, me tocaría ocuparme de esta mierda por la tarde, después de comer. Yo que tenía la esperanza de echarme una siesta, o algo así… el cansancio de la noche anterior se me estaba acumulando a cada segundo que pasaba.
               -¿Por qué has venido a por mí, mamá?-miré a mamá, que estaba concentrada en el capó del coche. Ahora que sabía lo que podía hacerles a los hijos de las demás, era incluso más cuidadosa.
               -He venido a buscarte-constató, como si fuera evidente.
               -Entonces, ¿ya está? ¿Hasta aquí mi aventura del día? ¿Cuánto tiempo vas a castigarme?
               Por fin, me miró un segundo. También es verdad que estábamos parados en un semáforo, así que no corríamos peligro de arrollar a nadie ni destrozarle la vida.
               -¿Serviría de algo que te castigara?
               -No.
               -Estoy cansada de luchar contra viento y marea por hacerte entender las cosas.
               -Pues no lo hagas.
               No soy un crío, me habría gustado decirle, pero me contuve justo a tiempo. La manera en que me había plantado en el vestíbulo cuando mamá se puso como una fiera conmigo por querer irme a casa no tenía nada que envidiar al intento de perreta de Josh con el tema de las fotos de Sabrae. Él había sido un crío, y yo un poco también. Sobre todo, cuando me había negado a reconocer que mis decisiones afectaban a más gente que a mí.
               -Eso intento. He venido a por ti porque pensé que no estás aún para cargar con eso-señaló la bolsa de deporte a mis pies, metió primera e hizo avanzar al coche- por todo Londres.
               Me quedé en silencio, sin saber qué decirle. A lo largo de mi vida, me había comportado como una cabra loca y un hijo tozudo por el mero hecho de que no servía de nada cómo me pusiera para intentar hacer razonar a mamá, así que podía evitar el conflicto, o desfogarme con ella hasta darme por satisfecho y después pirarme. Mamá no solía ceder conmigo; la primera vez que lo había hecho había sido durante mi estancia en el hospital, cuando le dije que mis planes del voluntariado seguían en pie, y ni siquiera entonces se había rendido con tanta facilidad. Había tenido que tragarse su orgullo y admitir que, vale, ya no tenía tanta autoridad sobre mí ahora que yo era mayor de edad como en el pasado, y que sus amenazas sobre echarme de casa (nunca en serio) ya no surtirían el mismo efecto en mí por la sencilla razón de que a) yo sabía que no iba en serio, y b) me iría de casa pronto, de todos modos. Hacerme las maletas y plantármelas en la puerta (en el caso de que lo hiciera, lo cual, repito, era imposible, queriéndonos los dos tanto como lo hacíamos) sólo serviría para echarme de menos de más.
               Y estaba Sabrae, por supuesto, con la que ya lo había discutido y a la que había conseguido convencer. Y si mi novia, la más afectada por mi partida porque tendría que pasar de experta a los polvos a experta en la masturbación, no arrimaba el hombro con ella, más le valía ceder.
               Lo de ahora era distinto. Sabrae no estaba al corriente de mi vuelta al boxeo, y ambos sospechábamos cuál sería su opinión.
               Y sí, mamá tenía razón en una cosa: yo todavía no estaba listo para enfrentarme a mis problemas como antes. Necesitaría todas mis energías para convencer a Sabrae.
               Que mamá se pusiera de mi lado y me diera ese voto de confianza, dejándose caer con la esperanza de que yo la sostendría justo antes de darse el golpe que la mataría, me conmovió. Sabía lo duro que le resultaba saber que pronto volvería a ponerme los guantes, aunque ya no fuera para algo tan peligroso para un combate. Los golpes que tu hijo recibe duelen siempre, sean de entrenamiento o para tratar de matarlo.
               Aproveché otra pausa en un semáforo para desabrocharme el cinturón y darle un beso en la mejilla. A mamá se le humedecieron los ojos, y me susurró un suave “quita, venga” para que volviera a ponerme el cinturón. Mi seguridad siempre iría antes que sus ganas de estar conmigo o de recibir mimos de mi parte.
               Hicimos el trayecto hacia el gimnasio en silencio, escuchando el sonido de las ruedas contra el asfalto y el ronroneo del motor junto a nuestros pies. Los dos estábamos pensando en lo mismo, nerviosos por cómo sería mi vuelta al gimnasio, pero cada uno afrontándolo desde una perspectiva ligeramente diferente: yo me preocupaba por cómo rendiría y si haría el ridículo; mamá, por si me cegaba y me negaba a ver que mis límites habían cambiado, bajando hasta un punto que mi yo de hacía unos meses habría considerado vergonzoso.
               Creía que no era plenamente consciente de todos y cada uno de los modos en que mi cuerpo protestaba contra toda actividad física, como si no los sintiera ardiendo bajo mi propia piel.  
               Precisamente porque los sentía tenía que hacer esto. Tenía que recuperar el control de mi vida. Tenía que volver a ser yo. Necesitaba sustituir el dolor de las articulaciones anquilosadas por el de los músculos aguijoneados por las agujetas.
               Sentí escalofríos de nuevo cuando mamá detuvo el coche frente al gimnasio. Me quedé mirando las puertas automáticas, los ventanales del piso superior, que reflejaban la luz solar y mantenían ocultos a todos los que estuvieran dentro, corriendo en las cintas o sudando sobre las máquinas de musculación. Se me aceleró un poco la respiración al pensar que, por fin, había llegado el momento que llevaba meses esperando. Como solía sucederme cuando me ponía los guantes, cobré plena consciencia de mi cuerpo, de su posición y su fuerza, de lo que podía hacer con él.
               Experimenté un tremendo alivio al sentir esa fuerza y energía que había tenido siempre desperezarse en mi interior y responder a mi llamada, igual que lo había hecho el resto de veces, ya fuera para un entrenamiento o para un combate. Estaba ahí. Gracias a Dios.
               No había dejado de ser un boxeador.
               Estiré la mano para abrir la puerta del coche y el tintineo del sistema de éste al abrirse me indicó que estaba más cerca que nunca de recuperar mi esencia.
               -Escucha, cielo-mamá me puso una mano en el brazo para impedir que me fuera, y yo me giré para mirarla. Se apartó un mechón de pelo tras la oreja y carraspeó-. Sé que crees que me paso contigo, que te trato como a un niño y que ahogo tus libertades, pero… te prometo que no es mi intención. No puedo pasarme de protectora contigo. Eres mi hijo. Mi pequeño león. El último que me queda, y yo… tengo que hacer lo posible por protegerte. No hay nada que me gustaría más que verte ser feliz y libre otra vez, pero estás demasiado débil aún, y… creo que no eres consciente de tu auténtica situación-me miró a los ojos, la preocupación anegándolos-. Creo que te sobrevaloras. Creo que no piensas realmente en las consecuencias de todo lo que haces. Entiendo que estés ansioso por volver a tu vida, entiendo que piensas que yo nunca entenderé por lo que has pasado, y que nadie más que tú lo hará nunca, pero no quiero que te des demasiada prisa. No quiero que des pasos en falso y que el hielo se resquebraje bajo tus pies y te trague. No quiero que tu vida se termine con dieciocho años, como por un momento pareció que te iba a pasar.
               -Mamá, te prometo que voy a vivir una vida larga y feliz. Te lo prometo-solté la manilla de la puerta del coche y le cogí las manos-. Nada me gustaría más que no darte preocupaciones, y que pudieras estar tranquila cuando yo salgo de casa, pero tengo que salir tarde o temprano, y ya he perdido bastante tiempo.
               -Eres el último hijo que me queda-susurró, apretando la espalda contra el asiento, estirando los brazos y aferrándose con los dedos al volante, como si aquella frase fuera una espada que se le clavaba en el pecho y no pudiera retirarla.
               -Lo sé. Lo sé, mamá, y sé que tengo que ser prudente, pero sabes que eso no está en mi naturaleza. No cuando se trata de ti, o de Mimi, o de Dylan, o Mamushka… o, ahora, también de Sabrae. De Sabrae y Scott, y sus hermanas, y… tengo demasiada gente de la que cuidar como para no volver a entrenar lo antes posible –en cuanto lo dije en voz alta, comprendí esa parte de angustia y urgencia que no había tenido sentido para mí hasta ahora. No se trataba sólo de recuperar mi vida; también se trataba de recuperar mi papel en ella-. Mi padre sigue ahí fuera, y ahora, Aaron también está esperando a que llegue el momento propicio para colarse entre nuestros resquicios y hacernos daño. Lo único que los ha mantenido a raya durante estos años he sido yo. Tengo que cuidar de ti, mamá. Y no puedo cuidar de ti en la forma en la que estoy. Bastante me duele saber que te voy a dejar indefensa cuando me vaya a África, y créeme si te digo que he llegado a replantearme lo del voluntariado para poder quedarme aquí y cuidarte. Así que tengo que hacer esto. Te prometo que no me forzaré demasiado-le cogí de nuevo la mano y le di unas palmadas en ella-, y que tendré en cuenta mis limitaciones, pero no puedes pedirme que te prometa que no volveré a boxear. Porque no puedo. Salí del coma porque soy un luchador, mamá. Porque tenía que volver con Sabrae, y también tenía que volver contigo. Tengo que cuidarte. Y lo voy a hacer siempre.
               -Soy yo la que tiene que cuidarte a ti, mi amor, y no al revés. Tú te llevaste la peor parte de todo lo que nos pasó cuando eras pequeño…
               -Fuiste tú la que recibió los golpes. A mí Brandon nunca me puso la mano encima.
               -Porque no le dio tiempo, pero habría terminado haciéndolo-discutió, y yo asentí con la cabeza. Los dos sabíamos que tenía razón-. No habría podido impedirlo, pero me habría dolido de todos modos. Y no hice todo lo que tenía que hacer para cuidarte, ya que tú sufriste más que yo porque veías todo eso cuando sólo tenías edad para ver amor. Todo el odio que acumulas hacia ti mismo lo tienes porque es lo que aprendiste desde bebé. Yo no aprendí a odiar a Brandon hasta que no me fui de aquella casa. Tú nunca has llegado a salir de ella. Sigues allí, atrapado, aún en sus brazos y a su merced, como estabas la noche en que consiguió aterrorizarme lo suficiente como para decidir escapar.
               Me puso una mano en la mandíbula y me acarició la mejilla con el pulgar.
               -Me llevé tu cuerpo y te salvé la vida, pero no conseguí salvar tu mente. Gracias a Dios, tu psicóloga y tu novia han recogido el testigo donde yo lo dejé. Por eso necesito que entiendas que no tienes que hacer nada por mí, Alec. Llevo siendo adulta toda tu vida. Tú sólo lo llevas siendo unos meses. No quiero que interiorices tanto el nombre que te puse hasta el punto de que se te olvide cuidar de ti mismo. No eres mi león porque espero que me cuides ni te interpongas entre todos los peligros y yo, sino porque tú me convertiste en una leona cuando no era digna ni de que me consideraran presa. Eres mi leoncito porque eres bueno, listo, guapo y juguetón, en ese orden. Tú siempre serás mi cachorrito, sin importar que me quepas en el regazo o que tenga que levantar la vista para mirarte a los ojos.
               -Bueno, mamá…-sonreí, frotándome las pantorrillas sobre los pantalones-. Tienes que reconocer que también puedo dar miedo, si me lo propongo.
               Sonrió, cansada.
               -Sí, mi amor. Lo que tú no sabes es que eres, con diferencia, la persona a la que más miedo le inspiras. No hay nadie que esté tan aterrorizado de ti como tú mismo. Por eso sientes que tienes que hacer esto-añadió, acariciándome el pelo por detrás de la oreja, igual que se haría con un cachorro tembloroso en una noche  de tormenta-. Porque sientes que luchando es la única forma en que vales algo.
               Le cogí la mano y le di un beso en la cara interna de la muñeca.
               -Estoy trabajando en eso-le aseguré, y ella asintió con la cabeza.
               -Ya lo sé, mi amor. Ya lo sé-musitó con expresión distraída, y entonces, dejó que saliera del coche. Esperó a que estuviera lo suficientemente cerca de las puertas automáticas como para abrirlas, y entonces, se marchó, dejándome solo y con una extraña sensación de vacío en la boca del estómago.
               Tomé aire y me animé a levantar la cabeza en dirección a las escaleras que me conducirían hasta la zona de los deportes cuerpo a cuerpo. No veía la hora de subir al trote aquellas escaleras, pero le había prometido a mamá que me tomaría las cosas con calma.
               Atravesé los tornos automáticos en dirección a los vestuarios, sonriendo ante los chillidos de ilusión de Alexis al verme.
               -Alec, ¡has vuelto!-festejó, levantándose como un resorte de su sillón y rodeando el mostrador circular para poder venir a verme y comprobar que estaba todo en orden antes de abrazarme. Se armó entonces un pequeño revuelo a mi alrededor, ya que todos los que estaban en un radio de medio kilómetro habían escuchado los gritos de Alexis, y querían venir a asegurarse de que no era una aparición ni nada por el estilo.
               Me llevó quince minutos despachar a todos a los que venían a saludarme, y para cuando terminé, una nueva inseguridad se instaló en mi interior: no había contado con que tendría que cambiarme de ropa en el gimnasio.
               No había contado con mis cicatrices. Estaba tan acostumbrado a no tener problema desnudándome ante nadie, fuera de mi sexo o del opuesto, que ni siquiera me había detenido a considerar el hecho de que mi cuerpo ya no sería el motivo de envidia que había sido hasta hacía unos meses, sino que ahora inspiraría lástima. Lástima y alivio por no ser yo. Alivio también por haberse retirado el mayor competidor en lo que se refería a mujeres. Incluso cuando yo ya estaba comprometido con Sabrae, los demás seguían temiéndome porque uno siempre puede cometer un desliz.
               Ahora, sin embargo, ya no tenía posibilidades de cometer ningún desliz. Ninguna chica se relamería al verme sin camiseta.
               Entré en el vestuario rezando por que no hubiera demasiada gente dentro, con tan mala suerte que me tocó vérmelas justo con los del equipo de natación. Aquellos cabrones eran los que mejor físico tenían después de los boxeadores que se lo tomaban en serio, así que tener que vérmelas con ellos cuando yo estaba tan mal era como aprender a conducir con un Lamborghini. Mierda. Me comerían vivo.
                Contuve un gemido cuando, entre todos los cuerpos musculados, bronceados y perfectos, con las pollas al aire o toallas cubriéndoselas a duras penas, reconocí a Kevin. Mierda. El fin de semana debían de tener alguna competición chunga, y yo había escogido precisamente ese viernes para venir a entrenar en el mismo momento en que él también se preparaba.
               Recordé la paliza que le había pegado cuando me tocó los huevos con Sabrae, hacía tantos meses ya, y tuve que luchar para no ponerme colorado. Kevin era un gilipollas y no sabía pelear bien, pero ahora tenía una ventaja sobre mí con la que antes no había contado: estaba en forma, y yo no.
               -Alec, tío, ¡dichosos los ojos!-se burló, acercándose a mí y abriendo los brazos.
               -Aparta eso de mí, tronco-me reí, señalando su rabo. Por supuesto, Kevin era de los típicos nadadores que aprovechaba cualquier ocasión para presumir de polla. No podía culparle: si me dieran tantas excusas para despelotarme como a él, yo también sería así.
               Kevin se rió, se cubrió la cintura con una toalla, y después de preguntarme si así estaba mejor, me estrechó entre sus brazos. Me dio unas palmadas en la espalda que no parecían nada amistosas, sino más bien una manera de comprobar mi fuerza. Tuve que controlarme mucho para no gemir, pero lo conseguí.
               -Me alegro mucho de verte, tío. ¿Todo bien en el hospital?
               -Sí, tío, sin queja. Lo típico, ya sabes: muchas jeringuillas, enfermeras macizorras… se me acabaron las excusas para quedarme, así que tuve que acceder a que me soltaran.
               Kevin se echó a reír. Putísimo anormal. ¿Es que no se acordaba ya de que le había roto la cara por atreverse simplemente a decir el nombre de Sabrae? Debería abrirle la cabeza.
               -Quizá yo también me ponga malito para que alguna chavala se desviva por cuidarme y me acomode la almohada-se rió, girándose para mirar a sus compañeros, que corearon su broma sin gracia como un grupo de gallinas encocadas-. ¿Cuándo te soltaron?
               -Ayer.
               Asintió con la cabeza, los brazos en jarras.
               -No has perdido el tiempo en volver a la acción, ¿eh?
               -Ya me conoces. Me voy cinco minutos, y este antro se me llena de mamarrachos intentando reclamar mi puesto de rey del gimnasio.
               -He cuidado de los vestuarios como si fueran míos-me prometió, guiñándome el ojo, y yo asentí.
               -Te lo agradezco.
               -Bueno… tengo que dejarte. Todavía tenemos que ducharnos y tal; ha sido un entrenamiento jodido.
               -Me lo puedo imaginar.
               -Mañana tenemos competición.
               -Eso explica que estéis aquí en horario escolar.
               -Ya, ¿y cuál es tu excusa? ¿O es que has venido para tener el vestuario para ti solo y poder cascártela a gusto?
               Sonreí sin ganas.
               -Después de la experiencia que tengo aquí, creo que prefiero correrme en compañía.
               -¡Uh, el pavo es todo un puto triunfador!-se rió Kevin, dándome un puñetazo en el hombro. Por suerte, fue en el bueno. Me reí y me encogí de hombros, y observé con impaciencia cómo se dirigían hacia las duchas, comprobando con desilusión que había algunos que ya se habían vestido. Mierda. No me quedaría más remedio que ser rápido cambiándome, si no quería que me vieran en mi nuevo y corrupto esplendor.
               Fui tan gilipollas que me cambié los pantalones antes que la camisa, y cuando Kevin salió de las duchas, yo estaba desabotonándomela. Inmediatamente, me di la vuelta para ponerme de cara a la pared, algo que nunca antes había hecho y que llamó la atención de todos los nadadores. Los oí cuchichear a mis espaldas, seguramente señalándome también y comentando los cambios que se hacían apreciables en mi anatomía, mientras me despelotaba a la velocidad de la luz.
               Y fui tremendamente subnormal no sacando la camiseta de tirantes antes de quitarme la camisa, de manera que tuve que hacer un contorsionismo bestial para que no me vieran las cicatrices. Me hice la picha un lío con la camiseta y saqué la cabeza por el hueco de uno de los brazos, de modo que estuve desnudo más de lo que lo había estado en mi vida.
               -Alec, tío, ¿desde cuándo eres tímido?-se rió Kevin, y yo terminé de colocarme la camiseta y me giré, fingiendo que no entendía a qué se refería.
               -¿Uh?
               -¿Tienes miedo de que te saltemos encima si te vemos esos abdominales de dios del boxeo y nos turnemos para violarte?
               Me reí con ganas, preparando mi respuesta mientras cerraba la cremallera de la bolsa de deporte. Ahora que tenía mi atuendo de boxeador, me sentía más poderoso, a pesar de que también había más piel disponible para el análisis crítico de aquella manada de mandriles acuáticos.
               -Es que estoy lleno de arañazos de la noche pasada de mi novia, y no quiero que os hagáis ilusiones con tener un sexo tan cojonudo como el que me ha dejado despierto toda la noche. Además, tengo la polla en carne viva. No quisiera decepcionaros-les guiñé el ojo y salí cagando leches del vestuario, atravesándolo como un bólido en dirección a las escaleras del piso superior.
               Empujé la puerta de la sala de boxeo sin ceremonia, y un inmenso alivio me inundó cuando comprobé que sólo había una pareja entrenando en un rincón, compuesta por chico y chica, seguramente novios. Me acordé de cuando Sabrae y yo vinimos a entrenar juntos, y sentí un ligero pellizco en el corazón. Ojalá pronto pudiera repetirse todo aquello, mamada y polvo en los vestuarios incluidos.
               -¡Bú!-ladró el payaso de Sergei a mi espalda, haciéndome dar un brinco del puto susto. Me dieron ganas de arrancarle la cabeza.
               -¿¡Eres gilipollas, puto anormal!?-bramé mientras Sergei se doblaba de la risa. Claramente había encontrado a un chaval más joven e iluso que yo, con más veneno dentro y más ganas de autodestruirse, al que convertir en su nuevo campeón. De lo contrario, no intentaría matarme de una forma tan poco sutil.
               -Llevo esperándote media hora. Alexis me avisó de que habías llegado, pero has tardado lo tuyo en el vestuario. ¿Qué pasa, demasiados reencuentros? Y ¿por qué has subido la bolsa?-la señaló con un dedo-. ¿Se te ha olvidado que tenemos taquillas?
               -He venido a entrenar, puto imbécil, no a que te rías de mí-gruñí, afianzándome la bolsa al hombro y alejándome de él para ir a dejarla en la esquina, donde las peras de boxeo, justo frente a la pared con espejos en la que podías analizar todos tus movimientos, buenos y malos. Sergei me siguió a una distancia prudencial sin decir nada, pero yo no necesitaba que abriera la boca o siquiera mirarlo para saber qué hacía.
               Me estaba evaluando, igual que me había enseñado a hacer a mí. Era importante saber con quién te subías al ring, saber las debilidades y las fortalezas de tus oponentes.
               Dejé caer la bolsa con un golpe sordo y me quedé plantado frente a las peras, esperando a que Sergei terminara con su escrutinio.
               -¿Y bien?
               -¿Sabes que cojeas?
               Tuve que contener una risa. Por supuesto que lo sabía. La rodilla izquierda me implosionaba cada vez que apoyaba el peso de mi cuerpo en ella. Había conseguido disimularlo en casa y en el hospital, pero con Sergei sabía que era imposible, así que ni me había molestado en tratar de ocultarlo. Me conocía demasiado bien. Me analizaba demasiado a fondo. No había nadie que supiera cómo me movía como Sergei, ni siquiera Sabrae, y eso que ella me había visto en plena acción en todos los sentidos de la palabra.
               Sin embargo, Sergei me tenía mucho más estudiado. No había necesitado cogerme la medida porque él me había hecho a las medidas que tenía ahora. Y no me había enseñado a caminar así, de la misma forma en que no me había insistido en vano en trabajar las piernas. Muchos de los chavales que empezaban a boxear en soledad lo hacían obsesionados con coger masa musculan en el torso, sin darse cuenta de que las piernas eran un elemento fundamental en nuestro deporte. Sí, vale, necesitabas agilidad a la hora de descargar golpes y te convenía tener un buen control de tus caderas para esquivar los golpes de tus adversarios, pero si no tenías un buen juego de pies que te permitiera abalanzarte sobre ellos cuando estaban más débiles, o alejarte cuando el que necesitabas un respiro eras tú, no llegarías muy lejos.
               Por no hablar de que quedaba absolutamente ridículo un tío mazado de cintura para arriba y con piernas de palillo. Se parecía al meme del perro, y dudo que un tío que se apuntaba al noble arte del boxeo lo hiciera porque quería parecerse a un meme del que absolutamente todo el mundo se reía.
               -¿Sabes que he tenido un accidente?
               -¿Cuánto dolor sientes?-preguntó, y me vi catapultado hacia atrás, a mi pasado. A mí, sentado en una banqueta de madera que ponían entre asalto y asalto, jadeando en busca de aliento, y con Sergei inclinado sobre mí, pidiéndome que valorara el dolor que sentía en una escala de cero a diez. El cero era ningún dolor, y se supone que nunca debería utilizarlo, puesto que Sergei sólo me preguntaba qué tal estaba cuando me pegaban una paliza.
               Nunca en mi vida le había dado nada por encima del ocho, porque sabía que eso supondría que Sergei tiraría la toalla para protegerme, a pesar de que el diez era el dolor que ya no podía soportar.
               -El suficiente como para ponerme los guantes-respondí, sacándolos de la bolsa y metiéndome las manos dentro. Sentía que la pareja, que ahora se había colocado en los ventanales, me observaba con los ojos muy abiertos, expectantes. No me sonaban sus caras, pero seguro que ellos me habían reconocido del salón de la fama de Sergei, el descansillo del primer piso en el que había colocado estanterías de cristal en las que exhibir todos los premios que habíamos ganado los atletas del gimnasio… y en la que había varias fotos mías.
               -Alec…-me advirtió Sergei, y yo bajé los brazos.
               -Mira, tío, sé que estarás preocupado por mí, pero te prometo que no voy a hacer ninguna gilipollez. Yo sólo quiero volver a ser el que era antes, y si me vas a tratar como si fuera de cristal, creo que lo mejor será que me dejes en paz.
               -¿O qué?
               -O te pegaré una paliza-constaté como si estuviera hablando de la diferencia de precios entre las diferentes gasolineras de la ciudad-. Sabes que no sería la primera vez.
               -Sí, pero sí que sería la primera vez en que lo harías aun sabiendo que tienes las de perder.
               -Ponme a prueba-le reté, y Sergei me aguantó la mirada un rato. Finalmente, me puso los guantes y me arrastró hasta uno de los sacos de boxeo. Comprobé que no me llevaba hasta el más nuevo, el que había puesto en el centro de la estancia después de que yo reventara el anterior, y se lo agradecí en silencio. Necesitaba uno más fácil, más dócil, que estuviera reblandecido por los golpes de los demás.
               Uno no empieza a torear con toros bravos, sino con vaquillas, ¿no?
                El principio del entrenamiento fue bastante bien. Me dio para lucirme, aunque ni de coña Sergei me llevó al límite de mis fuerzas. Notaba las miradas de los del fondo fijas en mí, y cuando empezaron a llegar más deportistas quise aumentar la intensidad. Le pedí a Sergei que me tratara como hasta entonces, pero él seguía reticente.
               No quería que atravesara mis límites, pero yo de momento no los tenía. No había llegado ni de coña al tope de mi potencial; es por eso que le exigí que subiéramos al ring, pero él se negó en redondo, y detuvo en seco a todos los que se ofrecieron para subir a pelear conmigo.
               -El que le toque un solo pelo de la cabeza a Alec se las tendrá que ver conmigo, y ya puede ir despidiéndose de este gimnasio-amenazó, y todo el mundo se quedó al margen. Había pocos gimnasios con tan buena relación calidad-precio, y Sergei era uno de los mejores entrenadores de la ciudad. Me había pulido de una forma en que nadie más lo habría hecho, a pesar de que él decía que gran parte del mérito era mío, que yo era un diamante en bruto cuando llegué a sus manos y que había nacido para boxear.
               Lo cual hizo más difícil la parte en la que empezamos a entrenar en serio. Una cosa era darle golpes al saco o a la pera, y otra muy distinta revolverme con Sergei, que por mucho que quisiera calmarse conmigo, no podía darme tregua en todo lo que le gustaría. Una parte de él siempre empujaría lo peor de mí a la superficie, y trataría de encenderme como a una cerilla.
               Empezó a exigirme como lo había hecho hasta entonces. Más rápido. Más fuerte. Más arriba. Más abajo. Más a la derecha. Más a la izquierda. Más abajo. Más arriba. Más rápido. Más fuerte. Derecha, izquierda, izquierda, baja, derecha, derecha, gancho, arriba…
               Me detuve, jadeante y colorado, con el corazón martilleándome en los tímpanos, al límite de mis fuerzas.
               -No puedo más-jadeé, frustrado conmigo mismo. Apenas llevaba veinte minutos, y ya estaba más agotado de lo que lo había estado nunca.
               -Sí que puedes-asintió Sergei, mirándome desde abajo, agachado como estaba-. Es sólo que no estás acostumbrado. O que yo he te dado demasiada caña para empezar.
               -Has ido a medio gas.
               -Puede que necesites la mitad de eso.
               Lo sentía. La toalla, pendiendo de un hilo. Había sido un iluso creyendo que nada había cambiado para mí. Tenía un trozo de pulmón menos, joder. Los huesos soldados, o en proceso de soldarse. Los músculos agarrotados.
               -Frente al espejo-ordenó, quitándose las almohadillas de resistencia. No necesité que me lo dijera dos veces, a pesar de que odiaba los entrenamientos frente al espejo. Se suponía que teníamos que hacerlos para controlar nuestros movimientos y analizar nuestros errores y, así, poder corregirlos. Los hacíamos para conocernos, pero yo me conocía de sobra.
               O pensaba que me conocía de sobra.
               No había manera de derrotarse a uno mismo frente al espejo, pues aparte de que no te tocabas, siempre sabías lo que ibas a hacer y estabas prevenido para defenderte o atacar en consecuencia.
               Así no había manera de lucirse, y tampoco de mejorar. Y yo quería mejorar. Sabía de sobra todo lo que había hecho mal: era lento, torpe, estaba demasiado rígido y me había vuelto demasiado débil. Había perdido muchísima más fuerza de la que me esperaba, como si el no poder con Sabrae durante su cumpleaños hubiera sido pista suficiente.
               Sergei me vio pelearme conmigo mismo, con los brazos cruzados, ordenándome corregir la postura, cuadrar más los hombros, separar más los pies. Me vio sudar como un cerdo con ejercicios que antes no habrían hecho que me despeinara, me vio asfixiarme en mi propio aliento, me vio tropezar un par de veces conmigo mismo.
               Y me vio sentarme en el suelo y echarme a llorar, completamente destrozado, cuando miré el reloj creyendo que había pasado una hora y media, y apenas habían pasado treinta y cinco minutos. Me daba igual que me vieran, me daba igual que se rieran de mí; la humillación que sentía por no poder encontrar en el boxeo lo que éste siempre me había ofrecido, la paz, era mil veces peor que ser el hazmerreír de todo el gimnasio.
               Había visto a muchos tíos derrumbarse frente a Sergei o sus respectivos entrenadores, y yo me jactaba de ser el único que atravesaba aquellas puertas que jamás había llorado de frustración por no ser suficiente. Yo siempre lo era. En todo. En el sexo, en el atractivo, en el boxeo. Las chicas comparaban a sus novios conmigo y descubrían que habían echado el polvo de sus vidas con un chaval que acababan de conocer, no con los que algunas incluso llegarían a casarse. Los tíos me miraban con envidia en la playa, en el vestuario, en los festivales, porque sabían que sus novias les pondrían mi cara mientras los tenían encima.
               Los aprendices dejaban sus lecciones en pausa para verme a mí afanarme con el saco, en el ring, saltando a la comba. Soñaban con destrozar un saco de boxeo como lo había hecho yo, un puto toro de miura al que nadie sería capaz de doblegar.
               Y ahora ahí estaba, echando polvos mediocres en los que Sabrae tenía toda la responsabilidad, ocultando mis cicatrices a los nadadores en el vestuario, agotándome completamente con una patética sesión de entrenamiento a medio gas de treinta minutos.
               -Levántate de ahí, Alec-me ordenó Sergei, pero yo negué con la cabeza. Me ahogaba en mi esfuerzo y también me mis lágrimas. Me ardía la cara de la rabia y el agotamiento. Me latía el corazón tan fuerte en el pecho que pensaba que se me saldría.
               -No puedo. No puedo más.
               -Si necesitas descansar, sólo tienes que decírmelo. Pero debes decírmelo.
               ¿Cuántas veces me había reprochado Sergei que bajara el ritmo? ¿Cuántas veces había tratado de arrancarme un “cinco minutos” antes de continuar con el entrenamiento? Y todas ellas, absolutamente todas, yo había negado con la cabeza y había tomado su fastidio como una motivación para darlo todo de mí, incluso cuando pensaba que ya estaba a tope, incluso cuando creía que había estado dando el 110 por cien.
               -No puedo más, Sergei. Esto no sirve de nada. Necesito encontrar otro… deporte-jadeé, sollozando más fuerte. Me dolía horrores pensar en dejar el boxeo, con todo lo que me había aportado, pero, ¿de qué servía seguir si no era el mejor? ¿De qué servía ponerme los guantes si no era capaz de lucirlos?
               -¿Qué cojones dices?-escupió Sergei, acuclillándose a mi lado y separándome las manos de la cara para obligarme a mirarlo-. ¿Qué cojones estás diciendo, puto mocoso de mierda? En tu puta vida vas a dejar de boxear, ¿me estás escuchando?-ladró-. No te lo pienso consentir. Ni haciendo que te pase un camión por encima y te deje tetrapléjico conseguirás que yo te lo permita. Ponte de pie, ajústate los guantes, y vamos a seguir.
               -No puedo.
               -Sí puedes. Arriba.
               -No me los merezco.
               -¿Qué no te mereces?
               -Los guantes. Los estoy deshonrando. Soy la vergüenza de este deporte.
               Sergei se presionó el puente de la nariz.
               -Ponte de pie, Alec-dijo muy despacio, tan despacio que convirtió la frase en cinco párrafos-. Créeme, no quieres que te levante yo.
               -No puedo.
               -¿Por qué? ¿Qué es lo que te duele?
               -¡ME DUELE TODO!-ladré, y Sergei se rió con una risa oscura.
               -Te he visto tumbar a hijos de puta que pesaban el doble que tú de un puñetazo. Te he visto levantarte cuando quedaba un segundo para que te declararan KO y ganar ese combate. Te he visto ganar con costillas rotas, Alec. Así que haznos un favor a los dos, recoge tu puto ego de mierda del suelo, y ponte de pie, puto niñato de los huevos. No me hagas levantarte y pegarte la paliza de tu vida, porque sabes que odio perder dinero y eso sería un espectáculo digno de retransmisión en prime time.
               Me chocó los guantes y se levantó como una gacela, ofensivamente ágil.
               -Puedo tolerar que llores y me supliques que pare porque te duele el cuerpo, Alec, pero no pienso permitirte que me lloriquees en el suelo como una mocosa con la regla a la que acaba de dejar su novio por una zorra con las tetas más grandes. Voy a salir ahora, y como sigas ahí tirado cuando vuelva, te juro por Dios que no te dejo volver a pisar este gimnasio. Por si no te habías dado cuenta, estás en la sala de boxeo, y no en un episodio de RuPaul’s Drag Race.
               Me quedé mirando mi reflejo en el espejo. Daba pena, con la cara roja y los surcos de las lágrimas como humillantes pinturas de guerra indeseadas.
               -¿Y vosotros qué coño miráis? A trabajar, hostia, que la suscripción de Netflix no viene incluida con la cuota de socios.
               Los demás boxeadores volvieron a sus tareas apresuradamente, y disimularon cuanto pudieron cuando me puse en pie. No les fue tan fácil cuando Sergei regresó con los brazos llenos: de fotos, de trofeos, de medallas, y de una pieza de seda blanca y azul que no me atreví a mirar demasiado seguido.
               -Ya me parecía que nos quedaba poco del certamen de Miss Drama Inglés-acusó, molesto, fulminándome con la mirada. Seguía lagrimeando como un mocoso, pero por lo menos ya no estaba tirado en el suelo en modo dramático-. Ven aquí-ordenó, colocando las cosas desperdigadas en una esquina del ring. Me acerqué a él y me tendió una medalla.
               -¿Qué pone aquí?
               -Campeón del torneo municipal de boxeo júnior de Londres.
               -Vale, ¿y en el reverso?
               -Alec Whitelaw.
               -¿Cómo te llamas?
               -Alec Whitelaw.
               -Vale. ¿Qué pone aquí?
               -Campeón del torneo intermunicipal de boxeo júnior de Inglaterra.
               -¿Y en el reverso?
               -Alec Whitelaw.
               -¿Cómo te llamas?
               -Alec Whitelaw.
               -Genial. ¿Y aquí?
               -Campeón nacional de boxeo júnior de Inglaterra.
               -¿Y por detrás?
               -Alec Whitelaw.
               -¿Y cómo te llamas?
               -Alec Whitelaw.
               -¿Qué pone en ésta?
               -Subcampeón nacional de boxeo de Inglaterra.
               -¿En el reverso?
               -Alec Whitelaw.
               -¿Cómo te llamas?
               -Alec Whitelaw.
               -¿Y en este?-exigió, cogiendo uno de mis trofeos y acercándomelo.
               -Campeón del torneo municipal de boxeo de Londres, temporada 2032-2033, Alec Whitelaw.
               -¿Cómo te llamas?
               -Sergei…
               -No me jodas, ¿¡te llamas Sergei!? Hostia, tío, perdóname. Llevo años pensando que te llamabas Alec. Perdóname, ¿eh?-me dio una palmada en el hombro y yo negué con la cabeza.
               -Sergei, yo… sé de sobra de dónde vengo. No tienes por qué…
               -Por casualidad no conocerás a este tal Alec Whitelaw, ¿no? Tiene pinta de ser un puto fiera.
               -Alec Whitelaw soy yo-respondí, y Sergei alzó las cejas.
               -No es posible. Acabas de decirme que te llamas Sergei.
               -Me llamo Alec Whitelaw. Estos son mis premios.
               -¿De veras? Entonces explícame, Alec, cómo es que teniendo tantos premios al boxeo, estás deshonrando los guantes.
               -No es tan sencillo. Yo… yo ya no estoy al nivel al que estaba.
               -Naturalmente. Has tenido un accidente que te ha dejado en cama casi dos meses. Sería preocupante que siguieras boxeando al mismo nivel que cuando te ingresaron. Sólo nos dejaría dos opciones. La primera: te has estado tocando los cojones todo este tiempo y siempre has funcionado a una fracción de tus capacidades, lo cual me cabrearía muchísimo y haría que te echara de este gimnasio y te vetara la entrada. Dime, Alec, ¿has estado funcionando al ralentí todos estos años?-negué con la cabeza-. Ah, menos mal. Porque alguien que escala tanto como lo has hecho tú no lo hace por ir a rebufo de los demás, sino por ir marcando tendencia. Me alivia saber que has trabajado a tope; de lo contrario, hablaría con tu madre para convencerla de que te dejara volver a boxear. Estarías perdiendo millones de libras. Lo cual nos lleva a la segunda opción: has perdido fuelle durante tu estancia en el hospital. Ya no eres tan resistente como cuando entraste, ni tampoco tan fuerte. ¿Qué te parece esa teoría, eh, Muhammad Ali? ¿Te parece lógica? ¿O prefieres que piense que te has estado riendo de mí durante los últimos dieciocho años?
               No dije nada. ¿Qué coño podía decirle, si tenía razón? Además, yo no le discutía que no hubiera perdido fuelle. Por supuesto que lo había perdido, igual que me había roto los cuernos trabajando como un cabrón para preparar mis combates.
               Le discutía que pudiera volver a donde había estado antes. Que pudiera recuperarme. Que pudiera ser de nuevo ese “fiera” que él decía que yo había sido. El de los trofeos, el de las medallas, el de las fotos gloriosas que pasó a enseñarme.
               -¿Quién es éste? ¿Y éste? ¿Y éste?-Sergei inauguró un desfile de fotografías épicas en las que el interludio siempre era una frase corta por mi parte: “soy yo”, “yo”, “somos tú y yo”, “yo con el trofeo”, “yo en pleno combate”. Siempre yo, yo, yo, yo. Un ser glorioso, el gran boxeador que había sido, todo potencial y futuro y esperanza y gloria incipiente.
               Sergei me obligó entonces a ponerme la vieja chaqueta de boxeador, la hermana de la que estaba guardada en mi habitación, y que había usado en tantos combates que había perdido la cuenta.
               -¿Qué dorsal tienes?
               -Cero cinco-los boxeadores profesionales no se ponían número porque eran tan pocos que eran fácilmente distinguibles, pero yo lo tenía más chungo. Los jóvenes éramos más, había más campeonatos, y los organizadores necesitaban una manera de distinguirlos. Yo siempre había deseado llegar al punto en el que tuviera posibilidades de desprenderme de mi número, sobre todo porque estaba convencido de que le había cogido tanto cariño que no lo haría. Quizá incluso marcaría tendencia, y más compañeros se unirían a mí, regalándonos la oportunidad de elegir un tótem como hacían los deportistas de equipo.
               -Cero cinco, ¿qué más?
               -Whitelaw.
               -¿Qué es esto?-tiró de la manga de mi chaqueta para levantarla y arqueó las cejas.
               -Mi chaqueta de boxeador.
               -¿Y quién la lleva?
               -Yo.
               -Exacto, hijo de puta-me puso las manos en los hombros y me obligó a mirarlo. Tenía los ojos inyectados en sangre, igual que cuando estábamos en un combate y yo estaba a punto de rematarlo. El nerviosismo que le producía saber que tendría otro trofeo del que presumir y un nuevo motivo por el que llamarme “campeón” hacía que sus ojos adquirieran el color que les faltaba para representar la bandera que nos unía a ambos: la de Rusia. Blanco, azul y rojo. Blanco, iris y sangre.
               -Llevas tu dorsal-me puso las manos en las mejillas-, y tus medallas son tuyas. Tú eres el cabrón que las ganó. Así que deja de decir que no son tuyas, o que no te mereces los guantes. La única persona a la que le dejo ponerse esta dorsal eres tú. El cero cinco es tu número. Y no pienso permitirte que lo dejes huérfano. El único cuya chaqueta tengo conmigo eres tú, y tú eres mi único campeón.
               Me giró para ponerme frente al espejo y me hizo mirarme. Tiró de la capucha de la chaqueta para ponérmela como hacía en los combates, y me miró con orgullo, como hacía antes de que subiera al ring, seguro de que vencería una vez más. Como siempre.
               -¿Qué ves?
               -A mí.
               -No, Alec. Dime qué ves.
               -A un boxeador-reconocí. Los guantes, la camiseta, los brazos. Los brazos eran lo que menos había cambiado por culpa del accidente. Seguían delatándome, delatándonos a ambos.
               -Yo no veo a ningún boxeador cualquiera. Veo al puto Alec Whitelaw. Has nacido para boxear-me acusó, y yo apreté la mandíbula.
               Porque era verdad.
               -Así que no vas a dejarlo.
               Asentí con la cabeza.
               -Solamente cuando te mueras. Todo esto-señaló las medallas, las fotos, los trofeos- no ha sido ningún error. Es el trabajo de tu vida, y todavía no has terminado de vivirla. ¿Quién cojones eres?
               -Alec Whitelaw.
               -¿Perdona?
               -¡El puto Alec Whitelaw!-respondí, y Sergei sonrió.
               -Así me gusta. Puede que a ti se te haya olvidado quién eres, pero te garantizo que a mí no. Ni a esta gente tampoco. De hecho, eres el único.  Ahora abróchate bien los guantes y sube a ese ring. Tenemos mucho trabajo que hacer.
               No necesité que me lo dijera dos veces. Ya no me ahogaba, ni sentía dolor. Sólo sentía la adrenalina del combate. Sabía que no estaba en mi mejor momento, pero eso pronto cambiaría. Con trabajo, esfuerzo y cuidado, volvería a ser el de antes.
               Sería incluso mejor que el de antes.
               Sergei llamó a uno de los chicos que se estaban entrenando, Nate. Le dijo que tuviera cuidado conmigo, pero después de un par de asaltos, Nate decidió que no hacía falta que fuera cuidadoso.
               Eso hizo mi derrota más dulce incluso que una victoria. Cuando terminé con Nate, Sergei sonreía, pero más lo hacía yo. Incluso habiendo perdido, tenía una sensación mucho más agradable que si hubiera vencido: la de un combate bien defendido, haber dado un digno espectáculo. Me sentía respetado y considerado, y que todo lo que había conseguido, aunque no fuera lo máximo, era por méritos propios y no por lástima.
               Estaba colgado de las cuerdas del ring, mirando mi reflejo en el espejo, por donde se asomaban mis cicatrices. Seguía hecho mierda, seguía sin poder sacar todo lo que tenía de mí, pero daba lo mismo. Estaba feliz. Lo sentía dentro de mí.
               Me estaba curando.
               Para cuando volví a los vestuarios, ni me molesté en esconder mis cicatrices. Quizá no hubiera tanto público como antes y eso influyera algo en mi decisión, pero sí el suficiente como para hacerme tener reparos hacía un par de horas. Ya no. De la misma manera que a Sabrae le gustaban mis cicatrices, y las veía doradas, yo estaba empezando a tolerarlas y verlas como los testimonios de lo que realmente eran: mi supervivencia. Sabía que se me pasaría y tendría recaídas, pero de momento, estaba disfrutando de la sensación.
               Todo el mundo tiene complejos, pero yo era el único que podía mirarse al espejo y borrarlos de un plumazo con solo pensarlo.
               Soy el puto Alec Whitelaw.
               Soy el puto Alec Whitelaw.
               ¡Soy el puto Alec Whitelaw, joder!


 
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2 comentarios:

  1. Alec se está curando y eso sinceramente me parece de los mejores momentos de toda la novela. Es increíble leer poco a poco la evolución de un personaje y sufrir viendo como lo pasa mal para llegar a esto, como lectora es como ver crecer una planta finalmente después de haberte pasado mucho tiempo regando sin parar.
    Me parece una maravilla como ha sido todo el proceso y el camino tan bonito que se ha recorrido. Me ha encantado como lo ha apoyado Sergei concretamente en este capítulo, me parece una figura importantísima ahora mismo y por mucho que me cayese mal por momentos en este capítulo me ha parecido sensacional.

    Pd: SE ACERCA AFRICA. NO QUIERO.

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  2. Me ha gustado mucho el capítulo. Se ha visto que Alec va avanzando y que está cada vez mejor y yo estoy: contentísima.
    Comento alguna cosita:
    - Como siempre toda la parte de la terapia con Claire me ha encantado.
    - ADORO a Josh y su relación con Alec y veo que le vas a matar y a mi no me va a quedar más remedio que hacerte una muñeca vudú.
    - En este capítulo se ha notado muchiiisiiimo la evolución de Alec
    - Me ha gustado mucho la conversación Alec – Annie
    - Y bueno toda la parte del gimnasio creo que era algo muy importante y me ha FLIPADO. Es verdad que el 90% del tiempo no soporto a Sergei, pero en este capítulo me ha encantado. Ha sabido consolar y ayudar a Alec como él necesitaba y va a ser una persona súper importante para su recuperación.
    Deseando leer másss <3

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