lunes, 17 de mayo de 2021

Zeus reencarnado.


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-Acuéstate-me pidió, poniendo la mano que tenía libre libre junto a mi hombro, de manera que tres dedos estuvieran en contacto con el límite de mi clavícula, que ahora se marcaba de una manera diferente a como lo había hecho con anterioridad. Antes era un límite difuso en mi pecho, una especie línea de costa muy suave en la que tierra y mar se confundían, como la orilla de las playas que creaban Mykonos. Ahora… estaba más marcado, algo así como una muralla.
               -Sí, ama-respondí, recostándome de nuevo sobre el colchón. El susurro de la funda nórdica aplastada bajo mi cuerpo me recordó al millón de veces en que me había tirado sobre una cama con una tía a punto de saltarme encima, siempre mucho más entusiasmado pero tranquilo de lo que estaba ahora. Sabrae se relamió los labios, y se inclinó hacia delante, dejando la brocha sobre su paleta de sombras. Se recogió el pelo en un moño suelto, y recogió las almohadas que habían quedado libres de su cabeza, en las que ya se intuían las sombras negras y danzarinas de sus mechones de pelo, y las colocó bajo mi cabeza y mi espalda, asegurándose de que estuviera cómodo. Las amasó despacio, preparando su taller, y cuando por fin se dio por satisfecha con el resultado, tomó de nuevo la brocha.      
               -Avísame si te hago daño-me pidió, y yo asentí con la cabeza. El ambiente entre nosotros estaba cargado de electricidad; era como si cada partícula de aire estuviera en completa suspensión, mirándonos con atención, a la espera de nuestro siguiente movimiento, alerta para actuar en consecuencia.
               Sabrae llevó la brocha muy lentamente al centro de mi pecho, justo al lugar donde empezaba mi mayor cicatriz, la que más me disgustaba y la que más me había molestado en el pasado.
               Cuando la brocha tocó mi piel y yo no hice ningún movimiento, Sabrae suspiró aliviada. Sus ojos estaban fijos en los míos, muy atenta a todas y cada una de mis reacciones pero, la verdad, más allá de ese extraño y no del todo desagradable cosquilleo llameante que notaba en mis heridas más recientes, lo cierto es que la sensación era placentera. La brocha no podía suplir a los dedos de Sabrae, pero tampoco lo pretendía.
               Empezó dando toquecitos sobre mi piel, cuidando de que todos y cada uno de sus movimientos fueran cuidadosos conmigo y no me afectaran más de lo que podía. Tenía increíblemente en cuenta todos y cada uno de mis músculos, mis órganos vitales más allá de la piel, mis heridas. Como si no se fiara de sí misma, apenas rozaba mi piel con el pincel, lo que hizo que un extraño ceño al que no me tenía acostumbrado cuando se trataba en temas de maquillaje se instalara entre sus preciosos ojos, oscureciendo su mirada y perturbando su concentración.
               -¿Qué pasa?
               -¿Te he hecho daño?-inquirió, echándose hacia atrás como el gato que descubre que el ratón que tenía entre las manos era la mascota de un lince. Negué con la cabeza.
               -Te noto tensa. ¿Te encuentras bien, nena?
               -Oh, sí. No te preocupes, es que…-suspiró, echándose con la mano los rizos que le caían sobre la cara hacia atrás-. No está surtiendo el efecto que yo quería.
               -Ah. Bueno, no pasa nada. No hace falta que me pintes, o que no lo hagas sobre mí; puedo hacerme una idea aproximada si…-intenté incorporarme, pero ella negó con la cabeza, poniéndome una mano en el hombro para impedírmelo.
               -No, es sólo que nunca había probado a pintar sobre heridas. No parece que la brocha surta el mismo efecto que sobre la piel intacta.
               -¿Y si pruebas con el dedo?-sugerí, y ella me miró. Sabía que no había planteado nada descabellado porque la había visto varias veces aplicándose las sombras directamente con los dedos, a ligeros toquecitos que siempre me habían llamado la atención. Las pocas veces que había pasado por delante de la habitación de Mimi y la había visto jugando con su maquillaje, practicando obras maestras que nunca se atrevía a sacar de su habitación, lo había hecho al lado de un increíble despliegue de pinceles de todos los tamaños y formas. Creía que eso era sinónimo de ser buena maquillándose, y que no podías hacerlo con los dedos, como luego vi a Sabrae.
               Mi chica parpadeó despacio, planteándose por primera vez la alternativa que el mundo le ofrecía.
               -Sí… podría funcionar. No se me había ocurrido recurrir a los dedos-comentó, y yo contuve una risita.
               -Sí, bueno, los dedos son la gran alternativa olvidada.
               Sabrae se echó a reír también, derritiendo así el muro de hielo que se había formado entre nosotros y su determinación por conseguir que las cosas fueran como antes otra vez. Se mordió el labio de nuevo, observando mi anatomía, que era como siempre y a la vez como no lo había sido nunca. Presionó levemente la yema del dedo corazón contra la celda del color con la sombra que pretendía usar conmigo, y la llevó hasta mi piel.
               Y, si había tenido cuidado de no estropear su maquillaje rescatándolo de la caja, conmigo tuvo una delicadeza todavía más exquisita. Posó con cuidado su piel pigmentada sobre la mía, y con los ojos fijos en mi cara, analizando mi expresión, arrastró el dedo un par de centímetros, hasta que en mi pecho quedó dibujado un cometa de mayor categoría que los demás, dorado en vez de plateado.
               -¿Estás bien?
               Asentí con la cabeza. Si le decía cómo estaba realmente, genial, quizá no siguiera con aquello. Y yo quería que siguiera con eso. Quería que me tocara, siquiera con ligerísimos saltitos de sus dedos. Quería que su piel estuviera en contacto con la mía el máximo tiempo posible. Quería que me idolatrara con los dedos como lo había hecho otras veces, bien en soledad, o bien conmigo presente, satisfaciendo las fantasías del otro a base de provocarnos placer sin llegar a juntarnos.
               Era más íntimo con los dedos. Los golpecitos que me daba sobre la piel, con tanto cuidado que bien podría estar pintando la cáscara de un huevo, se parecían más a los besos de lo que jamás hubiera creído posible. Eran besitos digitales, piquitos que me daba con las manos en lugar de con los labios.
               Cuando terminó con la cicatriz central y mayor, me había convertido en un libro de páginas cosidas con hilos de luz. La cicatriz titilaba al reflejo de las luces que Sabrae había colocado alrededor de la cama y había vuelto a encender para la ocasión, y refulgía con fuerza con cada respiración mía, reflejando la luz de la lámpara del techo.
               Me estaba convirtiendo en un ser de luz. Había empezado haciendo de mí un portal interdimensional por el que podría escaparse lo que sentía por ella, y convertirse en algo tangible, físico.
               Sabrae se relamió los labios, examinando su creación. La difuminó con la yema de los dedos que tenía limpios a lo largo y ancho de la misma, haciendo que mi torso pasara de ser un mapa a una fotografía de satélite.
               Satisfecha con el trabajo que había hecho, tomó de nuevo la brocha. Ahora que tenía cicatrices más pequeñas de las que ocuparse, necesitaba precisión más que intimidad.
               Adoré cada segundo en los que interpreté el papel de mi vida: el de lienzo para que Sabrae pintara sobre mí su arte. Observé con adoración su gesto de concentración, la forma en que fruncía ligeramente el ceño cuando se inclinaba sobre mi piel, vigilando por el rabillo del ojo que yo continuara bien, que no me hiciera daño, que estuviera disfrutando del proceso. Por supuesto que lo estaba disfrutando: había nacido para estar así de cerca de ella. Había nacido para ver cómo se concentraba con el maquillaje, para sentarme en la cama mientras ella se retocaba frente al espejo, transformándose en una ninfa de los bosques, del agua, o de la luz, según se le antojara ese día. Ya antes me había encantado sentarme en la cama a mirar cómo se maquillaba, cómo abría la boca ligeramente al aplicarse el rímel, cómo se estiraba el párpado para hacerse mejor el eyeliner, cómo se daba toquecitos con los dedos sobre los ojos, la nariz, los labios o los pómulos, y cómo se aplicaba gloss como último paso, para hacer sus labios aún más apetitosos.
               Comprendí entonces que no era el maquillaje lo que la hacía más interesante y atractiva, sino que su atención estuviera desviada hacia sí misma y me dejara observarla tranquilo, tal cual era. Sin sonrojos, sólo decisión y precisión; sin sonrisas, sólo análisis crítico y perfeccionismo.
               -Aleeeeec-gruñó por lo bajo ella, al notar mi mirada sobre su rostro. Levantó la vista y me miró de nuevo a los ojos, sus dientes blancos asomando por la rendija de sus labios curvados al sonreír. Los dos nos reímos, recordando la cantidad de veces que yo había fingido molestarme por lo mucho que estaba tardando en vestirse.
               Me puse una mano bajo la cabeza para poder mirarla mejor, y dejé que terminara con su trabajo. Sentía cosquillas en los bordes de mis cicatrices cuando ella pasaba por allí la brocha, pero jamás hice amago de moverme lo más mínimo. Necesitaba esto, necesitaba verla concentrada, fingir que no había pasado nada.
               Además, me daba la excusa perfecta para ver cómo se mordía el labio como hacía cuando estaba pensando en besarme.
               Después de lo que a mí me pareció un suspiro y a ella una eternidad, a juzgar por la manera en que había sostenido el pincel en los últimos retoques, Sabrae se sentó de nuevo sobre sus talones, con las rodillas dobladas igual que una geisha. Se apartó el pelo de la cara, aún con el pincel entre los dedos, y se dibujó un nuevo cometa, esta vez en su piel.
               Bastante más bonito que el mío, por cierto. Después de todo, estaba sobre su mejilla, y no sobre mi pecho.
               -¿Qué te parece?
               -Genial-dije, todavía mirando ese rinconcito de su piel teñido ahora de dorado. Sabrae volvió a reírse.
               -Mi cara no, Al, ¡tu pecho!
               -Sí, si a eso me refería-mentí, haciendo una mueca para que ella viera que me había pillado in fraganti. Volvió a reírse mientras yo me incorporaba lo justo para poder verme el pecho.
               Allí donde antes habían estado esos terribles surcos de mis cicatrices, ahora podía ver mi piel hecha de oro y marfil, como una escultura de algún templo especialmente importante de Grecia. La purpurina de la sombra se había ido deslizando por mi piel aquí y allá, dándome todavía más pinta de obra de arte que de superviviente de algo tan poco glamuroso como la víctima de un accidente de tráfico.
               Sabrae se incorporó mientras yo observaba su creación, maravillándome en la forma en que se notaban las huellas de sus dedos allí donde se había apoyado para poder pintarme. Los surcos de sus huellas dactilares eran microcicatrices que no me importaría lucir toda mi vida, y que mostraría al mundo con orgullo, como las fronteras en un mapa de mi rincón preferido en todo el planeta.
               -Me ha quedado mejor de lo que esperaba-ronroneó, orgullosa de sí misma-. Supongo que será por el modelo.
               -Fíjate, yo creo que es más bien por la artista-respondí, pasándome un dedo por el borde de la mayor de las cicatrices y capturando un poco de polvo de sol con la yema. Sabrae tenía aún los ojos fijos en mi cuerpo, analizando cada uno de mis rincones desde una perspectiva en la que parecía que todo había quedado mejor. No me malinterpretes, no es que no creyera que había hecho un trabajo genial conmigo, pero… digamos que lo que tenía en el pecho no era lo más bonito que había en la habitación.
               Claro que ella tenía sus propias opiniones.
               Una de las comisuras de su boca comenzó a curvarse hacia arriba mientras mi chica esbozaba un plan maligno en su cabeza. Se levantó con natural sensualidad, ni siquiera consciente del poder que su cuerpo ejercía en el mío, y se acercó a la mesilla de noche para coger su móvil. Luego, se sentó de nuevo a mis pies.
               -¿Me dejas hacerte fotos?
               Noté que mi estómago se retorcía de miedo. Una cosa era dejarme pintar y que ella sacara de mí todo eso que supuestamente tenía dentro, lo que el amor que me profesaba le hacía ver, y otra muy distinta era capturar este momento para la posteridad. Este momento era especial porque era nuestro, de nosotros dos. No estaba listo para que el mundo me viera así. No estaba listo para que el mundo supiera cómo estaba, ni empezaran los comentarios sobre qué hacía Sabrae conmigo, cuando podía aspirar a alguien mucho mejor que yo.
               No estaba listo para perder esa intimidad. No quería que nadie más nos viera. Este momento estaba siendo especial no sólo por lo que había supuesto, ella pintándome y yo dejándome pintar, sino porque no había nadie más con nosotros. Podíamos ser tal y como éramos, yo vulnerable e inseguro, ella fuerte y confiada. La magia de mi habitación estaba ahí por el frágil vínculo que unía mi desnudez y mi bienestar, porque mirarme a través de sus ojos no suponía más que una nueva forma de quererme.
               Pero, ¿tratar de capturar esa magia? ¿Intentar que ese momento durara para siempre, como la luz cegadora de un relámpago o la montaña de una ola acercándose a la orilla? Se suponía que los fenómenos más fuertes de la naturaleza, los que habían provocado la vida y los que la destruían, debían ser efímeros. Nada puede crecer en una isla volcánica cuyo creador aún está expulsando lava, de la misma manera que los animales acuáticos no pueden refugiarse siempre en la espuma de las olas. Necesitan estabilidad. A la hora de la verdad, lo ordinario es lo que perdura, y es nuestro deber conseguir que nos guste, adaptarnos a vivir con fragmentos de milagros en lugar de tratar por todos los medios de alargar siempre esa sensación. La magia es magia porque no se consigue todos los días, ni está al alcance de todos.
               No quería que Sabrae le regalara ese momento al mundo. Yo le pertenecía, y ella a mí. No teníamos por qué compartirnos con los demás. No quería que nadie pudiera ver lo desigualados que estábamos. Puede que me hubiera pintado hasta convertirme en una obra maestra, pero no sería difícil devolverme a mi estado de humanidad anterior. Había gente muy cruel ahí fuera, gente ansiosa por conseguir arrastrar de vuelta a las profundidades a todos aquellos que conseguíamos escaparnos, siquiera durante un par de horas.
               -Bombón… no sé si…
               -Por favor-me pidió, y como si supiera exactamente en qué estaba pensando y cuáles eran mis reservas, añadió-: te prometo que no se lo enseñaré a nadie. Serán sólo para ti y para mí. Es que… estás tan guapo-suspiró, acariciándome el abdomen con la mano bien abierta, y llevándose consigo un poco de mi maquillaje-. Y esto que me has dejado hacerte ha sido increíblemente especial para mí. Que me hayas dejado pintarte, y que me dejes mostrarte a ti mismo tal y como yo te veo… quiero tener un recuerdo de lo que está pasando esta noche. Y quiero que tú puedas verte como yo lo hago siempre que quieras.
               Me quedé callado. Quizá hubiera una posibilidad. Quizá parte de nuestra magia era el deseo de Sabrae de capturarlo siempre todo, guardándolo en un frasco para la posteridad igual que se cazan luciérnagas para tratar de iluminar las noches de verano.
               Sí. Claro. Qué imbécil era. Había un montón de fotos que Sabrae no había subido a ningún sitio, y que sólo se encontraban en las galerías de nuestros teléfonos y en nuestra conversación en Telegram. Sabrae no publicitaba lo nuestro, lo presumía. Y sólo publicaba aquello que yo me sintiera cómodo mostrando, de manera que… sí. Claro.
               Por supuesto que esto no arruinaría el momento.
               Lo haría mejor.
               De modo que asentí con la cabeza y me recosté de nuevo sobre la cama. Sabrae dejó escapar un gritito de entusiasmo, se inclinó para darme un beso rápido en los labios, y tras desbloquear su teléfono, me enfocó con la cámara y empezó a disparar.
               Me costó un poco soltarme con ella, ya que mis demonios empezaron a susurrarme la gran cantidad de posibilidades que había de que alguien que ella no deseara accediera a aquellas fotos, pero cuando Sabrae empezó a animarme y darme instrucciones, me fui dejando llevar. Me resultaba fácil hacer lo que me pedía, obedecer sus órdenes y posar como me pedía, sobre todo porque siempre lo hacía de una forma en la que no dejaba de arrancarme una sonrisa y me inspiraba una increíble felicidad.
               Para conseguir el cuadro completo, incluso se puso de pie sobre la cama y me hizo fotos desde arriba. Los mechones que se le habían ido soltando del moño enmarcaban su rostro en un aura de ébano que me encantaba, y ella estaba guapísima así, vestida sólo con su tanta y mi camisa de la tarde anterior. Le acaricié el tobillo mientras ella probaba ángulos, tan concentrada como antes, y no pude resistirme: yo también cogí el móvil y decidí inmortalizarla. Sabrae inclinó la cabeza hacia un lado, como confirmando que había hecho lo que creía que acababa de hacer, y sonrió  y sacó la lengua.
               Nos sumimos entonces en una competición de fotos en las que ninguno de los dos quería perder, independientemente de la categoría: fotógrafos o modelos, los dos nos afanamos en conseguir hacer el mayor número posible de fotos del otro antes de darnos por vencidos.
               Finalmente, Sabrae se dejó caer sobre el colchón, riéndose a carcajadas y pataleando, cuando yo empecé a hacerle cosquillas para que se riera. Me suplicó que parara, pero yo no lo hice hasta que no me llamó “mi amor”. Sí, soy una persona horrible, lo sé.
               -¿Tregua?-ofrecí, con ella colgada de mi cuello y su boca muy cerca de la mía. Saab se relamió los labios y asintió con la cabeza, mirándome a los ojos y a la boca, a los ojos y a la boca, a los ojos y a la boca, sin decidirse por uno u otro.
               -Tregua-aceptó. Me dio un beso en la mandíbula, rozándome la piel con los labios, y dejó escapar un suspiro cuando se sentó a mi lado, acurrucándose en el hueco entre el brazo y el costado. Inhaló el aroma que desprendía mi piel con los ojos cerrados, sin importarle que estuviera adulterado por el olor de su maquillaje, o que así estuviera manchándose la camisa. A ninguno de los dos nos importaba la ropa; sólo la sensación de nuestros cuerpos uno al lado del otro.
               Después de un rato en el que Sabrae simplemente se quedó a mi lado, disfrutando de mi calor corporal y del lentísimo desfile de estrellas a través de la claraboya, conseguí reunir las fuerzas suficientes para una increíble hazaña: alejarla de mí y dejar de prestarle toda la atención que mi cerebro embotado me permitía.
               -¿Tan malas son las fotos-empecé, y Sabrae alzó la vista y me miró desde abajo, dejando de darle besos a la palma de mi mano con gesto distraído, simplemente por el placer de poder hacerlo-, que estás tratando de hacer que me olvide de ellas?
               Se echó a reír por lo bajo.
               -Cielo, incluso si no te hubiera hecho las fotos a ti, podría hacer maravillas sólo con mi móvil y mi ojo artístico. Sin embargo-se incorporó y alcanzó su móvil, me lo entregó y recogió el mío, que estaba en la mesilla de noche. Los dos lo desbloqueamos a la vez (nos habíamos dicho las contraseñas hacía tiempo, porque los dos sabíamos que no nos pondríamos a cotillear en el móvil del otro, aunque tampoco teníamos nada que esconder, con lo que eso no suponía un problema) y accedimos a la galería.
               Sabrae se lanzó a analizar cada rincón de las fotos que le había hecho como si esperara encontrar un millón de defectos en ellas, mientras yo simplemente pasaba de unas a otras procurando no dejarme llevar por la sensación de euforia que me producía verme desde su perspectiva.
               Incluso si no supiera lo mucho que me quería, viendo la manera en que Sabrae me percibía gracias a aquellas fotos entendía perfectamente lo mucho que se había esforzado en despertarme del coma, en convencerme de que fuera a terapia, en animarme en mis malas rachas y hacerme luchar como un jabato cuando lo único que me apetecía era rendirme. Incluso si no supiera que le encantaba hacer fotos de todo, habría encontrado perfectamente lógico que le apeteciera inmortalizar ese momento. Ese ser que ella había dibujado con sus dedos y sus pinceles.
               Normal que Miguel Ángel se hubiera muerto. El muy cabrón no quería coincidir en el tiempo con Sabrae, pues de haberlo hecho nadie lo consideraría un genio. Debía ser horrible ser un segundón, especialmente cuando te esforzabas tanto para nada, pues por muchas iglesias que adornaras, una cría de quince años siempre se las arreglaría para eclipsarte.
               De nuevo esa tendencia mía a subestimar a mi chica. Saab siempre se las apañaba para hacer que me sorprendiera con ella, como si no supiera la magia que podía llegar a hacer conmigo, no sólo en nivel de autoestima o placer, sino también de sentimientos. Ella siempre me demostraba que podía pasar al siguiente nivel cuando yo ya creía haber tocado techo, que siempre había una montaña más alta que escalar cuando creía haber coronado la cima del mundo, que el cielo podía volverse más azul y despejarse más incluso cuando ya no había ninguna nube en el horizonte.
               Había creído que Sabrae se las apañaría para volverme atractivo, pero no deslumbrante, como era el caso. No me quedaba nada mal su maquillaje; todo lo contrario.
               Lo que tenía frente a mí, encerrado en el móvil como sólo el folclore puede albergar a las criaturas mitológicas más poderosas, era todo lo que yo aspiraba a ser con Sabrae. Parecía hecho de las fuerzas de la naturaleza, las llamaradas de luz que devolvían el día a las noches de tormenta. Surcos dorados, y en menor medida plateados, me recorrían el cuerpo como si mis venas transportaran sangre de oro y plata líquidos, en lugar de sólo un simple cobre; como mucho, rubí. Mis músculos parecían más acentuados gracias a los surcos del maquillaje, y todo se debía al contraste que hacían las cicatrices hechas de metales preciosos con mi piel, que se había vuelto de algo parecido al bronce.
               Me había convertido en un dios del relámpago y del sexo. Así, cubierto de rayos dorados y desnudo, homenajeando una gloria que creía perdida y que sólo había visto en mi cuerpo, Sabrae me demostró la razón de que fuéramos compatibles, si ella era una diosa. Yo también lo era.
               Era Zeus reencarnado, bajado del Olimpo para jurarle a ella lo que ningún otro ser, mortal o inmortal, deidad, humano u otro, había conseguido: domesticarme. Volverme monógamo. Convertirme en esos hombres que juran amor eterno, y lo hacen sin perjurar. Entregarle todo lo que yo era, todos mis poderes, mi experiencia. Mis rayos, mis truenos, mis ganas, mi experiencia y mi corona, todo con tal de tumbarme con ella en la cama, sin ropa ni nada que se le pareciera, para que tomara de mí lo que se le antojara.
               Se había terminado la era de los dioses olímpicos. Ahora, había un nuevo panteón en la religión. Y sólo lo habitábamos dos dioses.
               Miré a Sabrae alucinado, incapaz de procesar que aquel era yo, que esos rayos eran producto de mi accidente o que, alguna vez, me hubieran causado vergüenza. Sabrae me sonrió, aceptando el halago silencioso que era mi boca abierta, y me acarició el vientre, subiendo con la palma sobre la línea que marcaba la frontera entre la parte derecha y la izquierda de mi cuerpo, que hacía tiempo había sido un valle; hacía poco, una frontera roja; y ahora, la abertura a un mundo de luz.
               -Te dije que no tenías de qué preocuparte-ronroneó despacio, como quien tiene todo el tiempo del mundo para hablar con su amante. Comprendí en ese momento por qué era tan segura de sí misma y por qué siempre actuaba con tanta tranquilidad: en un mundo en el que sólo tú eres una diosa, no tienes que preocuparte de las envidias de las demás.
               Yo era mejor que Zeus por una sencilla razón: Sabrae no era mi Hera. Era mi Sabrae. Yo jamás la traicionaría como sí había hecho él, y ella jamás tendría que vengarse de nadie, ni desarrollar celos por mi culpa. Nosotros no éramos así.
               Sabrae no nos había hecho así.
               -Siempre estoy en buenas manos.
               Sabrae sonrió, retirándose de nuevo hasta quedar sentada sobre sus pies. Se apartó un par de mechones de pelo apresuradamente con la palma de la mano, dejando una marca aún mayor de dorado. Más que maquillaje, parecía que se estuviera quitando un disfraz. Era como si llevara una máscara sobre su piel, que se retiraba cada vez que se tocaba, dejando ver lo que albergaba debajo.
               Fui pasando las fotos, admirando los intrincados detalles que Sabrae había dejado en mi piel y que yo no podía apreciar desde mi perspectiva. Los rayos eran dorados por el centro, y plateados por fuera, con finísimas líneas dándoles mayor sensación de profundidad. Había dibujado pequeños salientes en zigzag aquí y allá, de manera que la técnica del kintsugi estuviera aún más elaborada, si cabe.
               Había hecho del momento más erótico de nuestras vidas también la mayor obra de arte que hubiera hecho jamás.
               -Entonces, ¿se podría decir que ya tenemos ganadora?-preguntó, alzando una ceja al ver cómo me observaba a mí mismo en su teléfono, completamente maravillado.
               -Tú también estás increíble, bombón.
               -Yo estoy en mi nivel. En cambio, tú…-volvió a acariciarme el pecho, sin poder contenerse. Sabrae no podía dejarse las manos quietecitas. Y yo, ¿iba a quejarme?
               En absoluto.
               -Tú estás espectacular. Más increíble que nunca. Por fin pareces por fuera lo que ya eres por dentro: un dios.
               -Me va a hablar de dioses a mí la única religión que estoy dispuesto a seguir.
               Sabrae soltó una risita, sonrojándose deliciosamente.
               -Es lo que eres, Al.
               -Gracias a ti, nena.
               -¿Recuerdas que te conté que la primera vez que me sentí realmente conectada con Alá fue cuando me masturbé pensando en ti?-preguntó, y yo asentí con la cabeza. Lo recordaba. Todavía se me formaban nudos en la garganta si pensaba en ello mucho rato-. Pues… ahora ya lo ves. Ahora podemos verlo los dos. Lo que yo tengo entre las piernas será el paraíso, pero es gracias a ti. Siempre gracias a ti. Todo paraíso necesita un dios-ronroneó, acercándose a mí y acariciando mi nariz con la suya, arriba y abajo, despacio, muy despacio-. Y toda Sabrae necesita un Alec.
               -Igual que todo Alec necesita una Sabrae-respondí, poniéndole una mano en la mandíbula y acariciándole el nacimiento del pelo con la yema de los dedos. Su rostro ardía contra la palma de mi mano. Sabrae jadeó, se inclinó para besarme y acarició mi boca con la suya tan lentamente que pensé que me moriría.
               Los dos entreabrimos los labios y exploramos la boca del otro. Su lengua jugueteó con la mía mientras mi mano libre descendía por su cuerpo, acariciándole el muslo.
               Le mordisqueé el labio mientras ella me acariciaba el cuello y recorría los músculos de mis brazos, y fui siguiendo el contorno de su mandíbula hasta llegar al lóbulo de su oreja, que mordisqueé a voluntad. Sabrae se movía encima de mí, frotándose con sensualidad y de una forma totalmente inconsciente contra mi polla. Que, por otra parte, por muy poco deliberada que fuera, no dejaba de volverme loco.
               Le desabroché un botón de la camisa y comencé a descender a base de mordisquitos en dirección a su clavícula.
               -No conseguirás distraerme lo suficiente como para no reconocer que he ganado-jadeó, excitada. Podía sentir su sexo palpitar sobre el mío. Podía sentir su calor. Podía sentir su humedad. Estábamos tan cerca…
               Me separé para mirarla con una sonrisa chula en los labios.
               -Soy boxeador, Sabrae. No soy de los que se rinden fácilmente. Soy competitivo por naturaleza.
               -Te olvidas de algo.
               -¿Ah, sí? ¿De qué?
               -Yo también soy boxeadora. Puede que no haya competido en campeonatos como tú, pero lo soy. Yo tampoco me rindo. Y yo también soy competitiva.
               -Eso explicaría muchas cosas-me reí, acariciándole el costado.
               -¿En serio? ¿Como cuáles?
               -Como que estés dispuesta a abortar un polvo con tal de conseguir ganar.
               -Yo no he abortado ningún polvo-respondió-. ¿Vamos a echar otro?
               -Debo de estar muy jodido si tienes que preguntarlo.
               Se rió.
               -Sólo quería ponerte nervioso. ¿Ha funcionado?
               -Funcionaría mejor si te quitaras la ropa. Así también el tema de las fotos estaría más igualado. Puede que las tuyas sean mejores, pero porque los desnudos siempre lucen mucho más.
               Sabrae alzó una ceja.
               -O sea que quieres igualdad de condiciones, ¿no?
               Y se llevó una mano a los botones de la camisa.
               Se tomó su tiempo abriéndose la camisa, como había hecho yo en incontables ocasiones. Ahora entendía por qué a ella la volvía tan loca: el deseo sexual aumentaba exponencialmente con cada segundo que pasaba, de manera que hacía diez segundos la necesidad que sentía de ella podía ser poco menos que un picor, pero ahora ya había llegado a abrasarme. Pronto se convertiría en un incendio, y después, en una supernova que me consumiría al estallar, arrasándolo absolutamente todo a su paso.
               Sin embargo, conseguí mantenerme quieto y, a pesar de que me habría gustado abalanzarme sobre ella y tomarla en ese mismo instante, disfruté del proceso. Después de todo, el trayecto en el medio de transporte elegido era parte del viaje, y podía ser tan placentero como lo que viviríamos en el destino en sí (como nos había sucedido en nuestra visita a Mánchester, o mejor aún, a Barcelona).
               De la misma manera que sus dedos habían sido la llave para su paraíso hacía unos años, abrieron de nuevo ese espacio que nos pertenecía sólo a nosotros dos, y que consistía en su desnudez. Con hábiles pero lentos movimientos de las manos, Sabrae se despojó de la poca ropa que llevaba puesta (y que siempre sería excesiva para mí), dejando a la vista de mis ojos indignos un canal más preciado e importante que el de Panamá. Me maravillé de nuevo con la tira de piel de su torso que ascendía desde su ombligo hasta su cuello, en la que lo más interesante aún se mantenía oculto, pero prometedoramente cercano.
               Despacio, como quien se acerca a un animal salvaje y nocturno, me arrimé a ella y le acaricié el costado. Con los ojos fijos en los suyos, subí por su anatomía, rodeando uno de sus pechos con la mano y ascendiendo hasta su hombro, para después ponérsela en la mano y empezar a besarla.
               Sabrae se llevó las manos a la camisa y se despojó de ella, mostrándome de nuevo sus preciosos pechos. Tenía los ojos en los míos, ansiosa de ver mi reacción. Su expresión era la de una musa que no ha conseguido encontrar a ningún artista mejor para traducir su arte, y debe concentrarse para conseguir que le haga justicia a todo lo que ella quiere transmitirle a la humanidad. Estaba esperando, era paciente y distante, pero ansiosa y cercana a la vez.
               Pidiéndole un permiso que sabía que tenía, puse las manos sobre sus pechos y empecé a acariciárselos. Sabrae cerró los ojos, estremeciéndose de placer mientras sus nervios se volvían locos, mandando impulsos hacia su entrepierna directamente desde allí donde mis manos la tocaban. Echó la cabeza hacia atrás y se mordió el labio, moviendo las caderas en el mismo ritmo silencioso que yo le estaba marcando con los dedos sobre su piel.
               Seguí masajeándola hasta tenerla tan húmeda que su tanga se había convertido en una fina película blanquecina muy en contraste con el resto de su piel. Separó las piernas inconscientemente, mostrándome su sexo, ofrecida y deseosa de que alguien, quien fuera, la poseyera.
               -Alec-jadeó con los ojos cerrados, y cuando retiré las manos de su piel, los abrió y me miró con la confusión escrita en ellos.
               Cogí el móvil y le hice una pregunta con los ojos, a la que ella respondió con una sonrisa. Volvió a cerrarse la camisa, si bien no se la abotonó, y posó para mí, desnudándose poco a poco para dejarme una secuencia que yo revivía cada noche antes de dormir, o también dormido, cuando tenía la suerte de tenerla también en mis sueños.
               Terminó por quitársela y jugar con sus brazos a modo de cobertura para sus senos, pero cuando se hartó de dejarme entrever, dejó que le hiciera fotos a su casi completa desnudez. Finalmente, terminó por protestar:
               -Todo esto está muy bien, pero tú llevas más ropa que yo ahora.
                -Llevamos la misma cantidad de prendas-respondí.
               -Puede-replicó-, pero no estamos igual de desnudos.
               -¿Y qué sugieres?
               Sabrae alzó las cejas.
               -Sólo hay una manera de que los dos estemos igual de desnudos.
               Le dediqué mi mejor sonrisa torcida, deseoso de que lo dijera en voz alta. Vamos, nena, hazme feliz.
               -Quítate la ropa, Alec.
               -Quítamela tú, Sabrae.
               Sabrae sonrió, complacida con mi respuesta, y se inclinó hacia mi entrepierna. Sus pezones rozaron la piel de mis muslos cuando ella, con el culo en pompa, empezó a tirar suavemente de mis bóxers. Al liberar mi polla, se relamió, y me miró desde abajo. Me sacó los calzoncillos y los lanzó hacia los pies de la cama.
               Balanceando el culo a un lado y a otro, Sabrae me rodeó la polla con los dedos y comenzó a acariciármela arriba y abajo. Yo no podía dejar de mirar alternativamente su cara, con la boca tan cerca de mi polla que me podría dar un infarto, y la fina tira de lencería blanca que rodeaba sus caderas.
               -¿Quién está demasiado vestida ahora?
               -Todo a su debido tiempo… Whitelaw.
               Pensé que no podría ponérseme más dura, pero me equivocaba. Al escuchar mi apellido con ese tono chulo que siempre usaba al pronunciarlo, creí que la polla me estallaría. Sabrae sonrió, se acercó la punta de mi rabo a los labios, y tras darle un beso, la rodeó con la lengua y empezó a chuparla.
               Cuando se la metió entera en la boca, no pude soportarlo más. Con una fuerza que creía haber perdido, tiré de ella para dejarla sentada sobre mi rodilla. Orgullosa, con los pechos balanceándose aún ligeramente por el movimiento tan brusco, y unas gotitas de mi líquido preseminal en los labios, Sabrae me dedicó una mirada victoriosa acompañada de una sonrisa a duras penas contenida.
               -Te voy a follar tan fuerte que no vas a poder respirar más que mi nombre.
               -Creía que estabas para el arrastre y que la responsabilidad de los polvos iba a recaer en mí-contestó, frotándose contra mi polla lentamente. Sin pensármelo dos veces, y decidido a recuperar las riendas del polvo, la sujeté con firmeza y pasé la punta por sus labios mayores, confiando en que no pasaría nada gracias a la tela.
               Esperaba.
               Rezaba.
               Sinceramente, me daba igual.
               Si tenía que demostrarle quién mandaba dejándola embarazada, la dejaría embarazada.
               Pero a mí no iba a torearme así.
               Soy el puto Alec Whitelaw, por el amor de Dios.
               -No te equivoques, princesa: el que se pone encima no siempre es el que lleva la voz cantante en el polvo. ¿No querías follar guarro? Pues vamos a follar guarro… Malik.
              
 
Malik. Malik. Malik.
               Mi apellido fue el pistoletazo de salida para la carrera de nuestras vidas. Sin miramientos, Alec me arrancó el tanga y se zambulló en mi sexo mojado, hinchado y abierto, a comerme el coño como lo había hecho pocas veces en mi vida. Ahora que le había quitado las inseguridades, me daría el tratamiento premium que tanto tiempo llevaba esperando.
               Normalmente era terriblemente cuidadoso cuando se trataba de comerme el coño. No fue así esta vez, y yo se lo agradecí. Necesitaba sexo explosivo, necesitaba sentir de vuelta a mi hombre, un animal del sexo que no se detenía ante nada para lograr el máximo placer.
               Por eso, dejé escapar un alarido cuando su boca impactó contra mi sexo, sus labios abiertos, sus dientes al ras de mi piel, tan cerca que podían causar estragos. Alec introdujo su lengua en mi interior, y yo me deshice contra sus labios, siguiendo el movimiento que él marcaba con las caderas, de forma que parecíamos un único ser, un animal cuya respiración se acompasaba con el susurro del viento y las ráfagas de los vendavales que lo llevaban de continente en continente.
               Vi a Alec abrir los ojos y mirarme desde abajo, una sonrisa chula extendiéndose por su boca al comprobar que se había hecho con la situación sin encontrar ningún tipo de resistencia por mi parte. Pero, ¿cómo iba a resistirme, si lo hacía todo, especialmente esto, tan bien?
               Sin poder pensarlo dos veces (aunque lo habría hecho de todos modos incluso si estuviera en mis cabales), puse ambas manos alrededor de su cabeza, dirigiendo sus movimientos aún más hacia el interior de mi ser. Separé las piernas todo lo que pude, sintiendo que Alec se sumergía más, incluso más de lo que parecía físicamente posible, en dirección a mi delicioso interior. Enredé los dedos en su pelo y tiré de él sin medir mi fuerza, algo que le encantó.
               No nos habíamos desnudado para ser cuidadosos ahora el uno con el otro. La ropa nos sobraba por un motivo, y no era hacer el amor, sino follar. Follar como llevábamos necesitando hacerlo desde que habíamos vuelto de Barcelona, como lo habíamos hecho en ese avión de vuelta.
               Entre ramalazo y ramalazo de placer, envalentonada por mis gemidos, me vi de vuelta en los asientos del avión. Nos habían sentado un ejecutivo trajeado al lado, el único que se había subido al aparato, y el hecho de que estuviera todo el rato tecleando en su ordenador me había dado la excusa perfecta para observarlo: traje negro de Armani, pelo corto, mandíbula excesivamente marcada, y la marca de un anillo en el dedo. Sólo la marca. Cuando se lo dije a Alec, él lo miró con disimulo y sonrió.
               -Bueno, parece que yo no soy el único que ha venido a Barcelona a pasárselo bien.
               Eso había terminado de encenderme. No es que me gustara el adulterio, por supuesto; me parecía horrible como al resto del mundo, pero ese simple comentario de Alec había hecho que mi imaginación saliera galopando en dirección a los minúsculos cubículos en los que habíamos tenido sexo de camino a la ciudad. Debíamos aprovechar cada segundo de soledad que tuviéramos, de modo que lo habíamos hecho en todas partes; incluso habíamos estrenado la cómoda de la habitación esa última mañana, cuando Alec decidió que lo único que quería antes de irse de la ciudad no era hacer una rápida parada para conseguir souvenirs, como el resto de la gente, sino marcar territorio a base de poseerme tan fuerte que tuvo que taparme la boca para que no vinieran a reclamarnos por no haber abandonado la habitación a tiempo.
               Teníamos que repetirlo. Necesitaba repetirlo. Yo lo necesitaba. Por eso, me había inclinado hacia él y le había puesto la mano tan cerca del paquete que él habría comprendido a la perfección lo que quería, incluso si no le hubiera susurrado al oído en tono obsceno:
               -Follemos en el baño. Levántate dentro de veinte segundos y llama dos veces.
               Habíamos molestado al ejecutivo dos veces, pero lo peor de todo es que habíamos disimulado para nada: a juzgar por su expresión cuando me levanté, pasando literalmente por encima de Alec (quien decidió comportarse como un jodido sinvergüenza y darme una buena palmada en el culo), supe que había adivinado mis intenciones. Probablemente todo el avión lo hubiera hecho.
               Y, si a alguien le quedaba alguna duda, le dejamos bien claro lo que había sucedido en ese baño, cuando Alec me bajó el top de viaje y se dedicó a manosearme las tetas mientras su polla impactaba en las profundidades de mi coño. No había sido un polvo delicado, pero, como digo, ninguno de los dos lo deseaba.
               Igual que tampoco lo deseábamos ahora.
               Las manos de Alec ascendieron hasta mis tetas, cerrándose en torno a ellas y comenzando a amasarlas al mismo acelerado con el que su lengua recorría mi interior o sus labios masajeaban los míos. Empecé a jadear más fuerte, en busca de aire, y entre la bruma de placer, me pregunté si Alec se estaría tocando. Qué absurdo, ¿no? Era evidente que no tenía con qué, puesto que tenía sus dos manos sobre mi piel.
               Pero yo estaba tan ida por culpa de su lengua y sus manos que no podía pensar con claridad.
               -¿Te estás masturbando?
               Alec se detuvo y sonrió contra mis labios sensibles.
               -Eso te encantaría, ¿a que sí?-me preguntó, acomodándose sobre la cama, anclando las rodillas en el colchón a modo de palanca, y metiendo las manos bajo mis piernas para levantarme las caderas-. Te encantaría que me aliviara un poco para no darte lo que te mereces.
               -¿Y qué me merezco?-respondí. Tonta de mí. Sabía que no debía vacilarlo, que no debía desafiarlo, que en lo respectivo al sexo, tenderle la mano a Alec suponía asumir que él te cogería los dos brazos.
               Como esperaba la minúscula parte de mí que todavía estaba cuerda, Alec sonrió.
               -Mi ansia.
               Y pegó de nuevo los labios a mi cuerpo, usando los dientes esta vez, catapultándome a un orgasmo increíble en el que no me dio tregua. Gimió, jadeó, gruñó y volvió a jadear mientras bebía mis fluidos, deseoso de probar todo lo que yo podía ofrecerle, eso que le había entregado a modo de aperitivo hacía un rato.
               Y, entonces, cuando terminé de correrme, Alec se separó de mí y subió hasta ponerse a mi altura. Se tumbó cuan largo era sobre mi cuerpo, aplastándome y convirtiéndome en una nebulosa de maquillaje, sudor y feromonas, y me besó con posesividad.
               Le pasé las manos por los hombros, la espalda, el pelo, el cuello, los hombros y la espalda de nuevo, recorriendo cuanto más, mejor. Todo su ser estaba hecho para que yo lo disfrutara, y el hecho de que él todavía no hubiera empezado a sudar pero yo sí me parecía la mayor ofensa a que podía afrontarme como persona. Imitando a los brazos, mis piernas cobraron vida propia y rodearon sus caderas, como el mejor cinturón del mundo. Alec se apoyó de nuevo en sus rodillas y me cogió uno de los tobillos, impidiéndome que me frotara contra él como una gata en celo.
               -Ah, no, nena. De eso nada. Ahora, el que mando, soy yo. Y me vas a suplicar que te la meta-gruñó, y yo me estremecí de pies a cabeza, toda placer y picores y angustia por no tenerlo dentro. Alec me torturó con todo su cuerpo: lamió mi boca, mordisqueó mi cuello, succionó mis pezones; me acarició los muslos, me arañó las nalgas, y frotó la punta de su polla desnuda contra la entrada de mi vagina.
               -Joder, estás tan mojada…-gruñó, mirando el rincón de mi cuerpo que parecía un manantial-. No sabes lo que voy a disfrutar follándote estando así. ¿Cuándo piensas empezar a suplicarme?
               -Házmelo ya-jadeé, borracha de él, con la cabeza dándome vueltas y la piel empapada. Allí donde su saliva se mezclaba con mi sudor, me notaba especialmente sensible.
               Alec me acarició la entrada del sexo con la palma de la mano, y metió dos dedos en mi interior. Sonrió, complacido, mientras yo gemía.
               -Sí, Al, así. Házmelo así…-susurré, notando cómo alcanzaba ese punto de mi anatomía al que sólo él podía llegar. Escuché cómo se masturbaba, y abrí los ojos, ansiosa de ver su miembro extendido, grueso y duro, preparándose para entrar en mí.
               Volvió a pasármelo por la entrada de mi sexo y yo me creí morir. Me quedé muy quieta, los pies curvados, buscando un punto de anclaje en el colchón.
               -Alec-jadeé, y él sonrió.
               -¿Sí?
               -Fóllame.
               -¿Qué más?
               -Por favor.
               -Por favor, ¿qué?-replicó, divertido. Dios mío, no podía más. Verlo así, cubierto de dorado y de plateado, tan impresionante como no lo había estado en su vida, un verdadero dios del sexo venido de los cielos sólo para hacerme disfrutar, era más de lo que mi cerebro podía procesar. Estaba sumida en una espiral de placer y lujuria de la que no podía, ni tampoco quería, salir.
               -Por favor, fóllame.
               Su sonrisa se acentuó, detuvo su terrible masaje en mi interior y retiró la mano de mi sexo, dándome un respiro.
               Un segundo después, su polla ocupaba el lugar de su mano, justo en el centro de mi ser, recorriendo mi puerta, ampliando la entrada. Estaba tan húmeda que me sorprendía sentir algo; a estas alturas, me notaba tan ardiente e hinchada que cualquier cosa que me rozara podría catapultarme al orgasmo.
               -¿Cómo me llamo?
               -Alec.
               -¿Y qué es lo que quieres?
               -A ti-respondí, retorciéndome debajo de él.
               -Muy bien, bombón. Que no se te olvide-me comió la boca y me dio la vuelta hasta ponerme de costado, tumbándose a mi lado y pasándose una de mis piernas por la cadera.
               ¿Cómo iba a olvidarme de que le deseaba?
               -Di mi nombre otra vez-me ordenó, y yo obedecí. Tenía su polla justo entre mis piernas, a punto de introducirse en mí.
               -Alec-jadeé, moviendo las caderas al ritmo que él me marcaba.
               -No, nena. Así no. Grítalo. Así-dijo.
               Y, antes de que yo pudiera hacer nada, me agarró de las caderas y me sentó directamente sobre él, ensartándome en su polla mientras yo lanzaba un grito de puro placer.
               -¡Alec! ¡Dios mío, sí!-gemí, y empecé a botar sobre él.
               -Sí, nena. Demuéstranos a mí y a mi polla cuánto nos has echado de menos.
               Y lo hice, vaya que sí. Me moví sobre él, dejé que me masajeara el clítoris mientras brincaba, me restregaba, y le mordía y le besaba. En algún momento, se me deshizo el moño y todo mi pelo cayó en cascada sobre mis hombros, acariciando de vez en cuando a Alec cuando cambiaba un poco la postura.
               Al principio, ese polvo iba sólo sobre mí. Sobre mí y lo que yo necesitaba, sobre mí y lo que me gustaba, sobre mí y lo que quería. Pero, poco a poco, después de un rato de magia de mis caderas, Alec se abandonó también a sí mismo, entregándose al placer como llevábamos deseando desde que le habían dado el alta.
               Me manoseó las tetas, me pellizcó los pezones, me dio azotes en el culo y hundió los dedos en mis caderas. Se incorporó y me embistió, lamió todo mi torso, y justo cuando pensé que el polvo no podía ser mejor…
               … me tiró sobre el colchón y se atrevió a ponerse encima.
              
 
Sabrae no paraba de emir, jadear, y gruñir mientras estaba sobre mí. Me estaba dando todo lo que yo quería y necesitaba sin tener siquiera que pedírselo. Me regalaba lo que más me gustaba sabiendo que había echado muchísimo de menos el que se volviera explícita y soez conmigo.
               Lo mejor de follar con ella era escucharla follar, sin duda.
               -Mmm, mi hombre. Dios mío, no me lo merezco. Oh, sí, qué rico…-la madre que la parió, había aprendido eso la vez que le había puesto porno y ya había hecho suya esa frase-. Tan dentro de mí… es tan grande… Dios mío, me estás llenando…
               Se mordía los labios, me manoseaba los pectorales, se manoseaba sus propios pechos, con los ojos cerrados y el pelo bailando a su alrededor en una ingente bomba de placer. Y yo, por un momento, creí que lo estaba haciendo por subirme el ego, para demostrarme que no había cambiado nada entre nosotros y que le seguía gustando como antes.
               Pero luego me di cuenta de que llevaba demasiado tiempo sin regalarle a mundo esos sonidos suyos que emitía cuando estaba excitada, así que también lo estaba haciendo por ella. Lo estaba disfrutando igual que yo. Ahora Sabrae ya no estaba follando para mí, sino para ella.
               Para los dos.
               Para todo ese tiempo que habíamos pasado separados.
               Me parecía un sueño estar así con ella, poder ignorar mi dolor, poder ser el que había sido en otra vida a pesar de que jamás pensé que fuera a recuperar ese momento.
               Ser el puto Alec Whitelaw para estar a la altura de la puta Sabrae Malik.
               Y, joder, de qué forma estaba siendo mi yo de antes. Ella me había empujado hasta el séptimo cielo, moviéndose sobre mí como una verdadera diosa. Le manoseé las tetas, le pellizqué los pezones, se los mordisqueé, y Sabrae gruñó y gimió y gritó y me suplicó que siguiera, que siguiera, sí, sí, sí, SÍ, ALEC, SÍ. Yo sólo podía adorarla, adorarla y entregarme a todo el placer que ella me estaba regalando, apoyándose sobre la claraboya para tener más impulso con el que unir nuestros cuerpos, arqueando la espalda para dejarme magrearle los pechos a gusto, tal y como los dos queríamos.
               Tenía todo el torso dorado, producto de la fricción entre nuestros cuerpos. Y, aun así, yo estaba más que dispuesto a chupar, lamer y morder hasta el último rincón de su anatomía.
               Le di un azote en el culo y Sabrae gruñó, inclinándose hacia atrás, cambiando el ángulo de entrada de mi polla en su interior y haciendo que los dos viéramos las estrellas. Me encantó esa postura por la manera en que podía ver lo más importante de su cuerpo a la vez, tetas y entrepierna abierta mientras yo me la follaba.
               Si antes habíamos hecho poesía, ahora estábamos haciendo rock n’ roll. El mejor concierto de la historia, el más multitudinario e impresionante, sólo para nosotros dos. Y estábamos a punto de llegar al número final: si con ella daba la talla sólo con respirar, jadeando sobre su piel superaba todas sus expectativas.
               Me atreví a ponerme encima y darle unos cuantos empellones antes de rendirme y quedarme anclado con las rodillas sobre el colchón, conformándome con mirarla a los ojos enloquecidos mientras entraba y salía de ella a un ritmo frenético. Puse uno de sus pies en mi pecho y comencé a mordisquearlo, y Sabrae empezó a cerrarse, haciéndose cada vez más y más apretada.
               Más tensa.
               Más placentera.
               Puso una mano en el cabecero de la cama, y con la otra buscó mi brazo. Se mordió el labio, cerró los ojos, y negó con la cabeza.
               -Dios mío, Alec, qué bien lo haces… joder, no pares, Dios mío, así… Joder, por Dios, es tan grande…
               Fue todo. Su piel dorada y plateada, la película de sudor que yo le había puesto en ella, la manera en que sus tetas se bamboleaban con cada embestida, su expresión de absoluto placer, la visión de mi polla entrando y saliendo de su sexo, la sensación de mi polla entrando y saliendo de su sexo.
               Era demasiado para mí. Me senté de nuevo con ella encima, y justo cuando sus muslos impactaron contra mis piernas, me corrí en uno de los orgasmos más intensos que había tenido en toda mi vida. Tenía las manos en sus nalgas, la boca en sus tetas, sus brazos en torno a mi cabeza, pegándome a ella.
               -Joder, Sabrae…-gruñí, dejándome caer sobre el colchón, completamente rendido. Ella no tardó en seguirme, corriéndose de nuevo con sus tetas sobre mis pectorales, la boca sobre la mía y mi pulgar sobre su clítoris. Se dejó llevar con un último grito, mi nombre, y finalmente, se detuvo, una sonrisa satisfecha extendiéndose por su boca.
               Sabrae se quedó un momento sentada sobre mí, disfrutando de la sensación de mi polla invadiéndola, escuchando nuestras respiraciones normalizarse. Por fin, se bajó de mí y se tumbó a mi lado, sonrojada y sudorosa por el esfuerzo, pero feliz y hermosa, todo por culpa del placer.
               Por mi culpa.
               Me pasé una mano por el pelo y la rodeé con los brazos. Su piel estaba cálida al tacto, y era tremendamente suave.
               -UF. Joder. Dios… ha sido bestial, ¿no crees, bombón?
               -Ha sido una puta pasada-asintió con la cabeza, acariciándome el pecho, poniendo una mano sobre mi corazón para escuchar sus latidos frenéticos.
               -¿Siempre hemos follado así de bien, o es que llevo mucho tiempo sin hacerlo?
               Sabrae sonrió, y levantó la vista.
               -Siempre hemos follado muy bien… y te tenía demasiadas ganas como para no darlo todo-me dio un beso en los labios que se convirtió en dos, y luego en tres, y luego, en un largo y lento morreo. Olía tan bien… a sexo.
               Sabía tan bien… a sexo.
               Días que llevábamos sin echar un polvo: cero. Gracias a Dios, habíamos reiniciado el marcador.
               -Y tú has estado increíble-comentó, dibujando patrones sobre mi pecho-. Cuanto te has puesto encima ha sido como GUAU. Impresionante, cariño. En serio, ¡ya vuelves a ser tú!-me estrechó con fuerza entre sus brazos, de manera que mis costillas crujieron. Creo que incluso me desplazó una vértebra.
               -Auch-me quejé, y ella hizo una mueca.
               -Bueno… un poco magullado, tal vez.
               -Reconozco que pocas veces me he visto así de bien.
               -Está al límite del sexo de reconciliación.
               -Era un polvo de reconciliación-contesté, y ella me preguntó por qué-. Por el hospital.
               -Para ser sexo de reconciliación hace falta discutir, Al.
               -¿Te apetece discutir?
               -No te voy a decir lo que me apetece, porque crees que soy una señorita y no quiero que cambies el concepto que tienes de mí.
               -¿Qué te apetece?
               -Comerle los huevos a mi novio.
               Me reí.
               -Bueno, bombón, siempre puedes hacer un apañito conmigo y comérmelos a mí mientras él llega.
               Sabrae aulló una carcajada, me dio un beso en el hombro y se acurrucó a mi lado.
               Pensé que terminaríamos así nuestra noche. Desnudos, pegajosos, unidos y dorados. Creía que nos dormiríamos y dejaríamos que el tiempo explotara a nuestro alrededor.
               Entonces, Sabrae comentó:
               -Nos hemos puesto perdidos. Deberíamos ducharnos.
               No pude contener una sonrisa sarcástica por mucho que lo intenté.
               -Bueno, bombón… los dos sabemos lo que significa un tercer asalto.
               Y ella, toda oro, plata, bronce e inmortalidad, me devolvió la sonrisa.
               Tal y como esperaba, cumplió con mis expectativas, y salir al baño no supuso para nosotros más que tener otro sitio en el que enrollarnos y demostrarnos cuánto nos habíamos echado de menos. Ni siquiera nos molestamos en vestirnos para atravesar la casa, ya que sabíamos que aún estábamos solos.
               Lo que no sabíamos era el tiempo del que disponíamos para disfrutar de toda la intimidad que se nos antojara, de modo que la aprovecharíamos al máximo: si en mi habitación nos convertimos en reyes del sol y la luna, en el baño nos volvimos dioses del agua, ambos restregándonos las esponjas para sacar el máximo partido posible al cuerpo del otro, y satisfacer de paso nuestras ansias de tocarnos. Sabrae se contoneó y bailó debajo del agua, yo me estiré cuan largo era y dejé que el chorro relajara mis músculos entumecidos por todos los esfuerzos que había hecho a lo largo del día. Ella me abrazó la espalda y pegó la mejilla a mi piel, respirando a la vez que yo, con sus manos entrelazadas a la altura de mis caderas.
               Fuimos lo suficiente prudentes como para llevarnos un par de condones, y después de romper un par tratando de ponérmelo, conseguimos enfundarme uno en condiciones y entregarnos de nuevo a una buena sesión de sexo seguro. El mejor momento de ese polvo de agua fue cuando yo, cansado de tener que conformarme con la visión de la espalda de Sabrae, la agarré de las caderas, le pasé los brazos bajo las piernas y la levanté en el aire. Sabrae dejó escapar un gritito de sorpresa, y durante un rato procuró moverse lo mínimo, temiendo que su peso fuera demasiado para mí.
               No obstante, cuando la pegué a la pared se abandonó a sus instintos más primarios, y comenzó a mover las caderas de un modo que me enloqueció. Nos vino de perlas estar bajo el agua para limpiarnos, y con la arenilla de su maquillaje todavía jugueteando entre nuestros pies, negándose a deslizarse hacia el desagüe, Sabrae y yo nos volvimos a abandonar a nuestros respectivos orgasmos, acercándonos a paso de tortuga al número total que deberíamos tener si todo en nuestras vidas hubiera ido como debía, yo no estuviera cubierto de cicatrices, y no hubiéramos perdido el primer mes y medio de relación por mi estancia en el hospital.
               Nos costó horrores concentrarnos para secarnos y enfundarnos los albornoces, y cuando salimos de la ducha, descubrimos que habíamos hecho bien aprovechando hasta el último minuto para estar juntos. Abrir la puerta y ver las luces del pasillo encendidas nos dio la pista de lo que las voces de mis padres en el piso de abajo nos confirmaron: que Dylan, mamá y Mamushka ya habían vuelto de sus noches de excursión, y se nos había acabado el chollo.
               Mierda. Todavía podía comerle el coño un par de veces más a Sabrae, si ella me dejaba. Y, si a ella le apetecía, también podría chupármela un par de veces.
               -Esto me suena-comentó Sabrae, divertida, alzando una ceja y arrebujándose en el albornoz que, muy inteligentemente, había llevado por si acaso nos encontrábamos con aquella situación. Me eché a reír, le di un beso en la cabeza, y tras un instante de vacilación en el que comprobé que estuviera bien, decidimos bajar las escaleras para saludar y agradecer el momento de intimidad.
               Mamá y Mamushka estaban sentadas en los taburetes de la isla de la cocina mientras Dylan rebuscaba en la nevera en busca de algo con que rellenar las copas que les esperaban a los tres. Todos se giraron para mirarnos en cuanto Sabrae y yo hicimos acto de presencia.
               -Buenas noches-canturreé yo, y Sabrae agitó la mano en el aire, un poco cohibida aún. Por muy buena que fuera la relación con su suegra, seguía siendo un poco violento que ésta supiera que hasta hacía nada tenía mis gónadas en busca del tesoro en sus entrañas.
               -¿Ya se ha acabado lo bueno?-se cachondeó Dylan, y yo me encogí de hombros.
               -No estoy en mi mejor forma física.
               -Es excesivamente modesto-reveló Sabrae, y todos nos echamos a reír.
               -Bueno, ¿necesitáis que sigamos dándoos intimidad, o ya podemos irnos a nuestras habitaciones?-preguntó mamá, y Sabrae y yo nos miramos.
               -Creo que por hoy ha estado bien, ¿eh, bombón?
               -Sobreviviremos. O lo haremos bajito.
               -Que, por cierto, mamá… vamos a necesitar una nueva muda para la cama. No podemos dormir en la de ahora.
               Mamá, Dylan y Mamushka parpadearon impresionados, haciendo asunciones erróneas sobre la razón por la que no podíamos reutilizar las sábanas o la funda nórdica. Como siempre, el cerebro humano tendía a pensar mal.
               -Pero… le di a Sabrae ropa limpia por la mañana-comentó, y yo me encogí de hombros.
               -Sí, bueno, pero todo se ensucia, ¿no? En fin… dime dónde está, y ya la busco yo. La haremos nosotros, no te preocupes. Ya has hecho bastante por nosotros como para que encima nos tengas de criada.
               -Sí, Annie. Ha sido todo un detalle que hayáis planeado algo para dejarnos la casa libre-añadió Sabrae con una sonrisa adorable con la que se metió a mi madre en el bolsillo. Mamá asintió con la cabeza, me informó de que la ropa de cama estaba en un armario en su habitación, y se nos quedó mirando mientras Sabrae y yo desaparecíamos.
               Mientras subíamos las escaleras, escuchamos a mi abuela espetar:
               -¿Ya han ensuciado las sábanas? Dios mío-dio un sorbo de su vino-, lo que hace ser joven.
               Sabrae y yo nos miramos, conteniendo una sonrisa.
               No, Mamushka. Lo de la cama no era por ser jóvenes. Era por ser dioses.


 
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2 comentarios:

  1. Ha valido la pena esperar ocho meses sin ninguna duda. La relación hasta ahora no podia en estar en un punto de conexión sentimental más alta que esta y mucho menos después del momento de la pintura pero es que al final, Alec y Sabrae tmb son esto, deseo, pasión, fuego, asi empezaron y asi debe ser. Estoy muy contenta con el capítulo y muy orgullosa por lo nerviosa que estabas al plantearte escribirlo. Me ha gustado mucho como poco a poco con el polvo Alec ha vuelto a coger la capa de follador supremo y a tomar por culo el mundo. Lo que merecíamos ver. (Y leer)

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  2. Me ha encantado el capítulo, realmente la espera ha merecido la pena.
    Comento por partesss:
    - Todo el principio me ha encantado, me ha parecido súper íntimo y súper bonito y he estado sonriendo como una tonta todo el rato.
    - Me ha gustado mucho la frase “El ambiente entre nosotros estaba cargado de electricidad; era como si cada partícula de aire estuviera en completa suspensión, mirándonos con atención, a la espera de nuestro siguiente movimiento, alerta para actuar en consecuencia.”
    - Y bueno la frase “Cuando terminó con la cicatriz central y mayor, me había convertido en un libro de páginas cosidas con hilos de luz.” Adoro cuando encuentro las frases que has puesto por twitter mientras escribías el capítulo porque las veo ahí en contexto y es como súper guay jajajjajaj
    - El momento fotos ha sido monísimo y sobre todo me ha gustado ver todo lo que ha pensado Alec cuando las ha visto osea con toda la parte antes de “Sabrae no nos había hecho así” casi me pongo a llorar.
    - “- Quítate la ropa, Alec.
    - Quítamela tú, Sabrae” es que por favorrrrrrr que me da un chungo con estos dos
    - Cuando se llaman Whitelaw y Malik >>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>
    - Me ha encantado verles otra vez como antes (había pasado demasiado tiempo jajajjajaja) y ver a Alec recuperando toda la confianza (EL MOMENTO “Pero a mi no iba a torearme así. Soy el puto Alec Whitelaw por el amor de Dios.” HA SIDO SUPERIOR).
    - Y el final me ha parecido súper cuqui, me ha recordado a las primeras veces que Sabrae se quedó en casa de Alec y jo.
    Bueno que me ha flipado el capítulo y que tengo muchas ganas de leer los siguientes <3

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