sábado, 1 de mayo de 2021

Edén.


¡Toca para ir a la lista de caps!

Llevaba semanas esperando ese momento. Cada día alejada físicamente de él me había supuesto un suplicio, aunque sabía que podría haber sido mucho peor. Podría no haberle proporcionado ningún tipo de placer, ni él habérmelo concedido a mí.
               Claro que también la miel parece más dulce cuando la ves goteando del tarro que cuando te la imaginas en tu cabeza.
               Todavía me costaba no pellizcarme con disimulo cada vez que pensaba que nadie me miraba: me parecía increíble que Alec estuviera ahí, fuera de su habitación, por fin en pie por sus propios medios y de vuelta en casa, de donde nunca debería haberse ido. Conmigo, de nuevo, a quien nunca debía haber abandonado.
               Y eso que había tenido tiempo de sobra para aclimatarme. Desde que le habían dado la fecha concreta de su alta, y ésta había pasado de ser algo que sucedería en un futuro difuso a ser tangible en un calendario, había dedicado todos mis esfuerzos a hacer que ese día fuera lo más satisfactorio posible para ambos.
               De la misma manera que llevaba semanas esperando ese momento, también llevaba semanas planeándolo. Elegir el conjunto que ahora llevaba puesto me había supuesto tardes enteras en mi habitación, desgranando cada prenda que tenía y rezando en silencio para que la calidez no nos abandonara mientras combinaba con ojo muy crítico todas las prendas que había en mi armario, pero la ocasión lo merecía.
               La ropa que escogiera sería la que Alec me quitara, por fin, después de tanto tiempo de nuestros cuerpos dolorosamente independientes, condenadamente separados, infernalmente definidos.
               Llevaba semanas fantaseando con ese momento en particular, el de descalzarme después de una larga jornada de celebración de la vida del chico que más había llegado a importarme en la mía.
               Y ahora, por fin, las fantasías estaban cristalizando. Lo que percibía a través de los sentidos no eran fantasías, sino sensaciones reales. Se habían acabado los preparativos: había atravesando mi pasillo particular, en dirección a mi altar particular, con mi vestido de novia particular.
               Y acababa de llegar mi noche de bodas.
               Por eso, lentamente, descendí de mis sandalias. Un escalofrío me recorrió entera, naciendo desde la planta de mis pies y subiendo como la más veloz enredadera hasta mi cabeza. Comprobé entonces que el calor que había sentido en la casa no tenía nada que ver con el aire que la llenaba.
               Tenía los pezones duros, como noté cuando me desanudé el cordón de la blusa, dejando al aire más espacio de canalillo del que iba a permitirles ver a sus amigos. Mis muslos estaban apretados el uno contra el otro, deleitando sutilmente a mi entrepierna, hinchada y empapada. No sabía cómo había hecho para no follármelo aún, supongo que con una fuerza de voluntad y un autocontrol propios del Dalai Lama, pero allí estábamos. Al borde del oasis, a punto de poner fin a nuestra sequía.
               -Ajá-respondió Alec, que incluso me dio lástima. Pobrecito. A veces se me olvidaba que, cuando me vestía para matar, a quien iba a matar era a él. Tenía la boca ligeramente entreabierta, y los ojos fijos en mi escote. Apenas había sido capaz de apartar la mirada de mí en toda la tarde, y las pocas veces que lo había hecho, había sido porque había otras partes de él sobre mi cuerpo. Mientras nos metíamos mano delante de todo el mundo durante la comida, ante unas indulgentes Mimi y Shasha, que en su vida habían tenido tanta paciencia con nadie (y menos con nosotros) como ese día, había creído que todo mi plan se iría al traste, y que mi necesidad de Alec se volvería tan imperiosa que no podría seguir ignorándola más. A la mierda mis planes. A la mierda la decoración. A la mierda el polvo dulce que sentía que teníamos que echar.
               Follaríamos sucio, a medio desnudar, en cualquier rincón de su casa. Si nos poníamos exquisitos, incluso delante de todos sus amigos. Me daba igual qué clase de consecuencias pudiera desencadenar nuestra locura; cuando su mano se colaba por debajo de mi falda y acariciaba mi monte de Venus por encima de las bragas, o cuando mis dedos rodeaban ese bulto tan prometedor en sus pantalones, en lo único en que podía pensar era en lo bien que encajaban esas partes de nuestras anatomías en la otra.
               Éramos un puzzle, nacidos para completarnos, nacidos para estar juntos y no separarnos nunca.
               Y Alec era plenamente consciente de ello. Quizá incluso más que yo. Tal vez incluso tuviera sus propios planes: qué hacer, dónde, cómo, y cuándo. Puede que por eso apartara mis manos cuando notaba que me iba demasiado lejos, incursionándome demasiado en el territorio prohibido, abandonando incluso la ruta por la que debería volver. Retiraba mis manos y dejaba de presionarme cuando yo le miraba y le suplicaba que lo hiciera. Que lo hiciera. Que me tomara. Que pusiera fin a esos angustiosos meses.
               Sabía que la espera hacía el premio más dulce, y que cargaría el ambiente  de electricidad como lo estaba haciendo ahora. Podía palparse la tensión sexual como una masa gelatinosa entre nosotros, y cortarse con un cuchillo. Me sorprendía que los electrodomésticos no se encendieran todos a la vez, producto de la electricidad que había entre nosotros.
               Pero ya estaba bien de esperar.
               -¿Subimos a tu habitación?-ofrecí, haciendo un gesto con el brazo en dirección a las escaleras.
               Supe que había hecho bien preparándome así para él por la manera en que me sonrió. Me dedicó su mejor sonrisa de Fuckboy®, una que yo no había visto nunca, afilada y chula y ansiosa como nunca antes la había esbozado. Supe al instante que no había anticipado un polvo como lo había hecho conmigo, a pesar de que los jueguecitos previos al sexo eran tan de su gusto como el sexo en sí. Le encantaba flirtear y seducir, pero todo tenía su momento, y éste había pasado ya.
               -Empezaba a pensar que no me lo pedirías.
               Me eché a reír, la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, los ojos cerrados y los dientes reflejando el techo, como no creí recordar hacerlo. Era una risa sincera, musical, que me gustó incluso a mí. No me extraña que Alec salvara la distancia que nos separaba durante mis carcajadas; la felicidad que tintineaba en mis dientes amansaría a la más feroz de las fieras.
               Cuando me di cuenta de que se había puesto frente a mí, me quedé callada. Lo miré a los ojos, persiguiendo el fantasma de su regodeo por haberme arrancado una sonrisa mientras éste retrocedía hacia lo más profundo de su conciencia. Hasta el más pequeño de mis poros se activó en ese momento, convirtiéndome en el animal más sensible que hubiera caminado nunca sobre la faz de la tierra.
               Alec estiró la mano y me acarició el mentón con la palma, los labios con el pulgar.
               -Estás preciosa, nena.
               -Lo mejor para ti-respondí, siguiendo el movimiento de su mano con mi rostro. No quería que perdiéramos el contacto tan pronto. Parpadeé despacio, dejando que me embrujara, empapándome de él hasta la última de mis moléculas.
                -Vamos-me instó, pasándome la otra mano por la cintura y dándome una palmadita en el culo. Exudaba confianza en sí mismo. Dios mío, me apetecía ponerme de rodillas y adorarle de la forma que a él más le apeteciera-. Las damas primero.
               Puse los ojos en blanco, como si no me encantara lo que estaba haciendo.
               -Para variar, ¿no?-me burlé.
               -Pero bueno, nena, sólo estoy siendo un caballero-arqueó las cejas como si no entendiera muy bien a qué se debía mi comentario, cuando no le generaba dudas en absoluto.
               -Sí, y aprovechando para mirarme el culo también-respondí, pero no me hice de rogar. Aquél era su día, su segundo cumpleaños, el equivalente a su cumple-adopción, de modo que tenía que concederle todos los caprichos.
               Además, tampoco es que me disgustara el mirarlo de reojo para ver cómo salivaba al ver mi manera de agitar el culo. Subí las escaleras asegurándome de mover todo lo que pudiera las caderas, regalándole una vista de mi trasero que él supo apreciar bien. No se molestó en inventarse una excusa para dejar varios escalones entre nosotros y que así su cara estuviera prácticamente a la altura de su objeto de deseo.
               Incluso se detuvo para mirar por debajo de mi falda, aunque yo ahí sí que fui un poco mala y pegué los muslos para no permitirle ver nada. Emitió un gruñido de frustración, y yo me volví para preguntarle, fingiendo inocencia:
               -¿Qué pasa? ¿Estás bien? ¿Te duele algo?
               Trufas subió como un bólido las escaleras al compás del farfulleo de Alec sobre mi “papelito de mojigata” y “lo mucho que iba a lamentar esto después”. Tuve que contenerme para no dar saltos de alegría al oír esa promesa.
               Le hice perdonarme cuando terminó de subir las escaleras y puso de nuevo esos treinta centímetros que me sacaba entre nosotros. Dios mío. Era guapísimo. Pareciera mentira que alguien así pudiera existir. Sin poder controlarme, me puse de puntillas y le robé un beso. Automáticamente, Alec sonrió.
               -¿A qué ha venido eso?
               -¿Es que una necesita excusas para darle besos a su novio?
               Se estremeció de gusto al escuchar esa última palabra, y se dejó guiar hacia su habitación, cogido de la mano y dirigido como un niño en un parque de atracciones que no  le resulta ajeno, pero que no deja de encantarle a pesar de lo conocido.
               Por fin, nos situamos frente a la puerta de su habitación. Trufas estaba hecho una bola frente a ésta, listo para salir corriendo en cuanto la abriéramos. No hice esperar más a ninguno de mis dos chicos.
               -Cierra los ojos-le pedí a Alec, y él me miró con perspicacia.
               -¿Por qué?
               -Tú ciérralos-ordené, y sólo cuando él emitió un bufido y los cerró, giré el pomo de la puerta. Trufas salió disparado nada más tener el hueco suficiente por el que colarse en la estancia, y tiré suavemente de Alec para que entrara. Me situé a su lado para ver su expresión, y entonces-: vale, ya está. Ábrelos.
               Alec entreabrió un ojo y me miró.
               -¿Fijo, fijo? ¿Ya se han desnudado todas las strippers?
               -Eres tontísimo-me reí-. Vamos, venga.
               Y entonces, Alec abrió los ojos.
               Y también la boca.
               No era para tanta ceremonia, en realidad, pero me hacía ilusión verle la cara cuando viera hasta qué punto había controlado los detalles de la noche que nos esperaba. Había cambiado las sábanas que Annie había puesto en su habitación (de tanto dormir en su cama Mimi o yo, habían dejado de oler a él y habían absorbido una extraña mezcla de nuestros perfumes, nuestros champús, el suavizante y el aroma que desprendían nuestras pieles cuando nos poníamos la colonia de Alec –porque sí, vale, me había puesto la colonia de Alec en un par de ocasiones, pero era porque a la sudadera que me había regalado se le había ido el olor a él, y yo no concebía llevar la sudadera con su dorsal y que ésta apestara a mí–) por las que Alec había puesto la primera noche que pasé en su casa, había esparcido un sendero de pétalos de rosa por el suelo, reptando en dirección a la cama (le dije a Shasha que se metiera en sus asuntos cuando me preguntó para qué coño hacía eso, y se marchó riéndose de mí porque es una zorra amargada que no encontrará el amor en su vida); y había encendido un par de velitas aromáticas cuyas llamas aún titilaban en los vasitos en que las había colocado, que llenaban la estancia de un delicioso aroma a lavanda con el que Alec se sentiría aún más en casa.
               Pero lo mejor de todo no era eso, ni tampoco era lo que había atraído la atención de Alec. No; lo que a mi chico más le había llamado la atención, y de lo que más orgullosa me sentía yo, era de la serpentina de lucecitas, como de Navidad, que había colgado alrededor de la cama, enrollándolas entre sus trofeos de manera que el cabecero pareciera cobrar vida propia, siendo de repente lo más importante de la habitación. Alec dio un paso hacia ella, presto a examinar los puntos de luz rosas, violetas y azules que serpenteaban, titilaban y chisporroteaban alrededor de toda la cama, naciendo y muriendo a los pies de ésta, enmarcando ese sitio que tanto había echado de menos como lo que era: el punto en el que había empezado todo, el lugar al que aspirábamos.
               -¿Te gusta?-pregunté.
               -Te has pasado tres pueblos-dijo, aún sin mirarme. Lo rodeé en silencio, acechándole sin que me viera, demasiado ocupado como estaba en admirar mi trabajo como decoradora de interiores.
               Cuando encontré el pomo de la puerta y me apoyé contra ella fue cuando me permití reír.
               -Me apetecía tener algo a la altura de las circunstancias-expliqué-. Una cama igual de espectacular que las de las películas. Porque lo que vamos a hacer esta noche va a ser de cine, chico-ronroneé, empujando la puerta hacia atrás-, y no precisamente del de todos los públicos.
               Alec se giró y me miró. Tomó aire y lo expulsó lentamente, conteniendo a duras penas su sonrisa chula.
               -Lástima que no tenga el móvil a tope de batería. Así tendríamos dos ángulos, y con un poco de suerte, podríamos hacer un sex tape en realidad aumentada.
               -Algo se nos ocurrirá-contesté, empujando la puerta hacia atrás. Por fin, su sonrisa asomó a sus labios-. Ya no hay marcha atrás, Al. Ahora estás encerrado conmigo. No te me vas a escapar.
               Rió entre dientes. Olvidándose de la cama, de las velas, de los pétalos, de todo, salvo de mí, respondió:
               -¿Te crees que me apetece ir a otro sitio cuando el único en el que tú estás es aquí?
               Le devolví la sonrisa.
               -Ya eres mío, rey.
               -No necesitabas cerrar ninguna puerta o echar ningún cerrojo para que yo fuera tuyo, bombón. Lo soy con la puerta abierta, así que… deja al pobre Trufas, que pueda huir cuando quiera-se burló, señalando al conejo, que en ese momento estaba mordisqueando uno de sus juguetitos sobre la camita que le habíamos trasladado hasta ahí.
               -Creo que no me he expresado con claridad. Vamos a hacer una peli, de modo que no puede haber ruidos fuertes. Pero yo no he esperado tanto como para cortarme ahora. Quiero hacer ruido-respondí, asegurándome de que la puerta estuviera bien cerrada-. Quiero gemir para ti-di otro paso hacia él, contoneándome como una femme fatale-. Quiero jadear. Quiero gritar-ronroneé, jugueteando con el nacimiento de su pelo en su nuca mientras me relamía los labios, y él se relamía los suyos. Pronto, pensé, mi lengua hará el trabajo de la suya-. Y no quiero escandalizar a todo el vecindario, o tener que pelearme con todas las mujeres que te rodean, porque todas me van a envidiar por lo que me vas a hacer esta noche.
               Me puse de puntillas y le lamí el labio con la punta de la lengua.
               -No quiero que haya ni una sola gota de sudor en mi cuerpo que tú no hayas puesto ahí.
                Alec inhaló profundamente, sus ojos fijos en mis labios, su boca entreabierta. Me pegó a él y comprobé, absolutamente deleitada, que se había puesto duro.
               -Pues no esperemos más.
               Y se abalanzó a besarme como hacía meses que no lo hacía. Con la urgencia del marinero que se ha sumergido en el mar para buscar a su sirena, y necesita que sea ella la que le proporcione el oxígeno que necesita para sobrevivir.
               Con la urgencia del chico que está a punto de follar de nuevo con la chica con la que más disfruta, después de tanto tiempo que los dos reventarán si no se unen pronto.
               Joder. Joder. Joder. Estaba pasando.
               Mis sueños eran ahora.
 
Joder. Joder. Joder.
               Estaba pasando.
               ¡Estaba pasando!
               No podía creerme todos las molestias que Saab se había tomado por mí. Todo lo que había planeado, organizado y preparado, desde las comidas hasta la decoración de mi habitación. Absolutamente todo en ese día tenía su sello personal, incluso cuando el protagonista absoluto, supuestamente, era yo.
               Y ahora estábamos allí, en mi habitación, abandonándonos al deseo de nuestros cuerpos.
               Aún me sorprendía que mis costillas no hubieran estallado en mil astillas minúsculas cuando se bajó de sus sandalias y empezó a coquetear conmigo de aquella manera infernal, diabólica. Aquella cría era el demonio, mi puta perdición, la llama en el infierno que llevaba mi nombre.
               Y yo estaba deseando arder. Todavía no sabía cómo lo haría para satisfacerla como se merecía, pero ya pensaría en algo. Tenía demasiada sangre concentrada en la polla como para poder idear un plan.
               Además… me moría de hambre de ella. Su boca era un aperitivo perfecto del resto de su cuerpo. Todo iría bien, podría trazar un plan sencillo pero eficaz: comerle el coño como lo había hecho antes, confiando en que mis habilidades a ese respecto no se habían visto mermadas. Luego, darle la vuelta, y cabalgarla como lo había hecho más veces, haciendo que sintiera hasta el último milímetro de mi polla.
               Le daría un orgasmo bestial, nos proporcionaría el mejor orgasmo de nuestras vidas… y ella no tendría por qué verme.
               Tiré de ella para empujarla hasta la cama entre el delicioso sonido de sus gemidos y sus jadeos, y la senté sobre ella. Por la manera en que me miró y se revolvió, con los ojos oscurecidos por el deseo, las pupilas dilatadas reflejando su lujuria, pensé que tendría margen de maniobra y puede, y sólo puede, que pudiera recibir una gloriosa mamada suya antes de ponernos a trabajar. Sí. El polvo sería genial incluso así. Además, ella se volvía loca cuando me la chupaba.
               Y entonces, me di cuenta de que no había tenido en cuenta un factor clave en el asunto: no había pensado en que ella tenía sus propios planes, sus propias ideas, sus propias ansias.
               Y me quedó claro cuáles eran cuando tiró de mí, me pasó una pierna por encima, y sus manos volaron hacia el cuello de mi camisa. Su boca me reclamó con ansias, poniendo más entusiasmo del que se había atrevido a exhibir nunca las últimas veces que estábamos juntos. No era para menos; a fin de cuentas, las otras veces que habíamos estado a punto de hacerlo, había sido contra todo pronóstico y desafiando nuestros propios planes.
               Pero ahora había llegado por fin el día que habíamos esperado durante tanto tiempo, y Sabrae… Sabrae quería cobrarse el premio que le correspondía a su paciencia.
               Tenerla tan cerca me trastornaba. Por mucho que en mi interior estuvieran sonando todas las alarmas, y cada cosa que pensaba estuviera teñida de un tono rojo anunciando el peligro inminente, no podía dejar de arrastrarme hacia ella con todas mis fuerzas. Me sentía como si estuviera en un submarino hundiéndose, y en lugar de huir en dirección a las cápsulas de salvamento, me adentrara más y más en el corazón de la máquina, atraído por los cantos de las criaturas marinas que esperaban a que el océano reclamara mi cuerpo.
               Un cuerpo que no sería digno de las sirenas que había bajo el agua. Un cuerpo destrozado tanto por la presión como por lo extraño de su elemento. Un cuerpo…
               Le cogí las manos y me aparté de ella en un sorprendente giro de los acontecimientos que no sé a quién descolocó más. Sabrae me miró con los ojos como platos, acusando la traición que acababa de cometer. Se suponía que quería esto. Se suponía que íbamos a follar como locos. Se suponía… se suponía que haríamos que esos casi dos meses que habíamos estado separados no hubieran existido nunca.
               Todavía no me habían dado el alta. Yo seguía en aquel hospital; seguiría encerrado en mi habitación hasta que no entrara en su glorioso cuerpo.
               -¿Qué ocurre? ¿Te encuentras bien? ¿Te he hecho daño?-inquirió con un tono alarmado que me hizo sentirme un verdadero miserable. Sabrae no debería sentirse así. Llevaba demasiadas semanas sin practicar sexo, bien en soledad o bien conmigo, así que se merecía dejarse llevar. No debería tener que reprimirse.
               -No, no, es que… ¿puedo quitarme yo la ropa, por favor?-le pedí, y ella parpadeó, confusa. Nunca le había pedido eso antes; todo lo contrario. Las pocas veces en que uno de los dos habíamos verbalizado algo sobre la ropa, había sido para pedirle al otro que nos desnudara más rápido… o que se la quitara.
               Por la expresión de su rostro, supe que estaba recordando un día en que me esperó en mi habitación después de una intensísima sesión de boxeo, en la que me había desquitado después de un mal día en el instituto. Ella no había podido acompañarme porque tenía que hacer un trabajo con sus amigas, pero eso no impedía que me compensara más tarde por su ausencia y mi disgusto. Cuando me la encontré sentada en la cama, con las piernas cruzadas, me había reído y le había preguntado si se le había perdido algo.
               -Venía a consolarte; me ha dicho un pajarito que se te ha torcido un poco el día. ¿Qué puedo hacer para que se te encauce?-ronroneó, sentándome sobre la cama y contoneándose hacia la puerta.
               -Quítate la ropa-le dije, dando un sorbo de la cerveza fresquita que había estado tomando ella. No se hizo de rogar.
               No solíamos hacernos de rogar.
               Y ahora… ahora no nos pedíamos que nos quitáramos la ropa, sino que nos dejáramos tenerla puesta el mayor tiempo posible.
               -¿Por qué?-se le escapó, como pude ver por la forma en que sus pupilas se dilataron.
               -Vas demasiado rápido-dije con un hilo de voz, y Sabrae parpadeó.
               -Oh. Claro. Yo… perdona. No era mi intención…
               Debería haber sido sincero con ella y decirle que me preocupaba no gustarle, pero no pude. La manera en que había apartado la vista y se había colocado un mechón de pelo rebelde tras la oreja gritaban una sola cosa: decepción. Y yo no quería decepcionarla. Se había tomado demasiadas molestias por mí como para no hacer que esta noche fuera lo más perfecta posible para ella.
               Así que tomé el camino fácil, y volví a besarla. La tomé de la mandíbula y la obligué a mirarme en el momento justo en que más entera parecía estar, cuando sus razonamientos comenzaban a sobreponerse a sus deseos.
               Deja de ponerme por delante de ti, pensé, rabioso.
               Le puse un mano en la cintura, descendí por su culo hasta sus muslos, y cuando por fin toqué su piel, tiré de su pierna ligeramente para ponerla de nuevo medio encima de mí.
               La necesitaba. La necesitaba, joder. No tienes ni idea de la necesidad que me ardía en el cuerpo, la manera en que mi piel tenía reacciones alérgicas al aire que había entre nosotros, cómo mi ser no paraba de estremecerse en cada límite en el que ella no estaba. Necesitaba esto, necesitaba hacerla mía, necesitaba sentir que podía satisfacerla. Todo mi cuerpo estaba preparado, y yo quería, de verdad que sí. No había nada que deseara más que a Sabrae.
               Pero los demonios llevaban demasiado tiempo perdiendo terreno como para no aprovechar ahora que había bajado la guardia. Por primera vez desde que la terapia había empezado a funcionar conmigo, me había dado la vuelta y me había ocupado de otra cosa, ofreciéndoles así mi espalda.
               No perdieron el tiempo, y me atacaron por donde más me dolía: recordándome cómo estaba antes y cómo estaba ahora, cómo antes podía humedecerla con sólo mirarme, y cómo ahora me costaría horrores hacer que alcanzara un orgasmo. Mejor nos íbamos olvidando del orgasmo apoteósico que ella se merecía: aquel estaba reservado sólo para Alec Whitelaw, y yo ya no era Alec Whitelaw. Alec Whitelaw era perfecto, el dios del sexo, el que no se pasaba ni un solo fin de semana sin follarse a alguna tía; el que las tenía haciendo cola en el baño y veía miles de uñas pintadas de distintos colores recorriendo su pecho perfecto, el canon de belleza por antonomasia.
               Yo era sólo Al. Al, el que llevaba dos meses sin follar. Al, el que se había pasado encamado dos meses por culpa de un accidente de moto. Al, el que tenía lorzas y estaba cubierto de cicatrices. Al, el que ya no podía mirarse al espejo sin que los ojos se le llenaran de lágrimas. Al, que había pasado de ser el modelo que todos los tíos aspiraban a alcanzar, a uno del montón, y de los de abajo. De los que los demás pisoteaban. Yo ya no era rival para ninguno de mis amigos: ni Scott, ni Tommy, ni Max, ni Jordan, ni Logan. Estaba a merced de lo que hicieran los demás.
               Estaba a merced de lo que hicieran los demás, y tenía a la única mujer para la que ningún hombre, por perfecto e increíble que fuera, sería suficiente. Sólo Alec Whitelaw, y él ya no existía.
               Aun así, los dos seguíamos teniendo algo en común. El accidente podía haberme destrozado completamente desde todos los ángulos, excepto uno: la polla. Todavía seguía siendo superior a la media y, según me habían dicho los médicos en una de las pocas consultas en que había podido estar a solas con ellos, el accidente no había afectado a mi fertilidad.
               Es decir, si las posibilidades que tenía de tener hijos no se habían visto mermadas, tampoco tenía por qué haber menguado mi capacidad para hacer que una chica se corriera durante la penetración. Los preliminares solían ser la clave, sí, pero mi pasado estaba lleno de chicas que no se sabían multiorgásmicas hasta que me conocieron. Sabrae, la primera de ellas.
               Así que me llevé una mano a los pantalones, rezando porque ella estuviera tan encendida que no se diera cuenta de mi plan hasta que no fuera demasiado tarde.
               Y ella me malinterpretó.
 
 Me dieron ganas de llorar cuando escuché el tintineo de los botones de sus vaqueros al desabrocharse, y me estremecí de pies a cabeza cuando escuché el rasgueo de la cremallera de su bragueta al descender, dejándolo libre de los pantalones. Por fin.
               Llevaba notando su mano entre mis piernas de una forma deliciosa que ni siquiera había sido capaz de comprender bien. Por culpa de la dichosa falda del demonio, que ya no me parecía tan buena idea por lo rígida y gruesa que era, mi sexo estaba demasiado protegido como para que él pudiera hacer algo interesante con él, especialmente si estábamos en esa postura, yo medio sentada encima de él, y él con las manos a mi espalda, pegándome más contra sí.
               Sin querer desobedecerlo, pero desoyendo su petición, lo miré a los ojos y me puse de rodillas frente a él. Todavía tenía la camisa completamente abrochada, salvo por el botón superior que siempre se dejaba libre, algo a lo que no me tenía acostumbrada, pero me daba lo mismo. Hacía demasiado tiempo que no lo veía como quería verlo como para preocuparme por el orden en que se quitaba la ropa. Además, ¿no decían que el orden de los factores no alteraba el producto?
               Él no dijo nada. Si no le gustó que mantuviera mi palabra por tan poco tiempo, no protestó. Me dejó acariciarle las rodillas, descender hacia sus pies, y cuando comencé a desanudarle los cordones de las zapatillas, simplemente se quedó ahí, jadeante, anhelante, recuperando el aliento mientras yo me ocupaba de él.
               No podía quejarse si yo lo descalzaba, porque técnicamente descalzarse no es desnudarse, ¿no?
               Lenta, muy lentamente, le quité las Converse blancas.
               Y empecé a besarlo por encima de sus vaqueros, acariciándole los tobillos, aún vestidos con sus calcetines. Alec se echó hacia atrás, suspendido en el aire a duras penas gracias a sus brazos. Su pecho subía y bajaba despacio, una promesa de lo que pasaría esa noche. Mi hombre, pensé cuando llegué a la cara interna de sus muslos.
               Tiré suavemente de él para dejar sus calzoncillos al aire, y lo terminé de desnudar.
               Y, entonces, comencé a besar su erección por encima de la tela de sus calzoncillos. No quería liberarla aún; sabía que, si la veía, me volvería loca y necesitaría poseerlo inmediatamente, pero Alec necesitaba tiempo. Todavía no estaba para los trotes a que le había sometido en otras épocas, como nos habían advertido los médicos. Además, podíamos echar un polvazo igual sin necesidad de volvernos completamente locos. La diferencia entre follar y hacer el amor no está, precisamente, en el ritmo ni en la rabia que se le ponga.
               -Sabrae…-jadeó con voz ronca, rasgada, oscura. Me estremecí de pies a cabeza.
               Y no lo pude evitar. Separé un poco las piernas y me metí una mano dentro, masajeándome suavemente el sexo mientras besaba y acariciaba el suyo con la otra mano. Tenía la ropa interior empapada, completamente adherida a mis pliegues; me sorprendía que no me molestara, pero no lo hacía en absoluto. Así de implicada estaba con lo que estaba pasando.
               Tiré ligeramente de sus bóxers hasta que su miembro, duro y erecto, quedó liberado ante mis ojos en su máximo esplendor. Y, con los ojos fijos en Alec, que continuaba jadeando en voz baja y clavando los dedos en el colchón, los ojos cerrados y la cara vuelta hacia el cielo como cada vez que le hacía una mamada, le di un beso en la punta antes de rodearlo con la lengua.
 
 
Un latigazo de un placer como no recordaba haberlo sentido nunca me partió en dos en el momento en que los labios de Sabrae tocaron la punta de mi polla. Joder, ¿siempre lo había hecho así de bien?
               No. Para. No puede hacerte esto, o no serás capaz de satisfacerla.
               Las cosas no tenían que ir así. Yo no necesitaba preliminares, ni que me allanaran el terreno. Los chicos éramos como Lamborghinis; las chicas, como aviones a reacción. Nosotros nos calentábamos y salíamos disparados enseguida, pero no llegábamos tan lejos como ellas, que necesitaban de un tiempo de preparación antes de poder despegar.
               Además, yo no era el protagonista de la noche: lo era ella. Había dejado que me quitara los pantalones porque eso no podía hacernos daño a ninguno de los dos, y me ahorraría el preocuparme por si a ella le molestaban mientras lo hacíamos. De todos  modos, en mis piernas no había muchas marcas que me preocuparan, y no es que éstas fueran el centro de sus fantasías sexuales, precisamente.
               Era en el pecho donde tenía todo lo jodido. Y, si dejaba que ella me hiciera correrme, trataría de desnudarme y se nos cortaría el rollo.
               De modo que me incorporé hasta quedar sentado con la espalda recta de nuevo, y la tomé de la mandíbula en el momento en que ella se la metía en la boca por primera vez. Ya la tenía durísima, apenas podía pensar. Tenía que alejarla del centro de mi ser antes de que fuera tarde.
               -Creía que íbamos a follar-le dije, mordiéndome el labio ligeramente al pronunciar la primera letra de la última palabra, algo que a ella le encantaba. En silencio, con una sonrisa oscura en los labios, Sabrae se incorporó y se sentó de nuevo a mi lado en la cama.
               Empecé a besarle el cuello, las clavículas, los hombros, el escote. Toda la piel que tenía a la vista, preguntándome cómo iba a hacer para desnudarla sin tener que desnudarme yo. Sabrae se dejó hacer, abriendo las piernas y dejando que yo me colara entre ellas mientras mi boca recorría toda la piel de su torso que estaba a la vista. Cuando sentí sus pies cerrarse en torno a mí, pensé que lo había conseguido. Sería tan fácil como apartarle las bragas y a mí los calzoncillos, ponerme un condón y penetrarla. Ya me preocuparía de lo rápido que se me estaban resintiendo las articulaciones en esta postura: tenía una misión, una nada más, y era complacerla. Darle todo el placer que estuviera a mi alcance, sin importar las consecuencias que esto tuviera para mí.
               Me llevé una mano a la entrepierna y me acaricié la polla, asegurándome de que estuviera dura. Me acerqué más a ella y su entrepierna, y apartándole las bragas, acaricié la entrada de su sexo con el mío.
               -Oh-gimió Sabrae, que hasta entonces había estado mordisqueándome la oreja mientras yo hacía lo propio con su cuello-. Dios mío. Sí.
               Estaba mojadísima. Mojadísima, abiertísima, y palpitante. La notaba cálida en mi punta, acogedora en mi piel, embriagadora en su olor.
               -Dámelo-me pidió, presionando su pecho contra el mío-. Fóllame, Alec, sí.
               Sabrae comenzó a restregarse contra mí, sus manos en mi pelo y mi espalda, su aliento acariciándome el lóbulo de la oreja, los pliegues de su puto paraíso jugueteando con el capullo de mi rabo.
               La tenía. La tenía. ¡Di que sí, Al, tío! ¡Eres el putísimo amo!
               Ya pensaría luego en cómo terminar de desnudarla. Podría hacerlo mientras me la follaba.
               Su delicioso néctar rodeaba el capullo de mi miembro. Estaba tan, tan cerca de su entrada…
               -Pásame un…-empecé, pero ella ya tenía entre los dedos un preservativo. Me eché a reír-. Vaya, vaya, ¿qué tienes en mente, nena?
               -Quiero follar-lloriqueó-. Por favor, fóllame. Quiero tenerte dentro. Quiero sentir hasta el último de tus gloriosos centímetros abrirse paso dentro de mí. Hazme gemir. Hazme jadear. Hazme gritar. Quiero gritar para ti, Alec.
               Me retiré un poco para rasgar el paquetito del preservativo, poder ponérmelo y cumplir sus deseos. Tenía las manos temblorosas, así que me llevaría un poco más de tiempo que de costumbre.
               Sabrae me puso las manos en los muslos, y subió despacio hacia mis caderas. Y entonces…
               -Desnúdate.
 
Estaba enloquecida. La mera presión de la punta de su polla contra las aberturas de mi coño había causado estragos en mí. Me había costado horrores no correrme con ese simple contacto; aún no sé cómo había conseguido mantenerme entera, pero me enorgullecía haberlo conseguido.
               Alec se merecía sentir mi primer orgasmo después de este horrible paréntesis estando dentro de mí.
               -Te voy a follar tan fuerte que no vas a poder respirar más que mi nombre-me prometió antes de retirarse para poder ponerse el condón. Me besó en el canalillo, y yo me di cuenta de que, si hubiera estado desnuda, me habría besado en un pezón (seguramente, el del piercing) de tal manera que me habría corrido allí mismo, junto a él, todavía no revuelta con él.
               Necesitaba estar desnuda. Mi piel ardía, y él era el fuego que necesitaba para terminar de consumirme. Aquello no era placer ni tampoco dolor, era otra cosa: una deliciosa tortura en la que las sensaciones se confundían, y lo único claro en mí era la urgente necesidad de poseerlo.
               -Desnúdate-le pedí mientras él se peleaba con el condón. Me pareció hasta tierno que no fuera capaz de abrirlo como lo había hecho con los demás, casi con una sola mano, colocándoselo en medio segundo y dándome lo que me hacía suplicarle al poco de rogárselo. Me gustaba que se tomara las cosas con calma.
               Alec levantó la vista y clavó los ojos en mí, con la boca entreabierta de estupefacción. Me parece que ni aunque le confesara que llevaba tirándome a mi hermano todo este tiempo me habría puesto esa cara. Claro que yo estaba tan ida como para no darme cuenta de nada más que de la piel que teníamos en contacto.
               -¿Eh?-jadeó, en el mismo tono que empleas cuando te pillan con las manos en la masa.
               -La camisa-expliqué, aguantándome las ganas de reír. En mi cabeza, aquel jadeo no era el de alguien cuyos planes malignos saltan por los aires, sino el de un chico tan centrado en hacer el amor con su chica que ni siquiera es consciente de las barreras de ropa que hay entre ambos-. Aún la llevas puesta.
               Alec bajó la vista, se cogió la prenda y la alejó un poco de su cuerpo, comprobando que, efectivamente, eso era así. Jugueteó con uno de sus botones, pensativo, mientras yo me retorcía debajo de él. Finalmente, respondió:
               -Sí. Eh… oye, ¿te importa si apagamos la luz?
               Parpadeé. Y, entonces, mi cabeza empezó a trabajar a su velocidad de siempre. Lo primero que pensé fue “¿este pavo me está vacilando?”.
 
 
-¿Te importa si apagamos la luz?-me escuché decir, como el putísimo subnormal que era. Inmediatamente, las voces en mi cabeza se lanzaron a por mí, sin distinguir entre amigos o enemigos: todas querían correrme a hostias.
               Puto cobarde de mierda.
               Ella no se merece esto.
               ¡Tendrías que estar besando el suelo que ella pisa y dando gracias de que te deje respirar cerca de ella, no poniéndole excusas!
               ¡Ella no se merece esto!
               Ya, bueno, pensé, notando cómo el pecho se me iba hundiendo a medida que la frase cobraba forma en mi cabeza, como una bola de papel que pretendía convertir en el arma contra un búnker, tampoco me merece a mí.
               -¿Qué?-contestó ella con un hilo de voz.
               -La luz. Es que… yo creo que con la guirnalda ya basta-respondí, señalándola con la mandíbula. Sabrae se giró y la miró, sin poder creerse que estuviera tratando de hacer que eso colara. Por supuesto que no bastaba; la guirnalda era decorativa, no pensada para hacer nada que requiriera la vista bajo su protección. Nos sumiría en una penumbra en la que yo no podría disfrutar de su perfecta anatomía, vale, pero ella tampoco tenía por qué verme. El hechizo podía mantenerse siempre y cuando hiciéramos que el juego de humo y sombras no pasara a ser de humo y luz.
               Sabrae se giró despacio de nuevo para mirarme, toda piernas, excitación, perfección y hermosura a partes iguales. Sus ojos estaban cargados de confusión; jamás le había pedido nada semejante (todo lo contrario, más bien), así que no entendía ni siquiera que yo tuviera la capacidad de pronunciar aquellas palabras de forma consecutiva, formando esa frase en particular.
               -La guirnalda es muy débil-observó-. ¿No crees que no veremos nada?
               -Bueno, no es que para el sexo haga falta ver mucho-bromeé, pasándome una mano por el pelo y fingiendo que aquello no tenía la importancia que tenía, mientras las voces en mi cabeza chillaban cada vez más fuerte.
               Sabrae parpadeó más despacio aún de lo que se había girado. Fue tan lento que ni siquiera sé si eso podía calificarse de movimiento.
               -Eh… vale-cedí-, y tiré un poco de la camisa-. Esto, eh, vale… ¿te importa si no me quito la camisa?
               Justo cuando pensé que no podía abrir más los ojos, me demostró que me equivocaba.
               -Hombre, pues sí-espetó, como si fuera evidente-. Claro que me importa, Alec. Es decir…-carraspeó, dándose cuenta de por dónde iban los tiros, y suavizando su tono-.  ¿Por qué no quieres quitártela? Así no voy a poder verte, y sabes que me encanta verte. Es de lo que más me gusta del sexo-se incorporó hasta quedar arrodillada frente a mí, su pecho vestido frente al mío, también vestido. Me acarició los antebrazos arriba y abajo, arriba y abajo, del codo a la muñeca, de la muñeca al codo, y así vuelta a empezar. De eso se trata, pensé, de que no me veas-. Adoro verte el pecho; sabes que me encanta mirarte mientras lo hacemos.
               -Te encantaba antes-respondí, haciendo énfasis en la última palabra, que para mí era esencial. Sabrae rió, nerviosa, y negó con la cabeza.
               -Me encanta también ahora. Y me encantará siempre.
               -No es verdad. No sabes lo que dices. Tú… creo que no eres consciente de lo jodido que estoy.
               -Eres un exagerado-sonrió, inclinándose para darme un beso en los labios, pero yo me aparté.
               -No, no lo soy. Yo me he visto, y… sé que no te voy a poner. Lo sé. Y no quiero… no quiero obligarte a que hagas nada conmigo simplemente porque sientes que me lo debes-negué con la cabeza, cogiéndole la mano y mirándole la palma, como si sus líneas estuvieran escritas las rutas por las que pudiéramos sortear esto-. Eres demasiado buena para decirme que no, pero yo no…
               -Al, de verdad, creo que estás exagerando muchísimo. Sabes que me gustas. Mira cómo estoy-abrió los brazos, como si necesitara llamar mi atención hacia su cuerpo-. Todo esto es por ti.
               -No-respondí, tozudo-. Todo esto es por él.
               -¿Él?
               -Alec Whitelaw-expliqué-. El Fuckboy Original. Y yo ya no soy él. No es que lo quiera, pero…-agaché de nuevo la cabeza-. Tampoco podría, aunque quisiera.
 
 
Sentí cómo algo dentro de mí se desencajaba. Creo que fue mi corazón.
               ¿Cómo podía decir eso? Por supuesto que era Alec Whitelaw. Lo sería toda su vida, sin importar su peso, su complexión, o lo que le pasara. Independientemente de su físico, su atractivo innato era lo que hacía que yo estuviera así.
               Me había enamorado de él, no de su físico. De lo que tenía dentro de él.
               Estaba empezando a enfadarme, a enfadarme de verdad, pero sabía que no podía regañarle. Estaba mal, visiblemente mal. Lo suficientemente mal como para resistirse a acostarse conmigo simplemente porque sus inseguridades eran más fuertes que sus ansias de mí.
               Por primera vez desde que nos habían anunciado que podría irse del hospital pronto, me planteé si no habría sido demasiado precipitado todo. Si no habríamos presionado sin querer. Si él todavía no estaría preparado para que le dieran el alta. Si sería suficiente con hacer terapia en días alternos, en lugar de todos los días.
               Si estaba listo para volver a estar juntos.
               Le cogí la mano y entrelacé mis dedos con los suyos.
               -No-asentí-. Tú ya no eres él. Y gracias a Dios. Yo no podría haber esperado al Fuckboy Original como te he esperado a ti. Pero te equivocas en una cosa. Puede que él fuera Alec Whitelaw, pero tú también lo eres. Tú eres más Alec Whitelaw ahora de lo que lo has sido en toda tu vida, Al.
               -No estoy tan seguro…
               -Yo sí-le interrumpí-. Yo te veo. Sé cómo eres. Y también estoy dentro de mí, así que sé que… sé que todo esto-me señalé el cuerpo con un giro de la mano que tenía libre-, mi piel de gallina, mi respiración acelerada, mis mejillas sonrosadas y mi coño hambriento no tiene nada que ver con alguna absurda fantasía del pasado. Estoy excitada de verdad, Alec. Estoy cachonda perdida, y es por ti, por cómo eres ahora, no por lo que fuiste en un pasado que ya ni siquiera me importa.
               -No hagas eso. No me quites los méritos de lo que te hice. Es lo único que me queda.
               -Pues no hagas esto tú, Al. Nos queda toda la vida por delante. No pienses que lo que hicimos en el pasado es lo mejor que nos va a pasar nunca, porque yo estoy segura de que no va a ser así.
               Alec inhaló y exhaló despacio, conteniéndose para no bufar ni llevarme la contraria.
               -Mira, entiendo que has pasado por mucho. Sé que tu físico ha cambiado, pero no eres otra persona. Eres perfectamente reconocible. Yo no me senté a tu lado mientras estabas en coma y traté de despertarte de todas las formas posibles porque quería follarte hasta reventar. Lo hice porque te quiero. Y quiero estar contigo. No puedes decirme que no estás tan bueno como antes, porque antes no tenías el atractivo que ahora sí.
               -¿Ser un puto lisiado con el cuerpo destrozado?-escupió, rencoroso.
               -Ser mi novio.
               Parpadeó despacio, y yo me separé un poco de él para darle espacio. Me aparté el pelo de la cara, colocándomelo tras las orejas, y, con las piernas cruzadas a lo indio, puse las cartas sobre la mesa.
               ¿Quería que me diera tal meneo que no pudiera sentarme en dos semanas? Por supuesto.
               Pero más quería que él disfrutara de ese meneo.
               -Mira, sé que hemos esperado mucho, pero no me debes absolutamente nada. Así que, si quieres esperar, podemos esperar. Si no te sientes cómodo, tal vez lo mejor sea…
               -¿¡Esperar!?-estalló-. ¡Ya hemos esperado bastante, Sabrae! No puedo esperar; tú estás demasiado guapa, y… y… y tengo la polla al aire. Estás mal de la puta cabeza si piensas que ahora voy a poder guardármela en otra funda que no sea tu coño. Lo siento por ser tan directo, pero… así son las cosas. Yo también necesito follar. No soy de piedra, ¿sabes? Llevo dos putos meses encerrado en esa habitación de mierda, soñando día sí y día también que te follo en tantas posturas que me sorprende que no me hayan llamado para hacer una edición extendida del Kamasutra, y… ni de broma. Es que no puedo esperar más, Sabrae. No puedo.
               -Vale. Vale, no te preocupes. Yo sólo… bueno, lo decía. La opción está ahí.
               -Esperar no es una opción para mí, nena. Lo siento, pero… no.
               -Bueno, y entonces, si no querías esperar, ¿qué pretendías hacer? ¿Cuál era tu plan una vez yo te pidiera desnudarte?
               -Te comería el coño-soltó sin rodeos. Parpadeé.
               -¿Así de simple?
               -No te hagas la ofendida, guapa; sabes que se te olvida absolutamente todo cuando te meto la lengua en la vagina. Por no hablar de que te vuelves dócil como un corderito.
               -¿Y qué hay de ti?
               -Lo haríamos por detrás.
               Me eché a reír y le di una palmada en el hombro.
               -Vas a tener que hacer algo más que dejar que te atropelle un coche para que te deje darme por culo, chato.
               -No hablo de sexo anal, so lerda. Joder, yo estaré hecho mierda, pero hay cosas que nunca cambian; sigues tan obsesionada como antes, ¿eh? No, lo que yo pensaba era… tumbarte sobre tu vientre, ponerte el culo en pompa y…-me acarició la cara interna de la rodilla, el muslo, y hubiera seguido si yo no le hubiera dado un manotazo.
               -Ya. ¿Y no has pensado que yo querría verte?
               -¿Y por qué ibas a querer verme?
               -¡No lo sé, Alec, ¿quizá porque llevo dos meses sin verte desnudo y me muero de ganas por lamerte el pecho y chuparte los pezones y los huevos?! ¡¡Pienso yo, ¿eh?!!
               Me dedicó una sonrisa cargada de segundas intenciones.
               -Bueno, si quieres ir empezando por mis huevos…
               -¿Yo tengo que desnudarme si tú no lo haces?-inquirí, ignorando su coqueteo.
               -Lo que tú quieras-respondió, cambiando de actitud al momento.
               -¿Tú qué quieres?
               -¿De verdad lo tienes que preguntar?
               -No sé; como ahora se te ha metido en la cabeza que no me pones, quizá las lesiones cerebrales también alcancen a tus ganas de verme desnuda.
               -Sabrae-replicó, muy serio de repente-, ni estando muerto no tendría ganas de verte desnuda. Si pudiera elegir la manera en que fuera a morir, sería echando un polvo contigo, y no te creas que lo haríamos por detrás. Me gusta verte. Me encanta. Lo adoro, joder. Ya lo sabes. Adoro tu cara y tus tetas y tu… bueno, tu todo. Si todavía estás vestida, es porque no me siento con derecho a pedirte que te desnudes si yo no estoy dispuesto a hacerlo.
               -Entonces, ¿es así de simple? ¿No estás dispuesto a desnudarte?
               -Tú no quieres que me desnude.
               -Alec-respondí, imitando ese tono repelente con el que acababa de decir mi nombre-, si ahora mismo no me estás metiendo la polla hasta las pelotas es porque te he pedido que te desnudes, y tú estás emperrado en que no quieres. ¿Tan pocas ganas crees que tengo de sexo como para no…?
               -No digo que no lo quieras. Claro que lo quieres. Joder, yo también lo querría si no supiera cómo tengo el pecho. ¿Te crees que no veía cómo se te iluminaban los ojos al verme antes? ¿Por qué coño crees que me he matado en el gimnasio los últimos meses? Para estar a la altura para ti. Para que siguieras mojando las bragas como lo hacías cuando yo me quitaba la camisa.
               -Vale, ¿y por qué no iba yo a seguir mojándolas? ¿Acaso te han salido escamas? ¿Tienes pecho de dragón de Komodo, o algo así?
               -No-admitió, entrecerrando los ojos.
               -Vale, entonces creo que podré con ello.
               Alec suspiró. Se pasó una mano por el pelo. Noté que se le había bajado bastante la erección.
               Musitó algo por lo bajo y yo lo miré.
               -¿Mm?
               -Que no quiero que me veas-admitió, y toda mi mala leche desapareció, sustituida en su lugar por un profundo sentimiento de lástima.
               -¿Por qué?
               -Porque estoy horrible, Sabrae.
               Me dieron ganas de llorar. En serio. Alec era la clase de hombre que siempre iba a ser guapo, le pasara lo que le pasase. Así de fiel era su buena apariencia, igual que yo. Jamás le daría de lado, y yo tampoco. Sólo tenía que hacer que viera que sería siempre así. Me había costado convencerle de que no le abandonaría, pero por fin lo había asumido. Esta conversación habría sido muy distinta hacía tan solo un mes: en vez de “no te gustaré”, la premisa de Alec sería “no te gustaré, y te irás”.
               Ya habíamos pasado lo peor. Sólo nos quedaba un último esfuerzo antes de cruzar la línea de meta.
               -Cariño, no es verdad. Es imposible que estés mal. Mírame-le pedí, y le tomé de la mandíbula-. Mírame, mi amor. Mírame, y escúchame. Puede que no estés en tu mejor forma física. Eso es perfectamente normal. Has pasado por mucho, has sobrevivido a cosas que acabarían con otra gente, pero ahora estás aquí. Entiendo que te sientas pequeño y que creas que todo el mundo te puede, pero no es así. E, incluso si lo fuera, no pasa absolutamente nada por ser vulnerable. Yo te veo más guapo ahora de lo que te lo he visto nunca. Quizá no estés tan bueno; sinceramente, lo dudo, pero cada uno tiene derecho a tener su opinión, incluso aunque sea errónea. Pero estás infinitamente más guapo. Antes eras un dios. Ahora, eres un hombre. Y yo soy una mujer. Una mujer que lleva tanto tiempo sin ver a su hombre tal y como vino al mundo que empieza a preguntarse para qué necesita sus ojos-ronroneé, frotando mi nariz con la suya. Las pestañas de Alec me acariciaron las mejillas-. Por favor. Date una oportunidad. Yo me desnudaré para ti independientemente de lo que hagas, pero… déjame ser egoísta. Te echo de menos. Déjame verte.
               Alec se apartó para mirarme. Sus ojos se conectaron con los míos, buscando algún tipo de treta que él sabía que no estaba ahí. Pero las inseguridades son muy traicioneras, y saben abonar bien la desconfianza.
               -Si no te gusto…
               -Me gustarás.
               -Pero si no lo hago, dímelo-sentenció-. Quiero que lo disfrutes.
               -Me gustarás-repetí.
               -Prométemelo, Sabrae.
               -Está bien. Te lo prometo. Pero, de todos modos, me gustarás.
               -Ya lo veremos-rió, cínico-. Estoy lleno de cicatrices.
               -¿Y? Seguro que son hermosas. Son las marcas de la manera en que luchaste por quedarte conmigo. Las grietas por las que te colaste para regresar a mí.
 
Tenía que reconocerle algo a la chiquilla: tenía un don con las palabras que dudaba que compartiera con nadie más en el mundo. Ni siquiera con alguien de su familia; ni siendo hija de sangre de Zayn podría haber heredado con más facilidad sus habilidades, ya no digamos mejorarlas como lo hacía.
               Seguro que son hermosas. Bueno, yo no las tenía todas conmigo respecto a eso. Es decir, si me dieran a elegir entre mi cuerpo de antes y el de ahora, mi elección era clara. Dudaba que nadie necesitara que me preguntaran; para mí, no había opción posible.
               Son las marcas de la manera en que luchaste por quedarte conmigo. Vale, quizá un poco exagerado y demasiado poético para mi gusto, pero lo cierto es que tenía razón. Las cicatrices eran las líneas de puntos que algún biógrafo tendría que seguir para comprender cómo había conseguido llegar hasta la edad que me tocara vivir (esperaba que fueran muchos años, y esperaba que fueran con ella) sin que el accidente hubiera supuesto el abrupto punto y final que debería haber supuesto. Si no me hubieran sacado los cristales del pecho, yo no estaría ahora ahí. Así que… bueno, de acuerdo. Eran los límites de la zona de guerra en la que yo había visto peligrar mi supervivencia.
               Las grietas por las que te colaste para regresar a mí. Recordé la sensación de estar desparramándome lenta pero inexorablemente en el asfalto, el vacío que había supuesto el tiempo en que mi corazón se había parado… y la manera en que su rostro y su nombre habían sido el único anclaje con el mundo que ahora habitaba que había resistido al embate del coche.
               Había girado sin control, sin gravedad, perdido en un espacio inmenso del que no tendría escapatoria. Y luego, la fuerza gravitatoria de Sabrae había impedido que saliera despedido hacia la soledad más eterna.
               Así que, sí, me había colado por ahí para volver a mi cuerpo, el único lugar en el que podía sentirla.
               -Vamos a hacerle el amor a tu supervivencia-finalizó mientras yo la miraba. En sus ojos, se formuló una pregunta. Una ligerísima elevación de sus cejas de azabache, como dos nubes de tormenta en el horizonte que prometían acabar con la seguía y salvar las cosechas, fue la interrogación.
               Le solté la mano que me había cogido y asentí despacio con la cabeza, sabiendo que no necesitaría que se lo dijera para hacerlo.
               Y, mientras ella empezó a desabotonarme la camisa, un sentimiento nuevo se apoderó de mí. No dejaba de tener resquicios de algo que me resultaba vagamente familiar, como si hubiera sitios en los que no hubiera encajado antes. No obstante, conocido o desconocido, esta sensación nunca había sido tan intensa.
               Esa sensación era el miedo a no ser suficiente.
               Mi cuerpo siempre había cumplido con los estándares de belleza que se esperaban de los hombres. Yo era, literalmente, el canon al que los demás aspiraban. No sólo lo veía cuando me miraba al espejo, sino también cuando me acercaba a un grupo de tíos, o ellos se acercaban a mí: la manera en que me escaneaban, analizando cada rincón de mi anatomía con el respeto y la tirria que sólo los competidores podemos sentir los unos por los otros. Mi cuerpo podía hacer que pavos que pensaban tener a una chavala en el bote y un polvo garantizado para esa noche, los más gallos de su grupo de amigos, se retiraran con el rabo entre las piernas porque simplemente no podían competir conmigo. Con el puto Alec Whitelaw.
               Si había algo que quizá no fuera perfecto en mí era mi personalidad, e incluso con eso me las apañaba para que las tías se volvieran chifladas conmigo. La noche convertía mi cuerpo en un agujero negro; mi carisma, las chorradas que decía en la perdición de todas las chicas sobre las que posaba la vista y a las que me proponía conquistar. Incluso con las malas cartas que me había proporcionado la vida al respecto de mi inteligencia (que tampoco es que fuera imbécil, precisamente) o mi chulería (que nunca se convertía en faltas de respeto, aunque sí podía ser malinterpretada como prepotencia), me las había apañado para hacer que las tías se volvieran chifladas conmigo por el mero hecho de que el envoltorio del regalo ya les entraba por los ojos.
               Ya sabían cómo era yo cuando se quitaban la ropa, y cuando me la quitaban a mí, se encontraban con una grata sorpresa: todas sus fantasías se habían hecho realidad. Tenía los pectorales esculpidos como lo aparentaba la camisa, unos abdominales bien definidos, como tallados en mármol; mis piernas eran musculosas, igual que mis brazos, contra los que hasta la más mojigata terminaba restregándose como una gata en celo. Tenía la espalda de un dios y un culo de héroe, respingón, redondeado y en su sitio. Y mi polla era mejor de lo que ellas podían imaginarse: gorda, grande (lo suficiente como para que se relamieran al verla a pesar de que muchas se preguntaban si no les haría daño, para luego decidir que sufrirían gustosas), e incluso bonita.
               Venían buscando un polvazo, y se encontraban con sexo celestial. Yo era la cúspide de la belleza masculina, el tío más bueno con el que podían follar, y por eso disfrutaban como putas que le regalan un polvo a un cliente que les ha atraído conmigo, y me utilizaban para sus mayores perversiones sabiendo que una oportunidad como ésta no volvería a presentárseles en la vida.
               Por eso estaba seguro cuando me quitaba la ropa. Por eso jugaba con mis botones cuando me quitaba la camisa. Por eso me entretenía bajándome la bragueta.
               Porque me follaban con los ojos antes que con cualquier otra cosa.
               En cambio, ahora, era todo menos perfección. Estaba magullado, lleno de cicatrices y heridas aún a medio curar, roto y destrozado… e, incluso, fofo, por no decir gordo. Ese cuerpo no estaba a la altura de lo que Sabrae había visto con anterioridad, no era l cuerpo que la había seducido ni le había hecho soportar mi personalidad de mierda. No estaba a la altura del dios que había sido, y dado que sólo los dioses follan con las diosas, sólo podía esperar que ella me perdonara por esta vez, que no se fijara demasiado en mis imperfecciones: mis michelines, mis cicatrices, y mis magulladuras. Que no hiciera caso de todo lo que gritaba “¡es mortal, es mortal, no es un dios, sólo es un mortal!” y se abriera de piernas para mí, y me dejara poseerla aunque fuera una última vez, antes de vestirse y señalarme con un dedo acusador por ser un fraude.
                No me gustaba esa sensación de que estábamos a punto de tener nuestra última vez. No quería que las cosas cambiaran entre nosotros. No quería… no quería dejar de ser su novio. Me encantaba ese nuevo papel que ella me había asignado, el mejor que me había tocado interpretar en toda mi vida.
               Joder… justo ahora que estaba a punto de follar como novio por primera vez en toda mi vida, y cuando yo más lo deseaba, era cuando menos derecho tenía a hacerlo. Menuda puta coña.
               Lenta, muy lentamente, deleitándose en el proceso como el celiaco que prepara un plato con gluten que sabe que no podrá degustar jamás, Sabrae me fue desabotonando la camisa.
               Miró mi pecho como lo había mirado siempre, y como nunca a la vez: como si le doliera a ella también. Como si la sangre que había derramado en el asfalto también se escapara de sus venas.
               Y luego, justo cuando pensé que apartaría la vista, incapaz de seguir fingiendo más, metió las manos por el interior de mi camisa. Esperé. Esperé, y esperé mientras Sabrae pasaba la yema de los dedos por los límites de mis cicatrices, poniendo cuidado en no hacer presión. Llegó hasta mis hombros, y entonces, lentamente, empujó suavemente la tela de algodón para terminar de desnudarme.
               Ahora, sólo estaba en calzoncillos. No supe si tenía pensado quitármelos, pero me daba miedo preguntar. Con gesto de concentración, mi (todavía) chica se puso a analizar todos y cada uno de los rayos rojos, morados y blanquecinos que me convertían en el único tigre del mundo que caminaba sobre dos patas.
               -Qué suerte-dijo, viendo cómo la camisa terminaba de deslizarse por mis brazos, y yo salía de ella.
               -¿Qué?
               -La camisa. Tiene suerte.
               -¿Por qué?
               -Porque te abraza siempre, y ahora mira cómo te deja: con caricias, diciéndote que te quiere.
 
 Mi amadísimo Alec. ¿Qué le habían hecho? Era como un templo en ruinas, glorioso y magnífico antaño, que se había alzado alto, lujoso y orgulloso en el pasado, y que ahora se esparcía por el suelo en fragmentos descompensados.
               Y no. No lo digo por sus cicatrices. Lo digo por la manera en que intentaba taparse a pesar de que me había dado permiso para mirarle.
               Lo cierto es que sí, había mucho cambio entre lo que había sido y lo que era ahora. Sus músculos ya no estaban tan definidos, especialmente donde tenía los abdominales; no es que tuviera barriguita ni mucho menos, pero allí donde antes había surcos bien claros, como fronteras en un mapa, ahora apenas quedaban sombras. Sus pectorales ya no estaban tan hinchados como en el pasado, aunque en estos sí que se notaba todavía el músculo. Los brazos también estaba más delgados, pero eran los que menos habían acusado el cambio.
               Lo que más se notaba eran todos los cortes que antes no estaban ahí. Había procurado mantener una expresión neutra mientras le abría la camisa, pero el enorme borde sonrosado que ahora dividía su pecho en dos me había preocupado, no por su estética, sino por el dolor que Alec había soportado en absoluto silencio. Ojalá se hubiera atrevido a hablar de él.
               Tenía marcas por todas partes, de más o menos tamaño; cortes regulares y arañazos anchos alrededor de todo el torso, sin olvidar la extraña flor que su piel había formado allí donde se había ido cerrando la herida del hombro. Parecía el último guerrero que había vuelto vivo de la más cruda de las batallas, el hijo más joven de Esparta que había conseguido salvar a su ciudad.
               Había dejado de ser un luchador, un boxeador. Ahora, no sólo sus puños estaban manchados de sangre. Todo su cuerpo lo estaba, pero de la suya.
               Y a mí me gustaba. Porque, aunque su yo del pasado también había sido perfecto, éste no dejaba de serlo. Quizá su pecho estuviera lleno de magulladuras, pero servía a su propósito inicial: ser su seno y, a la vez, mi cuna. Atesorar todos sus órganos, y también mi corazón.
               Alec ya no estaba tan bueno como antes, pero eso podía solucionarse retomando el ejercicio regular, que sabía que le vendría bien tanto física como mentalmente. No obstante, estaba infinitamente más guapo, caminando sobre el mundo como un hombre. Un hombre presente, y no un dios inalcanzable.
               -Eres precioso-jadeé, admirada. No podía creerme que alguien así fuese mío, que aquellas cicatrices estuvieran allí porque él había querido regresar a mi lado, y había vertido todo lo que tenía, absolutamente todo, para lograrlo.
               -Doy miedo-respondió, y yo negué con la cabeza.
               -Estás increíble. Como suponía, exagerabas. Estás genial-respondí, acercándome más a él y sentándome sobre sus piernas. Ahora que tenía las cicatrices indicándome dónde le podía doler más, sería más cuidadosa. Seguramente las detestaría todavía más por eso, pero me daba igual: estaba allí para cuidarlo y hacerlo sentir seguro, no para que se creyera invencible. Todo su cuerpo le gritaba que no lo era, igual que me recordaba a mí lo afortunada que era por esta segunda oportunidad que el mundo nos había brindado.
               -Parece que me haya caído en una trituradora de papel.
               -Estás muy guapo.
               -Son horribles.
               -Son bonitas. Te hacen vivo. Y mío. Me alegro de que existan. Es mil veces mejor que estén aquí, decorando tu precioso cuerpo, a que tú estés bajo tierra, intacto e imperecedero.
               Alec tragó saliva y me miró con ojos húmedos.
               -No sé qué me ves, Sabrae, de verdad-jadeó-. Si quieres irte, yo… lo entenderé.
               Tomé su rostro entre las manos y lo hice mirarme.
               -¿Eres tonto? Un par de arañazos no son suficiente para asustarme. Estoy enamorada de ti, Alec Theodore Whitelaw. Eres la persona más genial que conozco, y tengo muchas ganas de quitarme la ropa para ti, y  hacerte el amor tan despacio que cuando se acabe el mundo, nosotros todavía estemos en ello.
               Me incliné para sellar mi promesa con un beso en los labios en el que él se dejó llevar con moderado entusiasmo. Sabía lo mucho que le quería, así que sospechaba que estaba haciendo todo eso para tratar de consolarle.
               -Ahora te quiero incluso más que antes.
               -Pues no tiene sentido. Tengo defectos. Ahora… si fuera un coche-soltó de repente-, ¿cuánto pagarías por mí? Seguro que no mucho.
               -Alec, tú no eres un coche.
               -Ya, pero en el hipotético caso… ¿cuánto?-puse los ojos en blanco-. Saab, por favor. Es importante.
               -¿Quieres saber cuánto tienes que destinar de lo que te pague Amazon a conseguir librarte de mí? Porque ni aunque mi madre te consiguiera mil millones podrías hacer que me alejara de ti.
               -Nena, por favor.
               -Me gusta más ir en bici, Al-respondí-. Puedes montarlas. No creo que comprara un coche ahora mismo. Aunque, si has pensado en un coche justo porque puedo montarte… de verdad, no hay dinero en el mundo que pueda pagarlo.
               Se le encendieron los ojos por primera vez en toda la noche.
               -¿De veras?
               -Pues claro. Estás buenísimo. Eres guapo. Me caes genial. Me atraes, te deseo, y te quiero. Lo tienes todo, Al.
               -Antes estaba más bueno. Ahora tengo esto-se señaló el pecho, y yo me encogí de hombros.
               -A mí me gustan. Me recuerdan a los arañazos que te hago cuando el sexo es bueno.
               -O sea-contestó, seguro de sí mismo por fin-. Siempre.
                Yo también sonreí, me incliné hacia él, y volví a besarle. Despacio pero profundamente, deleitándome en el sabor a sexo incipiente que había en su lengua. Con timidez, pero decidida a que empezara a aceptarlas como una parte hermosa de él, empecé a pasar los dedos por sus cicatrices. Acostúmbrate a que haga esto, porque no pienso dejar de adorarlas, igual que adoro al resto de ti.
              
 
No sé en qué momento le hice creer que lo que yo necesitaba era que comenzara a besarlas para que yo empezara a quererlas, pero lo cierto es que, cuando Sabrae se separó de mí, me empujó suavemente para tumbarme en la cama, y empezó a depositar suaves besos sobre mi pecho, siguiendo con los labios las líneas que habían trazado bisturíes y esquirlas por igual, pensé que me había muerto.
               Y que estaba en el cielo.
               Cerré los ojos y disfruté del contacto de sus dedos en mi piel, su boca en mi piel, su cuerpo sobre el mío mientras me besaba. De nuevo, me endurecí. Si el paraíso era quererse a uno mismo, Sabrae conseguiría que me hiciera dueño de él sólo con su boca.
               Era increíble. Me había acostado con tías de todas las nacionalidades, había follado en los sitios más variopintos, en posturas que harían estremecer a los del Circo del Sol. Verdaderos pibonazos se habían puesto de rodillas frente a mí y me la habían chupado como si les fuera la vida en ello, y yo había hecho lo propio con ellas. Había hecho tríos, practicado sexo en playas, me había follado a tías despampanantes puesto de coca…
               … y el momento más erótico de toda mi vida estaba pasando ahora, en el que una cría de quince años recién cumplidos besaba mis cicatrices con la idolatría con la que muchos recitan salmos.
               Me estremecí de pies a cabeza y suspiré cuando Sabrae llegó al final de la cicatriz de mi pecho, y continuó bajando y bajando hasta mi ombligo. Su mano buscó la mía sobre el colchón, y cuando nuestros dedos se entrelazaron, le di un suave apretón.
               Me miró.
               -¿Me dejas verte?
               Sonrió y asintió con la cabeza. Me incorporé de nuevo, no sin cierta dificultad (es complicado hacer abdominales cuando llevas semanas encamado, y más con una erección como la que yo tenía), y, entre beso y beso, Sabrae me dejó quitarle la blusa.
               Sus hermosos, generosos y redondeados pechos estaban ocultos en un sujetador de encaje blanco que resaltaba el moreno de su piel. Entre sus pechos, una tira dorada de joyería corporal se zambullía para luego dividirse justo a la altura de su ombligo, cubriendo sus caderas y volviéndose a unir en su espalda.
               Su sexo estaba cubierto por unas braguitas también blancas, y también de encaje, a juego con su sujetador. A juzgar por lo que había visto en las escaleras, quizá no fueran braguitas, sino más bien un tanga.
               Todo blanco, puro. Todo de encaje. Todo propio de una novia el día de su boda.
               -¿Qué vas a llevar de lencería si algún día nos casamos, si ya vas así cuando sólo me han dado el alta?-le pregunté, y ella sonrió.
               -¿Si?-repitió, y yo le devolví la sonrisa.
               -Cuándo-me corregí. Sabrae se acercó a mí, jugueteó contra mis labios:
               -Ya se me ocurrirá cómo sorprenderte el día que nos casemos.
               Me besó de nuevo, disfrutando del contacto entre nuestras bocas. Tiré de ella para pegarla aún más a mí, de manera que sus pechos estuvieran pegados al mío, su entrepierna presionando suavemente la mía. Le bajé los tirantes sin pensármelo dos veces, pero no por eso siendo brusco. Disfruté del proceso igual que ella había disfrutado de besarme a mí.
               Entonces, Sabrae se llevó las manos a la espalda y se desabrochó el sujetador. Lo dejó caer entre nosotros, y se estremeció al notar el contacto de mi piel contra la de sus pezones, mucho más sensibles. Los noté duros y erectos. Dejando un rastro de besos entre su boca y su esternón, llevé mi boca hasta sus senos, y me dediqué a adorarlos con la boca. Sabrae cerró los ojos y gimió, arqueando la espalda, ofrendándome sus senos para que yo hiciera con ellos lo que se me antojara.
               La dejé tranquila, y ella abrió los ojos, borracha de felicidad. Era… es… será… perfecta. No la quería, la quiero ni la querré más alta, ni más delgada, n más blanca. No podía, puedo ni podré compararla con ninguna modelo, porque ni la mejor pagada de todas le haría justicia jamás. No había ya un “Sabrae y las demás”. Sólo un Sabrae. Las demás desaparecieron.
               Me llevé las manos al borde de los calzoncillos y me los quité. Sabrae me miró, se relamió, y se llevó las manos al borde de su tanga de encaje. En los deliciosos segundos que tardó en quedarse completamente desnuda ella también, pude apreciar que se había tomado su tiempo. Que, probablemente, hubiera ido madrugado más esa mañana que cuando tenía algún examen y se levantaba antes, nerviosa. Estaba completamente depilada, como había hecho en mi cumpleaños; y, a juzgar por lo suave que tenía la piel, también se había exfoliado. Le gustaba mimarse, y más cuando se mimaba para que yo la disfrutara.
               Sabrae separó las piernas para poder salir de su ropa interior, efectivamente, un tanga. Se inclinó y me besó, ignorando mi distracción. Me la imaginé en casa, tomándose un baño relajante, ilusionada; exfoliándose, hidratándose, perfumándose, dedicándose todos los cuidados que se le proporcionarían a una diosa. Estaba increíble; su cuerpo era la única vasija digna de guardar a una diosa como ella. Su rostro, sus pechos, su vientre, su entrepierna, sus muslos…
 
 
Estábamos besándonos, a punto de coger un nuevo preservativo, cuando noté un líquido caliente derramarse por entre mis piernas, justo donde estaba Alec.
               De repente, él se puso rígido como una estatua, y miró hacia abajo con la estupefacción de los personajes de series a quienes apuñalan en medio de un beso.
               Su rubor nació de su pecho, expandiéndose por su cuerpo con la rapidez del invierno llegado diciembre. Siguió el mismo camino que su sangre, hasta que todo él se puso rojo como un tomate.
               -Hostia puta-jadeó-. Dios mío. Joder. Hostia. Joder. Dios.
               Miré hacia abajo por fin, confirmando unas sospechas que yo no sabía ni que tenía. Sólo cuando vi el minúsculo charquito sobresaliendo tanto de mis piernas como de las de Alec pude apreciar lo que era.
               Alec empezó a balbucear a toda velocidad, tanto en inglés como en griego y ruso, mientras yo miraba su semen sobre nuestras piernas como si fuera la primera vez que me encontraba con esa situación.
               Bueno, sí que era la primera vez que me encontraba en la tesitura de que un chico con el que yo me acostaba se corriera antes de metérmela, pero… aun así, me parecía surrealista.
               -Dios mío, Sabrae, lo siento un montón, no sé qué coño me ha pasado, yo… Joder, perdona, de verdad, no pretendía… es la primera vez que me pasa; te juro por Dios que nunca me ha pasado esto, no sé qué coño…
               -Sí. Eso decís todos-me escuché decir, y Alec abrió la boca y me miró con ojos como platos. Y, entonces, me eché a reír, completamente ida. Alec cerró la boca e hizo una mueca de fastidio-. ¡Coño! Cuando dijiste que no podías esperar, no pensé que fuera de forma tan literal. ¡Sí que no podías!-aullé, riéndome a carcajada limpia mientras Alec cambiaba de vergüenza a enfado.
               -Corre a sujetar la puerta, Sabrae, no se vaya a escapar la gracia.
               -Lo siento, ¡lo siento! Perdóname, es que ¡es divertidísimo! ¡JESÚS!-aullé, tirándome sobre la cama y descojonándome como no lo había hecho en mi vida. Llevábamos semanas aguantando para que Alec se corriera nada más ver mi coño. Tócate los huevos.
               -Eres tonta. Pero tonta, tonta. La madre que te parió. Menuda imbécil estás tú hecha. Lo que tienes de guapa lo tienes de retrasada.
               -¡¡¿Tan bonito tengo el coño?!!
               -¡¡DÉJAME TRANQUILO!!-bramó, tirándome la almohada a la cara.
               -¿Lo has disfrutado?
               -¡ERES UNA GILIPOLLAS!
               Me limpié las lágrimas de risa mientras seguía dando patadas al aire, y Alec se levantó.
               -De puta madre. No sólo tengo el cuerpo hecho trizas, sino que ahora ni siquiera soy capaz de meterla-comentó con amargura, y mis carcajadas se detuvieron en el acto. Mierda. Había sido una insensible.
               -Lo siento. Lo siento muchísimo, Al. No pretendía… no quería hacer que te sintiera mal. Es sólo que… no me lo esperaba para nada.
               -Ah, te debes de creer que yo suelo correrme viéndoles las rodillas a las tías-espetó, fulminándome con la mirada, y yo me aguanté la risa, porque la verdad es que la imagen mental que me formé tenía bastante gracia.
               -Perdona. He sido una insensible, y te pido disculpas. Yo... no sé qué me ha pasado, de verdad. En serio, es que no me lo esperaba. Y, por supuesto, no quiero decir que a ti no te haya sorprendido también. Simplemente… bueno, la cara que has puesto ha sido épica. Y la situación en sí...
               -Ya. Menuda mierda-se pasó una mano por el pelo y se mordió el labio de una forma muy sexy-. Escucha, nena, siento un montón habernos jodido el polvo de esta manera. ¿Quién iba a decir que estar tanto tiempo sin meterla fuera a volverme así de patético? Joder, no voy a volver a vacilar a Jordan en mi puñetera vida-se frotó la cara y negó con la cabeza. Todavía con las manos sobre la cara, gorgoteó-: por Dios.
               -No nos has jodido nada. Todavía queda mucha noche.
               Rió entre dientes, irónico.
               -Además… tiene cierto morbo ver que tu cuerpo reaccione de esta manera al mío, ¿no te parece?
               Se separó las manos lo justo y necesario para poder mirarme.
               -Bueno, ¿qué esperabas?
               -¿Te hago un croquis? Si no recuerdo mal, en tu grupo tenéis cierto PowerPoint…
               Esta vez fue él el que se rió.
               -No voy a volver a hablar con Jordan en la vida.
               -Ven-le pedí, estirando las manos. Él se acercó a mí y me dio un beso en la frente-. ¿Estás bien?-asintió-. Ven, siéntate. Te limpiaré. Espera un segundito…-me levanté y fui derecha al cajón de su escritorio donde guardaba una caja de pañuelos “para emergencias”. Aquello lo era, claro que no del tipo de emergencias que habían hecho que Alec la tuviera a tan buen recaudo.
               Con cuidado de evitar que ni una sola gota se deslizara a mi entrepierna, me limpié primero a mí, y después, a él.
               Vi que me había dejado una minúscula perlita traslúcida sobre el hueso de la cadera. Levanté la vista y miré a Alec.
 
Recogió la gotita que le había quedado por limpiar de su piel con la yema del dedo. Sin romper el contacto visual, la muy cabrona se lo llevó a la boca, y lo chupó.
               Si no me hubiera convertido ya en un eyaculador precoz de mierda, habría sido ese el momento en el que habría pasado de estar en la cúspide del escalafón sexual a caer a lo más bajo.
               Sabrae se estremeció de pies a cabeza al saborear ese regusto tan familiar que tanto le gustaba, con los ojos cerrados y la carne de gallina. Pude ver cómo su sexo se abría un poco más, igual que una flor de loto celebrando la lluvia.
               -Cómo echaba de menos tu placer-gimió.
               ¿Esas teníamos, eh? Muy bien. A este juego podían jugar dos.
               -¿Me dejas probar mi placer de tu piel?
               Sabrae me miró. No dijo absolutamente nada, seguramente porque yo me reía de ella cuando se ponía a gimotear como una perra en celo, que era justo lo que era ahora. Sonriendo, me incliné hacia ella hasta quedar tumbado con la cara prácticamente junto a su sexo. Sin embargo, no estaba lo bastante cerca como para darle a ella lo que más quería.
               Sin romper el contacto visual con ella en ningún momento, igual que ella había hecho conmigo, lamí ese rinconcito de su anatomía en el que antes había estado mi semen. Todavía quedaba un poco del regusto a hombre que tantas veces me había hecho probar de sus labios.
               Fantaseando con la posibilidad de probarlo un día directamente desde su vagina, poniendo el colofón perfecto a un polvo increíble en el que los dos seguramente incluso nos corriéramos a la vez, empecé a mordisquearla. Fui dejando un rastro de marquitas de dientes en su piel mientras me dirigía a su monte de Venus, y Sabrae no se quejó. Separó las piernas, dejándome espacio para que hiciera con ella lo que quisiera, y exhaló un gruñido de frustración cuando, en lugar de descender en dirección a su clítoris, continué hacia la izquierda y reproduje el camino que había seguido hasta allí, solo que estirando la ruta. Cuando llegué a su cadera, ascendí por su piel en dirección a su ombligo.
               Me pasé mis buenos diez minutos mordisqueándole la tripa antes de que ella protestara.
               -¿Tienes pensado bajar?-preguntó.
               -Cuando esté listo. Y si ya antes no podía empezar justo después de correrme, creo que ahora hay menos posibilidades todavía de que lo consiga.
               -Ya sabes a lo que me refiero-contestó, abriendo los brazos y suspirando mientras negaba con la cabeza.
               -Ah, ¿que no te referías a ir a ver la tele al salón y fingir que aquí no ha pasado nada?
               -Te puto odio a veces, ¿lo sabías?
               -Pero nena-ronroneé, masajeándole el sexo. Sabrae gimió por lo bajo-, venga, ¿dónde ha quedado tu sentido del humor, eh? Antes apreciabas una buena broma.
               -Sí, y tú antes conseguías meterla antes de disparar-acusó, alzando una ceja, y yo arqueé las mías.
               -¿Esas tenemos?
               Introduje un dedo en su interior y Sabrae ahogó un grito. Empecé a salivar como un cabrón nada más sentirla.
               -No vas a conseguirlo, ¿sabes?
               -¿El qué?
               -Distraerme lo suficiente para que… ay, mi madre-dio un manotazo en el colchón y asintió con la cabeza-. Sí-me fulminó con la mirada cuando yo solté una risita-. Va en serio, Alec. Te juro que tú y yo vamos a terminar haciéndolo, te guste o no.
               -Qué autoritaria. ¿Todas las novias sois así?-le di un mordisquito en la cara interna del muslo mientras sacaba el dedo de su interior, y luego lo lamía. Sabrae casi se vuelve loca al verme.
               -¿Te acuerdas de la primera vez que hicimos el amor?-preguntó, y yo me detuve. Esperé a que continuara con la desconfianza llameando en la mirada-. Yo estaba asustadísima, y tú… tú fuiste un cielo conmigo. Me hiciste sexo oral para relajarme, y…
               -Lo recuerdo. Estaba ahí. Y me gustó como no me había gustado con ninguna otra. Por eso estamos aquí ahora.
               -Lo que intento decir es que no tienes por qué sentirte mal por no haber tenido tu primer orgasmo como novio tú solo. Yo tuve mi primer orgasmo contigo sola, y tú jamás sentiste que no fuera de los dos. Bueno, pues yo tampoco lo siento así. Me has regalado tu primer orgasmo como novio, Al. Ahora, yo quiero entregarte el mío. No tienes por qué hacerte el valiente hasta que creas que estás preparado para intentar un segundo asalto. Puedes… puedes hacerme disfrutar igual. Ya igualaremos el marcador de orgasmos otro día. Hoy lo que toca es disfrutar.
               Estiró una mano para cogerme la mía, y me dio un apretón.
               -Sin reproches. Tú y yo, solos. Déjalos fuera. Fuera de verdad. No basta con que sólo los bloquees. Échalos.
               No me di cuenta de que ahí estaban las voces de mi cabeza otra vez, gritándome que tenía que hacer lo imposible por conseguir que me dejara ahora que ya ni siquiera podía proporcionarle placer sexual. No me di cuenta porque había tratado de acallarlas, centrándome solo en las sensaciones físicas.
               -Lo que te dicen es mentira. Lo que te ha pasado es excepcional. Seguirás dándome el mejor sexo de mi vida. Sólo tienes que empezar.
               Subí hasta tener su rostro a la altura del mío y la miré a los ojos. Vi cómo los demonios, minúsculos pero contados por millares, negros como caricaturas, se desintegraban en su mirada. Le cogí la mano y le di un beso en la palma de la mano.
               -Eres la mujer más maravillosa que ha existido jamás.
               Sabrae sonrió.
               -¿No crees que me merezco un premio?
               Me pasó una pierna por alrededor de las mías y se frotó contra mí sin un ápice de vergüenza. Me eché a reír.
               -Vale, Doña Estoy Obsesionada Con Que Mi Novio Me Coma El Coño.
               -Es que lo haces genial-respondió, estirándose como hacía cada mañana. Me di cuenta de que haría eso dentro de unas horas, cuando nos despertáramos después de un sueño reparador con el que nos recuperaríamos de la sesión de sexo.
               Claro que no habría sueño reparador si no había sesión de sexo, y éste era un buen momento para empezar.
 
Puede que yo hubiera evocado nuestra primera sesión de sexo, pero Alec tenía sus propios planes al respecto. Después de besarme hasta cansarse, hasta que yo terminara empujándolo hacia abajo, se afanó en mis pechos, prestándoles la atención que merecían. Parecía temer no poder darme lo que yo le pedía, como si no me proporcionara placer simplemente con respirar.
               Noté cómo su confianza crecía cuando sus labios se posaron sobre mi piel más sensible. Tomé aire y lo expulsé suavemente mientras su lengua exploraba mis rincones, reclamando mi atención, que yo pretendía entregarle por completo.
               Cerré los ojos, concentrándome en él. Todo mi cuerpo era un amplificador de lo que Alec me estaba haciendo. Mis caderas sólo servían a un propósito, y era recibirlo a él, ya fuera con su miembro, sus dedos o su lengua.
               Lo hacía genial. Dios mío, cómo lo echaba de menos. Su lengua recorría cada uno de mis rincones, reconociendo un terreno que sólo él había explorado. Él era descubridor, conquistador y cartógrafo, todo en uno.
               Le noté sonreír en mi sexo cuando yo empecé a jadear. Inconscientemente, hundí los dedos en su pelo, espoleándolo como a un caballo que, para colmo, ni siquiera necesitaba indicaciones.
               Mi hombre.
               Bienvenido a casa, mi amor.
              
Sabrae no paraba de gemir, jadear y suspirar. Susurraba palabras inconexas que, con todo, para mí tenían más sentido que ninguna otra. Podría escribir best-sellers de las palabras que Sabrae musitaba durante el sexo.
               Cuando empecé a usar los dientes con exquisito cuidado, Sabrae perdió el control de sus caderas, y su boca se quedó fijada en dos palabras, igual que la mía entre dos labios.
               -Mi hombre. Mi hombre. Mi hombre-me agarraba de la cabeza como si quisiera dirigirme, aunque lo único que hacía era pegarme más a ella. Su sabor, su olor, su voz y su sensación me volverían completamente loco.
               Noté que se iba tensando poco a poco de la misma forma que lo hacen los músculos cuando estás a punto de llegar al límite de tu resistencia. Empezó a jadear más rápido: su pecho subía y bajaba, subía y bajaba, subía y bajaba.
               Finalmente, se dejó llevar en un dulcísimo orgasmo que tenía esas dos palabras, “mi hombre”, como banda sonora.
               Satisfecho conmigo mismo por primera vez en interminables semanas, escalé hasta tumbarme a su lado en la cama. Sabrae me miró con el típico velo de placer que sus orgasmos le ponían en los ojos, aún un poco atontada.
               -¿Has disfrutado, mi amor?
               Sabrae asintió con la cabeza, acariciándome el mentón.
               -Añoraba tu lengua en mis otros labios.
               ¿Lo ves? A esta cría hay que darle un puto Nobel. No hay nadie que pueda decir “cómo echaba de menos que me comieras el coño como está mandado” de esa forma. Sólo ella.
               Le cogí la mano y tiré de las sábanas para taparnos. Jugueteé con sus dedos debajo de las sábanas mientras ella se deleitaba en el dulce adormecimiento del sexo. Yo estaba algo más espabilado, pero, la verdad, no podía quejarme. Me encontraba bien. Eufórico, incluso.
               -No me has avisado de que te ibas a correr.
               -Creía que te gustaba probar cómo me corro.
               -Y me gusta-le besé la palma de la mano.
               -Y que no te importaba.
               -Me importaría si trataras de apartarme.
               Sonrió.
               -Y también me gusta que me avises. Oírtelo decir. Lo dices de una forma muy sexy.
               -Lo tendré en cuenta para la próxima-ronroneó, inclinándose para besarme. Yo me aparté, fingiendo pasmo.
               -¿Va a haber una próxima?
               Sabrae soltó una risita adorable, tiró de mí, y reclamó mi boca con la suya. Sus manos recorrieron mi cuerpo como las mías recorrieron el suyo, leyendo historias de amor que jamás se habían escrito en los poros del otro.
               Poco a poco, empecé a calentarme de nuevo. Mi cuerpo volvió a espabilarse, mostrándole a ella todo lo que sentía, puro y degenerado, y sus besos se hicieron más profundos.
               -Te deseo-me dijo.
               -Yo también.
               -Avísame cuando estés listo-me pidió. Asentí. Seguimos besándonos. Internamente, me fui armando poco a poco de valor. Necesitaba prepararme para otro fracaso.
               -¿Sabrae?
               -¿Sí?
               -Estoy nervioso.
               -No te preocupes-respondió, acariciándome las mejillas y colocándome mechones de pelo detrás de la oreja-. Sólo soy yo.
               -No, no lo entiendes. Precisamente porque eres tú es porque estoy nervioso. Yo no he estado nervioso antes de echar un polvo en mi vida. Ni una vez. Hasta hoy.
               Sonrió.
               -Es normal. Yo estaba nerviosa la primera vez que nos acostamos-recordó con nostalgia-. Creo que en el fondo sabía que aquella sería la primera vez que disfrutaría del sexo como lo hago contigo.
               -Ya, y entonces, ¿por qué estoy nervioso yo? Porque ya lo he hecho contigo más veces. Sé lo que te gusta. Sé que doy la talla. La he dado miles de veces.
               -Porque, Al… te has pasado la vida teniendo amantes. Ahora, tienes novia.
               Me dio un beso en los labios y me acarició las orejas.
               -Tú tranquilo. Me gustará.
               Le gustará. Le gustará.
               Había vuelto de entre los muertos por ella. Claro que iba a gustarle. Había nacido para hacer esto con ella. Y sin embargo…
               -¿Y si me vuelvo a correr justo antes, Sabrae?
               -Bueno, si te vuelves a correr, no pasa nada. Seguimos jugando hasta que aguantes aunque sólo sea una embestida. Seguro que a tu ego le basta con eso. A mí también.
               -No estoy tan seguro de eso-bufé-. Por ti, lo digo-añadí al comprender su mirada interrogante.
               -Al, a mí me basta con esto que estamos haciendo ahora. Si nos pasamos la noche besándonos y tocándonos, para mí seguirá siendo igual de especial. Cuando descubrí el paraíso que tengo entre las piernas, tú ni siquiera estabas en la misma calle que yo. No necesitas esforzarte para descubrir el edén que hay en mi interior. Tú conmigo das la talla sólo con respirar.
               Me quedé quieto un instante, rumiando sus palabras. Puede que a eso se debiera todo. Puede que me hubiera estado esforzando demasiado en sacar algo de mi interior que siempre me había salido solo.
               -Relájate-me pidió, y yo obedecí. Tiré de ella para pegarla a mí, y comencé a acariciarla. A medida que pasaba el tiempo, mis caricias se volvían más valientes, y descendía más hacia su entrepierna. Llegado el momento, empecé a masajearla de nuevo. Y ella, que era una santa y jamás me pediría nada que yo no le ofreciera antes, empezó a suspirar y gemir más fuerte, conteniendo sus ansias de mí para que yo no me sintiera presionado.
               No me lo sentí en absoluto. Más bien, hipnotizado. La estaba tocando igual que un arpa, y ella emitía los mismos sonidos. Exactamente la misma música celestial que haría a cualquiera levantar la vista hacia las estrellas, y ver figuras donde el cielo nocturno simplemente estaba salpicado de puntos blancos tintineantes.
               Ahora entendía por qué a los dioses se les adjudicaba justo ese instrumento. Era el único que podía hacerles justicia a los suspiros de ella.
               -Bombón-le susurré al oído, odiándome por adulterar aquella música con mi indigna voz-, ¿te apetece que hagamos el amor?
               -Sí. Por favor-gimió. Aparté la mano de su entrepierna y me senté en la cama mientras ella rebuscaba hasta encontrar el condón. Repetí la frase que me había dicho mientras la miraba ponerse encima de mí, hermosa como ningún ser en la historia, humano o divino, despampanante como no lo había estado nunca, y sensual como la diosa que estaba a punto de demostrarme que era.
               Tú conmigo das la talla sólo con respirar.
               -¿Estás bien?-me preguntó. Asentí.
               Tú conmigo das la talla sólo con respirar.
               Me puso el condón y yo le aparté el pelo del hombro. Le puse una mano en el cuello y le acaricié la mandíbula.
               -Te quiero.
               Tú conmigo das la talla sólo con respirar.
               -Yo también te quiero, Saab.
               Sabrae me sonrió. Se le humedecieron un poco los ojos. Se limpió una lágrima rápidamente y se inclinó hacia mí para susurrarme al oído:
               -Siento muchísimo haberte hecho esperar tanto. Eres mil veces mejor de lo que jamás podría soñar.
               A mí también se me escapó una lágrima. Cerré los ojos y tragué saliva.
               Ella me quiere, me dije. Me desea.
               Le va a gustar.
               Yo con ella doy la talla sólo con respirar.

 
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2 comentarios:

  1. Estoy llorando muchísimo con esa parte final.
    No he podido evitar acordarme durante todo el capítulo a la primera vez que follan y se ve desnudos. Todo el tiempo han evocado el recuerdo del primer polvo pero yo no paraba de recordar esa primera vez que se ven desnudos en la habitación de Sabrae y comprar el nerviosisismo de Sabrae, que no se veía suficiente, con Alec.
    Me ha parecido precioso como todo capítulo ha caminado por una finísima cuerda de cariño y delicadeza, aunque también haya habido su momento de risa con la eyaculacion precoz. Me ha encantado como poco a poco se han despojado entre los dos de las voces de Alec y no sólo le han dado al pause si no que las han apagado del todo.
    La forma en la que lo ha tratado Saab y lo ha querido y cuidado con mimo ha sido maravillosa y me ha explotado el corazón hacia el final como pocas veces. Estaba deseando leer este capítulo y la ternura qué me he encontrado ha sido preciosa.

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  2. Me ha gustado muchísimo este capítulo, tenía muchas expectativas y realmente ha estado a la altura.
    He sufrido un poco viendo a Alec estar tan inseguro, pero me ha parecido precioso como poco a poco, entre los dos lo han ido hablando y superando. Además, Sabrae motivándole y ayudándole como solo ella sabe me ha encantado, en momentos como este se nota lo mucho que le conoce, le entiende y le quiere. Luego con el momento en el que Alec se ha corrido me he DESCOJONADO osea ha sido muy gracioso ya lo siento. Obviamente, durante todo el capítulo me he estado acordando del primer polvo y jo es que lo muchísimo que ha pasado desde ese momento, lo mucho que se quieren y lo mucho que todo. Y bueno, el final ha sido lo mejor, me ha parecido de los momentos más bonitos que han tenido (de mis favoritos sin duda) y por supuesto he llorado.
    Quiero destacar varias frases que me han ENCANTADO:
    - “Éramos un puzzle, nacidos para completarnos, nacidos para estar juntos y no separarnos nunca.” simplemente preciso.
    - “¿Te crees que me apetece ir a otro sitio cuando el único en el que tú estás es aquí?” a mi me dice alguien eso y me muero.
    - “Aquella cría era el demonio, mi puta perdición, la llama en el infierno que llevaba mi nombre. Y yo estaba deseando arder.” esta me ha llamado mucho la atención.
    - “Son las marcas de la manera en que luchaste por quedarte conmigo. Las grietas por las que te colaste para regresar a mí.” Es que cómo le va a decir cosas tan bonitas?
    - “Siento muchísimo haberte hecho esperar tanto. Eres mil veces mejor de lo que jamás podría soñar.” ES QUE POR FAVOR ME M U E R O.
    - “Tu conmigo das la talla sólo con respirar.” “Yo con ella doy la talla sólo con respirar.” Lagrimones como melones osea por favor cómo van a ser así.
    Ha sido un capítulo precioso y como siempre, estoy deseando leer el siguiente <3

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