lunes, 10 de mayo de 2021

Kintsugi.

¡Disculpa la espera! El sábado fue el primer día de buen tiempo en mi pueblo, así que no pude resistirme a tumbarme a tomar el sol leyendo un libro. ¡Gracias por tu paciencia, y que disfrutes del capítulo!

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Dios mío.
               Cómo echaba de menos esa sensación.
               Él entrando en mí, yo recibiéndolo en mi interior, expandiéndome más de lo que creía posible y acomodándome a esa dulce presencia invasiva que, en ocasiones, me molestaba al principio, a pesar de lo bienvenida que era.
               Alec había cerrado los ojos, temiendo ver mi expresión, con los ecos de los demonios de su cabeza todavía resonando en los huecos más escondidos de su subconsciente. Pero, en cuanto nuestros cuerpos se unieron por fin, los dos supimos que habíamos hecho bien en esperar. Que eso que estábamos compartiendo ahora no tenía comparación con nada.
               No recordaba sentir esa sensación de comunión con nada. Yo era u alma, y ahora, por fin, estaba en sintonía con algo. Me pertenecía un cuerpo. Comulgaba con él.
               Y ese cuerpo era, cómo no, el de Alec.
               Entreabrí la boca y dejé escapar un suave jadeo cuando mi sexo se expandió un poco más mientras él llegaba hasta el fondo. Era yo la que tenía el control, yo la que le empujaba a explorar, yo la que más me movía. Y, sin embargo, era él el que tiraba de los hilos, el que me hacía desear moverme. Él y esa necesidad que me inspiraba, el dulce fuego que había encendido en mí la primera vez que me masturbé pensando en él.
               Alec me miró desde abajo, acariciándome los muslos con la yema de los dedos, mis pechos rozando sus clavículas, mi melena haciéndole cosquillas en el torso, siguiendo el contorno de sus cicatrices y de líneas imaginarias que trazaban sus poros sin distinción entre ambas. Él también entreabrió la boca.
               Mis glúteos se asentaron por fin sobre sus muslos. Estaba completamente dentro. Los dos nos mordimos el labio inferior sin romper el contacto visual, disfrutando de esa deliciosa presión.
               -¿Estás bien?-le pregunté, y él asintió con la cabeza, a pesar de las lágrimas que todavía le rondaban por los ojos.
               -Yo… debo de haber nacido para estar aquí, contigo, Saab-respondió, besándome el punto en el que el cuello y el hombro se encontraban. Me estremecí de pies a cabeza, sintiendo un calambrazo descender desde ese punto de mi anatomía en el que me estaba prestando más atención que a casi todo lo demás de mi cuerpo hasta el lugar donde estábamos juntos.
               -Eso explicaría que lo hagas tan bien.
               -No estoy haciendo nada.
               Le miré y alcé una ceja.
               -Estás respirando-respondí, y él me sonrió. Me dio un beso en el hombro y me acarició la espalda, jugueteando con las puntas de mi pelo de un modo que me enterneció. Me moví despacio sobre él, poniendo mucho cuidado en no apoyarme demasiado sobre su hombro malo,  haciendo la fricción justa y necesaria para que a nuestros cuerpos no se les olvidara que estábamos juntos.
               Cuando empecé a moverme en círculos, sus caderas empezaron a seguir el ritmo que yo les marcaba, al compás de una dulce melodía que cantaban las estrellas como un canto de sirena, atrayéndonos, deseosas de que volviéramos a reunirnos con ellas los dos juntos.
               Y entonces, Alec se separó de mí.
               -No había sido tan feliz en toda mi vida-me dijo, mirándome a los ojos con emoción. Le chispeaban como a un niño en el día de su cumpleaños, al encenderse una luz en su casa y descubrir allí a todos sus amiguitos, con quienes pensaba que no podría celebrar su día.
               Era la persona más pura que hubiera pisado nunca la Tierra. Y era mío, todo mío, sólo mío.
               -Mi amor-gemí, sintiendo que la luz de su alma se trasladaba a mi pecho y encendía en él una hoguera que llamar hogar. Me acurrucaría junto a ella de noche, cuando el frío del invierno amenazara con congelarme, y confiaría en que el sol se levantaría al día siguiente incluso si yo no mantenía los ojos abiertos para vigilar a las constelaciones-. Es lo que te mereces. Disfruta de tu momento, cariño. Déjate llevar. Esta noche, la que controla soy yo-le cogí la mano y se la puse sobre mi cintura, para que hiciera con ella lo que quisiera. No necesitó una invitación formal para comenzar a acariciarme los pechos.
               Qué bien lo hacía. Mi hombre, pensé, sintiendo que el amor explotaba en mi interior y llenaba hasta el último hueco con unas cenizas fértiles sobre las que crecerían las más hermosas de las flores. Empecé a moverme con más lentitud pero intensidad, regalándole todo mi cuerpo de la misma manera que él me había regalado el suyo hacía tanto tiempo, la primera vez que nos acostamos.
               Cómo habían cambiado las cosas desde entonces, pensé mientras trataba de mantener un hilo lógico de pensamientos para poder durar todo lo que Alec necesitara que durase. La primera vez que habíamos estado juntos, él se había puesto a mi servicio y me había hecho la protagonista absoluta de la noche, demostrándome que no era en absoluto como yo había pensado toda la vida. Me había sorprendido haberlo juzgado tan mal de la misma manera que me había sorprendido darme cuenta de que él y yo habíamos sido accidentes en nuestras vidas,  cercanos pero jamás entrelazados, gracias a Scott. Yo había sido un árbol más en el paisaje de su vida; él, una estrella más en una de las muchas constelaciones que poblaban mi cielo.
               Y ahora, aquí estábamos. Yo era todo el bosque, todo símbolo de vida para él. Y él era todo el cielo, la luna, las estrellas y el sol; la razón por la que levantar la vista y querer estirar los dedos hacia arriba.
               -Te amo-susurré contra su boca, y Alec mordisqueó esa insondable verdad de mis labios, como si quisiera devorar hasta el último de los pasos que estaba dispuesta a dar por él y alimentarse exclusivamente de ellos.
 
 
Había tardado semanas en encontrar la razón por la que había sido capaz de plantearme separarme de ella, pero por fin, ahí estaba, ante mí como una estatua colosal erigida por una civilización que quisiera asegurarse de que su cultura fuera inmortal, que sus dioses trascendieran a sus sacerdotes y sus palabras se convirtieran en la base del resto de idiomas hablados en el mundo.
               Había pensado que podría alejarme de ella porque llevaba demasiado tiempo sin probarla. Ahora lo entendía, al igual que entendía muy bien a todos los deportistas de riesgo que se jugaban la vida cada vez que se ataban los cordones y salían de casa en busca de su siguiente aventura, quizás la última: porque, igual que para algunos no había sensación más gloriosa en el mundo que saber que el resto de miles de millones de personas que lo habitamos estamos por debajo de tus pies, para mí no había sensación más gloriosa que estar allí con Sabrae. Dentro de Sabrae.
               Ella era la razón de que las primeras divinidades fueran mujeres. No podía ser casualidad que les hubiera tocado a ellas ser las que creaban vida. Yo no tenía nada tan interesante entre las piernas como el paraíso que guardaba ella, y que de toda la gente en el mundo a la que podía concederle el acceso, que me lo permitiera a mí era… era el honor de mi vida. Por eso había vuelto de entre los muertos. Por eso no podía morir. No podía morirme mientras ella siguiera viva, ni podría dejar de existir mientras ella aún lo hiciera.
               Me había hecho un regalo tan valioso que ni siquiera la muerte sería capaz de arrebatármelo. No importarían los peligros que me acecharan ni el daño que el resto del mundo tratara de hacerme: Sabrae me protegía. Me protegía con su cuerpo, con su amor, con esa preciosa alma suya, más cálida y brillante que el mismo sol.
               ¿Y su voz? Pura música. Cada tímida embestida mía, que no estaba para tirar cohetes (pero me esforzaría en mejorar lo más rápido posible), era un jadeo suyo. Un jadeo de esos que, en otra vida, me habían parecido lo más morboso del mundo.
               Ahora, directamente, me parecían mágicos. Después de todo por lo que habíamos pasado, cómo habíamos luchado ambos por estar allí, cada uno de los sonidos que salía de la boca de Sabrae me parecía una recompensa sobrenatural, la prueba definitiva de que no podría pasarnos nada malo mientras estuviéramos juntos.
               Incluso si no hubiera creído antes en la magia a pesar de conocerla y saber que alguien como ella no podía ser producto más que de algo superior a las normas de la biología, habría empezado a creer en ese instante, escuchándola sellar nuestro destino mientras nuestros cuerpos se complementaban por fin.
               -Dios mío.
               -Por fin juntos.
               -Te adoro.
               -Mi hombre.
               Vale, bueno, eso sí que era morboso. No sólo por el hecho de que estuviera dedicándome un posesivo que, la verdad, jamás llegaría lo suficientemente pronto para mí (el único día en que habría sido suficiente para que no creyera que el universo me había robado un tiempo esencial con ella era el de mi nacimiento), sino por el sustantivo. Mi hombre. No “chico”, no “novio”, no “niño”. Mi hombre. Hombre. “Hombre” tenía una cadencia que ni chico, ni novio, ni niño tenían. Sonaba a perpetuidad, a madurez. A crear una familia los dos juntos y envejecer viendo cómo el proyecto de nuestras vidas se iba desarrollando, dando cuenta de que nosotros y nuestra unión habíamos existido una vez nos muriéramos ambos.
               Además, “hombre” indicaba experiencia, habilidad, tamaño, satisfacción. Placer. Había escuchado esa palabra un millón de veces mientras me acostaba con chicas cuyos nombres y caras se diluían en mi memoria, y siempre había tenido el efecto de inflarme el ego hasta hacerme creer que podría volver flotando como un globo aerostático a mi casa después de ese polvo. “Qué hombre” era una de mis frases fetiche, a pesar de que la escuchaba con relativa frecuencia, pero siempre tenía el mismo efecto en mí.
               Pero que ahora lo hiciera mi chica, mi novia, mi reina, mi diosa, le daba a todo un nuevo nivel de profundidad. Era como si con las demás hubiera buceado a pulmón, pero Sabrae me hubiera entregado un submarino para explorar las profundidades oceánicas. Y, lejos de los monstruos que la ciencia suponía que se encontraban allí donde el sol no era más que un mito, me estaba encontrando templos sumergidos y palacios cubiertos de algas. Atlantis era real, y Sabrae me había dado la llave para entrar en ella y convertirme en su rey si así lo deseaba.
               -Te quiero.
               -Te deseo.
               -Soy tuya.
               -Me apeteces.
               Jo. Der. Sabía exactamente cómo y dónde tocarme, tanto emocional como físicamente. Se había pegado a mí, sus pechos rozaban mi torso aún magullado, pero la hipersensibilidad que tenía en la piel hacía que fuera capaz de sentir todos y cada uno de sus poros, que tenía erizados. Era como si su cuerpo estuviera tratando de recuperar el tiempo perdido acariciándome con todo lo que tenía, haciéndome notar más su presencia. Me estaba respirando en el oído, notaba sus dientes rozar el lóbulo de mi oreja mientras jadeaba, su garganta contrayéndose y dilatándose al mismo ritmo lento de subida y bajada que marcaban sus piernas en torno a mí.
               Y sus dedos… sus putos dedos. Me había pasado las manos por la nuca, jugaba con mi pelo mientras sus codos se apoyaban en mi hombro. Me era imposible separarme de ella, aunque tampoco es que lo deseara. Llevaba demasiado tiempo sin tenerla así, y me sorprendía no haberme vuelto loco de mono reviviendo ahora la sensación de tenerla entera por fin.
               Me apretó contra ella, haciendo fuerza tanto con sus piernas como con sus brazos, elevándose un poco, lo justo y necesario para poner sus preciosos pechos frente a mi rostro. Hundí la cara en ellos sin pensármelo dos veces, recuperando ese reflejo que tienen todos los bebés de girarse hacia la persona que los sostiene para mamar.
               Abrí la boca y capturé uno de ellos entre mis labios. Rodeé el pezón con la lengua y succioné despacio, notando cómo Sabrae se contraía alrededor de mi entrepierna.
               -Mmm-gemí, o jadeé, o gruñí. No sé muy bien qué hice, sólo sé que me gustaba. Me gustaba muchísimo. Tenerla en mis labios, alrededor de mi cintura, en mis hombros y en mi polla.
               -Mmm, sí. Alec, oh, sí.
               Sí, nena, sigue hablando, pensé mientras pasaba a su otro pecho. Mordisqueé el piercing antes de volver a metérmelo en la boca y repetir la operación. Sabrae me puso las manos en los hombros, ofreciéndome sus senos para que yo continuara adorándolos.
               -Dios mío, Alec, sí… joder, sí… fóllame, por favor…-gimió con los ojos cerrados, su boca contraída en una sonrisa contenida. Noté que un dulce calor líquido se deslizaba por entre mis piernas.
               -Córrete para mí, nena.
               -Dios mío, qué hombre-gimió, volviéndose a pegar a mí y acariciándome la nuca. Deslizó las manos por mis hombros y pasó a mi espalda, arañándomela ligeramente, espoleándome despacio en ese lentísimo ritmo que ya había hecho que ella alcanzara el cielo.
               Me estaba tocando como si estuviera dentro de mi cabeza y pudiera escuchar mis pensamientos, como si supiera exactamente qué deseaba, como había sido siempre. Este mes y medio no había existido. Por eso la escogí.
 
 
Estaba a punto de volverme loca. Había caído por el borde del abismo ya, y la espuma de las olas que me esperaban abajo había saltado para empujarme de vuelta hacia arriba. Podría seguir así toda la noche.
               Y más ahora, que sabía que Alec no se había corrido aún. Siempre notaba cuándo llegaba al orgasmo: a pesar de que me empujaba hacia él y no dejaba de mover las manos por todas partes de mi cuerpo, en el momento en que su mente se ponía en blanco y se catapultaba hacia las estrellas, Alec me sujetaba con más fuerza. Me sostenía contra él como si yo fuera el paracaídas que le estaba dando las vistas con las que se maravillaba, y temiera que en el momento en que nos separáramos todo aquello desapareciera.
               Como una gatita, sin ningún tipo de vergüenza (aquel era un concepto que para mí no tenía sentido cuando estaba haciéndolo con él), froté mis pechos contra su boca. Le ofrecí todo lo que tenía para que cogiera lo que se le antojara, y él, como siempre, no se hizo de rogar. Cuando capturó uno de mis pechos con la boca y empezó a rodearme el pezón en círculos con la lengua, un intensísimo calambrazo descendió hasta mi sexo, contrayéndolo y dándome más placer del que nunca me habría imaginado que podría sentir haciéndolo tan despacio.
               Alec y yo éramos una pareja explosiva. Nos gustaba el sexo salvaje, en el que la fricción es la principal fuente de placer. Su tamaño hacía que todo fuera mucho más delicioso, y la forma en que estábamos dispuesto a experimentar nos había regalado sesiones de sexo increíbles. Y, sin embargo, había pocas que me gustaran tanto como me estaba gustando ésta, a pesar de ser un polvo tranquilito y dulce. Era lo que la ocasión se merecía.
               Ojalá sienta más placer que dolor, pensé mientras me frotaba contra él, sin tener ningún tipo de cuidado con su torso. Ojalá lo disfrute todo lo que me está haciendo disfrutar a mí.
               Alec se separó para tomar aire, y me miró desde abajo. Se le inundaron los ojos con una luz celestial, y a mí también se me empañaron.
               Dios mío. No pensé que se pudiera decir “te quiero” de tantas maneras, y todas sin pronunciar palabra.
               Me incliné para besarlo, y él me devolvió el beso despacio. Su lengua exploró mi boca como había explorado mis pechos mientras sus manos descendían por mis curvas y se detenían en mis muslos.
               Mirándome a los ojos, transmitiéndome un mensaje que descifré al instante, pero jamás podría poner por palabras, Alec se tumbó despacio sobre la cama. Dejó sus manos sobre mis muslos, y yo las cogí para continuar disfrutando de su cuerpo debajo del mío. Ahora tenía una misión, y era hacer que se corriera.
               Le acaricié el pecho como lo había hecho tantas veces, ignorando deliberadamente las cicatrices que ahora nos acompañarían toda la vida. Cada vez que nos metiéramos en la cama, o en el baño, o en cualquier sitio en el que nos fuéramos a entregar el uno al otro, ya no seríamos solo dos, sino tres: él, yo, y sus cicatrices. Esas marcas que él detestaba y que, si bien yo preferiría que no estuvieran ahí porque el accidente hubiera sido una terrible pesadilla creada por un subconsciente que no soportaba verme feliz, había adorado nada más verlas.
               Prefería a un Alec lleno de cicatrices, desnudo y debajo de mí que a un Alec impoluto, trajeado y bajo tierra. Y se lo demostraría con mi cuerpo, tal y como llevaba haciendo meses, desde aquella primera vez en que él me había demostrado el placer que custodiaban mis piernas.
               De la misma manera que él me había abierto ese paraíso, yo descodificaría el suyo. Le querría todo lo que él no era capaz de quererse aún, le demostraría que seguía siendo el de siempre, pero un poco más decorado, como si las cicatrices fueran tatuajes involuntarios, dibujadas desde dentro hacia afuera y por las que se colaba la luz de su alma. Le enseñaría que él era el rosetón de una catedral, y sus cicatrices, las juntas de hierro fundido que unían los distintos trozos de cristal hasta formar la vidriera más hermosa del mundo.
               Le demostraría que no había cambiado nada. Que seguía siendo el mismo. Que seguía queriéndole y deseándole como el primer día, incluso más; ahora que ya sabía quién era por dentro, valoraba muchísimo más su físico. Volvería a ser el de siempre mucho antes de lo que creía.
               Terrible y glorioso como un joven dios. El más importante de todos, el rey de todos ellos, el señor y protector del Olimpo. Zeus.
              
 
Sabrae tenía el don de convertir todo lo que tocaba en un lienzo, y cada una de sus caricias se  convertía en una pincelada magistral que acercaba lo que tenía entre manos un poco más al concepto de obra maestra más estricto conocido por el hombre. Sus dedos se deslizaban por mi piel sin hacer distinción entre la que había conseguido sobrevivir sin rasguños al accidente, y esas fronteras en el mapa de mi torso donde antes todo era un único imperio. Sus caderas se movían en círculos, presionando y aligerando a intervalos regulares que me volvían loco. Sentía todos y cada uno de los átomos que la componían allá donde nos tocábamos, y mantener la cordura con ella así, impresionante sobre mí, brillante por el sexo y por el sudor del esfuerzo que le suponía cargar con toda la responsabilidad del placer de ambos, me resultaba muy difícil.
               Estaba haciendo poesía con nuestros cuerpos: atípica, explícita, soez incluso; pero poesía al fin y al cabo. Y su voz y sus jadeos eran el sonido que yo necesitaba para comprender por qué poner palabras en orden aleatorio en una hoja de papel que ni siquiera te molestabas en rellenar era considerada la mejor forma de confesar amor.
               Mi hombre, mi rey, mi sol, mi león de oro, por fin juntos… no paraba de gemir, jadear, y gruñir mientras estaba sobre mí, repitiendo un mantra que para mí no tenía mucho sentido, pero que no dejaba de resultarme arrebatador.
               Ahí supe que había heredado de su padre el don de las palabras: sólo ella podría hacerme considerarla una poetisa cuando se volvía amazona.
               Tenía sus manos por todas partes, su sexo absorbiendo el mío, pidiéndome y exigiéndome y suplicándome más. Sus caderas eran un pozo sin fondo en el que yo me caía hasta el infinito, sus piernas eran los pilares sobre los que yo quería construirle el mayor y más hermoso templo que hubiera visto la civilización. Los pilares sobre el que se sustentaban las estrellas.
               Sabrae se llevó mis manos a su cintura y me hizo agarrarla por las caderas. Sonrió al ver cómo mi respiración se aceleraba y mis caderas se dejaban llevar por la cadencia de las suyas, y…
               … me corrí. Hundí los dedos en su carne y jadeé su nombre completo, con un segundo nombre y un apellido nuevos “joder, sí”, en vez de “Gugulethu Malik”. Sabrae cerró los ojos, dejándose llevar por el momento, disfrutando de la sensación de  mi cuerpo abandonándose al suyo.
               Disfruté de la sensación de tener la mente en blanco, sin preocupaciones, sin ideas, sin conciencia ni identidad, sólo percibiendo la deliciosa presión que su edén hacía en mi miembro. Mientras me dejaba llevar, Sabrae me acariciaba los nudillos y me miraba con ojos cargados de adoración, como si lo más bonito de esa cama no fuera ella, sino yo.
               Me dejó un tiempo para reponerme, y después, cuando vio que había vuelto en mí, se apoyó en mis hombros y se frotó suavemente contra mí. Sus pechos colgaban sobre mi torso, acariciándome ligeramente con la punta de sus pezones. Todavía me tenía dentro, y yo no quería que me sacara aún; me volvería loco si lo hacía.
               -¿Te apetece seguir?
               -Déjame hacer que te corras otra vez.
               Sonrió, me besó en los labios con los dientes como aliciente en su boca.
               -Estaba deseando que me lo pidieras. No quiero sacarte de mi interior nunca.
               Pero me folló como si tener un orgasmo y acabar por fin con eso fuera su objetivo desde el principio. Se movió un poco más rápido, se dejó magrear, animar y besar, y para cuando terminó, con un orgasmo más intenso de los que había tenido hasta entonces, una fina película de sudor cubría su piel de chocolate, haciéndola parecer un helado de crema de cacao y avellanas que poco a poco se derretía al sol.
               Goteó con sensualidad sobre mi cuerpo hasta quedarse tumbada a mi lado en la cama, jadeando y sonriéndole al techo como si estuviera dándoles las gracias a los dioses por habernos hecho humanos y, así, poder sentir placer. Me rodeó los hombros con un brazo y me estrechó contra su cuerpo, como había hecho yo tantas veces. A pesar de que estábamos con las posiciones invertidas, lo cierto es que no me disgustó ese gesto cariñoso y protector suyo; todo lo contrario, lo adoraba.
               Sabía que no había sido, ni de lejos, el mejor polvo que habíamos echado. Pero, para mí, había sido el mejor de toda mi vida. Hubo un tiempo en que había creído que no volvería a gustarle hasta el punto de que quisiera hacer aquello conmigo, y sabiendo que tenía toda la competencia del mundo en mi contra,  había llegado a pensar que no volvería a estar entre sus brazos ni a tenerla a ella entre los míos.
               Cogí la mano que me había rodeado y le di un beso en el dorso, disfrutando de la sensación de su respiración acunándome, tranquilizándome, diciéndome que estaba bien tener miedo, pero estaba mejor intentar volver a ser el de siempre, hacer lo que habíamos hecho siempre.
               -¿Qué tal ha estado?-pregunté, intentando que no se notara el nudo en el estómago que se me había formado al pensar que, quizá, aquello no había sido tan genial para ella como lo había sido para mí.
               Pero, como siempre, acudió a mi rescate.
               -Ha estado genial, amor. Lo has hecho increíble. Estoy súper orgullosa de ti-me felicitó, estrujándome contra ella con un poco más de fuerza. Parecía estar buscando el límite en el que yo me quejaría, como si yo fuera a quejarme alguna vez del daño que quisiera hacerme.
               -¿De verdad?
 
 
Levantó la mirada para poder comprobar si le mentía o no, como si me atreviera a hacerlo. Debía de creer que me había esmerado con él para no herir sus sentimientos, cuando la realidad es que, si bien quería que se lo pasara lo mejor posible, también había hecho todo lo que había hecho por mí.
               Llegados a este punto, me encantaba haber sido capaz de aguantar todo lo que había hecho. Sabía que las cosas tardarían en volver a ser como antes, y que todavía había algo que habíamos hecho en el pasado de forma habitual y que ahora estaba más allá del límite de nuestras posibilidades, pero no miento si digo que había disfrutado de lo lindo con él. El sexo no tenía por qué ser explosivo, salvaje ni agresivo para poder ser genial; bastaba con tener tantas ganas como yo le tenía a Alec. Cuando tienes un apetito de depredador, cualquier cosa te parece la mejor de las delicias, ya sea la mayor delicatessen jamás creada o una presa cruda que acabes de cazar.
               -Claro, sol. ¿Qué te he dicho antes?
               Sonrió, tímido.
               -Que yo doy la talla contigo solamente con respirar.
               -Eso es-sonreí, achuchándolo de nuevo y besándole la frente. Alec suspiró, no sin cierto alivio, asintió con la cabeza y jugueteó con los dedos sobre mi entrepierna.
               -Estás preciosa esta noche.
               -¿No lo estoy siempre?-bromeé, y él sonrió.
               -Sí, pero… hoy más que nunca. Te has tomado muchísimas molestias por mí-levantó de  nuevo los ojos-. Quiero que sepas que me he dado cuenta.
               -Para mí no es molestia ponerme guapa para ti. En serio. Me gusta cuando me tocas así-le cogí la mano y la pasé, con los dedos extendidos y la palma abierta, sobre mis piernas-. Cuanto más suave esté yo, más ganas tendrás tú de darme mimos, y eso era lo que quería esta noche: que te entregaras a mí como lo has hecho.
               Asintió despacio con la cabeza, un amago de sonrisa bailando en sus labios mientras miraba mi piel oscura en contraste con la suya, que había ido perdiendo poco a poco el ligero tono dorado que los veranos en Grecia le regalaban cada año. Suspiró despacio, y yo con él.
               -Creo que voy a ir al baño.
               -¿A desmaquillarte?-preguntó, y asentí.
               -¿Quieres desmaquillarme tú?
               -Sí, pero… ¿puede ser aquí, en la cama?
               -¡Claro! Traeré mis cosas del baño y me desmaquillas tú, ¿de acuerdo? ¿Tú necesitas ir?
               -Te espero aquí-respondió. Miró cómo me levantaba, me ponía la camisa que le había quitado al principio de nuestra velada, y no movió un músculo mientras salía de la habitación.
               Pero, cuando volví, estaba vestido.
 
Sí, ya sé que en otra vida dormía en pelotas, me gustaba lucir cuerpo y no me importaba en absoluto que todo lo que tenía se bamboleara de un lado a otro mientras dormía.
               Eso era en otra vida. Ahora, las cosas habían cambiado. Sabía que a Sabrae no le haría especial ilusión que me vistiera, pero ella lo entendería. Sabía que me costaba demasiado verme el pecho, con todo lo que había sido, así que no me juzgaría por intentar evitarme los malos ratos. Después de todo, había terminado dejando que me quitara la ropa y lo habíamos hecho en bolas, así que no tenía de qué preocuparse. Me desvestiría si quería follar, eso lo podía tener por seguro.
               Pero que estuviera dispuesto a desnudarme para el sexo no implicaba necesariamente que tuviera que seguir desnudo una vez termináramos, ¿no?
               La verdad es que todavía hacía demasiado poco tiempo de la primera vez que me había visto las cicatrices, así que todavía no había podido asimilar bien lo que el accidente había supuesto para mí. Tampoco había tenido tiempo para empezar a ejecutar todos los cambios que quería hacerme, y, dado que no tenía pensado seguir así mucho más tiempo (con cicatrices y sin mis músculos característicos), tampoco tenía mucho sentido mirarme al espejo hasta que la imagen de mi cuerpo se quedara tan grabada en mi retina que me costara señalar los cambios.
               Y la verdad es que me jodía muchísimo mirarme. Me jodía muchísimo ver lo rápido que habían cambiado las cosas para mí, cómo había pasado de estar en la cúspide del físico masculino, ser el patrón por el que los demás querían tratar de cortarse, a ser todo lo que ellos querían evitar. No soportaba ver lo frágil que era todo lo que me había costado tanto tiempo, disciplina y esfuerzo construir, ni la idea de que había cosas que jamás volverían a ser como antes.
               Ahora mi cuerpo sólo era digno cuando Sabrae lo cubría con su sudor. Y ahora que ella no estaba, me resultaba muy complicado ver todo lo que ella veía en mí, especialmente porque no sólo me comparaba con el Alec que había sido con ella (que, para ser sincero, era el que más me importaba y al que quería recuperar), sino con el Alec prácticamente público que había sido con todas las chicas que se me habían puesto por delante. Según Claire, había basado toda mi autoestima a lo largo de la adolescencia en dos cosas: mis habilidades como boxeador y como amante. Dejar el boxeo había supuesto un punto de inflexión en mi vida que había hecho que, en lugar de tratar de equilibrar la balanza poniendo énfasis en el hecho de que hubiera estado dispuesto a abandonar un deporte que me apasionaba y al que me habría gustado dedicarme profesionalmente por mi madre y mi hermana, haciéndome ver como una persona generosa y desinteresada, volcara toda mi atención en lo sexualmente deseable y atractivo que me encontraran las chicas. Según ella, había usado el sexo como validación, como vara de medir para decidir si merecía que alguien perdiera el tiempo conmigo o no.
               (La verdad que yo no las tenía todas conmigo respecto a esta teoría; es decir, sí, adoraba el sexo y se había convertido en una parte fundamental de mi vida, pero no me follaba a todas las tías que pudiera porque me creyera feo, sino porque me encantaba la sensación. Saber que me consideraban una de sus mejores conquistas y que salía con ventaja en ese aspecto era un aliciente, pero no el motivo por el que hacía lo que hacía cada fin de semana, pero… bueno, supongo que cuando te ganas la vida comiéndole el coco a la gente, tienes que abrir cuantos más frentes, mejor).
               Tampoco me hacía falta ser un genio para saber que el Alec que yo era ahora no tendría ni la décima parte de éxito que había tenido hacía unos meses, y aunque aquello estaba completamente fuera de la mesa (a estas alturas de la película, si Sabrae decidía que quería mantener una relación estrictamente espiritual conmigo y no volvía a dejarme metérsela, la solución que encontraría sería matarme a pajas pero seguir con ella, y jamás buscar el consuelo en otras mujeres), uno no deja de encontrar consuelo y felicidad en saber que, si quisiera, tendría otras opciones disponibles. Jamás pensaría que me quedaba con Sabrae por inercia (créeme, no eliges la joya más hermosa y valiosa de la joyería porque no te quede más remedio, sino porque es a lo que aspiras), pero… bueno, siempre suponía un cierto chute de autoestima el saber que no le ponía los cuernos a Sabrae porque no me daba la gana, y no porque no pudiera.
               No quería fastidiar una noche genial, y ahora que ella no estaba, se me hacía muy fácil creer que las cosas que mi subconsciente me decía eran verdad. A la mierda mis idas de olla emocionales. Ya lidiaría con ellas más adelante.
               Me levanté, y tratando de no mirar mi reflejo en el espejo, me saqué unos pantalones de chándal del armario y una camiseta de boxeo de las que había utilizado en el hospital. Todavía olía un poco a desinfectante, pero tenía experiencia durmiendo con ella, así que sabía que la indumentaria no me supondría un problema.
               Me senté de nuevo en la cama, bajo las sábanas, y me miré en el espejo por primera vez. Preferiría la camisa por la sencilla razón de que me tapaba más, pero ella la había cogido para ir al baño, y tampoco quería que fuera muy evidente que había hecho el esfuerzo por vestirme. Ni siquiera sabía si Sabrae quería un segundo asalto y sólo estaba tomándose un descanso, o si ya habíamos terminado de follar por esa noche, y no quería que malinterpretara mi comportamiento. Haríamos lo que ella quisiera, que para algo se había esforzado tanto en convertir la noche en algo tan especial.
               Así que, bueno, supongo que con la camiseta de boxeo serviría. Después de todo, tampoco tenía los brazos tan mal; el problema estaba en el pecho, y gran parte de éste estaba tapado, así que… todo controlado.
               Cuando regresó, se quedó plantada en la puerta, sorprendida de verme con ropa. Parpadeó un par de veces a gran velocidad, como si no se esperara siquiera verme allí.
               -Te has vestido-observó sin poder frenarse, y vi la palmada en la frente mental que se dio a pesar de que no se movió físicamente. Asentí despacio con la cabeza, sintiendo un poco de vergüenza ante el choque de emociones que sentía en mi interior: por un lado, me sentía  algo mejor sabiendo que lo peor de mí estaba oculto, y por otro, me odiaba por sentirme mejor, así que me odiaba también por odiarme, y así hasta el infinito.
               No podía dejar que ella viera mi bamboleo emocional.
               -Sí. Es que… sí.
               -Estás guapo-comentó, sonriendo con timidez y acercándose a mí despacio. Se sentó al borde de la cama y dejó el neceser entre ambos. Miró en dirección a la camita de Trufas, pero el conejo hacía tiempo que se había marchado, cuando ella abrió la puerta para ir al baño.
               -Gracias, tú también-le guiñé un ojo y di una palmada en el colchón a mi lado, invitándola a acercarse. Fuera lo que fuera lo que se le había pasado por la cabeza al verme vestido, se diluyó en lo más profundo de su mente cuando se acercó a mí. Si le sonreía, estaba bien, y si estaba bien era porque la tenía cerca, así que cuanto más se acercara a mí, mejor estaría y más le sonreiría. Era sencillo. Así estar juntos: fácil como respirar, y mejor cuanto más cerca.
               Cogí uno de los discos de algodón que tenía en su neceser, lo empapé de desmaquillante y, con cuidado, comencé a retirarle el maquillaje de la piel. Poco a poco, sus ojos se hicieron un poco más pequeños, sus pestañas menos espesas, y sus labios recuperaron su tono natural, sin aditivos, pero no por ello menos apetitosos.
               -Siempre tan cuidadoso-comentó, sonriendo, cuando me afané en acariciarle suavemente los párpados para no hacerle daño.
               -Me pregunto a quién me pareceré.
               Cuando por fin fue la de siempre, Sabrae abrió los ojos y me miró. Su aliento me emborrachaba, su cercanía hacía que me diera vueltas la cabeza, y su calor corporal hacía que mi piel ardiera. Me sobraba toda la ropa, toda la piel que no estuviera en contacto con ella, y todo el aire que había entre nosotros y nos impedía volver a tocarnos como siempre.
               Lentamente, con los ojos sobre los míos, Sabrae se desabrochó los botones de la camisa. Mi camisa, pensé sin poder creérmelo, mientras las curvas de sus pechos aparecían en el hueco que se había abierto en ellas, como dos trozos de tierra que se separan para formar distintos continentes, dejando en medio un glorioso océano.
               No pude evitarlo: metí los dedos por debajo de mi camisa y palpé las curvas de su anatomía. Seguí la ruta ascendente de su ombligo hasta sus clavículas, desviándome en la protuberancia de sus pechos y rozando sus pezones sensibles, erectos y duros. Sabrae dejó escapar un suave jadeo y se mordió el labio con fuerza, de tal manera que sus dientes dejaron un valle blanquecino en su boca.
               Empecé a endurecerme a pesar de mi miedo a no poder con ella esta vez. Ahora estaba cansado, realmente cansado; no se trataba de nada que tuviera en la cabeza, sino de las protestas de mi cuerpo al considerar hacer ejercicio, por mucho que fuera a ser pasivo. No podía ser pasivo con Sabrae, no del todo: incluso cuando ella era la que había llevado la voz cantante durante el polvo anterior, mi cuerpo también se había dejado llevar por sus gemidos.
               Como si supiera que estaba desarrollándose una lucha en mi interior, Sabrae posó la mano sobre mi entrepierna y siguió el contorno de mi polla con los dedos. Tomé aire y lo dejé escapar en un gruñido mientras su mano presionaba levemente mi erección. Sabrae se inclinó más hacia mí, y sus pechos asomaron por la camisa, que ya no tenía ningún objetivo más que molestarme. Sus senos rozaron mis pectorales cuando se inclinó para besarme, y mientras su lengua exploraba mi boca y su mano mi polla dura, guardada en los pantalones, mi mano decidió devolverle el favor y siguió el curso de su anatomía. Llegué hasta su culo, rodeé una de sus nalgas y me adentré en el hueco hinchado entre sus piernas. Volvía a estar mojada.
               Masajeé con tres dedos su humedad, índice, corazón y anular, y finalmente introduje el corazón en el corazón de su placer. Lo moví en círculos, buscando ese punto sensible de su anatomía, mientras seguía presionando suavemente los montículos de sus labios mayores con los dedos que tenía fuera.
               Sabrae empezó a agitar las caderas al ritmo que mis dedos le marcaban. Saqué mi dedo de su interior y se lo volví a meter, lenta pero decididamente, y ella empezó a besarme por encima de la camisa. Con el culo en pompa, llevó su boca hasta mi entrepierna. Se quitó la camisa, frotó los pechos contra ésta, y, mirándome desde abajo, me sacó la polla y la lamió con la punta de la lengua.
               Jo.
               Der.
               Me acomodé en la cama y continué masturbándola mientras ella hacía lo propio, recorriendo mi polla con su lengua sin dejar de mirarme. Le metí dos dedos y ella me dio un beso en la punta a modo de compensación. Saqué los dedos y deslicé la mano para presionar su abertura con mi palma mientras exploraba su anatomía, buscando su clítoris, y Sabrae bajó la boca y comenzó a besarme los huevos. Se los metió en la boca y sonrió al escuchar mi gruñido de placer, pero creo que ya no le hizo tanta gracia cuando le pellizqué el clítoris con dos dedos, pues sabía que acababa de darle su merecido.
               Sabrae empezó a mover las caderas en el aire, apretándose contra mi mano. Subió de nuevo hacia mi polla y le dio un besito a la punta. La rodeó con una mano, le dio otro beso, rodeó el capullo con la punta de la lengua, y me miró.
               -¿Me dejas chupártela?
               -Te dejaría pedir una hipoteca a cien años a mi nombre-contesté. Sabrae se rió. Llevó la mano que tenía libre al centro de su ser. Me acarició los dedos sobre su coño caliente y mojado y cerró los ojos, disfrutando de la sensación.
               -Si te la chupo, luego, ¿podremos follar guarro?-me pidió-. No sabes las cosas en las que he pensado mientras estaba sola en el baño.
               -¿Te has tocado?
               -¿Tanto se nota?-sonrió.
               -¿Y te has corrido?-negó con la cabeza a modo de respuesta-. ¿Por qué no?
               -Quiero correrme contigo.
               -¿Ah, sí? Y eso, ¿por qué?-jugué, introduciendo de nuevo un dedo en su interior. Sabrae se movió de nuevo adelante y atrás, como si estuviera montando a caballo.
               Como si me estuviera montando a mí.
               -Porque quiero empapar tu polla o tu boca, no mis manos.
               Se me puso como una piedra escuchándola hablar así. Así que de eso se trataba la cosa, ¿no? De ponerme tan cachondo que tuviera que empotrarla sí o sí. Que me la follara como no lo había hecho en mi vida.
               -¿Y qué hay de mis manos?
               -No son mi prioridad. Aunque no me desagradan-añadió, consciente de repente de que había metido la pata. Sin embargo, el mal ya estaba hecho, y no había nada que pudiera enmendarlo.
               -Vaya, es una auténtica lástima-respondí, retirando mi mano de su entrepierna y acariciándole la boca con ella-. Me parece que no puedo cumplir como te mereces, pero creo que podría haberte hecho suplicar como una perra con las manos. Pero, si no te sirven… quizá será mejor que lo dejemos por ahora.
               Sabrae hizo un puchero, pero sus ojos se oscurecieron cuando me llevé la mano a la boca y lamí los restos de su placer de mis dedos como se lame un polo. Vi cómo tomaba nota mental de cómo lo hacía, pues le había dicho una vez que la forma en que los tíos comemos el coño o nos lamemos los dedos después de masturbar a una tía era la manera en que nos gustaba que nos comieran la polla. Tampoco es que Sabrae necesitara muchos consejos, pero… bueno, nunca está de más conocer otras opiniones.
                Sabrae se sentó frente a mí, sobre mi pierna. Limpió con el pulgar el líquido preseminal que mi polla había estado segregando (pobrecita, la pobre no era consciente de que su dueño estaba casi para el arrastre) y se llevó el dedo a la boca. Lo succionó sin romper el contacto visual conmigo, y luego, justo cuando pensé que me dejaría tranquilo, deslizó un dedo por su anatomía, dividiéndola completamente en dos, abrió las piernas, y se acarició el sexo con tres dedos, los mismos que había empleado yo.
               -¿Seguro que no te apetece esto?
               Me imaginé a mí mismo saltando sobre ella y devorándole el coño como no se lo había devorado en toda mi vida. Haciendo que se corriera veinte veces, que chillara mi nombre, que sus piernas se cerraran en torno a mi cabeza mientras se corría a chorro. Me imaginé poniéndola boca abajo y penetrándola con fuerza, en un ángulo delicioso que haría estragos en su piel más sensible. Se correría otra vez nada más metérsela yo. Me imaginé agarrándola de las caderas, enrollando su melena en mi muñeca, tirándole del pelo y obligándola a incorporarse. Girándola y poniéndonos frente al espejo, donde pudiera ver cómo sus tetas se bamboleaban con cada una de mis embestidas, su cuerpo se perlaba de sudor, y mi polla entraba y salía a un ritmo demencial de su coño.
               Pues claro que me apetecía su coño, joder. Me apetecería incluso cuando estuviera muerto. Me la follaría tan fuerte que no podría sentarse en un mes, si estuviera en condiciones.
               Pero no lo estaba. Ya habíamos tentado demasiado a la suerte.
               -Claro que me apetece-respondí-, pero creo que necesito dormir un poco antes de que me dejes volver a entrar ahí.
               Sabrae cerró las piernas, retiró las manos, y de nuevo puso cara triste. La tomé de la mandíbula y le di un pellizquito en la barbilla.
               -¿Te importa?
               -En absoluto. Sólo te estaba provocando. Tengo muchas ganas de tener una noche como las que teníamos antes… solos tú, y yo, y la cama… sin ropa-añadió con segundas, y yo me reí.
               -Creo que no eres consciente de que a tu novio acaban de darle en alta.
               -Sí, y creo que mi novio no es consciente de que está buenísimo, así que es normal que esté cachonda como una mona cuando estoy cerca de él.
               Me eché a reír de nuevo y le di un beso en la mejilla.
               -¿Me perdonarás algún día?
               -Me lo tengo que pensar-fingió ponerse de morros y se cruzó de brazos, pero yo le hice cosquillas y conseguí que me perdonara. Para mi desgracia, interpretó mi no desnudez como un deber de vestirse, y se puso de nuevo mi camisa. Se abrochó un par de botones y se acurrucó a mi lado bajo las sábanas. Metió las manos por debajo de la cabeza y exhaló un suspiro de satisfacción, cerrando los ojos y abriendo y cerrando la boca un par de veces, masticando su sueño.
               Para ella también debía de haber sido un día muy largo. Se había esforzado mucho en hacer que todo fuera perfecto, organizando a mis amigos, a mi familia, preparando la comida y decorando mi habitación. Y yo se lo pagaba…
               -Para-me pidió, y abrió un ojo.
               -¿Para?-repetí, y ella sonrió.
               -De hacer eso.
               -¿Qué estoy haciendo?
               -Te estás comiendo el coco. No lo hagas.
               -¿Cómo puedes saber que…?
               -Estás muy callado. Y no te me has arrimado a mí todavía. Así que hay dos posibilidades: o te has vuelto gay de repente, o te estás comiendo el coco. Y, a juzgar por cómo me miras las tetas o el coño, creo que es más bien la segunda opción.
               -Quiero ser cirujano plástico y tus tetas me parecen el molde sobre el que trabajaré en el futuro-espeté-. Y lo del coño… bueno, es que tienes un coño muy interesante. Como los paneles de los museos.
               Sabrae se  rió.
               -Eres un sinvergüenza.
               -Puede. Pero tú me quieres igual.
               Sonrió.
               -Apaga la luz, venga-pidió, arrebujándose bajo las sábanas-. A ver si te duermes pronto, tienes un sueño erótico, se te pone dura y te puedo despertar montándote.
               Parpadeé, la respiración y el pulso acelerados.
               -Coge 20 libras de mi cartera, vete corriendo a la farmacia de guardia que encuentres más cerca y cómprame viagra.
               Sabrae estalló en una sonora carcajada que hizo que Trufas viniera corriendo a comprobar qué sucedía.
               -¿De qué te ríes? Voy muy en serio.
               -¡Alec, no vas a tomar viagra! ¿Sabes lo perjudicial que es para alguien de tu edad? ¡Te podría dar un chungo, o algo así!
               -Bueno, es un poco doloroso las primeras cuatro horas, pero se termina bajando. Salvo que seas un cagado como Scott y termines yendo al hospital pensando que vas a tener toda la vida la bandera izada.
               Sabrae abrió tantísimo los ojos que sus cejas desaparecieron.
               -¿¡Scott y tú probasteis viagra!?
               -Te sorprendería las gilipolleces que me hace hacer tu hermano por esa facilidad que tiene de decirme que no tengo huevos a hacer algo. Menos mal que es un puto envidioso y le daba miedo que todas las tías de Londres pasaran de él por no tener cojones a tomar algo que hiciera que se te pusiera el soldadito firme sin ningún tipo de estímulo.
               -Dios mío-rió, tumbándose sobre la espalda y negando con la cabeza-. ¿Por qué no me lo has contado antes? ¡Se lo voy a recordar hasta el día que se muera!
               -Bueno ¡no preguntaste!
               -¿Hay algo más humillante que mi hermano haya hecho y que yo deba saber?
               -Lo hará. Es una estrella del pop. Seguramente pongan su cara en material escolar.
               -Puede, pero se forrará con ello.
               -Ya, pero perderá su dignidad.
               -Bueno, algunos lo hacen por mucho menos-reflexionó, y luego, me miró de reojo y sonrió. Bufé.
               -Mira, Sabrae, he tenido un accidente de la hostia y me falta un trozo de pulmón, así que no me llega todo el oxígeno que debería al cerebro. Así que te agradecería que, si vas a vacilarme, por lo menos me avises.
               Sabrae se rió, me dijo que no me picara, me pidió perdón a base de darme besitos, y finalmente, apagó la luz. Nos acurrucamos el uno junto al otro, y yo hice lo que pude por tratar de dormirme.
               Pero estaba incómodo.
               Tenía mucho, mucho calor.
                No había tenido en cuenta el factor del aire acondicionado, que estaba a todo trapo en el hospital, de modo que posiblemente hubiera una diferencia de diez grados entre mi habitación del hospital y la de casa, en la que siempre daba el sol y tenía una claraboya que hacía las veces de lupa por la que se intensificaba el calor.
               Di vueltas en la cama, a un lado, a otro, me puse boca arriba, lo intenté boca abajo, pero nada surtió efecto. Mierda, yo que quería dormirme pronto para poder despertarme temprano y hacerlo más con ella, y al final me pasaría toda la noche en vela.
               -¿Qué pasa, amor?-preguntó Saab, y yo gruñí por lo bajo-. ¿Te duele algo?
               -Tengo calor.
               -No me extraña. ¿Quieres quitar la funda nórdica?
               -Tendrás frío si lo hago.
               -No te preocupes por mí. Tengo quien me caliente-coqueteó, frotándose contra mí. Madre mía, era incapaz de dejar de pensar en lo mismo.
               Cómo la comprendía.
               Hice lo que me sugirió, pero enseguida comenzamos a temblar los dos. Sólo cuando noté que ella se encogía más de lo normal y se pegaba a mí más de la cuenta, subí de nuevo la funda nórdica y emití un sonoro bufido.
               -Voy a tener que desnudarme.
               -Mm-mmm-asintió ella-. Seguramente estés incómodo por la falta de costumbre. ¿Cuánto fue la última vez que dormiste completamente vestido en esta cama?
               -Tenía 3 meses.
               -Al… tu madre conoció a Dylan cuando tú tenías año y pico.
               -Veo que pillas las ironías, nena. Joder…-gruñí, incorporándome, encendiendo la luz y quitándome los pantalones primero. Me quedé mirando mis piernas, decidiendo si seguía o no.
               Pero yo sabía lo que me molestaba. Sabía que, si tenía calor en el pecho, no podría dormir. Y era en el pecho donde más había notado el calor. Habría aguantado bien con los pantalones, pero el pecho era otro cantar.
               Sabrae tamborileó con los dedos sobre mi cadera y me miró desde abajo, expectante. Después de un instante de reflexión, decidí seguir adelante y quitarme también la camiseta. Automáticamente, me abrazó y me dio un beso en el costado.
               -Estoy súper orgullosa de ti-repitió, como si me hubiera visto dar un paseo espacial, o algo.
               -Sólo me he quitado la ropa. Si me hubieran aplaudido como tú cada vez que lo he hecho…
               -Sé que te sigue resultando complicado aceptarlas, pero pronto te gustarán, te lo prometo.
               -¿Gustarme? Sabrae, son horrendas. No entiendo cómo te pueden gustar tanto. De hecho, no entiendo cómo haces siquiera para tolerarlas.
               En parte era verdad. Había tenido tiempo de pensarlo muchas veces en el hospital; puede que no me hubiera acostumbrado a ellas ni pudiera dibujarlas sobre un mapa de mi cuerpo si alguien me lo pidiera, pero sí sabía que marcaban una diferencia enorme entre lo que había sido en el pasado y lo que era ahora. Sabrae se había tocado pensando en mí no por mi personalidad (todo lo contrario, más bien) sino por mi físico. Y ahora ni siquiera tenía ese físico, así que, ¿no podía verse… afectada la forma en que pensaba en mí? ¿La forma en que su cuerpo movía al suyo? ¿La forma en que me utilizara, o cómo nos relacionáramos?
               -Porque son parte de ti, Al-contestó, incorporándose hasta quedar sentada para estar a mi altura-. Son lo que tú eres ahora, y te prometí que siempre me gustarías. Tengo intención de cumplir esa promesa, especialmente ahora que sé que no me supone ningún esfuerzo.
               -No quiero que sigas conmigo porque sientas la obligación de…
               -Sigo contigo porque me atraes como el primer día. Tus cicatrices son la prueba de que luchaste por volver a mí. Son las grietas por las que…-respiró hondo y se puso las manos en la cintura, meditando cómo continuar, qué camino seguir para que yo comprendiera esta importantísima lección-. Son lo que te ha traído hasta aquí.
               -Creo que las ves con demasiado cariño por las endorfinas del sexo. Ya veremos si mañana las ves igual.
               -Siempre las veré con cariño porque son parte de ti. De hecho, sé que pronto cambiarás de opinión con respecto a ellas. Cuando termines la terapia y Claire haya acabado su trabajo contigo, serás capaz de ver lo que todos los demás vemos en ellas. Son una historia de superación, Al. Son lo que te hace fuerte. Son la celebración de tu vida, la manera en que tu alma se desparrama por el mundo y nos a los demás tocarla. Escucha, sé que para ti ahora mismo todo esto no es fácil, que echas de menos lo que eras antes y que, bueno, es chocante. A mí también me choca un poco verte, y mentiría si dijera que no es así, pero es simplemente por la novedad. Sin embargo, yo estoy dispuesta a acostumbrarme. ¿Por qué tú no?
               -No quiero conformarme con esto.
               -¿Crees que yo me conformo contigo?-respondió, alzando una ceja-. Y ten mucho cuidado con lo que respondas a continuación, porque podrías estar echando por la borda semanas de duro trabajo en la terapia.
               Me mordisqueé los labios, pensativo. No podía decirle que no creía que se conformara conmigo, porque en cierto modo así lo sentía. Había tíos mil veces mejores que yo por ahí. Y, con todo… con todo, sabía que nadie podía quererla de la manera en que lo hacía yo. No tenía ningún mérito quererla, pero sí tenía mérito que alguien finito como yo pudiera sentir algo tan ilimitado sin amedrentarse. La verdad, tenía mérito que estuviera allí, con ella, a pesar de que la consideraba muy superior a mí. Si estuviéramos en un ring y hubiera tanta diferencia entre nosotros como rivales como la había como amantes, seguramente yo no tuviera las agallas suficientes como para tratar siquiera de iniciar un asalto. Y allí estaba yo, enfrentándome a lo inimaginable, observando el inmenso muro que tenía que escalar para alcanzarla… y frotándome las manos para empezar a subirlo a pesar de no ver su final, en lugar de encogerme de hombros y decidir que aquello simplemente no era para mí.
               -Creo que… ahora mismo, y viendo mi situación… sí que te estás conformando un poco.
               -Interesante. Elabóralo.
               -Hay tíos más guapos que yo ahí fuera.
               -Vale. Sigue.
               Alcé las cejas.
               -¿Es que ni siquiera vas a intentar…?
               -La belleza es subjetiva. Si tú crees que no eres el tío más guapo de Inglaterra, bueno, me imagino que cada uno tiene derecho a tener su opinión, sea o no acertada.
               No pude evitar sonreír.
               -Así que tú crees que yo soy el tío más guapo de Inglaterra.
               -No, Alec; creo que eres el tío más guapo del mundo.
               -¿Incluso estando así?
               -Sobre todo estando así. Porque, vale, puede que tu piel ahora mismo no esté intacta, pero eso no quiere decir que no vayas a recuperar tu cuerpo, ni que tampoco así me resultes atractivo. De hecho, que no estés intacto no tiene por qué ser algo malo. Tus cicatrices no tienen por qué ser defectos.
               -¿Ah, no? Vale, y si no son defectos, ¿qué son?
               -No me malinterpretes; preferiría mil veces que no hubieras pasado nunca por el accidente, pero lo has pasado, y… prefiero que las tengas a que no estuvieras aquí. Eso que quede claro.
               -Vale, pero no has contestado a mi pregunta.
               -Son adornos-respondió Sabrae con calma, después de unos segundos meditando la palabra exacta. Pestañeé.
               -¿Adornos?
               -Sí. Como los tatuajes o… sí. Creo que los tatuajes son un buen símil. Mi padre está lleno de tatuajes; cada uno cuenta una historia, cada uno tiene un significado. Mis huellas y las de mis hermanos están grabadas para siempre en su cuerpo; tu paso por el hospital está grabado en el tuyo. Está grabado a base de bisturí y antiséptico, en lugar de tinta y golpes. No has podido elegirlos, pero tampoco puedes elegir tu historia, así que tus cicatrices me parecen más lógicas y naturales que los tatuajes. Son más veraces. No puedes adornarlas: están ahí. Son sinceras. Demuestran que estás vivo. Además… van a cambiar. Y yo ya puedo verlas ahora como serán en el futuro. Se pondrán doradas y serán como tu alma. Son como esta técnica milenaria japonesa, en la que rompen las vajillas a propósito para juntarlas de nuevo y decorarlas con pegamento dorado. Así consiguen algo más hermoso, algo único, y algo que tiene una historia que ninguna otra pieza tiene. Para mí ya no eres sólo una elaboradísima obra de arte, Al. Ahora eres la mejor pieza de kintsugi que se haya hecho jamás. Eres la única pieza de kintsugi que respira, anda y ama; la única prueba de la existencia de las segundas oportunidades que ha tardado más de dieciocho años en fraguarse.
               Todo eso era demasiado para esas horas de la noche. Había demasiados conceptos que no conseguía casar bien, pero eso de que me comparara con un tipo de artesanía japonesa era precioso.
               -¿Kintsugi?-repetí, y ella asintió con la cabeza.
               -Sí. ¿Nunca has oído hablar de él?
               -La verdad es que no.
               -Seguro que sí-respondió, inclinándose hacia la mesilla de noche, donde reposaban nuestros móviles uno junto a otro-, lo que pasa es que no sabes cómo se llama.
               Tras una rápida búsqueda en Internet, me mostró una imagen de un cuenco que en otra vida habría pasado completamente desapercibido, pero cuyas irregulares líneas doradas atrapaban completamente tu atención. Examiné la foto en silencio, analizando los hilos de oro con que se había recompuesto la pieza, y por fin miré a Sabrae.
               -¿En serio me ves así?
               Me miré el pecho. Estaba cubierto de arañazos, en su mayoría escarlata o parduzcos. Me resultaba imposible imaginarme como una pieza de artesanía japonesa arrojada al suelo con el único propósito de volverla más hermosa. Hasta donde yo sabía, el rubí o el granate no eran ingredientes que se utilizaran en ese método, así que el que me viera como una obra de arte de aquellas denotaba el amor con que me miraba.
               Tardaría meses, probablemente años, en ver mis cicatrices de esos tonos dorados que ella me enseñaba ahora. Era imposible que Sabrae ya me viera como aquella pieza de joyería.
               Y sin embargo, asintió.
               -No sé por qué te sorprendes. Yo tengo más práctica que tú viendo tu auténtico yo. Y, si quieres, puedo hacer que tú también lo veas.
               -De acuerdo, y ¿cómo se supone que es mi auténtico yo?
               -Dorado-respondió sin dudarlo, como si se esperara justo esa respuesta-. Y te lo demostraré.
               Sin dar ningún tipo de explicación, se levantó de la cama y alcanzó su neceser, que había dejado sobre el escritorio justo antes de intentar dormir. Lo abrió y extrajo de él una paleta de sombras dorada y el eyeliner dorado que le había comprado para su cumpleaños. Se arrodilló en la cama, de manera que sus rodillas hundieron el colchón a mi lado, y abrió la paleta.
               -¿Qué vas hacer?
               -Voy a enseñarte cómo te veo-explicó-. A pintarte de los colores que creo que realmente te representan. Puede que el del feminismo sea mi color, pero el tuyo es el del sol.
               -Creo que me sobrestimas un poco, nena.
               -Para nada-negó con la cabeza-. Alec, ¿no te das cuenta de que éste es el cuerpo del hombre que me hará madre algún día?-me acarició el hombro y yo me la quedé mirando, sin aliento. No podía pretender en serio decirme esas cosas y que yo me quedara tan pancho. No, cuando la tenía tan cerca, con tan poca ropa y yo estaba tan desnudo-. Que tú no puedas ver aún las posibilidades que aguardas no significa que yo no las tenga ya delante de mí. Déjame adorarte como lo que realmente eres: mi único amor, mi salvación.
               Acarició la paleta con la brocha como le había visto hacer miles de veces antes, y me miró.
               -¿Confías en mí?
               Tragué saliva. Por un instante, consideré la posibilidad de que pudiera escocerme.
               Luego decidí que no me importaba. A Sabrae le gustaría que yo me viera como ella me veía a mí.
               -Siempre, bombón.
               Sonrió, agradecida.
               -Ya verás. Cuando por fin puedas verme como te veo yo, y cuánto vales y lo mucho que me importas, te gustarás muchísimo más. Les cogerás cariño a tus cicatrices, y no querrás volver a vestirte, para alivio de los dos.
               Y, con la brocha entre los dedos como si fuera una artista a punto de iniciar la colección con la que crearía una nueva corriente pictórica, se inclinó hacia mi cuerpo.


 
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2 comentarios:

  1. HE LLORADO CON ESTE CAPÍTULO, PERO DEL PALO DE QUE DIGO ME TENGO QUE LEVANTAR A ECHARME AGUA EN LA CARA. ZORRA VENENOSA.
    Ahora en serio, me ha puesto de un soft este capítulo que no se, me esperaba el polvo guarrisimo del siglo pero es que Dios no ha hecho falta ha sido jodidamente erotico, sensual, sexy y a la par que bonito, dulce y tierno. Me ha dolido un poquito otra vez las inseguridades de Alec, antes eran todas psicológicas y que ahora tenga encima que enfrentar las físicas también me da una pena terrible. No se lo merece pobrecito mío.
    Me ha gustado mucho como lo ha tratado Saab y como le hace ver que sus heridas le gustan porque basicamente le hacen estar vivo.
    Estoy deseando ver que es lo que le dibuja, todavía no lo he leído y se que se va a convertir en uno de mis momentos favs de la novela.

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  2. Jo, me ha parecido un capítulo suuuuuper bonito. La verdad es que no me esperaba que fuera a ser así, pero me ha encantado. Lo paso mal viendo a Alec tan inseguro, pero si es verdad que se ve que poco a poco va avanzando con la terapia. Por otro lado, adoro ver como Sabrae le conoce tan bien y sabe que decirle en cada situación es que ¿¿cómo no va a estar Alec tan enamorado de ella?? Luego el final ha sido precioso, en cuanto vi el título del cap sabía que iba a pasar algo de este estilo y ME HA ENCANTADO.
    Bueno cosas super random que quiero comentar son:
    - Alec desmaquillando a Sabrae. Adoro cuando hace esto, encima tengo una imagen clarísima de ello de verdad.
    - Scott y Alec tomando viagra. Me he reído en alto la verdad osea ME DESCOJONO, un capítulo de esto por favor te lo pido. (Por cierto, creo que deberías hacer que se hagan muñecas de todos los miembros de cts y que Sabrae y Alec le tomen el pelo a Scommy la verdad.)
    Y frases que me han llamado la atención jejeje:
    - “Yo… debo haber nacido para estar aquí, contigo, Saab.” Es que me muero por favor
    - “Era la persona más pura que hubiera pisado nunca la tierra. Y era mío, todo mío, solo mío.” Pero como le va a querer tanto?
    - “Ella era la razón de que las primeras divinidades fueran mujeres” me muero ×2
    “Si estuviéramos en un ring y hubiera tanta diferencia entre nosotros como rivales como la había de amantes, seguramente yo no tuviera las agallas suficientes como para tratar siquiera de iniciar un asalto.” que preciosidad de frase de verdad
    Con ganas del siguiente <3

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