viernes, 7 de mayo de 2021

Diez años de Eri, la actriz.



A las 20:15 del mismo día de ayer hace diez años, mi vida cambió.

Podría deciros qué día de la semana era sin consultar un calendario (era viernes), o lo que comí ese día (cachopos de pollo al champán); si era la primera vez que me maquillaba (no) en condiciones (sí) o el calzado que llevaba (zapatos de tacón grises que aún tengo en una caja, aunque nunca se me llegaran a ver). Lo que estaba haciendo quince minutos antes, tumbada en un suelo que han pisado y adorado personas mucho más grandes antes que yo, y que también  pisaron y adoraron después, y pisarán y adorarán incluso cuando ninguno de los que me acompañaban tratando de controlar la respiración y haciendo caso omiso del zumbido de fondo del público sentándose al otro lado del telón siga haciéndolo. Podría deciros la sensación de correr sola por los pasillos del teatro, ya vacíos, mientras sonaban los timbrazos indicando que la obra estaba a punto de comenzar, en dirección al palco desde el que se me vería en soledad. O las primeras frases de un monólogo que, curiosamente, repito más o menos diez años después, aunque en otro municipio, y hablando de un gobierno municipal que me afecta más que ese que bailaba entre condenar los botellones, evitando así la anarquía y el libertinaje, o permitirles a los jóvenes un espacio de ocio en el que socializar.

Seguramente no recordéis qué estabais haciendo el 6 de mayo de 2011 a las ocho y cuarto de la tarde, excepto si estuvisteis ahí desde por la mañana. Yo lo recuerdo de sobra: sacar por fin la tarta en la fiesta de cumpleaños que habían sido todos los miércoles desde octubre de ese curso 2010-2011, en el que me sentí por primera vez como en las películas y series sobre dramas adolescentes. En un grupo. Con una segunda familia a la que sólo veía una vez a la semana, pero con la que jugaba y reía como si la conociera de toda la vida, con la que formaba casas que se deshacían en terremotos o me dejaba caer de espaldas, confiando en que me cogerían. Una familia que, como las nubes en un día de primavera, crece y mengua conforme pasa el tiempo, conforme se van graduando, hasta que un día me tocó a mí y fui yo la que tuvo que sentarse en ese patio de butacas, a pesar de que era el nombre de mi instituto el que estaba estampado en las entradas-invitación de esa función. Rosana, Lucía, Alba, Laura, Luz, Lali, Tita, Noemí, Berta, Palilo, Amanda, Tomy, Ana, Iván, Eli, Paula… y muchos, muchos más. Grabados en mi corazón no a fuego, porque el fuego abrasa y hace daño, sino a olas; las ondas sonoras de los aplausos cuando se bajó el telón por primera vez. Ondas que todavía hoy, diez años (y un día) después puedo escuchar y que me hacen cosquillas en la boca del estómago, dándome un calorcito que también asocio a todos esos nombres. Y hay uno, especialmente, que resuena sobre los demás: Lueje. Al que le escribí una frase que me da demasiada vergüenza reproducir aquí, tan sonora en esa ambición sin vergüenza propia de mi yo de adolescente. El que nos decía que nos relajáramos, que no miráramos al otro lado del telón, que nos concentráramos en nuestra respiración, que estábamos en un prado, y que las flores, para los muertos.

Hace diez años que mi vida cobró un nuevo sentido. Diez años de ese momento en el que me convertí en aquello que siempre será una espinita clavada en mi corazón, incluso ahora que he terminado cogiéndole el gusto a algo de lo que renegaba antes de entrar en la universidad.

Diez años y un día de que hice mía la palabra más hermosa que hay en el español, dedicada a la mujer: actriz.

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