A las 20:15 del mismo día de ayer hace diez años, mi vida cambió.
Podría deciros qué día de
la semana era sin consultar un calendario (era viernes), o lo que comí ese día
(cachopos de pollo al champán); si era la primera vez que me maquillaba (no) en
condiciones (sí) o el calzado que llevaba (zapatos de tacón grises que aún
tengo en una caja, aunque nunca se me llegaran a ver). Lo que estaba haciendo quince
minutos antes, tumbada en un suelo que han pisado y adorado personas mucho más
grandes antes que yo, y que también pisaron y adoraron después, y pisarán y
adorarán incluso cuando ninguno de los que me acompañaban tratando de controlar
la respiración y haciendo caso omiso del zumbido de fondo del público
sentándose al otro lado del telón siga haciéndolo. Podría deciros la sensación
de correr sola por los pasillos del teatro, ya vacíos, mientras sonaban los
timbrazos indicando que la obra estaba a punto de comenzar, en dirección al
palco desde el que se me vería en soledad. O las primeras frases de un monólogo
que, curiosamente, repito más o menos diez años después, aunque en otro municipio,
y hablando de un gobierno municipal que me afecta más que ese que bailaba entre
condenar los botellones, evitando así la anarquía y el libertinaje, o
permitirles a los jóvenes un espacio de ocio en el que socializar.
Seguramente no recordéis
qué estabais haciendo el 6 de mayo de 2011 a las ocho y cuarto de la tarde,
excepto si estuvisteis ahí desde por la mañana. Yo lo recuerdo de sobra: sacar
por fin la tarta en la fiesta de cumpleaños que habían sido todos los miércoles
desde octubre de ese curso 2010-2011, en el que me sentí por primera vez como en
las películas y series sobre dramas adolescentes. En un grupo. Con una segunda
familia a la que sólo veía una vez a la semana, pero con la que jugaba y reía
como si la conociera de toda la vida, con la que formaba casas que se deshacían
en terremotos o me dejaba caer de espaldas, confiando en que me cogerían. Una familia
que, como las nubes en un día de primavera, crece y mengua conforme pasa el
tiempo, conforme se van graduando, hasta que un día me tocó a mí y fui yo la
que tuvo que sentarse en ese patio de butacas, a pesar de que era el nombre de
mi instituto el que estaba estampado en las entradas-invitación de esa función.
Rosana, Lucía, Alba, Laura, Luz, Lali, Tita, Noemí, Berta, Palilo, Amanda, Tomy,
Ana, Iván, Eli, Paula… y muchos, muchos más. Grabados en mi corazón no a fuego,
porque el fuego abrasa y hace daño, sino a olas; las ondas sonoras de los aplausos
cuando se bajó el telón por primera vez. Ondas que todavía hoy, diez años (y un
día) después puedo escuchar y que me hacen cosquillas en la boca del estómago, dándome
un calorcito que también asocio a todos esos nombres. Y hay uno, especialmente,
que resuena sobre los demás: Lueje. Al que le escribí una frase que me da
demasiada vergüenza reproducir aquí, tan sonora en esa ambición sin vergüenza
propia de mi yo de adolescente. El que nos decía que nos relajáramos, que no
miráramos al otro lado del telón, que nos concentráramos en nuestra
respiración, que estábamos en un prado, y que las flores, para los muertos.
Hace diez años que mi
vida cobró un nuevo sentido. Diez años de ese momento en el que me convertí en
aquello que siempre será una espinita clavada en mi corazón, incluso ahora que
he terminado cogiéndole el gusto a algo de lo que renegaba antes de entrar en
la universidad.
Diez años y un día de que
hice mía la palabra más hermosa que hay en el español, dedicada a la mujer:
actriz.
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